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ascendiente sobre el líder de la CEDA.

La noche del 6 de febrero tuvo lugar en el


domicilio de Alba una entrevista reservada entre estos tres dirigentes. Allí se dejó
claro que no se definirían pactos postelectorales ni tampoco una coalición general,
pues Gil-Robles se negó a renunciar a la destitución de Alcalá-Zamora si se ganaban
las elecciones. De hecho, en vísperas de la entrevista, el jefe de la CEDA no había
ahorrado críticas a la irrupción del centrismo que, al evitar una mayoría
parlamentaria, haría estériles las futuras Cortes. La entrevista solo sirvió para aplacar
hostilidades y no obstaculizar las candidaturas conjuntas en las provincias donde sus
correligionarios quisieran pactarlas. Además, se acordó que en las circunscripciones
donde no hubiera coalición, los centristas pidieran a sus electores que completaran
sus candidaturas abiertas con aspirantes conservadores[294]. En definitiva, fue un
acuerdo endeble, aunque suficiente para aumentar la cohesión del centro-derecha en
quince circunscripciones donde se ofrecían mayores dificultades para el triunfo de la
CEDA y sus aliados[295].
Pero este otorgó una amplitud insospechada dos meses antes a la coalición
antirrevolucionaria. Aunque no en el grado que alcanzó el Frente Popular, lo cierto es
que, finalmente, las candidaturas conservadoras fueron más cohesivas en 1936 que en
1933. En efecto, para la primera vuelta de las elecciones anteriores se habían
presentado por separado, en casi todas las provincias, candidaturas mayoritarias de
centro republicano auspiciadas por el Partido Radical y otras de la Unión de
Derechas, que agrupaba a la CEDA, monárquicos de distintas tendencias, agrarios e
independientes liberales y conservadores. Solo en muy pocas circunscripciones se
articularon candidaturas «antisocialistas» que unieron al centro republicano con la
CEDA y los agrarios, un fenómeno que se reproduciría con más fuerza en la segunda
vuelta. Para 1936 había crecido notablemente el número de circunscripciones donde
el centro republicano marchó unido a las derechas ya en primera vuelta. Resultaba
nuevamente significativo que la alianza electoral de la derecha católica y los
republicanos moderados fuese más estrecha en 1936 que en 1933, al tiempo que
aumentaba el número de circunscripciones donde los monárquicos autoritarios y los
cedistas se presentaban por separado.
Así las cosas, no puede hablarse en puridad de unas derechas desunidas porque,
globalmente, nunca alcanzaron un nivel de cohesión tan alto como en 1936. Con
todo, esto lo fue en términos de candidatura, que no de programa, pues la unión no
vino impuesta por un acuerdo programático o una coincidencia táctica. Sin el
riguroso sistema electoral y, sobre todo, el extenso frente de las izquierdas, habría
resultado improbable que se articularan alianzas tan dilatadas del otro lado.
Ciertamente, la CEDA y sus aliados sabían que en la mayoría de las provincias
los portelistas no aportaban nada. Pero allí donde la elección se presentaba más
incierta, sus candidatos consideraron que marchar en la candidatura oficial les
concedería una ventaja decisiva, ignorando que, con un electorado movilizado, la
posesión del Gobierno perdía relevancia y no garantizaba victoria alguna. Como se

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verá, de no haber pactado con el portelismo, en algunos casos los conservadores
hubieran podido llevarse los puestos de las minorías. Además, como durante la
campaña Gil-Robles no se privó de señalar la connivencia de Alcalá-Zamora y
Portela con la «revolución y sus cómplices», resultaba un contrasentido para una
fracción de su electorado que llegara a entenderse con ellos para las elecciones. Nada
de esto debió de ser gratis en términos de movilización del voto conservador. Pero en
un contexto de polarización pesaron más, en los dirigentes del centro-derecha, las
actitudes pragmáticas y el cálculo electoral: el prurito lógico de «concertar el mayor
número posible de voluntades frente al compacto bloque izquierdista[296]».
Aún así, y contra todo pronóstico, la tensión entre Gil-Robles y Portela se
mantuvo hasta la víspera de la jornada electoral. El gobernador de Madrid, Morata,
hizo un amago de dimitir después de que la CEDA se negara a incluir al expresidente
Ricardo Samper en su candidatura. Luis Lucia anunció la ruptura de relaciones con
portelistas y blasquistas, al oponerse a dar entada al gobernador de Valencia, Juan
Ribes, en la candidatura de Castellón. El acuerdo pareció pulverizado el 13 de
febrero, cuando Gil-Robles insistió en Zaragoza que promovería la destitución de
Alcalá-Zamora y se refirió a Portela como el tipo de político «que sabe doblar el
espinazo» para conseguir el poder. Estas críticas interrumpieron los ajustes de última
hora que se estaban produciendo en otras provincias, y se filtró que en el Consejo de
Ministros de ese día Alcalá-Zamora había expresado su disgusto por el pacto con las
«fuerzas reaccionarias». El presidente de la República pidió a Portela que enmendara
las coaliciones con las derechas, y redujera todo lo posible las proporciones de una
victoria conservadora que creía «inevitable». Le advirtió que provocaría un «desastre
manifiesto» si «por condescendencia suya, a cambio de que le cedan actas para los
amigos», la diferencia de los conservadores respecto de las izquierdas llegara a
ochenta escaños. Portela lo calmó prometiéndole que los pactos con las derechas en
unas provincias serían compensados «con benevolencia en otras para las izquierdas»,
lo que archivaba definitivamente su acuerdo con Gil-Robles[297].
El disgusto de Alcalá-Zamora coincidió también con la alarma que el
acercamiento entre Portela y la CEDA había generado en los dirigentes de izquierdas.
El jefe del Gobierno recibió solicitudes de ayuda de Martínez Barrio para que el
Frente Popular pudiera al menos llegar a los 157 escaños, «y siempre sin ofrecer
nada», puntualizaba Alcalá-Zamora, «habiendo cometido el doble yerro de llevar sus
alianzas hasta los anarquistas [refiriéndose a Pestaña] y no admitir pactos con el
centro». Aunque Portela culpó a los dirigentes republicanos de izquierda por su
intransigencia anterior, hizo todo lo posible por tranquilizarles. Negó que hubiera
firmado una coalición con las derechas, lo que era cierto. La confusión y endeblez de
la entente con Gil-Robles era tal que, públicamente, Portela afirmó que sus
candidatos se presentaban en solitario, desligados de cualquier bloque, y que serían
los electores quienes les acoplasen a la lista más afín. Como los socialistas habían
advertido que romperían la coalición si los republicanos de izquierda pactaban con el

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Gobierno, el único acuerdo al que pudo llegar Portela con sus dirigentes se refería a
los escaños de las minorías. El Ejecutivo procuraría ayudar a que el Frente Popular
sacase un número de escaños siempre superior a 160, para evitar la excesiva
preponderancia de la CEDA, a cambio de que en algunas provincias, como Badajoz o
Sevilla, las izquierdas desviaran parte de sus votos hacia los candidatos centristas
para que alcanzaran los escaños de las minorías[298].
En esta confluencia de última hora entre Portela y las izquierdas se pactó la
candidatura de Lugo. Fue fruto de un acuerdo, el 10 de febrero, de las organizaciones
provinciales, pero con la aquiescencia del ministro de Justicia y jefe del portelismo en
esa provincia, Manuel Becerra, y de Azaña y Martínez Barrio. Las negociaciones
comenzaron cuando IR y UR decidieron romper la débil candidatura de Frente
Popular, que incluía a galleguistas y socialistas, y solicitar su integración en la del
Gobierno. Aun cuando suele atribuirse esta coalición «contranatura» al personalismo
de la política gallega, que relegaba los ideales, en este caso no era así. Los
republicanos tenían en Lugo una significación centrista, no de izquierdas. Los de IR
procedían del Partido Republicano Gallego y los de UR del Partido Radical. Sus
dirigentes tenían, además, un pasado común de militancia monárquica que les unía a
los portelistas y a los agrarios. El peso de la negociación lo llevaron Luis Rodríguez
de Viguri, exministro y diputado agrario, y el jefe provincial de UR, Rafael Gasset.
Pronto se llegó al ajuste a razón de cuatro portelistas, un agrario, dos de IR y uno de
UR. No fue, por tanto, una coalición de Frente Popular-Centro, sino la integración de
los republicanos de izquierda en la candidatura ministerial. De hecho, la coalición
provocó disensiones en el PSOE, y El Socialista, molesto por la candidatura,
comenzó a denunciar el «tinglado electoral» de Lugo. Sin embargo, las Ejecutivas
nacionales del PSOE y la UGT acabaron aceptando el pacto[299].
Lugo demostró que la tensión entre el Gobierno y los conservadores había
quedado lejos de aplacarse. Las fricciones entre ministeriales y conservadores se
acrecentaron durante los últimos días de campaña, y las quejas contra el Gobierno por
el uso partidista de los recursos oficiales fueron abundantes. Integrados IR y UR en la
candidatura ministerial, el gobernador, Artemio Precioso, se dispuso a cambiar en su
favor, vigente el periodo electoral, las comisiones gestoras de varias localidades,
incluida la capital. Proliferaron las denuncias, además, de que el gobernador solicitó a
los alcaldes «actas en blanco» para rellenarlas a placer. Pero lo que hizo específico el
caso de Lugo fue la remoción y traslado, días antes de la votación, de varios
funcionarios. El Gobierno alegó que eran afectos a las derechas y tenían montada
«una máquina de hacer actas», pero no concretó las irregularidades en que habían
incurrido, y tampoco los denunció ante la Fiscalía por un delito electoral. Que se los
sustituyese por cargos políticos adictos al centrismo probó que su traslado estuvo,
más bien, impulsado por el designio de procurarse impunidad durante el periodo
electoral. Las acciones más escandalosas las promovió el propio ministro de Justicia
y candidato, Becerra, cuando destituyó al presidente de la Audiencia Provincial, que

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también lo era de la Junta Provincial del Censo, encargada de verificar las elecciones.
También llamó a Madrid a los jueces de Instrucción de Becerreá y Chantada, para que
fueran sustituidos durante las elecciones por los jueces municipales nombrados por
los ayuntamientos portelistas. El propósito que animaba estos cambios quedó pronto
al descubierto: el 11 de febrero esos jueces decretaron la modificación del
emplazamiento de varias mesas electorales en los pueblos de significación
conservadora, y sustituyeron a su personal por centristas de ambas localidades,
contraviniendo la ley electoral. Para encubrir los cambios, la Junta Provincial del
Censo denunció a la Junta Central de Madrid que el gobernador se había negado a
publicar los nombres de los presidentes y adjuntos de las mesas electorales en el
Boletín Oficial de la Provincia, como era preceptivo.
El gobernador de Lugo designó, además, delegados gubernativos, justificándolo
en el riesgo latente de desórdenes en varios pueblos, lo que era cierto. Sin embargo,
al mismo tiempo, Precioso ordenó la salida de esos mismos municipios de varios
oficiales y números de la Guardia Civil y de Asalto, trasladándolos a otras
localidades o, incluso, fuera de la provincia. Los acontecimientos mostraron que los
delegados habían sido nombrados, en realidad, para desmantelar la organización
electoral conservadora la víspera de las votaciones y que la marcha de los guardias
debía otorgarles, igualmente, impunidad. Así, en Incio, el delegado ordenó la
detención del secretario del ayuntamiento y de varios dirigentes locales de derechas.
En Friol, otro delegado hizo lo propio con un candidato proclamado y con el
secretario local de la Unión de Derechas. Cuando el diario conservador Alborada
publicó la noticia, el gobernador anunció su recogida y el procesamiento de su
director. En Becerreá, otro delegado se incautó el 13 de febrero de los automóviles de
varios propagandistas conservadores para reducir su movilidad la jornada electoral.
En Folgoso de Caurel, la orden del delegado de detener a un prominente conservador
que ocupaba la fiscalía municipal acabó en tragedia, pues el fiscal mató de un disparo
al delegado[300].
Quizá lo que hace grave el caso de Lugo es que allí la presión gubernativa,
especialmente en una serie de partidos judiciales clave, pareció planificada y efectiva,
como denunciaron de consuno conservadores y socialistas. Fue, además, el único
caso donde la Junta Provincial del Censo, después de denunciar varios hechos a la
Central, sufrió, acto continuo, una modificación auspiciada por el Gobierno. Era el
síntoma más grave de una injerencia gubernativa inusitada, y es que Portela
consideraba esa circunscripción como uno de los bastiones de su proyecto centrista.
Solo Pontevedra, donde el jefe del Gobierno lideraba la candidatura de centro,
puede parangonarse parcialmente con Lugo. Allí, los candidatos del Frente Popular y
de la coalición radical-cedista de varias localidades denunciaron que las Juntas
Municipales del Censo, nombradas por las corporaciones portelistas, habían provisto
las mesas electorales a su antojo, y designado directamente a los presidentes y
adjuntos o falsificado las renuncias de los legalmente elegidos. El gobernador,

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Armando Peñamaría ordenó, además, una redada en las sedes políticas de la coalición
centro-derecha y en varios domicilios particulares para encontrar pruebas de un
supuesto pucherazo que estaban preparando, aunque el registro fue infructuoso. No
por ello se suavizó la presión: dos sacerdotes fueron detenidos por hacer propaganda
electoral, y varios alcaldes y secretarios de ayuntamiento denunciaron que el poncio
les había ordenado procurar la victoria de la candidatura portelista[301].

LAS PREVISIONES ELECTORALES


Aun cuando no se emplease nada parecido a los modernos sondeos, los políticos y
los medios de comunicación de entonces poseían ciertos elementos de juicio para
elaborar pronósticos electorales y hacer proyecciones de los resultados. Como era de
esperar, las elecciones de 1933 los condicionaron decisivamente. En diciembre de
1935, la confluencia de las izquierdas republicanas y obreras al tiempo que el bloque
de centro-derecha se resquebrajaba por la animadversión política entre Alcalá-
Zamora y Gil-Robles, otorgaba a aquellas una posibilidad cierta de victoria que
Azaña se había permitido exteriorizar en sus discursos. Así las cosas, incluso Manuel
de Irujo (PNV), ajeno a las izquierdas, vaticinaba el 27 de diciembre el triunfo de la
conjunción republicano-socialista en Andalucía, Asturias, Castilla la Nueva,
Cataluña, Extremadura, Murcia y Valencia. Conquistarían igualmente las minorías en
el País Vasco desplazando a los tradicionalistas, y la suma total les aseguraría la
mayoría del futuro Parlamento, si bien, como auguraba Torres Campañá (UR), no
resultaría una «mayoría aplastante». Esto coincidía con las previsiones de la CEDA
antes de la convocatoria electoral. La más optimista concedía a los católicos las
mayorías en una veintena de provincias, concentradas básicamente en Aragón,
Castilla la Vieja y León, amén de Castellón y Toledo, y las minorías en las restantes.
Creían tener garantizada una minoría más amplia que la de 1933, pero en ningún caso
la victoria electoral, para la que necesitaba alianzas con la derecha monárquica y el
centro-derecha republicano. Conscientes de esta correlación de fuerzas, y
considerando que las fuerzas de centro y derecha no se unirían, los dirigentes del
centro-izquierda no vieron necesario pactar con Portela y primaron el acuerdo
electoral con el PSOE[302].
Estos pronósticos se modificaron a partir de la segunda mitad de enero cuando,
contrariamente a lo que se preveía, el pacto alcanzado por las izquierdas provocó el
efecto contrario al deseado por sus directivos, y las organizaciones provinciales de los
partidos de centro y derecha comenzaron a negociar candidaturas conjuntas. El
veterano exministro Abilio Calderón, bien informado y optimista ante esa
insospechada conjunción de esfuerzos, no dudó en pronosticar, en fecha tan temprana

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