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magistratura, de los mandos policiales y de los agentes del Cuerpo de Vigilancia, o la

inobservancia de las leyes de orden público para los llamados «delitos político-
sociales».
Al margen de estos puntos, se ha insistido en la moderación del programa del
Frente Popular, reconocida incluso por los medios de centro y derecha[127]. Esta
percepción, probablemente, resulta de comparar su contenido con el discurso y las
propuestas originarias de la izquierda obrera, netamente revolucionarias. Además, se
refuerza porque, consideradas en sí mismas, una parte de las orientaciones
contempladas podían reputarse reformistas dentro del marco constitucional. Pero si se
inserta el documento en su contexto, existen elementos que contradicen esa
percepción. Es cierto que el manifiesto no incluía lo que por entonces se definía como
el programa «mínimo» del socialismo —la nacionalización de la tierra y la Banca, y
el control obrero— ni menos el máximo —la dictadura del proletariado—. Al
contrario, mostraba repetidamente su compromiso con valores como la «libertad», la
«justicia», la «democracia» o el «progreso social». Pero estos no se entendían desde
presupuestos liberal-democráticos, sino ligados a un proyecto político exclusivo, el
de la izquierda republicana, que automáticamente descartaba la convivencia con los
partidos que no lo compartieran.
Si esto no se tiene en cuenta, apenas se entiende la batería de medidas del
manifiesto orientadas a «restablecer el imperio de la Constitución», y la promesa de
reclamar las «transgresiones cometidas contra la ley fundamental». No es que esta
hubiera dejado de estar vigente bajo los gobiernos de centro-derecha; sencillamente,
entre 1934 y 1935 había dejado de interpretarse como el vehículo de la
«revoluciónrepublicana». Por ello los republicanos no se recataban en explicitar que
reformarían el Tribunal de Garantías Constitucionales para evitar que pudieran
formar parte de él «conciencias formadas en una convicción o en un interés contrarios
a la salud del régimen», una patente exclusión de los juristas políticamente adversos.
No otra cosa se haría con la Justicia, a la que los republicanos prometían liberar de
los «viejos motivos de jerarquía social, privilegio económico y posición política»,
antes de otorgarle independencia.
La parte económica y social del pacto dejaba ver las discrepancias no resueltas en
la negociación. La fórmula utilizada por los republicanos para salvarlas era no aceptar
las propuestas de la representación obrera y proponer su propio paquete de medidas.
A diferencia, por tanto, de la parte política, donde había sido posible el acuerdo, el
resto del manifiesto expresaba, en general, el compromiso de los republicanos de
desarrollar desde el gobierno las medidas acordadas, sin que se percibiera
contraprestación alguna por parte de la izquierda obrera para salvar la discrepancia.
Había una excepción siquiera parcial: la política industrial y de fomento. Como la
representación obrera no llegó a pedir la expropiación de la industria y el comercio,
se entendía que, aun sin «control obrero», las políticas de protección, intervención y
regulación estatal y revitalización económica mediante obra pública de los

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republicanos eran aceptadas positivamente por sus socios.
En la cuestión de la tierra, ya se vio cómo los republicanos rechazaron su
«nacionalización» y «entrega gratuita a los campesinos». Ofrecían como alternativa
un paquete de medidas destinado a mejorar el margen de beneficio y el nivel de vida
del cultivador directo —rebajas de impuestos, proscripción de la «usura» y de las
«rentas abusivas», crédito agrícola, revalorización de precios, fomento de la
exportación, obras públicas—, así como su cualificación técnica. Eso no quería decir
que los republicanos renunciaran a modificar la distribución de la propiedad agraria.
Amén de los «bienes comunales» y la derogación de la ley que devolvía sus predios a
los antiguos nobles o los indemnizaban, proponían estimular el acceso a la propiedad
de los arrendatarios, retomar la reforma agraria y fomentar las explotaciones
colectivas.
Lo mismo podía observarse en la alusión a las finanzas y las relaciones laborales.
En cuanto a las primeras, los republicanos rechazaban la nacionalización de la Banca,
argumentando que «fuerzas tan sutiles como el crédito no se pueden forzar por
métodos de coacción». Brindaban como alternativa una nueva ordenación bancaria y
un aumento de la intervención del Ministerio de Hacienda y de un Banco de España
estatalizado. Respecto a las segundas, los republicanos negaban el subsidio de paro y
el «control obrero», porque el régimen no debía inspirarse en «motivos sociales o
económicos de clase». A cambio, ofrecían el restablecimiento de la legislación social
del primer bienio, aun reconociendo la necesidad —no percibida entre 1931 y 1933—
de «reorganizar la jurisdicción de trabajo en condiciones de independencia», para que
«en ningún caso los motivos de interés general de la producción queden sin la
valorización debida». En esta parte resulta especialmente fácil adivinar la pluma de
Sánchez-Román, muy crítico durante el primer bienio con el funcionamiento de los
jurados mixtos y los aumentos salariales que no tenían en cuenta las posibilidades de
la «economía nacional[128]». Sin embargo, «fuera de este tope» quedaban los que el
manifiesto llamaba «privilegios sociales y económicos», sin aclarar quiénes los
personificaban, que estarían sujetos a «cuantos sacrificios haya de imponerse».
Igualmente, los republicanos diagnosticaban en el texto un proceso general «de
derrumbamiento de salarios en el campo» que el Gobierno habría de combatir fijando
salarios mínimos y creando una figura delictiva, el «envilecimiento del salario»,
perseguido de oficio. Además, los republicanos prometían organizar la lucha contra el
paro desde la administración, «estableciendo los servicios que sean necesarios» y
creando oficinas de estadística y colocación que anticipaban los modernos sistemas
nacionales de empleo. Ligado a lo anterior, prometían desarrollar las «instituciones
de previsión» consagradas en la Constitución y prestar «la atención que merecen» a
los servicios sanitarios y benéficos.
Por último, el manifiesto se cerraba con una coincidencia parcial. De acuerdo con
la representación socialista, los republicanos retomarían la política de construcción de
escuelas e institutos públicos y, si bien no acabarían con la enseñanza privada, como

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venía reflejado en la propuesta obrera, la someterían «a vigilancia». No se hacía en el
manifiesto referencia alguna a la Iglesia. Considerando que en el programa obrero
figuraba la disolución de todas las órdenes religiosas y la incautación de sus bienes,
esto podía interpretarse como una señal de moderación. No obstante, como la
legislación laicista vigente no se modificaría, esto no significaba más que los
republicanos retornarían a su cumplimiento estricto, especialmente el de la polémica
Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de 1933. Los coaligados también
convenían en que el Estatuto de Cataluña se restableciera tal y como estaba antes de
octubre de 1934, y en desarrollar «los principios autonómicos» establecidos en la
Constitución, lo que implicaba que las izquierdas se abrirían a extender el modelo a
otras regiones. Esto facilitó, a la postre, que algunos pequeños partidos regionales de
centro e izquierda, como Acción Nacionalista Vasca, el Partido Galleguista o la
Esquerra Valenciana, se integraran en la coalición. Por último, en cuanto a la política
internacional, no se hacía más mención que una adhesión genérica a los «principios y
métodos de la Sociedad de Naciones», si bien en el acta los republicanos se
comprometieron a tener en cuenta el hecho «de haber reconocido nuestro país al
gobierno soviético», una manera velada de anunciar relaciones oficiales con la
URSS[129].
En definitiva, la mayoría del texto reflejaba el «plan político» que el centro-
izquierda llevaría a cabo desde el gobierno a cambio de la coalición electoral con las
fuerzas obreras. La colaboración parlamentaria no se perfilaba más que en las partes
donde existían coincidencias: las garantías brindadas a la izquierda obrera, más una
serie de proyectos económicos y sociales esbozados solo genéricamente. No se
adivinaba, por tanto, qué puntos podían ligar a la izquierda obrera a un pacto
postelectoral que otorgara no ya estabilidad sino autoridad suficiente a un Gobierno
republicano. Al contrario, las discrepancias eximían a aquella de «hipotecas» futuras
en su acción política, el requisito que, como aclaró Caballero, había permitido
precisamente ese «manifiesto» conjunto. Por tanto, a falta de un gobierno de
coalición, el programa tampoco constituiría la argamasa que ligara al PSOE a los
republicanos. En la práctica, todo iba a depender de que Prieto lograra hacerse con las
riendas de su partido y convenciera a sus afines de retornar a la política
«conjuncionista».
En lo que el manifiesto tenía de «pacto», era fácil concluir que las fuerzas obreras
salían gananciosas. En caso de triunfo y sin desgastarse en tareas gubernativas,
obtenían una serie de contrapartidas que borraban las consecuencias negativas de
«Octubre» para sus organizaciones y militantes. Por eso, y pese a su pretendida
moderación, a los medios de prensa no solo conservadores, sino también los
republicanos moderados no se les ocultó la significación del manifiesto. «Se explica
que los partidos obreros revolucionarios firmen de tan buen grado el documento»,
reputaba el diario centrista Ahora: votaban a las izquierdas republicanas y las dejaban
gobernar «para que les desbrocen el camino, debilitando la fortaleza del Estado y el

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ánimo de los defensores de él. Después podrá venir el ataque a fondo[130]».
Por supuesto, no podía extrañar que en los periódicos afines a las derechas
proliferasen las críticas. Como era de prever, levantó especialmente las pasiones la
petición de responsabilidades a la fuerza pública por la «represión» de «Octubre». Lo
significativo era que medios nada hostiles —a veces, más bien lo contrario— al
centro-izquierda y al socialismo más moderado, llovieran las críticas, hasta el punto
que, desde mediados de enero, mostraran una militancia creciente en apoyo de las
candidaturas antirrevolucionarias, que se haría especialmente perceptible cuando
confluyeran en varias provincias la CEDA y los centristas de Portela[131]. Ahora se
preguntaba en sus editoriales si con una coalición de izquierdas no ampliada hacia el
centro, los dirigentes republicanos podían hablar legítimamente de rescatar la
República del 14 de abril: «¿Se implantará lo que quieren los republicanos o lo que
quieren los partidos obreros? […] El elector que acuda a las urnas no sabrá si vota las
medidas de gobierno republicanas o las socialistas». Porque el manifiesto era «de
unión ante los comicios y de desunión ante el Gobierno» y, por ello, debió «quedar
inédito». Ahora no rechazaba que, en las circunscripciones donde pudiera
convenirles, el centro-izquierda pactara con los socialistas, pues «los pactos
electorales se hacen circunstancialmente para llevar los votos a los comicios». Otra
cosa era, sin embargo, un «compromiso postelectoral» que ligara a los republicanos
con los revolucionarios[132].
Igualmente, El Sol coincidía en que el programa «no permite saber si los
republicanos podrán predominar más allá de las coincidencias con los partidos
obreros», pues «a la simple lectura se advierte la falta de reciprocidad en el
compromiso […]. Los socialistas lo obtienen todo; los republicanos no alcanzan
nada». El periódico se mostraba muy crítico con la izquierda obrera, pues «ni siquiera
consiente la promesa de una defensa de la República, como esta no sea forjada en
nuevos moldes». Habría reconocido el éxito de los republicanos si hubieran logrado
de sus aliados una declaración favorable a «vivir dentro de la legalidad y de abjurar
de todo intento de revolución», pero a cambio solo habían obtenido «un condicionado
apoyo parlamentario» que de nada servía si no iba «refrendado con la garantía de una
absoluta renuncia a toda actuación en la calle». De modo que, paraeste medio, los
republicanos no podrían predominar: «Estarán no solo a merced de los aliados, sino
bajo su servidumbre». A Azaña se le reprochó que prestara su conformidad a la
amnistía con la amplitud con que venía en el manifiesto, algo a lo que se había
opuesto durante todo el primer bienio y en la campaña electoral de 1933. En virtud de
ella saldrían de la prisión los anarquistas condenados por delitos de especial
gravedad, y excluidos por ello de la amnistía de 1934, durante las insurrecciones que
Martínez Barrio y el propio Azaña hubieron de combatir. Por ello se preguntaba si los
«aliados de hoy» les exigían «el sacrificio de las convicciones a las ventajas de las
coaliciones electorales». Peor aún le parecía a El Sol la contradicción en que incurría
el líder de IR «entre haber negado formar parte de octubre de 1934 y querer ahora

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proteger a sus autores […] incluyendo en la exculpación y el perdón a los mismos
autores de delitos comunes[133]».
Sobre la supuesta moderación del manifiesto, suelen citarse como testimonios
cualificados, y casi únicos, las opiniones de Maura y Portela, ajenos ambos a la
coalición de izquierdas. Sin embargo, la lectura atenta de las declaraciones del
primero deja ver su componente irónico. El programa le parecía «bien» porque, dada
la composición del frente de izquierdas, «no podía ser más moderado de lo que es».
De ello no sacaba otra conclusión que reafirmarse en su propósito de concurrir a las
elecciones con la CEDA, porque estimaba que con las izquierdas, cuya coalición
tachó de «amalgama explosiva» que llevaría a otra revolución, era «completamente
imposible». En cuanto a Portela, sus declaraciones fueron fruto de una ambigüedad
calculada puesto que, como se verá, a mediados de enero no descartaba alianzas
circunstanciales con las izquierdas en algunas provincias. Por ello, al tiempo que
declaraba que el programa «no había caído mal» y «que no era para asustar»,
igualmente se alegraba por la marcha de Sánchez-Román, ya que «los partidos de
izquierda republicana no meditaron suficiente la alianza con los partidos
obreros[134]».
La respuesta de los republicanos de izquierda fue refutar las acusaciones de
«kerenskysmo» —por Kerensky, el político ruso al que se consideraba responsable de
haber facilitado la toma del poder por los bolcheviques en 1917—, ponderando lo
positivo de la alianza «para cerrar el paso a los fascismos descarados o
vergonzantes». Estos insistieron en que de la literalidad del texto no podía
entresacarse nada «revolucionario». Para Amós Salvador era un documento
«moderado, sereno, constructivo […] y profunda, neta y lealmente republicano». «Un
programa moderado», corroboraba Bernardo Giner de los Ríos (UR), «un anhelo de
equidad y justicia». Además, se esforzaron por tranquilizar sobre la actitud de las
fuerzas obreras. Marcelino Domingo afirmaba que las «fuerzas conservadoras»
debían «saludar con entusiasmo esa disposición de las fuerzas obreras más
avanzadas». Para Política, «las organizaciones proletarias» habían admitido «el cauce
legal de la República para pugnar por sus reivindicaciones[135]».
Igualmente, El Socialista negaba que la representación obrera se hubiera
impuesto a la republicana. Hablaba, por el contrario, de un pacto de «transigencia
común» en el que aquella había cedido más. Era un programa de «matiz estricta y
netamente republicano». Las fuerzas obreras ambicionaban mucho más y quien
pensara que por él habían renunciado «siquiera circunstancialmente» a sus
aspiraciones «padece una miopía de la que hará bien en curarse». Con todo, aun sin
desdeñar el pacto, el sector centristadel PSOE priorizaba la amnistía y las
responsabilidades, conscientes de que esos puntos constituían su cogollo. No otra
cosa, en realidad, pensaban los republicanos. Cuando a Barcia le tocó en Almería (20
de enero) destacar las coincidencias «esenciales», habló exclusivamente de la
amnistía, las responsabilidades y el restablecimiento de las leyes sociales. Lo mismo

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