Está en la página 1de 6

3. ¿Cómo se revela Dios en la historia?

La respuesta a este interrogante puede darse a dos niveles: partiendo primero de


la forma de cómo Dios se manifiesta siempre en general, en la historia, y en
segundo lugar analizando la forma peculiar como se revela en cada una de la
etapas principales de esa misma historia. Veamos:

- Como tesis fundamental, aplicada a toda la historia y fundada en la


experiencia de la vida así como en lo nos enseña la misma Biblia, podemos
afirmar que: la autorrevelación de Dios a los hombres no se realiza de forma
directa, sino indirectamente, a través de signos, por las obras de Dios en la
historia.

Ya el viejo Platón comparaba a Dios con el sol: nuestra mirada no puede clavar
directamente los ojos en él, so pena de dañar los órganos de la visión; a pesar de
la necesidad que tenemos de sol, nuestras potencias no resisten más que su luz
indirectamente; para mirarlo cara a cara necesitamos mediaciones, instrumentos
que lo hagan accesible a nuestras potencias. (El mito griego de la ingenua y
curiosa Semele, que se convirtió en cenizas al ver a Zeus en todo esplendor,
viene a decirnos lo mismo).

Fundándose en la experiencia de la vida, santo Tomás (la q. III, intr.) afirmaba


que Dios nunca sabemos cómo es, sino solamente cómo no es, excluyendo las
imperfecciones de la criaturas y deduciendo de allí la perfecciones de Dios.

La Biblia misma afirma todo esto de otra manera: “Nadie puede ver a Dios y
vivir” (vgr. Ex. 33,20; Cf. Lv. 16,2; Dt. 18,16) o como afirma en otro estribillo:
“Nadie ha visto a Dios ni puede ver” (vgr. Jn 1,18; 6,46; 1Tim 6,16; 1Jn 4,12).

De esto no son excepciones ni siquiera los grandes místicos, como Moisés


(cf. Ex 33,20ss) o san Pablo (2Cor 12,1-6), pues el contexto bíblico de a
entender claramente que sólo vieron a Dios en el misterio, “por las
espaldas”… Otra cosa es que los místicos, por la intuición de su fe y la
limpieza de corazón, vean a Dios de una forma que podríamos llamar “trans
- parente”; pero esta “dia - fanidad”, como indica la misma etimología de la
palabra (ver… a través de), supone siempre una mediación.

Por eso la tradición bíblica asegura que el fenómeno de la visión directa de Dios,
“cara a cara”, es un privilegio reservado para la otra vida (1Cor 13,12; 1Jn 3,2).
La trascendencia de Dios no encaja en la pequeñez del hombre y el que se
empeña en atraparla termina aplastando por su gloria, como diría Lucero.

La afirmación categórica de san Pablo sobre la mediación universal de Cristo (cf.


1Tim 2,5) elimina toda excepción a la regla, y no se le presta demasiado servicio
o ayuda a Cristo, cuando se subraya un verticalismo directo entre Dios y los
hombres. Tal vez por eso, y de una forma más positiva, el Apóstol dice: “lo
invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a
través de sus obras” (Rom. 1,20; Cf. Sab. 13,1-9). Y sabemos cuáles son estas
obras: la naturaleza en general, los acontecimientos, el hombre, “imagen de
Dios” y sobre todo Jesucristo, “imagen del Dios invisible” (Col. 1,15).

- Suponiendo, pues, que el hombre sólo ve a Dios a través de signos o


mediaciones, por las cuales se le hace accesible (en clave humana), cabe
preguntarse más particular, ¿cómo se manifiesta o revela en las tres principales
etapas de la historia de la salvífica?

1. En la primera etapa de la historia salvífica (desde la creación hasta


Abrahán) y que podríamos llamar etapa sacral, cósmica o natural, son
precisamente los signos sacrales de la naturaleza y del cosmos quienes acercan al
hombre a la divinidad. El misterio, tremendo y fascinante a la vez, de las cosas,
lugares, tiempos y personas, es lo que suscita en la inteligencia humana la
curiosidad de percibir la fuerza “sacral” y trascendente que está detrás de esas
realidades; ese “alguien” que está latente detrás del ministerio y que se
manifiesta en la “hiero - fanías” (revelación por las cosas sagradas), es
considerado superior al hombre, así sea designado con el nombre de espíritu,
brujo, demonio, héroe, dios, etc.

El mundo sacral de las tormentas, montañas, ríos, cavernas, astros, muerte, vida,
sexualidad, ritual de las estaciones, etc., golpea una y otra vez, casi de forma
rítmica, la sensibilidad del hombre, aturdido y fascinado, hasta forjar en el yo
profundo ideas y expresiones que manifiestan las creencias que de allí dimanan;
estas creencias, a nivel teórico, las formula generalmente en un lenguaje mítico
(narraciones ficticias que quieren ser como la metafísica de la historia humana), y
a nivel práctico, trata de hacer accesible dichas fuerzas, misteriosas e inviolables
a primera vista, mediante ritos mágicos, con la finalidad de atraer y domesticar
los que parecía inasequible al hombre. Es así como el hombre se “relaciona” o se
“re - liga” con el mundo numinoso y trascendente, con el mundo de la divinidad,
y es así como surge la “re - ligión", esa etapa ingenua e infantil de la fe, pero por
medio de la cual tiene acceso a la salvación: al salirse el hombre de sí mismo, de
su auto - suficiencia, y apoyarse en otro más grande que él.

El mensaje bíblico ha desacralizado el mundo de las antiguas religiones, que


fácilmente desembocaban en politeísmo, y ha distinguido perfectamente al
Creador de las criaturas, por más sacrales que fueran (astros, montañas, ríos,
fuentes, vida, fecundidad, muerte, etc.). Sin embargo, no ha dejado de subrayar
enfáticamente también el hecho del dedo divino. Porque, como resume el libro de
la Sabiduría hablando de los creyentes politeístas:

“… si cautivados por la belleza, los tomaron por dioses, sepan cuánto les
aventaja el Señor de éstos, pues fue el Autor mismo de la belleza el que los
creó. Y si fue poder y eficacia lo que les dejó sobrecogidos, deduzcan de ahí
cuánto más poderoso es Aquel que los hizo: pues de la grandeza y
hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor”
(Sab 13,3-5).

Y el Apóstol Pablo tiene textos parecidos cuando habla de los politeístas griegos y
romanos:

“Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la


inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma
que son inexcusables” (Rom 1,20)… “Dios no dejó de dar testimonio de Sí
mismo, derramando bienes, enviándonos desde el cielo lluvias y estaciones
fructíferas, llenando vuestros corazones de sustento y alegría” (Hc 14,17).

Tocando la fibra más profundamente humanista de la Biblia, san Pablo intuye que
es en el hombre, imagen de Dios, donde mejor se revela la divinidad, como
afirma a los atenienses en el areópago: “No se encuentra (el dios desconocido)
lejos de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como ha dicho
alguno de vosotros: ‘Porque somos también de su linaje’…” (Hc 17,27s). De forma
que, aunque no sea más perfectamente, o como el mismo Pablo dice, “a tientas”
(Hc 17,27), el hombre puede y debe superar el mundo sacral, la esclavitud
infantil a los “elementos de mundo” (Gál 4,3) y pasa a conocer al verdadero Dios
que se autorevela en ellos.

2. En la segunda etapa de la historia salvífica (desde Abraham hasta


Cristo), que podemos llamar mosaica, israelita o judaica, Dios continuará
autorevelándose al pueblo hebreo por los mismos signos - sacrales de la primera
etapa, pero ahora de una forma peculiar y específica se manifiesta sobre todo por
signos históricos, por las acciones realizadas en la historia de pueblo de Israel;
las maravillas del Éxodo, el regalo de la Alianza sinaítica, las victorias de la
Conquista, los avatares de la Monarquía, el destierro al Cautiverio babilónico, la
Diáspora entre las naciones vecinas, etc., fueron todos signos del amor - fiel de
Yahweh, el Dios que al triunfar sobre los dioses de los países vecinos, demostraba
que era más poderoso que ellos y, por consiguiente, el único Dios.

Muchas veces, sin embargo, el pueblo hebreo tuvo el entendimiento obtuso, los
oídos tapados y los ojos cerrados, como el Faraón opresor (cf. Ex 7,3.15; Is 6,10;
Mt 13,14s), para ver la presencia de Dios en la historia. Pero todas aquellas
actuaciones salvícificas tuvieron, como dice la tradición deuterocanomista, una
finalidad para el pueblo de Israel: “A ti se te ha dado ver esto para que sepas
que Yahweh es el verdadero Dios” (Dt 4,35). No fue a través de disquisiciones
filosóficas ni por relatos míticos como Yahweh se reveló a su pueblo, sino que su
esencia íntima, su amor y fidelidad, la manifestó en sus actuaciones salvícificas:
“En esto conocerás que yo soy Yahweh” (Ex 7,5.17, etc.).

De esta forma, la historia fue para Israel una auténtica “teo - fanía” que suscitó la
fe y la esperanza. Es una de las razones por las que la Biblia hebrea a los que
nosotros llamamos “libros históricos” (Josué, Jueces, Samuel y Reyes) los designa
con el título de “profetas anteriores”, porque sus autores vivieron en la historia
una revelación profética. Y por ello existía también en Israel una ley: el precepto
de narra la historia. Contar la historia no era sólo describir los hechos; era
también captar su significado religioso, describir el brazo de Dios que actuaba en
ellos, para darle gracias. El género literario de la historia de Israel es una
alabanza, un himno, eulogía o bendición, acción de gracias o eucaristía, en una
palabra, una recitación aleluyática y religiosa. Así lo resume el Salmo 78
perfectamente:

“Escucha mi ley, pueblo mío,


tiende tu oído a las palabras de mi boca;
voy a abrir mi boca en parábolas,
a evocar los misterios del pasado.
Lo que hemos oído y que sabemos,
lo que nuestros padres nos contaron,
no se lo callaremos a sus hijos,
a la futura generación lo contaremos:
Las alabanzas de Yahweh y su poder,
las maravillas que hizo;
él estableció en Jacob un dictamen,
y puso una ley en Israel;
El había mandado a nuestros padres
que lo comunicaran a sus hijos,
que la generación siguiente lo supiera,
los hijos que habían de nacer;
y que éstos se alzaran y se lo contaran a sus hijos,
para que pusieran en Dios su confianza,
no olvidaran las hazañas de Dios,
y sus mandamientos observaran” (Sal 78,1-7).

En este contexto se comprende perfectamente que cuando el hombre bíblico


formula sus credos o símbolos de fe, no lo haga partiendo de datos filosóficos o
proposiciones de verdades abstractas, sino de las gestas históricas del pueblo,
construyendo así relatos históricos en forma de kerygmas o pregones de fe que
son verdaderas confesiones aleluyáticas, vgr. Judas 24; 2-13; Sal 78; 105; 106;
136; 1Cor 15,3-4; Rom 4,25; 1Tim 3,16; Hc. 2,14-36; 3,11-26; etc. Es típica la
profesión de fe que recitaba el piadoso campesino israelita son ocasión de la
fiesta de los tabernáculos:

“Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y residió allí como
inmigrante siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y
numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron
dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yahweh Dios de nuestros padres, y
Yahweh escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y
nuestra opresión, y Yahweh nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso
brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio
esta tierra, tierra que mana leche y miel. Y ahora yo traigo las primicias de
los productos del suelo que tú, Yahweh, me has dado.” (Dt 26,5-10).

Si la historia es, pues, teofanía, revelación o manifestación de Dios, significa que


es ahondando en ella como los autores inspirados, los profetas, perciben la
Palabra de Dios. Es el lugar donde Dios les habla y por eso, más que contar
acontecimientos desnudos (Historie), pretenden descifrar su significado salvífico
(Geschichte), es decir, hacer teología de la historia, entendida como narración o
recitación de los hechos que realizó la Palabra de Dios. Y en este sentido es como
habrá que leer los libros históricos de la Biblia: Pentateuco, Tradición
deuterocanomista, Macabeos, Crónicas, Evangelios, Hechos de los Apóstoles…

3. En la tercera etapa de la historia salvífica (desde Cristo hasta siempre) y


que podemos llamar cristiana, última, escatológica, Dios continúa revelándose
indirectamente como en las etapas anteriores, pero añade una forma típica y
peculiar: el acontecimiento histórico de la persona de Jesús de Nazaret, el gran
Mediador entre Dios y los hombres (1Tim 2,5), la Palabra que estaba junto a Dios
y era Dios, que había creado el mundo y había puesto su tienda entre los
hombres y que ahora, sin dejar de ser el Hijo de Dios, se hace hombre y viene a
contarnos en lenguaje humano cómo es Dios (cf. Jn 1,1.14.18).

Durante el tiempo de su vida terrena Jesús tuvo como alimento hacer la voluntad
de Dios, su Padre (cf. Jn 4,34); su propia persona es la transparencia de Dios,
como él decía: “Quien me ve a Mí, ve a mi Padre” (Jn 14,9). En Jesús, mejor que
en ninguna otra manifestación divina, se realizó lo que afirma el Vaticano II al
hablar de la revelación, que “se realiza por obras y palabras intrínsecamente
unidad” (DV 2), ya que “hablaba las palabras de Dios” (Jn 3,34) y su vida fue la
de “un profeta poderosa en obras y palabras” (Lc 24,19). Por eso pudo decir de
su propia revelación, en contraste con la nuestra de hombres: “El Padre que me
ha enviado, da testimonio de mí. Vosotros no habéis oído su voz, ni habéis visto
nunca su rostro” (Jn 5,37).

Terminada su vida terrena con la ascensión al cielo, Jesús dejó de ser


personalmente la Palabra visible de Dios como lo había sido para sus
contemporáneos y muy en particular para sus testigos oculares, los Apóstoles.
Pero ya en vida, prometió enviarles el Espíritu de la Verdad divina (cf. Jn 16,13)
para que enseñaran únicamente lo que les había dicho: ”El Paráclito, el Espíritu
Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo
lo que os he dicho” (Jn 14,26). Y así los que fueron los testigos inmediatos de
esta Palabra, o como dice san Lucas (1,2), “los que fueron desde el comienzo…
servidores de la Palabra”, no dudaron en afirmar que su testimonio era el mismo
que habían recibido de Cristo: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos
oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron
nuestras manos acerca de la Palabra de vida… os lo anunciamos” (1Jn 1,1-2).
Como Jesucristo, que no anunciaba sus palabras, sino las del Dios - Padre que le
había enviado (cf. Jn 14,24; 10,20), así los Apóstoles comunicaban sólo lo que de
Cristo habían recibido. Y los que como san Pablo no fueron testigos oculares del
maestro, se cuidaban mucho, al transmitir su mensaje, para recurrir a la tradición
de los que lo fueron (cf. 2Tes 2,5; 1Cor 11,23; 15,3; 1Tim 2,13; Gál 2,2ss); y
cuando enseña algo como propio, es muy honrado en decirlo (cf. 1Cor 7,12.25)…

También podría gustarte