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(Echeguren).

La constante negativa de las izquierdas a admitir candidatos del


Gobierno y el fracaso de las negociaciones con el PNV para incrustar en sus
candidaturas al exministro radical Usabiaga, ahora portelista, reforzó a los segundos.
Pero serían las iniciativas que llegaban de las distintas provincias las que propiciaron
lo impensable hacía un mes.
En efecto, ante la escasa perspectiva de éxito de concurrir en solitario, los
centristas priorizaron su inclusión en alguna de las dos grandes coaliciones. Incluso
las organizaciones de Galicia, a quienes Portela atribuía a priori el triunfo electoral,
se mostraban preocupadas y buscaban aliados. Lo hacían con el apoyo de unos
apesadumbrados gobernadores, que no podían garantizar la victoria de la candidatura
ministerial por ninguna circunscripción. Algunos de ellos, contraviniendo las
instrucciones de Portela, tendieron puentes hacia la CEDA. Como se vio, Gil-Robles
había afirmado a principios de enero que no autorizaría pactos con el gobierno, pero
sus seguidores se mostraron dispuestos a transigir para maximizar sus expectativas
electorales. Así, el gobernador de Sevilla, José Carlos de Luna, acordó la inclusión de
dos candidatos ministeriales en una coalición de derechas. El de Alicante, Alejandro
Vives, alentado por el subsecretario Cámara, cerró también un acuerdo con la CEDA
y obtuvo dos puestos: uno para el propio Cámara y otro para el duque de Canalejas.
El propio subsecretario de Gobernación, Echeguren, se reunió el 14 de enero con
Salazar Alonso y ambos acordaron trabajar para reconstruir la coalición centro-
derecha. En Málaga, el jefe de los progresistas, José María Roldán, y los exministros
Luis Armiñán y José Estrada, que formaban allí el estado mayor del portelismo,
declararon su firme propósito de ir junto a la CEDA. La reacción de Portela fue
cancelar todos estos tratos y cambiar de provincia a algún gobernador, lo que provocó
la dimisión del de Sevilla[272].
Sin embargo, la última semana de enero el jefe del Gobierno cambió de parecer.
El 25 de ese mes, a la vez que anunciaba que el gobierno como tal presentaría
candidatos a las elecciones, un mensaje a sus seguidores de que continuarían
contando con el apoyo oficial, autorizó a su vez las coaliciones con casi todos los
partidos, excluyendo a los comunistas, a los socialistas caballeristas y a los
monárquicos. Esto significaba, en la práctica, que levantaba el veto a la CEDA.
Además, la mala situación del centrismo se apreció en que Portela renunció a
presentar candidaturas cerradas en casi todas las provincias, sustituyéndolas por otras
«abiertas», para facilitar así su acoplamiento con alguna de las grandes coaliciones.
Renunciaba de ese modo a disputar las mayorías, revelando que no contaba con los
votos suficientes para triunfar casi por ninguna provincia[273].
Significativamente, una vez conseguida la autorización de Portela, sus candidatos
priorizaron los acuerdos con las derechas antes que con las izquierdas. La razón de
más peso era que el rechazo de Alcalá-Zamora y su jefe del Gobierno hacia la CEDA
no era compartido por la mayoría de sus seguidores. No en vano muchos portelistas
habían estado ligados a las candidaturas conservadoras en las elecciones de 1933 y

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ahora eran partidarios de reeditar un frente común. Desde luego, la distancia
ideológica que les separaba de la derecha católica y de los otros republicanos
moderados era muy inferior a la del PSOE o IR. La prensa que, además, simpatizaba
con el centrismo patrocinó abiertamente la unión con los conservadores. Ahora fue el
más insistente y se quejaba de los recelos entre Portela y Gil-Robles. Descontada la
actitud revolucionaria de los socialistas y la amplitud del frente de izquierdas, para
este medio era una irresponsabilidad «estrechar el frente antirrevolucionario en forma
que no quepan en él las fuerzas [d]el […] Gobierno». Argüía que, desde una lógica
parlamentaria, la «enemiga» de las derechas al centro no se justificaba «ni como
ideología ni como táctica»: «¡Si después de las elecciones ni podrán gobernar las
derechas solas ni el centro solo! ¿A qué abrir ahora una sima entre ambos bandos
[…]?»[274].
El mismo Portela reveló con la publicación de su manifiesto electoral el 28 de
enero, que el recorrido que le separaba de ambos bloques se acortaba por su derecha.
Su contenido bastó a reforzar a quienes pedían una conjunción del gobierno con los
conservadores. El documento era un canto al liberalismo. Insistía en su respeto por la
Constitución, pero señalando a su vez la posibilidad de su reforma, lo que le alejaba
de las izquierdas. Por si fuera poco, el centrismo garantizaría la «libertad de
conciencia» en referencia a los católicos, lo que descontaba su oposición a la
legislación antirreligiosa. En el plano económico se proponía sostener y excitar la
iniciativa privada con medidas que «aseguren su libre juego». Estas, conjugadas con
«el mantenimiento del orden público» como «primordial postulado», la estabilidad
gubernativa y la contención tributaria, debían posibilitar la recuperación económica,
«que repercutirá en todas las clases sociales, y servirá para sanear la Hacienda
pública». No era ciertamente un programa electoral, sino una declaración de
principios con la que definir el difuso portelismo. Sin duda, dejaba ver una
concepción de derecha republicana que coincidía con las ideas del propio Alcalá-
Zamora, que había dado su visto bueno al texto[275].
No obstante, la conjunción del centrismo con los conservadores en unas pocas
provincias no bastó a recomponer la relación política entre Portela y los dirigentes del
centro-derecha. El presidente estaba resuelto a impedir una mayoría conservadora, lo
que alejaba cualquier posibilidad de un acuerdo nacional. El primero en comprobarlo
fue Chapaprieta. A priori, su opinión sobre el portelismo era deplorable: «De las
fuerzas gubernamentales nadie sabía qué representaban […]. Se sabía de ellas
solamente que cotizaban el poder que tenían en sus manos». Pero le preocupaba la
situación electoral de Alicante, su provincia, donde la victoria dependía de la unión
de todo el centro-derecha frente a la potente conjunción de izquierdas. El 1 de febrero
se entrevistó con Portela, sin resultados. El jefe del Gobierno se quejaba de que Gil-
Robles le «desconsideraba constantemente en las pretensiones a que creía tener
derecho respecto de la composición de las candidaturas». Lo que indignó a
Chapaprieta es que Portela no las midiese en función de su fuerza electoral, sino «por

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disponer de la fuerza pública y ponerla al servicio de una u otra candidatura».
Respecto de Alicante, aquel le anunció que intervendría a favor de las izquierdas,
porque estas le habían prometido sacar a tres candidatos centristas por las minorías, y
solo rompería el pacto si las derechas le ofrecían cuatro puestos. Chapaprieta se
entrevistó, posteriormente, con Gil-Robles para darle cuenta de su conversación con
Portela e incluso llegó a pedir el retraimiento electoral[276].
Que Chapaprieta no exageraba lo confirmó el mismo Azaña. En sendos mítines
en Madrid y León el 9 y 12 de febrero, reveló que Portela les estaba tentando con la
reposición de los ayuntamientos y el empleo partidista de la fuerza pública a cambio
de que el Frente Popular abriese sus candidaturas a los gubernamentales. Las mismas
gestiones hacían, a nivel provincial, los gobernadores con los dirigentes provinciales
de izquierdas. Por ello, Azaña no dudó en acusar a Portela de que su «intento centro»
iba a consistir en «adulterar el sufragio, en sobornarlo, en corromperlo, en imponerle
la fuerza pública, en falsificar actas, en obtenerlas en blanco a través de los
gobernadores[277]».
La crudeza de Portela y sus gobernadores en las semanas previas a las elecciones,
planteando abiertamente el uso partidista de la administración, mostraba en realidad
la desesperación ante su aislamiento y los escasos avances de su plan. El 21 de enero,
el jefe del gobierno se lamentó ante los periodistas de que los partidos republicanos
de centro-derecha se coaligaran con los monárquicos y no priorizasen los pactos con
el Gobierno. Solo un día después, la candidatura de «centro» por Madrid se vino
abajo ante la negativa de varios de los requeridos a figurar en ella. Tampoco
avanzaban los intentos de incrustar centristas en la candidatura conservadora de la
capital o en las de Cataluña, donde el pacto de Cambó con la CEDA disgustó
enormemente a Portela. El 29 de enero, tres días antes de la entrevista con
Chapaprieta, se hizo público el rumor de un posible aplazamiento de las elecciones.
Como este contó con la aprobación del Gobierno, que valoró la posibilidad de
retrasar dos semanas las votaciones, varios medios atribuyeron a Portela la iniciativa.
Este lo negó públicamente y Alcalá-Zamora culpó del bulo a Miguel Maura. Pero que
Portela y Álvarez-Mendizábal trataran de convencer de lo positivo del aplazamiento
al presidente de la República otorga verosimilitud a que pudiera ser un globo sonda
lanzado desde Gobernación. A nadie más que a Portela interesaba tener un margen
mayor para preparar las elecciones. Pero Alcalá-Zamora se negó en redondo porque,
en su opinión, daría pie a que resucitaran las Cortes disueltas[278].

LA INTERVENCIÓN GUBERNATIVA
Con todo, pese a los ofrecimientos, por doquier y a la desesperada, de gestoras y

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fuerza pública, el Gobierno quedó lejos de ejercer, en la práctica, una presión
asfixiante. Es verdad que los ministros y los gobernadores se implicaron en la
confección de las candidaturas, con no pocos órdagos y bravatas. En Cuenca, el
ministro de Agricultura, Álvarez-Mendizábal presionó al radical Tomás Sierra para
que se desvinculara de la candidatura de derechas y se adhiriese a la ministerial. El de
Jaén amenazó a la CEDA y los agrarios con reponer los ayuntamientos de izquierdas
si no cedían dos puestos a los portelistas. El de Ciudad Real afirmó ante los dirigentes
cedistas que sacaría triunfantes por todos los medios a cuatro progresistas y seis
socialistas, dejándoles sin representación, si no aceptaban una candidatura de centro-
derecha. Posteriormente convocó a varios alcaldes y secretarios de ayuntamiento para
que procurasen eliminar al radical Pérez Madrigal de las papeletas electorales y
sustituirle por el ministro de Obras Públicas, Cirilo del Río[279]. No obstante, lo cierto
es que esto no supuso novedad alguna respecto a las elecciones de 1931 o 1933. Y
como entonces, tales intimaciones apenas pasaron de ahí a excepción, como se verá,
de las provincias gallegas. De hecho, allá donde lograron incrustar algún candidato
fue más por la fuerza electoral del notable centrista que por ninguna presión. Por otra
parte, la propaganda se ejerció en un ambiente general de libertad. Los partidos
debían, eso sí, amoldarse a ciertas reglas para celebrar un mitin, especialmente la de
solicitar la autorización, a la vez, del gobernador y del alcalde con, al menos,
veinticuatro horas de antelación. Pero dichas reglas no tendían a limitarlos, sino a
prevenir la colisión de elementos contrapuestos. Las circulares emitidas desde
Gobernación ordenaron a los gobernadores que tuviesen un criterio amplio y no
restringieran la celebración de mítines. Solo si los alcaldes no coadyuvaban al
mantenimiento del orden público y la libertad de propaganda, los poncios podrían
nombrar delegados gubernativos[280].
Más relevantes, pero tampoco distintas respecto de elecciones anteriores, fueron
las denuncias sobre presiones ejercidas por algunos gobernadores, como el de Madrid
(Francisco Morata), Segovia (Enrique Meneses), Ávila (Benedicto Martínez), Teruel
(Federico Ausina) y Santa Cruz de Tenerife (Tomás Salgado), sobre alcaldes y
secretarios de ayuntamiento para que trabajaran la candidatura oficial, aunque no con
mucho éxito. Como la mayoría de los alcaldes estaban vinculados a partidos
contrarios, esas peticiones solían filtrarse a sus jefes provinciales y a la prensa, con el
consiguiente escándalo. De modo que los gobernadores se veían obligados a frenar
toda gestión para evitar vérselas con el Tribunal Supremo. En ese ambiente no podía
ser extraño que cuando el 18 de enero se enviaron circulares a todos los alcaldes de
España recordándoles que eran «delegados del Gobierno» y que debían ayudar al
mantenimiento del orden, estas levantaran una fuerte suspicacia. Y eso que en ellas
solo se solicitaba de los ediles que facilitaran las labores de propaganda y evitaran
cualquier acto de violencia. Desde luego, no ayudaba a paliar las sospechas que
algunos gobernadores no se recataran de hacer propaganda electoral. IR denunció que
el de Albacete, Emilio Bernabéu, apareció en varios pueblos acompañando al

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presidente de la gestora provincial y a los candidatos portelistas. Pero no todos se
plegaron a la comisión de arbitrariedades. El de Toledo, José Maldonado, dimitió al
negarse a enviar el discurso de Gil-Robles a la Fiscalía de la República y a
expedientar al delegado, como le ordenaba Portela, por las críticas del líder cedista a
Alcalá-Zamora en su mitin del 23 de enero. El de Cuenca, José Andreu, dejó su cargo
tras oponerse a modificar un centenar de gestoras la última semana de las elecciones,
todas ellas en pueblos donde habían triunfado las derechas en 1933, como le había
ordenado el ministro Álvarez-Mendizábal, que se encontraba en conversaciones de
última hora para acoplar su candidatura a la de IR[281].
En cuanto al entorpecimiento de la propaganda rival, ya se ha visto cómo algunos
gobernadores y sus delegados suspendieron mítines de la CEDA por los ataques
contra Alcalá-Zamora. Hicieron lo propio con algunos mítines monárquicos como el
de Antequera (Málaga) el 6 de enero, donde fue detenido el diputado de Renovación,
Francisco Moreno Herrera, por hacer apología del régimen caído. Al contrario, como
aún se gestaban coaliciones entre el Gobierno y las izquierdas, los mítines de IR, UR
o el PSOE apenas fueron hostilizados. Sí lo fueron cuatro mítines del PCE,
suspendidos por hacer apología de «Octubre» o descalificar de forma insultante a las
instituciones del Estado[282].
La tolerancia hacia la propaganda republicana de izquierda y socialista se trocó en
un marcaje más estrecho cuando los gobernadores se convencieron de que no
colaborarían con Portela. El de Valencia se negó a autorizar una reunión de IR el 12
de enero. Ese día, el delegado del gobierno en Ceuta suspendió un mitin del PSOE
donde Carlos Rubiera hizo apología de la insurrección de 1934, y se incitó a reventar
por la fuerza un acto del Partido Radical. Otro mitin conjunto socialista y comunista
fue suspendido en Santa Cruz de Retamar (Toledo) por insultos al presidente de la
República. Algo parecido ocurrió en Peñalsordo (Badajoz), donde la suspensión del
mitin se saldó con la detención del dirigente de UGT Ricardo Zabalza. El gobernador
de Ciudad Real negó también su permiso para que pudiera celebrarse otro mitin
socialista en Alcázar de San Juan. El de Las Palmas suspendió el 23 de enero un
mitin de izquierdas en Santa Brígida y ordenó la detención de los oradores. A partir
de esa fecha, los delegados suspendieron al menos trece actos del Frente Popular, casi
siempre por glorificar «Octubre» e insultar a la fuerza pública. Pero este marcaje no
suavizó el trato hacia los oradores conservadores. El 20 de enero, otro acto de la
CEDA en Soria fue suspendido y detenido el presidente de la JAP, Pérez-Laborda,
por sus ataques a Alcalá-Zamora. Al día siguiente, el delegado ordenó interrumpir
otro mitin en Villarcayo (Burgos), durante el discurso del nacionalista Albiñana.
Pérez-Laborda volvió a ser detenido el 2 de febrero en Almagro (Ciudad Real). Un
día después le tocó en Manzanares, en esa misma provincia, al diputado radical Pérez
Madrigal. El gobernador de Córdoba multó al diario radical La Voz por criticar a la
gestora progresista de la capital. Y las autoridades provinciales se inhibieron además
cuando alcaldes y delegados decidieron suspender al menos otra decena de mítines

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