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el desafío de los extremistas a las disposiciones de un Gobierno que los primeros

percibían débil, en medio de un proceso electoral no concluido. Ni siquiera el hecho


de que a las manifestaciones no siempre le siguieran disturbios era un dato
significativo porque, como revelaba un diario centrista, aquellas «no hubieran tenido
[…] nada de pacíficas» sin la presencia disuasoria de la «fuerza pública[485]».
También hubo en Barcelona momentos de tensión en las concentraciones de
izquierdas por diferentes zonas de la ciudad. Allí, sin embargo, el nombramiento de
un nuevo gobernador en Juan Moles, republicano de izquierdas, sirvió para modificar
por completo la aplicación de las disposiciones de orden público del Gobierno. Aquel
se mostró favorable a que los guardias de Asalto no estorbaran las concentraciones,
especialmente tras los choques entre la policía y los manifestantes frente al Palacio de
la Generalidad durante su toma de posesión. Consumado, además, el relevo de poder,
el objetivo de las movilizaciones en la región fue presionar por la amnistía y por la
toma de los gobiernos locales. Lo segundo se consiguió casi de inmediato, pues
Moles expidió órdenes para reponer los ayuntamientos de izquierdas en Cataluña
«sobre los que no pese ninguna circunstancia judicial que lo impida». Al poco, Pi y
Sunyer tomaba posesión del ayuntamiento de Barcelona, sin formalidad alguna y
aprovechando la presión de los simpatizantes de la Esquerra que se habían
concentrado en la plaza de San Jaime. Allí, desde el balcón del consistorio, Trabal
arengaba a la multitud, reivindicando «con honor y orgullo la gesta del 6 de
octubre[486]».
La situación de tensión en las calles, con manifestantes exigiendo la inmediata
liberación de los presos, gobiernos locales de izquierdas y un nuevo Ejecutivo que
aplicara de inmediato el programa del Frente Popular, se reprodujo por todo el país.
La jornada del 17 fue especialmente violenta, con muertos, en provincias como
Valencia, Murcia, Santander, Vizcaya, Las Palmas, Cáceres o Zaragoza. En esta
última, la intervención de la policía frente a los manifestantes, entre los que había
grupos armados y bien organizados, tuvo consecuencias trágicas, con un muerto entre
los primeros. En esta ciudad se amotinaron los presos del penal y los sindicatos UGT
y CNT iniciaron una huelga general para presionar por la amnistía y protestar por la
«provocación» de las autoridades, al establecer el estado de alarma. Varios de sus
militantes forzaron la paralización del comercio y los transportes, y se intercambiaron
tiros con la fuerza pública, con varios heridos graves. Fue en este contexto cuando el
gobernador resignó el mando en la máxima autoridad militar, el general Cabanellas,
lo que suponía declarar el estado de guerra. Pero la salida de los militares y la
colocación de ametralladoras en lugares estratégicos no impidieron que los altercados
continuaran reproduciéndose hasta la medianoche. Fue Cabanellas quien, durante las
horas siguientes, negoció con los diputados electos del Frente Popular por la capital
para que se desconvocara la huelga. Pero no se recuperó cierta normalidad hasta bien
avanzado el 18, y eso que Cabanellas había dado la orden, con la autorización de
Portela, de excarcelar a unos cuarenta presos[487].

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Como en Madrid o Zaragoza, la violencia igualmente hizo su aparición con las
concentraciones frente a las cárceles o las manifestaciones frente a los edificios
oficiales, redoblada su prohibición con la declaración del estado de alarma. En Las
Palmas, la intervención de los guardias de Asalto para disolver una terminó con un
manifestante muerto. También hubo problemas en pueblos de Murcia, Cáceres o
Cuenca, donde varios alcaldes y delegados gubernativos pidieron más efectivos de la
Guardia Civil para controlar a los «elementos izquierdistas soliviantados» que se
manifestaban con banderas rojas y puños en alto. En Puente Genil (Córdoba), los
izquierdistas agredieron a unos individuos que se negaban a levantar el puño al paso
de la manifestación[488].
No obstante, lo que más alarmó al Gobierno fueron los motines dentro de los
penales, donde a los intentos de los presos revolucionarios de forzar su liberación, en
conjunción con las concentraciones fuera de ellos, se sumaron los presos comunes.
Además de en Zaragoza, se registraron disturbios en las cárceles de Valencia y
Cartagena, que se extenderían en las horas siguientes a otros lugares. En el penal
valenciano de San Miguel de los Reyes los reclusos amotinados incendiaron parte de
la prisión y llegaron a hacerse con el control de la misma hasta la llegada de la fuerza
pública, con quien se intercambiaron disparos. Hubo varios heridos, pero la situación
mejoró el día 18 por la acción policial y la mediación del candidato socialista Manuel
Molina. Similar fue lo ocurrido en Cartagena. A mediodía del 17 una revuelta de un
grupo de presos provocó, además de varios incendios, la muerte de un funcionario de
prisiones por disparos de los amotinados. Tras infructuosos intentos de mediación, los
exconsejeros de la Generalidad allí recluidos consiguieron, finalmente, que los
rebeldes entregaran las armas[489].
Finalmente, como había ocurrido durante la jornada electoral, hubo violencias,
con resultados trágicos, fruto del enfrentamiento entre izquierdistas y policías, o bien
entre los primeros y los falangistas. En Bilbao, un guardia mató a una persona
armada, posiblemente un joven de la izquierda republicana, que respondió a una
orden de alto con un disparo. En Serradilla (Cáceres), una patrulla de la Guardia Civil
mató a un comunista al que perseguía en virtud de una orden de arresto por reunión
ilegal, al parecer después de dar el alto a la camioneta en la que aquel intentaba
escapar junto a otras personas. Por otra parte, la acción de los extremistas tomó a la
Iglesia como objetivo, en una nueva muestra de que la violencia antirreligiosa parecía
un elemento consustancial de la protesta izquierdista. El 17 se incendiaron templos en
las provincias de Madrid, Santander y Valencia, y fueron asaltadas las casas
rectorales de Sella (Alicante) y Rúa (Orense), y una ermita en Horche (Guadalajara)
por «elementos populares». La amenaza contra edificios religiosos movilizó a
individuos de derechas armados que, como en Uclés (Cuenca), se dispusieron a
vigilarlos[490].

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QUE NO SE «OBSCUREZCA Y MANCHE LA JORNADA ELECTORAL
DE AYER DOMINGO»

Después de casi no haber dormido y tras una madrugada complicada en


Gobernación, el ánimo de Portela había decaído cuando amaneció el día 17. A las
diez de la mañana, fue a ver a Alcalá-Zamora. Este percibió al jefe del Gobierno
«sobresaltado por el derrumbamiento de sus cálculos electorales», y consideraba
«imposible» continuar en el cargo «así fuera unos pocos días». Alcalá-Zamora le
pidió serenidad para afrontar una situación en la que ya «andaban por las calles»
grupos «resueltos», y logró que Portela aplazara cualquier amago de dimisión «hasta
el viernes», cuando se conocieran «con exactitud» los resultados. Terminada la
entrevista, el presidente del Consejo regresó al Ministerio de la Gobernación. Frente a
él, en la Puerta del Sol, se encontró con una imponente manifestación de izquierdas.
Durante algo más de una hora se reunió el Consejo de Ministros, que se interrumpió
sobre las 12.45 horas para trasladarlo a Palacio y contar con la presencia del
presidente de la República[491].
En el Consejo se analizaron los avances del escrutinio y, especialmente, la
situación del orden público. Antes de marchar a Palacio, los ministros aprobaron la
propuesta del de Guerra, Molero, de declarar el estado de guerra. Confirmado el
acuerdo, Franco se puso en contacto con los jefes de varias guarniciones para
preparar los bandos y transmitió las órdenes pertinentes para comenzar por las
provincias de Barcelona y Oviedo. Pero los preparativos fueron interrumpidos cuando
al término del Consejo en Palacio se supo que Alcalá-Zamora se había opuesto,
preocupado por la reacción de las izquierdas. Se apoyó, además, en la oposición a la
medida que mostraron en sendos recados el director general de Seguridad, Santiago,
y el inspector de la Guardia Civil, general Pozas. El segundo le había dicho a Franco
que consideraba las manifestaciones muestra de «¡alegría republicana!», y no creía
«necesarias» medidas especiales. Alcalá-Zamora conocía que Portela y otros
ministros habían aprobado los preparativos para declarar el estado de guerra en
algunas provincias. Pero lo atribuyó a la «campaña demagógica de Gil-Robles» y a
un «lamentable exceso de celo de las autoridades navales y militares» en lugares
como Cartagena. Con todo, el presidente sabía que había serios altercados de orden
en Madrid y otros puntos del país, y que los gobernadores no podían controlarlos con
facilidad. Él mismo había tenido que dar instrucciones a la guarnición del Palacio
Nacional para evitar «cualquier eventualidad» cuando conoció que la manifestación
de Sol pretendía marchar hacia allí. Pero Alcalá-Zamora pensaba que «una
declaración precipitada» podría «atraer otro peligro, el de un golpe de Estado
reaccionario». Por eso, finalmente, solo firmó el decreto que establecía el estado de
alarma, lo que implicaba la suspensión de las garantías constitucionales, incluidos los

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derechos de reunión y manifestación. Con todo, no negó a Portela el estado de guerra
si la situación empeoraba.
En todo caso, se manifestó así un cierto desacuerdo entre el jefe del Estado y su
Gobierno, que pudo entreverse en la declaración a la prensa que hizo Portela al salir
de Palacio: «Por confianza del presidente de la República y de acuerdo del Consejo
de ministros, queda autorizado el jefe del Gobierno para declarar el estado de guerra
donde sea necesario. Usará esta medida con toda discreción y procurando no llegar a
ella; pero esto dependerá tanto de la voluntad del Gobierno como de la actitud de los
distintos sectores políticos». Las palabras de Portela no podían ser más claras:
advertía que la «voluntad electoral del país será acatada y cumplida» y que eso
reclamaba «una legalidad absoluta y la mayor normalidad posible», por lo que, a tal
fin, el Gobierno estaba dispuesto a «asegura[r] el mantenimiento del orden por todos
los medios». Esta declaración tan tajante, cuyo borrador había sido escrito por el
mismo Portela durante la noche anterior, pedía que no se «obscurezca y manche la
jornada electoral de ayer domingo» con desórdenes públicos[492].
Aclarada la postura del Gobierno ante los desórdenes, Portela dijo a los
periodistas que el estado de guerra no se había declarado en ninguna parte de España,
lo que hacía «constar por si se hubiera producido alguna confusión en este sentido».
Esto no era del todo exacto, o al menos ocultaba que hasta las dos de la tarde algunos
generales habían recibido órdenes para que prepararan la mencionada declaración. De
hecho, a las autoridades de Granada les llegó primero la orden de declarar el estado
de guerra y, luego, la contraorden para sustituirlo por el de alarma. En la tarde del día
17, el jefe de la guarnición de Barcelona, general Sánchez Ocaña, aclaró a los
periodistas que «en principio», por la mañana se había acordado «la proclamación del
estado de guerra en toda España» y que en las horas siguientes se hicieron los
preparativos necesarios para publicar el bando correspondiente. Pero que, una vez
decidido por el Gobierno «la proclamación solo del estado de alarma, quedó,
naturalmente, en suspenso la publicación del referido bando[493]».
Portela reconoció, aunque en privado, que los informes oficiales de Gobernación
señalaban «peligros grandes para la tranquilidad pública». Y admitió —y la
información de la prensa provincial lo corrobora— que en casos como Valencia había
sido el gobernador quien había resignado el mando, «por propia iniciativa, en la
autoridad militar» y porque no veía otra forma de controlar la situación derivada del
motín carcelario que se había iniciado, amén de la movilización de diversos grupos,
que habían cortado la circulación de tranvías. De hecho, carente la provincia de
mando civil, eran las autoridades militares quienes informaban a los periodistas del
estado del orden público en toda la provincia. Significativamente, Portela informó a
los periodistas, a las ocho de la tarde del 17, que en Alicante «las masas» se habían
dejado llevar por la «excitación» y que «ante el aspecto que tomaban los sucesos, las
autoridades se [habían reunido] y [tomado] el acuerdo de proclamar el estado de
guerra». En esa misma línea, la declaración del estado de guerra, ya vigente en

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Zaragoza, se extendió la noche del 17 a Oviedo y Murcia, donde las cargas policiales
habían sido insuficientes para disolver a los manifestantes. Por lo demás, ninguna de
estas declaraciones alteró el escrutinio. Por el contrario; significativamente, los
resultados fueron favorables a las izquierdas en casi todas esas circunscripciones[494].
El cambio de criterio producido a la vista de la negativa de Alcalá-Zamora
explica la confusión de esas horas, trasladada a la prensa y a la que no fueron ajenos
los altos cargos de Gobernación. Las palabras del subsecretario Echeguren, ya en la
madrugada del 17 al 18, son elocuentes. Primero hizo una declaración pública
recalcando que «los poderes del Estado» no se sometían «a ninguna imposición de la
fuerza vaya y venga de donde viniera», comentario que podía ser interpretado como
una advertencia tanto a los extremistas que actuaban en las calles como a los militares
con «exceso de celo», como los había llamado Alcalá-Zamora. Pero apenas unos
segundos más tarde, a preguntas de los periodistas, el subsecretario hubo de
reconocer que no sabía si se había declarado o no el estado de guerra en Zaragoza. Es
más, se retiró unos minutos para responder una llamada de teléfono desde la capital
aragonesa y a su regreso añadió palabras que paliaban la gravedad de los desórdenes,
a la vez que confesaban la necesidad gubernativa de acudir a la ley marcial: «He
hablado con el general jefe de la división en Zaragoza, que me comunica que en la
mañana de mañana [día 18] se publicará el bando declarando el estado de guerra en la
provincia, no porque la gravedad de los sucesos lo exija sino como medida de
precaución […]»[495].

La presión de los (autoproclamados) ganadores


Hubo, además, otro factor que tuvo una gran relevancia para entender las
decisiones gubernativas en esas horas y la presión que ejercieron los partidarios del
estado de guerra: el papel jugado por los representantes del Frente Popular. Las calles
estaban siendo ocupadas por quienes reclamaban la amnistía, el gran lema de la
propaganda de izquierdas, y gritaban contra los responsables de la «represión» de
«Octubre». La gestión de esa movilización resultó capital para los líderes de la
izquierda republicana y, especialmente, para la obrera.
Desde las primeras horas del 17 de febrero, los socialistas hicieron llegar al
Gobierno un doble mensaje: Largo Caballero y Álvarez del Vayo, requeridos por la
Dirección General de Seguridad, prometieron a Portela que contribuirían a «que no se
produzcan desórdenes», pero también protestaron por las «provocaciones fascistas»,
y advirtieron al presidente que la mejor forma de controlar el orden era asegurar un
cambio rápido del poder. Nada más ilustrativo de esa actitud que las palabras de
Álvarez del Vayo ante los manifestantes que se agolpaban en la Puerta del Sol, a eso
de la una y media de la tarde: les pidió que no comprometieran la situación con
«actitudes extemporáneas», y les aseguró «que se respetaría el triunfo obtenido». No

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