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sucedido en octubre de 1934.

No es que las líneas de división ideológica no fueran


similares a las del resto de España, pero pesaban especialmente las consecuencias que
había tenido para la autonomía catalana la insurrección de la Esquerra y de sus afines
de la Alianza Obrera.
Una dificultad importante para que hubiera una alianza antirrevolucionaria podían
ser las deterioradas relaciones entre los líderes conservadores y los catalanistas. Es
más, aunque el miedo a la revolución y el discurso en defensa de la religión podían
ser una poderosa amalgama, había también diferencias ideológicas de calado y
posiciones diferentes respecto de la configuración territorial de España. Estaba por
ver, asimismo, qué actitud seguiría el Gobierno de la Generalidad, presidido por
Escalas, en virtud del posible acoplamiento de candidatos portelistas y la intervención
de los ayuntamientos.
Por consiguiente, que el entendimiento entre catalanistas, cedistas y las
autoridades portelistas fuera la salida más razonable desde un punto de vista
pragmático, no significa que pudiera lograrse sin obstáculos. Gil-Robles dijo que las
negociaciones electorales con la Lliga «no suscitaron graves problemas». Pero hasta
finales de enero no se cerró un acuerdo para las dos circunscripciones más
importantes, la provincia y la capital de Barcelona. Hubo problemas que no se
resolvieron con facilidad: por un lado, la enemistad correspondida entre la Lliga y
Renovación Española, a cuenta del debate nacionalista; por otro, el hecho de que la
CEDA se organizara en Cataluña con disidentes de la Lliga, causaba especial disgusto
en los dirigentes de este partido[235].
En diciembre de 1935 los monárquicos se habían planteado una conciliación
antimarxista sin la Lliga. Pero la postura de la CEDA era muy otra. El 4 de enero, su
dirección acordó dar «facilidades» para lograr una alianza electoral con «todos los
partidos contrarrevolucionarios». Cirera Voltá declaraba que su voluntad era la de ir
unidos a todos los que fueran «contrarios a los autores de los hechos del 6 de
octubre». Respecto de la Lliga, añadía Cirera, por su parte existía «la mejor buena
voluntad». Sin embargo, lo que sí planteaba problemas era un posible entendimiento
con los representantes del gobierno en Barcelona. No en vano, en esos días los líderes
regionales de la CEDA se quejaban públicamente de las destituciones de sus
representantes en algunos ayuntamientos catalanes importantes, algo que para ellos
era un indicio de que las autoridades catalanas no iban a ser imparciales[236].
Con todo, como organización más importante, era a la Lliga a quien tocaba
pronunciarse. El 9 de enero, Ventosa hizo su primer viaje a Madrid para realizar
varias entrevistas. Con Gil-Robles no se vería hasta unos días más tarde, pero el 11 se
rumoreaba ya que la Lliga estaba pensando en «una alianza con la CEDA en algunas
de las circunscripciones catalanas», algo «muy conveniente para ambos
partidos[237]». El escollo principal parecía estar en la circunscripción de Barcelona
capital, pues en las otras cuatro se decía que ni siquiera las diferencias personales
impedirían un acuerdo necesario. En el ánimo pactista de los catalanistas pesaba una

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ley electoral que tachaban de «absurdamente mayoritaria» y con la que justificaban
una unión puramente circunstancial con el resto de las derechas[238].
Por su parte, los radicales, tocados por la descomposición interna de su
agrupación regional, se mostraron dispuestos a entrar en las combinaciones que
acordaran los partidos conservadores. Así se lo decían el día 15 dos representantes
del partido al mismo Cambó, pidiéndole que se les incluyera en la posible coalición.
Quizá porque la respuesta del dirigente de la Lliga no fue, en ese momento,
suficientemente precisa, los radicales advirtieron que, en caso contrario, presentarían
candidaturas en todas las circunscripciones catalanas[239].
El 18 parecía que las negociaciones entre la Lliga y las derechas se estancaban. Se
atribuyó a la intransigencia de los primeros, que no querían incluir en las listas ni a
los radicales ni al jefe de la CEDA catalana. Sin embargo, la Lliga publicó esa misma
noche una nota en la que se desmentía la ruptura. El Consejo del partido catalanista
anunciaba una nueva oferta que consistía en «presentar una candidatura formada solo
por elementos de su partido en Barcelona ciudad, absteniéndose en cambio de
presentar candidatos en Barcelona provincia, donde apoyará a los candidatos
derechistas». Esta propuesta no llegaría a buen puerto; de hecho, fue rechazada casi
de inmediato por sus destinatarios, que deseaban un reparto en ambas
circunscripciones de Barcelona y esperaban que hubiera al menos un puesto para los
radicales[240].
El problema, pues, se planteaba sobre todo en Barcelona, pues en el resto de las
provincias las negociaciones parecían encauzadas, a expensas de la selección de los
nombres. De hecho, la misma nota del Consejo de la Lliga aseguraba que en Gerona,
Lérida y Tarragona, «donde ya los directores locales de nuestras respectivas
organizaciones están en contacto, establecerán aquellos acuerdos que estimen más
pertinentes y adecuados a las circunstancias y condiciones especiales de cada
una[241]». Y lo cierto es que el 18 de enero se conocía un primer acuerdo en Gerona
(dos de la Lliga, uno de la CEDA, uno de Renovación y un tradicionalista), acuerdo
que los de Gil-Robles aceptaban a regañadientes al no haber conseguido los dos
puestos exigidos en un primer momento. No sería, en todo caso, el definitivo, porque
el candidato monárquico acabaría dejando paso a un radical[242].
La de Lérida se conocería pocos días más tarde, siendo muy parecida: dos para la
Lliga, uno para los cedistas y otro para los tradicionalistas, quedando fuera el radical
Daniel Riu, el mismo que semanas antes había pedido a Cambó un puesto por las
mayorías y que acabaría presentándose contra las órdenes de Lerroux. En el caso de
Tarragona, aunque la conciliación de todos los grupos nunca se discutió, también se
complicó la negociación del reparto de puestos en los primeros días de febrero. Por
un lado, el tradicionalista Joaquín Bau vetó algún nombre de los propuestos por la
Lliga y llegó a amenazar con una candidatura abierta. Por otro, la inclusión de un
candidato cercano a los portelistas generó tensiones. La Lliga amagó con abandonar
el acuerdo si no se le incorporaba, pero Juan Palau, el exradical que ahora estaba del

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lado centrista, acabó presentándose por libre. Descartado este, el puesto reservado
para los radicales se mantuvo, sumándose en una candidatura final donde también
formaban uno de la Lliga, un cedista, un tradicionalista y un conservador
independiente[243].
El escollo principal estaba en Barcelona. Allí se jugaban unos treinta escaños en
las futuras Cortes, es decir, muchos más que en las otras tres circunscripciones
catalanas juntas. Todavía el día 22 se leía en La Vanguardia que las gestiones para un
acuerdo estaban resultando «muy laboriosas»: la Lliga quería dejar solo cinco puestos
de la capital para los partidos de derechas y uno más para un radical, seguramente
Lerroux. Entretanto, unos y otros se acusaban mutuamente de exigencias que
implicaban el sacrificio de los demás; y si la Lliga decía que la CEDA no transigía en
dejar más espacio para los monárquicos, los cedistas les pedían a estos últimos que no
creyeran esas versiones y que presionaran. Al final, tras varias reuniones, el 23 se
anunció un principio de acuerdo que dejaba a la Lliga con 16 puestos y reservaba uno
para un radical en cada una de las circunscripciones. En resumen, la Lliga tenía que
retirar su primera propuesta, pero se aseguraba un porcentaje elevado de las
candidaturas. La CEDA, aunque hablaba en una nota de «espíritu de sacrifico»,
parecía estar relativamente satisfecha con sus seis puestos, tres en cada
circunscripción[244].
Por su parte, la misma noche que se conocía el reparto definitivo de puestos,
también se reunía la Asamblea del Comité Local del Partido Radical en Barcelona.
Por un porcentaje bastante superior al 50% se aceptaba la coalición con los partidos
de derechas y, por unanimidad, se designaba a Lerroux candidato para Barcelona
ciudad. Que el otrora «Emperador del Paralelo» ocupara ese puesto era algo que no
solo importaba al interesado y a su partido, sino que, para la Lliga, podía representar
una importante suma de votos y la anulación de una posible candidatura
independiente alternativa. Así quedaba, por tanto, cerrada la coalición de las derechas
y la Lliga que lucharían en Barcelona bajo la denominación de Front Catalá d’Ordre,
y con el acuerdo, más o menos explícito de que la campaña estaría dirigida por los
hombres de Cambó[245]. Era un frente antirrevolucionario que, a diferencia de otras
circunscripciones de España, abarcaría prácticamente todas las opciones del centro-
derecha y la derecha de Cataluña.

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LA OPERACIÓN DE CENTRO

Como se vio, el Gobierno de Portela intentó crear una nueva fuerza política de
centro para afrontar aquellas elecciones. Esto se ha considerado a menudo como algo
loable, sobre todo por haberse ideado en un contexto de radicalización creciente; si
bien, a la vez, se ha criticado el método utilizado, esto es, el uso partidista de la
administración, comparándolo con lo que ocurría en las elecciones de la Monarquía
liberal. Pero lo cierto es que, si bien la injerencia del partido en el Gobierno para
ganar las elecciones había sido una práctica recurrente en épocas anteriores de la
política española, no ocurría lo mismo con la experiencia de fabricar ex novo, y desde
el poder, un partido, que debía nacer del mismo acto electoral.
Por otro lado, se olvida a menudo que el plan portelista pretendía desplegarse en
un contexto de politización creciente, donde partidos con enorme capacidad de
movilización, como la CEDA o el PSOE, dejaban ya poco resquicio a las
manipulaciones del sufragio. O que los contrapesos y garantías legales eran, en 1936,
bastante efectivos, pues cualquier intento de injerencia gubernativa se enfrentaba a
grupos capaces de poblar de interventores, apoderados y notarios todas las
circunscripciones. De hecho, las actas «de presencia», los documentos donde los
notarios registraban las ilegalidades que veían durante la jornada electoral, eran
consideradas una prueba irrefutable para anular los resultados de una mesa y abrir un
proceso penal contra los responsables. E incluso si los partidos no contaban con
medios económicos para contratar notarios, existía, como alternativa, la figura del
«funcionario habilitado», un trabajador de la administración pública con
conocimientos de Derecho al que se facultaba para dar fe pública en materia
electoral. Todo ello, además de la postrera fiscalización de la Junta Central del Censo
y la Comisión de Actas, constituían obstáculos difíciles de franquear, por mucho que
el más avispado electorero pudiera contar con el amparo del Ministerio de la
Gobernación. Ni siquiera un Gobierno podía imponer obediencia, en materia
electoral, a los funcionarios, como había ocurrido en el siglo XIX.
En ese contexto y pese a las descalificaciones que suscitó a posteriori su gestión
electoral, la injerencia de Portela fue, en la práctica, muy limitada. La excepción
fueron las modificaciones en ayuntamientos y diputaciones provinciales antes y
durante la campaña, aunque no es menos cierto que esos cambios fueron más
modestos que los realizados por el Gobierno provisional para las elecciones de junio
de 1931. Es más, si los partidos protestaron no fue tanto porque el Gobierno cambiara
las gestoras, sino porque Portela apenas se apoyó en ellos para tales operaciones.

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También porque el retorno al influjo gubernativo en las elecciones levantaba
suspicacias, al considerarse ya una práctica caduca. No en vano contrastaba con lo
ocurrido en la consulta de 1933, cuando Manuel Rico-Avello, a la sazón titular de
Gobernación, se había comportado con neutralidad. De este modo, el patrocinio de
candidaturas que eran denominadas, sin disimulo, como «oficiales» o
«gubernamentales», y la implicación directa y abierta de Portela, de sus ministros y
de los gobernadores en la confección de las candidaturas fueron percibidos por los
distintos partidos como una regresión respecto de elecciones anteriores.
El tipo de organización que Alcalá-Zamora y Portela quisieron alumbrar apenas
ha sido analizado hasta ahora. Fue un proyecto que las circunstancias obligaron a
modificar varias veces entre diciembre de 1935 y febrero de 1936. De hecho, la
aspiración originaria de construir un partido de centro apenas duró unas semanas,
pues había otras fuerzas en ese espacio que no se avinieron a disolverse en el
proyecto gubernativo. Por eso, del intento de organizar un partido se pasó a otro para
pactar una coalición con las organizaciones de centro-izquierda y centro-derecha
preexistentes, y con candidatos independientes con fuerza electoral propia,
ofreciéndoles «protección gubernativa» a cambio de que accediesen a formar parte de
una futura minoría parlamentaria que hiciera viable la continuidad de Portela en el
poder. El presidente del Consejo logró algunas adhesiones por esta vía, aunque al
final fracasó, ya que el grueso de esas fuerzas prefirió integrarse en alguna de las dos
grandes coaliciones de izquierda y derecha. Y así, a pocas semanas de las elecciones
y vista la imposibilidad de un buen resultado en solitario, el Gobierno tuvo que
conformarse con incluir candidatos propios en otras candidaturas y promover unas
Cortes donde no hubiera una mayoría parlamentaria ni del Frente Popular ni de la
CEDA y sus aliados. Buscaba así dificultar, al menos, la posible destitución del
presidente de la República por la futura Cámara. Por consiguiente, la gestación del
centro fue un proceso confuso, con alternativas y contramarchas que modificaron de
raíz los planes originarios de sus promotores.

CENTRAR LA REPÚBLICA
La génesis del proyecto portelista es oscura. Suele vincularse a la crisis del
Partido Radical tras los escándalos del otoño de 1935 y a la aspiración de Alcalá-
Zamora de ocupar ese espacio con una nueva fuerza política. No obstante, el
presidente de la República acariciaba ese proyecto meses antes del «caso Estraperlo».
En varias entrevistas con Portela durante la primavera de 1935, Alcalá-Zamora ya
había expresado la necesidad de constituir una potente fuerza de centro que impidiera
la consecución de mayorías absolutas y le permitiera promover ejecutivos mixtos de

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