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2.

La Alianza de Dios con los hombres

"Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo " (Jr 31,33).

Estas palabras, que de diversas formas se repiten en la Escritura, resumen cómo


es el Dios de la Biblia. Sintetizan, además, el objetivo mismo de la Alianza, una
palabra que sirve de hilo vertebral del mensaje de la Biblia y que lo expresamos
cuando decimos: antigua y nueva Alianza o antiguo y nuevo Testamento.

Aunque la palabra testamento nos suene a vieja y mortuoria, es la traducción


latina de la alianza, el pacto o contrato que Dios hizo con los hombres a través de
la sangre y de la muerte de un testador, Jesucristo.

La alianza es la relación resultante entre dos personas que han hecho un pacto,
junto con los derechos y deberes que de él se derivan. Con la alianza que hacen
un joven y una joven se comprometen a un proyecto común de vida; con la
alianza que sellan dos pueblos se comprometen a la paz y a otros compromisos
mientras dure el pacto.

El objetivo de una alianza o pacto, antigua y modernamente, era establecer la


amistad, la solidaridad y hasta una especie de consaguineidad... Todo quedaba
plasmado en la misma estructura (género literario) que se utilizaba, según nos
muestran los ejemplos de la literatura de vasallaje entre los antiguos hititas,
asirios y la misma Biblia. Para establecer una alianza:

— Se comenzaba por un preámbulo en el que aparecían los nombres de las dos


partes pactantes (vgr. Yo, Fulano de tal, y Fulano de tal... Cf "Yo, Yahweh", Ex
20,2, al comienzo de las cláusulas del Decálogo de la Alianza) y los títulos de
ambos (vgr. Fulano, Emperador de los hititas, y Fulano, vasallo suyo: cf "Yo,
Yahweh, tu Dios, que te sacó del país de Egipto", Ex 20,22).

— A continuación se establecían las cláusulas del pacto, en virtud de las cuales


las partes pactantes se comprometían a algo (cf Ex 20,3-17): primero se ponían
por escrito (cf Ex 24,3-4) y después se leían solemnemente en voz alta (cf Ex
24,7).

— La alianza se sellaba con los ritos que la acompañaban y que en algunos casos
originaban solemnidades fastuosas. En uno u otro orden, entre estos ritos casi
nunca faltaban: el juramento o invocación a los dioses testigos, de ahí que quien
rompía la alianza era como quien rompía un juramento y despreciaba a los
testigos (en el caso de la alianza sinaítica no se pone a ningún Dios por testigo,
ya que es el mismo Dios quien la sella); se pronunciaban las bendiciones o
maldiciones para los que cumplieran o dejaran de cumplir las cláusulas del
contrato (cfDt 28,1-46), y finalmente, lo más importante entre los ritos, el
sacrificio de la alianza, llamado también de comunión o pacífico, que incluía dos
aspectos fundamentales: ante todo el rito de la sangre (que significaba la vida, cf
Lv 17,12): se tomaba la sangre de un cabrito, cordero o toro, y los pactantes
introducían sus manos en el recipiente de la sangre o se asperjaban con ella, para
significar que entre ellos se había establecido cierta consanguineidad o comunión
de vida (cf. Ex 24,6.8), y después venía el banquete ritual o manducación de las
partes de la víctima antes inmolada, significando la amistad que unía a los
contrayentes, pues no se comprende que dos personas que comen juntas sean
enemigos entre sí (cf Ex 24, ll;Gn 31,46.54; 26,28-30; Le 22,20; 1Cor 11,25).

Tanto en la Alianza de Dios con Abrahán (Gn 15), como después con Israel en el
Sinaí (Ex 19-24), y más tarde en la renovada y culminada definitivamente por
Jesucristo en la Cena y en la Cruz (cf Le 22,20; 1Cor 11,25), se dan casi todos los
elementos antes mencionados.

A la Alianza personal que Dios había hecho con Abrahán, se siguió, en efecto, otra
más solemne con su descendencia, el pueblo de Israel, en el desierto sinaítico:
Dios había sacado a su pueblo de la casa de la servidumbre, Egipto, para hacer
con él un pacto de amor y fidelidad. De Yahweh mismo partió la iniciativa. La
elección de Israel no venía de sus méritos ni de la rectitud de su corazón ni por
ser un pueblo numeroso (cf Dt 4,3s: 7,7: 9,5), sino por el amor que le tuvo para
hacerle depositario de las promesas, mediador entre las naciones, "un reino de
sacerdotes y una nación santa" (Ex 19,6).

El escenario de la Alianza fue el majestuoso paisaje solitario del monte Sinaí, en


medio de una hierofanía. Era un época de relativa calma y tranquilidad mundial.
Allí vivió el pueblo liberado por Moisés sus mejores años. El pacto que Dios realizó
con su pueblo fue de vasallaje, no de igual a igual. Hechas las estipulaciones del
contrato. Moisés fue el intermediario: levantó un altar de piedras, leyó las
cláusulas ante el pueblo, ofreció solemnemente el sacrificio, y subió con los
setenta ancianos a celebrar el "banquete de comunión" en lo alto del monte:

"Tomó Moisés la mitad de la sangre, poniéndola en vasijas, y la otra mitad


la derramó sobre el altar. Tomando después el Libro de la Alianza se lo leyó
al pueblo, que respondió: Todo cuando dice Yahweh lo cumpliremos y
obedeceremos' . Después tomó la sangre y roció al pueblo diciendo: 'Esta
es la sangre de la Alianza que hace Yahweh con vosotros sobre todos estos
preceptos'. Subió Moisés con Aarón, Nadab y Abiú y setenta ancianos y
vieron a Dios... comieron y bebieron" (Ex 24,6.11).

Desde entonces, cuando el pueblo de Israel desobedecía a las cláusulas o precep-


tos del pacto, pecaba, rompía la alianza, cometiendo ante Dios una grave
injusticia, en el sentido estricto de la palabra: el pecado no era solamente un acto
de rebeldía al Creador, sino sobre todo un acto de olvido del Dios del pacto.

Dios se comprometía a respaldar a su pueblo con amor fiel y eficaz contra sus
enemigos, y el pueblo debía responder con ese mismo amor y fidelidad,
abandonando otros dioses y sirviéndole sólo a Él. Por eso este amor - fidelidad
que establecía las relaciones entre los pactantes fue más tarde comparado por los
Profetas con los contratos y amores más tiernos: Oseas (11,1-4) compara a
Yahweh con un padre que ama tiernamente a su hijo pequeño Israel; el Deutero -
Isaías lo asimila a una madre que jamás se olvida del hijo de sus entrañas (Is
49,14s) y Ezequiel (16 y 23), siguiendo la alegoría de Oseas (2), como más tarde
el Cantar de los Cantares, identifica al Dios pactante con un novio o esposo que
hace un pacto de amor con su novio o esposa, el pueblo de Israel.

La época del destierro babilón1Cor sirvió de crisol para purificar la experiencia


religiosa de Israel y también la del pacto. Cuando parecía que Yahweh, el Dios
"celoso" de la Alianza (Ex 20,5), había abandonado a su esposa infiel
imponiéndole un duro castigo, aparecen los Profetas espiritualizando la idea de la
Alianza: Dios no la ha roto, sino que la va a superar, cambiándola por otra más
íntima, más suave y ligera:

"Vienen días, exclama Dios por Jeremías, en que yo haré una Alianza nueva
con la casa de Israel y con la casa de Judá; no como la Alianza que hice con
sus padres cuando tomándolos de la mano los saqué de la tierra de Egipto;
ellos quebrantaron mi Alianza y yo los rechacé... Esta será la Alianza que yo
haré con la casa de Israel: pondré mi Ley en ellos y la escribiré en su
corazón y seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (Jr 31,31 -33).

Ezequiel será todavía más preciso: por medio del Mesías, el verdadero rey pastor
del pueblo, Yahweh apacentará las ovejas de Israel, haciendo con ellas una nueva
Alianza:

"Yo, Yahweh, seré su Dios, y mi siervo David será príncipe en medio de


ellas... Haré con ellas Alianza de paz, haré desaparecer de la tierra las
fieras, y andarán tranquilas... Os asperjaré con aguas puras y os purificaré
de todas vuestras iniquidades.. . Os daré un corazón nuevo y pondré en
vosotros un espíritu nuevo; os arrancaré ese corazón de piedra y os daré un
corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu y os haré ir por mis
mandamientos y observar mis preceptos y ponerlos por obra" (Ez 34,24s;
36,25-27).

Esa nueva Alianza que Dios iba a establecer por medio del Mesías era completa-
mente universal, ya que no estaba restringida a Israel, como dice a su Siervo
paciente:

"Yo te hago luz de las gentes, para llevar mi salvación hasta los confines de
la tierra... Yo te formé y te puse por Alianza de mi pueblo para restablecer
la tierra y repartir las heredades devastadas" (Is 49,6.8).

El Nuevo Testamento nos dice que la promesa de una nueva Alianza se ha


realizado en Jesús de Nazaret. El es el Mesías, el nuevo Moisés, que media ante
Dios para sellar este nuevo pacto más íntimo, más espiritual y más universal que
al antiguo.

La Alianza consistía ante todo en la unión o solidaridad de Dios con los hombres
expresada en un rito externo de sangre. Ahora el Hijo de Dios, el Verbo, con su
encarnación en la naturaleza humana de Jesús realiza el pacto más íntimo sellado
con sangre humana, haciéndose consanguíneo de los hombres. "El Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros... lleno de amor y fidelidad... y de su plenitud
recibimos todos una gracia en lugar de otra gracia, porque la Ley fue dada par
Moisés, pero el amor y la fidelidad nos vino por Cristo" (Jn 1,14-17).

Después de su encamación, toda la vida de Jesús fue la implantación de la nueva


Alianza con los humanos, significada en las bodas de que nos hablan tantas
parábolas. Y en la última Cena sobre todo, símbolo de la muerte sangrienta
posterior. Cristo hace suyas, pero dándoles un nuevo sentido, las palabras de
Moisés cuando se realizó la alianza sinaítica. El rito sacrificial que sellaba toda
alianza, lo hace Cristo en su propia carne, también donada en forma de banquete,
para ratificarla:

"Tomando la copa, después de haber cenado, dijo: Esta copa es la nueva


Alianza en mi sangre, que se derrama por vosotros" (Lc 22,20; cf 1Cor
11,25).

Desde que Cristo selló con su sangre la nueva Alianza (cf Hbr 8-10), la palabra
"alianza" fue traducida al griego por "testamento" que, como glosa la Biblia, le da
un matiz nuevo: para hacer valedero un testamento es necesario que muera el
testador; por ello de alguna manera era necesario que Cristo muriera para sellar
su nueva Alianza - Testamento: "El testamento es valedero por la muerte, pues
nunca el testamento es firme mientras vive el testador" (Hbr 9,17). Con esta
palabra "testamento" se comprende también mejor que la alianza no era un
contrato bilateral de igualdad ("do ut des"), sino que la iniciativa partía de Dios,
de su amor-fiel, que Jesús demostraba en su muerte voluntaria, y como un
testamento se hace también voluntariamente en favor del heredero.

Lo que caracteriza la nueva Alianza, en relación a la antigua, es la nueva Ley, el


Espíritu Santo. En Cristo, Mesías, se realizan las antiguas profecías: el día de
Pentecostés se derrama sobre los cristianos aquella agua que había anunciado
para la nueva Alianza el profeta Ezequiel y que, según san Juan (7,37-39;
19,30.34) nos vino ya cuando Jesús murió en la Cruz. El Espíritu de Cristo, que es
amor, ayuda a guardar el mandamiento de la nueva Alianza, que es el amor, la
caridad (Jn 15,13s; Rm 13,8ss; St 2,8). Pero no sólo manda y obliga como la Ley
antigua, sino que como habían dicho Jeremías y Ezequiel, se instala en nuestros
corazones de carne, donde está inscrita, no como en unas piedras con letra que
mata, sino como espíritu que anima y vivifica (cf 2Cor 3,2ss).
La antigua Alianza fue considerada en los Profetas como un matrimonio de Dios
con su pueblo. También la nueva Alianza es matrimonio entre Cristo y el nuevo
Pueblo de Dios, la Iglesia. Esta nueva esposa que Cristo se ha ganado con su
amor (2Cor 11,1-3), debe corresponder sin mancha ni arruga o cosa parecida (Ef
5,27). Mientras tanto de una forma especial los matrimonios cristianos son o
deben ser retrato viviente de esa Alianza nueva que Cristo hizo con la Iglesia.
"Gran misterio es este, pero entendido de Cristo y de la Iglesia" (Ef 5,32).

Todos los seguidores de Cristo experimentan el amor y fidelidad de la nueva


Alianza que selló en la Cena y en la Cruz. Pero no la vivirán en plenitud hasta que
el compromiso del amor triunfe sobre la muerte del egoísmo, al final de los
tiempos. Entonces será el triunfo final, y la unión entre Cristo y su Esposa, será
un continuo cánt1Cor de gratitud y un banquete de bodas en el que Dios invitará
a participar de su mismo ser, que es amor y fidelidad, como lo vio el profeta de
Patmos:

"Vi un cielo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra
habían desaparecido; y el mar no existía ya. Y vi la ciudad santa, la nueva
Jerusalén, que descendía del cielo del lado de Dios, ataviada como una
esposa que se engalana para su esposo. Oí una voz grande, que del trono
decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y eregirá su
tabernáculo sobre ellos y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con
ellos... Yo soy el alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed le
daré gratis de la fuente de agua viva. El que venciere heredará esto: Yo
seré su Dios y él será mi hijo" (Apoc 21,1-7).

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