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de los del resto de España.

El 20 de enero, Andrés Nin se quejó en Gerona de que los


ofrecimientos del POUM aún no habían tenido contestación por parte de ERC[184].
La asamblea de Acció Catalana despejó finalmente el camino y su Ejecutiva
publicó una nota anunciando que resolvían adherirse al pacto electoral de las
izquierdas de toda España. Como aclaraba Nicolau, apoyarían un gobierno
republicano de centro-izquierda «para que pueda gobernar con toda autoridad». Acció
acordaba, además, defender un frente electoral que incluyese a otras formaciones
catalanistas «netamente republicanas y democráticas», en referencia a IR. En cuanto a
las fuerzas obreras, ACR «no rehusaba» su colaboración, pero «siempre que su
aceptación de la legalidad republicana represente una garantía de convivencia civil y
de lucha dentro de la ley». Nicolau había logrado salvar la oposición dentro de su
partido, si bien persistía una fuerte prevención hacia sus potenciales aliados. Más aún,
ACR ni siquiera consideraba a esas fuerzas obreras como parte del «frente electoral»:
la resolución definía una colaboración circunstancial y muy condicionada[185].
De hecho, Acció y otros sectores centristas del republicanismo catalán levantaron
el veto a las fuerzas obreras, pero para retirarse a una segunda trinchera, la de reducir
en lo posible su presencia en las candidaturas. Aquí encontraron el apoyo del sector
más conservador de ERC que deseaba aminorar el «ala socialmente radical en una
forma desproporcionada[186]». Al mismo tiempo, Acció pretendía reforzar el ala
derecha de la coalición e intentó incluir a Unió Democrática de Cataluña, un pequeño
partido nacionalista y cristiano. ACR reservaría un puesto para Manuel Carrasco
Formiguera si la asamblea de Unió aprobaba unirse a la coalición de izquierdas, algo
que finalmente no ocurrió. En todo caso, el ala derecha de los republicanos catalanes
pudo reducir la presencia «obrera» a cinco puestos sumando las candidaturas de
Barcelona capital y provincia. En principio, se los atribuían a USC, pero esta debía
repartirlos con las formaciones de extrema izquierda. Esto dejaba entrever un nuevo
conflicto, pues los socialistas catalanistas no estaban dispuestos a ceder más que uno,
quedándose con todos los demás. Y eso que el POUM pedía un candidato en cada una
de las cinco circunscripciones catalanas, y los restantes partidos obreros un puesto
para cada uno. Aparte, al reparto de candidaturas se sumaba otra dificultad: la
negativa del POUM a comprometerse a apoyar un gobierno republicano más allá de
la consecución de la amnistía y el restablecimiento autonómico. Esto reforzaba los
argumentos de quienes deseaban apear a los poumistas de la coalición.
Tras algunos amagos de ruptura por parte del POUM y un fracasado intento de
impulsar un «Frente Obrero de Cataluña» con el Partido Sindicalista y el PSOE, el 28
de enero, el partido de Maurín acabó aceptando el puesto que se le ofrecía, para el
que designó a su líder. El ajuste de las restantes fuerzas se hizo sobre la base de sus
pretensiones iniciales: un puesto para el PCE y el PCP en Barcelona, cuatro para la
USC —tres en Barcelona y uno en Lérida—, y uno para el PSOE en Tarragona.
Además, se dejaban dos puestos para la Unió de Rabassaires. El que iba a otorgársele
al POUM fue transferido de Lérida a Barcelona capital, debido a las malas relaciones

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en aquella provincia entre los comunistas y la Esquerra. El 30 de enero se llegó al
acuerdo definitivo, y, además, se aprobó denominar a la coalición «Frente de
Izquierdas de Cataluña», tal y como pedían los republicanos. Quedó fuera de ella el
Partido Sindicalista «con objeto de que no pueda haber pretexto» para que la CNT
pudiera «combatir las candidaturas[187]».
Entre los partidos republicanos, el reparto de puestos fue menos conflictivo. El
debate sobre la proporción que debía ceder ERC a sus aliados solo se enquistó por las
exigencias de IR, que se solventaron en una negociación entre Pi y Azaña y, también,
con la incorporación de Marcelino Domingo a los trabajos para componer el frente
catalán. El acuerdo distribuyó las 31 candidaturas del cupo republicano a razón de 21
para ERC, 5 para ACR, 3 para IR y 2 para el PNRE[188].
No solo el acoplamiento, sino también el nombramiento de candidatos conllevó
polémica, y no logró cerrarse hasta semana y media antes de las elecciones. La
Esquerra era partidaria de incluir en las candidaturas a los consejeros de la
Generalidad que se sublevaron en 1934, algo que rechazaba Acció. Como ocurrió
dentro del PSOE, se utilizó el argumento de su probable incapacitación por las
Cortes. Los dictámenes de juristas cercanos como Ossorio y Gallardo, dudaban de la
conveniencia de incluirlos, y solo aconsejaban la participación en la candidatura de
Companys. No obstante, este se mantuvo inflexible y logró, el 30 de enero, imponer
la presencia en las listas de todo su Gobierno: Martín Barrera, Pedro Mestres y
Ventura Gassol (ERC), Martín Esteve (ACR), Joan Lluhí (PNRE) y Joan Comorera
(USC). Companys solo vetó al exconsejero de Gobernación, Josep Dencàs, al que
culpaba de la derrota. La inclusión de los políticos encarcelados serviría para
«homenajearlos» y como un argumento emocional que redujera el abstencionismo
que la CNT catalana había decretado un día antes. Precisamente para no espantar el
voto anarcosindicalista, y también por la enemiga personal de Companys, destacados
militantes del Estat Catalá, el ala independentista de ERC, fueron descartados, lo que
provocó turbulencias internas[189].
El 4 de febrero, el Frente de Izquierdas hizo público un corto manifiesto en el
que, entre los firmantes, no aparecieron ni los sindicalistas de Pestaña ni el PSOE
catalán. El texto definía la unión solo a efectos electorales y sin que ningún partido
renunciara a sus doctrinas privativas. La unión se hacía sobre los principios
instituidos por los republicanos catalanistas y la USC, que aceptaban las restantes
fuerzas obreras. Estos eran, además de la consabida amnistía y el restablecimiento
íntegro del Estatuto, la oposición a la reforma de la Constitución de 1931, el
mantenimiento y aplicación de la legislación social, la inobservancia de la ley de
Vagos y Maleantes para los obreros en «paro forzoso», el restablecimiento de la ley
de contratos de cultivo y limitar la jurisdicción del Tribunal de Garantías
Constitucionales sobre las leyes catalanas. Además, el Frente de Izquierdas anunciaba
su adhesión al programa de la «coalición general de las izquierdas». El Frente
aprovechaba para saludar a los «pueblos hispánicos» y a los ciudadanos dispuestos a

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«barrer a la reacción», y a impedir que se implantaran «regímenes dictatoriales y
fascistas[190]».
No se diferenciaba en demasía del texto del Frente Popular al que se ligaba, pero,
si se hace abstracción de su catalanismo, el tono era más moderado. No existían las
contradicciones programáticas entre las fuerzas obreras y las republicanas del
manifiesto nacional, ni concesiones a su programa revolucionario. Las
reivindicaciones eran las de la Esquerra y sus aliados, con algún aditamento obrerista.
Por último, se aclaraba que la unión no implicaba compromisos postelectorales con la
extrema izquierda. Obviamente, en el tono influía el predominio de los republicanos
en esta región. Lo explicó Pi y Sunyer ante la prensa: había sido posible extender el
pacto hacia la extrema izquierda porque el programa de ERC era avanzado «en el
campo político social», pero, sobre todo, porque «tácticamente era conveniente ante
el frente unido de las derechas[191]».

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UNA ORQUESTA MAL AVENIDA

Hasta ahora se ha dado por supuesto que la CEDA afrontó la campaña electoral
con un tono y unos propósitos más radicales que los de 1933, por su enojo con la
disolución de las Cortes, que parecía privar de sentido al posibilismo. Y se ha
asumido que si Gil-Robles no pactó un bloque electoral con los monárquicos no fue
porque no compartiera sus posiciones extremistas, sino porque lo impidió el pequeño
pero influyente sector social-cristiano de su partido, y también por la necesidad de
sumar en algunas provincias los votos republicanos conservadores.
Sin embargo, lo que pasó fue, en realidad, bastante diferente. Para empezar, el
contexto en el que se celebraron las elecciones de 1936 no pudo ser menos propicio
para la moderación y para mantener vivo el posibilismo católico. El Debate explicó
tras la constitución del primer Gobierno de Portela que se había levantado «una
muralla» para impedir que la CEDA pudiera hacer desde el gobierno lo que las urnas
habían legitimado en noviembre de 1933[192]. Ciertamente, para los cedistas el giro
inesperado de la situación política fue una noticia difícil de encajar, precisamente en
el momento en que más a su alcance estaba la posibilidad de modificar la
Constitución. Además, las heridas abiertas a raíz del «Octubre» revolucionario no
estaban cicatrizadas, sino todo lo contrario. Y ahora tocaba hacer frente en las urnas a
unos partidos que habían prometido impedir a toda costa que la CEDA tuviera alguna
influencia en la República. En esas circunstancias, ¿cómo contrarrestar el discurso de
un Calvo Sotelo que aseguraba abiertamente que la conciliación entre los católicos y
la República era definitivamente inviable?
Los cedistas, además, estaban tan asustados como el resto de las derechas y el
centro republicano ante una posible vuelta al poder de quienes se habían saltado la
legalidad en octubre de 1934. En esa tesitura, cabía esperar que el partido de Gil-
Robles se lanzara de inmediato a tejer una coalición con la derecha monárquica para
conseguir «todo el poder» después de las elecciones y, ya sin la servidumbre de los
radicales, cambiar la República y «aplastar» la revolución. Eso deseaban los
monárquicos; y por eso la Nochebuena de 1935 el editorial de ABC daba por hecha la
«unión de derechas». Pero se trataba más bien de un acto de fe y de una forma de
presión, pues lo visto en los mítines de esas dos últimas semanas del año apuntaba en
una dirección bien distinta: la comunión de las derechas era una entelequia de los
monárquicos.
Concretamente, ese mismo día Calvo Sotelo había dicho que la revolución
triunfaba en las alturas (se refería al presidente de la República) porque se había

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impedido que la CEDA formara gobierno y se había permitido la vuelta a la legalidad
de las organizaciones marxistas. El líder monárquico no ahorraba críticas a la CEDA,
como venía haciendo durante todo el segundo bienio. Para él, si bien «todas las
derechas esta[ban] de acuerdo en que [la República] no ha[bía] implantado las
esencias» que ellos personificaban, no podía entender por qué «un sector de ellas
s[eguía] en el régimen creyendo que podr[ía] transformarlo desde dentro». Ellos,
sentenciaba, «no compart[ían] esa ingenuidad», pues la «República no adoptará
nunca formas moderadas». Aunque luego Calvo puntualizara que esa diferencia «no
estorba[ba] al frente antirrevolucionario», esto era una cuestión discutible. De hecho,
él formulaba unas exigencias que, como bien sabía, planteaban graves problemas a
los cedistas: pedía que el frente electoral antirrevolucionario lo integraran solo estos,
los monárquicos y los independientes, pero «nada de partido radical». Y además,
confirmaba que ya no era posible hacer campaña para revisar la Constitución: la de
1931 estaba «cancelada» y era necesaria una «nueva[193]».

CONCILIAR LO INCONCILIABLE
Calvo Sotelo estaba decidido a tensar la cuerda en su estrategia para lograr un
pacto electoral. Pero Gil-Robles, que durante esos días y hasta mediados de enero
criticó igualmente a Alcalá-Zamora, dejando incluso que sus juventudes avivaran el
fuego y pusieran sobre la mesa reivindicaciones maximalistas, jugó su propia partida.
Para empezar, hay varios aspectos de su discurso en esos días de finales de 1935 que
son muy significativos. Uno, en absoluto menor, es el que señalaba que el problema
no era tanto una «mala» Constitución como un mal funcionamiento del Parlamento.
Su afán, por tanto, no era suprimir la Cámara sino disponer de una mayoría que
hiciera gobernable el país y permitiera evitar la intromisión del presidente en el juego
parlamentario; es decir, nada que ver con los objetivos del líder del Bloque Nacional.
Y decía confiar plenamente en las urnas para resolver ese problema, sin descartar
además el pacto con todos aquellos que estaban contra la revolución, incluidos los
republicanos.
Los días posteriores a la Navidad hasta la primera semana de enero fueron un
hervidero de rumores sobre si habría o no acuerdo entre la CEDA y los monárquicos.
Calvo Sotelo siguió presionando a favor del frente derechista tal y como él lo había
definido. Pero esa presión pública reflejaba, en verdad, una cierta derrota en el
terreno de las conversaciones privadas. De hecho, el mismo 26 de diciembre se
producía una entrevista entre Miguel Maura y Gil-Robles cuyo objetivo era extender
la coalición a los republicanos conservadores, si bien las diferencias entre ambos no
eran menores. Parte de la prensa interpretó que el primero no estaba de acuerdo en la

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