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retrasar estos cambios hasta que los gobernadores no recabaran información

suficiente, para evitar improvisaciones en los nombramientos de las gestoras. Pero en


las localidades donde las izquierdas eran fuertes y se habían movilizado a favor del
cambio, esas indicaciones fueron ignoradas. El clima de intimidación influyó, desde
luego, en que los gestores nombrados por Portela abandonaran sus cargos, amén de
que, donde en efecto hubo reposición, la gran mayoría de los concejales de centro y
derecha prefirieron no presentarse a tomar posesión de sus cargos. Los cambios en
los ayuntamientos, por supuesto, tenían influencia allí donde faltaban por verificarse
las elecciones, ya sea por repeticiones en mesas que no completaron la votación el 16
de febrero o ante la segunda vuelta. Pero no menos relevante era que el control del
poder local suponía un resorte muy importante para presionar desde abajo por el
cumplimiento y hasta el desbordamiento del programa del Frente Popular. Como ya
había ocurrido en Cataluña, en el resto de España las nuevas autoridades aprobaron
de inmediato la reposición de funcionarios y empleados cesados en octubre de 1934,
y la expulsión inmediata de todos los contratados después de esa fecha. En algunas
localidades también se retomaron, en esa misma fecha, medidas de fuerte carga
simbólica, como la retirada de cruces de los cementerios o los cambios en los
nombres de las calles. A veces, como el caso de Huelva, también se adoptaron
acuerdos para exigir responsabilidades a los concejales anteriores por asuntos tales
como las subvenciones a las procesiones de Semana Santa de 1935. En otros, como
Marbella y alguna localidad de Ciudad Real, el nuevo alcalde ordenó el registro de
las casas particulares del párroco, el maestro, el médico y de los dirigentes de la
CEDA, buscando armas. Pero más importancia tuvo en el día a día posterior el cese
inmediato de los guardias municipales y la designación de nuevos guardias cívicos.
Todo, como se dijo desde el ayuntamiento de Málaga, para asegurar que se
materializaba la victoria del Frente Popular «republicanizando» el municipio[552].

Un presidente fastidiado
En el primer Consejo de Ministros que presidió Azaña en la mañana del 20, este
tuvo que enfrentar la cuestión del orden público, inaugurada esa jornada con la
noticia de la quema de iglesias en Alicante. Con una distancia impropia del cargo que
ocupaba, anotaba en su diario: «Esto me fastidia. La irritación de las gentes va a
desfogarse en iglesias y conventos, y resulta que el Gobierno republicano nace, como
el 31, con chamusquinas. El resultado es deplorable. Parecen pagados por nuestros
enemigos[553]».
Lo parecían, pero no lo estaban. Las «chamusquinas» de las que hablaba Azaña
alcanzaron proporciones notables, si bien discontinuas. La violencia antirreligiosa
coincidió con las regiones donde proliferaron los asaltos a centros conservadores
entre el 19 y el 20: Andalucía, Levante y Galicia. Si en Almería la intervención de

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algunos vecinos y la rápida aparición de la policía sofocaron los incendios en al
menos cuatro edificios, no ocurrió lo mismo en otros lugares, donde el fuego y los
saqueos hicieron estragos[554]. Con diferencia, las provincias donde se registró más
actividad antirreligiosa fueron Valencia, Málaga, Córdoba, Alicante, Murcia y La
Coruña, amén de algún otro caso aislado, por ejemplo en Barcelona, Zaragoza,
Salamanca, Burgos, Sevilla o Melilla. En muchos casos fueron grupos que actuaron
con rapidez y por sorpresa, en circunstancias que hacían difícil la vigilancia policial.
En otros, los asaltos se produjeron durante manifestaciones y conllevaron diversas
formas de profanación, entre las que destacaba la ocupación de los templos, la
celebración de bailes y otros actos lúdicos no religiosos en ellos, o el robo y el
destrozo de objetos sagrados. A veces la rápida intervención de la policía impidió que
la destrucción total de los templos, caso de Benaoján (Málaga). Pero, en general, en
un porcentaje elevadísimo del casi medio centenar de episodios, los extremistas
lograron su propósito de destruir por completo los edificios religiosos y todo lo que
contenían[555].
En algunas localidades, esa violencia alcanzó proporciones tan alarmantes que
varios sacerdotes y religiosos huyeron temporalmente de sus pueblos, en una diáspora
que se acentuaría durante la primavera. Fue el caso de varios municipios de Córdoba
o de Torrijos (Toledo), donde el cura había participado en la actividad electoral
conservadora, se convirtió ahora en un objetivo tan señalado como los dirigentes de
derechas, según escribió él mismo a su obispo. Otros, que no se fueron, empezaron a
notar la presión de las nuevas autoridades y temieron por sus vidas, como los
párrocos de Huéscar (Granada) o Valenzuela (Córdoba). Y si bien es cierto que los
incendios o asaltos de edificios religiosos rara vez estuvieron ligados a agresiones
directas al clero, sí hubo algún caso: en La Coruña, por ejemplo, un sacristán fue
maltratado sin que la Guardia de Asalto, presente, lo evitara[556].
No fue ajena a esa situación la visita que hizo el nuncio Tedeschini a Azaña la
mañana del día 21. No trascendió casi nada del encuentro, aunque es muy probable
que además de cumplimentar al nuevo presidente, al que no veía desde principios de
1934, el nuncio se quejara de la proliferación de actos de violencia contra los
católicos y la Iglesia. Aunque Tedeschini era conocido por su moderación y para la
izquierda republicana representaba al sector de la Iglesia más proclive a desligar la
política de la religión, el nuevo Gobierno carecía de una posición nítida. Estaba claro
que a Azaña le «fastidiaba» empezar esa nueva andadura con incendios de iglesias,
pero no era menos cierto que entre los republicanos se tendía a justificarlos como una
manifestación de desahogo y, como le dijo el propio Azaña a Giménez Fernández, el
«resultado fatal de una opresión de casi dos años». En todo caso, el presidente
aseguró al nuncio que las violencias eran resultado de los problemas derivados de la
falta de coordinación durante el rápido cambio de autoridades, en el que unos pocos
se habían aprovechado para cometer «desmanes». Tedeschini salió de allí con «la
esperanza de que una vez constituidos y asentados el nuevo Gobierno y las

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respectivas Autoridades locales, y dueños estos de todos los resortes, ningún atentado
se repetiría[557]».
No obstante, la jerarquía eclesiástica sabía que las malas noticias podían
prolongarse en el tiempo. Porque, como escribiría días más tarde Vidal i Barraquer,
no creían que esas «bárbaras violencias» fueran «ajenas» a «las iniciativas públicas
de las propagandas disolventes» y, por tanto, que se acabaran sin una enérgica
defensa del orden y de la ley. Eran conscientes de que la implicación de parte del
clero en la campaña electoral y, sobre todo, la asociación que las izquierdas hacían
entre la política del segundo bienio y los católicos les pasaría factura, por más que
esto no casara con una República que había separado la Iglesia del Estado. Todo eso,
ligado al miedo que provocaba el hecho de asociar al Frente Popular con la liberación
de quienes habían participado en la insurrección de 1934, pintaba un panorama
oscuro. No en vano el cardenal Gomá reconocía, en una circular enviada a los
párrocos el 20 de febrero, las «voces de desaliento que llegaban hasta él» y se
mostraba alarmado porque esas «dificultades transitorias» condujesen a la supresión
de los actos de culto y al «apocamiento» de los curas. Quizá porque sabía que no
todos los párrocos habían estado al margen de las elecciones, insistía también en que
«se abstuvieran de intervenir en cuestiones políticas o pertenecer a partidos políticos,
se llamaran como se llamaran», y prohibía «expresamente que en la cátedra sagrada
se trataran cuestiones políticas». Las nuevas autoridades civiles merecían, además,
«cortesía y atención», y «espíritu de concordia». Gomá trataba, por tanto, de contener
el creciente pánico que podía apoderarse de algunos sacerdotes, a la vez que temía
que cualquier pequeño desliz político en esas circunstancias sirviera de pretexto para
incitar a la violencia antirreligiosa[558].

A remolque de los hechos


Ciertamente, el día 20 no amaneció igual para todos. Para la derecha monárquica
no cabía esperar nada bueno del nuevo Gobierno, por lo que admitían estar alerta,
aunque prometían respetarlo y apoyarlo solo si, como mínimo, aseguraba que la ley
fuera igual para todos. Los carlistas daban por hecha la revolución y admitían seguir
organizándose para no ser sorprendidos cuando llegara el momento decisivo. La
Falange, sin embargo, abandonó su primera reacción de pánico ante una posible
insurrección «marxista» y trató de sacar ventaja del cambio de circunstancias. Primo
de Rivera «ordenó a los editorialistas de Arriba que concentraran su fuego sobre las
derechas desacreditadas y tratasen bien a los líderes liberales del Frente Popular»,
convencido de que estaban, realmente, ante una oportunidad de crecimiento para su
organización. Es más, parece que el día 21, en plena fase de asentamiento del nuevo
Gobierno, Primo de Rivera dijo a los jefes provinciales del partido que no fueran
hostiles con el gobierno Azaña y que «desoyeran terminantemente todo

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requerimiento para tomar parte» tanto en «conspiraciones» como en «alianzas de
fuerzas de orden[559]». Por su parte, la CEDA buscaba su sitio reafirmando un
legalismo que, como se verá, la llevaría a apoyar la amnistía propuesta por el
Gobierno, influidos por el pánico que provocaba saber que sus sedes y afiliados eran
objeto de las iras de los grupos violentos de las izquierdas.
En la otra orilla, sin embargo, el panorama era bien distinto. El cambio de
gobierno fue celebrado por la izquierda republicana como una demostración palpable
de que la República había sido «restaurada», en lógica conclusión con una campaña
electoral en la que se había presentado el segundo bienio como la destrucción del
régimen. En ese sentido, aunque Azaña y Martínez Barrio habrían preferido llegar
unos días más tarde al poder, una vez en él precipitaron las medidas para consumar,
profundizándola, esa «restauración»: era «urgente realizar el programa» que había
servido «de base para las elecciones». Y lo era ante la explícita presión de sus socios
de la izquierda obrera. El día 20 los socialistas insistían en la amnistía «inmediata»,
como en la readmisión de los huelguistas de «Octubre». No tuvieron que presionar
demasiado. Cuando terminó la primera reunión del Consejo de Ministros, en la
sobremesa del 20, se anunció a la prensa que comenzaría a cumplirse de «inmediato»
el pacto, encajándolo dentro de lo que los republicanos de izquierdas entendían como
límites constitucionales[560].
La primera decisión del Consejo fue, en realidad, un intento de encauzar lo que en
la práctica estaba pasando ya en algunas localidades y acabaría extendiéndose por
toda la geografía: se aprobaba la reposición de todos los ayuntamientos de elección
popular suspendidos por decisión gubernativa. En principio, por tanto, quedaban
excluidos los sometidos a procedimiento judicial. Azaña anunció también que
hablaría a la nación esa misma tarde y que el Gobierno había «estudiado un plan»
para agilizar la amnistía dentro de la Constitución. Entretanto, el nuevo fiscal de la
República, Alberto Paz Mateo, pediría a sus subordinados que calificaran
rápidamente los delitos pendientes, para aprobar el mayor número posible de
libertades condicionales o prisiones atenuadas. Finalmente, el Consejo aprobó el
nombramiento de los nuevos gobernadores y confirmó el del nuevo director general
de Seguridad, Alonso Mallol, que se había hecho con el cargo de facto aquella
madrugada, y que en su toma de posesión asumió como tarea prioritaria
«republicanizar» a las fuerzas del orden, pues no le cabía duda de que un «sector de
la policía» estaba «encuadrado en una gran tibieza republicana[561]».
Fue la tarde del 20 cuando Azaña habló por radio, dando por hecho que presidía
un gobierno post-electoral y no otro de gestión hasta que se constituyeran las Cortes.
Por ello anunció nuevamente que cumpliría el pacto del Frente Popular, y que ya
había dado instrucciones para cambiar a los ayuntamientos y reponer en sus puestos a
los empleados públicos suspendidos en 1934. Y en inequívoca referencia a sus
adversarios, pidió a «todos los españoles, sin distinción de ideas políticas», que,
«depuestos ya los ardimientos de la contienda electoral», cooperaran en «la obra que

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el Gobierno trata de emprender bajo su responsabilidad exclusiva», una obra que no
tenía «ningún propósito de persecución ni de saña». Fue un llamamiento a la
concordia apenas sostenido sobre buenos deseos, cuando la oleada de violencia
política exigía una declaración terminante de que aquel Gobierno haría cumplir y
respetar la ley. Con todo, el discurso contenía un mensaje parcialmente esperanzador
para las derechas. En ese sentido, Azaña fue bastante más lejos en sus declaraciones
de aquella tarde a un periódico francés, dirigido a la opinión internacional: los
republicanos «no quer[ían] la revolución» porque eran «moderados y enamorados de
la justicia»; votarían la amnistía y estudiarían la reforma agraria, pero prometió que
no se actuaría «bruscamente» con la cuestión religiosa y que el Gobierno aplicaría
«las leyes» vigentes. En esas horas, Azaña todavía creía posible prometer que
gobernaría «dentro de la ley, sin innovaciones peligrosas», pues ellos querían «la paz
social y el orden[562]».
Pero estos mensajes hacia su derecha eran secundarios respecto de, como escribió
en su diario, «calmar» el «desordenado empuje del Frente Popular». La amnistía
debía actuar de primer calmante y, para obtener el apoyo de la Diputación
Permanente y su rápida aprobación, el Gobierno negoció la fórmula con Giménez
Fernández y con los socialistas. El representante de la CEDA se quejó de los
«atropellos y asaltos» que sufrían sus sedes, pero prometió que su partido apoyaría,
aunque con matices, la amnistía porque la consideraban una medida de pacificación.
Los votos cedistas eran fundamentales para obtenerla y para Giménez Fernández, de
acuerdo con Gil-Robles, era la demostración de que su partido insistiría en su postura
de abierta colaboración con el Gobierno en cuestiones donde pudieran coincidir. A
cambio, esperaba que el Ejecutivo de Azaña no se dejara desbordar por «los
extremismos». La CEDA debía significarse como «un partido netamente
gubernamental que con más títulos que ninguno puede considerarse la derecha de la
República», y por ello debía apoyar al Gobierno en el mantenimiento de la ley, a
sabiendas de que en «el juego normal de una democracia, los partidos políticos se
combaten, pero se respetan[563]».
Estas declaraciones de «cuasirrepublicanismo» causaron un revuelo entre los
monárquicos. El carlista Fal Conde no tardó en responder, acusando a los de Gil-
Robles de la derrota electoral y la división de las derechas. No cabía una «moral
adhesionista» de apoyo al Gobierno Azaña para «ver si por ese camino se contiene el
avance revolucionario». En la misma línea, Calvo Sotelo recriminó a Gil-Robles que
no entendiera el «sentido neurótico» del sufragio y no quisiera ver que cuando Azaña
terminase su «luna de miel con el extremismo», se vivirían «jornadas angustiosas».
Recusando el posibilismo, insistió en que el «problema de régimen no es accidental»
y que, tarde o temprano, el Estado republicano fallaría en mantener la «paz
ciudadana», y por ello sería necesaria su «sustitución integral[564]».

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