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En el caso de los socialistas, la identificación de la Iglesia con el fascismo había

adquirido una notable importancia en sus propagandas, apelando especialmente al


caso austriaco. Significativamente, sobre veinte viñetas de un cartel socialista
publicado la primera semana de febrero, ocho estaban dedicadas a denunciar el
clericalismo en alguna de sus facetas. A la Iglesia se le reprochaba una conducta
hipócrita: ni política social, ni preocupación por el pobre, ni fe verdadera, ni nada.
Era una «Iglesia beligerante» dispuesta a todo para reconquistar el país y el
Estado[402].
No se puede colegir de estas denuncias, que no llegaron a las dos decenas, que
todos los curas hicieron campaña contra el Frente Popular. Sin embargo, hay indicios
sobre la relación estrecha que mantenían no pocos párrocos con la movilización
conservadora. Es un hecho fácilmente constatable que numerosos actos públicos
organizados por la CEDA o por sus juventudes contaron con el apoyo público, casi
siempre indirecto, de los curas, que no dudaron en participar en las misas que los
precedían y en apoyar determinadas campañas. Así ocurrió en un mitin que
encabezaba Dimas de Madariaga en Sonseca (Toledo), precedido de una misa donde,
acto seguido, «el cura párroco del pueblo bendijo los locales» de la CEDA y
«pronunció un breve discurso». Y esto no fue una excepción; la bendición por parte
de los párrocos de nuevos locales de las JAP o de las secciones femeninas de la
CEDA era algo habitual, llegando a participar también algún obispo. El de Coria, por
ejemplo, presidió el domingo 22 de diciembre, en Cáceres, un acto religioso cargado
de fuertes tintes políticos, donde también estuvo presente Gil-Robles. Y el mismo
Consejo Nacional de las JAP, celebrado en Alcalá de Henares a mediados de
diciembre de 1935, fue precedido de una misa en la iglesia Magistral[403].
También se pueden constatar casos de párrocos que hicieron política y hasta se
presentaron a las elecciones desobedeciendo a sus superiores. Fueron excepcionales,
aunque de innegable repercusión pública, como el canónigo de la catedral de Málaga,
Ismael Rodríguez Orduña, o el de Jerónimo García Gallego, que fue suspendido ad
divinis por el obispo de Segovia «por rebeldía contra leyes y disposiciones
eclesiásticas». Por otra parte, el párroco de San Agustín de Guadalix (Madrid) hizo
«todas las gestiones posibles» para lograr el mayor número posible de votos para las
derechas. El de Huéscar, en Granada, mostró en privado su orgullo por la forma en
que sus fieles acudían a misas especiales para pedir al Señor «el triunfo de la fe». Y
un sacerdote de Villagarcía de Arosa (Pontevedra) actúo como agente electoral y por
ello se vio envuelto en una disputa con el delegado gubernativo el mismo día de las
votaciones. Y, sin embargo, pese a las constantes peticiones de los directivos
conservadores para que las monjas de clausura salieran a votar, la mayoría de los
obispos no lo autorizaron, dejando en libertad a las demás. El 8 de febrero,
Tedeschini pedía al obispo de Zamora que aplicara el derecho canónico a rajatabla y
no concediera autorización a ningún clérigo para presentarse a los comicios[404].
Así pues, convencidos de que las elecciones lo significaban todo para la

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conservación de sus derechos, la Iglesia sí alentó a la participación, recordando que
sus fieles tenían «deberes electorales», y que su cumplimiento era vital, puesto que
«se litiga[ba] de manera tan notoria la suerte de España». Pero también evitó
manifestar públicamente algo más que los deseos de unidad y lucha política en favor
del catolicismo. La división entre los conservadores españoles se había acentuado
durante el segundo bienio, y por eso la Iglesia tampoco hizo nada por apoyar a
ningún sector concreto. Oficialmente la línea posibilista y la experiencia del segundo
bienio no fueron repudiadas y, por ello, los católicos no constituían un bloque
monolíticamente antirrepublicano. Aunque los monárquicos contaban con apoyos
importantes, Fal Conde, secretario de la Comunión Tradicionalista, admitía en carta
al cardenal Pacelli, futuro Pío XII, la poca influencia de su partido sobre los obispos
españoles y el hecho de que la mayoría de ellos, y de las organizaciones de Acción
Católica, sostuvieran la línea defendida por Ángel Herrera Oria, que él descalificaba
por las actitudes «liberales» o «democristianas» presentes en la CEDA. Tampoco
ahorró palabras para criticar duramente a la nunciatura y denunciar la dirección
diplomática de Tedeschini por tibia e ineficiente[405]. Algo que contradecía el carácter
integrista de la Iglesia española que las izquierdas denunciaban de continuo.

EL ANARCOSINDICALISMO Y LAS ELECCIONES


En una contienda que se presumía tan trascendental como reñida, la actitud que
adoptase el anarcosindicalismo no carecía de importancia. Aunque la CNT y sus
escindidos de los Sindicatos de Oposición no controlaran el voto de todos sus
militantes, que muchas veces lo eran por consideraciones puramente utilitarias y
profesionales, las instrucciones de sus comités nacionales o de los regionales influían
en aquellos cuya única vía de politización habían sido esas organizaciones. Si la
implantación del anarcosindicalismo no era tan extensa como para decidir una
victoria o una derrota electoral, sí constituía un factor a tener en cuenta en las
circunscripciones donde los resultados electorales eran inciertos. De ahí el interés que
su postura suscitó entre los diversos partidos, a expensas de ver hasta qué punto
harían gala de su antipoliticismo la CNT y la FAI, y si se repetiría o no el boicot
electoral de 1933.
En 1936, la bandera de la amnistía podía relajar, a priori, la propaganda
antielectoral de los anarcosindicalistas, que también tenían presos por «Octubre».
Además, el hecho de que el Frente Popular incluyera en ella a varios anarquistas
condenados por la insurrección de diciembre de 1933, contribuía a reducir la durísima
rivalidad entre las «izquierdas políticas» y los cenetistas de los años previos. De
hecho, la amnistía ha sido tradicionalmente interpretada como el motivo fundamental

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que explicaría un supuesto cambio de actitud por parte de la CNT y la FAI ante las
elecciones de 1936, ratificado por las memorias e historias de varios autores
anarquistas. Según estos, la presión del grueso de la militancia cenetista y de buena
parte de sus dirigentes facilitó que se dejara «libertad de acción» y que se sorteara
una nueva campaña abstencionista. Junto con eso, el viraje de los anarcosindicalistas
en 1936 se explicaría también por una suerte de solidaridad tácita con las izquierdas
obreras, dado que, como recordaba Abad de Santillán, «la abstención era el triunfo de
Gil-Robles», y eso, a su vez, significaba «la implantación de un régimen fascista en
España por vía legal». No otra cosa afirmaban, de forma terminante, dirigentes de los
Sindicatos de Oposición como Juan Peiró, partidarios de no estorbar un posible
triunfo de las izquierdas[406]. Este viraje habría tenido influencia en los comités
regionales y locales de la CNT, haciendo flojas y equívocas sus declaraciones
antielectorales. El corolario de esta actitud, el voto en masa del anarcosindicalismo,
habría resultado decisivo para que en 1936 triunfaran las izquierdas, de la misma
forma que el abstencionismo de 1933 las hizo fracasar[407].
Sin embargo, consta que hubo organizaciones vinculadas a la CNT que no
asumieron este cambio de postura. En Sevilla, por ejemplo, hubo una campaña
abstencionista y, si bien su intensidad fue menor respecto a la de 1933, esto no tuvo
que ver con las vacilaciones de sus directivos, sino con la marcada debilidad de sus
organizaciones a principios de 1936[408]. De hecho, como se verá a continuación, el
pretendido cambio de tono de los anarcosindicalistas tuvo menos que ver con un giro
táctico que con las reducidas posibilidades que otorgaba aquella coyuntura.

¿Un acercamiento al Frente Popular?


El 28 de enero de 1936, la conferencia regional de los sindicatos cenetistas de
Cataluña aprobó la ponencia que debía definir su postura ante las elecciones. Supuso
un espaldarazo para una campaña «antipolítica y abstencionista» que debía mostrar a
los trabajadores «la ineficacia del voto». Hubo, no obstante, dos matices respecto a
1933: la afirmación de que la propaganda debía hacerse «sin estridencias ni
demagogias» y la falta de referencia a un movimiento revolucionario postelectoral
como el de diciembre de 1933, que ahora la organización no estaba en condiciones de
afrontar. No muy distinta fue la ponencia electoral aprobada el 29 de enero por el
pleno de regionales de la CNT, que confirmó la oposición a los «procedimientos
parlamentarios y democráticos burgueses» y omitió toda referencia a una revolución
inmediata. Algo parecido se aprobó en la ponencia del pleno peninsular de la FAI el 1
de febrero, aún con el matiz de que esta también refrendó constituir un Comité de
Preparación Revolucionaria para articular «las fuerzas orgánicas insurreccionales» y
proveerse de «material de combate para la revolución[409]».
Pero esa relativa contención respecto a las resoluciones de 1933 en absoluto se

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interpretó como una declaración de no beligerancia hacia el Frente Popular. El boicot
antielectoral de aquel año se había orientado, ante todo, a legitimar una insurrección
inmediatamente después de las elecciones, y pretendía apartar previamente del
proceso político a la militancia anarcosindicalista. Como explicó Buenaventura
Durruti, la CNT había hecho «la campaña abstencionista del 33 porque quería ir al
hecho revolucionario». La ligazón entre aquella campaña abstencionista y el
levantamiento posterior se explicitó con ahínco en una propaganda que hizo constante
apología de la violencia y llamamientos expresos a preparar el movimiento
revolucionario. Y, por supuesto, en una interpretación extrema de lo que entonces se
llamó «abstención activa», que se tradujo en el sabotaje material de las elecciones. El
órgano de prensa del sindicato, CNT, pidió a sus militantes que impidieran a los
electores acudir a votar, destruyeran las papeletas y las urnas electorales, y agredieran
a los candidatos y los miembros de mesa. Y las violencias durante la campaña y la
jornada electoral demostraron que esas apelaciones no quedaron en pura retórica[410].
Sin embargo, a comienzos de 1936 los recursos de la CNT eran más exiguos que
en 1933. Tras «Octubre», la clausura de sus centros, la dispersión de sus sindicatos, la
baja en las cotizaciones de sus afiliados y la detención de sus militantes más
destacados habían diezmado la organización. En esas condiciones, las posibilidades
de desempolvar la táctica insurreccional se antojaban nulas. De esto se habían
apercibido hasta los dirigentes que dos años antes habían apostado firmemente por
ella. Así, fueron las circunstancias, más que un abandono de la táctica, las que
impusieron un compás de espera ante las elecciones de 1936. Dado que no era posible
comprometerse a nuevas insurrecciones, no podía repetirse una campaña
abstencionista de altos vuelos como la de 1933. No por ello había de rebajarse la
crítica a los partidos de izquierda. Sencillamente, apuntaba Solidaridad Obrera, las
circunstancias aconsejaban «una propaganda abstencionista, pero no violenta[411]».
Es verdad que, en principio, una crítica menos acerada podía beneficiar, por sí
misma, al Frente Popular, porque el recuerdo de los sucesos de 1934 y los presos de
«Octubre» estaba más fresco entre la militancia cenetista que las «represiones» de los
gobiernos de izquierda durante el primer bienio. Sin embargo, la mayoría de sus
dirigentes se encargaron de que los militantes no olvidaran lo que habían supuesto
para la CNT los gobiernos de Azaña, desde los destierros a la Guinea hasta los
fusilamientos de Casas Viejas. Que no hubo asomo de acercamiento al Frente Popular
lo prueba el rechazo contundente a los numerosos requerimientos de colaboración
electoral que se les hicieron desde la prensa, algunos tan conocidos como los de
Largo Caballero en enero de 1936: «Pido a los camaradas de la CNT que se nos unan
[…]. Deben definirse y deben comparecer en la próxima lucha electoral». La
respuesta anarcosindicalista fue la de reafirmar su «antipoliticismo» y negarse a todo
contacto con el PSOE o la izquierda republicana. Ni siquiera la inclusión de
candidatos próximos a la CNT en el Frente Popular como Ángel Pestaña o Benito
Pabón relajó esta posición. Cierto que, a instancias de la regional catalana, se barajó

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la posibilidad de ofrecer un pacto de alianza revolucionaria a la UGT pero, parecida a
otra propuesta de febrero de 1934, era de sindicato a sindicato, para perseverar en la
vía insurreccional, y siempre que los ugetistas rompieran «toda colaboración política
y parlamentaria con el régimen burgués». Esto es, nada que abriera una mínima
posibilidad de cooperación electoral[412].
Hubo intentos de algunos militantes de la regional catalana para promover una
postura que no debilitara la fuerza electoral de las izquierdas. Así, al principio se
reunieron García Oliver, Durruti y Ascaso con José Antonio Trabal, representante de
Companys, que les incitó «a impedir que se realizase propaganda antielectoral». A
cambio, si triunfaban las izquierdas, Companys se comprometía a suministrar armas a
los cenetistas[413]. Sin embargo, en la conferencia de la CNT catalana muy pocos
abogaron por prescindir de la campaña «antipolítica», en beneficio del Frente
Popular. Las numerosísimas intervenciones contrarias a cualquier invitación velada a
ir a votar, y favorables a criticar a todos los políticos por igual, sepultaron las más
tibias del delegado del sindicato de Oficios Varios de Tarragona que, apoyado por
unos pocos, planteó la posibilidad de una campaña contra la política, «pero no decir
no votar». Y una tímida propuesta que hablaba de «libertad de decisión» de los
militantes de la CNT fue eliminada de la ponencia electoral. En esa línea, pocos días
después se pronunció la FAI. Las regionales del Centro, Levante y Cataluña
mostraron su disposición incluso a repetir una campaña como la de 1933, pero las de
Asturias y Aragón se opusieron porque podría perjudicar a los presos y debilitar a la
organización, pues la CNT y la FAI no estaban en condiciones «de hacer la
revolución social si triunfan las derechas». La alternativa fue una amplia propaganda
que sirviera para alentar la abstención, sin dejar hueco a un velado apoyo a las
izquierdas[414].
La postura oficial de la CNT la estableció definitivamente su comité nacional en
un manifiesto que hizo circular a menos de dos semanas de las elecciones.
Significativamente, el comité parecía inclinarse por un triunfo de las derechas. Con
ellas en el poder «se extremarían los medios represivos», pero en ningún caso podrían
«abatir de una manera fulminante a las fuerzas de oposición» y acabarían provocando
«un nuevo alzamiento de todos los enemigos de la dictadura. A eso tienden nuestras
preocupaciones y el estímulo que propagamos abiertamente». Pero si triunfaban las
izquierdas, el movimiento obrero sería igualmente reprimido, dando tiempo a que «la
España negra se discipline» mientras el proletariado, «descuidado en la propia
preparación, por haber depositado confianza en una tutela gubernamental impotente,
se vería impedido para contraatacar, y el aplastamiento sería definitivo».
Irónicamente, solo la reafirmación de su ideal antipolítico evitó que estos argumentos
pudieran concretarse en un apoyo abierto a la CEDA y sus aliados, a los que
consideraban promotores involuntarios del comunismo libertario. Desde luego, el
comité nacional dejó claro a qué debían atenerse las izquierdas: «Dense por
contestados quienes ingenuamente soñaron con nuestro auxilio directo en la

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