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DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO

DEL PROLOGO DEL TRADUCTOR A LA PRIMERA EDICION ESPAÑOLA

En cuanto a la traducción, solo queremos indicar que uno de sus lados más complejos era el
de la referencia a las fuentes. En lo que toca a la Carta. de la O.N.U., se cita siempre según
el texto español oficial. Lo mismo ocurre con los convenios y tratados entre países
americanos, siempre que ha sido posible. Cuando hay colecciones de fuentes españolas nos
remitimos a ellas, incluso para los casos en que no hay texto castellano oficial,
apoyándonos en las traducciones ya existentes y satisfactorias, al objeto de facilitar la tarea
del lector y, al propio tiempo, conservar la mayor uniformidad terminológica.

Teniendo en cuenta que esta edición se dirige en primer término a los lectores de habla
castellana, hemos añadido en cada caso a la bibliografía del original referencias a la
bibliografía española e hispanoamericana. Por otra parte, no pocas de las obras extranjeras
citadas existen en traducción castellana, por lo que era conveniente así mismo el señalarlo.
En este sentido, el profesor VERDROSS nos dio absoluta libertad de apreciación, y la
hemos hecho extensiva incluso a aspectos de la bibliografía extranjera en que nos pareció
indicado, por uno u otro motivo. En cada caso, nuestras adiciones, así en el texto como en
las notas y en la bibliografía, van entre corchetes, sin más indicaciones. También hemos
numerado como capítulos las distintas secciones de la obra.

No quisiéramos terminar sin dar las gracias a nuestro antiguo alumno y Ayudante en la
Universidad de Murcia Dr. J. MORENO SANDOVAL, que nos ha ayudado en la
traducción de algunos capítulos; a cuantos nos alentaron a lo largo de nuestra labor, y a la
EDITORIAL AGUILAR, por las facilidades concedidas para el reajuste del texto
definitivo. Superada finalmente una empresa acometida en su día con una ilusión que ha
sido su móvil esencial, hallamos su compensación más valiosa en la satisfacción del
servicio con ella prestado a los estudiosos del derecho internacional entre nosotros. Ojalá
encuentre esta versión castellana en tierras hispánicas la misma acogida que tuvo en otros
ámbitos la original.

De las dificultades que hasta llegar a buen fin acechan en un intento como este, solo podrán
percatarse debidamente quienes a su vez se hayan visto sumidos en ellas. Como Mignon en
GOETHE, cabría afirmar también aquí que únicamente sabe de nuestro padecer el que las
mismas ansias conociera:

NOTA DEL AUTOR A LA PRIMERA EDICION ESPAÑOLA

Con gran satisfacción veo salir esta traducción de mi libro en el idioma del país al que tanto
debo, por cuanto los fundamentos filosóficos en que se apoya echan sus raíces en la
doctrina española del derecho de gentes de los siglos XVI y XVII, de irradiación universal.
Por ello doy las gracias a mi distinguido colega el Prof. ANTONIO TRUYOL, que ha
asumido la compleja tarea de la traducción, procediendo al propio tiempo a añadir
referencias a la bibliografía española e introducir notas complementarias de especial interés
para los lectores de esta edición; y así mismo a la EDITORIAL AGUILAR, que ha hecho
así asequible mi Derecho internacional al público español e hispanoamericano.

EL PROLOGO DEL TRADUCTOR A LA CUARTA EDICION ESPAÑOLA

El Derecho internacional público de ALFRED VERDROSS se presenta a los lectores de


habla castellana en su cuarta edición. La primera (1955), iniciada a base de la segunda
edición alemana (1950), había podido tener ya en cuenta las innovaciones más importantes
de la tercera (1955). En la segunda nuestra (1957) adaptamos íntegramente las Partes II y
III a la tercera edición alemana; pero en la Parte I, que por razones de espacio había sido
reducida por el autor, conservábamos el texto, más amplio, de la segunda edición original,
aunque incorporando al mismo las adiciones que en la tercera compensaban en parte dichas
reducciones. Agotada nuestra segunda edición, y luego la tercera (que por razones ajenas a
la voluntad del traductor hubo de limitarse a una reimpresión con ligeras correcciones), se
ha hecho necesario una vez más poner manos a la obra. Una tarea ingrata nos esperaba,
pues, entre tanto, se había publicado la cuarta edición alemana (1959), que, como es natural
en libros de esta índole, salió revisada y puesta al día, pero además notablemente
aumentada en la última parte, relativa a la comunidad internacional organizada. A ella
hemos adaptado del todo la presente edición. La importancia de las refundiciones, que el
propio autor señala más adelante, ya no permitía conservar la Parte I en su amplitud
anterior (que, como hemos dicho, unía los textos de las dos anteriores ediciones alemanas),
por lo que hemos tenido que introducir en ella los cortes que el autor había llevado a cabo
ya mucho antes. De todos modos, la primitiva versión de esta magistral introducción
general al derecho internacional público puede seguir viéndose en castellano, gracias a la
decisión que en tiempos habíamos adoptado, en nuestra segunda y tercera edición.

Ahora bien: el precio que la presente edición ha tenido finalmente que pagar, en aras de las
adiciones introducidas en la Parte II, y sobre todo en la III, parecerá menos oneroso si
tenemos en cuenta el sustancial enriquecimiento experimentado en lo concerniente al
campo de la organización internacional, de importancia creciente en la actual evolución del
derecho internacional público. También remitimos al prólogo del autor para medir su
alcance, y así mismo para apreciar la eficaz colaboración del Pro/. KARL ZEMANEX, ya
consagrado en esta materia por su libro sobre el derecho convencional de las
organizaciones internacionales (Das Vertragsrecht der intemationalen Organisationen,
Viena, 1956).

Como ya hicimos en las dos primeras ediciones españolas, hemos revisado el texto y
actualizado la obra en lo posible, siguiendo los mismos principios en lo que se refiere a la
bibliografía adicional y al uso de corchetes sin más, para señalar lo que por nuestra parte
añadimos al original.

Dicha tarea se nos ha hecho más compleja por el hecho de que, terminado y entregado el
manuscrito de esta cuarta edición española en febrero de 1962, ha transcurrido cerca de un
año hasta el comienzo de la impresión. Ello nos ha obligado a introducir otras nuevas
adiciones con ocasión de la corrección de las primeras pruebas, lo cual ha limitado en
algunos aspectos el margen de nuestras posibilidades.
El índice alfabético de materias ha sido así mismo revisado y enriquecido como
consecuencia de las referidas adiciones.

Todavía nos ha sido posible, con ocasión de la corrección de las segundas pruebas,
incorporar a la obra ideas de la encíclica Pacem in terris, que completan las referencias del
autor al pensamiento pontificio anterior. No es este el lugar para destacar debidamente la
significación de este documento en el campo del derecho político y del derecho
internacional. Baste señalar sin más la conexión esencial que entre ambos ordenamientos
establece, dentro de lo que constituye un verdadero monismo universalista. No deja de ser
relevante, por otra parte, la convergencia en profundidad del orden ecuménico que perfila,
con la progresiva inserción del derecho internacional en un conjunto normativo más
amplio, que un sector de la doctrina viene configurando ya como (derecho transnacional)
(JESSUP) o (derecho común de la humanidad) (JENKS). También la insistencia de JUAN
XXIII en la necesidad de instituciones jurídico-positivas que garanticen en la realidad
vivida las exigencias éticas (fáciles de admitir, naturalmente, en pura teoría), y la
importancia que en todo momento confiere al respeto efectivo de la persona humana y sus
derechos inalienables como base de una convivencia ordenada y legítima, son
manifestaciones de la misma concepción fundamental, en la línea a que el presente libro se
adscribe.

Lo que en estos esfuerzos creadores de la doctrina busca una expresión consciente y


sistemática no es otra cosa, en definitiva, que el ordenamiento adecuado a una sociedad
mundial, de la que en otros lugares hemos descrito las raíces históricas y los rasgos
actuales, y que si durante siglos fue remota visión del espíritu profetice o postulado de la
razón práctica a la manera de KANT, es hoy, como realidad en rápida gestación, bajo él
signo de una solidaridad impuesta por la naturaleza de las cosas, un dato sociológico.

En la poco lucida, pero a nuestro juicio indeclinable función que antes hemos evocado, y
que el profesor VERDROSS dejó expresamente encomendada a nuestra iniciativa, hemos
podido contar con la decidida y entusiasta cooperación de nuestro antiguo Ayudante de
cátedra Dr. MANUEL MEDINA ORTEGA, actualmente Encargado de cátedra en la
Facultad de Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales de la Universidad de Madrid.
También la señorita MARIA TERESA RAMIREZ DE ARELLANO, Ayudante de nuestra
cátedra, ha prestado su concurso en la tarea de actualizar la bibliografía y el índice
alfabético. A ambos queremos expresar aquí nuestro agradecimiento. Un agradecimiento
que hacemos extensivo a quienes han compuesto tipográficamente el libro a base de un
manuscrito que, por su complicadísima trama, tenía que poner no pocas veces a prueba su
paciencia y habilidad.

PROLOGO DEL AUTOR A LA QUINTA EDICION ALEMANA

Antes de lo que yo esperara, se agotaron las existencias de la cuarta edición de esta obra.
De ahí que se hiciera necesaria una nueva edición. Esta se atiene en lo fundamental a la
sistemática anterior, pero no solo ha puesto a contribución, en todas las ramificaciones del
libro, los últimos resultados de la práctica de los Estados, de la jurisprudencia y de la
doctrina, sino también introducido algunas secciones nuevas o esencialmente ampliadas,
que han sido elaboradas en parte por mí, en parte por mi sucesor en la cátedra de Derecho
internacional público y Filosofía del Derecho, Prof. Dr. STEPHAN VEROSTA, y por el
Prof. Dr. KARL ZEMANEX. Vayan a ambos aquí las gracias más afectuosas por su valiosa
colaboración.

VEROSTA ha redactado la sección relativa a la historia del derecho internacional público,


esencialmente ampliada, y que constituye un anticipo comprimido de una amplia
exposición de este tema que tiene proyectada.

Como en la edición anterior, ZEMANEK ha tratado las siguientes subsecciones, claramente


señaladas en el texto: Uniones de Estados de carácter supranacional, la responsabilidad por
una organización internacional, la responsabilidad de organizaciones internacionales, los
organismos especializados, los acuerdos regionales, la esclavitud y el trabajo forzoso, los
apatridas y otros refugiados, la solución de conflictos entre Estados e individuos y
organizaciones internacionales, la administración supranacional, y, dentro de la sección (La
administración indirecta), las secciones parciales siguientes: la organización, el régimen de
las comunicaciones ferroviarias, el régimen de automóviles y circulación por carretera, el
régimen de la navegación marítima, el régimen de los puertos marítimos, el régimen de la
navegación aérea, la telecomunicación, la economía, la cooperación intelectual, la
cooperación técnica y la higiene. Además, ha llevado a cabo la nueva sección relativa al
espacio ultraterrestre.

Todas las demás partes de esta obra son de mi pluma, así como las secciones nuevas o
reelaboradas que siguen: la costumbre internacional, las reservas en los tratados, el estatuto
jurídico de la Antártida, la protección de los derechos humanos y la autodeterminación de
los pueblos.

Este libro no constituye, pues, un trabajo en comunidad, sino que cada uno de nosotros solo
responde de las secciones que ha elaborado, cosa que no debiera pasarse por alto en las
citas.

La exposición del derecho internacional público se ha hecho cada vez más difícil de una
edición a otra. Y ello sobre todo porque tanto la materia jurídica como la literatura relativa
a la misma han crecido hasta el punto de que ya es casi imposible dominarlas. Si a pesar de
ello insistimos en desarrollar la ingente materia en un solo tomo, lo hicimos con el deseo de
que este libro no se utilizase solo como obra de consulta, sino también para que pudiese ser
leído. La exposición también se vio dificultada además por el hecho de que en el derecho
internacional público del presente aparecen distintas direcciones, que en parte apuntan al
derecho internacional individualista que tiene a la vista preferentemente los intereses de los
Estados particulares, pero en parte a un derecho internacional social. De ahí que me haya
esforzado por no limitarme a exponer solo el derecho internacional vigente, y mostrar
también las tendencias que en él se orientan hacia una ordenación jurídica de la humanidad
organizada.

Hace todavía pocos decenios el derecho internacional público era una materia que en lo
esencial interesaba únicamente a los departamentos de Asuntos Exteriores y a los
diplomáticos, ya que era cometido suyo meramente la delimitación de los ámbitos de poder
de los Estados y la regulación de sus relaciones recíprocas. Pero, desde entonces, el rápido
crecimiento de la población y el progreso de la técnica han dado lugar a una red tan tupida
de relaciones de diversa índole entre los hombres y los pueblos, que el derecho
internacional público penetra en casi todas las situaciones vitales, cuya regulación y
dirección compete a las muchas organizaciones internacionales existentes. El necesario
contrapolo de esta evolución lo constituye la protección internacional de los derechos
humanos, que por desgracia solo se da todavía de un modo incipiente, destinada a preservar
la dignidad y libertad de la persona humana frente al colectivo estatal; y así mismo el
principio de la autodeterminación de los pueblos, llamado a asegurar su vida propia en el
marco de la comunidad internacional. El derecho internacional público del presente ofrece
de esta suerte un doble carácter: ha seguido siendo en lo esencial un derecho interestatal,
pero a la vez va convirtiéndose en un derecho de la humanidad, que tiene en cuenta tanto la
naturaleza social cuanto la naturaleza individual del hombre.

Ahora bien: el ladrillo más importante del nuevo derecho internacional lo constituye sin
duda la prohibición de la amenaza o uso de la fuerza para la solución de conflictos
interestatales, anclado en la Carta de las Naciones Unidas. Pero al no estar este principio
asociado a un sistema suficiente de protección jurídica, ha sido repetidamente violado tanto
por Estados antiguos como por otros nuevos. Para hacer efectiva la prohibición de la fuerza
haría falta, pues, ante todo, desenvolver el procedimiento de solución pacífica de las
controversias, al objeto de asegurar el respeto del derecho internacional.

Ojalá contribuya este libro a difundir el conocimiento del derecho internacional y fomentar
su desarrollo.

Doy, por último, las gracias a los señores Dr. PETER FISCHER y Dr. KONRAD
GINTHER, Asistentes de la Universidad, por su ayuda en la corrección de pruebas, y al Dr.
GINTHER así mismo por la composición del índice de sentencias.

PROLOGO DEL TRADUCTOR A LA PRESENTE EDICION

Agotada hace tiempo la 4a edición de mi traducción castellana del Derecho internacional


público de ALFRED VERDROSS, de 1963, se calificó por inadvertencia de (5a edición)
una reimpresión de aquella, que desde entonces ha sido varias veces reimpresa con correcta
indicación del hecho. La edición que hoy ofrezco aparece como la 6a, pero en realidad (por
la circunstancia mencionada) es propiamente la 5a; por eso preferimos denominarla (nueva
edición). Por otra parte, está basada en la 5a alemana. Y estamos cabalmente ante una felix
culpa, por cuanto esta edición castellana, como la original, merece plenamente su
calificativo, según fácilmente comprobará el lector.

El propio autor, en el prólogo a la 5a edición alemana que aquí se reproduce, señala las
modificaciones introducidas.
Dejando aparte las que resultaban de una puesta al día, especialmente en las partes
redactadas por el Prof. KARL ZEMANEX, hay que indicar, junto a nuevas denominaciones
significativas de epígrafes en las secciones del capítulo 8, la refundición de la materia del
antiguo capítulo 23, parte del cual constituye ahora el actual capítulo que lleva este número,
bajo el título «Las innovaciones más importantes del derecho internacional público desde la
organización de la comunidad internacional) (que incluye (La prohibición de la autotutela
violenta), (La protección de la persona humana) y (El derecho de autodeterminación de los
pueblos). El resto del antiguo capítulo 23 es el actual 24, con el título que aquel llevara (Las
funciones de la comunidad internacional organizada). No hay duda de que ello supone una
sistemática más satisfactoria, y refleja, por otra parte, el carácter evolutivo de un importante
sector del derecho internacional de nuestros días. Hay que subrayar así mismo la nueva
redacción y gran extensión dada al capítulo 5 (La historia del derecho internacional),
redactado por el Prof. STEPHAN VEROS TA.

Salida a un año de distancia de la 4a edición española, la 5a edición alemana me colocó


ante una tarea más ardua que cualquiera de las anteriores a la hora de actualizar la que
ahora, por fin, después de tanto tiempo, ve la luz. No solo ha habido que incorporar las
referidas modificaciones y adiciones de la 5a edición alemana, numerosísimas a lo largo de
la obra, sino también incluir los incesantes datos nuevos a tener en cuenta. El transcurso de
los años de unos años de extraordinario desarrollo y a la vez de puesta en discusión de las
normas del derecho internacional positivo obligaba en efecto a adiciones y retoques cada
vez más complejos. Todo ello, prescindiendo de la cuestión planteada por el nuevo y
amplísimo capítulo 5.

En estas condiciones, cuando ya había revisado y reelaborado buena parte del texto, tras un
período en el que por una serie de razones hube de interrumpir mi labor, se asoció a la
empresa de actualización del texto, a partir del capítulo 12, el Dr. D. MANUEL MEDINA
ORTEGA, entonces Profesor Agregado de Derecho y Relaciones internacionales en la
Universidad Complutense de Madrid y ahora Catedrático de Derecho internacional público
y privado de la de La Laguna, que ya me había ayudado, siendo Profesor Adjunto de mi
cátedra, en la edición anterior. En esta ocasión, su intervención ha sido de mucho mayor
alcance, especialmente en los últimos capítulos de la segunda parte y en la tercera parte
(salvo en la sección relativa a la protección de la persona humana). Ha redactado sectores
nuevos (como el que tiene por objeto la Organización de la Unidad Africana), o
reelaborado otros (como el del espacio ultraterrestre, inicialmente redactado por el Prof.
ZEMANEK), según se indica expresamente en cada caso. Nada podía satisfacerme más que
poder contar ahora con esta valiosa colaboración de quien fuera sucesivamente Ayudante y
Profesor Adjunto en mi cátedra antes de conseguir los puestos superiores de la docencia
universitaria, y me complazco en dejar constancia aquí de mi agradecimiento.

En cuanto al capítulo 5, y contando con el acuerdo de los profesores VERDROSS Y


VEROSTA, he procedido a resumirlo, pues de todos modos las ampliaciones introducidas
en las Partes II y III imponían cortes. He tratado de conservar en lo posible la propia
redacción del autor, confiando en haber recogido lo esencial de su riqueza de datos y de la
amplitud de su perspectiva.

Como en las ediciones españolas anteriores, las adiciones debidas a mi pluma y a la de


MANUEL MEDINA figuran entre corchetes.

Por todo lo dicho se comprenderá lo ingrato y complicado que resultaba elaborar el nuevo
índice alfabético de materias, tan necesario en una obra de esta índole. Aquí he podido
contar con la ayuda eficaz y realmente abnegada del Licenciado don CARLOS DE VEGA,
antiguo alumno y actualmente Ayudante en mi cátedra. Su concurso, en lo que para ambos
han sido verdaderas (horas extraordinarias) ya al borde de las vacaciones y en días de un
calor agobiante en locales cuya incomodidad y falta de infraestructura administrativa son
impropias de un centro superior de enseñanza, si se comparan al nivel alcanzado por el país
en otras actividades, merece ser destacado. También a él doy aquí las gracias.

En cuanto al índice onomástico, propio y exclusivo de esta nueva edición castellana, y


preparado por iniciativa y por personal de la EDITORIAL AGUILAR, se ha limitado, en
aras de la necesaria manejabilidad, a los nombres de los personajes históricos evocados en
el libro y a los autores mencionados en el texto o que, cuando figuran en las notas, guardan
conexión doctrinal directa con el texto, prescindiendo de los que integran el contexto
bibliográfico (más fácilmente localizables, por lo demás, en los correspondientes lugares al
frente de los capítulos y secciones y en las notas mismas). No siempre me ha sido fácil la
distinción. Esperemos que el esfuerzo que ha supuesto establecerla se vea compensado por
lo menos por la utilidad que para el lector pueda tener también dicho índice. En este caso,
el traductor y los que le han prestado su concurso han llevado a cabo (teniendo en cuenta la
práctica inexistencia de un incentivo material), si no «por amor al arte» (la afirmación
podría parecer a algunos en exceso suficiente), con toda certeza por amor al lector, en una
común entrega al cultivo de la ciencia de una materia cuya creciente significación para
todos nosotros, en el mundo cambiante en que nos ha correspondido vivir, caracteriza
certeramente el autor en su prólogo.

Por mi parte, la mayor compensación, a la altura de esta edición del libro que una vez más
entregamos, renovado, a la consideración de cuantos hablan o leen el castellano, habrá sido
(y los que en la empresa han colaborado compartirán sin duda mi sentimiento) quedar
asociado de este modo al destino histórico de una de las grandes exposiciones de conjunto
del derecho internacional público de nuestro siglo, en la señera línea de los clásicos
contemporáneos de nuestra disciplina desde JORGE FEDERICODE MERTENS y JOSE
LUIS KLUEBER, línea que en el caso de VERDROSS entronca doctrinalmente con la obra
de los teólogos-juristas que constituyen la mayor aportación española al pensamiento
jurídico y político universal.

PROLOGO DEL AUTOR PARA LA NUEVA EDICION ESPAÑOLA

Es para mí motivo de gran satisfacción el que pueda publicarse también en traducción


castellano la 5°. Y a la vez última edición de mi obra Volkerrecht aperecida en 1964, y que
todavía abarca todas las ramas de la disciplina. Y doy las más expresivas gracias a mi muy
estimado colega el Prof. ANTONIO TRUTOL por el hecho de que no solo haya asumido la
dura tarea de la traducción, sino también llevara a cabo todas las adiciones necesarias para
poner el libro al día. Ojalá contribuya este a profundizar el conocimiento del derecho
internacional y, en consecuencia, a promover el mejor entendimiento entre los pueblos.
PARTE PRIMERA
FUNDAMENTOS Y EVOLUCION HISTORICA DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO

CAPITULO 1
CONCEPTO DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO

a) (La disciplina jurídica, objeto de esta obra, se designa indistintamente, en castellano, con
las expresiones derecho internacional (público) o (derecho de gentes), siendo la más
antigua esta última.

De estas expresiones, la de (derecho de gentes), que equivale a la alemana (Volkerrecht), es


la traducción del (ius gentium) romano. Este concepto abarcó en un principio el derecho
común de los pueblos de la Antigüedad clásica, por lo que incluía también el derecho
internacional en el actual sentido. Ha sido la doctrina moderna la que ha sacado de este
concepto amplio el del ius inter gentes (véase Pág. 80). Ahora bien: como la palabra
(gentes) solo se aplicaba a los pueblos organizados políticamente, propuso KANT que
aquella expresión no se tradujera por derecho de gentes (Volkerrecht), sino por (derecho de
los Estados) (Staatenrecht, jus publicum civitatum). Por análogas consideraciones se fue
imponiendo la expresión derecho internacional o interestatal droit international,
(international law), «diritto internaziona-le, (zwischenstaatliches Recht).

Esta nueva denominación no ha logrado, sin embargo, desplazar a la anterior, derecho de


gentes (droit des gens, law of nations, diritto delle genti, Volkerrecht). Ello obedece, en
primer término, a que esta se hallaba muy arraigada y, en segundo lugar, a que es más rica
de resonancias emocionales que la nueva, de índole técnica. Pero, además, aboga en favor
de su mantenimiento la circunstancia de que el concepto de derecho internacional o
interestatal resulta demasiado estrecho para poder abarcar también aquellas normas que
regulan las relaciones entre los Estados y oirás comunidades jurídicas soberanas (Iglesia
católica. Orden de Malta, organizaciones internacionales, insurrectos, etc.). Por el contrario,
el Barón de TAUBE quiso hacer de las normas que regulan las relaciones entre los Estados
y otras comunidades jurídicas soberanas un grupo aparte, que habría de denominarse jus
ínter potestates, en vez de ampliar el concepto tradicional del D.I.P. de manera que también
las incluya.

A su vez, KELSEN Y SCELLE rechazan en principio todas estas definiciones, por


considerar que el D.I.P. no concede derechos ni impone obligaciones solo a los Estados y
otras comunidades jurídicas soberanas, sino también a los individuos. Esta concepción
implica que la definición del D.I.P. no se establezca ya partiendo de determinados sujetos
(a saber, las comunidades jurídicas soberanas) y sus relaciones recíprocas, sino del
procedimiento de creación de las normas del D.I.P. positivo. Vistas las cosas desde este
ángulo, constituirán el (derecho internacional) todas aquellas normas establecidas, no por
Estados particulares, sino por la costumbre internacional o los tratados, independientemente
de los sujetos a que se dirijan.

Estas definiciones del D.I. tienen, sin embargo, algo en común, pues presuponen la
existencia de colectividades humanas que se organizaron como comunidades soberanas.
Tales colectividades fueron creando el D.I. positivo con ocasión de su cooperación, pero al
propio tiempo se convirtieron en sujetos jurídico-internacionales por obra de sus normas, al
recibir de estas derechos y obligaciones recíprocos. Ahora bien: las normas en cuestión
pueden establecer también derechos y obligaciones para otros sujetos que no intervienen en
su creación.

De un modo muy general cabe observar que la clasificación de las normas jurídicas
positivas puede realizarse desde distintos puntos de vista. Los criterios distintivos más
importantes son los siguientes:

1° Por la comunidad de que las normas dimanan. Este criterio nos da los conceptos de
derecho estatal o político, derecho eclesiástico, derecho nacional, derecho municipal,
derecho de las Naciones Unidas, etc.
2° Por la esfera vital, objeto de regulación. Este camino nos conduce a los conceptos de
derecho constitucional, derecho administrativo, derecho de obligaciones, derechos reales,
etc.
3° Por la índole de los sujetos de las normas. Según ella, tenemos los conceptos de derecho
privado, derecho internacional (que regula relaciones internacionales), jus inter potestates,
etc.
4° Por la índole de la sanción aneja a las normas. Este criterio diferencial arroja dos grupos
principales: por un lado, normas cuya infracción implica consecuencias para los individuos
culpables (ejecución, pena, coacción administrativa, medida disciplinaria); por otro, normas
que prevén sanciones colectivas contra comunidades humanas (represalias, guerra, medidas
coercitivas de un Estado federal o de la O.N.U. contra sus miembros).

Pero es de observar que los tres últimos criterios diferenciales implican meras abstracciones
de las más diversas ordenaciones jurídicas, y que únicamente el primero tiene por objeto
ordenaciones jurídicas concretas. De ahí que, para no desgarrar la materia jurídica dada en
la experiencia, tengamos que partir de una comunidad concreta y conceder valor secundario
a los demás criterios diferenciales.

Por la misma razón, la definición del D.I.P. no puede hacerse sobre la base de
características abstractas, sino partiendo de una comunidad concreta. Y esta no es otra que
la comunidad de los Estados, que en el curso de la historia ha ido adquiriendo unidad
sociológica y normativa.

b) Sin embargo, el D.I.P. conecta a otras comunidades más con la comunidad de los
Estados. Figuran entre ellas, en primer término, aquellas comunidades cuyos fines son
análogos a los del Estado, como los insurrectos y los territorios bajo tutela. Hay también
unas comunidades que solo parcialmente guardan relación con la comunidad de los
Estados, por lo que quedan sometidas al ordenamiento de esta comunidad en la medida que
estrictamente impone el ámbito en cuestión. Así, p. eje., entre los Estados, de una parte, la
Santa Sede y la Orden de Malta, por otra, rigen únicamente las normas del derecho
diplomático y del que atañe a los tratados; en todos los demás ámbitos estas comunidades
no están sometidas al D.I.P., sino a su propio ordenamiento jurídico soberano.
En cambio, las referidas normas jurídico-internacionales no se aplican a las relaciones entre
los Estados y las demás Iglesias, ni tampoco a las relaciones de las comunidades
eclesiásticas entre sí.

c) Por otra parte, hay una serie de uniones de Estados, a saber: la O.N.U. y las
organizaciones especializadas, que tanto en sus relaciones recíprocas como en las que
sostienen con los Estados aparecen como sujetos del D.I.P.
d) Pero en la comunidad internacional encontramos así mismo normas particulares que
regulan directamente la conducta de individuos. Tales normas se dan en parte dentro y en
parte fuera de organizaciones internacionales. El primer grupo se distingue
fundamentalmente de las normas que regulan las relaciones entre las comunidades
soberanas por el hecho de que estas suelen implicar sanciones colectivas (represalias,
medidas coercitivas de la O.N.U.), mientras que las normas emanadas de organizaciones
internacionales que obligan a individuos implican sanciones individuales (ejecución, pena,
medida coercitiva de la Administración). Si la O.N.U., p. eje., asumiera la tutela de
determinado territorio, las normas que promulgase para los habitantes de este territorio
tendrían el mismo carácter que las de cualquier Estado; se dirigirían a los individuos como
tales, sancionando su infracción con una ejecución forzosa, una pena o una medida
coercitiva de la Administración. También las normas que obligan a los funcionarios de la
O. N. U., como las normas de cualquier Estado relativas a sus funcionarios, implican
medidas disciplinarias contra los que incurrieren en responsabilidad. Estas normas ofrecen
la misma estructura que el derecho estatal interno. Comparten ciertamente con el antiguo
concepto del D.I.P. el rasgo común de haber sido creadas según un procedimiento
interestatal, pero coinciden con el derecho estatal en cuanto implican las mismas sanciones.
Por eso creemos conveniente constituir con estas normas un grupo nuevo, dotándolo de un
nombre propio. Teniendo en cuenta que emanan siempre de una comunidad de Estados
organizados, yo las llamo derecho interno de un órgano internacional (internes
Staatengemeinschaftsrecht, droit interne creé par un organe in-ternational). Entiendo por
ello las normas de derecho privado, derecho penal, derecho administrativo y derecho
procesal, establecidas por una comunidad de Estados organizada para aquellos individuos
que le están directamente sometidos: conjunto de normas que no debe confundirse con las
que regulan el comportamiento de los Estados en cuestión entre sí, que vienen a ser el
derecho constitucional de la comunidad respectiva.

Pero hay también, fuera de las organizaciones internacionales, normas particulares de D.I.
consuetudinario y tratados internacionales particulares que directamente confieren derechos
o imponen obligaciones a personas individuales.

e) Por último, encontramos tratados concertados entre organizaciones internacionales


intergubernamentales y privadas, o entre Estados y personas privadas extranjeras (por regla
general, sociedades anónimas), bajo la forma de un acuerdo internacional (inter pares).
Dada la circunstancia de que tales acuerdos se establecen entre un sujeto del D.I. y una
entidad que no lo es ínter pares, los llamaremos tratados o acuerdos cuasi-internacionales.
f) Si se impone esta distinción entre ambos grupos de normas, sería erróneo, sin embargo,
pasar por alto que las dos conjuntamente constituyen el ordenamiento jurídico de la
comunidad internacional. Verdad es que, hasta la fecha, este se ha limitado a las relaciones
entre los Estados y otras comunidades, confiando a los propios Estados la regulación de las
actividades individuales. Pero de esta anterior limitación del D.I.P. a las relaciones
interestatales no cabe deducir apriorísticamente que la regulación de las actividades
individuales no compete de suyo a la comunidad de los Estados. Antes bien, la doctrina
jurídico-internacional tiene que percatarse del hecho de que la comunidad interestatal ha
ido paulatinamente regulando ella misma algunas de estas actividades. Y aunque la ciencia
jurídica es libre en la división y denominación del material jurídico, tiene el cometido de
aprehender este material en su integridad.

Si, pues, surge un material jurídico nuevo que no pueda ser aprehendido con las categorías
recibidas, no es lícito descartarlo, sino que han de establecerse nuevas categorías que
permitan abarcarlo también sistemáticamente. De lo cual se desprende que es necesario
distinguir el D.I. en sentido estricto y el D.I. en sentido amplio. El primero regula las
relaciones entre los Estados y otras comunidades soberanas; el segundo abarca también las
otras realidades jurídicas ya mencionadas.

g) A pesar de esta paulatina conversión del D.I. en sentido estricto en un D.I. en sentido
amplio, aquel sigue siendo el núcleo en torno al cual giran los restantes grupos de normas
jurídico-internacionales. De ahí que tengamos que partir siempre del D.I. en sentido
estricto.
h) Por último, hay que delimitar el concepto del D.I.P. frente al concepto del derecho
público universal. Mientras el D.I.P. presupone una pluralidad de Estados independientes,
el derecho público universal presupone un Estado mundial. El D.I.P. se distingue también
del derecho federal universal, por cuanto los miembros de un Estado federal no pueden
tener gobierno propio pleno, y sí tan solo parcial. Por eso los súbditos de los Estados
miembros son al mismo tiempo súbditos del Estado federal, y como tales, están sometidos
también directamente a su ordenamiento jurídico; los súbditos de un Estado soberano, por
el contrario, solo dependen, en principio, del ordenamiento jurídico de su Estado nacional
y, con algunas restricciones, del Estado de residencia.

CAPITULO 2
LAS BASES SOCIOLOGICAS DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO

I. Una pluralidad de Estados

Como quiera que el D.I.P. positivo surge y se desarrolla preferentemente por obra de la
cooperación de los Estados, presupone una pluralidad de Estados.

No podría darse D.I. alguno si existiese un único Estado mundial. Ni en el seno del Imperio
romano, ni en el del carolingio, hubo un D.I. Este solo pudo aparecer donde coexistieran
varios Estados independientes. Por eso, el D.I.P. no es la ordenación jurídica del mundo,
sin más; es, simplemente, una de las posibles ordenaciones jurídicas del mundo. El D.I.P.
es un fenómeno histórico, surgido en el tiempo, y que podría desaparecer para dar lugar a
otra distinta ordenación jurídica del mundo.
II. La soberanía estatal

a) Los Estados, cuya existencia presupone el D.I.P., se llaman Estados independientes o


soberanos. Para explicar este concepto, es preciso recordar brevemente cómo se formaron
estas entidades en Europa. El sistema jurídico feudal de la alta Edad Media consistía en una
abigarrada trama de vínculos de vasallaje, cuya cúspide temporal era el Emperador,
coronado por el Papa, y de quien recibían su autoridad todos los demás poderes temporales
del Imperio Romano (Sacrum Imperium), restaurado en el año 800. Pero a raíz de la crisis
del poderío imperial en Italia, a partir del siglo XIII, fueron constituyéndose también en la
Europa central distintos reinos, principados y repúblicas independientes, que no
reconocieron ya ningún poder terrenal superior, por cuyo motivo se llamaron civitates
superiorem in terris non recognoscentes. Ya BARTOLO, a mediados del siglo XIV, dio
cuenta de esta génesis de Estados independientes; pero a BODINO correspondería el
designar la índole de los Estados independientes con el término, después comúnmente
aceptado, de soberanía estatal (summa potestas).

Define BODINO la soberanía estatal como el poder supremo sobre los ciudadanos y
súbditos, independiente de las leyes positivas (summa in cives ac súbditos legibusque
soluta potestas). Pero bodino admitió expresamente que el poder soberano está vinculado
por el derecho divino, natural y de gentes; nunca pretendió que el Estado sea el
ordenamiento jurídico supremo, limitándose a decir que el Estado constituye la (potestas)
suprema, o sea, la instancia temporal suprema con respecto a sus súbditos y ciudadanos.

Este concepto de la soberanía estatal fue desenvuelto más tarde por VATTELL, que lo
asoció a las notas de «gobierno propio» e (independencia). Expresamente, escribe
VATELL: (Toute nation qui se gouverne elle-meme sous quelque forme que ce soit, sans
dépendance d aucun étranger, est un Etat souve-rain). De ahí resulta que el gobierno propio
es el aspecto interno, y la independencia el aspecto externo, de la soberanía estatal.

Con ello hemos llegado al concepto moderno del Estado soberano como comunidad que se
gobierna plenamente a sí misma, o sea, como comunidad independiente. Pero el gobierno
propio de los Estados no excluye, según el propio VATELL, su subordinación con respecto
a las normas de la moral y del D.I. positivo, pues la independencia de los Estados implica
su independencia con respecto a un ordenamiento jurídico estatal extraño, no con respecto a
las normas de la moral y del D.I. positivo.

Hasta el siglo XIX no se opuso a este concepto tradicional de la soberanía estatal


meramente relativa, el de la soberanía absoluta. La idea de que el Estado es el
ordenamiento supremo y no puede, por consiguiente, reconocer ordenamiento jurídico
alguno superior, creció preferentemente a la sombra de la filosofía de HEGEL (Pág. 91),
viéndose conducidos sus partidarios a sostener que el D.I. P. se funda en una auto
obligación de los Estados. Pero esta tesis falla, pura y simplemente, por el hecho de que el
D.I. positivo, lejos de basarse en la voluntad de los Estados particulares, es producto de la
comunidad de los Estados.

El concepto de la soberanía relativa es, pues, plenamente compatible con la existencia de un


D.I. Más aún: es propio del D.I. el vincular principalmente a Estados independientes,
constituyendo con ellos una comunidad jurídica.

Es de advertir que también el concepto clásico de la soberanía relativa ha sido impugnado.


Dos autores tan destacados como KELSEN Y SCELLE coinciden, p. eje., en afirmar que
no hay diferencia esencial alguna entre un Estado y un municipio, pues ambos están
sometidos a un ordenamiento superior: el municipio, al Estado, y el Estado, al D.I. Pero
esta argumentación pasa por alto el hecho de que las actividades de los miembros del
municipio no están reguladas únicamente por el derecho municipal, sino que de suyo lo
están por el derecho estatal, superior al municipio. Por otra parte, los miembros del
municipio tienen abierto en principio un recurso jurídico contra las decisiones municipales
ante un órgano estatal superior, aunque pueda ocurrir que, en determinados asuntos de
escasa importancia, la vía jurídica termine en el propio municipio. Otro es el caso del
Estado. Si es cierto que el Estado mismo está sometido a un ordenamiento jurídico
superior, a saber, el D.I.P., no lo es menos que este se limita a regular la actividad de las
comunidades jurídicas independientes entre sí y de determinados individuos, sometidos
directamente a la comunidad de los Estados en determinados asuntos, confiando en
principio a los Estados particulares la regulación de la situación jurídica de los individuos.
El Estado es para estos, de suyo, la suprema autoridad temporal, contra cuyas decisiones no
pueden recurrir ante un órgano superior supra-estatal.

Y no se objete que tal estado de cosas pudiera alterarse en cualquier momento por vía
convencional. Cabe, naturalmente, tal posibilidad. Pero desde el instante mismo en que la
comunidad de los Estados regulase en principio directamente el comportamiento de los
ciudadanos y les concediese el derecho de recurrir regularmente ante un órgano jurídico-
internacional contra las decisiones del Estado a que pertenecen, dejarían automáticamente
de existir los Estados como comunidades jurídicas con plenitud de autonomía. Y con estas
comunidades jurídicas desaparecería también el D.I.P., dando lugar a un derecho político
universal más o menos desarrollado: ya hemos comprobado, en efecto, que el D.I.P.
presupone la soberanía bien entendida, es decir, relativa, de los Estados.

Pero tanto la (comunidad de los Estados) como el (Estado mundial) no son entidades
rígidas, sino determinados tipos de organización social, y cabe, naturalmente, que surjan,
entre estas dos fórmulas extremas de la ordenación social del mundo, formas intermedias
que se acerquen más a uno u otro tipo. Así, p. eje., el derecho de las minorías nacionales
establecido después de la primera guerra mundial (págs. 537 ss.) venía a ser una excepción
del tipo primero, por cuanto sometió a un control de la S.D.N. el trato inferido a
determinados grupos de súbditos, concediéndoles además un derecho de petición ante dicho
organismo. Constituye otra excepción el recurso individual ante la Comisión Europea de
Derechos Humanos previsto por el Convenio Europeo para la Salvaguarda de los Derechos
Humanos (cf. págs. 544 ss.). Pero estas excepciones del principio fundamental solo se han
dado en el D.I. regional (particular), y por ello no han alterado por ahora la estructura del
D.I. común. Lo mismo hay que decir de la creación de uniones de Estados con órganos
supranacionales (cf. págs. 334 ss.). Y hay que tener en cuenta, además, que según la
práctica internacional un Estado se considera soberano mientras no se haya disuelto en el
seno de otro Estado o convertido en miembro de un Estado federal.

Esta es la razón por la que la exigencia de que se elimine el concepto de soberanía no es un


postulado del conocimiento jurídico, sino de la política del derecho, pues tiende a eliminar
una realidad sociológica dada. También la exigencia de no limitar la autonomía estatal sería
un postulado político, por tender, como la anterior, a influir sobre la evolución de la
realidad social. De ahí la necesidad de establecer una distinción clara y tajante entre la
soberanía efectivamente dada, de fundamento jurídico-positivo, y el postulado de
mantenerla o eliminarla.

b) Ahora bien: la palabra «soberanía» se emplea frecuentemente en un sentido puramente


político. Se dice, p. eje., de un Estado que depende política o económicamente de otro, que
ha perdido su soberanía. Mas, como quiera que tal dependencia puede presentar diversos
grados y que, por otra parte, existe entre los Estados una dependencia recíproca
(interdependencia), este concepto es sumamente impreciso.
c) A veces, los Estados invocan así mismo su (soberanía) para sustraerse a una obligación
jurídico-internacional. Señalemos a este respecto que sobre la base del D.I.P. un Estado
puede en principio asumir cualquier obligación, incluso renunciar a su independencia e
incorporarse a otro Estado (Pág. 225). Pero mientras se gobierne a sí mismo y no esté
sometido al poder de mando de otro Estado, seguirá siendo jurídicamente soberano e
independiente.
d) Una nueva doctrina sostiene que el D.I. se encuentra en una fase de transición: ve en la
Comunidad Europea del Carbón y el Acero (Pág. 575) la primera piedra de un nuevo D.I.
que mediatiza los Estados particulares y los reúne en bloques llamados a recibir de ellos los
derechos más importantes de la soberanía. Pero cabe preguntarse si es certero dicho
pronóstico, toda vez que los esfuerzos hacia una integración se limitan a la Europa
occidental y a una parte de los Estados árabes, mientras los restantes Estados del mundo no
se muestran dispuestos en modo alguno a renunciar a su soberanía.

III. El comercio internacional

A los supuestos sociológicos que acabamos de mencionar ha de añadirse otro para que
pueda surgir un D.I.P. positivo: el hecho de que los Estados no vivan aisladamente unos
junto a otros, sino que formen una comunidad. Más adelante habremos de indagar cuál sea
la índole de esta comunidad y cómo ha surgido; pero es preciso que señalemos ya que una
comunidad humana, sea la que fuere, solo es posible si sus miembros se relacionan entre sí.
Ahora bien: quien dice comercio regular, dice normas que lo disciplinen. Y dondequiera
que tal necesidad se presenta, van constituyéndose las correspondientes normas por obra de
la costumbre o de convenios. Modificando algo una expresión bien conocida, cabe afirmar:
(ubi commercium, ibi jus).

Este comercio se limitó en un principio a los poderes públicos, p. eje., mediante el


ocasional envío de embajadores o heraldos en la paz y en la guerra, y ello, por otra parte,
dio lugar a las normas que regulan la situación de los enviados y embajadores. De igual
manera surgieron de la práctica bélica reglas sobre la limitación del empleo de la fuerza en
la guerra. Vemos, pues, que el D.I.P. positivo tiene su origen en las necesidades de la vida,
las cuales determinan también su desenvolvimiento.
Pero junto al comercio oficial de Estado a Estado fue desarrollándose poco a poco un
tráfico mercantil regular entre mercaderes y hombres de negocios privados, lo cual trajo
consigo con el tiempo un entrelazamiento internacional más o menos intenso de las
economías nacionales. A esta clase de comercio internacional deben su origen muchas
normas del D.I.P., sobre todo las relativas al estatuto de los extranjeros, y así mismo las que
atañen a la neutralidad en la guerra marítima, puesto que su objeto es en gran parte la
situación jurídica de la propiedad privada neutral en el mar.

Las crecientes necesidades del comercio pacífico dieron nueva vida y amplitud, hacia
finales del siglo XVIII, a la institución del arbitraje, ya conocida en el mundo griego y el
mundo mediterráneo.

Además de las relaciones económicas hay también entre los pueblos relaciones culturales,
que en nuestra época han conducido a la celebración de verdaderos tratados culturales (cf.
Pág. 623).

Desde mediados del siglo XIX existe un movimiento laboral internacional, y así mismo una
corriente pacifista que poco a poco se amplifica, habiendo ejercido ambas gran influencia
sobre la conciencia comunitaria de la humanidad. En este sentido, ya SCELLE ha señalado
que el D.I.P. no se funda solo en las relaciones oficiales entre los gobiernos, sino también, y
en mayor medida, en el hecho de las múltiples relaciones privadas que se dan entre los
propios pueblos. La totalidad de estas relaciones la designa SCELLE con la expresión
(milieu intersocial). Pero lo corriente es llamar (relaciones internacionales) (international
relations) a las relaciones y asociaciones efectivas que existen en la esfera internacional.

Estas conexiones internacionales y los sufrimientos acarreados ya por la Primera Guerra


Mundial llevaron al primer plano de las preocupaciones, en el curso de aquella, la idea de la
organización internacional, que al terminar las hostilidades conduciría a la primera
experiencia en este campo, con la Sociedad de Naciones ginebrina. Y desde entonces la
idea permaneció viva, a pesar del fracaso de dicho organismo, lo que permitió, no
terminada aún la Segunda Guerra Mundial, poner las bases de un nuevo intento de
organización mundial.

Vemos, por consiguiente, que la nueva constitución mundial no tiene su raíz en una
necesidad de paz de índole pasajera, sino que ha sido preparada por un largo proceso
económico y espiritual motivado por necesidades permanentes de la humanidad. Se refiere
también a ello la Encíclica Pacem in Terris, de 11 de abril de 1963, al subrayar que el bien
común universal exige (unos poderes públicos que se hallen en condiciones de actuar con
eficacia en el plano mundial).

El D.I.P. positivo no consiste en ideas jurídicas carentes de todo arraigo, sino que
constituye el orden concreto de una comunidad determinada que se levanta sobre
fundamentos sociológicos cada vez más firmes. Estos fundamentos sociológicos son el
subsuelo del D.I.P., al que aseguran efectividad en la vida de los pueblos. Quien quiera,
pues, conocer el D.I.P., habrá de tener presentes ante todo sus múltiples y complejos
fundamentos sociológicos.
Pero, por otra parte, no hay que pasar por alto los factores negativos y perturbadores, como
el nacionalismo exacerbado, el imperialismo, la (libido dominandi), etc., pues los Estados,
lo mismo que los individuos, presentan una naturaleza dual, que KANT llamó la
(sociabilidad insociable) (ungesellige Ge-selligkeit): reconocen ciertamente la necesidad de
un orden, pero al propio tiempo se le resisten a consecuencia de su egoísmo. Una política
realista del D.I.P. ha de tomar también en consideración las fuerzas asociales y destructivas,
para poder introducir en sus cálculos las necesarias precauciones. Y deberá, por último,
tener presente en todo momento que ninguna ordenación humana es definitiva, por lo que
ha de precaverse y protegerse permanentemente contra las fuerzas subversivas.

IV. Principios jurídicos coincidentes

Finalmente, el D.I.P. no pudo desarrollarse sino sobre la base de ciertas convicciones


jurídicas coincidentes de los distintos pueblos. El hecho de esta coincidencia es señal de
que las diferencias psicológicas que separan a los pueblos se dan sobre la base de una
naturaleza humana común y general, a la que se refiere, por cierto, la Declaración universal
de derechos humanos, aprobada por la Asamblea General de la O.N.U. el 10 de diciembre
de 1948, en su art. 1°, según el cual todos los seres humanos nacen libres e iguales en orden
a la dignidad y a sus derechos, estando todos dotados de razón y conciencia.

Esta conciencia normativa, de raíz unitaria, constituye la base cognoscitiva del derecho
natural, del que más adelante nos ocuparemos (III, B). Una positivización del derecho
natural son los principios jurídicos coincidentes de los distintos pueblos, que han influido
poderosamente en la formación y evolución del D.I.P. positivo, estando actualmente
recogidos expresamente en el art. 38 del Estatuto del T.I.J. como fuente del D.I.P. (IX, A,
III).

La significación de estos principios generales del derecho para el D.I.P. se advierte también
de manera negativa por la grave conmoción que la comunidad internacional sufre cuando
un gran pueblo o un grupo de pueblos intentan desligarse del acervo jurídico común de la
humanidad. Esta comunidad provoca su propio aislamiento y hace imposible todo comercio
permanente con ella. Incluso los tratados que suscribe tienen una existencia efímera, ya
que, en ausencia de un fundamento normativo por todos reconocido, son incapaces de
ofrecer seguridad alguna.

Es imposible, por otra parte, fundamentar convencionalmente una obligación inequívoca, si


no hay detrás de las palabras determinados valores comunes a las partes. Si falta esta base
común, las partes darán sentidos distintos a las mismas palabras, con lo que no podrá
llegarse a un auténtico acuerdo de las voluntades.

La comunidad internacional es, pues, tanto más fuerte cuanto mayor sea el número de
valores comunes universalmente reconocidos. Se descompondría, por el contrario, si estos
no fuesen ya admitidos. Mas esta hipótesis no pasa de ser un caso-límite teórico, porque a
consecuencia de la naturaleza humana común subsistirá siempre un mínimum de valores
comunes.
CAPITULO 3
LA IDEA DEL DERECHO INTERNACIONAL PUBLICO

I. La idea del derecho

El derecho positivo no tiene solo un subsuelo sociológico; tiene también un fundamento


normativo, anclado en la naturaleza social y teleológica del hombre. Esta nos mueve a vivir
en un orden de paz, porque solo así pueden los hombres alcanzar el pleno desarrollo de su
esencia. Este fin, al que nos induce nuestra naturaleza social, es lo que llamamos la idea del
derecho.

La idea del derecho ha sido impugnada por TUNKIN fundándose en que todas las ideas se
limitan a reflejar determinados hechos sociales. Pero pasa por alto que toda realidad social
ha sido configurada por determinadas ideas. No es la economía socializada la que ha
engendrado la idea del socialismo; antes bien, aquella realidad es una encarnación de esta
idea. TUNKIN rechaza también la idea del. derecho alegando que todo derecho está
vinculado a una clase, por lo que no es posible una idea del derecho que sea neutral. Más
adelante volveremos sobre tal aseveración (infra, pág. 89).

La idea del derecho conduce en primer lugar a la formación de pequeños grupos humanos,
luego a la de Estados e imperios, y finalmente engendra una comunidad que abarca a todos
los hombres.

Ahora bien: la idea de un orden jurídico universal resplandece ya en HESIODO, fundador


de la filosofía jurídica occidental, que delimitó el derecho en cuanto orden humano general
frente al orden de la naturaleza irracional. Esta idea fue desarrollada luego por la filosofía
estoica, especialmente por CICERON, en cuyas obras se expresa claramente la noción de
un orden jurídico universal enraizado en la ley eterna (lex aeterna).

De esta doctrina arranca la filosofía jurídica cristiana. Recoge esta, sobre todo, el concepto
de la lex aeterna, considerada por SAN AGUSTIN como expresión de la sabiduría
ordenadora de Dios, cuyo reflejo en la conciencia humana constituye la lex naturalis (lex
aeterna nobis impressa est). Ello pone de manifiesto que el derecho natural está
radicalmente unido a la idea del derecho. Del derecho natural brota finalmente el derecho
positivo, como tercer estrato jurídico, por un doble camino. De un lado, los hombres
deducen del derecho natural determinadas conclusiones (conclusio ex principiis). Así, por
ejemplo, del principio de que no es lícito hacer daño a nadie se sigue la conclusión de que
el homicidio, el robo y otras acciones análogas están prohibidos. La segunda manera de
producirse el derecho positivo es por determinación próxima de un principio de derecho
natural (determinatío principiorum). El derecho natural, verbigracia, exige del que ejerce el
poder social que haga reinar la tranquilidad, el orden y la seguridad, pero deja a su
discreción la adopción de aquellas medidas que sean necesarias para conseguir dicho fin.
Vemos, por tanto, que el derecho natural tiene que ser completado por el derecho positivo.

Ahora bien: al contribuir tan eminentemente el derecho positivo a ordenar la convivencia


humana, sirve a la paz. Esta indisoluble conexión entre el derecho (ordo) y la paz (pax)
conduce a SAN AGUSTIN a la célebre definición pax est ordinata concordia. La paz es la
concordia en el orden y por el orden, ya que el orden engendra la paz.

Pero el orden de paz solo es completo si, no limitándose a un círculo reducido, se extiende
a toda la humanidad. En este sentido considera SAN AGUSTIN a toda la humanidad como
una unidad ordenada. Ahora bien: en oposición a la concepción cosmopolita del Pórtico,
SAN AGUSTIN exige que la unidad tenga una estructura orgánica, para dar razón de la
multiplicidad de los pueblos. En unas consideraciones acerca de las causas que produjeron
el Imperio romano, observa que la humanidad viviría feliz si en lugar del imperio universal
de Roma hubiera en el mundo muchos reinos («regna gentium») viviendo en paz y
concordia con sus vecinos, así como hay en una ciudad muchas familias.

También se inserta armónicamente en esta concepción la doctrina agustiniana de la guerra,


desenvuelta por la filosofía jurídica cristiana, que en este punto entronca con el jus fetiale
de los romanos. Sostiene esta doctrina que solo está permitida la guerra cuando va dirigida
contra un Estado que previamente infringió el derecho. En otras palabras, la guerra solo se
admite como reacción a una injuria. Pero incluso una guerra de suyo justa (bellum justum)
por su causa, únicamente es lícita, según esta doctrina, por faltar una instancia supraestatal
ante la cual pudieran hacer valer su derecho los Estados perjudicados; estos, por
consiguiente, solo podrán hacerlo por sí mismos mientras tal instancia falte. En cambio,
están absolutamente prohibidas todas las guerras de conquista y las que se emprendan para
apoderarse de bienes a que no se tiene derecho. De ello resulta que la guerra se admite
como un simple medio de restablecer el orden perturbado por la injuria. También la guerra
justa, pues, está al servicio de la paz.

Esta incipiente doctrina cristiana del derecho de gentes, desarrollada por SANTO TOMAS
DE AQUINO, llega a su pleno florecimiento en el siglo xvi en la escuela española del
derecho de gentes, que no solo desenvuelve el concepto del moderno derecho internacional,
antes expuesto, sino que lo trasciende, al perfilar más de cerca la idea de la comunidad
internacional universal y del D.I. universal que en ella se apoya. (Véase pág. 80.)

Por lo que acabamos de decir, es fácil descubrir la esencia de la idea del derecho. La idea
del derecho se nos presenta desde un principio como idea de un orden de paz que prohíbe el
uso de la fuerza de hombre a hombre, admitiéndolo tan solo como reacción a una injuria y
ejercido por la comunidad contra el culpable. Pero luego esta idea se amplifica,
convirtiéndose en la idea de una comunidad ética en general. Así, ARISTOTELES y
SANTO TOMAS DE AQUINO establecen una distinción entre la justicia conmutativa, que
impone una compensación por la injuria, y la justicia distributiva, que asigna a cada
miembro de la comunidad una parte adecuada de los quehaceres y bienes comunes. Esta
idea se funda en la consideración de que la mera prohibición del uso de la fuerza no puede
asegurar una paz duradera, y de que es preciso además que el orden comunitario reconozca
y garantice los derechos humanos fundamentales de todos los miembros de la comunidad,
ya que de lo contrario estos habrán de recurrir a la resistencia frente a la tiranía, según
establece expresamente en su preámbulo la Declaración universal de los derechos del
hombre, aprobada por la A.G. de la O.N.U.

Por eso el orden de paz de la comunidad internacional exige también algo más que un
simple silencio de las armas. Exige una cooperación positiva de los Estados encaminada a
realizar un orden que garantice los derechos vitales de todos los pueblos sobre la base de la
igualdad de derechos de las naciones, grandes y pequeñas, como propugna el preámbulo de
la Carta de la O.N.U.

Llegamos a la conclusión de que la idea del derecho es la base de toda comunidad jurídica.
Un orden coercitivo que no se guíe en nada por esta idea no es un orden jurídico, sino una
dominación arbitraria. Con magistral claridad expresó SAN AGUSTIN esta convicción en
su famosa frase: (Justitia remota quid sunt regna nisi magna latrocinia). Claro está que esto
no le impide a nadie construir un concepto puramente formal del derecho y definirlo como
ordenamiento coercitivo de un comportamiento humano, para de esta manera extraer las
notas puramente técnicas comunes a todos los ordenamientos coercitivos. Pero dentro de
este concepto formal del derecho hay que distinguir las meras reglas de poder
(STAMMLER) de aquellas otras encaminadas a realizar la idea de una comunidad racional
y ética. Es de advertir que el lenguaje vulgar solo llama derecho a esta segunda categoría de
normas, por ser convicción común que el derecho está de alguna manera asociado a la idea
de justicia. Por eso los ordenamientos coercitivos de las cuadrillas de malhechores no se
consideran, en general, como «derecho», aun cuando se apliquen con carácter regular.
Ahora bien: lo corriente no es la no obligatoriedad de todo un ordenamiento coercitivo, sino
tan solo la no obligatoriedad de disposiciones aisladas de quien ocupa el poder. En esta idea
se funda también el tratado de Londres de 8 de agosto de 1945 sobre castigo de los
criminales de guerra, ya que imputa a los reos como delitos actos inhumanos que estaban
autorizados, o que, incluso, les fueron impuestos por el derecho de su país Concuerda
plenamente con esta concepción jurídica, así mismo, la judicatura de la República Federal
de Alemania. Así, el Tribunal Constitucional Federal dice, en su sentencia de 17 de
diciembre de 1953 en el caso del recurso de los funcionarios del antiguo Reich no
readmitidos, que no todas las leyes nacionalsocialistas pueden ser consideradas ex post
como nulas; pero añade que son nulas, o sea, inexistentes jurídicamente, aquellas leyes que
«contradicen con tal evidencia los principios de justicia inherentes a todo derecho formal,
que el juez que pretendiese aplicarlas, haría injusticia en vez de justicia». El Tribunal
Constitucional de Baviera, por su parte, reconoce igualmente, en su sentencia de 10 de
junio de 1950, que hay principios jurídicos que obligan al propio poder constituyente, pues
también él según se especifica en la sentencia de 14 de marzo de 1951 queda vinculado por
la idea del derecho. Entre estos principios jurídicos elementales que vienen a ser para toda
constitución un límite infranqueable, incluye dicho Tribunal ante todo los valores éticos de
la dignidad humana y de la igualdad jurídica que de la dignidad de la persona se desprende.

La consecuencia de esta concepción jurídica de los pueblos civilizados es que carece de


fuerza obligatoria no ya solo una disposición estatal contraria al derecho de la guerra, sino
cualquier disposición inhumana de un Estado, y que, por consiguiente, el destinatario de la
orden tiene el deber de oponerle una resistencia pasiva. Esta concepción se apoya no solo
en la antigua doctrina de la resistencia a las leyes injustas, sino también en los movimientos
de resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Y ello confirma nuestra tesis de que las
órdenes de quien ejerce el poder solo han de considerarse obligatorias en tanto en cuanto no
rebasen los límites impuestos por la idea de una comunidad racional y ética. Esto vale
también en D.I., como certeramente ha subrayado la Court of Claims de los EE.UU. en el
caso Galbana and Com-pany (1905): «El D.I. es un sistema de normas fundadas en
costumbres tradicionalmente observadas, actos de los Estados y acuerdos internacionales
que no se opongan a los principios de la justicia natural que los Estados cristianos y
civilizados reconocen como obligatorios».

Pero la idea del derecho no es únicamente constitutiva: es, además, regulativa, por cuanto
todo ordenamiento jurídico es imperfecto. La mejor con firmación nos la da el gran
dramaturgo austriaco GRILLPARZER, en su obra maestra Hermanos en discordia en la
casa de Habsburgo (Ein Bruderzwist in Habsburg), cuando en el cuarto acto le hace decir al
emperador Rodolfo que toda ley humana (incluye necesariamente cierta medida de
disparate), ya que se establece para hechos futuros, nunca del todo previsibles, y que, por
consiguiente, jamás puede adaptarse del todo al (círculo de las realidades). Con estas pocas
palabras descoyuntaba GRILLPARZER de raíz la filosofía de su contemporáneo HEGEL,
cuyo yerro básico consiste en pasar por alto esta inevitable tensión entre la idea del derecho
y el derecho positivo, y ver en la comunidad concreta la (realidad de la idea ética) (págs. 91
ss.).

II. El problema de la norma fundamental del derecho internacional público

a) Contrariamente a cuanto acabamos de decir, el positivismo jurídico dogmático niega la


validez de normas suprapositivas. Afirma, pues, que todo derecho se reduce al derecho
positivo, el cual es puesto por determinados hombres (legisladores y jueces). Estas
manifestaciones de voluntad están ciertamente subordinadas, según él, unas a otras con
arreglo a una jerarquía, pero no dependen de ningún ordenamiento superior, siendo
indiferente que lo designemos como idea del derecho, derecho natural o moral social. El
positivismo jurídico dogmático sustenta, por consiguiente, que el derecho positivo
constituye un ordenamiento plenamente autónomo y hermético. Ahora bien: surge
inmediatamente la cuestión (que el positivismo jurídico ingenuo deja sin resolver) de saber
por qué razón las manifestaciones de voluntad de los hombres que aparecen como
legisladores y jueces pueden resultar obligatorias para otros; y por ello el positivismo
jurídico crítico, fundado por KELSEN, se ve precisado a introducir una norma fundamental
suprapositiva que prescribe obedecer a lo que mandan determinados individuos. KELSEN
designa también esta norma fundamental como hipótesis fundamental, por cuanto los
imperativos dimanantes de determinados individuos solo pueden ser considerados como
normas obligatorias sí se parte del supuesto de que tales imperativos deben ser acatados.
Pero esto no es la última palabra de KELSEN, ya que el contenido de su norma
fundamental no prescribe obedecer a individuos cualesquiera, sino a aquellos cuyos
imperativos se imponen con regularidad. Preguntemos, sin embargo, por qué la norma
fundamental kelseniana establece precisamente como autoridad jurídica el ordenamiento
efectivo (y no otro): encontraremos la clave en el hecho de que también KELSEN considera
el derecho, en el sentido de la teoría tradicional, como orden social de paz. Es evidente que
no cabe un orden de paz fuera de un orden efectivo, siendo así que únicamente este es
capaz de garantizar la tranquilidad y el orden en la convivencia humana. Mas, como quiera
que la tranquilidad y el orden son valores que si bien por lo general realiza el derecho
positivo, no son (puestos) por él, sino (supuestos) suyos, advertimos que el positivismo
jurídico no parte menos que el iusnaturalismo de determinados valores suprapositivos.
Ahora bien: mientras el iusnaturalismo aprehende la plenitud de los valores enraizados en
la naturaleza del hombre, el positivismo jurídico se basa en una axiología artificialmente
recortada, al tomar como punto de partida exclusivamente los valores de la tranquilidad y el
orden externos.

Con esta comprobación queda ya superado el positivismo jurídico dogmático: el hermético


edificio del derecho positivo se ve, en efecto, derruido, abriéndose una puerta hacia el
iusnaturalismo. Y una vez pasada esta puerta, se advierte que el valor de la paz, supuesto
del derecho positivo, no es de naturaleza sencilla, sino sumamente compleja, incluyendo,
además de la tranquilidad, seguridad y orden externos, otros valores. Porque no es
suficiente, para instaurar un estado de paz en una comunidad, lograr que impere una
tranquilidad y un orden externos; es preciso además que las relaciones de los sujetos
jurídicos entre sí y con la comunidad se ordenen de tal manera, que resulte posible una
convivencia armónica: de otra suerte, la comunidad se hallará en constante inquietud,
corriendo el peligro de verse destruida por la resistencia, pasiva o activa, de sus miembros.
En cambio, una regulación adecuada de las relaciones sociales favorece la paz, ya que por
lo general es acatada libremente y puede, en consecuencia, mantenerse con un mínimo de
coacción. La nuda coacción podrá conservar a lo sumo una paz aparente y transitoria. En
este sentido, ya PLATON señaló que es el mejor Estado el que más alejado está de la
subversión.

Con ello hemos encontrado una pauta objetiva por la que el derecho positivo de cualquier
comunidad puede ser enjuiciado y medido: una pauta tanto más justa, cuanto mejor
conduce a una paz en la concordia, y tanto más imperfecta, cuanto más alejada esté de
dicho fin.

El propio KELSEN se acerca, por lo demás, a esta concepción, cuando destaca que solo
logra asegurar la paz social aquella ordenación que reduce los roces sociales al mínimo.
Esta afirmación aminora la distancia que antes separaba la teoría del derecho de KELSEN y
el iusnaturalismo clásico (antiguo y cristiano). Porque este no ve en modo alguno en el
derecho natural un derecho ideal paradisíaco capaz de satisfacer todas las necesidades
humanas, como parece suponer KELSEN, sino un derecho que corresponde a la naturaleza
ética del hombre, tal como vive en este mundo real.

Si, pues, el iusnaturalismo quiere aprehender la índole del derecho natural, no puede
hacerlo partiendo de los deseos y afanes de los respectivos autores, sino apoyándose en una
antropología filosófica que indague la naturaleza del hombre en todas las direcciones. Y
una indagación de esta clase nos revela que algunos rasgos de la naturaleza humana
permanecen constantes, junto a muchos factores variables. Ello excluye, desde luego, la
elaboración de un sistema de derecho natural inmutable y completo; pero de los fines
existenciales de la naturaleza humana pueden deducirse determinados principios generales
de validez universal.

No se objete a esta afirmación que no cabe deducir del ser un deber ser, porque la
naturaleza humana no es un ser neutral. La naturaleza humana está dotada de una
conciencia axiológica que orienta al hombre hacia determinados fines, y así lo ha
reconocido la propia axiología empírica. Responde a la naturaleza del hombre ante todo,
como ya enseñó ARISTOTELES, el que viva en sociedad. Y una sociedad solo puede
subsistir si los miembros están obligados entre sí a respetar sus vidas y los bienes que les
pertenecen. Mas, para descartar toda lucha interna, la sociedad tiene que establecer un
orden que proteja a los consortes jurídicos y sus bienes; y para que la comunidad esté en
condiciones de cumplir este deber, los sujetos jurídicos habrán de contribuir a los
cometidos de la comunidad tomando parte en ellos y poniendo a su disposición los medios
necesarios.

Pero los hombres, lejos de ser entes meramente sociales, son también seres autónomos y
autorresponsables, que gozan de una dignidad privativa de ellos. Esto implica el deber de la
comunidad de fomentar a su vez el desenvolvimiento de las disposiciones intelectuales y
morales de sus miembros y concederles aquellos derechos de libertad que requiere
necesariamente una vida humana digna de tal nombre.

De esta suerte, la organización humana general nos remite a determinadas valoraciones


fundamentales que ya una axiología empírica pudo suministrar. De lo cual resulta que
preceden al derecho positivo no solo los hombres y sus relaciones (lo que el positivismo
jurídico reconoce), sino también las valoraciones determinadas por la naturaleza humana
común.

Por el contrario, la ulterior realización, aplicación y configuración de los principios


directivos depende del tiempo, el lugar y el pueblo, así como del nivel de cultura de la
comunidad en cuestión. Pero tampoco estas ordenaciones pueden configurarse de un modo
arbitrario, y si ha de alcanzarse un orden de paz, habrán de tender igualmente a una
convivencia armónica de la comunidad. Ello pone de manifiesto la relación de la idea del
derecho con el derecho natural. Aquella nos muestra el fin al que toda vida social ha de
tender (cf. supra, i). Este, en cambio, contiene los principios que determinan cuáles son los
medios que conducen a dicho fin.

En consecuencia, si la norma fundamental ha de serlo de un orden de paz y no de una


dominación arbitraria, no puede conformarse con erigir a determinados hombres en
autoridad creadora de normas, sino que ha de delimitar la competencia de dicha autoridad
con la referencia a determinados valores que debe realizar. Únicamente dentro de este
marco puede el legislador promulgar normas obligatorias, pues una norma fundamental que
prescriba un deber de obediencia con respecto a disposiciones arbitrarias se opone a las
valoraciones humanas fundamentales. Y por eso exige ARISTOTELES, con razón, que la
constitución haya de determinar también el telos de la respectiva comunidad.

Si el positivismo jurídico crítico admite por su parte una norma fundamental que establece
una autoridad ilimitada, ello se debe a que considera el derecho positivo como una
ordenación autónoma. Pero esta suposición es un pre-juicio del positivismo jurídico.
Porque en lugar de indagar primero si el derecho positivo es un ordenamiento
herméticamente cerrado, afirma dogmáticamente sin más que lo es. Ahora bien:
constituyendo todo deber ser la formulación normativa de un valor, el propio derecho
positivo solo puede obligar en tanto en cuanto se apoya en valores. Y si afirma la
obligatoriedad de cualquier ordenación, sea la que fuere, de un titular social del poder,
habría que demostrar que toda ordenación realiza un valor. GUSTAVO RAD-BRUCH trató
efectivamente de suministrar dicha prueba, sosteniendo que incluso un derecho de
contenido erróneo sirve al valor de la seguridad jurídica. Pero más tarde reconoció radbruch
que las ordenaciones que tienen por contenido violaciones flagrantes de los derechos
humanos no solo son un mero derecho injusto, sino que carecen de toda obligatoriedad,
pues frente a injusticias tales no pesa ya la seguridad jurídica.

Y si el positivismo jurídico, por último, afirma que todos los actos jurídico-positivos son
obligatorios mientras no sean anulados por un órgano competente, olvida que este principio
solo puede valer dentro de un procedimiento jurídico, por lo que no es aplicable ya cuando
el procedimiento jurídico ha concluido y no queda, por consiguiente, posibilidad alguna de
recurso. Añádase que disposiciones arbitrarias del titular social del poder pueden verse
privadas de eficacia por la resistencia pasiva y activa de los consortes jurídicos. Lo cual nos
muestra que no cabe una aprehensión plena del derecho positivo aisladamente considerado,
y sí únicamente integrado en un medio social determinado. No pretendemos con ello
discutir el mérito del positivismo jurídico de haber distinguido claramente el derecho de las
demás normas sociales. Pero esta distinción no ha de llevar a romper el nexo que entre ellas
existe. El positivismo jurídico rebasa de esta suerte su objetivo, al pretender extraer los
hilos jurídicos de la urdimbre normativa en la que el derecho, juntamente con las restantes
normas sociales, está entretejido.
b) Hechas estas consideraciones sobre la norma fundamental en general, podemos pasar a la
consideración de la norma fundamental del D.I.P. Según ANZILOTTI, dicha norma
consiste en el principio (pacta sunt servanda). Según KELSEN y GUGGENHNIM, por el
contrario, la norma fundamental prescribe que los Estados se comporten con arreglo al uso
establecido. En ambos casos, pues, estamos ante una norma fundamental que puede ser
rellenada con cualquier contenido: por cuya razón, y en virtud de lo que antes dijimos, no
es aceptable. A esto hay que añadir que estas normas fundamentales presuponen ya la
existencia de los Estados, puesto que sin ellos no puede haber tratados ni usos
interestatales. Ahora bien: admitida la existencia de los Estados como supuestos
previamente dados del D.I., se verá que el D.I. positivo se ha ido constituyendo sobre la
base de la conciencia jurídica común de los pueblos. Ejemplo claro de ello es el viejo D.I.
de la cultura mediterránea, que brotó del sus gentium de la Antigüedad. El mismo proceso
se repite en la Edad Media: también el D.I. de entonces tiene como base los principios
jurídicos comunes del mundo cristiano. Y un proceso análogo volvería a darse en el futuro,
si después de una anarquía o una dictadura mundial transitorias hubiera de producirse un
nuevo D.I. positivo: este no podría entroncar con principios jurídicos que no fueran los
reconocidos en común por las comunidades sometidas a la nueva ordenación. Una
positivización jurídico-internacional general de los principios generales del derecho es lo
que en definitiva ha traído consigo el artículo 38 del Estatuto del T.P.J.I. (cf. infra, págs.
132 ss.).
Pero esta positivización no ha hecho perder a los principios generales del derecho su rango
originario, toda vez que lo mismo ahora que antes constituyen en parte el fundamento del
D.I., y en parte intervienen directamente en aquellos puntos en que el D.I. no ha establecido
normas propias. Nos lo muestra ante todo la jurisprudencia constante de los tribunales de
arbitraje, los cuales han traído tradicionalmente a colación los principios generales del
derecho para la resolución de litigios que el D.I. positivo dejara sin regular. Objeta
GUGGENHEIM ciertamente que la competencia de los tribunales de arbitraje para aplicar
dichos principios se basa en el convenio de arbitraje, que los vincula. Pero este punto de
vista queda refutado por el simple hecho de que, por regla general, los convenios en
cuestión no suelen señalar las fuentes de derecho aplicables. Ni estamos tampoco ante una
discrecionalidad de los tribunales de arbitraje: estos, en efecto, en ausencia de disposiciones
contrarias de los convenios de arbitraje, no pueden proceder discrecionalmente, sino que
tienen por misión resolver el litigio sobre la base del respeto del derecho (sur la base du
respect du droit). Si, por consiguiente, los tribunales de arbitraje aplican principios
generales del derecho que todavía no han sido recogidos por el D.I. positivo, expresan con
ello que el D.I. positivo no es hermético y ha de ser completado por los principios generales
del derecho.

La vigencia de principios jurídicos que están por encima del D.I. positivo viene así mismo
reconocida en el preámbulo del Reglamento de La Haya sobre la guerra terrestre y por los
Convenios de Ginebra de 12 de agosto de 1949, donde se estipula que los casos no
previstos no quedan entregados al arbitrio de los beligerantes, quedando sometidos, por el
contrario, a los principios resultantes de la costumbre internacional, las leyes de la
humanidad y las exigencias de la conciencia pública. Esta formulación pone claramente de
manifiesto, y en doble versión, que dichos principios no valen como una fuente del derecho
recogida por el Reglamento de La Haya o los Convenios de Ginebra, sino que estos los
presuponen: de un lado, con la disposición según la cual los beligerantes y su población
siguen bajo el amparo de tales principios (restent sous la sauvegarde et sous l empire des
principes), y, por otra parte, con la frase de que los deberes jurídico-internacionales de los
Estados no se desprenden únicamente del D.I. consuetudinario, sino también de las leyes de
la humanidad y de las exigencias de la conciencia pública (principes du droit des gens, teis
qu'ils résultent des usages établis entre nations civilisées, des lois de l humanité et des
exigences de la conscience publique).

También el secretario de Estado norteamericano KELLOGG, en el cambio de notas que


precedió la firma del pacto que lleva su nombre, señala que la legítima defensa es un
derecho natural de todo Estado soberano, que en cualquier tratado tiene que darse por
supuesto. Y los demás Estados no se opusieron a esta concepción. Así se explica que el
artículo 51 de la Carta de la O.N.U. califique la legítima defensa (right of self-defence) de
(derecho inmanente) (inherent right, droit naturel), lo que indica que su validez es
independiente del derecho positivo.

Aunque las disposiciones de referencia no bastan, evidentemente, para decidir la cuestión


litigiosa de si existe un derecho natural, revelan, sin embargo, que según la concepción
jurídica de los tribunales de arbitraje y la práctica de los Estados, el D.I. positivo no
constituye un sistema jurídico hermético, sino que apunta más allá de sí mismo hacia
principios jurídicos cuya validez presupone. Por lo general, estos principios jurídicos no
son principios de derecho natural inmediatamente aplicables, sino principios que han sido
ya previamente positivizados por los ordenamientos jurídicos coincidentes de los pueblos
civilizados. En este sentido habla Lord PHILLIMORE, en su calidad de miembro de la
comisión que hubo de elaborar el Estatuto del T.P.J.I., de principios de derecho que han
sido reconocidos primero ira foro domestico.

Pero por excepción se aplican también principios jurídicos directamente obtenidos de la


naturaleza del derecho. Así, el T.P.J.I., en el asunto Chorzów, dedujo el deber de reparación
de un daño directamente de la naturaleza de la infracción jurídica. En el litigio sobre la
navegación por el Estrecho de Corfú entre Gran Bretaña y Albania, el T.I.J. ha deducido así
mismo directamente de los principios de humanidad el deber de los Estados ribereños de
llamar la atención de los buques en tránsito por las aguas jurisdiccionales sobre los peligros
que corren, sin intentar siquiera demostrar un fundamento jurídico-positivo de dichos
principios. Y como quiera que el T.I.J. va más allá, señalando la vigencia absoluta de los
principios en cuestión, hay que admitir que también él reconoce la existencia de principios
de derecho natural. Esta concepción se ve confirmada por el dictamen del T.I.J. relativo al
Convenio sobre el genocidio de 28 de mayo de 1951, en el que se subraya que los
principios que le sirven de base (principies underiying the conven-tion) son válidos aun en
ausencia de una obligación contractual.

Pero incluso los principios jurídicos que han sido positivizados comúnmente por los
ordenamientos jurídicos estatales, apuntan a una conciencia jurídica unitaria de la
humanidad, impresa en ella por el Creador, y que les sirve de base, cuya existencia ha sido
probada por W. SCHMIDT Y KOPPERS, y confirmada por las investigaciones etnológicas
más recientes.

Si, pues, ha de formularse la norma fundamental del D.I.P., tiene que decir que los sujetos
del D.I.P. deben comportarse según lo que prescriben los principios generales del derecho
que dimanan de la naturaleza social de las colectividades humanas (véase supra, pág. 14;
infra, pág. 134), y las normas del derecho convencional y consuetudinario que sobre la base
de aquellos se establezcan. En realidad, esta formulación no hace sino expresar de manera
compendiada que el D.I. positivo depende de determinados principios jurídicos, a los que
ya presupone. De ahí que sea más exacto hablar, no propiamente de una norma
fundamental, sino de una trama de normas fundamentales. Esta trama constituye el
fundamento normativo que da unidad a las relaciones entre los Estados. Sin ellos, la
comunidad de los Estados se disolvería en una serie de complejos de poder en lucha unos
con otros. A tal conclusión, en efecto, llega NIETZSCHE, consecuentemente, por negar la
existencia de la humanidad y de un orden ético del mundo. Falto de tal fundamento, el D.I.
positivo se reduciría de hecho a una infinita multitud de notas diplomáticas, tratados
internacionales y decisiones arbitrales. Tendríamos en la mano las partes, pero se nos
escaparía el vínculo espiritual.

III. La idea de la organización interestatal

La idea de la unidad jurídica del mundo, que con el estoicismo se abriera paso, plasmó ya
en la alta Edad Media en la idea de la organización del mundo. Pero fue DANTE quien
primero se la representó como una comunidad organizada de Estados. DANTE, en efecto,
no concibe ya la organización mundial, como se hiciera antes, bajo la forma de un imperio
unitario, sino de tal manera que los distintos reinos y repúblicas conserven su
independencia y sus leyes propias, aunque sometiéndose a la dirección y la jurisdicción del
monarca universal. El monarca de DANTE no es, pues, señor absoluto, es meramente el
defensor del derecho y de la paz.

Mas no transcurrieron muchos años sin que el problema de la organización internacional se


planteara en términos radicalmente nuevos. El cambio de perspectiva se debe al legista
francés pedro dubois (1250-1323), el cual, si recoge la idea de la organización
internacional, la funda, no en un monarca universal, sino en la institución de una asamblea
permanente de Estados. La competencia de esta asamblea no habría de limitarse a regular
todos los asuntos comunes; debiera extenderse así mismo al establecimiento de un tribunal
de arbitraje llamado a resolver los litigios interestatales. El proyecto prevé ya sanciones
contra aquellos Estados que agredieren a un miembro de la confederación. Pero dubois no
pensaba en una confederación universal, sino en una confederación europeas. Tampoco se
trata de una organización que solo tienda a la paz; antes bien, la inspira hacia afuera una
finalidad bélica, puesto que su cometido principal había de ser la reconquista de Tierra
Santa de manos del Infiel. El título de la obra lo indica claramente: De recuperatione Terrae
Sanctae (hacia 1305).

A la misma finalidad tiende el proyecto de federación europea que redactó el abogado


francés MARINI e hizo suyo el rey de Bohemia, JORGE DE PODYE-BRAD (1461). De
ahí que en la organización se inspire en las ideas de DUBOIS. Pero mientras estas no
pasaron de ser obra privada, aquel proyecto, en cambio, fue estudiado por las cancillerías
de la época. Como en dubois, encontramos aquí una asamblea federal, un tribunal federal e
incluso funcionarios propios de la federación. Por otra parte, estas instituciones alcanzan un
desarrollo mayor. Era de competencia de la asamblea federal todo lo relativo al ingreso de
nuevos miembros, el presupuesto de la federación, y sobre todo le correspondía declarar la
guerra, concertar la paz y desencadenar una acción común contra los perturbadores de la
paz. Se imponía a cada miembro la aportación de determinados contingentes al ejército de
la federación, y las correspondientes contribuciones financieras. En resumidas cuentas, este
proyecto de organización internacional tiene ya las características esenciales de todos los
que han de seguirle.

Pero el primer proyecto de organización pacífica universal sobre una base federativa no
surge hasta la publicación, en 1623, del libro Le nouveau Cynée ou Discours des occasions
et moyens d établir une paix genérale et la liberté du commerce par tout le monde, del
solitario pensador que fue EMERICO CRUCE (1590-1648). A la federación que concibe
crucé no pertenecerían ya solo los Estados cristianos, sino también los turcos y los
principados asiáticos y africanos. Como los anteriores, este proyecto exige la creación de
una conferencia de los Estados en sesión permanente, con sede en una ciudad determinada,
para resolver cuantos litigios surgieren. Pero además recomienda CRUCE que se
intensifique el comercio internacional y se introduzcan una moneda universal y un sistema
común de pesas y medidas. Su proyecto está inspirado en un pacifismo absoluto.

El Grana Dessein que SULLY, ministro del rey Enrique IV de Francia, compuso entre 1611
y 1638, vuelve, por el contrario, a ponerse bajo el signo de una política de poder, ya que,
como los proyectos de DUBOIS y de MARINI, tiene como objetivo una guerra contra los
turcos. Pero sully tendía además a destruir el poderío de la casa de Habsburgo, con su
propuesta de dividir Europa en varias zonas de una potencia poco más o menos igual, lo
que hubiera traído consigo un equilibrio de fuerzas. Radica así mismo la novedad de este
proyecto en que la federación europea había de estructurarse en grupos regionales. De todos
modos, la dirección debía corresponder a un Consejo General cuyos miembros serían
nombrados exclusivamente por el Papa, el emperador y los reyes de Francia, Inglaterra y
España. Vemos, por consiguiente, que el proyecto de sully tiende a la instauración de una
hegemonía europea.

La idea del pacifismo organizador es recogida más tarde por WILLIAM PENN (1644-
1718) en su Proyecto para una paz presente y futura en Europa, publicado en 1693. Según
él, había de crearse una federación europea sobre la base de una completa igualdad de
derechos y la inclusión de Rusia y Turquía, con una Asamblea que tuviera competencia
para resolver todos los litigios internacionales por mayoría de las tres cuartas partes. Pero
esta federación europea, lejos de oponerse a las potencias no europeas, había de ser punto
de partida para lograr una federación mundial.

En la misma línea se mueven el proyecto del Abbé de SAINT-PIERRE, Mémoire pour


rendre la paix perpétuelle en Europe (1712) y su obra en tres tomos. Pro jet pour la paix
perpétuelle en Europe (1713-1716). Expresamente subraya SAINT-PIERRE que los
tratados internacionales, por sí solos, no bastan para mantener la paz. Lo que hace falta es
unir a los Estados en una organización permanente. Y aunque la federación que propone
incluya solo a los Estados europeos, tiene hacia afuera intenciones pacíficas, por lo cual
habrían de concertarse alianzas defensivas con los Estados vecinos. Por otra parte, la
federación está informada por el espíritu de tolerancia religiosa. Debía constituir el órgano
supremo un Senado compuesto por los delegados de los Estados miembros y cuya
presidencia pasaría cada semana de un Estado a otro. El Senado consta de una asamblea
plenaria y varias comisiones, una de las cuales tendría como función la elaboración de
propuestas para la solución de los litigios. De no lograrse el acuerdo por este camino,
habría de decidir el pleno de la Asamblea, en calidad de tribunal de arbitraje. Otro de los
órganos es una Secretaría permanente, con un aparato burocrático internacional.
Finalmente, también prevé el proyecto sanciones contra aquellos Estados que no ejecuten
una sentencia arbitral o recurran a la guerra. A este fin, se constituiría un ejército federal,
compuesto por contingentes de los distintos miembros, bajo un alto mando federal. Para
sede de la organización se proponía una ciudad de Holanda, «el más pacífico de los
pueblos». SAINT-PIERRE reclama así mismo la libertad de comercio, una unificación de
las pesas y medidas, e incluso la supresión de las aduanas.

A diferencia de dubois, MARINI y SULLY, dio JEREMIAS BENTHAM, en su Proyecto


de paz. universal y permanente (1789), más importancia a los factores morales que a las
medidas coercitivas. Así, p. ej., pide la paulatina codificación del D.I., la libertad de prensa
en todas partes, el desarme general y una jurisdicción obligatoria. Mas no por ello abandona
la idea de un ejército federal que asegure la aplicación de los acuerdos recaídos cuando no
resulten suficientes las medidas morales, proponiendo principalmente para tales casos la
proscripción de los miembros culpables.

El pacifismo organizador culmina con la doctrina de KANT en Sobre la paz perpetua.


Distinguese el proyecto kantiano del de BENTHAM, en primer término, porque mientras
este postula la paz por motivos utilitarios, KANT parte del postulado de la razón práctica,
el imperativo categórico, el cual constituye una ley racional de validez universal y, por
tanto, obligatoria también para los Estados. La política viene a ser, para KANT, una simple
aplicación de la ley moral, y no puede dar un paso sin quedar sometida a la moral.

Ahora bien: la moral prescribe a los Estados que se asocien en una organización pacífica
bajo leyes racionales. Mas, como quiera que los Estados se resisten a la implantación de
una república universal, propone KANT, como solución supletoria, una sociedad de
naciones con un congreso permanente de Estados, cuya tarea ha de consistir en la
resolución pacífica de todos los litigios internacionales. KANT se da perfecta cuenta de que
una asociación de esta índole estaría constantemente amenazada del peligro de su
disolución, toda vez que no constituye un (poder soberano) (como en una constitución
civil), y sí únicamente una (corporación) de Estados. Por eso, si bien la paz perpetua
(finalidad última de todo el derecho de gentes) es una idea irrealizable, es, por el contrario,
tarea perfectamente realizable el deber de acercarse paso a paso a esta meta. Si entendemos
correctamente a KANT, ello significa que la paz perpetua no puede asegurarse de una vez
con la creación de una sociedad de naciones, sino por la cooperación permanente y decidida
de sus miembros: porque dicha asociación es una reunión de Estados distintos que puede
disolverse en todo momento, y no una asociación fundada (como la de los Estados
americanos) en una constitución estatal que le dé carácter indisoluble.

Pero la tendencia a la paz universal no es solo, para KANT, un postulado de la razón. El


acercamiento a ella se viene realizando, incluso contra la voluntad de los hombres, como
consecuencia de una evolución paulatina, ya que la miseria general y el agotamiento que las
guerras traen consigo constriñen finalmente a los hombres a hacer aquello que la razón les
pudiera haber dictado sin tan tristes experiencias, a saber: salir del estado de barbarie
anárquica e ingresar en una sociedad de naciones, en la cual todos, incluso los Estados más
pequeños, pudieran esperar su seguridad y sus derechos, no del propio poder o de alguna
apreciación jurídica propia, sino única y exclusivamente de esta gran sociedad de naciones
(Foedus Amphicíyonum). De esta suerte, «el mayor problema planteado a la especie
humana, y a cuya solución la constriñe la naturaleza», consiste en (la creación de una
sociedad civil que administre universalmente el derecho).

Sobre estas bases, el pacifismo organizador del siglo XIX ha proseguido la labor
emprendida, sin que por ello dejara de beber en otras fuentes, ya que en él convergen
motivos religiosos, morales, utilitarios y económicos, formando una unidad. Pero le sirve
de norte la idea de la sociedad de las naciones, tal como se fue desenvolviendo de DUBOIS
a KANT.

En el siglo XX, prescindiendo de distintas organizaciones privadas, la idea de la


organización internacional ha sido apoyada y desarrollada especialmente por el Papa
BENEDICTO XV, el Presidente de los Estados Unidos de América, W. WILSON, y el
Papa Pío XII. Más recientemente, la Encíclica Pacem in terris del Papa JUAN XXIII, del 11
de abril de 1963, nos ha ofrecido a la vez un desarrollo y la culminación de estas ideas.

CAPITULO 4
DERECHO INTERNACIONAL, MORAL INTERNACIONAL, CORTESIA INTERNACIONAL

Aun cuando el D.I.P., como todo derecho positivo obligatorio, se funda en valores
suprapositivos, hemos de distinguir, sin embargo, entre moral y derecho. Ambos sectores
normativos integran, desde luego, por igual el orden ético del mundo; pero se distinguen
por el hecho de que la moral abarca las normas que obligan a los hombres en cuanto
personalidades éticas, mientras que el derecho regula el comportamiento de los hombres
como seres sociales (justitia est ad alterum). De ahí que solo a los deberes jurídicos se
contrapongan facultades (derechos subjetivos) de otras personas. Y estas pueden hacer
valer sus derechos con todos los medios lícitos.

Además de la moral y del derecho, hay un tercer grupo de normas reguladoras de la


conducta humana, a saber: los usos sociales o reglas del trato social o de la cortesía (normas
convencionales, convencionalismos sociales).

También en la vida internacional encontramos estos tres grupos de normas, si bien el


derecho internacional es el más importante.

La obligatoriedad de la moral para los Estados fue expresamente reconocida por la


resolución de la 37 Conferencia Interparlamentaria, celebrada del 6 al 11 de septiembre de
1948, cuyo artículo 1° establece que las relaciones entre los Estados se rigen por los
mismos principios de moral que las relaciones entre los individuos. La misma idea se
expresa en la ya citada encíclica Pacem in terrís. Un ejemplo más antiguo de norma moral
internacional, consiste, p. ej., en el deber de auxiliar a otros pueblos en caso de escasez,
como ya señaló VATTEL. Pero cabe pensar que esta norma está ya en trance de convertirse
en una norma de D.I.

En una norma de cortesía internacional se funda, v. gr., el deber del saludo para los buques
que se cruzan en alta mar, y así mismo el uso de tributar determinados honores a un jefe de
misión diplomática que haya presentado sus cartas credenciales. Pero una norma de cortesía
internacional puede transformarse en norma de D.I. si los Estados llegan a la convicción de
que el comportamiento por ella establecido se ha hecho necesario para el comercio
internacional (opinio iuris) (cf. pág. 124).

En el círculo jurídico anglo-norteamericano la expresión comity of nations se equipara con


frecuencia al D.I.P. El juez PECORA, p. ej., dice: (Diplo-matic immunity of an ambassador
is based on international comity).

CAPITULO 5
LA HISTORIA DEL DERECHO INTERNACIONAL

En el período de la historia que se apoya en documentos, los hombres aparecen siempre


formando grupos (parentelas, estirpes, tribus), organizados según un ordenamiento jurídico
en un principio no escrito, ya fuesen nómadas o sedentarios. Estas comunidades han de
calificarse de soberanas, ya que su ordenamiento jurídico no deriva de otro alguno, y en
cuanto entran en relaciones recíprocas —acaso después de encuentros inicialmente
hostiles—, se desarrollan ciertas normas necesarias para el tráfico y los intercambios, y que
constituyen el primitivo D.I. general o común.

En la medida en que cabe reconstituirlo, este primitivo D.I. general abarca cierta protección
de los heraldos, legados e intérpretes, formalidades (a menudo religiosas) para la
conclusión de tratados, con inclusión de los principios de la fidelidad a lo prometido y la
buena fe, elementos de un derecho de extranjería, la solución de litigios por instancias
sagradas (oráculos, sacerdotes) o árbitros respetados, y sanciones en caso de violación de
las reglas en cuestión, decidiéndose y declarándose la guerra, como hostilidad global, en
forma solemne o incluso religiosa.

La reunión, pacífica o violenta, de varias tribus, que por lo general se produce al hacerse
sedentarias, da lugar a los Estados-ciudades y Estados. El Estado más organizado no trata a
las otras comunidades soberanas como a iguales, y las (relaciones internacionales) se
establecen sobre la base de la desigualdad, a la que solo se sustraen las comunidades que
logran adaptarse a las mismas formas más desarrolladas de organización y cultura. Entre
estos grupos organizados en Estados se restablece así el D.I. universal primitivo, que al
intensificarse los contactos se enriquece con nuevas normas, originando, en un proceso de
adaptación en el tiempo y el espacio, un D.I. particular, de alcance regional. El primitivo
D.I. general acompaña así la historia de la humanidad, hasta que esta quede abarcada en un
orden jurídico-internacional universal de nivel más alto como cima de un desarrollo
histórico. De ahí que no quepa separar la historia del D.I. de la historia religiosa, espiritual,
política y económica.

Entre los años 800 y 200 a. C. irrumpe el espíritu en cinco puntos del planeta. En China
viven y enseñan CONFUCIO y LAOTSE; en la India surgen las Upanichads y el budismo;
en el Irán enseña ZARATUSTRA; en Palestina lanzan su mensaje los profetas de Israel; y
en Grecia aparecen los poemas homéricos y las tragedias y, con PLATÓN y
ARISTOTELES, la filosofía. KARL JASPERS ha llamado época axial de la historia
universal esta coincidencia extraordinaria. Para los cristianos de todos los tiempos, el eje de
la historia es la encarnación del Logos (Juan, 1, 1-18), y las fechas de la historia se calculan
con referencia a este momento por los europeos y también, en proporción creciente, por los
no europeos.

En torno a estos centros encontramos en los tiempos históricos amplias redes de relaciones
internacionales, para cuya regulación se fue constituyendo, a partir del primitivo D.I.
general, un D.I. particular. Una historia del D.I. ha de tener en cuenta, aunque solo sea
rozándolo, este D.I. particular, ya que debido a la expansión de los europeos a partir del
siglo XIV en dirección Oeste (América en sus dos mitades. Africa, Australia) y en
dirección Este (Asia central y Siberia hasta China y Japón), todos los Estados quedan
incluidos en el tráfico mundial, y en la segunda mitad del siglo XX todos los ordenamientos
jurídico-internacionales anteriores parecen desembocar en un D.I. universal de ámbito
mundial.

I. Asia occidental

En el Asia occidental, que con Egipto y el Mediterráneo oriental suele denominarse


Antiguo Oriente, Egipto sostuvo ya hacia 2700 a. C. Relaciones comerciales con Estados de
Palestina. En Mesopotamia emerge de una serie de Estados-ciudades la cultura de los
sumerios y la de los acadios procedentes de Arabia. El Imperio babilónico crea el primer
código conocido, el Código de Hammurabí (1675 a.C.). Una migración de pueblos trae al
Irán, al Asia Menor y a Grecia, hacia el año 2000, tribus indoeuropeas, de las cuales los
hititas se insertan en el mundo interestatal del Asia Menor. Consiguen, gracias a un tratado
de alianza con Babilonia, la neutralidad de esta, y firman con Egipto en 1308 a. C. un
tratado llamado a sellar, bajo la advocación de los dioses, una paz y amistad eterna. Ambos
Estados se comprometen a apoyarse con las armas frente a enemigos de fuera, y también
frente a súbditos rebeldes; se establece la extradición de fugitivos y desertores, pero
dejándolos libres de castigo; y el Asia Menor se divide en zonas de influencia. Con lo cual
este documento jurídico-internacional, el más antiguo de la humanidad por ahora, tiene un
sabor sumamente moderno. La guerra se lleva a cabo con extremada dureza, sobre todo por
parte de los asirios. Los prisioneros de guerra son sacrificados a los dioses o, juntamente
con la población civil, matados, reducidos a esclavitud o deportados.

En este contexto político-internacional abigarrado se desenvuelve también Israel. Sus dos


reinos (Israel y Judá) caen víctimas del afán hegemónico de Asiría (722) y del Imperio
neobabilónico (586), respectivamente. En el destierro de Asiría y de Babilonia ven los
grandes profetas a la humanidad unida en un reino de paz del Mesías. Con la Ley
(Decálogo) y los Profetas de la Antigua Alianza (justicia y paz para todos los pueblos), el
pequeño Israel ha aportado contribuciones decisivas para los fundamentos morales de un
D.I. extensivo a toda la humanidad.

El mundo internacional del Asia occidental, después de períodos de hegemonía egipcia,


asiría y babilónica y otros de equilibrio, es unificado políticamente por los iranios
indoeuropeos, cuyo imperio se yergue como el gran vecino del mundo internacional
helénico.

II. La zona mediterránea

El área del Mediterráneo tiene en el período entre el año 800 a. C. y aproximadamente el


650 d. C. gran importancia en lo político, así como en lo que atañe a la cultura espiritual y
material. Se suele designar este período con el nombre de Antigüedad, centrada en la
Hélade y en Roma.

1. Los Estados-ciudades griegos y el Imperio persa

La polis, el Estado-ciudad, es la comunidad política y sacra en tomo al templo de sus


dioses. Los Estados-ciudades son los sujetos del D.I. griego particular. Sus relaciones
recíprocas se regulan sobre la base de una igualdad de principio.

Son órganos de las relaciones jurídico-internacionales unos enviados extraordinarios, pues


no había representantes diplomáticos permanentes. El tráfico creciente entre las ciudades
hacía necesaria una regulación jurídico-internacional del derecho de extranjería. Para
proteger los intereses de los extranjeros, se les encomendaba a un ciudadano de la ciudad
receptora (proxenos) que gozaba de general consideración, a semejanza del actual cónsul
honorario. Además de la concesión del derecho de ciudadanía a extranjeros en particular, se
acordaba también por vía convencional la igualdad de derechos (isopolitia, simpolitia) de
todos los ciudadanos de pleno derecho bilateralmente. En las numerosas colonias fundadas
por doquier en el Mediterráneo, así como a bordo de las naves, regía el derecho de la
ciudad de origen.

Todo un sistema de tratados desarrolló el D.I. consuetudinario griego. Los tratados


regulaban cuestiones de límites, el comercio, el derecho de extranjería, el derecho
marítimo, el arbitraje, las alianzas y arreglos de paz. El derecho marítimo incluía
disposiciones sobre aguas territoriales, utilización de puertos (cláusula del buque único) y
derecho de paso. Frente a la piratería ejerció Atenas, y luego la república mercantil de
Rhodas, la (policía marítima). El arbitraje internacional existió aislado y como institución.
La fragmentación política no pudo verse superada con alianzas (amficcionías, simmaquias),
pues las alianzas se convirtieron más bien en instrumento de hegemonía por parte de
Esparta y de Atenas, que lucharon entre sí hasta aniquilarse.

Además de este D.I. particular de las ciudades griegas, hubo relaciones entre estas y el
Imperio persa, que, aliado a Cartago, se había incorporado todo el Asia Menor y Tracia.

Los macedonios, pueblo situado en las márgenes de la cultura griega, lograron, en un


momento de crisis interna del Imperio persa, erigirse en caudillos de la amficcionía griega.
La campaña de ALEJANDRO provocó el rápido derrumbamiento del debilitado Imperio
(333-323), pero el de ALEJANDRO no sobrevivió a la muerte temprana de su fundador,
disgregándose inmediatamente en los Estados de los Diádocos.

2. Los Estados helenísticos y la Roma republicana

Así se llegó a lo que ya MOMMSEN llamó el establecimiento de un sistema de Estados


helénico-asiático. Macedonia siguió imperando sobre Grecia, cuyas ciudades y ligas de
ciudades gozaban en parte de amplia autonomía. El reino de los Seiéucidas no logró
impedir pérdidas territoriales importantes. Los Ptolomeos, en cambio, hicieron de Egipto el
primer Estado comercial y marítimo de este sistema en el Mediterráneo oriental,
convirtiéndose la capital, Alejandría, en el centro de la cultura griega.

Las relaciones entre estos reinos helenísticos fueron reguladas por la costumbre jurídico-
internacional y por tratados. En lo político, las tres monarquías de los Diádocos trataban
celosamente de mantener entre sí un equilibrio. Y a este afán se debe el que fuesen
insertados en este sistema de Estados, mediante la conclusión de tratados de comercio y de
alianza, los Estados del Mediterráneo occidental (Cartago, las ciudades griegas del sur de
Italia y de Sicilia y, finalmente, la República de Roma).

Las tribus itálicas de los indoeuropeos, después de su inmigración en la península de los


Apeninos, habían fundado, como los griegos. Estados-ciudades. La ciudad de Roma
consiguió afirmarse frente a los etruscos y aliarse con otras tribus itálicas o sometérselas.
Pueblo con especiales dotes jurídicas, los romanos ordenaron conceptualmente sus
relaciones exteriores de un modo tajante, según estuviesen reguladas en base a la igualdad
jurídica o a la desigualdad. Se firmaron tratados de amistad y neutralidad (amicitia) y
alianzas defensivas (foedus aequum) con copartícipes que los romanos consideraban
iguales; y tratados que instituían una relación de séquito y de clientela (foedus iniquum) y
tratados de sumisión (deditio), con copartícipes sin igualdad de derechos o enemigos
vencidos.

Como entre los griegos, la república era en Roma una comunidad religiosa, a la vez que
política y jurídica. La piedad de los romanos (pietas) exigía que los tratados se respetasen y
la guerra se librase únicamente para defender el propio derecho a castigar una injusticia del
adversario (bellum justum). Las hostilidades iban precedidas del envío de un miembro del
colegio sacerdotal de los feciales (de ahí el jus fetiale) y, luego, de un legado, que
formulaba una queja en el Estado extranjero y pedía satisfacción (clarígatio, repetitio
rerum). Si se rechazaba la petición, el estado de guerra se iniciaba, al término de un plazo
de treinta y tres días después de esta belli indictio. Como en Asia occidental y en Grecia, la
conducción de la guerra no estaba regulada ni limitada. La guerra terminaba con un
armisticio (indutiae), generalmente concluido por un tiempo determinado, o, después de
una debellatio, con la capitulación incondicional (deditio). La ejecución de los prisioneros y
las personas civiles, la reducción a esclavitud de la población enemiga —análogamente a la
institución de la servidumbre por deudas, que alcanzaba también a ciudadanos romanos con
plenitud de derechos— y la deportación se estimaban también lícitas según el D.I. de la
época. En el transcurso del tiempo, la rendición incondicional se transformó
ocasionalmente en una deditio in fidem: se respetaba y se sometía a Roma a la población
enemiga, con lo que se instauraba el status de un foedus iniquum.
Un análisis jurídico-internacional, por breve que sea, de la historia política muestra que la
República romana, en un principio, mantuvo con las grandes potencias establecidas —los
reinos helenísticos, las ciudades griegas y Cartago— relaciones basadas en la igualdad
jurídica. Pero mientras las tres grandes monarquías helenísticas del Este mantenían entre sí
el equilibrio, pudo establecer Roma su predominio en el Mediterráneo occidental. Entonces,
en doscientos cincuenta años, abatió Roma a Cartago, Macedonia, Siria y Egipto.

3. El Imperio romano, el Imperio persa y los bárbaros

La multiplicidad de los pueblos ensamblados en el Imperium Romanum y la magnitud del


espacio mediterráneo hicieron, finalmente, necesaria la erección de un poder central fuerte.
OCTAVIO reunió, bajo las formas de la República romana, en su principado un (haz de
poderes), que sobre la base de una delegación de competencias, él transformó en una
monarquía que se daba por legítima.

El Imperio romano alcanzó su máxima extensión tal vez hacia el año 100 d.C. Se trataba
ahora de afirmar lo alcanzado, y en este punto Roma, con su administración, su derecho y
su ejército, llevó a cabo una hazaña única en la historia por su amplitud, efectividad y
duración, y que sirvió durante siglos de ejemplo en el Oeste y en el Este.

Fue sobre todo el derecho romano el que, junto a la organización administrativa, se


convirtió en base de todo derecho posterior en Europa y más allá de Europa. También la
expresión sus gentium, tan importante para el derecho internacional y que dio su nombre al
derecho de gentes clásico a comienzos de los tiempos modernos, procede de Roma. Frente
a las pesadas fórmulas del jus civile de los primeros siglos de Roma, constituía el jus
gentium, según frase de ERNST SCHONBAUER, (el derecho popular más moderno, y más
libre, no decretado, que brotó en la comunidad del populus Romanus cuando empezó a
constituir el centro del mundo). Esto ocurrió a partir de mediados del siglo ni a. C., cuando
mercaderes itálicos comenzaron a insertarse en el floreciente comercio del Mediterráneo y
mercaderes extranjeros e intelectuales griegos vinieron a Roma, y se creó el praetor
peregrinas en 242 a. C. para administrar justicia entre los extranjeros y los romanos. Pues
bien, PARADISI ha mostrado de manera convincente que en este derecho civil de Roma,
libre de formalismos, encontraron cabida numerosos elementos de derechos extranjeros,
que fueron asimilados y sistematizados por el pretor en la jurisprudencia y la práctica
jurídica. En este proceso desempeñó la bono. fides un papel esencial, y la equidad
(aequitas) un papel de equilibrio. El derecho privado positivo, que era en Roma el jus
gentium, adquirió rasgos humanos y sociales, en convergencia con las disquisiciones de la
filosofía griega. Bajo la influencia dominante del estoicismo, creció en Roma la conciencia
de la unidad fundamental del mundo civilizado en el marco del Imperio romano. Ya
CICERON entiende por jus gentium el ordenamiento fundamental, moral y jurídico, dado a
los hombres por la naturaleza y la verdad (De officiis, III, 69). Y GAYO, hacia el 160 d. C.,
señala que todos los pueblos que se rigen por leyes y costumbres usan en parte un derecho
propio y en parte uno común a todos los hombres: aquel constituye el jus civile, y este, el
jus gentium, que la razón natural estableció entre todos los hombres (Inst., I, 1; sobre el
particular, Dig., 41, 1, 1).

Esta conciencia de un derecho natural o racional (naturalis ratio) común a todos los
hombres —los esclavos siguieron siendo considerados como cosas (res)— se vio reforzada
por el cristianismo ascendente. Proclamaba este la filiación divina de todos los hombres,
incluidos los esclavos y los bárbaros, en una religión del amor de Dios y del prójimo. Y
dicha conciencia de la unidad moral y jurídica del conjunto de la humanidad sobrevivió
luego a la debilitación (650), la división (800) y la desaparición (1453) del Imperio romano,
siendo conservada por todos los Estados que le sucedieron en el Oeste y en el Este.

Pero la influencia romana, por medio del protectorado, llegaba mucho más allá de sus
fronteras: una corona de Estados clientes rodeaba el Imperio, sobre la base de tratados
desiguales, hasta que, finalmente, se alteraron los términos de la relación. El Oeste fue
arrollado por los germanos en los siglos V y VI, y el Este y el Sur, por los árabes en el siglo
VII.

Entre tanto, en su flanco oriental se le había enfrentado, a partir del siglo I a. C., el Imperio
de los persas, resurgido, su igual en poderío.

La mayoría de los emperadores, de CONSTANTINO a HERACLIO, concluyeron


numerosos tratados con el Imperio persa, y, desde luego, sobre la base de una plena
igualdad jurídica. En el tratado de paz de 422, ambas partes se comprometieron a permitir a
sus súbditos la práctica del culto cristiano y zoroástrico, respectivamente, si bien la Iglesia
cristiana de Persia hubo de hacerse autocéfala en el 424. COSROES I (531-79) concedió
asilo a los filósofos griegos después del cierre de la Academia platónica en Atenas. En la
paz de 562 con JUSTINIANO I (527-65) se estipuló especialmente la solución arbitral de
los litigios de los súbditos de una y otra parte y de los litigios fronterizos; se concedió
libertad de culto a los cristianos persas, siempre que se abstuviesen de todo proselitismo.

El asalto árabe puso fin a esta coexistencia romano-persa de varios siglos, basada en la
igualdad de derechos.

III. La Comunidad internacional cristiana de Europa

Las investigaciones de PIRENNE, DOPSCH y DAWSON han puesto de manifiesto que la


baja Antigüedad en Occidente no termina de un modo brusco en el año 476, sino como
consecuencia de la irrupción de los árabes mahometanos, que derriban el Imperio persa y
arrebatan al Imperio romano las costas oriental y meridional del Mediterráneo, el cual deja
de ser hacia el 700 un mare nostrum de la Roma antigua para convertirse en un mar
dividido entre Europa y Asia occidental.

1. La Volkerwanderung germánica y la Romanía de Occidente

Un análisis jurídico-internacional de los acontecimientos históricos que se sucedieron entre


el 450 y la coronación imperial de CARLOMAGNO por el Papa LEON III en el 800 tiene
que limitarse a comprobar que en dicho período se dieron las más variadas relaciones entre
las más variadas comunidades soberanas. Con total independencia de Roma, los príncipes y
reyes germánicos mantuvieron amplias relaciones entre sí, con los reinos célticos e
irlandeses (Irlanda, Bretaña), los eslavos occidentales entre el Elba y el Vístula, los hunos y
los avaros, el califato y los Estados árabes que le sucedieron en España y en Oriente. Y
tales relaciones eran evidentemente (internacionales).

Es cierto que los Estados germánicos instalados en el antiguo Imperio cayeron bajo el
hechizo de la cultura de Roma, superior a la suya, y abrazaron el cristianismo. Así mismo,
los Papas y el grueso de la clase dirigente germánica siguieron apegados al Imperio
romano, que subsistía, en continuidad, junto a ellos. El Imperio romano de Oriente, que
desde la interrupción de la serie occidental de los Césares con ROMULO AUGUSTO
[depuesto por ODOA-CRO] (476) se consideraba como el Imperio romano único y total, y
además la monarquía cristiana, ejemplar y elegida, mantuvo sus derechos sobre los
territorios de la Roma occidental, para tal vez volver a dominar algún día efectivamente
todo el orbe cristiano. Tal pretensión pudo mantenerse mucho tiempo sobre la base del
derecho imperial romano; pero aprehender los hechos producidos en todo el territorio del
Imperio romano de Occidente entre el 540 y el 800 con las categorías del derecho imperial
romano, era una ficción. El hecho de que Occidente —el Papa y el rey de los francos—
volviese a esta ficción el año 800 —por lo menos para el ámbito del reino franco y de
Italia—, convirtiendo la ficción jurídica en una fuerza de impulsión política (así como
religiosa y cultural), brotaba de motivos políticos concretos: Occidente —el Papa y el rey
de los francos— quería conseguir de nuevo la igualdad jurídica con el Imperio de Oriente.

Las tribus germánicas de la época de la Volkerwanderung fueron, de esta suerte,


instrumento del destino para la configuración política y jurídica de los territorios del
Imperio de Occidente. Diversamente amalgamadas con la población sedentaria, bajo
múltiples, formas de dominación y estructuración estatal, han sido determinantes con
respecto al pluralismo político de la Europa occidental (y de más allá de esta). Dicho
pluralismo se vio fortalecido todavía por el advenimiento del feudalismo, sin que lograra
superarlo la renovación nominal (si bien cargada de virtualidad histórica) de la idea del
Imperio romano en Occidente. En la Europa occidental y central, el cristianismo se articuló
muy pronto en un pluralismo político, y no en un Imperio cristiano monolítico. Ya en el
tiempo que media entre los años 450 y 800 se pusieron los cimientos de la Res Publica
Christiana católica, compuesta por gran número de sujetos de derecho de gentes.

2. Los dos Imperios romanos de la Cristiandad

La Renovatio Imperii de Occidente fue considerada por la Roma oriental como secesión
definitiva del Imperio romano, y finalmente sancionada por el tratado de paz del año 812,
en el que, a cambio de la retrocesión de algunos territorios, obtenía CARLOS el
reconocimiento de su título de emperador y, por consiguiente, la igualdad jurídico-
internacional.

El Imperio de Occidente no abarcó nunca todo el territorio que había pertenecido al Imperio
romano en esta área. En particular, fueron totalmente independientes los principados
españoles, los que se sucedieron en Bretaña, Irlanda e Inglaterra, así como Dinamarca,
Escandinavia y los eslavos occidentales. En el tratado de Verdun (843) se dividió el
imperio de CARLO-MAGNO, poniéndose así los cimientos del Estado francés y del Estado
alemán, con los territorios lotaringios entre ambos. Los emperadores sajones lograrían
luego restablecer la autoridad de los Papas frente a los ducados italianos, que presionaban
sobre ellos.

En todo el Occidente románico-germánico se había desarrollado el sistema feudal, que


articuló la sociedad europea occidental en un orden escalonado de relaciones de fidelidad
personal. De esta suerte, la relación de subordinación inmediata del súbdito con respecto al
Estado y al rey quedó sustituida por múltiples grados de dependencia. La propiedad de la
tierra se convirtió en la base del poder de los feudatarios intermedios, que con frecuencia se
hicieron más poderosos que el señor feudal supremo, p. ej., el rey. Esta debilidad aquejó
precisamente el Imperio de Occidente, cuyo emperador fue por lo general el rey alemán. El
Imperio romano de Occidente no era un Estado en el sentido romano, sino una asociación
feudal laxa (Estado feudal); un Estado en el sentido romano lo hubo tan solo, en un
principio, en la Roma oriental, según cuyo modelo empezaron los señores feudales
poderosos a organizar sus señoríos territoriales como Estados. El sistema feudal condujo a
ingerencias del poder temporal en la organización de la Iglesia, dando lugar a la querella de
las investiduras. Como no había ejecutivo estatal, cada cual tenía que imponer su derecho
por sí mismo mediante el procedimiento de la autotutela particular o (fuerza privada), la
Fehde; los campesinos, por su parte, carecían por lo general de libertad y de derechos.

Dada esta inseguridad jurídica general de la sociedad feudal de la Europa occidental y


central, las ciudades vinieron a significar mucho. En ellas volvieron a constituirse capitales,
ya que una organización administrativa central permitía la seguridad jurídica. Y tuvieron
sus propios ejércitos y escuadras (así, Venecia, que se había separado del Imperio romano
de Oriente, Génova y Pisa).

En el siglo XI (1054) se llegó también a la separación de las Iglesias (Gran Cisma). Al


propio tiempo, los turcos Seidjúcidas arrollaron el califato en Persia y Mesopotamia,
vencieron a los bizantinos y arrebataron el mismo año (1071) Jerusalén a los árabes.
Mientras que entre la Roma oriental y el califato árabe se había establecido pronto una
coexistencia jurídico-internacional, bajo la cual, p. ej., se permitía a todos los cristianos ir a
Jerusalén, los Seidjúcidas impidieron a los peregrinos el acceso a Tierra Santa. La Roma
oriental pidió ayuda al Papa, y URBANO II predicó la cruzada (1096), acudiendo a su
llamada caballeros franceses, flamencos y normandos. Aunque prestaron el juramento
feudal al Emperador de Oriente, los Estados que por algún tiempo establecieron los
cruzados fueron plenamente independientes, firmando tratados entre sí y con las potencias
islámicas.

Entre tanto, Venecia se había erigido en potencia marítima, que en 1082 obtuvo de
Bizancio grandes privilegios comerciales en todas las partes del Imperio.

También los reinos y Estados latinosa creados en el Imperio de Oriente con ocasión de la
IV cruzada fueron, mientras subsistieron, miembros independientes de la Res publica
Christiana.

En Occidente mismo, la unión de los occidentales, pletóricos de energía, en una


organización política se había revelado imposible. Junto a las comunidades políticas ya
independientes antes del año 800, los Estados-ciudades y los señoríos territoriales que
empezaron a concentrarse bajo formas feudales dejaron cada vez más de reconocer la
supremacía del Emperador de Occidente. El propio DANTE ve en el Emperador poco más
que a un arbitro temporal de los príncipes. Y TOMAS DE AQUINO apenas si menciona el
Imperio en su obra maestra, mientras dedica su espejo de príncipes (el De regimine
príncipum) al rey de Chipre.

Los príncipes son, con las ciudades, los Estados-ciudades y confederaciones de ciudades,
los titulares propios de un derecho entre poderes —TAUBE propuso también para este
período la expresión jus ínter potestates— que, si se prescinde de formas feudales, viene a
ser un D.I. Es el D.I. de la Res publica Christiana de Occidente, de una multiplicidad de
sujetos de D.I., cuyo pluralismo, sin embargo, queda abarcado en una unidad espiritual y
religiosa.

3. La Res publica Christiana occidental

La comunidad de los Estados cristianos se desarrolló sobre la base del pluralismo de las
tribus y estirpes germánicas y eslavo-occidentales desde la época de las grandes
migraciones, de la Volkerwanderung, pasando por las uniones feudales y a partir de ellas.
Juntamente con las ciudades, ello dio lugar a una gran multiplicidad de Estados soberanos y
semisoberanos. La propia palabra «soberano» procede de la del latín medieval superanus,
que significa «que está sobre todos». Así, p. ej., los Capetos, en Francia, habían colocado
paulatinamente a todos los demás señores feudales de Francia bajo su supremacía feudal y,
finalmente, bajo el señorío de la corona. Análogo fue el curso de la evolución en Inglaterra
y en España, mientras que en el Estado feudal de la realeza alemana los duques de las
diversas estirpes, príncipes electores y príncipes territoriales fueron irguiéndose —cubiertos
por el lazo feudal, sumamente precario, y la ideología del Imperio romano— en señores en
verdad soberanos. Había además los Estados-ciudades y las confederaciones de ciudades en
Italia, Flandes y Alemania.
A pesar de esta multiplicidad y variedad de sujetos de D.I., puede seguir hablándose de una
comunidad de Estados cristiana. Pero desde el cisma y las cruzadas, la antigua línea de las
fronteras de misión de la Iglesia romana y de la griega se había convertido en una divisoria
político-confesional. La Res publica Christiana de la Europa occidental y central era
católico-romana, y la familia de Estados oriental, griego-ortodoxa.

El Corpus Christianum de Occidente, pese a todas sus tensiones, no resueltas en el plano de


la política de poder, fue ensamblado en una unidad espiritual por la fe católica común, en la
Iglesia católica una, cuyo órgano supremo era el Papa. La lengua de la Iglesia era el latín,
pues había crecido en el Imperio romano, y el latín continuó siendo hasta el siglo XVIII la
lengua de los teólogos e investigadores, a la vez que la de los documentos jurídico-
internacionales y de la diplomacia.

El derecho de la Iglesia se apoyaba estrechamente en el derecho romano. Hacia 1100 se


produce, sin embargo, desde Bolonia, una renovación del estudio del derecho romano. La
recepción del derecho romano tuvo lugar en todos los miembros de la Res publica
Christiana, con escasas excepciones regionales. Como derecho subsidiario, junto al derecho
canónico, tras el derecho de la ciudad y el derecho territorial, el derecho romano se
convirtió en una expresión más de la comunidad de Estados católica, dentro de la
variadísima articulación de esta. Los ordenamientos jurídicos de los Estados particulares,
por su parte, descansaban en su mayoría en el derecho consuetudinario, sustentado por una
convicción jurídica general.

Cúspide y símbolo de este Corpus Christianum era el Papa. Después de la querella de las
investiduras, el Emperador de Occidente, salvo algunas excepciones, tuvo escaso poder.
Unicamente los Habsburgos, sobre la base del poder patrimonial de Austria, volvieron a dar
al Imperio, entre 1490 y 1550, apoyados en el reino unido de España, un resplandor tardío.

Llevados de la reforma eclesiástica de Cluny y del entusiasmo religioso de la primera


cruzada y sus éxitos sobre los mahometanos, algunos Papas poderosos, después de su
victoria sobre el Emperador en la querella de las investiduras, afirmaron la primacía
jurisdiccional. Parecieron ocupar el lugar de un poder central en la Res publica Christiana,
ya fuese en las formas del derecho feudal (el cual no estaba vinculado a su dominio
temporal en el Patrimonium Petri, insignificante desde el punto de vista del poder), ya en
tanto que árbitros en asuntos políticos. Gracias al desarrollo del derecho de legación y del
arbitraje internacional, el Papado contribuyó mucho a la formación de normas de D.I.

Junto a él, fueron sobre todo las ciudades sus artífices, en tanto que centros del capital, de la
economía, del comercio, de los bancos. Venecia, al frente de las mismas, en numerosos
tratados con Bizancio; las demás repúblicas mercantiles —Genova, Pisa, Amaifi, que le
hacían concurrencia (en ocasiones, hasta la guerra)—, los Estados islámicos y los de los
Cruzados, desarrolló una tupida red de derecho diplomático, derecho de extranjería,
derecho marítimo y derecho de la neutralidad. Entre las confederaciones medievales de
ciudades, la flamenca, la bajoalemana y la cantábrica (castellana) tuvieron importancia para
la formación del derecho internacional privado, pero también para la del D.I.P. La Hansa
bajoalemana, p. ej., venció al reino de Dinamarca, después de la toma de Wisby,
obteniendo de él en la paz de Stralsund (1367) grandes privilegios mercantiles. La Hansa
concluyó así mismo una serie de tratados con Polonia y los Estados rusos, sobre todo
Novgorod, y con el Estado de la Orden Teutónica en Prusia.

Dado el creciente tráfico comercial, el derecho internacional de extranjería, junto al derecho


internacional privado, tuvo que ser regulado con mayor esmero. En los tratados de Venecia
con los Estados islámicos está ya prefigurado el régimen ulterior de las capitulaciones con
el Imperio otomano.

El derecho marítimo fue una vez más fomentado y desarrollado por Venecia. Esta, por otra
parte, ejerció mucho tiempo en el Mediterráneo la policía naval contra la piratería, que
siempre volvía a reaparecer. En Cataluña surgió, hacia el año 1350, el (Consulado del Mar)
(en la versión italiana: Consolato del Mare) (Llibre del Consolat de Mar}, compilación de
derecho marítimo que se aplicó a la navegación internacional en el Mediterráneo y la
Europa occidental. En el Norte, las costumbres de derecho marítimo fueron reunidas en los
Roles d Oléron, cuya parte más antigua, de origen normando, es del siglo XII La
compilación de derecho marítimo de Wisby codificó hacia 1410 el derecho marítimo de la
Hansa. Pero fue determinante, para la evolución del derecho marítimo general, el Black
Book of the Admirality inglés (siglos XII y XIII).

El arbitraje fue ejercido sobre todo por el Papa, y ocasionalmente por príncipes seculares.
En distintos territorios se constituyeron tribunales de arbitraje de derecho público, que muy
a menudo tenían carácter internacional, como, p. ej., en la confederación de los cantones
suizos.

Como ocurre en el plano jurídico-constitucional y jurídico-internacional de todas las


épocas, la ejecución del derecho fue también el punto vulnerable del D.I. de la Res publica
Christiana. Las dificultades se vieron incrementadas todavía por la estructura jurídico-
feudal. Incluso para simples reclamaciones de derecho privado tenía que recurrirse, si el
que era condenado no acataba libremente la sentencia, al procedimiento de la autotutela, de
la Fehde, que era —aunque nos parezca difícil de imaginar— una institución jurídica. En
los documentos de la época, las acciones de autotutela, de Fehde, reciben a menudo el
nombre de bella, y el adversario, en el procedimiento de ejecución del derecho, se llama
«enemigo». Que un bellum de esta índole tenía que ser también justo (justum), es decir,
basarse en un título jurídico válido, era ciertamente una convicción jurídica común.

Ahora bien, a partir del siglo xi se abren paso esfuerzos para limitar las acciones de
autotutela, las Fehden, por razón del tiempo y de la materia (paces territoriales).

No podían recurrir a la autotutela los campesinos, que también en la Edad Media


occidental, en cuanto siervos, carecían ampliamente de derechos, y eran además las
principales víctimas de las medidas tomadas. A partir del siglo XII el descontento de los
campesinos ante esta situación se expresó con agitaciones, que en parte tenían un carácter
religioso y místico. Entre ellas, el movimiento hussita adquiere ya alcance internacional: los
sublevados obtuvieron tales éxitos militares sobre los ejércitos señoriales, que —al igual
que los campesinos suizos— tuvieron que ser reconocidos como beligerantes, con los que
se llevaron a cabo largas negociaciones y se firmaron tratados (compactado de Praga,
1435).

Por lo que se refiere a las relaciones con los países no-cristianos, no cabe negar que la
llamarada religiosa de los siglos XI y XII condujo a cierto fanatismo y a intolerancias y
durezas con respecto a los que profesaban otro credo. Ello culminó ocasionalmente en la
alternativa (conversión o destrucción) (así, la Orden Teutónica en Prusia). Se sostuvo
incluso a veces que los Estados cristianos no podían siquiera concluir tratados con los de
los mahometanos y paganos, aunque todos los Estados marginales de la Res publica
Christiana, lo mismo que las repúblicas mercantiles del Norte y del Sur, estuviesen
constantemente en relaciones jurídicas con el mundo internacional no-cristiano.

La invasión mongólica movió al Papa y al rey de Francia (no al Emperador) a enviar


embajadas a la corte del Gran Jan para quejarse de la devastación de Hungría y Polonia
(batalla de Liegnitz, 1241) e invitar a los mongoles a convertirse al cristianismo; pero estos
hicieron valer que Dios les había encomendado la misión de asumir el gobierno del mundo,
como el Islam en sus comienzos. Los mongoles, que habían sometido a China y la
gobernaban (dinastía Yuan), se mostraron luego relativamente tolerantes. El misionero
franciscano MONTECORVINO fue el primer arzobispo católico de Pekín (1308-30).

Los polacos habían conseguido convertir a los poderosos lituanos al cristianismo, elevando
a su príncipe JAGELLON a rey de Polonia. Apoyándose en el iusnaturalismo escolástico,
su representante en el Concilio de Constanza, PABLO VLODKOVIC, llamado PETRUS
VLADIMIRI, mantuvo que el dominio de los paganos, en virtud de la doctrina de la
filiación divina de todos los hombres, fundamental en el cristianismo, era tan legítima como
la de los cristianos.

La Res publica Christiana se transformaba cada vez más en un sistema de Estados


europeos. En algunos concilios se trataron y regularon también cuestiones políticas y
jurídico-internacionales, como ocurriría más tarde en conferencias internacionales. Pero el
prestigio de los Papas, como consecuencia de lo que se llamó su (cautiverio babilónico) en
Francia (Avignon, 1305-71 y del cisma papal (1378-1417), había sido alcanzado.

En este sistema de Estados europeo, el principio político de ordenación fue la idea del
equilibrio europeo, pronto formulada también teóricamente En la práctica de los Estados,
las guerras y las situaciones de tensión fuera seguidas de conferencias de Estados,
convocadas para cada caso, cuyo papel resultó determinante para la paz y el desarrollo del
D.I.

La escolástica tardía, la ciencia occidental (invento de las armas de fuego), el humanismo y


el Renacimiento anuncian los tiempos modernos. La imposibilidad de mantener el
feudalismo caballeresco frente a la burguesía ansiosa de participar en el poder condujo a la
concentración del poder en manos de algunas dinastías europeas, que transformaron poco a
poco sus Estados territoriales, a imitación del Estado romano o bizantino, en monarquías
absolutas. Y como el (Oriente) (Asia occidental) estaba cerrado debido al renacimiento del
Islam en el Imperio otomano, que se apoderó también del sudeste europeo, los Estados
marítimos de Europa se dirigieron hacia el Oeste y fundaron los Imperios romanos de los
europeos en ultramar.
4. La Comunidad internacional romana de Oriente y los Estados ortodoxos sucesores de
Bizancio

El Imperio romano de Oriente tuvo el convencimiento de ser la única Roma que seguía
subsistiendo, comportándose hasta su caída, en 1453, como tal; y a pesar de la creciente
grecización del mismo, que a partir de JUSTINIANO (565) se produjo, los bizantinos se
llamaron Romaioi (los Romanos). La construcción de las relaciones internacionales y sus
formas eran de derecho imperial romano, estableciéndose unas veces sobre la base de la
desigualdad (análogas al protectorado), y otras, de una plena igualdad.

Por de pronto, Bizancio contribuyó muchísimo al desarrollo de las formas del tráfico
jurídico-internacional de hoy. Los emperadores romanos de Oriente proveían a sus
enviados de cartas credenciales (prokuratikon); los enviados extranjeros eran recibidos con
gran ceremonial dentro de una jerarquía cuidadosamente elaborada (protocolo), fijada en
las listas de invitaciones (kletero-logion). En la corte de Constantinopla hubo las primeras
embajadas permanentes, los apocrisiarios del Papa y los representantes de las repúblicas
mercantiles italianas (bailo). El intercambio diplomático se llevaba a cabo mediante notas
(sacra, pragmatika). Para continuar fingiendo, por lo menos en la forma, que los foedera
iniqua eran un privilegio romano, se extendieron a menudo tratados como crisobulas
(documentos con sello de oro).

Las relaciones de Bizancio con el califato árabe y los Estados islámicos que le sucedieron
se desarrollaron pronto, según el modelo del Imperio romano y del Imperio persa, sobre la
base de una completa igualdad.

Las tribus eslavas de los Balcanes —desde la desembocadura del Danubio hasta el
Adriático— permanecieron largo tiempo independientes, debido a la presión de los árabes
sobre Bizancio, y constituyeron Estados superpuestos a las poblaciones autóctonas. Solo en
los siglos IX y X pudieron ser colocados bajo el control del Imperio (BASILIO II, 976-
1025). Pero Bosnia y Servia recobraron ya su independencia en 1180, y Bulgaria en 1186.
En el siglo XIII surgieron los principados rumanos de Moldavia y Valaquia, mientras los
ucranianos y rusos cayeron bajo la supremacía de los mongoles.

Estos pueblos, convertidos al cristianismo por Bizancio, constituían una familia de Estados
greco-bizantina y (desde el cisma de 1054) ortodoxa. La sumisión a Bizancio fue pronto tan
solo de carácter religioso, e incluso esta quedó sustituida por la autocefalia de las distintas
Iglesias estatales. Búlgaros, rusos y servios concluyeron alianzas y otros tratados con el
Imperio romano de Occidente y libraron guerras contra Bizancio. El rey de los servios,
ESTEBAN DUCHAN (1331-53), hasta llegó a adoptar el título de (Emperador (Zar) de los
Servios y los Griegos).

Las relaciones entre los Estados de esta familia bizantino-eslava y griego-ortodoxa fueron
reguladas por un derecho internacional de cuño bizantino. Las alianzas iban a menudo
reforzadas con matrimonios político-dinásticos o eran pagadas por Bizancio mediante
tributos, reclamando para ello Bizancio con frecuencia rehenes de origen distinguido.
Numerosos tratados reglamentaron las relaciones comerciales y el derecho de extranjería,
incluyendo la concesión recíproca del derecho de emigración. Con arreglo a la
reciprocidad, p. ej., tuvieron los mercaderes árabes una mezquita en Constantinopla y el
derecho a la práctica de su religión. Tratados regulaban la extradición de refugiados,
desertores y autores de crímenes contra el Estado, así como el intercambio de prisioneros.

El derecho de la guerra no estaba regulado jurídicamente. Así, en las guerras entre Bizancio
y el Estado de los búlgaros se incurrió por ambas partes en terribles atrocidades. No se
desarrolló forma alguna de arbitraje, pues, de un lado, era demasiado fuerte el sentimiento
de superioridad de los emperadores romanos de Oriente con respecto a los joederati eslavos
y turcos, y por otro, los bizantinos y los árabes, como copartícipes iguales jurídicamente, no
querían someter sus litigios a una tercera instancia.

El asalto otomano (osmanlí) no solo puso un término al califato árabe y a sus Estados
sucesores, sino que sumergió también a los Estados eslavo-ortodoxos, que quedaron
reducidos, hasta mediado el siglo XIX, al rango de provincias del Imperio otomano.

Unicamente los principados rusos permanecieron independientes del Islam y de los


otomanos y fueron agrupados por el Gran Ducado de Moscú, que se consideraba como el
último refugio de la libre ortodoxia, y asumió la sucesión espiritual y política de la Segunda
Roma, en tanto que Tercera Roma bajo la forma de la monarquía absoluta bizantina. El
zarismo ruso se insertó a partir del siglo XVI en el sistema de Estados europeo como
copartícipe, con igualdad de derechos.

Pero Bizancio, la Roma de Oriente, tuvo además otro sucesor. El Imperio otomano había
adquirido, con Constantinopla, la parte mayor del territorio imperial bizantino, y su Sultán
no se llamaba tan solo Baja (Padichá, en persa: “Rey-Protector”), sino también Emperador
de Roma (Kaisar-i-Rum). Durante cuatro siglos, el Imperio de los osmanlíes lindó con la
monarquía danubiana austriaca, con Polonia y con el Imperio ruso de los zares. En la lucha
de los Valois y los Borbones contra el cerco de los Habsburgos, se convirtió para siglos en
constante aliado de Francia y, por consiguiente, en un miembro esencial del sistema de
Estados europeo.

IV. El Califato árabe, la familia islámica de Estados y el Imperio otomano

Tribus y principados árabes eran desde el siglo I a. C. los vecinos meridionales del Imperio
romano y del Imperio persa, que buscaron, ambos, su alianza. El monoteísmo, adquirido al
contacto con Roma y Persia, y que se conectaba con la tradición judeo-cristiana, adquirió
en la enseñanza de MAHOMA (el Corán) un gran impulso promotor de fe, y configuró no
solo en lo religioso, sino también en lo político, y para siglos —hasta hoy—, el Asia
occidental y central hasta la India e Indonesia, así como el norte de Africa hasta el sur del
Sahara y, con carácter pasajero, España y el sudeste europeo.

En menos de un siglo, el califato árabe (“califa” significa “sucesor”, en este caso, del
Profeta) rebasó la extensión máxima del Imperio persa, cuya función política y social
recogió. Había llegado a su fin la “guerra santa” (jihad), que preveía la aceptación del Islam
por parte de los paganos, y para la “gente del Libro” (judíos y cristianos), la sumisión sin
cambio de creencia y la inserción en una relación de protectorado (dhimma), a cambio de la
percepción de un impuesto personal (capitación). El derecho de la guerra estaba fijado: las
mujeres, los niños, dementes y esclavos no podían ser ejecutados, pero se consideraban
como botín y podían ser vendidos como esclavos. El derecho de botín no tenía límites. Pero
no cabía prolongar innecesariamente la guerra, ni matar a los que negociaban la paz ni a los
rehenes.

Un análisis jurídico-internacional de los hechos tiene que investigar una vez más, tras la
pretensión subjetiva a la dominación mundial del Islam, las realidades internacionales. Y se
comprueba, desde luego, que el califato alcanzó pronto con el Imperio romano de Oriente
una coexistencia jurídico-internacional como la que había existido entre Roma y Persia. El
Emperador y el Califa se comunicaban mutuamente —incluso en tiempos de tensión— su
acceso al gobierno. Ya en el tratado ,de paz del año 688 se repartieron los impuestos de
Armenia, Georgia y Chipre entre los dos Imperios (una especie de coimperio). Las
peregrinaciones de los cristianos a Palestina, procedentes de toda Europa, fueron pronto
autorizadas y tuvieron lugar durante siglos sin dificultades. El tratado de 987 reguló la
situación jurídica de los respectivos súbditos. En atención a la actitud tolerante de los
árabes respecto de los cristianos, que abarcaba también la práctica del culto, se concedió a
los comerciantes árabes en Constantinopla una mezquita.

El territorio se reveló pronto demasiado dilatado para ser administrado desde un centro (la
capital fue Damasco hasta el 750, y luego Bagdad). Ya en el 750 se hicieron independientes
en España los Omeyas. A fines del siglo ix había una comunidad islámica de Estados de
gran diversidad, que desarrolló en su seno un D.I. islámico. Acerca de este existen fuentes,
pero su elaboración apenas si se ha iniciado.

Con estos Estados sucesores del califato islámico trabaron entonces las repúblicas
mercantiles italianas, sobre todo Venecia, y los Estados de los Cruzados —a pesar de
nuevas y nuevas hostilidades— intensas relaciones jurídico-internacionales. También en
España se desarrollaron, entre los Estados cristianos del norte y los Estados que sucedieron
al califato (taifas, almorávides, almohades), relaciones pacíficas, que a menudo duraban
medio siglo; y a través de las escuelas superiores árabes de España volvieron a la Europa
occidental traducciones de los filósofos griegos. ALFONSO V de Castilla (1065-1109), que
había sojuzgado a Navarra y Aragón, llegó incluso, después de la conquista de territorios
árabes (el Cid), a llamarse “Emperador de los hombres de las dos religiones”.

La decadencia del mundo de Estados arábigo-islámico fue acelerada por los mercenarios y
pretorianos —procedentes generalmente de pueblos turcos— en la corte de los distintos
soberanos, pues sus jefes eran muchas veces los que tenían en realidad el poder. Los
seidjúcidas y mamelucos, que se habían convertido al Islam —como más tarde los
mongoles (TIMUR y los timuridas en Persia y en la India)—, rompieron, lo mismo que los
Estados latinos de los Cruzados, la tolerancia y el equilibrio político en el Mediterráneo
oriental. Los otomanos llevaron adelante con fanatismo religioso la guerra santa,
conquistando en asombrosa carrera triunfal, solo interrumpida por la segunda invasión
mongólica hacia 1400, todo el territorio del antiguo califato, a excepción de España. Pero
siempre siguió habiendo Estados islámicos —de otros pueblos turcos, de los persas, árabes
y bereberes, así como en la India—fuera de la entidad imperial gran-otomana.
Los otomanos pasaron pronto a la península balcánica —la república de monjes de Athos se
puso bajo su protección (1429)—, y después de la caída de Constantinopla asumieron la
sucesión del Imperio romano de Oriente, convirtiéndose la Iglesia ortodoxa en la Iglesia
imperial cristiana de los Sultanes. Más allá del territorio del antiguo Imperio romano de
Oriente, la Sublime Puerta se adentró en 1530 hasta Austria, y en el Norte, hasta Polonia y
Rusia; y una vez contenido el ámbito de dominación de la Horda de Oro, el mar Negro
llegó a ser algún tiempo un mar interior otomano. Mientras el Papa y los príncipes pedían
una cruzada contra los turcos, Francia concertó en 1535 una alianza con el Imperio
otomano. De esta suerte el Imperio otomano, como la Rusia zarista, quedó incluido en el
sistema de Estados europeo, que a partir de entonces se inspiró de lleno y abiertamente en
el principio del equilibrio político.

V. El sistema de Estados europeo y el derecho internacional clásico

El desarrollo del individuo a partir del siglo XV, que conduce al humanismo y hace del
hombre europeo, y luego del hombre sin más, el centro de la historia, se conjuga con un
avance de la ciencia que permite no solo la reforma del calendario por el Papa GREGORIO
XIII (1582), que irá siendo aceptada poco a poco de un modo general, sino también la
navegación por el Océano.

Cerrado el camino de Oriente por la segunda oleada del Islam en el Imperio otomano, los
portugueses y los españoles expulsan de la Península los restos de los Estados moros en la
Reconquista, y a partir de 1415 (toma de Ceuta por los portugueses) pasan al África
occidental e islas adyacentes, en una concurrencia a menudo bélica. En tratados
internacionales, dividen el océano Atlántico, mediante líneas de demarcación —la latitud,
en el tratado de Alcacovas (1479), y el meridiano, en el de Tordesillas (1494)—, en zonas
de influencia para la conquista, tomando posesión de los territorios centro y sudamericanos
y africanos que desde 1492 se habían descubierto en rápida sucesión. Las potencias
marítimas inician una verdadera carrera en torno a las tierras de ultramar y sus riquezas,
viéndose con frecuencia envueltas por dicha causa en conflictos armados.

Como títulos jurídicos para la toma de aquellas tierras, los reyes portugueses y españoles
esgrimieron primero la concesión pontificia, invocando luego la empresa misionera
cristiana, que legitimaría la guerra de misión y la sumisión de los paganos (SEPULVEDA).
Así, se empezaba leyendo a los indígenas, tras el descubrimiento de sus tierras, el
requerimiento invitándoles a que se sometiesen libremente y se hiciesen bautizar. Si se
resistían o, con posterioridad, se sublevaban, los indios eran dominados con toda la dureza
del derecho de la guerra medieval, siendo vendidos los prisioneros en los mercados de
esclavos de Europa, y una quinta parte del producto debía ir a parar a la Corona. Los
indígenas fueron explotados despiadadamente en las encomiendas, sometidos a trabajos
forzosos, mientras fluían a Europa grandes riquezas.

Contra estos abusos levantaron su voz los misioneros, especialmente LAS CASAS,
sumándose a ellos también la protesta de los teólogos moralistas. En esta ocasión, el
dominico VITORIA refutó las pretensiones de dominación universal de Papas y
Emperadores, y sostuvo la legitimidad de los Estados y dominios de los paganos en el
marco de un derecho que abarca a todos los pueblos del orbe (jus ínter gentes). Las
constantes intervenciones del partido misionero dieron como fruto, en la segunda mitad del
siglo XVI, una legislación protectora de los indios, que fueron reunidos en reducciones,
gozando de autonomía administrativa

Los ingleses ignoraron las líneas hispano-portuguesas de demarcación y vieron el título


jurídico de la adquisición de territorios en el mero descubrimiento y, más tarde, en la toma
de posesión simbólica, y por último, a partir de 1502, en la ocupación con dominación
efectiva, notificada a las demás potencias. Esta concepción jurídica, al igual que el
principio de la libertad de los mares, que GROCIO defendió en un principio en interés de la
colonización neerlandesa, se fue imponiendo paulatinamente en la práctica de los Estados.

Entre tanto se había llegado a la división confesional de Occidente, que relajó la cohesión
religiosa y política de Europa. El pluralismo europeo, cargado de energías, produjo en el
protestantismo nuevas divisiones (LUTERO, Iglesias reformadas, anglicanismo) y una
secuela de muchas sectas. El poder central de los príncipes territoriales, que a la manera
romana tendía al absolutismo, se vio reforzado al convertirse el príncipe respectivo en
cabeza de la Iglesia territorial y regirse por la confesión que él profesaba. Dentro de los
Estados se produjeron guerras civiles y matanzas. Entre alianzas de Estados católicos y
protestantes estallaron guerras; las “paces religiosas” trajeron una limitada tolerancia y la
suavización del principio cujus regio ejus et religio por el hecho de que se garantizase
convencionalmente el derecho de emigración por motivos de conciencia: la primera opción
jurídico-internacional, el primer conato del derecho de libertad religiosa del individuo.

Los Países Bajos protestantes se separaron de España en la guerra de la independencia a


partir de 1581 (Unión de Utrecht). La victoria naval de los ingleses sobre la Armada
española en 1588 supuso un alivio para los insurrectos, y España tuvo que concluir en 1609
con los Países Bajos, en cuanto parte beligerante, una tregua de doce años que significaba
un reconocimiento “de ipso” del nuevo Estado de los Países Bajos. A continuación
prosiguió la guerra, que se insertó en la de los Treinta Años, y en la paz de 1648 España
reconoció a los Países Bajos también de jure. En medio de las guerras y los conflictos se
fueron constituyendo de esta suerte las distintas instituciones del D.I. clásico.

En aquel tiempo sufrió mucho la navegación. En alta mar, los transportes de mercancías
tuvieron que hacerse en convoyes. El largo estado de guerra entre España y el Imperio
otomano hizo que la Puerta incitase a sus lugartenientes del norte de Africa a que se
dedicasen al corso contra la navegación española y la de los aliados de España. Los
potentados locales en Marruecos, Argel, Túnez y Libia se hicieron pronto independientes
de la Puerta, en tanto que Estados berberiscos, y practicaron la piratería en gran escala, pero
suscribieron numerosos tratados con Estados europeos. La guerra contra España, la
potencia hegemónica, se libró principalmente en el mar. Los neerlandeses, apoyados
especialmente en Nueva Amsterdam, practicaron muy eficazmente el corso contra España,
hasta que los ingleses les arrebataron la base en 1664, llamándola Nueva York. La piratería
a partir del espacio del Caribe, con centro en Haití, se ejerció contra España por aventureros
franceses e ingleses —los filibusteros o bucaneros—, con la tolerancia y apoyo de sus
gobiernos, y cesó cuando el adversario principal de Inglaterra fue Francia.
Sin embargo, Europa no se dividió en una liga de los Estados católicos y otra de los
Estados protestantes, aunque el odio confesional tuviese aún muchas secuelas. El principio
del equilibrio europeo, ahora abiertamente operante, se volvió contra España, que se afanó
por la preponderancia entre 1492 y 1648-59. Francia trató de liberarse del cerco completo
por territorios controlados por los Habsburgos gracias a alianzas con Estados protestantes y
con el Imperio otomano. El peligro otomano condujo a la creación de la monarquía
danubiana por los Habsburgos austríacos después de la batalla de Mohacs (1526), quedando
así unidas Austria, Bohemia y Hungría. Hungría solo pudo ser reconquistada una vez
desbaratado el segundo cerco de Viena (1683), después de ciento cuarenta años de
dominación otomana. De acuerdo con la razón de Estado, los Habsburgos católicos
concertaron con la Rusia ortodoxa una alianza, que duró finalmente hasta el siglo XIX.

La Paz de Westfalia de 1648 formuló la coexistencia jurídico-internacional de Estados


católicos y protestantes, con inclusión de los Países Bajos puritanos, la teocracia calvinista
de Ginebra, la confederación católico-reformada de Suiza y aproximadamente los
trescientos señoríos existentes en el territorio de Alemania, cuya transformación en una
laxa confederación de Estados, hace tiempo iniciada, quedó anclada en adelante en un
instrumento jurídico-internacional amplio. Además de un arbitraje, se fijó nuevamente el ya
mencionado derecho de emigración de los súbditos de confesión diferente (art. V, 30). La
Paz de Westfalia, por consiguiente, contribuyó en cierta medida a la implantación de la idea
de tolerancia. El D.I. consuetudinario sufrió mermas como consecuencia de las guerras de
religión (expropiaciones sin indemnización e infracciones al derecho de la guerra). No
obstante, siguieron respetándose los privilegios diplomáticos.

El período de la preponderancia española llegó a su fin con la Paz de los Pirineos de 1659.
La época de la tendencia a la hegemonía de Francia (1648-1815) se mueve, hasta las
revoluciones americana y francesa, bajo el signo de la política de Gabinete. En las guerras
llevadas a cabo bajo este signo tuvieron lugar, con la advocación de títulos jurídicos más o
menos problemáticos, la anexión de Aisacia (reunión) y de Silesia y los repartos de Polonia.
A raíz de los esfuerzos de PEDRO I para modernizar el país y de su contención de la
política de poder desmedida de Suecia, Rusia se erigió en gran potencia europea. La tercera
guerra de Silesia le cuesta a Francia la mayor parte de sus colonias en América y la India,
donde Inglaterra, en una multiplicidad de relaciones coloniales y de protectorado, se
convierte en la potencia rectora del mundo de Estados indio. Inglaterra se encuentra
siempre en alianza con los adversarios de Francia en el continente. Paralelamente a las
guerras que se libran en Europa, tienen lugar otras en los imperios ultramarinos de los
Estados europeos. Pero dado el comercio cada vez más intenso, se lucha ya con frecuencia
en común contra la piratería.

La revolución inglesa del siglo XVII no tuvo solo importancia para la evolución política
interna de los Estados de la Europa continental, sino también para el ulterior desarrollo del
D.I.P.A pesar de la condena y ejecución de CARLOS I (1649), que había pedido en vano
ayuda a los príncipes del extranjero, el rey de Francia concluyó con el Lord Protector de la
República inglesa, CROMWELL, un tratado de amistad y alianza (1655). Quedó así
establecido en el D.I.P. occidental el principio de que la forma de la constitución y del
Estado no es un asunto interno de los Estados soberanos, y que lo decisivo es la efectividad
del señorío y no la legitimidad. Durante un siglo, en el que Inglaterra se separa
completamente del Continente y nacionaliza todo el comercio (Acta de navegación, 1651),
se funda, merced a las victorias marítimas sobre España, los Países Bajos y Francia, el
predominio naval de Inglaterra. Por otra parte, la Declaration of Rights (1689) influirá
sobre el desarrollo de los derechos del hombre en D.I. Las ideas de la madre patria,
especialmente el iusnaturalismo deísta y la teoría contractualista de LOCKE, configuran
luego las colonias inglesas de Norteamérica, conduciendo a la revolución americana,
seguida de la francesa.

VI. El derecho internacional público después de las revoluciones francesa y


norteamericana y de la revolución industrial

Las colonias de Nueva Inglaterra gozaban de una amplia autonomía, quedando, sin
embargo, en una situación de dependencia respecto de la metrópoli inglesa. En 1776, el
Congreso de los trece Estados de Nueva Inglaterra declaró su independencia de Gran
Bretaña en una célebre Declaración que invocaba el derecho natural de la Ilustración —los
derechos innatos del hombre—. Gran Bretaña decretó el bloqueo de las costas de los
insurrectos, pero sus tropas fueron derrotadas (Saratoga). Francia reconoció a los Estados
Unidos en 1778 y concertó con ellos un tratado de amistad y de comercio y una alianza,
como consecuencia de lo cual Gran Bretaña declaró la guerra a Francia y luego a España.
Frente al corso ilimitado de los ingleses, promulgó Rusia en 1780 una Declaración relativa
a la neutralidad en el mar y firmó una alianza (Neutralidad marítima armada) con Suecia y
Dinamarca. Se adhirieron a la Declaración los Países Bajos, Prusia, Austria, Portugal y
Sicilia, lo que hizo que Inglaterra desistiera del corso. Reconoció la independencia de los
Estados Unidos en la Paz de Versalles de 1783.

En consonancia con su concepción iusnaturalista, la Unión (que con la constitución de


1787, todavía en vigor con ligeras variaciones, se había convertido en república federal) se
esforzó en regular sus relaciones con las tribus indias nómadas situadas entre Canadá, que
había seguido siendo inglés, y el oeste de la Unión, sobre la base de la igualdad. Los
tratados con las distintas tribus, denominadas “naciones”, o agrupaciones de tribus, eran
otorgados, como tratados con Estados europeos, por el Congreso, ratificados por el
Presidente y publicados en la colección oficial de tratados.

Para la progresiva colonización del interior del país se formaron “territorios”, que podían
ser elevados a la categoría de Estados miembros de la Unión por el Congreso cuando el
número de los colonos blancos era suficiente. En el siglo xix se inició una enorme
inmigración, procedente de casi todos los Estados europeos, a lo que se consideraba el
“Nuevo Mundo mejor”, y de la que surgiría el amalgama de la nación [norte] americana. En
cambio, la trata de negros continuó hasta 1861, hasta que la guerra civil impuso la abolición
de la esclavitud en todos los Estados federados.

En Francia, la república instaurada tras la condena y ejecución de Luis XVI no fue


reconocida por las potencias conservadoras. Pero las guerras de coalición, dirigidas tanto
contra las ideas revolucionarias como contra el afán de hegemonía francés, dieron a Francia
éxitos asombrosos. Ahora bien, las modificaciones territoriales, la formación de nuevos
Estados y la concesión de constituciones, que se sucedieron a lo largo de veinte años de
guerras y agitaciones, se revelaron transitorias, aunque todos los Estados, a excepción de
Gran Bretaña, tuviesen que concluir con NAPOLEON (que desde 1804 se llamaba
Emperador de los franceses) tratados de amistad y alianza por puro instinto de
conservación. Aquel largo estado de imprecisión del D.I.P. quedó resuelto por los tratados
de paz de París.

El Congreso de Viena restauró por doquier en Europa el status quo territorial y dinástico
anterior a 1790, con dos excepciones. La “Conclusión principal” de la Diputación del
Imperio (Reichsdeputationshauptschiuss) de 1803, bajo la presión de Francia, y en virtud de
la mediatización y la secularización, había reducido el número de los Estados territoriales
alemanes de unos trescientos a treinta y nueve, que ahora quedaron agrupados en la
Confederación Germánica. Estos cambios de soberanía y desposeimientos (de los príncipes
eclesiásticos, los caballeros imperiales y las ciudades) se mantuvieron, sin plebiscito ni
indemnización, en favor de los príncipes adquirentes, que conservaron también sus títulos,
de mayor rango, concedidos por NAPOLEON (p. ej., el de rey de Baviera). El Gran
Ducado de Varsovia, erigido por NAPOLEON en 1807, algo aumentado, fue unido a Rusia
en una unión personal, en tanto que reino de Polonia (la llamada Polonia del Congreso),
con amplia autonomía; mientras Cracovia, en cambio, quedó convertida en República-
ciudad libre, que a partir de 1833 fue autónoma bajo un control militar de Austria, Prusia y
Rusia (protectorado colectivo). Son importantes para el desarrollo del D.I.P. los
Reglamentos sobre la jerarquía de los representantes diplomáticos y sobre la libre
navegación fluvial elaborados por comisiones del Congreso de Viena, así como la
Declaración relativa a la supresión de la trata de negros.

La llamada Santa Alianza, concluida en París (14-26 de septiembre de 1815) (como


documento personal de los monarcas) entre Rusia, Austria y Prusia, decía, entre otras cosas,
que los gobiernos y los pueblos habían de considerarse como miembros de una nación
cristiana única y prestarse ayuda. Inglaterra transformó (20 de noviembre de 1815) esta
triple alianza en cuádruple alianza, a la que se sumó Francia en 1818 (Pentarquía). Ello era
un germen de organización supranacional, que de manera realista destacaba también en lo
jurídico-internacional la posición privilegiada de las grandes potencias. En la práctica, la
alianza trajo consigo el que se mantuviera el status quo en lo territorial y lo político-interno
merced a la colaboración de las policías estatales y a intervenciones militares (de Austria en
Napóles y Piamonte en 1821; de Francia en España en 1823). Inglaterra se retiró ya de la
alianza en 1823, y Francia en 1830.

Pero esta alianza de las grandes potencias europeas ya no estuvo en condiciones, desde un
principio, de mantener el status quo en Latinoamérica.

En Haití (Santo Domingo) se habían sublevado los esclavos negros en la colonia francesa al
conocerse las leyes de la Convención sobre su libertad, y TOUSSAINT-LOUVERTURE,
nombrado generalísimo, declaró Haití independiente en 1801. Un cuerpo expedicionario
enviado por NAPOLEON tuvo, finalmente, que capitular ante los negros, y Haití fue a
partir de 1804 un sujeto de D.I. reconocido. Entre 1811 y 1823 se declaren independientes
los territorios sometidos a España y a Portugal. Los propósitos intervencionistas de la Santa
Alianza se encontraron con la tajante Declaración del Presidente de los Estados Unidos,
MONROE. Como quiera que desde Trafalgar (1805) Inglaterra era la potencia que
dominaba el mar, la burguesía latinoamericana pudo constituirse en repúblicas (solo Brasil
fue un imperio hasta 1889) según el modelo norteamericano.

Tampoco en Europa logró mantenerse el Antiguo Régimen. En lo internacional, Bélgica se


separó en 1830 de los Países Bajos, a los que la había unido el Congreso de Viena. Después
de las revoluciones de 1848, la progresiva democratización de Europa encontró su
expresión en las relaciones internacionales: tratados consulares y de establecimiento
aseguraron al extranjero los derechos fundamentales en el país de residencia.

Por otra parte, se había iniciado a partir de 1750 otro proceso histórico, que iba a acelerar
toda la evolución anterior: la revolución industrial. Esta evolución se vio favorecida por el
despotismo ilustrado, que recurrió al mercantilismo orientado por el Estado. El liberalismo
tomó como consigna el libre cambio, que dominó en los tratados de comercio de la segunda
mitad del siglo XIX, mientras los Estados que habían permanecido retrasados
industrialmente se cerraban mediante aranceles protectores, para crear una industria propia.
Muchas veces, esto solo podía conseguirse con capital extranjero, lo cual condujo a un
entresijo de relaciones económicas y políticas por encima de las fronteras estatales, que si
en parte favoreció las relaciones internacionales, en parte las gravó. También en el D.I.P. se
refleja la revolución industrial: desde la Unión Postal Universal de 1863 se concluyen en
número creciente convenciones internacionales destinadas a facilitar en la era técnica la
circulación masiva de hombres, mercancías y noticias por encima de las fronteras de los
distintos Estados. Estas uniones administrativas funcionan incluso sin quebranto en medio
de las grandes tensiones políticas.

Frente al principio de legitimidad de las dinastías se alzó la idea nacional, procedente de la


Revolución francesa y del romanticismo. La tendencia marcadamente actuante hacia el
Estado nacional se volvió, en Italia y en Alemania, contra los Estados territoriales
dinásticos. Italia consiguió su unidad nacional bajo los reyes de Piamonte, de la casa de
Saboya, legitimando las anexiones llevadas a cabo de 1860 a 1870 (en contradicción con el
D.I.) con subsiguientes plebiscitos, que fueron reconocidos por las demás potencias. Solo el
Papa persistió en la protesta del “cautiverio vaticano”, hasta que en 1929 se convino con
Italia, en el plano jurídico-internacional, en los tratados de Letrán, la base territorial
suficiente para la administración de la Iglesia católica (la Ciudad del Vaticano).

En la Confederación Germánica, la Unión aduanera alemana, el Zollverein alemán, había


preludiado bien económicamente, a partir de 1833, a la unificación nacional. BISMARCK,
después de las anexiones de Estados alemanes a raíz de la guerra de 1866 contra Austria,
hizo proclamar, en plena guerra franco-alemana, el Imperio Alemán (das Deutsche Reich)
en Versalles, en tanto que Estado federal de príncipes y ciudades libres de Alemania. Desde
el punto de vista jurídico-internacional, las infracciones del derecho por parte de Prusia y
de Alemania han de considerarse subsanadas, como fecha tope, con el Congreso de Berlín
(1878), en el que BISMARCK fue el invitante, puesto que todas las grandes potencias
europeas, incluida Turquía, habían reconocido la desaparición de los Estados nortealemanes
anexionados a Prusia y la absorción de la subjetividad jurídico-internacional de todos los
Estados particulares alemanes en el Estado nacional alemán único. El fin de los
microestados alemanes se reveló muy favorable en lo económico, dando lugar a una
expansión en el plano mundial.

La idea del Estado nacional, por otra parte, resultó disolvente para los Imperios
multinacionales. El Imperio Otomano se reveló como el más débil de ellos. Ya a fines del
siglo XVIII había cedido a Rusia la costa septentrional del mar Negro. A comienzos del
XIX comenzaron también a moverse los pueblos bizantino-ortodoxos del Imperio, cuyo
movimiento de liberación tenía motivaciones religiosas además de las nacionales y sociales.
En 1821-30 consiguió la independencia Grecia, con la ayuda de rusos, franceses e ingleses,
organizándose en reino; Egipto llegó a serlo de hecho en 1841. En 1878 accedió a la
independencia Servia, que desde 1815 era un principado solo tributario de la Puerta (se
transformó en reino en 1882), así como los principados de Valaquia y Moldavia, en tanto
que reino de Rumania (1878-82). Bulgaria se hizo principado tributario en 1878 y obtuvo
en 1885 la provincia de Rumelia oriental, convirtiéndose en 1908 en reino independiente.
Austria ocupó en 1878 Bosnia y Herzegovina, que anexionó, con infracción del D.I., en
1908, si bien las adquirió por compra de la Puerta al año siguiente. En 1912-13 surgió
Albania como principado autónomo.

La cuestión de Oriente (debida al “hombre enfermo del Bósforo”) ocupó una y otra vez a
las potencias europeas. Cuando Rusia reclamó de la Puerta el paso de los Dardanelos y la
protección de los cristianos en el Imperio otomano, Francia, Gran Bretaña, Austria, Prusia y
Cerdeña intervinieron, en la guerra de Crimea (1853-56), en pro de la integridad e
independencia del Imperio otomano. La Conferencia de la Paz de París de 1856 desarrolló
el derecho marítimo internacional con la Declaración relativa al derecho marítimo.

En una colonización tenaz, dirigida hacia el Este, Rusia había ocupado Siberia y concertado
ya en 1689, en el tratado de Nerchinsk, una frontera con China, sometiendo a los
principados caucásicos y estableciendo protectorados sobre principados centroasiáticos. En
1822, delimitó sus posesiones de Alaska con respecto al Canadá. El zar NICOLAS II
(1894-1917) dio el impulso a la convocatoria de las dos Conferencias de la Paz de La Haya
de 1899 y 1907, que en una serie de convenciones codificaron y desarrollaron el D.I.
consuetudinario de la guerra y la neutralidad y crearon el Tribunal de Arbitraje de La Haya.

Los Estados Unidos se habían declarado neutrales en las guerras de coalición europeas
(1792-1806). Un litigio con Gran Bretaña acerca de la práctica del derecho de presa
condujo al tratado de arbitraje de 1794, llamado Tratado TAY por el nombre del secretario
de Estado que obtuvo su conclusión. En un impulso sin par, se cruzó el continente hacia el
Oeste, redondeándose el territorio de la Unión con adquisiciones a costa de Méjico hasta el
Pacífico (1845-48). Mientras las potencias europeas estaban envueltas en la guerra de
Crimea, los Estados Unidos abrieron el Japón al comercio mundial y a la modernización en
1854. En la Guerra de Secesión de 1861-65 triunfó el Norte industrializado sobre los
Estados del Sur, apegados a la agricultura basada en la esclavitud. Se denegó al Sur el
derecho de “autodeterminación” en nombre del derecho superior y del bien común de toda
la Unión. Se rechazó la intervención de potencias europeas (asunto del Alabamd) e impidió
la instalación de potencias europeas en América -Francia y el emperador
MAXIMILIANO— apoyando a Méjico. En 1871 obtuvieron todos los indios plenos
derechos civiles. En 1867, Rusia vendió a los Estados Unidos Alaska y las islas Aleutianas.
En 1893 se estableció el protectorado sobre las Hawaii, anexionadas en 1897. A raíz de la
guerra hispano-(norte) americana, los Estados Unidos se instalaron en las Filipinas y
provocaron la independencia de Cuba. Panamá se separó de Colombia en 1903, formando
una república independiente. Los Estados Unidos y Francia reconocieron inmediatamente
el nuevo Estado; y en el Tratado HAY-BUNAU VARILLA obtuvieron aquellos la
supremacía territorial sobre la zona del canal con el control de la explotación del canal.

La revolución industrial hizo posible la penetración de África por las potencias coloniales
europeas, cuya concurrencia en el interior del continente fue regulada por conferencias y
acuerdos internacionales (p. ej., el Acta relativa al Congo [de 1885]). Francia obtuvo la
costa del norte de África merced a tratados de protectorado con Argelia, Túnez y
Marruecos, estableciéndose en Argelia una importante población metropolitana. Francia
concluyó también tratados de protectorado con los distintos príncipes de Indochina. Gran
Bretaña redondeó su dominación en la India, que fue unida, en tanto que Imperio, a la
Corona británica (1876). Después de la construcción del canal de Suez, Egipto fue
protectorado británico (1882). La idea de una comunicación por tierra entre El Cabo y El
Cairo condujo a la anexión de las Repúblicas Boers, contraria al D.I. (1886-1901). Los
Países Bajos penetraron en el archipiélago de Indonesia; Bélgica y Alemania adquirieron
colonias en África y en el Pacífico; Italia se estableció en Eritrea y en Libia. Es la época del
imperialismo.

En todos los países donde se produjo la revolución industrial, esta había dado lugar al
nacimiento del cuarto estado, de la clase trabajadora, que fue reclamando una mejora de sus
condiciones de vida, a menudo inhumanas, y luego también una participación en el poder
político (esto último, por medio de la obtención del derecho de sufragio universal). De ahí
el movimiento socialista iniciado por MARX y ENGELS, discípulos de HEGEL; el
movimiento social-cristiano, inspirado en la doctrina pontificia a partir de LEON XIII
(encíclica Rerum novarum, 1891), y el socialismo democrático en la mayoría de los países
occidentales. Mientras que en Rusia tomaron el poder los bolcheviques, radicales, en 1917,
el socialismo democrático impuso en los demás países una amplia legislación laboral, para
cuyo fomento se crearía en 1919 la Organización Internacional del Trabajo (O.I.T.). La
“Internacional” se ocupó también del problema de la guerra justa: en Stuttgart se repudió la
guerra en sí, pero acordándose que los partidos socialdemócratas no estaban obligados
incondicionalmente a oponerse a una guerra defensiva, sin que se diera, por lo demás, una
definición de esta.

Cuando estalló en 1914 la Primera Guerra Mundial, fue calificada por las Potencias
Centrales como guerra defensiva, lo que aceptaron también los partidos socialdemócratas.
Las Potencias Aliadas y Asociadas, en cambio, la vieron como guerra ofensiva. La guerra
se presentó en un principio como una de tantas guerras de coalición contra la potencia que
en Europa tendía a la hegemonía, y esta era Alemania, ya que Austria-Hungría, desde 1866,
había pasado a ser una potencia de segundo orden. Ya en 1914, Japón declaró la guerra a
Alemania, instalándose en sus territorios de arriendo en China y en sus islas del Pacífico;
las colonias alemanas fueron pronto ocupadas por Gran Bretaña y Francia, dada la
inferioridad alemana en el mar. La guerra submarina a ultranza a la que Alemania recurrió
por esta causa movió a los Estados Unidos, así como a una serie de Estados
latinoamericanos. China y Liberia, a entrar en guerra al lado de los aliados. Veamos las
consecuencias de dicha contienda en el aspecto jurídico-internacional.

En Rusia, el gobierno liberal-burgués de Miliukov y Kerensky, llegado al poder con la


revolución de febrero de 1917, quiso proseguir la guerra. En cambio, los bolcheviques,
después de la Gran Revolución de octubre (7 de noviembre de 1917), concertaron
inmediatamente un armisticio con las Potencias Centrales. En el Tratado de Brest-Litovsk
reconocieron estas (Alemania, Austria-Hungría, Bulgaria y Turquía), las primeras, de jure
el gobierno soviético, asegurando querer convivir con él en paz y amistad. Fracasadas, en el
Oeste, mediaciones de paz (entre ellas las del Papa BENEDICTO XV y del Presidente
WILSON), la situación económica y militar obligó finalmente al gobierno alemán a
solicitar de los Estados Unidos un armisticio en el plazo más breve posible; con ello, una
potencia no-europea se veía atribuir el papel de arbitro entre potencias europeas, lo cual dio
al Presidente WILSON en las negociaciones de paz de París una posición fuerte.

Había llegado la hora del fin de los imperios multinacionales de los Habsburgos y los
Otomanos. La monarquía danubiana se desmembró en los Estados sucesores de Austria,
Hungría, la República checoeslovaca y el Estado de los servios, croatas y eslovenos (que
más tarde se llamaría Yugoeslavid).

Las discusiones de París entre los aliados en torno a la paz, en 1918-19, estuvieron bajo el
signo del rechazo del comunismo, que con su lema de la dictadura del proletariado —con la
expropiación sin indemnización de la propiedad interna y extranjera— y sus repetidos
llamamientos a la revolución mundial, amenazaba con propagarse a la población de las
Potencias Centrales. Dominados los movimientos revolucionarios en Alemania por la
República que acababa de instaurarse, y en Hungría con la intervención de tropas rumanas
y checas, los nuevos Estados, tras el colapso de la monarquía de los Habsburgos, tenían que
ser suficientemente fortalecidos para formar, juntos, un cinturón destinado a separar a Rusia
de la parte occidental de la Europa central, considerada políticamente vulnerable (doctrina
del cordón sanitaire). La mixtura de las nacionalidades en la parte oriental de la Europa
central hacía muy difícil un trazado de fronteras político-administrativamente idóneo; y
aunque en algunos territorios se celebrasen plebiscitos, también los nuevos Estados del
cinturón de seguridad incluían fuertes minorías nacionales. En esta situación, la
Conferencia de la Paz de París aceleró sus trabajos, y después de un simple cambio de notas
sobre las condiciones de paz, exigió, a modo de ultimátum, la firma de las mismas. Esta
tuvo lugar (una vez aceptadas por la Asamblea Nacional de Weimar), para Alemania, en
Versalles el 28 de junio de 1919; para Austria, en Saint-Germain (10 de septiembre de
1919); para Bulgaria, en Neuilly (19 de septiembre de 1919); para Hungría, en Trianon (4
de junio de 1920), y para Turquía, en Sévres (10 de agosto de 1920).

Polonia resurgió aproximadamente en la extensión que tenía antes del Primer Reparto
(1772), dándose el caso de que, tras rechazar al Ejército Rojo, sus fronteras orientales se
fijaron mucho más allá de la línea Curzon (Nie-men-Bug). Danzig se convirtió en Ciudad
Libre. En cuanto a las colonias alemanas, se colocaron bajo mandato.

Mientras las Potencias Centrales ratificaron los tratados de las afueras de París bajo
protesta, pero sin reserva, Turquía rechazó el tratado de paz de Sévres, siguió con éxito, con
el apoyo de suministros soviéticos de armas, las hostilidades en el Asia Menor, que había
sido dividida en esferas de influencia por los aliados. El problema de las minorías greco-
turcas se resolvió con un cambio de poblaciones de millones de personas. En la Paz de
Lausana (1923) aceptó Turquía que todas las provincias árabes del Imperio otomano
pasasen bajo el régimen de mandato. Las potencias mandatarias. Gran Bretaña y Francia,
firmaron pronto con Irak (Mesopotamia), Siria, Líbano y Jordania tratados de protectorado,
que luego condujeron a la plena soberanía de estos Estados árabes. En Palestina se previo la
creación de un hogar para el pueblo judío, lo cual produjo una intensa inmigración de
judíos de todo el mundo.

El sistema mundial de Estados, cada vez más manifiesto, se dio en la Conferencia de la Paz
de París una primera organización política con la Sociedad de Naciones. Pero antes de que
podamos ocuparnos de ella es preciso esbozar, siquiera a grandes rasgos, la historia del
D.I.P. en la India y en Asia Oriental, toda vez que Japón, China y la India fueron incluidos
en el sistema universal de Estados como sujetos de pleno derecho del D.I.P.

VII. El sistema de Estados de la India

Las tribus arias que a partir del 1500 a. C. penetraron en la India y se metieron a su dominio
la cultura del Indo y la de los drávidas, superponiéndose a ellas, constituyeron un sistema
de Estados (Aryavarta), cuyo D.I. tiene que ser extraído de epopeyas (Rig-Veda, Atharva-
Veda) y escritos posteriores sobre el Estado y el derecho (puranas, sastras). Se apoderaron
luego del noroeste de la India los persas y los griegos (Estados helénico-bactrianos). Única
mente la dinastía Maurya pudo, de CHANDRAGUPTA a ASOKA, unir en un imperio a
casi toda la India. Ejerció una gran influencia sobre la moralidad ¡ la vida jurídica de los
indios la doctrina salvadora de BUDA (fallecido hacia el 480 a. C.). El budismo fue
fomentado por ASOKA, pero también por la dinastía indoescita de los Cúchanos (200-500
d. C.). Ambos imperios, sin embargo, se descompusieron pronto. No había, desde luego, en
el sistema de Estados de la India representantes diplomáticos permanentes, pero el derecho
antiguo conocía ya la protección de los legados (p. ej., en el Ramayana). Del Código (sacro
y religioso) de MANU (hacia 100 a. C.) se desprende que la guerra ha de llevarse a cabo
respetando a la población no combatiente, especialmente a los campesinos, y a la
agricultura, y estaba prohibido dar muerte a quienes no llevaban armas, carecían de
protección o huían. La moderación del derecho de la guerra de los indios fue destacado ya
por los antiguos griegos. En cambio, la célebre obra sobre arte de la política, Arthasastra,
del estadista y filósofo KAUTILYA (sobrenombre que significa “El Tortuoso”) (hacia el
300 a. C.), conoce no solo la guerra justa, sino también la de agresión y destrucción (con
utilización de agentes secretos y propaganda desmoralizadora) y el principio del equilibrio
político.

Tomando la sucesión del Imperio persa, los árabes ocuparon a partir del 712 d. C. el
noroeste de la India, donde constituyeron Estados musulmanes independientes del Califato.
Después vino la dinastía turca de los Gasnavidas. Los Ghoridas afganos fundaron en 1206
el sultanato de Delhi, bajo el cual muchos indios pasaron al Islam. El timurida BABUR
fundó en 1526 el Imperio del Gran Moghuí (Gran Mogol), que volvió a abarcar casi toda la
India, pero del cual se separaron pronto e hicieron independientes los principados. La
pretensión islámica básica de una dominación universal colocó al mundo de Estados indio
ante los mismos problemas que la comunidad de los Estados cristianos de Europa. Ahora
bien: la presión de la situación real condujo también en la India a una coexistencia de los
Estados índicos y mahometanos, cuyo resultado fue el desarrollo y la aplicación de una
serie de normas jurídico-internacionales en las relaciones de los Estados. El Gran Mogol
AKBAR (1556-1605) buscó una reconciliación entre el Islam y el hinduismo y autorizó las
misiones cristianas (S. FRANCISCO JAVIER).

A partir de 1498 los europeos se instalaron en Goa (portugueses), Ceylán e Indonesia


(holandeses), Pondichéry (Compañía Francesa de las Indias Orientales), así como en
Madras, Bengala y Bombay (Compañía Británica de las Indias Orientales). Los británicos
expulsaron de la India a los franceses en 1763, y conquistaron en guerras sangrientas partes
importantes del país hasta la frontera de Afganistán, que fueron anexionadas y
administradas como colonia. Reprimido el alzamiento de las tropas indo-británicas (sepoys,
cipayos) en 1857-58, fue depuesto también el último Gran Mogol. La mayoría de los
príncipes indios reconocieron a Gran Bretaña, en tratados de protectorado, como señor
(paramount Power), por lo que la reina VICTORIA adoptó en 1876 el título de Emperatriz
de la India (Kaisar-i-Hind). La India estuvo representada por vez primera en la Conferencia
imperial británica de 1907, recibiendo en 1909 y en 1919 una constitución propia, con
Parlamento y administración propia. La India participó en las dos guerras mundiales y fue
miembro fundador de la S.D.N. y de la O.N.U.A partir de 1921, dirigió GANDHI la
resistencia pacífica (non-cooperation) contra la dominación británica, que en la Segunda
Guerra Mundial hizo culminar en el lema “Dejad la India” (1942). La Liga musulmana,
dirigida por JINNAH, había pedido a su vez desde 1940 un Estado musulmán propio. Así
fueron proclamados, el 15 de agosto de 1947, los nuevos Estados de la India y el Pakistán
(integrado este por el noroeste de la península y la mayor parte de Bengala). En ambos
países la lengua de la comunicación es el inglés, ya que en el sub-continente índico se
hablan más de diecisiete lenguas diferentes.
(En el Pakistán la discontinuidad territorial y las fuerzas centrífugas se revelarían,
finalmente, de más peso que el factor integrador de la religión, y el Estado se escindiría en
1971, tras una guerra de secesión en el Pakistán oriental, apoyado por la India,
constituyendo hoy esta región el nuevo Estado de Bangla-Desh.)

VIII. Asia oriental

En China, una sociedad feudal (1050-771 a. C.) dio lugar a un sistema de Estados muy
complejo, que conoció tanto el D.I. cuanto el principio del equilibrio político. Ejerció
especial impacto sobre la moralidad y la vida jurídica de China la ética racionalista de
CONFUCIO (551-479 a. C.), que ha dado su sello a China hasta hoy. El fin internacional
que se persigue es una “Gran Federación de los Pueblos”. Otros pensadores chinos
subrayan el principio de la fidelidad contractual y la humanización de la guerra, como, p.
ej., LAOTSE (c. 400 a. C.). El confucianismo suscitó un cuerpo de funcionarios bien
formado (aristocracia del espíritu frente a la nobleza hereditaria), que vino a ser espina
dorsal de la sociedad china, logrando resistir a las mayores crisis políticas y económicas y
sobrevivir a numerosas dominaciones extranjeras o asimilarlas.
Después de la llamada época “de los Estados combatientes” (472-221 a. C.), las dinastías
Tsin y Han (221 a. C.-220 d. C.) volvieron a unir a China (dándole la primera su nombre].
Durante la “época de los Tres Imperios” (220-580), el Norte estuvo bajo dinastías
extranjeras de origen turco, mongol y tibetano (“época de los dieciséis Estados”). En todo
caso. China mantenía relaciones comerciales con la India, Persia y el este del Imperio
romano; de allí vinieron también a China el budismo, el maniqueísmo, el cristianismo (por
los nestorianos persas) y el Islam, pasando a su vez el budismo a Corea y al Japón. Los
pueblos marginales fueron contenidos por guardias fronterizas (Gran Muralla) o asentados
en concepto de federados, como en Roma.

Los mongoles sumergieron toda China y la dominaron bajo su dinastía Yuan de 1278 a
1368. El emperador KUBILAI conquistó la India posterior, Siam, Birmania, e incluso, por
poco tiempo. Java; fracasó, en cambio, la doble tentativa de ocupación del Japón. Bajo los
Ming (1368-1643) llegaron los portugueses a Macao y los jesuítas iniciaron una misión
fructífera. Bajo la dinastía manchú (1644-1911), China entró en contacto más estrecho con
Europa. El emperador KANG-HI (1662-1722) delimitó su imperio con respecto a Rusia en
el Tratado de Nerchinsk (1689) y permitió un comercio restringido de mercaderes rusos en
China. Ofreció a los jesuítas la adopción del cristianismo con tal de que el culto de los
antepasados y el recuerdo de CONFUCIO se incorporasen al culto cristiano. Pero el
Vaticano rechazó el “rito chino” elaborado por los jesuítas; después de lo cual el monarca,
ofendido, prohibió toda ulterior actividad misionera. Bajo KIEN-LUNG (1736-96) alcanzó
China su extensión mayor, quedando incorporados a la misma Annam y Nepal, mientras
Corea pagaba tributo. Como quiera que los rusos tenían desde 1727 a un agente permanente
en Pekín, los Estados europeos trataron también reiteradamente de entablar relaciones. Una
misión británica de JORGE III (1760-1821) recibió de KIEN-LUNG la siguiente respuesta,
característica de la concepción china de ser un pueblo elegido: “Por lo que se refiere a
Vuestra petición de enviar a uno de Vuestros súbditos para que esté acreditado en mi
Celeste Corte y vele por el comercio entre Vuestro país y mi Imperio del Centro, esta
solicitud está en contradicción con todos los usos de mi dinastía y no puede en modo
alguno ser tomada en consideración. Nuestras formas de trato y nuestro código se
diferencian tanto de los Vuestros, que aun en el supuesto de que Vuestro enviado pudiese
adoptar los rudimentos de nuestra cultura, nunca lograría trasplantar nuestras costumbres y
usanzas a Vuestro suelo extranjero. Por cuanto Yo mando sobre el ancho mundo, solo tengo
un objetivo a la vista, a saber: llevar a cabo un gobierno perfecto y cumplir los deberes de
Estado. No doy la menor importancia a objetos extraños o inventados por el ingenio, ni
tengo necesidad de los productos de Vuestro país.

Pero las potencias europeas insistieron en establecer relaciones con China. La llamada
Guerra del Opio (1839-42) dio a Gran Bretaña, en la Paz de Nankín, la cesión de Hong-
Kong, la apertura de cinco puertos y la admisión de cónsules. Después de una segunda
guerra (1856-60), Gran Bretaña y Francia obtuvieron, en los Tratados de Tien-Tsin, la
apertura de otros puertos y del Yang-tse, así como la admisión de representaciones
diplomáticas. En los decenios siguientes. China hubo de hacer cesiones a Rusia, al Japón, a
Francia y a Gran Bretaña de territorios propios o periféricos, y suscribir tratados de
arriendo de ciertas zonas a Alemania, Rusia, Gran Bretaña y Francia, Cuando la unión de
los “Boxers” se volvió contra los extranjeros y sus embajadas, entró en Pekín un cuerpo
expedicionario de potencias europeas y del Japón. En cambio, un tratado anglo-chino de
1904 estableció que el Tibet pertenecía a China, y Rusia lo reconoció en un tratado anglo-
ruso de 1907. Bajo la impresión de las victorias japonesas sobre Rusia, la emperatriz TSE-
HI se decidió a emprender reformas. Pero en 1911 comenzó, con la proclamación de la
República por SUN-YAT-SEN, una revolución que dura todavía. La participación de China
en la Primera Guerra Mundial trajo consigo la supresión de los tratados de arriendo, y
China, gozando de igualdad de derechos en el orden jurídico-internacional, fue miembro
fundador de la S.D.N.

En cuanto al Japón, solo hay referencias históricas en el siglo IV d. C. El Imperio Yamato


abarcó Corea, de donde vinieron, hacia el año 400, la escritura y la administración chinas
(Estado centralizado de funcionarios). La victoria del budismo supuso una gran influencia
del clero, que fue desplazado por la nobleza cortesana. A partir del 1200 surgió el
feudalismo, dando lugar a príncipes territoriales independientes (daimios). Como en la
época feudal europea, las relaciones entre los distintos señores feudales eran un jus ínter
potestates, internacional feudal. Con los portugueses habían llegado al Japón, a partir de
1549, misioneros cristianos, alcanzando éxitos asombrosos en la población, agobiada por
las luchas feudales; pero como quiera que los cristianos japoneses perseguían reformas
rurales, fueron totalmente destruidos (unas 200.000 personas). Desde 1637 el Japón quedó
totalmente aislado del mundo exterior: únicamente se mantuvieron las relaciones oficiales
con China; comerciantes chinos y holandeses podían ejercer el comercio en Nagasaki. Las
peticiones de las potencias europeas para comerciar fueron rechazadas, hasta que en 1853
los Estados Unidos enviaron al Japón una escuadra al mando de PERRY, imponiendo un
tratado de amistad y comercio, seguido de otros muchos con una serie de potencias
europeas. Excesos cometidos contra extranjeros fueron castigados con bombardeos por
Gran Bretaña en 1863 y por una escuadra aliada en 1864.

A partir de 1868 tuvo lugar la asombrosa modernización e industrialización del Japón bajo
el emperador MUTSUHITO, el “Meiji-Tenno”, el Emperador “del gobierno ilustrado”. En
1890 se convocó un Parlamento. Se venció a China en 1894-95. A raíz de su tratado de
alianza con Gran Bretaña en 1902, el Japón obtuvo plena igualdad jurídico-internacional
con los demás sujetos del D.I. Venció a Rusia en 1904-05, anexionó a Corea en 1910, con
infracción del D.I., y dividió con Rusia a Manchuria en esferas de intereses. Japón tomó
parte como Alta Parte Aliada y Asociada en la Primera Guerra Mundial, firmó en 1919 los
tratados de paz europeos y fue miembro fundador de la S.D.N.

IX. El sistema mundial de Estados y el derecho internacional universal

En la Conferencia de la Paz de París (1919) potencias extraeuropeas volvieron a intervenir


en la discusión y decisión sobre asuntos europeos por vez primera desde hace varios
milenios: los Estados americanos independientes, los miembros de la Commonwealth
británica que se encaminaban hacia la independencia (como Canadá, la India, Sudáfrica,
Australia y Nueva Zelanda), y así mismo China, Siam, Hedjaz y Japón (siendo, por cierto,
este una de las principales Potencias Aliadas y Asociadas). Los Estados Unidos, llamados a
actuar de mediadores para la paz, se vieron atribuir un papel importante. Según el
Presidente WILSON, el mundo tenía que convertirse a la forma occidental de la
democracia, cuya aplicación a las relaciones internacionales, con la eventual supresión de la
diplomacia secreta de los Gabinetes, habría de permitir por fin dominar satisfactoriamente
los problemas mundiales.

Pero el pluralismo de las concepciones del mundo en los distintos Estados se transfirió al
conjunto de la política mundial. Las mismas palabras tenían un contenido y una amplitud
diferentes para los diferentes sistemas mentales y políticos. El lema occidental de la libertad
y la autodeterminación se volvió primero contra la práctica autoritaria del gobierno de las
Potencias Centrales y del zarismo. En la Europa central, el llamado derecho de
autodeterminación se entendió como derecho particular de los grupos étnicos en los
numerosos nuevos Estados multinacionales, a veces para ejercer presión sobre un Estado
vecino o provocar una revisión de las fronteras.

Antiguas ideas relativas a la organización internacional, que se remontaban hasta la Edad


Media, plasmaron en la Sociedad de Naciones. El Pacto fundacional de la misma establecía
una confederación política de Estados para garantizar la paz y la seguridad, “aceptar ciertos
compromisos de no recurrir a la guerra”, “observar rigurosamente las prescripciones del
D.I, reconocidas de aquí en adelante como regla de conducta efectiva de los Gobiernos”, y
“hacer que reine la justicia y respetar escrupulosamente todas las obligaciones de los
tratados en las relaciones mutuas de los pueblos organizados”. En este pasaje del
preámbulo, el D.I. se concibe ya como universal y válido para todos los Estados. Ello
despertó grandes esperanzas, y la ciencia del D.I. se anticipó en mucho, con respecto a la
justicialización del D.I., a la evolución efectiva.

Pero la autoridad de la recién nacida S.D.N. experimentó su primer fallo cuando los propios
Estados Unidos, vueltos a un aislacionismo continental, no ratificaron el Pacto firmado por
WILSON. Una serie de importantes acuerdos, entre ellos el Pacto de renuncia a la guerra
suscrito por iniciativa del secretario norteamericano de Estado, KELLOGG (1928), vieron
la luz al margen de la Sociedad.

Por otra parte. Rusia, en un primer momento, quedó excluida. A diferencia de las Potencias
Centrales, los aliados no reconocieron por de pronto al Gobierno soviético. La Rusia
soviética reconoció en tratados de paz a Finlandia, Lituania, Letanía y Estonia, y después
de una breve guerra, a Polonia, que en la Paz de Riga (1921) obtuvo partes de Ucrania y de
Bielorrusia. Alemania firmó con la Rusia soviética en 1922 el tratado de Rapallo. Hasta
comienzos de 1925, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas —como se llamó el
Estado federal integrado por los pueblos enmarcados en repúblicas federadas del antiguo
Imperio zarista (proclamada el 30 de diciembre de 1922 a base de cuatro repúblicas
federadas, cuyo número iría creciendo hasta once en 1936, y que como consecuencia de las
ganancias de la Segunda Guerra Mundial es hoy de quince)— fue reconocida por todas las
potencias, salvo los Estados Unidos (hasta 1936).

De ahí que la S.D.N. fuese una confederación de Estados de carácter particular bajo
predominio preferentemente británico y francés, si bien tendía a la universalidad. La S.D.N.
pudo resolver ciertamente algunos conflictos menores, pero nada se emprendió contra la
expansión de Japón en China y la creación de un Manchukuo bajo la dependencia de este.
En 1936 la Sociedad hizo un débil intento para impedir la conquista colonial de Abisinia,
miembro de la Organización, por Italia. Tampoco en la guerra civil española pudo
impedirse la intervención de potencias extranjeras.

Sin embargo, la S.D.N., en tanto que organización internacional, hizo mucho para la
coordinación e intensificación de la cooperación económica, técnica y cultural de los
Estados. También la Organización Internacional del Trabajo, fundada así mismo en 1919,
que ha coadyuvado esencialmente a mejorar la legislación laboral de muchos países y
llevarla a un standard internacional.

Por lo demás. Gran Bretaña y Francia, como miembros mayores de la S.D.N., mostraron no
estar en condiciones de mantener en la postguerra el orden de cosas establecido en 1919, ni
siquiera en la Europa central.

En Alemania, el partido nacionalsocialista unió la exigencia de la revisión del Tratado de


Versalles a la lucha contra la democracia, que en Alemania había nacido, por así decirlo, de
la derrota militar de 1918. Lo que Gran Bretaña y Francia habían negado a la República de
Weimar en cuanto a la suavización de la paz de Versalles, se lo concedieron a HITLER, al
que los conservadores alemanes habían ayudado a tomar el poder en 1933, y cuyo ideario
dictatorial totalitario era a la vez hostil al cristianismo y racista. La Italia fascista de
MUSSOLINI se alió a Alemania en el eje Berlín-Roma; Polonia, por su parte, bajo
pilsudski, trató de protegerse mediante un pacto de amistad con Alemania.

La Unión Soviética, que había ratificado el Pacto KELLOGG en 1928, concluyó pactos de
amistad y no agresión con todos sus vecinos y otros Estados más, en los que se definió la
guerra de agresión (1932-33), ingresando en la S.D.N. en 1934.

La aparatosa salida de la S.D.N. del Japón y de Alemania en 1933 dio de nuevo lugar a una
de esas situaciones de tensión en las que los cambios territoriales y de soberanía siguen en
el aire hasta el término de la conflagración que producen. Las potencias occidentales no
pudieron decidirse a ninguna acción colectiva ante las infracciones del D.I. de Alemania e
Italia en Etiopía, Austria, Checoslovaquia y Albania. Mientras negociaban con la Unión
Soviética, Alemania concluyó con esta un pacto de amistad y no agresión (22 de agosto de
1939) e invadió Polonia, como consecuencia de lo cual Gran Bretaña y Francia le
declararon la guerra. Tras la derrota de Polonia, las tropas rusas penetraron en la Polonia
oriental, ocupándola hasta aproximadamente la línea CURZON, y Estonia, Letonia y
Lituania, después del rápido derrumbamiento de Francia (1940), fueron convertidas en
repúblicas soviéticas.

Alemania pudo someter casi toda Europa, llevar a cabo varios cambios territoriales y
arrastrar a la guerra como satélites a Hungría, Rumania y Bulgaria. Entonces resistió solo
Gran Bretaña, que ofreció asilo a numerosos gobiernos en el exilio, entre ellos al del
general DE GAULLE. En junio de 1941 invadió Alemania la Unión Soviética; y en
diciembre del mismo año el Japón, que se había aliado al Eje, asaltó la escuadra
norteamericana en Peari Harbour, declarando Alemania a su vez la guerra a los Estados
Unidos. Pronto se hizo sentir el predominio de las grandes potencias frente al Eje, que
había llevado la guerra al norte de África. Italia se separó de la alianza con Alemania el 8
de septiembre de 1943. Demasiado tarde, y sin éxito, un Putsch de oficiales alemanes
intentó acabar con la dictadura de HITLER (20 de julio de 1944), que en el frente oriental
quebrantó las normas del derecho de la guerra y realizó la eliminación industrial de
adversarios políticos, prisioneros de guerra y millones de personas tachadas de inferioridad
racial (judíos, cíngaros). Finalmente, Alemania y el Japón estuvieron en guerra con 51
Estados (las Naciones Unidas). Para evitar cualquier duda sobre la realidad de la victoria y
su carácter total, los aliados exigieron de Alemania la capitulación incondicional, que se dio
el 7-8 de mayo de 1945.
El Japón, tras éxitos asombrosos en todo el este de Asia, hubo de replegarse ante la
reconquista anglo-norteamericana “de isla en isla” en el Pacífico; hasta que, lanzada la
primera bomba atómica por los Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki, el 14 de
agosto de 1945, capituló a su vez sin condiciones, pero se le concedió que el Emperador
permaneciese como Jefe del Estado.

A partir de 1941, las grandes potencias aliadas —Estados Unidos, Gran Bretaña, Unión
Soviética, China, y también (cada vez más a partir de 1943) la Francia de DE GAULLE—
fueron estableciendo, en reuniones y acuerdos, la configuración del sistema mundial de
Estados tal y como lo proyectaban para la postguerra, en una serie de declaraciones
programáticas e instrumentos jurídico-internacionales: conferencia de Moscú (octubre de
1941), Carta del Atlántico (14 de agosto de 1941), Declaración de las Naciones Unidas
(Washington, 1 de enero de 1942), Declaración interaliada de Londres contra las medidas
de expropiación de las potencias enemigas (3 de enero de 1943), Declaración de Moscú de
1 de noviembre de 1943 (relativa a Austria, Italia y los crímenes de guerra), conferencia de
Teherán (diciembre de 1943), conferencia de Dumbarton Oaks relativa a una nueva
organización de la seguridad, conferencia de Yaita (febrero de 1945) sobre las esferas de
influencia y zonas de ocupación en Europa y el derecho de veto de las grandes potencias en
las Naciones Unidas, Declaración relativa a la derrota de Alemania (5 de junio de 1945),
conferencia de Berlín (17 de julio a 2 de agosto de 1945) con los acuerdos de Potsdam
(relativos, entre otras cosas, a la administración aliada de Alemania y la transferencia de la
población alemana de los territorios del Este), Acuerdo sobre el establecimiento de un
Tribunal internacional para juzgar a los principales criminales de guerra (8 de agosto de
1945).

Mientras todavía se llevaban a cabo las últimas operaciones de guerra, se reunió en San
Francisco (abril-junio de 1945) una conferencia internacional para el establecimiento de
una organización internacional adaptada al sistema de Estados mundial. El principio
democrático está representado por la igualdad de derechos de todos los miembros, con
puesto y voto en la Asamblea General, expresándose, en cambio, el papel directivo de las
grandes potencias en el hecho de que ocupen un puesto permanente y tengan derecho de
veto en el Consejo de Seguridad, pues las grandes potencias, como ha ocurrido desde
siempre, no se avienen a verse constreñidas por acuerdos mayoritarios de pequeños y
medianos Estados a adoptar medidas que solo ellas están en condiciones de llevar a cabo en
lo económico y lo militar, pero que no aprueban políticamente.

En lo que atañe a los sujetos del D.I.P. y a sus territorios, la directriz general de la
ordenación de la paz después de la Segunda Guerra Mundial fue el restablecimiento del
status quo. Se firmaron tratados de paz con los Estados satélites del Eje —Hungría,
Rumania, Bulgaria y Finlandia— y con la propia Italia (1947). Debido a las divergencias
entre las grandes potencias occidentales y la Unión Soviética, ya manifiestas en el último
año de la guerra, no se ha llegado hasta la fecha a un tratado semejante con Alemania. Bajo
la protección de las potencias de ocupación occidentales, sus respectivas zonas se
convirtieron en la República Federal de Alemania, mientras la zona soviética de ocupación
fue reconocida como República Democrática Alemana por los Estados del “campo
socialista”. (La situación se alteró posteriormente, como consecuencia del reconocimiento
de la situación creada por parte de la República Federal de Alemania, en el Tratado de
Moscú de renuncia a la fuerza y de cooperación (12 de agosto de 1970) con la Unión
Soviética, el de Varsovia de normalización de relaciones diplomáticas (7 de diciembre del
mismo año) con Polonia, y el Tratado fundamental (Grundvertrag) interalemán de 8 de
noviembre de 1972, resultado de la Osfpolitik del Gobierno de coalición socialdemócrata-
liberal BRANDT-SCHEEL. Las dos Alemanias fueron admitidas en la O.N.U. el 18 de
septiembre de 1973.)

En Asia oriental, la China de CHANG KAI-SHEK obtuvo un puesto permanente en el


Consejo de Seguridad, conservándolo a pesar de que el gobierno del Kuomintang hubo de
trasladarse a Formosa cuando la revolución de MAO TSE-TUNG controló toda la China
continental, a partir de 1948-49. (Finalmente, el Gobierno de Pekín fue admitido en la
O.N.U. como único representante de China, en la noche del 25 al 26 de octubre de 1971,
con exclusión del de Formosa (Taiwán).) La guerra de Corea motivó el que se firmara en
1951 un tratado de paz con el Japón, en el que no tomó parte la Unión Soviética. Japón, sin
embargo, reanudó relaciones diplomáticas con el bloque oriental, y es miembro de la
O.N.U.

Los Estados europeos, destrozados por la guerra, recibieron de los Estados Unidos,
especialmente en la forma del plan MARSHALL, una generosa ayuda que, unida al
esfuerzo del Viejo Continente, dio lugar a una recuperación sin precedentes. La seguridad
de los Estados de la Europa occidental parece garantizada por la alianza del Tratado del
Atlántico Norte. En una serie de uniones, que van del Consejo de Europa a la Comunidad
Económica Europea, laten interesantes conatos de una federación europea.

La Unión Soviética ha superado con sus propias fuerzas los grandes destrozos que ocasionó
la Segunda Guerra Mundial en sus territorios europeos. Sus nuevas fronteras con Rumania
y Finlandia se basan en los respectivos tratados de paz, y con Polonia y Checoslovaquia, en
tratados bilaterales (1945-46). En cambio, la incorporación de los Estados bálticos no ha
sido reconocida por ciertos Estados (entre ellos, los Estados Unidos). Los Estados de la
Europa centro -oriental— a excepción de Yugoslavia, que desde 1948 inició una “vía
propia hacia el socialismo” fueron transformados en 1948 en Repúblicas populares
dirigidas por los respectivos partidos comunistas. Están unidas en sistema defensivo en el
Pacto de Varsovia (1955), y en bloque comercial en el COMECON (Consejo de Ayuda
Económica Mutua).

El “campo socialista”, antes agrupado en torno a la Unión Soviética como centro, ha


experimentado una enorme ampliación con el triunfo de la revolución de MAO TSE-TUNG
en China. La guerra de Corea y la influencia de la China roja sobre Corea del Norte,
Vietnam del Norte y luego sobre Albania hacen que pueda hablarse, dentro del comunismo
mundial, de un centro de gravedad político al que no le falta una connotación ideológica
propia. (Esta tendencia se ha acentuado posteriormente con la ruptura ideológica entre
Pekín y Moscú y la creciente influencia de China en Africa.)

Durante la “guerra fría” las potencias occidentales se opusieron decididamente a acciones


antijurídicas del “bloque oriental” (bloqueo de Berlín occidental, guerra de Corea). (En la
misma época, y hasta fines de 1972, se han visto, en cambio, en una posición difícil, en
sentido contrario, con motivo de la guerra del Vietnam y de los bombardeos masivos de la
aviación norteamericana.) Desde que la Unión Soviética y las repúblicas populares
europeas propugnaron la “coexistencia pacífica, pese a la diversidad de los sistemas
sociales”, tuvo lugar una distensión entre los bloques, tanto más cuanto el número de los
Estados al margen de los bloques, “no alineados”, ha ido aumentando con la emancipación
de toda una serie de Estados asiáticos y africanos.

La Declaración soviética de 30 de octubre de 1956 sobre las relaciones entre Estados


socialistas revela la recepción de viejos principios en la práctica jurídico-internacional de
esta familia de Estados: soberanía, igualdad de derechos, no intervención en los asuntos
internos y ventajas mutuas en las relaciones económicas. La base de esta coexistencia
pacífica no puede ser otra que el D.I., y representantes de los Estados del “campo
socialista” colaboran en la codificación del mismo.

El restablecimiento de la dominación colonial de los Estados europeos, después de la


Segunda Guerra Mundial, sobre territorios de Asia fue de corta duración. El proceso de
emancipación, que se había iniciado con el régimen de mandatos (bajo la S.D.N.), y la
transformación del Imperio británico en una Comunidad (Commonwealth) de naciones,
después de la Primera Guerra Mundial, no podía detenerse. Los Estados Unidos
concedieron la independencia a las Filipinas, que habían combatido con ellos contra la
agresión japonesa, y Gran Bretaña, poco después, se la dio a la India, a Birmania, al
Pakistán y a Ceylán. Los Países Bajos tuvieron que abandonar Indonesia, y Francia,
Indochina, al término de sendas contiendas. Al llegar a su fin el mandato británico sobre
Palestina, se produjo la fundación del Estado de Israel, que por lo demás no ha sido
reconocido todavía por los Estados árabes. Siguió luego la mayoría de las colonias
africanas. Por lo general, las fronteras de las antiguas colonias se convirtieron en fronteras
de los nuevos Estados, por lo que en el transcurso del tiempo habrían de producirse
rectificaciones de las mismas. Con el acceso a la independencia de Argelia en 1962 llegó a
su fin la secesión de casi todos los pueblos de los imperios de los europeos en ultramar.
Estos pueblos asiáticos y africanos están organizando sus propios Estados, y en esta tarea
no podrán prescindir totalmente del modelo europeo, adaptándolo a sus tradiciones
sociales.

Este proceso de emancipación de los pueblos coloniales se ha visto acelerado muy


especialmente por la Segunda Guerra Mundial. La tendencia iusnaturalista liberal de los
Estados Unidos favoreció la emancipación para despejar el camino de una familia de
pueblos que se autogobernasen, de alcance universal. El marxismo se volvió contra la
explotación económica de los países coloniales por los Estados europeos. Ambas series de
argumentos fortalecieron en estos pueblos el deseo natural de independencia, tanto más
cuanto vieron a sus dominadores europeos envueltos en dos terribles guerras mundiales que
nada significaban para ellos, pueblos de Asia y de Africa, a no ser que ante la debilitación
de los europeos parecía acercarse la hora de la propia liberación.

La mayor parte de los Estados y pueblos de Asia y de África solo han tomado parte en el
D.I.P., hasta el siglo xx, sobre una base de desigualdad. Es comprensible, pues, que oyesen
con la mayor atención toda palabra de crítica y autocrítica de Europa. Como tal autocrítica
entendieron los pueblos de Asia y de África la Ilustración y el marxismo, que ponían al
descubierto el afán de dominación y de lucro, y hacían de nuevo hincapié en la doctrina
cristiana, relegada a un segundo plano, que afirmaba la unidad del género humano y la
dignidad de todos los hombres. También el cristianismo hubo de sufrir por el violento
expansionismo de las potencias coloniales europeas, y a partir de 1600 sus misioneros solo
pudieron tener éxitos limitados en la difusión del mensaje del amor de Dios y del prójimo.
Es comprensible también, por consiguiente, que los jóvenes Estados de Asia y de Africa
consideren ciertas normas del D.I. introducido y practicado por europeos y americanos de
una manera muy crítica y en ocasiones con gafas marxistas. De ahí que la posición y la
colaboración de los Estados afroasiáticos sea muy importante para el mantenimiento y el
desarrollo del D.I.

En este punto es preciso señalar en primer término que toda una serie de Estados asiáticos y
africanos contribuyeron a la elaboración de la Carta de la O.N.U., en tanto que miembros
fundadores de la misma, profesando los principios en ella inscritos relativos al
mantenimiento de la paz y de la seguridad a escala mundial.

Hay que señalar así mismo que todos los nuevos Estados surgidos después de 1945 han
solicitado su ingreso en la O.N.U., aceptando así los nuevos miembros el D.I. y
concluyendo sus tratados sobre la base del D.I. común, sin que sea una excepción la
República Popular de China antes de su ingreso en la Organización mundial.

Esta es la razón por la cual el tratado que la China Popular concluyó con la India en 1953
ofrece especial interés. En su preámbulo se encuentran los cinco principios conocidos como
los “cinco puntos” (“pantcha sila”) de NEH-RU para asegurar la coexistencia pacífica:
soberanía, obligación de no agresión, no intromisión en los asuntos internos de otros
Estados, igualdad de derechos y ventajas recíprocas (en los intercambios comerciales). Los
primeros cuatro puntos son viejos principios del D.I.; el último subraya la igualdad de
derechos en lo económico frente a la desigualdad y las preferencias económicas de la época
colonial. El hecho es, sin embargo, que estos principios asiáticos auténticos de D.I. no han
logrado llevar a la India y al Pakistán a una solución del problema de Cachemira, ni
consiguieron impedir el ataque de la República Popular China a la India en 1962. (También
se han revelado inoperantes en la crisis de la secesión de Bangla-Desh respecto del
Pakistán, en 1971.)

En la misma línea, la conferencia de Bandung (1955), en la que participaron más de treinta


Estados asiáticos y africanos, proclamó diez principios importantes por lo que se refiere a
su posición ante el D.I. y las relaciones internacionales. Estos principios, cuando no son
idénticos a principios y normas del D.I. tradicional, reiteran normas y principios inscritos
en la Carta de la O.N.U.
Existe, pues, incluso partiendo de la propia posición y convicción —libre de influencias
ajenas— de los Estados asiáticos y africanos, una base para la codificación del D.I., a la que
la Asamblea General está obligada por la Carta. En esta labor codificadora se vuelve no
pocas veces a conceptos y normas del derecho romano (así, los conceptos de res nullius y
res communis en relación con el derecho del espacio ultraterrestre). Las conferencias
codificadoras convocadas por la O.N.U. hasta la fecha han demostrado que, más allá de las
diferencias políticas, sociales y de concepción del mundo, y a pesar de todas las dificultades
lingüísticas y terminológicas, puede formularse un D.I. universal por todos los Estados,
siendo así que ahora este se basa en el libre consentimiento de todos los Estados y todos los
pueblos.

Uno de los principios adoptados en la conferencia de Bandung, el de no participar en pactos


de autodefensa colectiva que sirvan a una gran potencia, muestra la preocupación de los
Estados asiáticos y africanos de permanecer al margen de las disputas de los países
industrializados, de los que desconfían (no alineación). A los ojos de los nuevos Estados,
las oposiciones entre Estados industriales —p. ej., el conflicto entre el Este y el Oeste, entre
los Estados Unidos y la Europa occidental de un lado, y de otro la Unión Soviética— son
solo relativos. Los Estados industriales pertenecen a la clase alta y rica de la familia de los
Estados, incluida la Unión Soviética, como dijo el Presidente de Tangañyka, NYERERE,
en la inauguración de la conferencia de solidaridad afro-asiática en Moschi (febrero de
1963), mientras que los Estados no industrializados se ven relegados a un papel que
recuerda el de la clase obrera oprimida por el capitalismo temprano. A un neocolonialismo
occidental de corte económico, o también al oriental, de corte ideológico, se contrapone la
petición o, mejor dicho, la exigencia de los países “pobres”, de una ayuda económica
despolitizada.

La O.N.U. observa e investiga desde hace tiempo esta cuestión, y más allá de una ayuda
económica y técnica, convocó una conferencia de expertos para la ayuda científica
(U.N.C.S.A., Ginebra, febrero de 1963), en cuya inauguración caracterizó certeramente el
estado de la cuestión el Presidente de la Confederación Helvética, spühler: “La formación
de una verdadera comunidad con los países en desarrollo constituye actualmente la tarea
más importante de la humanidad.” (De esta preocupación ha surgido la Conferencia de las
Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (United Nations Con-ference on Trade
and Development, U.N.C.T.A.D.), reunida por vez primera en Ginebra (marzo a junio de
1964), y que los países en vías de desarrollo lograron que se institucionalizara en el marco
de la O.N.U., aunque no como organismo especializado, sino como órgano de la Asamblea
general.)

Los dirigentes de perspectiva más profunda de los países en vías de desarrollo, como, p. ej.,
el Presidente de Senegal, SENGHOR, se dan ya cuenta, sin embargo, de que los Estados
altamente industrializados —desde las dos Américas hasta la Unión Soviética, pasando por
la Europa occidental— no son tan solo los descubridores de la técnica y los que han llevado
a cabo la revolución industrial hasta los terribles medios de destrucción masiva de la guerra
atómica y bacteriológica, sino que extraen su fuerza —de la que, desde luego, han abusado
con frecuencia— de un acervo de ideas y representaciones greco-romano-cristianas, que
fácilmente se descubren también en la doctrina y la praxis de la Ilustración atea y del
marxismo materialista: la dignidad y el valor de la persona humana, del ego, de todo ser
humano sin distinción de origen, de color de la piel, de lengua y de grado de desarrollo, de
la igualdad de derechos del hombre y la mujer, de la obligación de trabajar y de su
dignidad, de la necesidad de la educación; en una palabra, de un humanismo, llámese
cristiano, liberal o socialista.

A este humanismo que han desarrollado los países ahora industrializados, llevándolo
consigo adelante a pesar de repetidas recaídas en la barbarie de épocas consideradas como
superadas, no le será difícil encontrarse con la sabiduría humana de las grandes religiones y
concepciones del mundo universales de Asia y Africa, para crear una base moral común
para toda la humanidad, capaz de sustentar el D.I. universal como fundamento de los
derechos humanos de todos los individuos en todos los países. Debería ser posible
suministrar sin condicionamientos políticos la ayuda al desarrollo y resolver el problema
más candente de la humanidad: el desarme y, por lo menos, el control, si no ya la
prohibición, de las armas nucleares de destrucción masiva. En lo que a lo último respecta,
la responsabilidad, de momento, es exclusiva de las grandes potencias industriales de la
actualidad.

CAPITULO 6
LA DOCTRINA

I. Las distintas corrientes

La ciencia del D.I. es mucho más joven que el D.I. Nos ofrece las grandes direcciones
siguientes:

La primera investigación jurídico-internacional se ocupa —como veremos


inmediatamente— del origen del D.I. positivo en la Edad Media, constituyendo, pues, un
punto de partida para la historia del D.I., hasta la fecha poco cultivada.

Siguen luego disquisiciones acerca de los fundamentos axiológicos (iusnaturalistas) del D.I.
positivo, que la filosofía de los valores ha vuelto a tomar en consideración. Se conectan con
ellas, en primer término, numerosos sistemas iusnaturalistas de D.I., y luego, también de
D.I. positivo. Pero junto a la mera descripción del derecho existente encontramos también
consideraciones de política jurídica, encaminadas a alterar o desenvolver el D.I.

Después de la Primera Guerra Mundial se desarrolla finalmente, en el marco de la moderna


teoría del derecho, una teoría del derecho internacional, que se asigna el cometido de
elaborar los conceptos formales fundamentales o categorías susceptibles de aprehender la
materia del D.I. positivo y reducirla a unidad sistemática.

Ya por este esbozo se advierte que la mayoría de dichas perspectivas pueden coexistir, por
cuanto persiguen fines distintos. Una oposición irreducible solo se da entre el positivismo
jurídico radical, que niega el derecho natural, y las diversas doctrinas iusnaturalistas. En
cambio, el positivismo jurídico moderado, que se limita a exponer el derecho internacional
positivo, es plenamente compatible con aquella teoría que, yendo más allá, pretenda
suministrar los fundamentos suprapositivos del D.I. positivo. También los sistemas
iusnaturalistas de los siglos XVII y XVIII, superados hace tiempo en muchos aspectos,
pueden subsistir junto a las exposiciones del D.I.P. positivo, con tal de no perder de vista
que no se propusieron dar a conocer el derecho positivo de su época, sino deducir de los
principios del derecho natural normas que los Estados deben observar entre sí. De hecho,
estos sistemas ejercieron una influencia sobre el desenvolvimiento del derecho
internacional positivo, pues supieron formular los principios jurídicos latentes, que,
recogidos por la práctica de los Estados, se incorporaron paulatinamente al D.I.
consuetudinario.

A estos sistemas iusnaturalistas se opone la doctrina positivista del D.I., afirmando que solo
ella ofrece un conocimiento objetivo del derecho, mientras aquellos expresan únicamente
las opiniones jurídicas subjetivas de sus autores. Pero suele pasar por alto que también las
doctrinas iusnaturalistas parten de un dato objetivo, a saber: de la naturaleza del hombre.
Esto explica el que haya entre ellas una amplia coincidencia en los puntos fundamentales.
Por otra parte, frente a cuestiones jurídicas particulares no es solo el iusnaturalismo el que
tiene un sello subjetivo; es también la dogmática jurídica (doctrina), en cuanto deje de
limitarse a la mera colección y ordenación de los documentos jurídicos (leyes, reglamentos,
convenios, sentencias): toda interpretación de estos documentos, en efecto, implica una
elaboración intelectual de su contenido y la selección de determinadas soluciones entre las
muchas posibles, y ello equivale a una alteración del objeto, del que se dice que solo se le
quería conocer. Es evidente que la dogmática jurídica tiene una cabeza de Jano: solo
pretende “conocer”, puesto que pretende ser una “ciencia”; pero, en realidad, hace también
política jurídica, por cuanto, consciente o inconscientemente, desenvuelve el objeto de su
conocimiento. Y por eso precisamente cabe considerar a la dogmática jurídica (doctrina)
como fuente jurídica auxiliar, lo cual no tendría sentido si solo repitiera lo que ya en todo
caso está en los documentos jurídicos.

De ello se deduce que entre la política del derecho y la dogmática del derecho hay una
simple diferencia de grado: se distinguen tan solo por cuanto la primera persigue
conscientemente la formulación de nuevas normas, mientras que la segunda cree “deducir”
las normas que formula de normas dadas, siendo así que, en realidad, las rebasa.

II. Bártolo y los precursores medievales

Ya LUPOLDO DE BEBENBURGO (1297-1363) señaló que la idea medieval del Imperio


venía siendo paulatinamente sustituida por la costumbre (consuetudo) internacional. Pero
fue el postglosador BARTOLO DE SAXOFERRATO, que nació en Urbino en 1314 y
murió en Perugia en 1357, habiendo sido catedrático en Bolonia, el primero en descubrir el
magno proceso histórico del que surgiera el moderno D.I. (supra, pág. 9). Se trata de la
pujante y paulatina transformación del orden jerárquico de la alta Edad Media en la nueva
comunidad de Estados basada en el principio de igualdad. Pero a BARTOLO no se le
escapó el reverso de esta innovación: se dio cuenta de que la repulsa del poder imperial
implicaba la pérdida de la instancia central de la comunidad internacional, que en su
apogeo había sido también custodio del derecho de gentes. Ahora, desaparecida esta
instancia central a la que los litigantes pudieran dirigirse, los Estados particulares tenían
que asumir ellos mismos la defensa de sus derechos. Así se desarrolló la institución de las
represalias, de la que BARTOLO dio la primera exposición en su Tractatus represaliarum
(1354), al que no se ha prestado todavía la atención que merece. Distingue ya BARTOLO
dos momentos en la autotutela, a saber: la decisión del Estado ofendido acerca de si el
adversario ha cometido realmente una injuria, en cuyo caso puede recurrirse a la represalia,
y el ejercicio de la represalia misma. A aquel acto de autotutela lo llamó derecho de
autodecisión; a este, derecho de autoejecución. Por eso ve BARTOLO en la represalia una
modalidad de la guerra6. También la guerra es un sustitutivo de la falta de una jurisdicción
y un poder ejecutivo supraestatal. BARTOLO advirtió, de esta suerte, la conexión necesaria
que existe entre la autotutela y el D.I. moderno, inorganizado. Y comprendemos por qué no
vería con agrado esa transformación de la sociedad internacional, subrayando, por el
cotrario, que se había producido “por nuestros pecados”.

(Convergen con LUPOLDO DE BEBENBURGO y con BARTOLO en este punto, desde


una perspectiva radicalmente opuesta, los primeros teóricos del regnum y los legistas
reales, especialmente en Francia (JUAN QUIDORT, de París, muerto en 1306; PEDRO
DUBOIS, 1250-1323). Su tesis de que el rey era jurídicamente independiente frente al
Imperio (“el rey es emperador en su reino”) y al papado favorecía la evolución hacia el
pluralismo de las soberanías, interpretada por ellos, en sentido contrario al de BARTOLO y
los teóricos del Imperio, positivamente.

III. La fundamentación del derecho de gentes positivo por la teología moral


española

Nos encontramos con una consideración totalmente nueva del D.I. en la escuela de la
teología moral española. Su método es puramente filosófico. Parte de la filosofía social
aristotélica y tomista, que viera en el hombre un ser racional y social (“animal rationale et
sociale”) por naturale. i, deduciendo de ello la escuela española que también los Estados
son por naturaleza seres sociales que se necesitan unos a otros y todos juntos constituyen
una comunidad universal. La comunidad de los Estados no requiere, pues, para constituirse,
una declaración de voluntad; por su raíz, se funda en el derecho natural. Y este, a su vez, no
es otra cosa que un impacto de la aeterna en nuestra conciencia (supra, págs. 16-17).

Los dos principales representantes de esta escuela son el dominico FRANCISCO DE


VITORIA (1480-1546) y el jesuíta FRANCISCO SUAREZ (1548-1617).

Las concepciones de VITORIA se hallan recogidas en su Relectio de Indis (1532), que


forma parte de sus Relecciones teológicas. En ella sustituye VITORIA la antigua expresión
de jus gentium por el término nuevo de jus ínter gentes. Mas este derecho n