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Los Pactos

Divinos
Una Exposición de la Revelación del Pacto Eterno de
Gracia a través de la Escritura

A.W. PINK

Traducción al español por Mariano Leiras.


Revisión por Federico Donatueno.

Publicado originalmente en ingles bajo el título The Divine Covenants de


forma periódica entre 1934 y 1938 en la revista Studies in the Scripture.

Editorial Doulos
www.editorialdoulos.com

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Contenido
Introducción

I. El Pacto Eterno
II. El Pacto Adámico
III. El Pacto Noético
IV. El Pacto Abrahámico
V. El Pacto Sinaítico
VI. El Pacto Davídico
VII. El Pacto Mesiánico
VIII. La Alegoría del Pacto
Apéndices:

 Apéndice I: El Pacto Eterno, A. W. Pink.


 Apéndice II: El Reino de Cristo (una exposición de 1
Corintios 15:22-28), A. W. Pink.
 Apéndice III: Una ruinosa oposición al Mesías,
Sermón de John Newton.
 Apéndice IV: ¿Está de acuerdo A. W. Pink con el
federalismo de 1689? Brandon Adams.

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Introducción
Ante una lectura simple de la Escritura se podrá ver que los pactos ocupan
un lugar notorio. La palabra “pacto” aparece al menos veinticinco veces en
el primer libro de la Biblia, y muchas otras en los demás libros del
Pentateuco, en los Salmos y por los Profetas. Tampoco es una palabra
inusual en el Nuevo Testamento: al instituir el gran memorial sobre su
muerte el Salvador dijo: “esta copa es el nuevo pacto en mi sangre”
(Luc.22:20); al enumerar las bendiciones especiales que Dios había dado a
Israel, Pablo decía que de ellos eran “los pactos” (Rom.9:4); a los Gálatas
les expuso los dos pactos (4:24-31); a los santos de Éfeso se les recordó
que cuando andaban en su estado no regenerado, estaban “ajenos a los
pactos de la promesa”; toda la Epístola a los Hebreos es una exposición
acerca del mejor pacto, del cual Cristo es mediador (Heb.8:6).
La salvación por Jesucristo es según el plan predeterminado y el previo
conocimiento de Dios Padre (Hechos 2:23), y le plació dar a conocer su
plan eterno de misericordia a los padres en la forma de pactos, entregados
en distintas formas y revelados en distintos tiempos. Estos pactos entran en
la naturaleza misma de todo el sistema de revelación divina,
impregnándolo con sus cualidades específicas. Mantienen una estrecha
interconexión entre sí, hacia un mismo fin común, siendo, en realidad,
varias etapas sucesivas desplegadas en el esquema de la gracia divina.
Tratan el lado divino de las cosas. Develan la fuente de donde provienen
todas las bendiciones y dan a conocer el canal por el cual éstas fluyen
hacia los hombres: Cristo. Cada uno revela algún aspecto nuevo y
fundamental de la Verdad y, al considerarlos en el orden que surgen en la
Escritura, podemos ver con claridad el progreso que cada uno hace sobre
la revelación divina. Exponen el gran designio de Dios, consumado por el
Redentor de Su pueblo.
Correctamente se ha dicho que:
“dado que Dios es un ser inteligente, resulta evidente que debe tener
un plan. Si es una inteligencia absolutamente perfecta, deseando y
diseñando nada más que el bien, si es una inteligencia eterna e
inmutable, entonces, su plan debe ser uno eterno, comprehensivo e
inmutable. Es decir, todas las cosas desde su perspectiva, deben
formar un sistema único que mantenga una relación perfectamente
lógica entre todas sus partes. Sin embargo, como todo sistema
integral, tiene que estar compuesto de muchos otros subsistemas. Al
respecto, podemos tomar los cielos que Él hizo y que puso ante
nuestros ojos, como tipo y patrón de su modo de pensar y diseñar en
toda providencia. Sabemos que en el sistema solar nuestro planeta
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Tierra es un satélite de uno de los grandes soles. Y de éste sistema en
particular poseemos cierto conocimiento debido a nuestra posición.
Pero sabemos que este sistema no es sino uno de entre miríadas, con
sus respectivas variaciones, que fue lanzado al gran abismo espacial.
Del mismo modo, sabemos que este plan grandioso y comprehensivo
de Dios, considerado como un sistema único, debe contener una gran
cantidad de sub-sistemas, que podrían ser provechosamente
estudiados si estuviésemos en la posición adecuada para hacerlo;
viendo a cada uno como un todo de forma independiente separados
del resto” (A. A. Hodge).
Aquel “sistema único” o “plan eterno de Dios” fue establecido en el pacto
eterno y los “sub-sistemas”, son los distintos pactos que Dios estableció
con distintos personajes en diferentes tiempos.
El pacto eterno, prefigurado a través de todos los pactos temporales,
constituye la base de los tratos de Dios para con su pueblo. En la Escritura
se dan muchas pruebas de esto. Por ejemplo, cuando Dios oyó los gemidos
de los hebreos en Egipto se nos dice que Él se acordó de su pacto con
Abraham, Isaac y Jacob (Ex.2:24; cf. 6:2-8);cuando Israel era oprimida por
los Sirios en los días de Joacaz leemos: “mas Jehová tuvo misericordia de
ellos, y se compadeció de ellos y los miró, a causa de su pacto con
Abraham, Isaac y Jacob” (2 Re.13:23; cf. Sal.106:43-45). Tiempo más
tarde, cuando Dios decidió usar de misericordia para con Israel tras
haberles afligido duramente por sus pecados dijo: “yo tendré memoria de
mi pacto que concerté contigo en los días de tu juventud” (Ez.16:60).
Como dijo el salmista: “ha dado alimento a los que le temen; para siempre
se acordará de su pacto” (Sal.111:5).
La misma verdad gloriosa de que el pacto es el fundamento desde donde
surgen todas las obras de gracia dadas por Dios, es expuesta en el Nuevo
Testamento. Ésta es considerada la razón por la que Cristo fue enviado al
mundo: “para hacer misericordia con nuestros padres, y acordarse de su
santo pacto” (Luc.1:72). Notable es también aquel texto de Hebreos 13:20
que dice: “… el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor
Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno”.
Otra ilustración de este mismo principio la hallamos en Hebreos 10:15-16:
“Y también el Espíritu Santo nos da testimonio; porque después de haber
dicho: este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días —dice
el Señor: pondré mis leyes en sus corazones, y en sus mentes las
escribiré…”. Se demuestra así que todas las bendiciones y el trato de Dios
para con su pueblo están basados en su pacto. Todo cuanto en la Escritura
se dice que se nos concede por medio de Cristo, significa que lo es en
virtud del pacto que Dios concertó con Cristo como cabeza de su cuerpo
místico.
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De igual modo, cuando se dice que Dios se comprometió mediante
juramento con los herederos de la promesa –“por lo cual Dios, deseando
mostrar más plenamente a los herederos de la promesa la inmutabilidad de
su propósito, interpuso un juramento” (Heb.6:17) – lo hace en función de
su compromiso pactal. De hecho, ambos términos están interrelacionados,
por cuanto en la Escritura “pacto” muchas veces es mencionado como
“juramento” y “pactar”, es también expresado como “juramentar”. “Para
que entres en el pacto con el Señor tu Dios y en su juramento que el Señor
tu Dios hace hoy contigo… Y no hago sólo con vosotros este pacto y este
juramento” (Deut.29:12-14). “Acordaos de su pacto para siempre, de la
palabra que ordenó a mil generaciones, del pacto que hizo con Abraham, y
de su juramento a Isaac” (1Crón.16:15-16). “E hicieron pacto para buscar
al Señor, Dios de sus padres, con todo su corazón y con toda su alma… y
juraron al Señor con gran voz… Y todo Judá se alegró en cuanto al
juramento” (2 Cron. 15:12, 14, 15).
Ya se dijo suficiente como para impresionarnos sobre la relevancia de este
tema y de lo importante que es para nosotros arribar a un correcto
entendimiento de los pactos divinos. Entenderlo, será indispensable para
presentar correctamente el evangelio, porque todo aquel que ignore la
diferencia fundamental que hay entre el pacto de obras y el pacto de
gracia, se hace inepto para el evangelismo. ¿Pero quién de nosotros
entiende con claridad los distintos pactos? Háblale del tema al predicador
promedio y en seguida te darás cuenta que estás hablando en otro idioma.
Son muy pocos los que hoy en día disciernen qué son los pactos, qué
relaciones guardan entre sí y sus implicancias sobre el propósito Redentor
de Dios. Dado que los pactos pertenecen a “los rudimentos de la doctrina
de Cristo”, ignorarlos pondrá un oscuro velo sobre todo el sistema
evangélico.
Durante los flamantes días de los puritanos, tal como lo evidencian sus
escritos, los pactos recibieron una atención considerable, sobre todo las
obras de Usher, Wistsius, Blake y Boston. Pero ¡ay!, excepto por unos
pocos calvinistas, sus portentosos volúmenes cayeron en el descuido
común, hasta surgir al final una generación sin luz al respecto. Esto hizo
que fuera más fácil para ciertos hombres imponer sus extravagancias y
vulgaridades. Les hicieron creer a sus pobres oyentes incautos que habían
hecho un grandioso descubrimiento en cuanto a dividir correctamente la
palabra de verdad. Tales hombres barajaron la Escritura hasta acomodar
los pasajes referidos a los pactos y así dividir el tiempo arbitrariamente en
“siete dispensaciones”, y particionar la Biblia en función de cada una de
ellas. ¡Con cuánta superficialidad y nocividad se expanden sus
descubrimientos entre las masas! (demasiado populares como para ser de
algún valor real – Lucas 16:15). ¡En la Biblia Scofield, donde se

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mencionan no menos que ocho pactos, absolutamente nada se dice del
pacto eterno!
Si alguno cree que exageramos en cuanto a la ignorancia que hoy
prevalece sobre este tema, le sugiero que haga esta pregunta a sus amigos
cristianos más instruidos y que vea cuántos son los que pueden dar una
respuesta satisfactoria al respecto: ¿Qué quiso decir David cuando dijo,
“En verdad, ¿no es así mi casa para con Dios? Pues Él ha hecho conmigo
un pacto eterno, ordenado en todo y seguro (2 Sam. 23:5)? ¿Qué significa,
“los secretos del Señor son para los que le temen, y Él les dará a conocer
su pacto” (Sal.25:14)? ¿Qué quiso decir el Señor cuando habló de los que
“se mantienen firmes en [su] pacto” (Isa.56:6)? ¿A qué iba Dios cuando
dijo al Mediador, “y en cuanto a ti, por la sangre de mi pacto contigo, he
librado a tus cautivos de la cisterna en la que no hay agua” (Zac.9:11)? ¿A
qué se refería el Apóstol cuando hablaba de “el pacto previamente
ratificado por Dios para con Cristo” (Gál.3:17, RVR´60)?
Antes de intentar dar respuesta a estas preguntas, permítasenos señalar la
naturaleza propia de un pacto, es decir, en qué consiste.
“[Es] un acuerdo absoluto entre dos personas distintas, en cuanto al
orden y dispensación de las cosas en su poder, en aras de un interés y
provecho mutuos” (John Owen).
Blackstone, el gran comentarista en materia de ley Inglesa, al hablar de las
partes de un trato, dice:
“Tras las órdenes judiciales, usualmente se siguen los pactos o
convenios, los cuales son cláusulas de acuerdo contenidas en un
trato, a través de las cuales cada parte puede estipular los términos o
condiciones en virtud de ciertos hechos, o bien comprometerse a
realizar o entregar algo a favor de la otra parte” (Vol.2, p.20).
Así pues, incluye tres cosas a saber: las partes contratantes, los términos y
el acuerdo vinculante. Para llevarlo a un lenguaje más simple, podemos
decir que un pacto es comprometerse a un acuerdo mutuo, en donde se
promete determinado beneficio en caso de cumplidas ciertas condiciones.
Leemos sobre David y Jonatán al concertar un pacto (1 Sam.18:3) que, en
vista de 1 Samuel 20:11-17, 42, es evidente que significa que entraron en
un pacto de carácter solemne (ratificado mediante juramento: 1
Sam.20:17), el cual, en vista de la amabilidad de Jonatán al avisarle a
David sobre los planes de su padre y posibilitar así su huida, le prometía
que, cuando éste último ascendiera al trono, mostraría misericordia a su
descendencia (cf. 2 Sam.9:1). Otra vez, en 1 Crónicas 11:3 se nos dice que
todos los ancianos de Israel (quienes antes se le oponían), vinieron a David
y, entonces, concertó un pacto con ellos. Este, bajo la luz de 2 Samuel 5:1-
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3, evidentemente significaba que, como él era quien guiaba a sus ejércitos
contra el enemigo común, estarían entonces dispuestos a someterse a él
como su rey. Una vez más, en 2 Crónicas 23:16 leemos del sacerdote
Joiada pactando con el pueblo y con el rey que serían pueblo de Dios, algo
que, en vista a cómo continúa, es obvio que denota que accedió a
concederles ciertos privilegios religiosos a cambio de que ellos se
comprometieran a destruir el sistema de adoración de Baal. Una atenta
consideración de estos ejemplos humanos nos permitirá entender un poco
mejor los pactos de Dios.
Ahora bien, como indicamos anteriormente, todos los tratos de Dios con el
hombre tienen su fundamento en la relación pactal que guarda con Él:
promete ciertas bendiciones en base a determinadas condiciones. Siendo
esto así es que G. S. Bishop dijo,
“Queda claro que, únicamente pueden haber dos y solo dos tipos de
pactos entre Dios y el hombre: uno, basado en lo que éste debe obrar
para su propia salvación y el otro, basado en aquello que Dios hará
en orden de salvarlo. En otras palabras, un pacto de Obras y un pacto
de Gracia” (Grace in Galatians [Gracia en Gálatas], p.72).
Tal como todas las promesas del Antiguo testamento se resumen en dos
promesas sobresalientes (la venida de Cristo y el derramamiento del
Espíritu), de igual modo, todos los pactos pueden ser reducidos
específicamente a dos: el de Gracia y el de Obras. El resto de los pactos
desarrollados en esta obra quedan subordinados a estos dos, como sus
confirmaciones o sombras, o como las formas en que aquellos fueron
administrados.
De esta manera, en los capítulos siguientes trataremos en primer lugar el
pacto eterno o pacto de gracia que Dios concertó con sus escogidos a
través de la Persona del Mediador y Cabeza de ellos. Allí se mostrará
cómo éste viene a ser el fundamento inamovible a partir del cual fluyen
todas las demás bendiciones. Luego, consideraremos el pacto de obras que
el Creador hizo con toda la raza humana en la persona de su cabeza
federal. Además enseñaremos cómo ese pacto debió ser quebrantado antes
de que pudieran ser derramadas las bendiciones acordadas en el pacto de
gracia. A continuación nos detendremos brevemente en el pacto que Dios
hizo con Noé. Y después, ya de forma más profunda, en el concertado con
Abraham, a través del cual fue prefigurado el pacto eterno. Más adelante
consideraremos el pacto Sinaítico, que es un poco más difícil; se verá
como una confirmación del pacto de obras y en su relación particular con
el aspecto político de la nación israelita. También habrá que hacer algunas
observaciones sobre el pacto Davídico, donde en verdad nos sentimos en
necesidad de mucha más luz. Y por último, señalaremos cómo el pacto
eterno ha sido administrado bajo el antiguo y nuevo pacto, o en ambas
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economías. Que el Espíritu Santo en su gracia nos guarde del error y nos
haga aptos para escribir aquello que ha de ser para la gloria de nuestro
Dios de pactos y para bendición del pueblo del pacto.

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I

El Pacto Eterno
Capítulo I.
La Palabra de Dios comienza con un breve relato de toda la creación, la
creación del hombre y su caída. Conforme avanzamos en la Escritura, no
tenemos dificultades en entender que el juicio bajo el que fue puesto el
hombre en Edén había sido previamente ordenado por Dios. “El
Cordero… fue inmolado [en el propósito de Dios] desde la fundación del
mundo” (Ap.13:8). Esto deja en claro que, antes de la caída, Dios ya había
provisto para la redención de su pueblo que apostató en Adán. Incluso ya
había establecido que los medios por los cuales se llevaría a cabo esa
redención, serían consistentes con las exigencias de su justicia y santidad.
Todos los detalles y resultados de ese plan misericordioso, habían sido
concertados y estipulados desde el principio por la sabiduría Divina.
Aquella provisión de gracia que Dios ideó para su pueblo desde la
fundación del mundo, comprendía la elección de su Hijo como Mediador y
la obra que debía realizar como tal. Esto, por supuesto, incluía que tomara
la naturaleza humana, que se ofreciera a sí mismo en expiación por el
pecado, que fuera exaltado en esa condición a la diestra de Dios en los
cielos, que tuviera la supremacía en su Iglesia y, sobre todo, en favor de
ella. Comprendía su facultad de dispensar bendiciones y el alcance
efectivo de su obra redentora para salvación de las almas. Todas fueron
parte de un asunto arreglado y definido, entre el Padre y el Hijo, en los
términos del pacto eterno.
El primer anuncio del pacto eterno lo encontramos en Génesis 3:15, “Y
pondré enemistad entre tú y la mujer, y entre tu simiente y su simiente; él
te herirá en la cabeza, y tú lo herirás en el calcañar.” Así, de inmediato,
luego de la caída, Dios advirtió a la serpiente su condenación irrevocable a
través de la obra del Mediador, y reveló a los pecadores el canal por el que
la salvación fluiría de forma exclusiva. Las continuas adiciones que Dios
hizo en el transcurso del tiempo sobre ésta primera revelación, se hicieron,
fundamentalmente, a través de los pactos concertados con los padres.
Pactos que eran tanto el fruto de su propósito eterno de misericordia, como
de la revelación progresiva de éste a los fieles. Solo en la medida en que
comprendamos y mantengamos en vista estos hechos con firmeza y
claridad, estaremos en posición de apreciar y percibir la fuerza de los
pactos subordinados.

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Dios hizo pactos con Noé, Abraham y David; pero, ¿acaso eran ellos,
como criaturas caídas, capaces de entrar en un pacto con su santo y
augusto Creador? ¿Eran capaces de permanecer por sí mismos o de ser
fiadores de otros? Esas preguntas se responden solas. ¿Qué podía ofrecer o
hacer Noé para asegurar que la tierra no fuera otra vez destruida por agua?
Esos pactos subordinados eran el modo en que el Señor manifestaba de
forma especial y pública el gran pacto. Les dio a conocer algo de sus
gloriosos contenidos, confirmándoles sus intereses personales en él y
asegurándoles que Cristo, Cabeza sublime del pacto, saldría de ellos y
vendría de su simiente.
A esto se refiere esa expresión particular que en varias oportunidades
aparece en la Escritura, “he aquí, yo establezco mi pacto con vosotros, y
con vuestra descendencia [simiente] después de vosotros” (Gén.9:9). Sin
embargo, no dice que tienen que cumplir condiciones ni realizar ninguna
obra. Solo se da una promesa con bendiciones incondicionales. Pero, ¿por
qué? Porque las “condiciones” y las “obras” serían cumplidas y realizadas
por Cristo. Entonces, ya no quedaría nada sino solo derramar las
bendiciones sobre su pueblo. De esta forma, cuando David dijo, “Él ha
hecho conmigo un pacto eterno…” (2 Sam.23:5) simplemente quiso decir
que Dios lo había admitido en el pacto eterno para hacerlo partícipe de sus
privilegios. Es por eso que cuando el Apóstol Pablo menciona los distintos
pactos que Dios hizo con los hombres del Antiguo Testamento, no los
llama “los pactos de la demanda o condiciones”, sino, “los pactos de la
promesa” (Ef.2:12).
Párrafos anteriores señalamos que las sucesivas adiciones que Dios realizó
sobre su primera revelación de misericordia de Génesis 3:15 fueron dadas
principalmente a lo largo del tiempo, a través de los pactos que hizo con
los padres. Fue un proceso de desarrollo gradual, que desembocó al final
en la plenitud del evangelio de gracia. La sustancia de esos pactos
indicaban las formidables etapas de este proceso. Es a partir de los grandes
puntos referenciales de los tratos de Dios con el hombre (los pactos) que
las revelaciones de la mente divina se expandieron hasta llegar a ser
verdades bien conformadas y establecidas. Como revelaciones, exhibieron
en grados cada vez mayores, la claridad y plenitud del plan de salvación a
través del oficio mediador y sacrificial del Hijo de Dios. Porque cada uno
de esos pactos consistían en promesas de gracia ratificadas por medio de
un sacrificio (Gen.8:20; 9:9; 15:9-11, 18). Así, todos ellos fueron indicios
de aquel método de la gracia que tuvo lugar en el consejo eterno de Dios.
Las revelaciones divinas y manifestaciones de la gracia decretadas en el
pacto eterno, se dieron en épocas muy importantes en la historia temprana
del mundo. Tal como Génesis 3:15 se dio con prontitud después de la
caída, encontramos que, próximo al diluvio, Dios renovó de manera
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solemne el pacto de gracia con Noé. De igual modo, al comienzo del tercer
período de la historia humana con el llamamiento de Abraham, Dios lo
renovó otra vez. Esta vez con una revelación mayor: se dio a conocer que
el Libertador del pueblo de Dios vendría del linaje de Abraham, y que
todas las familias de la tierra serían benditas en Él. Siendo un claro indicio
del llamamiento a los gentiles y de la elección de gracia entre todas las
naciones para componer la familia de Dios. En Génesis 15:5-6 se dio a
conocer más plenamente el gran requisito del pacto: la fe. Dios le dio a
Abraham una confirmación notable del cumplimiento de las promesas del
pacto al concederle una gran victoria sobre las fuerzas de Quedorlaomer.
Esto fue todo un indicio de la victoria de Cristo y su simiente sobre este
mundo: compárese cuidadosamente con Isaías 41:2-3, 10-15. Génesis
14:19-20 sustenta lo dicho. Porque cuando regresaban de su memorable
triunfo, Abraham se encontró con Melquisedec (figura de Cristo) y fue
bendecido por él. Una mayor revelación del pacto de gracia se le dio a
Abraham en Génesis 15 cuando, al ver una antorcha encendida que se
paseaba por entre el sacrificio, fueron prefigurados los sufrimientos de
Cristo. En el nacimiento milagroso de Isaac, se insinuaba el nacimiento
sobrenatural de Cristo, la Simiente prometida. En la liberación de Isaac del
altar, se representaba la resurrección de Cristo (Heb.11:19).
De esta manera, podemos ver de qué manera el pacto de gracia fue
revelado y confirmado a Abraham, padre de todos los creyentes. A través
de esta revelación, él y sus descendientes alcanzaron una visión y un
entendimiento mucho más claro del Redentor maravilloso y de las cosas
que éste iba a obrar. “Vuestro padre Abraham se regocijó esperando ver mi
día; y lo vio y se alegró” (Juan 8:56). Estas palabras dan a entender con
claridad que Abraham poseía un entendimiento espiritual concreto del
pacto de gracia. Bajo el pacto Sinaítico, Dios concedió a su pueblo una
mayor revelación de los contenidos del pacto eterno: el tabernáculo, con
todos sus santos utensilios; el sumo sacerdote, sus vestimentas y su
servicio; y todo el sistema de sacrificios y abluciones, ponían frente a ellos
las benditas realidades de la gracia en la forma de tipos, siendo la sombra
de las cosas celestiales.
Así, antes de procurar establecer el pacto eterno de un modo específico,
primero nos esforzaremos por dejar en claro cuál fue su relación con todos
los grandes pactos que le plació a Dios establecer con distintos hombres
durante la era del Antiguo Testamento. Nuestro bosquejo es breve por
necesidad, porque abordaremos cada uno de estos pactos de forma
separada y en mayor detalle en capítulos posteriores. Sin embargo,
creemos que se dijo lo suficiente como para demostrar que los términos de
los pactos que Dios hizo con Noé, Abraham, e Israel en el Sinaí, y con
David, habrán de entenderse, en un principio, en su sentido llano y natural.
Pero, debería ser claro al ojo perspicaz que también poseían un significado
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más elevado, de contenido espiritual. Las cosas terrenales fueron
empleadas para representar las celestiales. En otras palabras, aquellos
pactos subordinados precisan ser contemplados tanto en la letra como en
su espíritu.
Antes de profundizar el aspecto que estudiamos, queremos señalar que,
como no hay ni un solo versículo en la Biblia que expresamente diga que
existen tres personas divinas en la Deidad, coeternas, coiguales y
cogloriosas, aun así, al comparar la Escritura con la Escritura, sabemos que
es así. De igual modo, no existe siquiera un solo versículo en la Biblia que
afirme de manera categórica que el Padre entró en un pacto formal con el
Hijo: que al consumar el Hijo cierta tarea recibiría a cambio una cierta
recompensa. Sin embargo, un estudio meticuloso de varios pasajes nos
obliga a arribar a esta conclusión. Las Sagradas Escrituras no gritan sus
tesoros a oídos de los indolentes y, en tanto el predicador permita que el
Dr. Scofield o el Sr. Pink hagan sus estudios por él, no debe esperar
avanzar demasiado en los asuntos divinos. Considere Proverbios 2:1-5.
No existe un punto específico sobre la tierra donde crezcan todas las
variedades de flores y árboles que existen, ni tampoco donde puedan
hallarse especímenes de cada tipo de mariposas. Pero con esfuerzo,
dedicación y perseverancia, los horticultores y naturalistas han ido
recolectando especímenes de los distintos tipos hasta obtener la colección
completa. De igual modo, no existe un capítulo específico de la Biblia en
el que pueda encontrarse absolutamente toda la verdad respecto a un tema.
Es tarea del teólogo atender con diligencia a cada uno de los indicios y a
las definiciones de mayor peso esparcidas por toda la Escritura respecto de
cualquier tema en estudio, a fin de clasificarlos y coordinarlos con sumo
cuidado. ¡Pero ay! Aquellos teólogos genuinos e independientes (esos que
no se aferran a ningún sistema humano) prácticamente han desaparecido
de la faz de la tierra.
El lenguaje del Nuevo Testamento es muy claro al enseñarnos la verdadera
luz en la que el plan eterno de misericordia debe ser considerado, como
también en enseñarles a los santos que toda bendición y privilegio que
puedan recibir proviene del pacto eterno. Allí, se habla del “propósito
eterno que [Dios] hizo en Cristo Jesús nuestro Señor” (Ef.3:11, RVR´60).
Nuestra unicidad pactal con Cristo queda expresamente revelada en
Efesios 1:3-5. Una magnífica declaración que alcanza su clímax cuando
dice “para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo aceptos
en el Amado” (1:6, RVR´60). “Aceptos en el amado” es mucho más
profundo y significa mucho más que “aceptos a través de Él.” Habla, no de
un pasaporte por el cual Cristo nos recomienda, sino de una unión real con
Él, mediante la cual somos incorporados a Su cuerpo místico y, hechos tan

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partícipes de su justicia, como los miembros del cuerpo participan de esa
misma vida que anima a la cabeza.
Igualmente hay muchas - diría más bien demasiadas - declaraciones en el
Nuevo Testamento concernientes a Cristo, que solo pueden tener sentido y
ser entendidas si se las considera a la luz del pacto que concertó con el
Padre, cumpliéndolo y obrando en virtud del mismo. Por ejemplo, en
Lucas 22:22 lo encontramos diciendo, “Porque en verdad, el Hijo del
Hombre va según se ha determinado…”: “determinado,” ¡dónde sino en el
pacto eterno! Más claro aún es el lenguaje de Juan 6:38-39, donde dice,
“Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la
voluntad del que me envió. Y esta es la voluntad del que me envió: que de
todo lo que Él me ha dado yo no pierda nada, sino que lo resucite en el día
final”. Hay tres cosas importantes a considerar:
(1) Cristo había recibido una encomienda o un encargo específico del
Padre;
(2) Él se había comprometido de manera solemne a ejecutar dicha
encomienda;
(3) La finalidad contemplada en ese acuerdo, no era meramente el anuncio
de bendiciones espirituales, sino el real derramamiento de ellas sobre
cuanto el Padre le había dado.
Nuevamente, por Juan 10:16 es evidente que a Cristo se le había confiado
cierta encomienda. Hablando de sus escogidos dispersados entre los
gentiles, no dijo “a esos también traeré,” sino “debo traer”. En Su oración
sacerdotal le oímos decir, “Padre, quiero que los que me has dado, estén
también conmigo donde yo estoy” (Juan 17:24). Ahí, Cristo estaba
exigiendo algo que le correspondía, que se le debía en virtud de la obra
realizada (v.4). Esto claramente presupone tanto un acuerdo como una
promesa de parte del Padre. Ahora, una exigencia tal, implicaba de forma
obligatoria una promesa preestablecida ligada al cumplimiento de cierta
condición por parte de aquel a quien fue hecha la promesa que, al
cumplirla, lo habilitaba a exigir la recompensa. Esta es una de las razones
por las cuales Cristo, inmediatamente después, se dirige a Dios como
“Padre Justo”, apelando a su fidelidad en el trato.
Capítulo II.
El pacto eterno o pacto de gracia, es el acuerdo mutuo que el Padre
concertó con el Hijo desde antes de la fundación del mundo referente a la
salvación de sus escogidos; donde Cristo, designado como Mediador,
accedió voluntariamente a ser Cabeza y representante de ellos. La
existencia de un pacto divino ligado a Cristo (donde su gran obra aquí en
la tierra fue el cumplimiento de su rol en él), queda claro por muchos
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pasajes de la Escritura; sobre todo por los que mencionan los títulos de
Cristo en relación al pacto. En Isaías 42:6 oímos al Padre diciéndole al
Hijo: “Yo soy el Señor, en justicia te he llamado; te sostendré por la mano
y por ti velaré, y te pondré como (por) pacto para el pueblo, como luz para
las naciones”. De este modo, Cristo, como una de las partes del trato, es
“dado” a su pueblo en garantía de todas sus bendiciones (cf. Rom.8:32).
Representa a su pueblo en el pacto. De hecho es, en su persona y obra, su
sumun y sustancia. Cumplió todos sus términos y ahora dispensa sus
recompensas.
En Malaquías 3:1 Cristo es llamado “el mensajero del pacto,” porque vino
para revelar su contenido y proclamar sus buenas nuevas. Vino del Padre
para dar a conocer su asombrosa gracia con los perdidos pecadores. En
Hebreos 7:22 Cristo es llamado “el fiador de un mejor pacto”. Un fiador es
uno que actúa legalmente en representación de otros, comprometiéndose a
cumplir con ciertas obligaciones en lugar de ellos y para su beneficio. No
hay un solo deber legal que los escogidos deban a Dios; porque Cristo los
cumplió a la perfección. Pagó absolutamente toda la deuda de su pueblo en
bancarrota, todas sus obligaciones. En Hebreos 9:16 Cristo es llamado “el
testador” del pacto o del testamento, porque suyas son las riquezas y suyos
los privilegios; y porque, en su infinita gracia, los legó a su pueblo como
patrimonio inestimable.
Una vez más, en Hebreos 9:15 y 12:24, Cristo es llamado “el mediador de
un nuevo pacto”, visto que es por su eficaz obra satisfactoria y por su
incesante intercesión, que todas las bendiciones son ya impartidas a sus
beneficiarios. Ahora Cristo permanece entre Dios y los suyos, abogando
por su causa (1 Juan 2:1) y dando palabras al cansado (Isa. 50:4). Pero
¿cómo podría Cristo sustentar semejantes oficios a no ser que en verdad un
pacto fuera antes acordado con Él (Gál.3:17)? Pacto que asumió
emprender hasta consumarlo (Heb.10:5-7). “El Dios de paz, que resucitó
de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, el gran Pastor de las ovejas
mediante la sangre del pacto eterno” (Heb.13:20): esa sola frase es más
que suficiente para afirmar que sí hubo una conexión orgánica entre el
pacto de gracia y el sacrificio de Cristo. En respuesta al cumplimiento de
Cristo a todos las condiciones, el Padre le dice: “y en cuanto a ti, por la
sangre de mi pacto contigo, he librado a tus cautivos (aquellos que le
fueron dados desde antes de la fundación del mundo, pero que en Adán
incurrieron en condenación), de la cisterna en la que no hay agua”
(Zac.9:11).
La relación de pacto que el Mediador guarda con Dios le da sentido y
realmente explica que Cristo, tan frecuentemente, se dirija a Él como
“Dios mío”. Cada vez que nuestro bendito Redentor pronunciaba las
palabras “Dios mío”, evocaba su relación pactal con la Deidad. Así es
14
como debe ser. Porque, viéndolo como la Segunda Persona de la Trinidad,
Él era Dios, igual con el Padre y con el Espíritu Santo. Estamos muy
conscientes de que acá nos adentramos en aguas profundas. Con todo, si
nos aferramos a las palabras de la Escritura seremos guiados en ella con
seguridad, aun cuando nuestras mentes finitas no sean capaces de sondear
sus profundidades infinitas. “Desde el vientre de mi madre tú eres mi
Dios” (Sal.22:10), dijo el Salvador. Desde la cruz dijo: “Dios mío”. En la
mañana de resurrección se refirió a Él como “mi Dios” (Juan 20:17). Y en
el compás de un solo versículo (Ap. 3:12), hallamos al Redentor
glorificado diciendo “mi Dios” unas cuatro veces.
Lo señalado en los párrafos anteriores es confirmado por muchos otros
pasajes de la Escritura. Al renovar su pacto con Abraham Jehová dijo, “Y
estableceré mi pacto contigo y con tu descendencia después de ti, por todas
sus generaciones, por pacto eterno, de ser Dios tuyo y de toda tu
descendencia después de ti” (Gén.17:7). Esa es la gran promesa del pacto:
ser Dios de uno para suplir todas sus necesidades (Fil.4:19) – a nivel
espiritual, temporal y eterno. Es cierto que Dios es Dios de todos los
hombres en tanto que es su Creador, Gobernador y Juez. Pero Él es Dios
de su pueblo en un sentido mucho más glorioso. “Porque éste es el pacto
que yo haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor:
Pondré mis leyes en la mente de ellos, y las escribiré sobre sus corazones.
Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Heb.8:10). Otra vez, aquí se
nos enseña que es en relación al pacto que Dios es el Dios de Su pueblo de
un modo especial.
Antes de dejar Hebreos 8:10, veamos cómo en los versículos siguientes se
expresa el bendito contenido del pacto: “Y ninguno de ellos enseñará a su
conciudadano ni ninguno a su hermano, diciendo: `Conoce al Señor´,
porque todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos. Pues
tendré misericordia de sus iniquidades, y nunca más me acordare de sus
pecados” (vs.11-12). ¿Qué condiciones se fijan allí? ¿Qué requisitos se
piden del hombre impotente? Absolutamente ninguno: es todo promesa, de
principio a fin. Asimismo, encontramos a Pedro diciendo en Hechos 3:25:
“vosotros sois los hijos de los profetas y del pacto que Dios hizo con
vuestros padres.”
Aquí el pacto (no “pactos”) es aludido en forma general. Luego, es
especificado en forma particular: “al decir a Abraham: Y en tu simiente
serán benditas todas las familias de la tierra”. ¿Y se estipulan condiciones?
No; ¿se exigía efectuar ciertas obras? No, sino que se dice “serán
benditas”, sin requisitos u obras de parte de ellos; siendo partícipes de sus
intereses a causa de aquello que su Cabeza pactal[3] [Cristo] obró en su
favor.
Consideremos ahora las distintas características del pacto eterno:
15
1. El Padre acordó (pactó) con Cristo que Él sería la cabeza federal de
su pueblo comprometiéndose por ellos, librándolos de esa terrible
condenación en la que cayeron en Adán, según Dios previó desde la
eternidad. Este solo hecho explica por qué Cristo es llamado “el postrer
Adán” y el “segundo hombre” (1 Cor.15:45, 47). Note con cuidado que en
Efesios 5:23 se nos dice, “Cristo es cabeza de la iglesia, siendo Él mismo
el Salvador del cuerpo”. No podría haber sido el Salvador sin ser primero
la cabeza; esto significa que primero accedió voluntariamente a oficiar el
puesto de garante divinamente estipulado; que primero actuó como el
representante de Su pueblo, cargando sobre sí todas sus responsabilidades
y acordando cumplir con todas sus obligaciones legales; que primero tomó
el lugar de su pueblo en banca rota, pagando todas sus deudas,
fabricándoles una justicia perfecta y ganando, legal y meritoriamente para
ellos, la recompensa o bendición que viene de cumplir la ley.
Este es el acuerdo eterno que el apóstol hace referencia cuando habla de un
“pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo” en Gálatas 3:17
(RVR´60). Ahí observamos las partes del pacto: por un lado a Dios, en
toda su Trinidad y, por el otro a Cristo, el Hijo visto como el Mediador
entre Dios y los hombres. Aprendemos qué es un acuerdo concertado entre
ambos: un pacto o contrato solemnemente acordado y, asimismo,
ratificado. También aprendemos, en el contexto inmediato, que Cristo es
visto, no solo como el ejecutor de un testamento legado a los santos de
parte de Dios o como el medio por el cual viene la salvación, sino que
además se nos remarca dos veces (v.16) que las promesas fueron hechas a
la “simiente” de Abraham, “la cual es Cristo”. De este modo, tenemos la
prueba más clara en la Escritura de que el pacto eterno contiene algo
prometido por Dios al Hijo.
Muchas características del pacto eterno fueron prefiguradas en Edén de
forma grandiosa. Permita que consideremos tales características:
Primero, Cristo fue establecido (Prov.8:23) en el consejo eterno del
Dios Trino como heredero y cabeza de todas las cosas: su posición como
Cabeza es prefigurada en las palabras del Creador a Adán: “ejerced
dominio sobre los peces del mar”, entre otros (Gén.1:28). Ahí lo vemos
como Señor de toda la creación y cabeza de toda la humanidad. En
segundo lugar, Adán estaba solo: de entre todas las criaturas él era el único
que sojuzgaba; no hallaba una ayuda idónea. Estaba solo en el mundo
sobre el cual era rey. Del mismo modo Cristo estaba solo establecido
por Dios desde la eternidad pasada. Tercero, una ayuda idónea fue
provista para Adán, una de su misma naturaleza, pura y santa como él,
idónea en todo: Eva. Se convirtió en su esposa y compañera (Gén.2:21-
24). Eso prefiguró de modo maravilloso el matrimonio eterno entre
Cristo y su iglesia (Ef.5:29-32). Note con cuidado que Eva estaba casada
con Adán y, antes de caer, era pura y santa; así fue también con la iglesia
16
(Ef.1:3-6). (Mucho de lo escrito en éste párrafo lo debemos a un sermón de
J.K. Popham).
2. En orden de ejecutar el compromiso asumido en el pacto, era
necesario que Cristo tomase la naturaleza humana y fuese hecho en todo
como sus hermanos; con el objetivo de poder tomar su lugar, estar bajo la
ley y servir en lugar de ellos. Tenía que tener un alma y un cuerpo para
que fuera capaz de sufrir y pagar el precio de los pecados de su pueblo.
Esto explica el grandioso pasaje de Hebreos 10:5-9 expresado en términos
de un pacto: exhibiendo el compromiso asumido por el Hijo en forma
voluntaria y mostrando su buena predisposición en cumplir la voluntad del
Padre. En su encarnación Cristo cumplió aquella preciosa prefiguración
(tipificación) de Éxodo 21:5. Rebosante de amor por su Señor, el Padre y
por su esposa, la Iglesia, y por sus hijos espirituales, se sujetó a una
posición de servidumbre perpetua.
3. Tras cumplir voluntariamente los términos del pacto eterno, se
estableció una relación económica especial entre el Padre y el Hijo – el
Padre como procurador del pacto y el Hijo como el mediador Dios-
hombre, cabeza y fiador de su pueblo. Así fue como el Padre se convirtió
en “Señor” de Cristo (Sal.16:2, como es evidente por los vs.9-11;
Miq.5:4), y el Hijo en “siervo” del Padre (Isa.42:1; cf. Fil.2:7); al ejecutar
la obra encomendada. Observe que la cláusula “tomando forma de siervo”
precede a “hecho semejante a los hombres”. Esto explica sus dichos:
“como el Padre me mandó, así hago” (Juan 14:31; cf. 10:18; 12:49). Esto
explica su declaración: “el Padre es mayor que yo” (Juan 14:28), en donde
el Salvador se refería a la situación de pacto mantenida con el Padre.
4. Cristo murió cumpliendo las exigencias del pacto. Era realmente
imposible que una persona verdaderamente inocente sufriera la sentencia y
la maldición de la ley, porque la ley no exigía castigo alguno sobre tal
persona. La culpa y el castigo van de la mano; y en donde no está la culpa,
el castigo tampoco. Solo porque el Unigénito de Dios fue culpable de
forma relativa (al serle imputados los pecados de sus escogidos), es que
pudo ser herido justamente en lugar de ellos. Y aún más, ni aun eso
hubiera sido posible a no ser que el inmaculado sustituto hubiese asumido
primero el oficio de fiador; y eso, a su vez, fue legalmente válido porque,
antes que todo, era la cabeza federal[4] de ellos. El sacrificio de Cristo
debe toda su validez al pacto: apuntado por la Santa y bendita Trinidad,
por consejo y juramento, como la única y verdadera propiciación por el
pecado.
Por lo tanto, resulta imposible para nosotros hacernos una idea adecuada
de aquello porque el glorioso Señor murió, si no entendemos primero el
acuerdo dentro del cual tuvo lugar su muerte. Hoy en día comúnmente se
enseña al respecto que la expiación de Cristo simplemente proveyó una
17
oportunidad para que el hombre pudiera salvarse, que abrió el camino para
que Dios pudiera perdonar rectamente a todo aquel que se valga de su
agraciada provisión. Pero eso es solo una parte de la verdad y, por
supuesto, no la más gloriosa e importante. El gran hecho es que la muerte
de Cristo fue la consumación del acuerdo concertado con el Padre, lo cual
garantiza la salvación de todos aquellos nombrados en Él – ninguno de
aquellos por los que murió puede perderse el cielo (Juan 6:39).
Esto nos lleva a considerar:
5. Que, en base a su predisposición para ejecutar la obra acordada en el
pacto, a Cristo le fueron hechas ciertas promesas de parte del Padre:
promesas respecto de sí mismo, y luego, promesas respecto a su pueblo.
Las promesas “respecto de sí mismo” pueden enumerarse como sigue.
Primero, se le prometió ser investido del poder divino para cumplir con
todos los requisitos del pacto (Isa.11:1-3; 61:1; cf. Juan 8:29). Segundo, se
le garantizó la protección divina en la ejecución de su obra (Isa. 42:6;
Zac.3:8-9; cf. Juan 10:18). Tercero, se le prometió asistencia divina a fin
de consumar su obra exitosamente (Isa. 42:4; 49:8-10; cf. Juan 17:4).
Cuarto, estas promesas le fueron hechas a Cristo para sostener su corazón
y para que rogase al Padre (Sal.89:26, 28); y así lo hizo (Isa.50:8-10; cf.
Heb.2:13). Quinto, el éxito de su empresa le fue asegurado y junto a ello
una recompensa (Isa. 53:10, 11; Sal.89:27-29; 110:1-3; cf. Fil.2:9-11).
Pero también recibió “promesas respectoa su pueblo. Primero, que
recibiría dones para ellos (Sal.68:18; cf. Ef.4:10-11). Segundo, que Dios
obraría en ellos una voluntad dispuesta para recibirlo como Señor
(Sal.110:3; cf. Juan 6:44). Tercero, que se les daría vida eterna (Sal.133:3;
cf. Tito 1:2). Cuarto, que un linaje (simiente) le serviría, proclamaría su
justicia y aquello que Él hizo por ellos (Sal.22:30-31). Quinto, que reyes y
príncipes lo adorarían (Isa.49:7).
Finalmente, note que este convenio celebrado entre el Padre y el Hijo en
representación de sus elegidos, se lo llama de varias formas. Es llamado
“pacto eterno” (Isa.55:3), para así destacar su perpetuidad; porque sus
bendiciones, ideadas en la eternidad, son para siempre. Es llamado un
“pacto de paz” (Ez.34:25; 37:26), porque garantiza reconciliación con
Dios; en vista que la transgresión de Adán trajo enemistad, pero a través de
Cristo la enemistad fue removida (Ef.2:16), y por eso es el “Príncipe de
Paz” (Isa.9:6). Es llamado el “pacto de vida” (Mal.2:5), en contraste con el
pacto de obras que terminó en muerte; además porque “vida” es aquello
que principalmente promete (Tito 1:2). Es llamado el “santo pacto”
(Luc.1:72), no solo porque fue ideado y concertado entre las personas de la
Santa Trinidad, sino también porque certifica la santidad del carácter
divino y garantiza la santidad del pueblo de Dios. Es llamado un “mejor

18
pacto” (Heb.7:22), en contraste con el pacto Sinaítico, donde la
prosperidad nacional de Israel quedaba a merced de su obrar.

19
II

El Pacto Adámico
Capítulo I.
Para lograr comprender mucho de la Palabra de Dios, es fundamental
observar la relación que Adán mantuvo con su descendencia. Adán no solo
fue el padre común de toda la raza humana, sino que también fue su
cabeza federal y representante. La humanidad toda fue puesta a prueba en
Edén. Adán no compareció allí por sí solo, sino que lo hizo en
representación de todos los que saldrían de él. A menos que esta verdad
crucial se entienda bien, mucho de aquello que debería sernos
relativamente claro terminará por quedarnos oculto en misterio insondable.
Sí, y vamos aún más lejos al afirmar que, hasta que no se entienda
correctamente el rol de cabeza federal (representante legal) que sostuvo
Adán y el pacto que Dios concertó con él en dicha condición, nos faltará la
clave para comprender los tratos de Dios con la humanidad; seremos
incapaces de discernir la relación del hombre con la ley divina, y de
apreciar los principios fundamentales a partir de los cuales la expiación de
Cristo tiene lugar.
“Cabeza federal” es un término que prácticamente se esfumó por completo
de la literatura religiosa popular –los más culpables son los escritores
modernos. Es cierto que la expresión en sí no aparece literalmente en la
Escritura. Sin embargo, como las palabras Trinidad y encarnación divina,
surge con necesidad del lenguaje teológico y en la exposición doctrinal. El
principio o el hecho implicado en el término “cabeza federal” es el de
representación. Han existido dos cabezas federales: Adán y Cristo. Con
ellos Dios, respectivamente, entró en un pacto. Actuaron en representación
de otros. Cada uno representó legalmente a personas concretas; tan así que
todos a los que representaron fueron contados por Dios como estando
(siendo) en ellos. Adán representaba a toda la humanidad; Cristo
representó a todos aquellos que el Padre, en su consejo eterno, le dio.
Cuando Adán compareció en Edén como un ser responsable ante Dios, lo
hizo como cabeza federal - como el representante legal - de toda su
descendencia. Es por eso que cuando Adán pecó, todos los representados
fueron contados pecadores; cuando cayó, todos cayeron; cuando murió,
todos murieron. Lo mismo con Cristo. Cuando vino a esta tierra también
sostuvo una posición de relación federal con su pueblo. Así que cuando se
hizo obediente hasta la muerte, todos los que fueron representados por Él
son contados por justos; cuando se levantó de la muerte, se levantaron con
20
Él; cuando ascendió a los cielos, fueron considerados como ascendiendo
con Él. “Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos
serán vivificados” (1 Cor.15:22).
La relación de nuestra raza con Adán o con Cristo divide a los hombres en
dos clases distintas. Cada cual recibiendo la naturaleza y el destino propio
de su cabeza. Los individuos que componen estos dos grupos están tan
identificados con su cabeza que, con razón, se dijo: “en el mundo no han
habido sino solo dos hombres y en la historia, dos realidades”. Estos dos
hombres son Adán y Cristo; las dos realidades son la desobediencia del
primero, por la que muchos fueron constituidos pecadores, y la obediencia
del segundo, por la cual muchos fueron contados por justos. Por el primero
vino la ruina, por el último la redención. Y ni la una ni la otra pueden
entenderse bíblicamente si no se ven consumadas en (por) los
representantes y si no entendemos las relaciones aludidas cuando se usa la
expresión “estar (ser) `en Adán´ y/o `en Cristo´”.
Resaltamos que estamos tratando un asunto netamente de revelación
divina. Fuera de la Sagrada Escritura nada sabemos de Adán ni de nuestra
relación con él. Si se cuestionase cómo puede la constitución federal de la
raza reconciliarse con los dictados de la razón humana, la primera
respuesta sería que no nos toca a nosotros reconciliarlas. El asunto
principal no es si lo del liderazgo federal nos parece razonable o justo, sino
si de verdad es un hecho revelado en la Palara de Dios. Y si lo es, entonces
la razón tendrá que sujetarse a ello y la fe recibirlo en humildad. Para el
hijo de Dios la cuestión de si es justo se resuelve con facilidad: sabemos
que es justo porque es parte de los designios del Dios infinitamente Santo
y Justo.
Ahora, el hecho que Adán fuera la cabeza federal de la raza humana,
actuando y conduciéndose en calidad de representante, y que las
consecuencias judiciales de sus actos fuesen imputadas a todos sus
representados, es algo claramente revelado en la Palabra de Dios. En
Romanos 5 leemos: “Por tanto, de la manera que el pecado entró en el
mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, y la muerte así pasó a
todos los hombres en aquel en quien todos pecaron” (vs.12, JBS); “por la
transgresión de uno murieron los muchos” (vs.15); “porque ciertamente el
juicio surgió a causa de una transgresión, resultando en condenación”
(vs.16); “por la transgresión de uno, por éste reinó la muerte” (vs.17); “por
la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres” (vs.18,
RVR´60); “por la desobediencia de un hombre los muchos fueron
[legalmente] constituidos pecadores” (vs.19). El significado de estas
declaraciones es demasiado claro como para que alguien imparcial pueda
malinterpretarlo. Plació a Dios lidiar con la humanidad siendo
representados en y por Adán.
21
Permítanos tomar la siguiente ilustración: Dios no lidió con la humanidad
como con un maizal, en donde cada tallo permanece sobre su propia raíz
particular; sino que lo hizo como con un árbol, en donde todas las ramas
comparten un mismo tronco y una misma raíz. Si golpeas la raíz con un
hacha, todo el árbol se viene abajo – no solo el tronco, sino también todas
sus ramas; y por completo se seca y se muere. Así fue con la caída de
Adán. Dios permitió que Satanás propinara un hachazo a la raíz del árbol
y, cuando Adán cayó, toda su descendencia cayó con él. Mediante un
golpe fatal Adán fue cortado de la comunión con su Creador y como
resultado “la muerte pasó así a todos los hombres”.
Aquí aprendemos aquello que sería el terreno formal de la condenación
judicial del hombre ante de Dios. La idea popular acerca de qué hace al
hombre un pecador ante la mirada divina, es totalmente falsa e inadecuada.
La idea popular es que “pecador” es uno que comete el pecado y lo
practica. Es cierto que ese es el carácter del pecador, pero eso no lo
constituye un pecador en primera instancia. La realidad es que cada
miembro de nuestra raza entra al mundo como un pecador culpable aun
antes de cometer transgresión alguna. No es solo que posee una naturaleza
pecaminosa, sino que se halla directamente “bajo condenación”. No somos
legalmente constituidos pecadores tanto por aquello que somos o hacemos;
antes lo somos por la desobediencia de nuestra cabeza federal, Adán.
Actuó, no por sí solo, sino por toda su descendencia.
En este punto la enseñanza del apóstol Pablo es lisa y llana. Los términos
de Romanos 5:12-19, como hemos visto, son muy variados e inequívocos
como para admitir cualquier idea errada: se debe entender que es en virtud
de su pecado cometido en Adán que los hombres, en primera instancia, son
culpables y tratados como tales; como también son partícipes de una
naturaleza depravada. El lenguaje de 1 Corintios 15:22 no tendría sentido a
menos que se entienda en base al carácter representativo que tanto Adán,
como Cristo, mantuvieron; es así que uno sumió a toda su raza en
culpabilidad y ruina, y el otro, por su obediencia hasta la muerte, aseguró
la justificación y la salvación de todos quienes en Él creen. La presente
condición de la humanidad a través de toda la historia confirma esto: la
doctrina que sostiene el apóstol es la única capaz de proveer una
explicación adecuada sobre el predominio universal del pecado.
Toda la humanidad padece hoy por causa del pecado de Adán y nada más.
La tierra es el escenario de una tragedia lúgubre y espantosa. En ella
vemos miseria y maldición, pobreza y dolor, muerte y corrupción por
doquier. Nadie escapa a esto. Que “el hombre nace para la aflicción y para
el conflicto como las chispas vuelan hacia arriba” es algo indiscutible.
Pero, ¿cuál es la explicación de todo esto? Todo efecto es precedido por
una causa. ¡Si no es por el pecado de Adán que somos castigados al venir
22
al mundo, entonces somos “hijos de ira”, corruptos y depravados, alejados
de Dios y en el camino ancho y espacioso rumbo a la destrucción por nada
en absoluto! ¿Quién diría que lo contrario a esto es mejor y más
satisfactorio que la explicación que la Escritura ofrece de nuestra ruina?
Sin embargo podría objetarse que es injusto que Adán fuera nuestra cabeza
federal. Pero, ¿por qué? ¿Acaso este principio de la representación no es
un concepto fundamental en la sociedad humana? El padre es cabeza legal
de sus hijos mientras éstos son menores de edad: sus acciones
comprometen su familia. Una compañía empresarial es responsable por las
negociaciones de sus agentes. Los jefes de estado cuentan con una
autoridad tal que sus acuerdos comprometen a toda la nación. Este
principio es tan básico que no puede hacerse a un lado. Toda elección
popular ilustra el hecho de que los votantes han de actuar por un
representante quedando ligados a su accionar. Los asuntos humanos no
podrían continuar, ni la sociedad existir sin ese principio. ¿Por qué
entonces uno debería anonadarse al encontrar que este principio fue
inaugurado en Edén?
Consideremos la alternativa:
“La raza humana debió comparecer en un hombre plenamente
desarrollado, con un intelecto plenamente orbitado, o bien, hacerlo
como bebes; cada uno afrontando la prueba en el crepúsculo de su
conciencia, decidiendo su destino antes de siquiera poder abrir los
ojos a todo aquello que esa decisión implica. ¿Cuánto mejor hubiera
sido eso? ¿Cuánto más justo? Pero ¿no podría haber sido de otro
modo? No, no había otro modo. Era o bien el bebé o bien el hombre
perfecto plenamente equipado que todo lo calcula – el hombre que lo
veía y comprendía todo. Y ese hombre era Adán” (G. S. Bishop).
Sí, Adán recién salido de las manos del Creador, sin ningún ancestro
pecaminoso que le precediera y sin la naturaleza depravada. Un hombre
creado a imagen y semejanza de Dios, en comunión con el cielo, del cual
dijo ser “bueno en gran manera”. ¿Podría haber tenido nuestra raza un
representante mejor?
Este fue el principio y el método por el que Dios siempre actuó. La
posteridad de Canaán fue maldecida por la sola transgresión de sus padres
(Gén.9). Los egipcios perecieron en el Mar Rojo a causa de la iniquidad
del Faraón. Cuando Israel se convirtió en el testigo de Dios en la tierra
sucedió lo mismo. Los pecados de los padres serían visitados sobre los
hijos: por el pecado de Acán toda su familia murió apedreada. El sumo
sacerdote actuaba en representación de toda la nación. Después, el rey
respondía por el accionar de sus siervos. El uno actuando por otros, el uno
responsable por muchos; es un principio fundamental tanto del gobierno
23
humano como del divino. No podemos deshacernos de este principio;
donde quiera que miremos está ahí.
Por último, notemos que la salvación del pecador queda sujeta a este
mismo principio. Ten cuidado lector, guárdate de rezongar de la equidad
de esta ley de representación. Este principio nos arruinó, pero solo este
principio puede salvarnos. La desobediencia del primer Adán fue la base
judicial de nuestra condena; la obediencia del postrer Adán es la base legal
mediante la cual Dios únicamente puede justificar al pecador. La
sustitución de Cristo en lugar de su pueblo, la imputación de sus pecados
sobre Él y la de Su justicia sobre ellos, es el punto vital del evangelio. Pero
el principio de salvarse por la obra de otro solo es posible siempre y
cuando reconozcamos que nos perdimos por causa de otro. Tales
enunciados permanecen o caen juntos. Si nunca existió un pacto de obras
entonces no podría haber muerte alguna en Adán, ni tampoco vida en
Cristo.
“Por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos
pecadores” (Rom.5:19). He aquí una causa de humillación en la que pocos
reparan. Somos miembros de una raza maldita, hijos caídos de un padre
caído y, como tales, venimos a éste mundo “excluidos de la vida de Dios”
(Ef.4:18), con absolutamente nada en nosotros que nos impulse a la
santidad. Oh querido lector, quiera Dios revelarte tu conexión con el
primer Adán para que puedas ver la tremenda necesidad que tienes de
aferrarte al postrero: Cristo. Puede que el mundo se burle de la doctrina de
la representación y la imputación, pero eso solo evidencia que son de Dios.
Si el evangelio (el verdadero) fuera acogido por todos, eso probaría que es
una invención humana; porque solo aquello que proviene del hombre caído
es aceptable para el escarnio humano. Que los sabios de este mundo se
mofen del principio del liderazgo federal cuando es expuesto con
fidelidad, no hace más que mostrar su origen divino.
“Por una transgresión resultó la condenación de todos los hombres”
(Rom.5:18)[5]. El día en que Adán cayó, el ceño fruncido de Dios se
volvió contra toda su descendencia. La naturaleza santa de Dios aborreció
a la raza apóstata. La maldición de la ley, tras ser quebrantada, vino sobre
toda la descendencia de Adán. Solo así es que podemos entender la
universalidad de la depravación y del sufrimiento. La corrupción que
heredamos de nuestros padres es un mal tremendo, porque es la fuente de
nuestros pecados personales. Dios, como juicio (castigo), permitió que la
depravación se transmitiera. Pero, ¿cómo podría Dios castigarnos a no ser
que fuéramos culpables? El hecho de que todos padezcan este juicio
común prueba que todos cayeron y pecaron en Adán. Nuestra perversión y
miseria no son, como tales, el designio del Creador, sino la retribución del
juicio.
24
“Por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos
pecadores” (Rom.5:19). La palabra “constituidos” en este versículo
amerita ser explicada y definida. No se refiere principalmente al hecho de
que heredamos la naturaleza corrupta y pecaminosa de Adán – algo que
aprendemos de otros pasajes. La expresión “fueron constituidos
pecadores”, es de carácter forense y se refiere a nosotros que somos
constituidos culpables a los ojos de Dios. Encontramos un caso paralelo en
2 Corintios 5:21: “Al que no conoció pecado, lo hizo pecado por
nosotros…” Claramente esa frase “lo hizo [a Cristo] pecado” no puede
referirse a algún tipo de cambio en la naturaleza o carácter de nuestro
Señor. No, sino que se refiere a que el bendito Salvador fue tratado como
culpable por Dios al haber asumido el lugar de los suyos ante el Padre. Los
pecados de ellos no le fueron impartidos (transmitidos), sino imputados.
Otra vez, en Gálatas 3:13 leemos que Cristo fue “hecho maldición por
nosotros”: como el sustituto de los elegidos de Dios, fue puesto
judicialmente bajo la maldición de la ley. Nuestra culpa le fue transferida
legalmente: fue tenido responsable por nuestros pecados; aquello que
nosotros merecíamos, Él lo padeció. De igual modo, la descendencia de
Adán fue “constituida [hecha] pecadora” por la desobediencia de su cabeza
federal: las consecuencias legales de la transgresión de su representante
fueron puestas a su cuenta. Fueron judicialmente constituidos culpables,
porque se les imputó la culpa del pecado de Adán. De ahí que entramos a
éste mundo, no solo con la herencia de una naturaleza corrupta, sino
también “bajo maldición”. Somos “hijos de ira” por naturaleza (Ef.2:3),
porque “desde la matriz están desviados los impíos” (Sal.58:3) – separados
de Dios y expuestos a su indignación judicial.
Capítulo II.
En el capítulo anterior profundizamos sobre Adán; que cuando compareció
en el Edén como un ser responsable ante su Creador lo hizo como cabeza
federal de la raza, actuando legalmente en representación de toda su
descendencia. Y que a los ojos de Dios estábamos tan identificados con él
que fuimos contados “en Adán”. De ahí que se considere aquello que hizo
como hecho por todos: cuando él pecó, nosotros pecamos; cuando cayó,
caímos; cuando murió, morimos. El lenguaje de Romanos 5:12-19 y de 1
Corintios 15:22 es tan claro y tajante en este punto que no deja lugar a una
interpretación dudosa. Habiendo visto la posición de representante que
ofició Adán, entonces pasamos ahora a considerar el pacto que Dios
formalmente concertó con él. Pero antes, observemos de qué forma
admirable estaba equipado Adán para ocupar esa eminente posición
(oficio) para actuar por toda su raza.
Es muy difícil, sino imposible para nosotros, si tenemos en cuenta nuestro
estado actual, hacernos una idea adecuada de la excelencia y gloria que
25
revestían al hombre en su estado original. Puesto de forma negativa, era
completamente libre del pecado y la miseria: Adán no tenía predecesores
impíos, ni tampoco una corrupción interna, ni nada físico que lo agobiara.
Positivamente, fue hecho a imagen y semejanza de Dios, habitado por el
Espíritu Santo, dotado de una sabiduría y santidad tales que los cristianos
aún, en sí mismos, no poseen. Fue bendecido con una comunión
ininterrumpida con Dios, situado en el más puro de los ambientes y se le
concedió dominio sobre toda criatura en la tierra; y además la gracia le
proveyó una ayuda idónea. Clara como la mañana fue la dichosa porción
de Adán. Hecho “recto” (Ecl.7:29) y dotado con una habilidad plena para
deleitarse en su Creador, servirle y glorificarle.
Aunque pronunciado por el mismo Dios como “muy bueno” (Gén.1:31) al
momento de su creación, Adán era una creatura y, como tal, estaba sujeta a
la autoridad de Aquel que lo dio a la existencia. Dios rige a todos los seres
racionales por su ley como regla de obediencia. Es un principio si
excepción; así lo exige la naturaleza misma de las cosas, porque Dios debe
hacer valer sus derechos como Señor de todo. Los ángeles (Sal.103:20), el
hombre en su estado original, el hombre caído, los redimidos, todos están
sujetos al gobierno moral de Dios. Incluso su Hijo amado al encarnarse,
fue “nacido bajo la ley” (Gál.4:4). Aún más, en el caso de Adán su carácter
definitivo todavía no estaba confirmado y, por ende, al igual que los
ángeles, debía ser puesto a prueba para ver si rendiría o no lealtad al Señor
Su Hacedor.
Ahora, la ley que Dios dio a Adán, bajo la cual lo puso, era de carácter
triple: natural, moral y positiva. Por lo primero nos referimos a la sujeción
hacia su Creador: actuar por su honor y gloria era la ley de su mismo ser.
Al ser creado a imagen y semejanza de Dios, su misma esencia era
deleitarse en el Señor y reproducir (a la medida de la criatura) su justicia y
santidad. Tal como los animales son dotados de una naturaleza o instinto
que los impulsa a actuar y escoger aquello que es para su bien, el hombre,
en su gloria prístina, fue dotado de una naturaleza que lo impulsaba a hacer
lo agradable a Dios y aquello que promueva sus propios y más altos
intereses – hoy aparecen vestigios de esa naturaleza en la conciencia y
raciocinio del hombre caído.
Con ley “moral” nos referimos a que fue puesto bajo los Diez
Mandamientos, siendo la suma de todo ello el “amaras al Señor tu Dios
con todo tu corazón, con toda tu mente y con toda tus fuerzas, y a tu
prójimo como a ti mismo”. Nada menos que lo debido al Creador y lo
necesario para hacer de Adán una criatura recta. Por “positivo” nos
referimos a que Dios también puso ciertas restricciones sobre Adán que
jamás hubieran surgido de la luz de la naturaleza ni de una consideración

26
moral; sino que fueron puestas por Dios de modo soberano y como prueba;
para probar la sujeción de Adán a la voluntad imperial de su Rey.
El término “ley positiva” es usado por los teólogos, no como un término
antitético de “negativo”, sino para hacer notar un contraste con aquellas
leyes que se dirigen directamente a nuestra naturaleza moral: así, por
ejemplo, la oración es un deber “moral” y el bautismo es una ordenanza
“positiva”.
Esta ley triple bajo la cual fue puesto Adán se puede apreciar claramente
en el breve relato de Génesis 1 y 2. El matrimonio entre Adán y Eva ilustra
lo primero: “Por tanto el hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá
a su mujer, y serán una sola carne” (Gén.2:24). Cualquier infracción de la
relación marital es una violación de la ley propia de la naturaleza. La
institución y consagración del Sabbat ejemplifica lo segundo: “Y bendijo
Dios el séptimo día y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que
Él había creado y hecho” (2:3): un procedimiento que sería inexplicable a
menos que se entienda que por él se le indicaba al hombre a hacer lo
mismo; porque si no, la santificación y la bendición declaradas carecerían
de sustancia y de un fin específico. En todas las épocas la observancia del
Santo Sabbat ha sido la prueba más grande de la relación moral del
hombre con el Señor. El mandato para que Adán cuidara el jardín (“para
que lo cultivara y lo cuidara”, Gén.2:15) demuestra el tercer aspecto, el
positivo: aún en su estado original el hombre no habría de quedar ocioso y
desempleado.
Por lo dicho, se hace evidente que Adán tuvo una revelación externa y
distintiva de esas tres grandes ramas del deber propias del hombre,
cualquiera sea su forma de existencia mortal y que, unidas, comprenden
toda obligación de su vida; es decir, aquello que debe a Dios, aquello que
debe a su prójimo y aquello que debe a sí mismo. Esos tres aspectos de la
ley lo abarcan todo. La santificación del Sabbat, la institución del
matrimonio, y el mandamiento de cultivar y guardar el jardín le fueron
reveladas como ordenanzas externas, abarcando los tres tipos de
obligaciones; cada uno de vital importancia en su esfera: la espiritual, la
moral y la natural. Esos elementos intrínsecos de la ley divina son
invariables: precedieron al pacto de obras, e iban a permanecer si el pacto
hubiera sido guardado – tal como sobrevivieron a su infracción.
Pero había necesidad de algo aún más específico para probar la fidelidad
del hombre a la rectitud perfecta exigida; porque en Adán la humanidad
toda fue puesta a prueba; es decir, la raza entera; no solo siendo
potencialmente creada en él, sino siendo federalmente representada.
“Era preciso exigir conformidad a una ordenanza que fuera razonable
en su esencia y específica en sus exigencias; una ordenanza que hasta
27
el más simple pudiera entender y que no diera lugar a dudas en
cuanto a si podía romperse o no. Tal fue el caso, y en su más alto
grado, cuando Dios prohibió tomar del árbol del conocimiento del
bien y del mal penando su incumplimiento con la muerte; un
mandato de tipo positivo, y arbitrario en un sentido, más aun,
perfectamente natural” (P. Fairbairn, The Revelation of Law in
Scripture [La Revelación de la Ley en la Escritura]).
Adán ahora estaba sujeto a una prueba específica y concreta para ver si la
voluntad de Dios le era sagrada. Nada menos podría exigirse del hombre
que una conformidad absoluta del corazón y una obediencia constante a la
voluntad de Dios revelada. El mandamiento puntual de no tomar del fruto
de cierto árbol sería la prueba decisiva de su obediencia general. Ese
mandamiento prohibitivo era un precepto “positivo”. No es que tomar del
fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal fuera malo (pecado) en
sí mismo, sino que era malo por cuanto Dios lo había prohibido. Así que
como prueba de fe y de obediencia era mejor que un estatuto “moral”;
sumisión exigida por la sola y soberana voluntad de Dios. Al mismo
tiempo, obsérvese que desobedecer a ese precepto “positivo” implicaba
desobedecer la ley “moral”, porque era un atentado contra amar a Dios con
todo el corazón, rebelión contra la autoridad divina, era codiciar aquello
que Dios había prohibido.
En base a la constitución triple bajo la cual Dios puso a Adán (una ley
natural, moral y positiva), en base a su responsabilidad triple (cumplir lo
que le debía a Dios, a su prójimo y a sí mismo), y en base a la aptitud triple
con que fue dotado (creado a imagen de Dios, mencionado como “muy
bueno”, habitado por el Espíritu Santo), siendo capaz de cumplir con su
responsabilidad, Dios entró en un pacto formal con él. Revestido de
dignidad, inteligencia y excelencia moral, Adán estaba rodeado de encanto
y de una belleza exquisita. El habitante de Edén era más un ser del cielo
que de la tierra: la encarnación de la sabiduría, pureza y rectitud. El
mismísimo Dios se dignó a visitarlo y a animarlo con su presencia y
bendición. Su cuerpo era perfectamente sano, su alma totalmente santa y el
entorno dichosamente feliz.
La aptitud ideal de Adán para actuar como cabeza de su raza y las
circunstancias ideales bajo las cuales hubo de afrontar la prueba decisiva,
son motivos más que suficientes para tapar toda boca justa y honesta, y
refrenarla de protestar contra el acuerdo que Dios propuso a Adán y de las
tremendas consecuencias que su fracaso trajo sobre todos nosotros. Con
razón fue dicho que:
“si nosotros hubiésemos estado ahí – habiendo sido traída a la
existencia toda la humanidad al mismo tiempo – y Dios nos hubiera
propuesto elegir a uno de nosotros para representarnos en un pacto
28
con Él, seguro hubiésemos elegido a nuestro primer padre. ¿Acaso no
hubiésemos dicho: `es un hombre perfecto y porta la imagen y
semejanza misma de Dios, si alguien ha de comparecer por nosotros
dejemos que sea él?´ Ahora, si los ángeles que permanecieron por sí
mismos cayeron, ¿por qué habríamos de intentarlo nosotros? Y si
uno debía ser nuestro representante, ¿por qué quejarnos del que Dios
puso, cuando es el mismo que hubiésemos elegido nosotros de haber
estado ahí?” (G. S. Bishop)
Pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el
día que de él comas, ciertamente morirás” (Gén.2:17). Las partes
contratantes de este pacto eran Dios y Adán. Primero está Dios como el
Señor soberano prescribiendo lo que es justo: Dios como la bondad en sí
misma prometiendo comunión con Él – algo primordial para la felicidad
humana - en tanto que el hombre transitara por la senda de la obediencia e
hiciera lo que a Él le agrada; pero también Dios como la justicia misma,
amenazando con muerte en caso de insurrección. Después está Adán,
como hombre y al mismo tiempo como cabeza y representante de toda su
descendencia. Como hombre era un ser racional y responsable, dotado de
las capacidades para cumplir toda justicia, compareciendo no como un
bebito endeble, sino como un hombre plenamente desarrollado – alguien
totalmente calificado y apto para que Dios pactara con él. Como cabeza de
su raza fue llamado a actuar en la naturaleza y fuerza con que el Creador le
había dotado tan ricamente.
Sin embargo, es claro que el pacto de obras se realizó asumiendo que el
hombre en su estado original – aunque “hecho perfecto” – era capaz de
caer; tal como el pacto de gracia se hizo sabiendo que el hombre, aunque
caído y depravado, es (por medio de Cristo) capaz de ser restaurado.
“Dios creó al hombre varón y hembra, con alma racional e inmortal,
dotados de conocimiento, rectitud y santidad verdadera, a la imagen
de Dios, teniendo la ley de Dios escrita en su corazón, y capacitados
para cumplirla; sin embargo, con la posibilidad de que la
transgredieran dejados a su libre albedrío que era mutable.”
(Confesión de Fe de Westminster, capítulo IV: “De la Creación”,
parte II).
En las palabras de esta cita se arroja cierta luz sobre la misteriosa cuestión
de cómo pudo un ser sin pecado pecar. ¿Cómo es que uno “hecho
perfecto” cayó? ¿Cómo pudo ser que uno pronunciado “muy bueno” por
Dios le diera lugar al diablo y haya apostatado sumiendo consigo en una
ruina total a toda su posteridad?

29
Mientras que en nuestra condición actual no nos es posible quizás resolver
plenamente este gran dilema, aun así, estamos convencidos de poder
orientarnos en dirección a la solución.
En primer lugar, Adán era mutable, sujeto a cambios. Y necesariamente
se concluye que mutabilidad y creación son términos correlativos.
Solamente hay Uno en quien “no hay cambio ni sombra de variación”
(Sant.1:17). Los atributos esenciales de Dios son intransferibles: porque si
la Deidad confiriera omnisciencia, omnipotencia o inmutabilidad a otros,
entonces no estaría trayendo criaturas a la existencia, sino erigiendo
dioses, iguales con Él. Por lo tanto, mientras que Adán era una criatura
perfecta, aun así, no era más que una criatura mutable; y por lo tanto,
sujeta a cambios, ya sea para mejor o peor; entonces se concluye que era
capaz de fracasar.
En segundo lugar, Adán fue constituido un ser responsable, un agente
moral, dotado con un albedrío libre, capaz de obedecer como de no
hacerlo. Aún más, aunque el primer hombre fue dotado de una sabiduría
natural y espiritual más que suficientes para cubrir sus necesidades
dejándolo completamente sin excusas en caso de tomar una decisión tonta
e incorrecta, a pesar de eso, era un ser falible, porque la infalibilidad
pertenece solo a Dios (Job 4:18). Por lo tanto, al ser falible, Adán era
capaz de errar, aunque al hacerlo se hiciera culpable en el sentido más
estricto. La mutabilidad y la falibilidad son condiciones propias de la
existencia de la criatura; y aunque por un tiempo permanezcan sin tacha,
siguen siendo peligros en potencia que solo pueden prevenirse si
constantemente miran al Creador por Su Gracia sustentadora.
En tercer lugar, como ser responsable, como agente moral dotado de un
libre albedrío, Adán necesariamente debía ser probado - puesto bajo una
prueba real de su lealtad a Dios - antes de poder ser confirmado; o que la
permanencia en sus perfecciones como criatura se le concediera en forma
definitiva. Como Adán era una criatura mutable y falible, dependía
totalmente de su Creador; por lo tanto debía ser puesto a prueba para ver si
acaso pretendería imponer su independencia, algo que sería una revuelta
abierta contra su Hacedor y un repudio de su condición de criatura. Toda
criatura necesariamente entra bajo el gobierno moral de Dios y para los
agentes libres eso implica dos alternativas posibles: sujeción o rebelión. El
control absoluto de Dios sobre la criatura, y la plena dependencia y
sujeción de ésta a Él, es algo cierto desde siempre en todo el universo. El
veneno inherente de todo error y mal es el rechazo del dominio de Dios y
de la dependencia del hombre de su Hacedor, o el querer hacer valer su
propia independencia.
Al ser mutable, falible y dependiente, aun la criatura más noble y
calificada queda expuesta a caer de su estado inicial, pudiendo ser
30
preservada únicamente por el poder soberano del Creador. Al ser dotado
de un libre albedrío el hombre era capaz de obedecer o desobedecer.
Ahora, si Dios así lo hubiera querido podría haber sostenido a Adán sin
cuartar su responsabilidad ni libertad; pero a menos que Adán fuera dejado
a su propia sabiduría y fuerza como criatura que era, su responsabilidad y
aptitudes no hubieran sido probadas. En vez de eso, Dios ofreció al
hombre la oportunidad de ser confirmado como una criatura santa y feliz a
raíz de su propia elección; para que concluyendo exitosamente su prueba
le fuera dada una posición sólida y estable ante Dios. Pero Él permitió que
Adán desobedeciera para dar entrada a la obediencia más gloriosa de
Cristo; permitió que el pacto de obras fuera transgredido para que el
mucho más sublime pacto de gracia pudiera ser administrado.
Capítulo III.
Antes de entrar en detalle con la naturaleza y los términos del pacto que
Dios concertó con Adán, sería bueno erradicar una objeción que algunos
tienden a hacer contra este tema: que como la palabra pacto no aparece en
el relato histórico del Génesis, hablar de un pacto Adámico no es más que
un invento teológico. Hay cierta clase de gente que se cree ortodoxa y con
un respeto y reverencia por la Sagrada Escritura como si fuera la última
corte de apelación, poniéndose por encima de todos . Dicen: “muéstrenme
un pasaje en que expresamente se diga que Dios hizo un pacto con Adán y
entonces estará todo resuelto; pero hasta entonces no me muestres un
versículo con la frase `pacto Adámico´ no voy a creer eso”.
Una de las razones para tratar esta objeción insignificante, es porque
descubre un acercamiento muy superfluo a la Palabra de Dios cada vez
más común sobre ciertos círculos que, en verdad, precisa ser corregido.
Después de todo, las palabras son registros o signos (distintos escritores las
usan con varios sentidos, tal como a veces sucede en la misma Escritura),
y andar excesivamente ocupados con el cascarón, a menudo hace que
fallemos en discernir el núcleo. Los Unitarios rehúsan creer en la trinidad
de Dios solo porque no hay ningún versículo que categóricamente afirme
que hay “tres Personas en la Deidad” o en el que aparezca la palabra
Trinidad. ¡Pero qué importa que la palabra exacta no aparezca cuando
claramente en la Palabra de Verdad se distinguen tres personas en la
deidad! Y por las mismas razones otros rechazan el hecho de la
depravación del hombre, lo cual se torna el colmo de lo absurdo cuando la
Escritura lo describe como corrupto en todas sus facultades.
Ciertamente, no necesito que me digan que cierta persona nació de nuevo
cuando todas las marcas de la regeneración claramente se ven en su vida.
Y si se me hace una descripción de su inmersión, la sola palabra bautismo
no añadirá nada a mi mente. Así, pues, lo primero que buscamos en
Génesis no es la palabra pacto, sino más bien ver si es plausible trazar los
31
lineamientos de un pacto solemne entre Dios y Adán. Decimos esto, no
porque la palabra en sí nunca esté asociada a nuestros primeros padres –
porque lo está –, sino porque estamos ansiosos de que nuestros lectores
sean librados de ese mal. Descartar de nuestras mentes toda idea de un
pacto Adámico porque el término exacto no aparece a lo largo de Génesis
1 al 5 sería hacer una lectura muy superficial de esos capítulos,
perdiéndonos mucho de aquello que hay bajo la superficie.
Permítanos ahora recordar los elementos esenciales de un pacto. En
resumen, todo pacto es un acuerdo muto concertado entre dos o más
partes, que se comprometen a cumplir las condiciones estipuladas. Al
ampliar esta definición podemos definir los términos de un pacto de la
siguiente manera:
(1) la parte que propone el pacto deja estipulado algo a entregar o
realizar; (2) existe una re-estipulación de la contraparte a fin de obtener
algo a cambio; (3) las estipulaciones deben ser justas y estar dentro de la
ley: porque comprometerse a obrar el mal nunca puede ser correcto; (4)
existe una pena (castigo) dentro de los términos del acuerdo anexada como
medida de seguridad: malas consecuencias que han de caer sobre la parte
que ose violar el contrato.
Así pues, un pacto es una disposición de cosas, un arreglo de ellas, un
acuerdo mutuo al respecto. Pero una vez más hemos de recordar al lector
que las palabras son arbitrarias; y no podemos confiarnos a un simple
término, como si de él pudiésemos obtener el conocimiento adecuado del
tema. No, nosotros indagamos dentro del término mismo. ¿Cuáles son de
hecho las cuestiones a las que tales términos se aplican? ¿Existió una
transacción moral entre Dios y Adán en donde aparezcan los cuatro
principios mencionados? ¿Existió una proposición de parte de Dios al
hombre en la que éste tuviera que realizar algo y en la que Él le ofreciera
algo en consideración? ¿Hubo un acuerdo muto? ¿Hubo una sanción legal?
Quien observe con precisión el contenido de Génesis 1 al 3 debe responder
afirmativamente.
“Pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el
día que de él comas, ciertamente morirás” (Gén.2:17). He aquí todos los
elementos que hacen a un pacto: (1) están las partes contratantes: Dios y el
hombre; (2) hay una estipulación adjunta que el hombre (ligado por el
mandamiento) se comprometió a realizar; (3) había una pena prescrita en
caso de incumplimiento; (4) y, por implicancia lógica y necesaria, había
una recompensa prometida, la cual pasaría a ser de Adán si cumplía las
condiciones fijadas; (5) el “árbol de la vida” era el sello divino o
ratificación del pacto, tal como el arcoíris era el sello del pacto concertado
entre Dios y Noé. Más tarde nos esforzaremos por dar pruebas
contundentes de estas declaraciones.
32
“Tenemos ante nosotros, en el principio del mundo, al Creador y a la
criatura, al Gobernador y al gobernado, como las partes de un pacto.
Dentro del pacto, breve como es, tenemos comprendidos todos
aquellos principios primarios, prístinos y eternos de verdad, rectitud
y justicia, que están en la naturaleza misma de Dios, y que por ende
impregnan todo su gobierno bajo la dispensación que sea.
Reconocemos plenamente su autoridad para regir sobre sus criaturas
inteligentes acorde a estos principios, y reconocemos perfectamente
que el hombre está sujeto en todo, como un ser responsable e
inteligente, a la voluntad y dirección del infinitamente sabio y
benevolente Creador. Por tanto, ninguna parte del pacto es deficiente
en lo que le corresponde” (R. B. Howell, TheCovenant [Los Pactos],
1855).
Hubo, entonces, un convenio formal entre Dios y el hombre tocante a la
obediencia y desobediencia, castigo y recompensa; y en donde hay una ley
regulando esos asuntos, y un acuerdo entre las partes, hay un pacto (cf.
Gén.21:27, y lo que antecede y sigue a Gén.31:44). Y en este pacto Adán
no actuó como una entidad (persona) privada - solo respecto de sí -, sino
que lo hizo como cabeza federal y representante de toda su descendencia.
Solo él obró en esa capacidad, porque Eva no era cabeza federal con él,
sino que, habiendo sido formada de él, estaba incluida en él. En esto Adán
era un tipo de Cristo, con quien Dios concertó el pacto eterno, y quien, en
el momento señalado, actuó como cabeza y representante de su pueblo:
como está escrito, “…Adán, el cual es figura del que había de venir”
(Rom.5:14).
La prueba más contundente de que Adán efectivamente entró en un pacto
con Dios como representante y cabeza de su posteridad, está en los males y
castigos penales que sucedieron a toda la raza como consecuencia de su
desobediencia. En vista de la terrible maldición que pasó a todos sus
descendientes, estamos obligados a inferir la relación legal existente entre
ambos; porque el Juez de toda la tierra, en su rectitud, no castigaría donde
no hay delito. “Por tanto, tal como el pecado entró en el mundo por un
hombre, y la muerte por el pecado, así también la muerte se extendió a
todos los hombres, porque [o, “en quien”] todos pecaron” (Rom.5:12).
Aquí está el hecho, y de él debemos inferir la causa: bajo el gobierno de un
Dios justo, el sufrimiento de seres santos totalmente ajenos al pecado, es
algo imposible. Sería el colmo de la injusticia que el pecado de Adán fuera
la causa de la muerte pasando a todos los hombres a no ser que todos los
hombres estuvieran moralmente y legalmente conectados a él.
Que Adán compareció como cabeza federal de su raza actuando en su
lugar, y que Dios contemplaba a toda su posteridad estando (siendo)
moralmente y legalmente (también seminalmente) en Adán, queda claro,
33
prácticamente, por todo lo que se le dice en los tres primeros capítulos del
Génesis. El lenguaje empleado en dichos capítulos claramente da a
entender que le estaba hablando a toda la humanidad, y no solamente a
Adán como a un simple individuo; se refiere a “ellos”, y habla de “ellos”.
La primera vez que “hombre” es mencionado evidentemente se refiere a
toda la humanidad, y no solo a Adán: “Y dijo Dios: Hagamos al hombre a
nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y ejerza dominio sobre los
peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados, sobre toda la
tierra [no únicamente el jardín del Edén]…” (Gén.1:26). Todo hombre
porta el nombre de su representante (así como la iglesia es llamada por su
cabeza: 1 Cor.12:12), porque el hebreo para “todo hombre” en el Salmo
39:5, 11 es “todo Adán” – clara evidencia de su unicidad ante los ojos de
la ley.
De igual modo, lo que Dios dijo a Adán después que pecó, lo dijo también
a toda la humanidad; y la maldición con la que fue condenado en este
mundo a causa de su transgresión, cae igualmente sobre toda su
descendencia: “maldita será la tierra por tu causa; con trabajo comerás de
ella todos los días de tu vida… Con el sudor de tu rostro comerás el pan
hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres,
y al polvo volverás” (Gén.3:17, 19). La frase “al polvo volverás” no se
refería a Adán solamente, sino también a todos sus descendientes, y lo
mismo se aplica a esta amenaza: “el día que de él comas, ciertamente
morirás”. Cosa que queda comprobada por las declaraciones inequívocas
de Romanos 5:12 y 1 Corintios 15:22. La maldición sobrevino a todos,
ergo, el pecado fue cometido por todos.
Los términos del pacto están expresados – o bien son claramente
deducibles - en Génesis 2:17. Ese pacto exigía obediencia completa como
condición. Tampoco era algo difícil. Se había puesto una única prueba
para dar expresión formal a esa obediencia: abstención del árbol del
conocimiento del bien y del mal. Al crearlo, Dios había dotado a Adán con
una rectitud universal y perfecta (Ecl.7:29), así que estaba en condiciones
para responder satisfactoriamente a todas las demandas de su Hacedor.
Poseía un entendimiento cabal de la voluntad de Dios respecto a su
obediencia. No había en él tendencia hacia lo malo: habiendo sido creado a
imagen y semejanza de Dios sus afectos eran santos y puros (cf.Ef.4:24).
¡Cuán simple y sencilla la observancia de esa obligación! ¡Cuán horrendas
las consecuencias por transgredirla!
“La implicancia de semejante precepto divino ha de ser considerada.
Por él, el hombre es enseñado: (1) que Dios es Señor de todo, y que
es ilegal desear siquiera una manzana sin su consentimiento.
Entonces, siempre se ha de consultar qué dice el Señor; ya sea de lo
más insignificante hasta lo más grande, para ver cómo quiere que
34
actuemos. (2) También, que la felicidad del hombre está solo en Dios
y que no podemos desear nada si no es en sumisión a Él y para su
gloria. Entonces, es solo a través de Él que podemos tener las cosas
por buenas y deleitosas. (3) Es enseñado a quedar satisfecho aún sin
las cosas más deseables y apetecibles, si Dios así lo manda. Y a
pensar que es mucho mayor el bienestar de obedecer al mandato
divino que disfrutar de las mejores cosas del mundo. (4) Y por
último, que no alcanzaría aún la cima de la felicidad, sino que debía
aguardar un bien mayor una vez probada su obediencia. Todo esto se
insinuó al prohibirle tomar del árbol más deleitoso, cuyo fruto era el
más codiciable. Esto revelaba cierto grado de imperfección en ese
estado inicial del hombre” (The Economy of the Covenants [La
Economía de los Pactos], H. Wistsius, 1660).
Junto a ese estatuto prohibitivo iba anexada una promesa (elemento
esencial de un pacto), una recompensa garantizada en caso de
cumplimiento. Así que la sentencia “el día que de él comas, ciertamente
morirás”, necesariamente implica también lo opuesto: “si no comes de él,
ciertamente vivirás”. Tal como “no robarás” inexorablemente implica “te
conducirás honestamente y con honradez”, tal como “alégrate en el Señor”
implica “no te quejes de Él”; de esta forma, acorde a las más simples leyes
de construcción, la amenaza de muerte por comer de lo prohibido, afirma
la promesa de vida sobre la obediencia. Dios no será deudor del hombre: el
principio general de “en guardarlos [sus mandamientos] hay gran
recompensa” (Sal.19:11), no admite excepción.
Además de lo que Adán y Eva ya poseían (y su descendencia en él), se les
aseguró un bien específico, una bendición espiritual, en caso de
obediencia. De no haber existido una promesa, Adán no hubiera tenido una
esperanza bien cimentada de cara al futuro; porque la esperanza que no
avergüenza tiene fundamento en la promesa (Rom.4:18, etc.). Como tan
llanamente afirma Romanos 7:10: “[el] mandamiento, que era para vida” –
tenía la vida como recompensa por la obediencia. Y otra vez, “la ley no es
de fe; al contrario, el que las hace, vivirá por ellas” (Gál.3:12). Pero la ley,
siendo Adán mutable, falible y mortal, era “débil por causa de la carne”
(Rom.8:3).
A esto se suele objetar que, si Adán ya poseía vida espiritual ¿cómo es,
entonces, que se le prometió vida por su obediencia? Es cierto que Adán
gozaba de vida espiritual, siendo plenamente santo y feliz; pero estaba a
prueba (en una posición hasta entonces provisoria). Y su respuesta a la
prueba de Dios – su obediencia o desobediencia – iba a determinar si esa
vida la mantendría o la perdería. Si Adán hubiera cumplido los términos
del pacto, hubiera sido confirmado en su estado, en el favor de Dios y en la
comunión con su hacedor. El estado más dichoso, el estado de un paraíso
35
terrenal. Su obediencia hubiera dejado atrás toda posibilidad de apostasía y
miseria. La recompensa o bien agregado que hubiera conseguido Adán,
sería un estado de bienaventuranza inalienable, tanto para él como para
toda su descendencia.
El lector atento y bien informado notará por todo lo anterior que no
estamos de acuerdo con H. Wistsius y otros teólogos prominentes de los
puritanos que enseñaban que la recompensa prometida a Adán por su
obediencia era la heredad celestial. Sus argumentos sobre este punto no
nos parecen lo suficientemente contundentes, ni tampoco vemos en la
Escritura nada que lo sustente. Nosotros, en cambio, creemos que la
promesa se refiere a la herencia del paraíso terrenal. La heredad celestial,
en cambio, fue reservada para el Hijo de Dios encarnado, por el
inestimable valor de su obediencia hasta la muerte a fin de ganar para su
pueblo una dicha eterna en los cielos. Por ende, se nos dice que Él dio
comienzo a “un mejor pacto” con “mejores promesas” (Heb.8:6). El
postrer Adán aseguró para Dios y para su pueblo más de lo que se perdió
por la deserción del primero
Capítulo IV.
En los capítulos anteriores vimos que el hombre fue “hecho recto”
(Ecl.7:29); es decir, fue creado conforme a una ley. Cuando algo se hace
en base a una regla, la regla en sí se da por sentada, se presupone. La ley
del ser de Adán no era otra que la indispensable y eterna ley de justicia, la
misma que luego fue recapitulada en los diez mandamientos. La nobleza
del hombre consistía en la rectitud universal de su carácter, en su
conformidad toda a la naturaleza del Creador. En ese entonces la
naturaleza del hombre era plenamente capaz de responder a las exigencias
de la voluntad revelada de Dios.
También dijimos que en Edén el hombre estaba en un período de prueba:
como ser moral, debía probarse su responsabilidad. En otras palabras, fue
puesto bajo el gobierno moral de Dios. Fue dotado de un libre albedrío, era
capaz de obedecer como de no hacerlo; el factor determinante fue su libre
decisión el. Como criatura, estaba sujeto al Creador. Estaba en deuda con
Dios porque le debía todo aquello que era y tenía. Por lo tanto, estaba bajo
la más grande obligación de amarle con todo su corazón y de servirle con
todas sus fuerzas; y esto era algo que era capaz realizar. Creado de este
modo, y así calificado para la tarea, plació a Dios ponerlo como cabeza
federal y representante legal de toda su raza; y mientras estaba en esa
condición, ejerciendo dicho oficio, fue cuando Dios entró en un pacto o
acuerdo solemne con él, al prometerle una recompensa en caso de cumplir
ciertas exigencias.

36
Es cierto que la palabra “pacto” no aparece en el relato de Génesis del
primer trato de Dios con el hombre. Pero los hechos del caso sí presentan
todos los elementos constitutivos y propios de uno. En la brevedad de la
declaración de Génesis 2:17 podemos apreciar todos los principios eternos
de verdad, justicia y rectitud. Principios que hacen a la- gloria del carácter
de Dios - y que, en consecuencia, regulan el ejercicio de su gobierno en
todas sus esferas y edades. En esta declaración, se enseñan varios puntos:
su autoridad para regir sobre las obras de sus manos; una revelación de su
voluntad en cuanto a lo que pretende de su criatura; y una amenaza
solemne en caso de desobediencia, junto con una promesa de
recompensarle por su obediencia. Una única prueba se había estipulado
mediante la cual la obediencia se haría patente: no tomar del fruto del
árbol prohibido.
“El pacto de obras en su naturaleza era ideal, diseñado para dar (y lo
hubiera hecho) una felicidad interminable, siempre que sus
exigencias fueran guardadas. Esto es cierto en todo el universo moral
de Dios, por causa de que el hombre no es la única criatura situada
bajo su gobierno. Es la ley de los ángeles. Totalmente acorde a su
naturaleza, y no menos para el hombre en su estado prístino.
Aquellos que “conservaron su señorío [dignidad] original”, se
conformaron perfectamente a sus exigencias. La guardaron y
cumplieron por amor; ferviente amor por Dios y por todos sus
compañeros celestiales. Por ende, el Cielo está impregnado con las
harmonías inquebrantables del amor. ¡Cuán indeciblemente Feliz!
“El hombre” - dijo Pablo - , “que practica la justicia que es de la ley,
vivirá por ella” (Rom.10:5). Su dicha es eternal” (R. B. Howell,
1855).
Entonces, Dios entró en un pacto con Adán y toda su descendencia en él
que, siempre y cuando obedeciera el único mandamiento de no tomar del
árbol del conocimiento del bien y del mal, les daría como recompensa un
estado de santidad y rectitud indeclinables. Tampoco esa transacción fue
algo excepcional en los tratos de Dios con nuestra raza. Porque también
realizó pactos con otros hombres que afectaron a toda su descendencia:
esto lo veremos bien cuando tratemos los pactos que Dios hizo con Noé y
Abraham. El pacto que Dios, el Señor, concertó con Adán fue llamado de
forma muy acertada “el pacto de obras”. No solo para distinguirlo del
pacto de gracia, sino también porque, por medio de él, la vida se prometía
en función de una obediencia perfecta, obediencia que el hombre debía
obrar en sus propias fuerzas como criatura.
Llegamos ahora al punto en que hemos de considerar la sanción penal del
pacto. Está contenida en las palabras, “…el día que de él comas,
ciertamente morirás” (Gén.2:17). Acá se dio a conocer el terrible castigo
37
que con toda seguridad sucedería a la desobediencia de Adán, a su
transgresión (violación) del pacto. Todas las bendiciones pactales cesarían
instantáneamente. Violar la justa ley de Dios no impediría todas las
bendiciones, sino que más bien las volvería en una fuente de maldición y
aflicción. El pacto de obras no ofrecía ningún mediador ni nada para
restaurar la pureza y la dicha una vez perdidas. No había lugar para
arrepentimiento alguno. Todo estaba irrevocablemente perdido. Entre la
bendición de la obediencia y la maldición de la desobediencia no había
intermedio. En referencia a los términos del pacto de obras, su inexorable
sentencia era: “El alma que peque, ésa morirá”.
“Pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el
día que de él comas, ciertamente morirás”, o, como dice al margen,
“muriendo morirás”[6]. Esa horrenda amenaza fue puesta en términos
generales. No dijo “morirás físicamente”, ni tampoco “morirás
espiritualmente”, sino que simplemente dijo, “ciertamente morirás”. La
ausencia de cualquier adverbio modificante muestra que el término
“muerte” debe ser tomado en su sentido más amplio y definido conforme a
lo que esa palabra signifique a lo largo de toda la Escritura. Sería el colmo
de la osadía poner límites a aquello que Dios no puso. Lejos sea de
nosotros mermar el sentido de esa amenaza divina. El “muriendo morirás”
– que expresa de manera más precisa y vigorosa el original hebreo –
muestra que las palabras deben ser tomadas en su énfasis cabal.
El primer énfasis que veremos es la muerte física, cuyo germen yace en
nuestros cuerpos desde nuestra misma existencia; desde que exhalamos
nuestro primer aliento comenzamos a morir. Y no puede ser de otro modo
cuando vemos que nacemos en iniquidad y que en pecado somos
concebidos (Sal.51:5). Desde que nacemos nuestro cuerpo está mal,
incapaz de albergar al alma para siempre, es tan así que debe ocurrir una
separación. Mediante esa separación, las cosas buenas del cuerpo, los
“placeres del pecado” en los que el alma tanto se deleita, son quitados de
una vez. Se torna real para todos la declaración: “desnudo salí del vientre
de mi madre y desnudo volveré allá” (Job.1:21). Dios le dio a entender
esto a Adán cuando dijo, “con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta
que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al
polvo volverás” (Gén.3:19).
Segundo:
“por muerte se entiende aquí todo ese trabajo arduo y extenso, ese
dolor profundo, todas esas miserias tediosas por las que la vida deja
de ser vida, y que terminan por convertirse en los tristes presagios de
una muerte segura. A esto es condenado el hombre: véase Génesis
3:16-19 – el todo de esa sentencia se encuentra en la amenaza
anterior de Génesis 2:17. Faraón le da el nombre de `muerte´ a todas
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esas miserias (Ex.10:17). David se refiere a su dolor y toda su
angustia como `los lazos (dolores) de la muerte´ (Sal-116:3):
mediante esos `lazos´ la muerte ata y apresa al hombre para que éste,
fiándose de ellos, sea confinado a su propia mazmorra. Tal como
`vida´ no es meramente vivir sino ser feliz, así la `muerte´ no es
partir de ésta vida en un instante, sino más bien languidecer en larga
expectación, temiendo y previendo una muerte segura sin conocer el
tiempo en que Dios lo ha establecido” (H. Wistsius).

Tercero, “muerte” en la Escritura también significa muerte espiritual o


separación del alma de Dios. A esto se refirió el apóstol cuando dijo
“excluidos de la vida de Dios” (Ef.4:18), siendo que la “vida de Dios”
ilumina, santifica y vigoriza las almas de los regenerados. La verdadera
vida del alma se trata de sabiduría, amor puro y del goce de una buena
consciencia. La muerte espiritual del alma se trata de locura,
concupiscencias perversas y de la tensión de una mala consciencia. Por eso
es que al hablar de quienes están “excluidos (separados) de la vida de
Dios” el apóstol inmediatamente añade “por causa de la ignorancia que
hay en ellos, por la dureza de su corazón; [quienes] habiendo llegado a ser
insensibles, se entregaron a la sensualidad para cometer con avidez toda
clase de impurezas”. Así, los no regenerados se hallan totalmente privados
de la comunión con el Dios santo y verdadero.
“Pasaré a explicar en mayor profundidad la naturaleza de ésta muerte
(la espiritual). Todos los cuerpos, vivos y muertos, tienen
movimiento. Un cuerpo vivo se mueve por lo que se llama
vegetación o crecimiento; cuando nutrido, posee el uso de sus
sentidos, es placentero y actúa voluntariamente. Mientras que el
cuerpo muerto se mueve por putrefacción hacia un estado de
descomposición y de producción de animales repugnantes. Así, en el
alma viva espiritualmente habrá movilidad siempre que sea
alimentada, pastada y engrosada con los deleites Divinos, al tiempo
que va cobrando deleite en Dios y en la verdadera sabiduría.
Mientras que, a fuerza de amor, es llevada y fijada sobre aquello
capaz de sostenerla y de darle un dulce reposo. Pero un alma muerta
carece de sentidos. Quiere decir que no entiende la verdad ni
tampoco ama la justicia, sino que se revela sumida en el pozo de la
concupiscencia; y acarrea consigo los gusanos de los pensamientos,
costumbres y afectos impuros” (H. Wistsius).
Cuarto, la muerte eterna también se incluye en Génesis 2:17. Presagiada
por los terrores de una mala conciencia, del alma privada de toda
consolación divina y, a menudo, por un gran sentido de angustia por causa
de la ira de Dios con todo el peso que acarrea. Como la descomposición
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del cuerpo, el alma del pecador es enviada a un lugar de tormentos
(Luc.16:23-25). En el fin del mundo los cuerpos de los impíos serán
levantados y sus almas unidas a ellos. Y tras comparecer frente al gran
trono blanco serán echados al lago de fuego para sufrir eternamente “el
pago por sus iniquidades”. La paga del pecado es la muerte. Que la palabra
muerte implica también la muerte eterna, es inconfundiblemente claro por
el hecho de que aparece en marcado contraste con la “vida eterna”:
Romanos 6:23. Lo mismo ocurre en Romanos 5:21, versículo que resume
todo lo que se viene diciendo en los versículos del 12 al 20.
Detengámonos ahora por un momento y repasemos el terreno cubierto.
Primero, hemos considerado el estado dichoso y favorable en que Adán se
encontraba originalmente. Segundo, contemplamos la ley triple bajo la
cual fue puesto. Tercero, observamos que compareció en Edén como
cabeza federal y representante legal de toda su descendencia. Cuarto,
señalamos que todos los elementos que hacen a un pacto se ven con
claridad en el relato de Génesis: teníamos a las partes contratantes: Dios y
Adán. Teníamos lo acordado: obediencia. Estaba también la sanción:
muerte en caso de desobediencia. Y por último, teníamos la recompensa
que surge por necesidad: una confirmación inmutable en un estado de
santidad y un derecho inalienable al paraíso terrenal.
En orden de seguir con la secuencia lógica, es preciso examinar de forma
apropiada aquello que sería el “sello” del pacto. Esto es, el símbolo formal
y sello de su ratificación. Pero vamos a posponer esto hasta el capítulo
siguiente, con el que concluiremos lo que tenemos para decir sobre el
pacto Adámico. Así que pasaremos a hablar sobre el consentimiento que
Adán dio al pacto que el Señor le puso por delante. Esto puede inferirse,
primero, de la misma ley de su naturaleza: siendo hecho a imagen y
semejanza de Dios, no había nada en él contrario a su santa voluntad, nada
como para oponerse a sus justas demandas, así que debió acceder de muy
buena gana.
“Adán, siendo santo, no rehusaría entrar en un compromiso justo con su
Hacedor y, siendo inteligente, no rechazaría una mejora en cuanto a su
condición” (W. Sledd). Mejora que, en base al cumplimiento de los
términos del pacto, convergía en ser hecho santo y feliz de forma
invariable, para estar en posesión de una vida espiritual indefectible,
dejando atrás todo punto de apostasía y miseria. La única otra alternativa
posible sería la negativa de Adán al pacto, cosa impensable en un ser puro
y sin pecado. Las palabras que Eva dijo a la serpiente en Génesis 3:2-3
dejan en claro que Adán había dado su palabra de no desobedecer al
Creador. Citaremos a otro que supo poner esto de forma muy hábil:
“El asentimiento voluntario de las partes es algo presente en todo
pacto; una parte debe hacer la propuesta: Dios propuso los términos
40
como una expresión de su voluntad, lo cual es su acuerdo o
consentimiento. Dios asintió al ordenar al hombre que no tomara del
árbol prohibido. En cuanto al hombre, ya se indicó que no podría
haber rehusado a los términos provenientes de la sabiduría y
benevolencia Divinas sin incurrir en una oposición irrazonable a la
voluntad de su Creador. De ahí concluimos que Adán debió acceder
de muy buena gana a los términos propuestos. Y más fácil se nos
hace al observar la naturaleza de esos términos. Cuando vemos que
todo en ellos era ventajoso para el hombre y que nada estaba
propuesto en su contra.
Y si inspeccionamos la historia a de la Escritura arribamos a la
misma conclusión. Porque (1) no hay siquiera una atisbo de rechazo
por parte de Adán antes de transgredir el pacto. Todo en la historia
indica que accedió de buena gana. (2) Es evidente que Eva
consideraba al mandamiento de lo más adecuado y razonable; tan así
que se lo expuso a la serpiente como razón para abstenerse de
desobedecer. Esa información la debió obtener de su marido, porque
ella aun no existía cuando se concertó el pacto con Adán. De ahí
inferimos el asentimiento por parte de Adán. (3) Tras pecar, Adán se
mostró súper predispuesto a excusarse: le echó la culpa a la mujer y
así indirectamente a Dios por haberla puesto a su lado. Así que si de
verdad hubiera podido decir: `jamás consentí en abstenerme de nada,
nunca estuve de acuerdo con los términos propuestos, así que no
quebrante ninguna obligación´, ciertamente lo hubiera expuesto
como apología o como una justa respuesta a Dios. Pero según el
relato bíblico nunca dijo tal cosa. ¿Acaso podría un hombre
razonable precisar de mayores evidencias para reconocer que accedió
voluntariamente? Porque llegado el caso, podemos seguir. (4)
Observad las consecuencias. Sobrevinieron los males advertidos:
dolor y muerte. Y, al ser Dios justo, podemos inferir la relación legal
existente. El Juez de toda la tierra no castigaría en donde no hay
crimen” (Geo. Junkin, 1839).
Capítulo V.
Ahora vamos a considerar el sello que el Señor puso sobre el pacto
concertado con la “cabeza federal” de nuestra raza. Ciertamente ésta es la
parte más difícil de examinar y, por eso, la menos comprendida por la
mayoría. Tan amplia es la ignorancia espiritual prevaleciente, que en
muchos círculos hablar del “sello del pacto” es usar un término inteligible.
Sin embargo, el sello es una parte intrínseca y esencial de los variados
pactos divinos. Así que nuestro estudio sobre el pacto Adámico no estaría
completo si obviáramos a uno de los objetos más prominentes del breve
relato de Génesis. Aunque se erige misterioso, otros pasajes arrojan luz
41
sobre él. ¡Oh, que el Espíritu Santo nos guíe hacia la verdad que hay en
esto!
“Y el Señor Dios hizo brotar de la tierra todo árbol agradable a la vista y
bueno para comer; asimismo, en medio del huerto, el árbol de la vida y el
árbol del conocimiento del bien y del mal” (Gén.2:9). Antes de empezar,
permítanos decir enfáticamente que nosotros consideramos que este
versículo está hablando de dos árboles reales, literales. El hecho que se nos
diga que eran “agradables a la vista”, nos obliga a considerarlos como
entidades visibles y tangibles. En segundo lugar, por lo que se dice de
ellos, es igual de obvio que estos dos árboles eran extraordinariamente
únicos y peculiares en sí mismos. Estaban dispuestos “en medio del
huerto”. De lo que consta sobre ellos en Génesis 3, es claro que diferían
radicalmente de todos los demás árboles. En tercer lugar, no podemos
escapar a la conclusión que esos dos árboles estaban revestidos de un
significado simbólico diseñado por Dios para instruir a Adán, al igual que
otras de sus instituciones positivas lo hacen hoy con nosotros.
“Le plació al todopoderoso y bendito Dios, en cada dispensación de
sus pactos, confirmar a través de ciertos símbolos sagrados la
seguridad de sus promesas y recordarle al hombre, parte del pacto,
sus obligaciones” (H. Wistsius).
Ejemplos o ilustraciones de este principio podemos verlas en el arcoíris
mediante el cual Dios ratificó su pacto a Noé (Gén.9:12-13), y en la
circuncisión, señal externa de la confirmación del pacto concertado con
Abraham (Gén.17:9-11). A partir de estos casos podemos apreciar la
acertada definición que A. A. Hodge hizo al respecto: “El sello de un pacto
es una señal externa y visible, designada por Dios como garantía de su
fidelidad y como anticipo de las bendiciones prometidas en el pacto”. En
otras palabras, el sello del pacto es un símbolo externo que ratifica la
validez de sus términos, tal como la firma de dos testigos formaliza la
voluntad de un hombre.
Ahora, como bien señalamos, el lenguaje de Génesis 2:17 no solo
pronunciaba una maldición contra quien desobedeciera y tomara del fruto
del árbol del conocimiento del bien y del mal, sino que, por implicación
necesaria, también prometía bendiciones sobre aquel que en obediencia se
abstuviera del fruto. La maldición era la muerte, más todo lo que supone e
implica. La bendición era la confirmación y continuidad de toda esa
felicidad de la que el hombre gozaba en su inocencia prístina. En su
infinita condescendencia, al Señor le plació confirmar o sellar los términos
de su pacto con Adán – contenidos en Génesis 2:17 – ratificándolo por
medio de un emblema simbólico y visible. Tal como hizo con Noé con el
arcoíris y con Abraham con la circuncisión. En el caso de Adán ese

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símbolo confirmatorio consistió en “el árbol de la vida puesto en medio del
jardín”.
Un sello, pues, es una institución divina designada para indicar las
bendiciones prometidas en el pacto, que se garantizan a quienes cumplan
con los términos acordados. El mismo nombre de este árbol – aunque real,
simbólico – ya revela su propósito: era “el árbol de la vida”. No que su
fruto tuviera la capacidad de conferir inmortalidad física como algunos
erróneamente han supuesto – como si algo material pudiera hacer tal cosa.
Semejante concepción grosera y carnal se parece más bien a las fábulas
judaicas y mahometanas, que a una interpretación sobria y espiritual de las
cosas. No, tal como el otro árbol (por contraste) era para Adán el “árbol
del conocimiento del bien y del mal” – del “bien” mientras preservara su
integridad y del “mal” en tanto desobedeciera a su Hacedor – así este otro
árbol era tanto el símbolo como la garantía de esa vida espiritual que iba
inseparablemente unida a su obediencia.
“Estaba destinado a ser señal y sello para Adán, asegurándole la
continuidad de la vida y de la felicidad para vida inmortal y eterna
beatitud, mediante la gracia y el favor de su Hacedor bajo condición
de perseverar en este estado de inocencia y obediencia” (M. Henry).
Lejos de ser un medio natural prolongador de la vida física, era una
garantía sacramental de la vida eterna y de la felicidad, que fueron
aseguradas como la inmerecida recompensa por su fidelidad. Por ende, era
un objeto del cual se nutría la fe – donde el comer literal prefiguraba al
espiritual. Como toda señal y sello, no estaba diseñado para conferir la
bendición prometida, sino que funcionaba como una garantía por la que la
fe de Adán podía robustecerse aguardando lo prometido. Funcionaba como
un emblema visible que recordaba lo prometido.
Es el tremendo error de los romanistas y de otros ritualistas creer que los
signos y los símbolos confieren gracia en sí mismos; y no es así.
Únicamente en la medida que la fe está siendo ejercitada es que son
medios de bendición. Romanos 4:11 nos ayudará a comprender este punto:
“y recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia de la fe que
tenía mientras aún era incircunciso, para que fuera padre de todos los que
creen sin ser circuncidados, a fin de que la justicia también a ellos les fuera
imputada”. Para Abraham la circuncisión era tanto una señal como un
sello: señal de que él ya había sido justificado, y un sello (garantía) en
cuanto a que Dios cumpliría las promesas hechas a su fe. Así, el rito, en
lugar de conferir algo, solo confirmaba lo que Abraham ya poseía. Para
Abraham la circuncisión era la garantía de que la justicia que él poseía por
la fe (ya antes de ser circuncidado) llegaría, o sería imputada, sobre los
creyentes de entre los gentiles.
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Así, como el arcoíris era la señal confirmatoria y el sello de las promesas
del pacto de Dios concertado con Noé, como la circuncisión era señal y
sello de las promesas del pacto con Abraham, el árbol de la vida era la
señal y sello de las promesas del pacto hecho con Adán. Dios lo puso
como garantía de su fidelidad y como anticipo de las bendiciones que le
seguirían a una obediencia perfecta. Debe ser expresamente señalado que,
en concordancia con el carácter distintivo de esta presente dispensación
antitípica – cuando la substancia ha desplazado a las sombras –, aunque el
bautismo y la Cena del Señor estén divinamente ordenados, a pesar de eso,
no son sellos para los cristianos. El sello del “nuevo pacto” es el propio
Espíritu Santo (véase 2 Cor.1:22; Ef.1:13; 4:30). El don del bendito
Espíritu es la prenda o garantía de nuestra herencia futura.
Las referencias al “árbol de la vida” en el Nuevo Testamento confirman
nuestros dichos. En Apocalipsis 2:7 oímos al Señor Jesús diciendo: “El
que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le
daré a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios”. Esas
palabras expresan una promesa de vida eterna – la perfección y
consumación de la santidad y felicidad –, haciendo clara alusión a Génesis
2:9. Esta es la primera de siete promesas que Cristo hace al vencedor de
Apocalipsis 2 y 3; mostrando que su don inmutable - la vida eterna - es el
fundamento de todas las demás bendiciones que Cristo con su victoria
aseguró por herencia a todos cuantos por su gracia le son fieles hasta la
muerte. Cada santo vencedor comerá del “árbol de la vida”; esto significa
que será inmutablemente confirmado en un estado de felicidad y dicha
eternas.
“Entonces el Señor Dios dijo: He aquí, el hombre ha venido a ser como
uno de nosotros, conociendo el bien y el mal; cuidado ahora no vaya a
extender su mano y tomar también del árbol de la vida, y coma y viva para
siempre. Y el Señor Dios lo echó del huerto del Edén, para que labrara la
tierra de la cual fue tomado. Expulsó, pues, al hombre; y al oriente del
huerto del Edén puso querubines, y una espada encendida que giraba en
todas direcciones, para guardar el camino del árbol de la vida” (Gén.3:22-
24). Este es el pasaje que los carnales literalistas han extraviado de su
significado espiritual y simbólico arrastrándolo a la perversión. Por las
palabras de Dios cuando dice “cuidado ahora no vaya a extender su mano
y tomar también del árbol de la vida, y coma y viva para siempre”,
concluyen que ese árbol poseía la propiedad de conceder inmortalidad
física. Confiamos en que el lector soportara con nosotros la carga de tener
que mencionar semejante ridiculez; con todo, dado que tal barbaridad ha
sido tan ampliamente difundida, sentimos que son necesarias unas palabras
para denunciar semejante falacia.

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Tomar y comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal no
impartía ningún conocimiento en sí; fue más bien por tomar de su fruto en
oposición al mandato de Dios que Adán y Eva obtuvieron en sí mismos un
conocimiento experimental del mal, esto es, experimentando la amargura
de la maldición de Dios; así como por su anterior obediencia tuvieron un
conocimiento personal del bien, experimentado por la dulzura de las
bendiciones de Dios. De igual modo, el solo tomar del árbol de la vida no
podía impartir inmortalidad física más de lo que alimentarse del maná
podía inmortalizar a los israelitas en el desierto. Ambos árboles eran
instituciones simbólicas y, tras contemplarlos, Adán era recordado de los
benditos y solemnes contenidos del pacto, de los cuales éstos no eran más
que señales y sellos.
Ahora bien, suponer que el Señor tenía miedo de que nuestros padres
caídos comieran del árbol de la vida perpetuando así su existencia, sería el
colmo de lo absurdo. Porque su sentencia de muerte ya estaba sobre ellos.
¿Qué significan entonces Sus palabras? Primero, que de haber Adán
permanecido fiel a Dios, confirmado en un estado de santidad y felicidad,
la vida espiritual hubiera sido su posesión inalienable – el árbol
sacramental siendo un anticipo; pero tras violar el pacto perdió todo
derecho a sus bendiciones. Debemos tener presente que cuando Adán calló
perdió mucho más que la inmortalidad física. Segundo, Dios alejó a Adán
del Edén porque, “no sea” que el pobre, ciego y engañado hombre – ahora
expuesto al error – suponga que por comer del tal árbol tal vez pudiera re-
obtener lo irrevocablemente perdido.
“Expulsó, pues, al hombre; y al oriente del huerto del Edén puso
querubines, y una espada encendida que giraba en todas direcciones, para
guardar el camino del árbol de la vida” (Gén.3:24). Indeciblemente
solemne es esto: de este modo, nuestros primeros padres fueron impedidos
de apropiarse profanamente de aquello que no les pertenecía, haciéndose
así más plenamente conscientes del amplio alcance de su maldición. El
hecho de haber sido expulsado de la presencia del árbol de la vida y la
guardia montada sobre el camino por la espada encendida, claramente
indicaban su irrevocable condenación. Contrario a la idea prevaleciente, yo
creo que Adán se perdió para siempre. Solo se lo menciona una vez más en
Génesis, donde leemos: “Cuando Adán había vivido ciento treinta años,
engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen…” (5:3).
Tampoco se lo menciona en la lista de los testigos de la fe de Hebreos 11.
En el Nuevo Testamento es uniformemente presentado como la fuente de
la muerte, así como Cristo lo es de la vida (Rom.5:12-19; 1 Cor.15:22).
En su más profundo significado el árbol de la vida era un emblema y tipo
de Cristo:

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“El árbol de la vida se refería al Hijo de Dios, no tanto como a Cristo
y Mediador (siendo esas consideraciones más propias de otro pacto),
sino como a la Vida del hombre en cada condición y fuente de toda
felicidad. Y qué bien representaba ese símbolo externo al amado de
Dios, por cuya gloria Él ha hecho y hace todas las cosas, para que
incluso allí el hombre fuera capaz de reconocerlo. De ahí que Cristo
sea llamado `el Árbol de la Vida´ (Ap.22:2). Lo que ahora, por
méritos y eficacia, es como Mediador, siempre lo ha sido como el
Hijo de Dios; porque así como por Él, el hombre fue creado y dotado
de vida animal, también por Él hubiera sido transformado y
bendecido con una vida celestial. Ni tampoco podría haber sido la
vida del pecador, como Mediador, a no ser que desde el principio lo
fuera del hombre en su estado de inocencia, como Dios; teniendo
vida en Sí mismo y siendo Él mismo la vida” (H. Wistsius).
Así pues, aquí, frente a los ojos de un Adán y Eva sin pecado, fue puesto
lo que creemos ser la primera prefiguración simbólica de Cristo, ¡y qué
emblema idóneo y notable de Él!
Consideremos estas prefiguraciones:
1. Su mismo nombre ya apunta al Señor Jesús, de quien leemos, “en Él
estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (1 Juan 1:4). Tales
palabras deben ser consideradas en su más amplio alcance. Toda vida
reside en Cristo: natural, espiritual, de resurrección y eterna. “Pues para
mí, el vivir es Cristo y el morir es ganancia” (Fil.1:21), declara el santo
que vive en Cristo (2 Cor.5:17; Juan 6:50-57) y que así lo hará por toda la
eternidad (1 Tes.4:17).
2. Su ubicación: “en medio del huerto” (Gén.2:9). Debe notar cómo éste
detalle se enfatiza en Apocalipsis 2:7, “el cual está en medio del paraíso de
Dios” (RVR´60) y “en medio de la calle” (22:2); y debe compararse con:
“y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero” (5:6, RVR´60).
Cristo es el centro de la gloria y bienaventuranza del cielo.
3. En su significado sacramental: En Edén el simbólico árbol de la vida
permanecía como el sello del pacto, como la garantía de la fidelidad
Divina, como la ratificación de sus promesas a Adán. Y así, de su antitipo
leemos: “todas las promesas de Dios son en Él [Cristo] Sí, y en Él Amén,
por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2 Cor.1:20, RVR´60). Sí,
es en Cristo que todas las promesas del pato eterno quedan selladas y
aseguradas.
4. Su atractivo: “agradable a la vista y bueno para comer” (Gén.2:9). Y
cuanto más eso es cierto del Salvador: para los redimidos Él es “el más
hermoso de los hijos de los hombres” (Sal.45:2). Sí, “todo Él, deseable”
(Cantares 5:16). Y cuando el creyente es bendecido por un período de
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íntima comunión con Él, hace que diga: “su fruto es dulce a mi paladar”
(Cant.2:3).
5. Los apóstatas rebeldes fueron excluidos del simbólico árbol de la
vida (Gén.3:24). De la misma forma todos los pecadores impenitentes
serán excluidos del árbol antitípico: “Estos sufrirán el castigo de eterna
destrucción, excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”
(2 Tes.1:9).
“Bienaventurados los que lavan sus vestiduras para tener derecho al árbol
de la vida y para entrar por las puertas a la ciudad” (Ap.22:14). Ésta es la
última vez que se nombra al árbol de la vida en las Escrituras, en bendito y
marcado contraste con el relato de Génesis 3:22-24. Entonces, veíamos al
rebelde desobediente bajo la maldición de Dios excluido del árbol de la
vida. Porque bajo el antiguo pacto no había provisión que restaurase al
hombre. Pero ahora, en la última vez en la que se hace referencia al árbol
de la vida, vemos una compañía bajo el nuevo pacto, declarados por el
propio Dios como “bienaventurados”, a quienes les fue dado el espíritu de
obediencia para que tuvieran derecho a disfrutar del árbol de la vida para
siempre. Ese “derecho” es triple: el derecho concedido por la promesa
divina (Heb.5:9), el derecho de la aptitud personal (Heb.12:14) y el
derecho de las evidencias probatorias (Sant.2:21-25). Nadie, sino solo
aquellos que habiendo sido hechos nuevas criaturas en Cristo y guardan
sus mandamientos, entrarán en la Jerusalén celestial y serán convidados
del árbol de la vida eternamente.
Capítulo VI.
Este convenio primario o pacto de obras fue el acuerdo que Dios concertó
con Adán como cabeza federal y representante de toda la raza humana.
Entonces, todavía estaba en un estado de inocencia, santidad y rectitud.
Los términos de ese pacto consistían en una obediencia perfecta e
incesante de parte del hombre, con la promesa de confirmarlo en un estado
de felicidad y santidad inmutables por parte de Dios. Fue puesto a prueba
para descubrir en qué resultaría su obediencia. Esta prueba consistía de una
única ordenanza positiva: abstenerse del fruto del árbol del conocimiento
del bien y del mal. Fue llamado así porque en tanto que Adán se
mantuviera fiel y obediente disfrutaría de un “bien” inestimable propio de
la comunión con su Hacedor. Y porque tan pronto como desobedeciera
conocería la amargura del “mal” que hay en perder la comunión con Dios.
Como hemos visto en los capítulos anteriores, todos los elementos propios
de un pacto formal aparecen claramente en el relato de Génesis. Lo
exigido: obediencia. La sanción penal anexada: la muerte como castigo por
la desobediencia. Y una recompensa prometida en caso de cumplimiento:

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confirmación en el estado de vida. Adán accedió a los términos
propuestos.
Todo quedó divinamente sellado por el árbol de la vida. Se le dio ese
nombre porque era la señal externa de la vida prometida en el pacto de la
cual, tras apostatar, Adán fue cortado y a la cual los redimidos son
restaurados por medio del postrer Adán (Ap.2:7). Así, la Escritura muestra
todos los elementos esenciales de un pacto en aquella constitución bajo la
cual fue puesto nuestro primer padre.
Adán accedió perversamente a comer del fruto del árbol prohibido,
incurriendo así en la terrible culpabilidad de violar el pacto. En su pecado
se juntan varios crímenes: en Romanos 5 es llamado “ofensa”,
“desobediencia”, “transgresión”. Adán fue puesto a prueba para ver si
consideraba la voluntad de Dios como algo sagrado, y cayó escogiendo su
propia voluntad y su propio camino. Falló en amar a Dios con todo su
corazón. Se reveló contra la autoridad suprema. Descreyó a Su Santa
veracidad. Desafió a Dios en forma deliberada y presuntuosa. De ahí que,
tiempo después, Dios diga de Israel: “Pero ellos, como Adán, han
transgredido [mi] pacto; allí me han traicionado” (Os.6:7). Hasta Darby lo
reconoce: “debe ponderarse la frase `pero ellos, como Adán, han
transgredido el pacto´”[7].
Es a ésta declaración divina de Oseas 6:7 a la que el apóstol se refiere
cuando dice que Adán era “figura del que había de venir”. Debe notar que
Adán no es visto de forma singular en su estado de criatura, sino que lo es
en relación a toda una descendencia, cuyo caso estaba incluido en el suyo
propio. Como vicario de su raza Adán desobedeció el estatuto de Edén en
lugar de ellos. Al igual que como Cristo, el “postrer Adán” (1 Cor.15:45),
quien obedeció a la ley moral como representante de su pueblo. “El pecado
entró en el mundo por un hombre” (Rom.5:12). Ésta es una declaración
realmente notable y requiere de nuestra mayor atención. Eva también pecó.
Pecó incluso antes que Adán. Entonces ¿por qué no se nos dice que “el
pecado entró en el mundo por una mujer”? – más cuando ella también fue
fuente de propagación.
Solo hay un porqué: porque Adán era la única persona de carácter público
o cabeza federal que nos representaba, ella no. Él era tan representante
legal de Eva como lo era de su descendencia, porque ella a partir de él fue
creada. Esto es más que confirmado por el relato histórico de Génesis 3:
cuando Eva tomó del fruto prohibido no se evidenciaron cambios. Pero tan
pronto Adán lo hizo, “fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que
estaban desnudos”
(Gén.3:7). Esto significa que fueron instantáneamente consientes de haber
perdido su inocencia y que se avergonzaron de su triste condición. Los
48
ojos de una conciencia convicta fueron abiertos y, entonces, percibieron su
pecado y sus terribles consecuencias: su sentido de desnudez física solo
presagiaba su pérdida espiritual.
No solo fue por Adán (antes que por Eva) que el pecado entró al mundo:
“el juicio surgió a causa de una transgresión [ofensa], resultando en
condenación; pero la dádiva surgió a causa de muchas transgresiones
resultando en justificación” (Rom.5:16). El hecho de que a Eva ni siquiera
se la mencione en Romanos 5:12-19, enseña que es la culpa de nuestra
cabeza federal imputada lo que se considera allí y no la naturaleza
depravada que heredamos. Porque la corrupción la heredamos tanto de él
como de ella. El hecho de que fue por la sola ofensa de Adán que la
condenación vino sobre toda su posteridad nos muestra que sus pecados
subsiguientes no nos son imputados. Porque tras cometer su primera
transgresión perdió el alto honor y privilegio que le había sido dado: al
quebrantar el pacto dejo de ser una persona pública, la cabeza federal de
nuestra raza.
La deserción del hombre de su estado original fue un acto puramente
voluntario de su libre decisión mutable. Adán “no tenía excusa”. Al comer
del fruto prohibido rompió primeramente la ley de su propio ser, violando
de esta forma su propia naturaleza que lo ligaba a una fidelidad amorosa
para con su Hacedor. Ahora el “yo” tomaba el lugar de Dios. Segundo,
violó la ley de Dios, que exigía una obediencia perfecta e imperecedera
para con el Gobernante moral del mundo: el “yo” había usurpado el trono
de Dios en su corazón. Tercero, al pisotear la ordenanza positiva bajo la
cual había sido colocado, quebrantó el pacto prefiriendo sentar posición
junto a su caída esposa.
“Ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive” (Sal.39:5,
RVR ´60): así fue Adán. En una hombría plenamente desarrollada,
con sus facultades perfectas y en medio de un entorno ideal, rechazó
el bien y escogió el mal. Él no fue engañado: la Escritura así lo dice
(1 Tim.2:14). Sabía bien lo que hacía. “Se arruinó deliberadamente a
sí mismo y a nosotros. Salto al precipicio de forma deliberada. Y de
forma deliberada asesinó a innumerables generaciones. Como
muchos otros que han `amado sin discreción más con exceso´[8], él
no perdería a su Eva. La eligió antes que a Dios. Se determinó a
poseerla aunque junto con ella tuviera que ir al mismo infierno” (G.
S. Bishop).
Las consecuencias fueron terribles. La sentencia de muerte cayó sobre
Adán el día en que pecó. Aunque por el bien de su posteridad su ejecución
plena fue retrasada.

49
Como declara Romanos 5:12, “Por tanto, tal como el pecado [culpa,
crimen, condenación] entró [como el acusador más pesado del banco de
testigos] en el mundo [no en el universo, por cuanto el mismo ya había
sido previamente profanado por la rebelión de Satanás y sus demonios,
sino en el mundo de la humanidad caída] por un hombre [el primer
hombre, padre de nuestra raza], y la muerte [como pena judicial] por el
pecado [la ofensa original], así también la muerte [como castigo divino] se
extendió [como la sentencia penal del Juez de toda la tierra] a todos los
hombres [en donde ni aún los infantes quedan exentos], porque [pecaron
en aquel hombre: cabeza federal de la raza, el representante legal de todos
los hombres] todos pecaron [no dice: todos pecaron ahora; ni: todos son
inherentemente pecadores (aunque tristemente es cierto), sino que dice: en
quien todos pecaron, en el Edén]”.
A pesar de lo terrible y nefasto que fue el desenlace del pacto Adámico,
con mucha reverencia, podemos apreciar y admirar la sabiduría divina en
ello. Si Dios hubiera permitido que Adán permaneciera recto, toda su
descendencia habría sido eternamente feliz. Adán hubiera sido realmente
el salvador de ellos y, gozando de la dicha eterna, toda su posteridad a la
una exclamaría: “todo lo debemos a nuestro primer padre”. ¿Y qué buen
ojo puede fallar en discernir que eso hubiera sido una gloria demasiado
grande como para ser llevada por una criatura finita? Solo el postrer Adán
estaba designado y era capaz de portar con semejante honor. Así, el primer
hombre terrenal, debió caer en orden de abrir camino para el advenimiento
del segundo, el cual es “Señor del cielo”.
También debe señalarse que, al tomar esta senda de estropear el orgullo
humano (incluyendo la caída del rey de nuestra raza), desplegando toda su
sabiduría infinita y asegurando la gloria para su amado Hijo (a fin de que
tuviese la “preeminencia” en todo), Dios no infringió en lo más mínimo su
justicia. Al decretar y permitir la caída de Adán, imputando la culpa de su
ofensa a toda su descendencia, Dios no cometió injusticia alguna para con
el hombre. Esto es algo que hay que insistir enfáticamente y señalar con
toda claridad. No queremos que algunos en su descarada altivez se hagan
culpables de acusar de injusto al Sublime. Dios es invariablemente justo, y
todas sus sendas son rectitud y verdad. Y la senda que estamos
considerando ahora no es ninguna excepción, y una vez que se entiende,
esto se ve con claridad.
Al decir que la culpa de la transgresión de Adán es imputada a toda su
descendencia, no estamos diciendo que la humanidad esté sufriendo ahora
por algo en que no tuvo nada que ver, ni que criaturas inocentes estén
siendo condenadas por los actos de otro acreditados injustamente a sus
cuentas. Se debe entender claramente que Dios no castiga a nadie por el
pecado personal de Adán, sino por el pecado de ellos cometido en Adán.
50
Toda la humanidad tiene su posición federal en Adán. No solo que cada
uno de nosotros estaba en los lomos de Adán seminalmente el día en que
Dios lo creó, sino que además estábamos siendo representados legalmente
por él cuándo Dios instituyó el pacto de obras. Adán obró y actuó en el
pacto, no meramente como un ser privado, sino como una persona pública;
no como un único individuo, sino como el fiador y el patrocinador de su
raza. No nos es lícito cuestionar lo apropiado de dicho acuerdo: todas las
obras de Dios son perfectas, todas sus sendas están ordenadas rectamente y
por una sabiduría infinita.
Por necesidad la criatura está sujeta al Creador y, como tal, su lealtad y
fidelidad deben ser probadas. Dada la naturaleza del caso solo dos
opciones eran posibles: o toda la raza debía ser puesta a prueba por un
representante (cabeza federal) idóneo y responsable, o bien cada miembro
individual debía comparecer y afrontar la prueba por sí mismo. Una vez
más citamos las palabras de Bishop: “La raza humana debió comparecer
en un hombre plenamente desarrollado, con un intelecto plenamente
orbitado, o bien, hacerlo como bebés; cada uno afrontando la prueba en el
crepúsculo de su conciencia, decidiendo su destino antes de siquiera poder
abrir los ojos a todo lo que esa decisión implica. ¿Cuánto mejor hubiera
sido eso? ¿Cuánto más justo? Pero ¿no podría haber sido de otro modo?
No, no había otro modo. Era o bien el bebé o bien el hombre perfecto
plenamente equipado que todo lo calcula – el hombre que lo veía y
comprendía todo. Y ese hombre era Adán”.
La mejor forma y la más simple de conciliar con la razón el asunto de
oficio de cabeza federal de Adán, es reconocer que fue algo apuntado
divinamente. Y como Dios no puede hacer lo malo, entonces, fue justo. El
principio de representatividad es algo propio en la constitución de la
sociedad humana. El padre es el representante legal de sus niños durante
su minoría de edad, de modo que lo que hace afecta a toda su familia. Los
líderes políticos de una nación representan al pueblo, tan así que sus
declaraciones de guerra o tratados de paz afectan a la comunidad entera.
Es un principio tan elemental que no puede hacerse a un lado: sin él los
asuntos humanos no progresarían ni existiría la sociedad como tal. Es un
principio puesto en la misma naturaleza del hombre por la sabiduría de
Dios que estamos obligados a reconocer. Y al ser algo establecido por Él,
no nos atreveríamos a cuestionar su rectitud. Si imputarnos la culpa de
Adán fuera algo injusto, también debería serlo que se nos imparta su
depravación. Pero al ver que Dios hizo esto último justamente, le vemos
vindicado al hacer también lo primero.
Ya el hecho que continuemos violando el pacto de obras y desobedeciendo
la ley de Dios evidencia nuestra identificación con Adán bajo este pacto.
Sea este hecho sopesado debidamente por quienes tienden a ser capciosos.
51
Nuestra complicidad con Adán en su rebelión se ve cada vez que pecamos
contra Dios. En lugar de desafiar la justicia que nos imputó la culpa de la
primera transgresión del hombre, procuremos gracia para repudiar el
ejemplo de Adán oponiéndonos a su insubordinación, tomando sobre
nosotros el yugo ligero de los mandamientos de Dios. Finalmente, nótese
también que si somos arruinados por otro, los cristianos son entonces
redimidos por Otro. Mediante el principio de representatividad nos
perdimos y por ese mismo principio – al actuar Cristo en nuestro lugar
como fiador y patrocinador – es que somos salvos.
¿En qué sentido queda abrogado el pacto de obras? ¿Y en qué sentido
continúa en vigor? No podemos hacer cosa mejor que suscribir a la
respuesta de uno de los mejores teólogos del último siglo:
“Al ser este Pacto quebrantado por Adán, ninguno de sus
descendientes es ya capaz de cumplir con sus exigencias; y al haber
llenado Cristo cada una de las condiciones en representación de todo
su pueblo, la salvación es ofrecida ahora bajo la condición de fe. Es
entonces en este sentido que el Pacto de Obras, cumplido por el
segundo Adán, queda abrogado por el Evangelio. No obstante, como
está cimentado sobre las bases de una justicia inmutable, continúa
ligando a todos los hombres que no han huido aún al refugio de la
justicia de Cristo. Sigue siendo cierto que `el hombre que haga estas
cosas, vivirá por ellas´ y que `el alma que pecare esa morirá´. Así que
esta ley, en ese sentido, permanece; y a los hombres, por su
injusticia, los condena; y a causa de la total impotencia de ellos para
cumplirla, actúa como tutor guiándolos a Cristo. Porque, al cumplir
Él las condiciones del pacto y llevar la pena de su transgresión, ha
venido a ser la consumación de este pacto para justificación de todos
cuantos creen en Él, siendo contados en Él y, por ende, tratados como
cumplidores del pacto y merecedores de su recompensa” (A. A.
Hodge).
Ahora solo nos queda indicar en donde el pacto Adámico prefiguró al
pacto eterno. Si bien es cierto que el pacto de obras y el pacto de gracia
son diametralmente opuestos en su carácter – basándose uno en el
principio de hacer y vivir, y el otro en el de vivir y entonces hacer – con
todo, mantienen en común ciertos puntos notables.
El acuerdo que el Padre concertó con el Mediador desde antes de la
fundación del mundo fue prefigurado en Edén en los siguientes puntos:
1. Adán, aquel con quien se concertó el pacto, entró al mundo como
ningún otro. Sin ser engendrado de padres humanos fue producido
milagrosamente por Dios; así también Cristo.

52
2. Nadie sino Adán de entre toda la raza humana entró a este mundo
con una complexión pura y una naturaleza santa; así también sucedió con
Cristo.
3. Su esposa fue tomada de él, de modo tal que hasta pudo decir: “Esta
es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne” (Gen.2:23); de la novia
de Cristo se dice: “somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus
huesos” (Ef.5:30).
4. Adán se identificó voluntariamente con su esposa caída. Él no fue
engañado (1 Tim.2:14), sino que amaba a Eva de tal modo que no podía
verla perecer sola; y de igual modo, Cristo tomó voluntariamente sobre sí
los pecados de su pueblo (cf. Ef.5:25).
5. En consecuencia de esto, Adán cayó bajo la maldición de Dios; de
igual modo, Cristo soportó la maldición de Dios (cf. Gal.3:13).
6. El padre de la humanidad era cabeza federal de ellos; así Cristo, el
“postrer Adán”, es cabeza federal de su pueblo.
7. Lo que hizo Adán fue imputado a todos sus representados; lo mismo
sucede con Cristo: “Porque así como por la desobediencia de un hombre
los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia
de uno los muchos serán constituidos justos” (Rom.5:19).

53
III

El Pacto Noético
Capítulo I.
Noé es el enlace que vincula “[al] mundo de entonces” que “fue destruido,
siendo inundado con agua”, con la tierra que ahora está reservada “para el
fuego, guardada para el día del juicio y de la destrucción de los impíos” (2
Pe.3:6-7). Él vivió sobre ambas. En la primera fue guardado del terrible
juicio que sobrevino y en la segunda le fue otorgado el dominio en su
estado prístino. Entre el pacto de obras que Dios concertó con Adán y el
pacto de gracia que hizo con Noé hubo un período de dieciséis siglos.
Según nos informa la Escritura ningún otro pacto instauró el Señor durante
dicho intervalo. Había revelaciones divinas, promesas y preceptos divinos.
De hecho, los antediluvianos gozaban de una luz celestial mucho mayor de
lo que comúnmente se cree. Pero durante aquellos primeros siglos en que
abundó la gracia sobreabundó el pecado, hasta que “miró Dios a la tierra, y
he aquí que estaba corrompida, porque toda carne había corrompido su
camino sobre la tierra” (Gen.6:12).
“La paciencia de Dios esperaba en los días de Noé, durante la construcción
del arca…” (1 Pe.3:20), y se dio un “período” para que los impíos se
volviesen de su iniquidad. Enoc profetizó: “He aquí, el Señor vino con
muchos millares de sus santos, para ejecutar juicio sobre todos, y para
condenar a todos los impíos de todas sus obras de impiedad, que han hecho
impíamente, y de todas las cosas ofensivas que pecadores impíos dijeron
contra Él” (Judas 14-15). Noé también fue un “predicador de justicia” (2
Pe.2:5), por lo que debió advertir a sus oyentes que “la ira de Dios se
revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres, que
con injusticia restringen la verdad” (Rom.1:18). Pero no les aprovechó en
nada. Ciertamente: “como la sentencia contra una mala obra no se ejecuta
enseguida, por eso el corazón de los hijos de los hombres está en ellos
entregado enteramente a hacer el mal” (Ecl.8:11). El mal continuó
creciendo hasta agotar completamente la paciencia divina. El castigo con
que se amenazaba llegó. Los impíos fueron barridos de la faz de la tierra y
el primer gran período de la historia del mundo terminó con un juicio.
Es importante que los hechos que acabamos de relatar sean tenidos en
mente porque no arrojan poca luz sobre el pacto que el Señor concertó con
Noé. Explican la razón que dio lugar a esa transacción y son de ayuda para
guiarnos a una concepción adecuada de su forma particular. El trasfondo
de este pacto era el juicio divino: drástico, despiadado, eficaz. Cada
54
individuo de la raza impía pereció: el gran diluvio alivió a la tierra de su
presencia y de todos sus crímenes. A su debido tiempo el agua bajó, y Noé
y su familia pasaron de su lugar de refugio a poblar la nueva tierra. Es casi
imposible para nosotros hacernos una concepción adecuada de los
sentimientos de Noé en esa circunstancia. La terrible y aniquilante
visitación, donde la mano de Dios fue tan clara, debió haberle causado una
fuerte impresión de la excesiva pecaminosidad del pecado y de la santidad
y la justicia de Dios inefables como nunca antes.
“En cierto sentido el mundo pareció haber sufrido una pérdida
material a causa de la visitación divina en el diluvio. Junto con los
agentes e instrumentos del mal también fueron barridos los emblemas
de gracia y esperanza: el paraíso con su árbol de la vida y su
querubín glorioso. Podemos imaginarnos a Noé y su parentela recién
salidos del arca, mirando a su alrededor con sentimientos de
melancolía en cuanto a la posición que ahora ocupaban. No solo por
ser los únicos sobrevivientes de una vasta descendencia, sino también
por verse a sí mismos privados de los sagrados memoriales que
hablaban de un pasado feliz y que exhibían la garantía de un futuro
todavía mejor. Bien parece que un enlace importantísimo de la
comunión con el Cielo fue quebrado por el cambio que el diluvio
acarreó sobre el mundo” (P. Fairbairn).

Como señalé hace varios años en mi obra “Gleanings in Genesis”, el


contenido de Génesis 4 da a entender que, aunque en forma muy breve,
desde los tiempos de Adán en adelante había un sitio específico en donde
Dios había de ser adorado. Cuando en los versículos 3 y 4 leemos que Caín
y Abel “trajeron una ofrenda al Señor”, por implicación es claro que
acudieron a un lugar específico apuntado por Dios. Cuando leemos que
Abel trajo “de los primogénitos de sus ovejas y de la grosura de los
mismos”, no podemos eludir la conclusión de que había un altar en donde
la víctima pudiera ser ofrecida y su grosura quemada. Estas inferencias
necesarias quedan confirmadas por las palabras del versículo 16 que dice:
“Y salió Caín de la presencia del Señor”. Que significa que fue
formalmente expulsado del lugar donde la presencia de Jehová era
simbólicamente manifestada. Ese lugar de adoración parece haber estado
al este del Jardín del Edén.
En su comentario a Génesis, Jamieson, Fausset y Brown traducen el último
versículo del capítulo tres de la siguiente manera: “Y Él [Dios] habitó
entre los querubines al este del huerto de Edén, como una Shekhiná [una
lengua o espada de fuego] para guardar el camino del árbol de la vida”. La
misma idea se expresa en el Targum de Jerusalén[9]. Así se verá que
cuando el hombre fue expulsado del jardín, Dios estableció un
55
propiciatorio protegido por los querubines, siendo la lengua o espada de
fuego el emblema de su presencia. Así, quienquiera que fuera adorarle,
debía acercase a ese propiciatorio con un sacrificio de sangre. Podemos
añadir que la palabra hebrea “shaken”, que en Génesis 3:24 es puesta
como “puso”, en la concordancia Young es definida como “tabernáculo”.
En el Antiguo Testamento es traducida ochenta y tres veces como
“habitar”, tal como aparece en Éxodo 25:8, y así.
La señal y la soberana misericordia que Dios mostró a Noé debieron
haberle conmovido profundamente. Debió verse llevado a demostrar
dulcemente las fuertes emociones de su corazón. Conforme a esto, la
primera cosa que hizo al tomar posesión de la tierra nueva fue disponerse a
un servicio de solemne adoración: “Y edificó Noé un altar al Señor, y
tomó de todo animal limpio y de toda ave limpia, y ofreció holocaustos en
el altar” (Gén.8:20). Nada pudo ser más idóneo y apropiado: era un
reconocimiento formal de sus profundas obligaciones para con el Señor;
una expresión de gratitud por la abundante gracia dispensada; una prueba
de saberse indigno; un ejercicio de fe sobre la simiente prometida: canal
exclusivo de las bendiciones; y una confesión de su determinación de
consagrarse a Dios y caminar ante Él en humilde obediencia.
Es en relación a este acto de adoración que Dios entra luego en un pacto
con quien vino a ser la nueva cabeza de la raza. Pero antes de examinar sus
términos, permítanos ponderar un poco más las circunstancias en las que
Noé se encontraba, y así intentar hacernos una idea de los pensamientos
que cruzaron su mente:
“A pesar de la liberación notable que había experimentado. A pesar
de las conclusiones a las que podría haber arribado con el favor
divino de su lado. Y a pesar de lo ferviente que pudiera haber sido su
gratitud en vista de la tremenda misericordia que le fue mostrada
[Noé] era, sin embargo, un hombre; y la insólita situación en la que
se hallaba, difícilmente no le provocaría ansiedad y cierto temor al
devenir en varios aspectos. Él y su familia eran pocos en número y
contaban con muy pocos medios de protección y de defensa a su
alcance. Su condición estaba lejos de ser segura.
Aunque la disposición natural de los animales preservados con él en
el arca había sido divinamente restringida, no podía ignorar el hecho
de que una vez liberados sus temperamentos naturales y el instinto
feroz de algunos de ellos serían reanudados. Y multiplicándose éstos
de forma mucho más rápida y amplia que lo que su familia,
probablemente pueda haber desconfiado de su habilidad para
enfrentarlos, evaluando la posibilidad de perecer ante su fuerza
depredadora. Sabía también que el corazón del hombre estaba repleto
de maldad y que, sin importar cuán sobrecogidas puedan haber
56
quedado sus inclinaciones pecaminosas naturales a causa de la
terrible catástrofe de la que acababa de escapar, el efecto de ello no
duraría para siempre. El tiempo que temía había de venir. Y sería en
un período no muy distante, cuando las tendencias pecaminosas del
corazón cobrarían fuerzas inflamadas por la tentación, que
desembocarían pronto en las consecuencias más terribles.
Debe de haber tenido un recuerdo muy particular y doloroso de
aquellos pecados del desenfreno y la violencia que tan familiares le
fueron en el viejo mundo. Con debida razón podía temer su
repetición, y ya prever tiempos en donde la vida humana fuera tenida
por nada. En donde las pasiones desenfrenadas no tuviesen
escrúpulos en arrebatarla para satisfacer sus propios deseos, sin
ninguna autoridad que restrinja nada, siendo el temor a la venganza,
quizás, el único estorbo. El panorama lo era todo menos estimulante.
Y no es de sorprender que todo esto lo haya contemplado con
sentimientos de desaliento y preocupación. Para prever el futuro, le
alcanzaba lo que conocía por el pasado y su memoria recordaba sobre
todo lo doloroso y lo angustiante” (John Kelly, 1861).
Incluso Noé, no solo había atestiguado los estallidos de la depravación
humana en sus peores formas, sino que también había visto fallar por
completo el medio religioso empleado en su represión. Fuera de lo que era
su pequeña familia, la adoración a Dios había cesado por completo. La
predicación de sus siervos había sido enteramente desatendida. El
libertinaje y la violencia prevalecían de modo universal. Aún la
construcción del arca – por la cual condenó al mundo (Heb.11:7) – no
surtió efecto sobre el malvado. Las advertencias divinas fueron burladas
descaradamente hasta que el diluvio sobrevino y los barrió a todos.
Tampoco tenía Noé razones para creer que la naturaleza humana había
cambiado para mejor en lo absoluto. Ni siquiera que el pecado había sido
erradicado de los corazones de los pocos sobrevivientes del diluvio. Como
sus reflexiones sobre el pasado, sus previsiones sobre el futuro debieron
haber sido oscuras y angustiantes. ¿Qué garantía podía tener de que las
inclinaciones perversas del hombre caído no germinarían en acciones tan
atroces como las que habían cometido los sepultados por el diluvio? ¿No
continuaba el hombre intolerante a las restricciones divinas, tratando sus
advertencias con desprecio? Si la corrupción del corazón humano
desemboca nuevamente en los tremendos e ilimitados crímenes ¿qué podía
esperar aparte de una repetición del juicio al que acababa de sobrevivir? Y
¿en qué terminaría semejante reincidencia de crimen y castigo? Solo
parece haber una respuesta: el Todopoderoso, en su justa indignación,
exterminaría por completo a la raza culpable negada a mejorar. Tales
miedos no serían los fantasmas de un pesimismo injustificado, sino las
conclusiones lógicas y naturales a extraer de lo que ya había sucedido
57
sobre el escenario del mundo. Solo entendiendo lo ocurrido en el corazón
de Noé es que realmente podemos apreciar lo oportuno de la garantía que
Jehová le daría.
Pero en la medida en que nos esforzamos por seguir los pensamientos que
tuvieron lugar en la mente del patriarca, no debemos saltearnos un cálido
rayo de consuelo que, sin lugar a dudas, disipó gran parte de la oscuridad
de sus miedos. Cuando Dios dijo a Noé: “Y he aquí, yo traeré un diluvio
sobre la tierra, para destruir toda carne en que hay aliento de vida debajo
del cielo; todo lo que hay en la tierra perecerá”, también agregó: “Pero
estableceré mi pacto contigo” (Gén.6:17-18). Esa promesa de gracia fue
como un reposo para su pobre corazón durante los días y meses que pasó
encerrado en el arca. Y debe haberle impartido cierta alegría mientras
permanecía, ahora, en la desolada tierra postdiluviana. Sin embargo, nadie
que esté familiarizado con los feroces ataques del razonamiento carnal (la
incredulidad), puede dudar que ahora la fe de Noé se enfrentaba a un
doloroso conflicto al tratar de resistir la influencia de la ansiedad y la
melancolía.
Puede que algunos lectores piensen que fuimos demasiado lejos con todo
esto y que mucho de ello lo sacamos de nuestra imaginación. Pero la
Escritura dice, “como el agua refleja el rostro, así el corazón del hombre
refleja al hombre” (Prov.27:19). Querido lector ¿qué hubieses sentido en el
lugar de Noé? ¿Cuáles hubieran sido mis pensamientos de haber estado en
aquella circunstancia? ¿No tendríamos acaso los mismos temores descritos
anteriormente? ¿Hubiésemos previsto ese futuro incierto sin tener ninguno
de todos esos presentimientos oscuros? ¿Podríamos haber pasado por esa
tremenda ordalía y retornar a una tierra de la que todos nuestros
compañeros anteriores fueron barridos sin preguntarnos si no acontecería
una nueva tormenta del juicio divino para finiquitar su trabajo de una vez
por todas? ¿Tendríamos la certeza, siendo ocho, de que las bestias salvajes
nos dejarían en paz? Es este trasfondo mental el que nos permite apreciar
la tierna misericordia en las palabras de Dios a Noé.
“Y bendijo Dios a Noé y a sus hijos, y les dijo: Sed fecundos y
multiplicaos, y llenad la tierra. Y el temor y el terror de vosotros [¿por qué
le diría tal cosa?] estarán sobre todos los animales de la tierra, y sobre
todas las aves del cielo, y en todo lo que se arrastra sobre el suelo, y en
todos los peces del mar; en vuestra mano son entregados. Todo lo que se
mueve y tiene vida os será para alimento: todo os lo doy como os di la
hierba verde. Pero carne con su vida, es decir, con su sangre, no
comeréis… Entonces habló Dios a Noé y a sus hijos que estaban con él,
diciendo: He aquí, yo establezco mi pacto con vosotros, y con vuestra
descendencia después de vosotros, y con todo ser viviente que está con
vosotros: aves, ganados y todos los animales de la tierra que están con
58
vosotros; todos los que han salido del arca, todos los animales de la tierra.
Yo establezco mi pacto con vosotros, y nunca más volverá a ser
exterminada toda carne por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para
destruir la tierra” (Gén.9:1-4, 8-11). ¿Qué implica todo este lenguaje?
¿Qué miedos pretendían acallar esas declaraciones divinas llenas de
gracia? ¿A qué otras conclusiones podemos arribar al considerar estos
versículos de forma lógica sino a aquella que hemos presentado en los
párrafos anteriores? Al menos para mí, esforzarme por ponerme en el lugar
de Noé y seguir la secuencia de pensamientos que más probablemente
cruzó su mente, me ha hecho admirar la idoneidad y la conveniencia de la
revelación divina que le fue dada.
Lo que hemos procurado en este primer capítulo sobre el pacto Noético,
fue indicar su trasfondo, la razón por la cual fue dado y por qué tomó la
forma particular que tomó. Tal como las profecías Mesiánicas (dadas por
Dios en distintos tiempos y durante amplios intervalos) fueron propicias a
la circunstancia particular en la que eran entregadas por primera vez, así
sucede con las distintas renovaciones del pacto de gracia. Cada una de esas
renovaciones – para con Abraham, Moisés, David, y así – prefiguraba un
rasgo especial y particular del pacto eterno entre Dios y el Mediador. Y las
circunstancias inmediatas y particulares de cada uno de esos hombres con
quienes se concertaban los pactos, daban forma a un rasgo específico del
pacto eterno allí prefigurado. Confiamos en que el lector ahora
comprenderá de mejor forma por qué Dios dio a Noé las peculiares
declaraciones de Génesis 9.
Capítulo II.
Habiendo visto la ocasión en la que Dios entró en un pacto con Noé, las
solemnes e indecibles circunstancias que formaban su trasfondo, ahora
estamos prácticamente listos para dirigir nuestra atención al pacto en sí y
examinar sus términos. Los pactos que el Señor estableció en sucesivos
intervalos con distintas contrapartes eran sustancialmente uno, abarcando
en general las mismas promesas y recibiendo confirmaciones similares. El
pacto Sinaítico – pese a tener características peculiares que lo distinguen
de los demás pactos – no fue la excepción. Todos eran revelaciones del
propósito de gracia de Dios, exhibido primeramente de forma oscura, pero
desplegado de acuerdo a una evidente ley de progresión: cada renovación
añadiendo algo a lo que ya se conocía, de modo que la senda de los justos
fue como la luz de la aurora, que brilló más y más hasta el día perfecto,
cuando las sombras fueron desplazadas por la sustancia misma.
No debemos suponer que las promesas divinas, de las cuales el pacto era
su expresión y confirmación, antes no se conocían. La historia anterior
demuestra lo contrario. La declaración que Jehová hace a la serpiente en
Génesis 3:15 mientras le anunciaba su condenación, claramente indica
59
misericordia y liberación por la “simiente” de la mujer – una expresión que
de ninguna manera ha de restringirse a Cristo personalmente, sino que
pertenece a Cristo místicamente: a la Cabeza y su cuerpo: la iglesia. La
institución divina de los sacrificios abrió una gran puerta de esperanza para
los convencidos de su pecado y de su condición perdida por naturaleza, tal
como lo enseña el caso de Abel (Heb.11:4). La historia espiritual de Enoc
que caminó con Dios y que, previo a ser traspuesto, recibió testimonio de
agradar a Dios (Heb.11:5), es mayor evidencia de que los primeros santos
fueron bendecidos con una considerable luz espiritual y de que se les
concedió mirar en los designios de gracia eternos de Dios.
En Génesis 5:28-29 hay una palabra a considerar con sumo cuidado en
relación a esto. Allí leemos que “Lamec vivió ciento ochenta y dos años, y
engendró un hijo. Y le puso por nombre Noé, diciendo: Este nos dará
descanso de nuestra labor y del trabajo de nuestras manos, por causa de la
tierra que el Señor ha maldecido”. Esta es la primera vez que se menciona
a Noé en la Escritura y no cabe duda de que su nombre fue dado
proféticamente. Su nombre significa “Reposo” y se lo puso su padre con la
confiada expectación de que sería más que una simple bendición para su
generación: sería el instrumento por el cual llegaría aquello capaz de traer
paz e infundir esperanza al corazón de los elegidos. Porque al hablar
utilizando las palabras “nos” y “nuestra” (habladas por un creyente), queda
claro que se refiere al linaje piadoso.
Las palabras del creyente Lamec guardaban relación con Génesis 3:15 y,
por supuesto, también eran una profecía que apuntaba a Cristo, en quien
alcanzaría su cumplimiento antitípico: por cuanto Él es el verdadero
“reposo” (Mat.11:28) y el libertador de la maldición (Gál.3:13). El alcance
y el propósito del lenguaje profético de Lamec deben ser entendidos a la
luz de las bendiciones que Dios pronunció sobre Noé una vez sucedido el
diluvio. Bendiciones que, como veremos, fueron mucho más infinitamente
valiosas de lo que su sola letra aparenta. Dichas bendiciones procederían a
través del pacto eterno de gracia y de la redención que es en Cristo Jesús.
La prueba de esto es que tales palabras fueron dichas después del
sacrificio. Esto exige volver nuestra atención a Génesis 8:20-22.
“Y edificó Noé un altar al Señor, y tomó de todo animal limpio y de toda
ave limpia, y ofreció holocaustos en el altar” (vs.20). La enseñanza típica
de esto nos conduce mucho más lejos que la prefigurada por la ofrenda de
Abel. Aquí, por primera vez en toda la Escritura, se hace mención del
“altar”. La clave que descubre el significado de esto la encontramos en
Mateo 23:19: “el altar que santifica la ofrenda”. Y ¿cuál fue el altar que
santificó el don supremo? La persona de Cristo mismo: su persona fue lo
que hizo a su obra apta y eficaz. Así, mientras que la ofrenda de Abel
apuntaba al sacrificio de Cristo, el altar de Noé prefiguraba al que lo
60
ofrecía, al ser Su persona la que dotaba de infinito valor Su sangre
derramada.
“Y el Señor percibió el aroma agradable” (vs.21). Una vez más, nuestro
presente tipo excede por lejos al de Abel. En el primer caso se trataba el
aspecto humano, pero aquí es el aspecto divino el que se tiene en vista. Es
una bendición aprender lo que el sacrificio de Cristo logró para su pueblo:
libertad de la ira venidera y una herencia segura y eterna en los cielos.
Pero mucho más bendito es saber lo que ese sacrificio significó para el que
lo recibió. Es indudable que en el sacrificio de Cristo, Dios percibió ese
“aroma agradable” por el cual fue complacido y que, no solo reunía cada
requisito de su justicia y santidad, sino que también satisfizo su corazón.
“Y percibió Jehová olor grato; y dijo Jehová en su corazón: No volveré
más a maldecir la tierra por causa del hombre; porque el intento del
corazón del hombre es malo desde su juventud; ni volveré más a destruir
todo ser viviente, como he hecho” (vs.21, RVR´60). Esas palabras atípicas:
“dijo el Señor en su corazón”, enfatizan el efecto que ese “aroma
agradable” tuvo sobre Él. El resto del versículo, a primera vista, parecería
atentar contra la unidad del pasaje, porque pareciera no tener relación con
el desarrollo ni con la continuación del relato. Pero si se lo considera en
forma más cuidadosa se verá su pertinencia. La referencia que se hace de
la depravación humana porta un significado tremendo. Se da a entender
que las aguas del juicio no habían cambiado en nada la corrupción de la
naturaleza del hombre caído, y que no era por ningún cambio ni
mejoramiento de la carne que el Señor hacía saber ahora sus pensamientos
de paz y bendición. No, fue únicamente en base al agradable aroma del
sacrificio que se dispuso a obrar en gracia.
Las bendiciones que pronunciaba Dios ahora sobre Noé y sus hijos se
daban sobre un nuevo fundamento; sobre la base de una concesión muy
distinta de cualquier revelación o promesa alguna vez hecha a Adán en su
estado original. Fueron dadas en base al pacto de gracia que el Señor
concertó con el Mediador desde antes de formar la tierra. El pacto eterno
preveía la transgresión de Adán y proveía para la liberación de los
escogidos de la maldición sucedida a causa del pecado de nuestro primer
padre. Sí, aseguraba para ellos bendiciones muy superiores a las del
paraíso terrenal. Es muy importante entender esto correctamente: fue sobre
la inconmovible base del pacto eterno de gracia que Dios pronunció estas
bendiciones sobre Noé y sus hijos, como después lo hizo sobre Abraham y
su simiente.
Seguramente para el lector promedio sería más fácil comprender lo
antedicho si la división entre los capítulos de Génesis 8 y 9 se hubiese
hecho en otro punto. Génesis 8 debería concluir en el verso 19. Los
últimos tres versículos de Génesis 8 (como aparecen en nuestras biblias),
61
deberían ser el comienzo del capítulo 9, y así la relación inmediata
existente entre el sacrificio de Noé y el pacto que el Señor hace con él se
haría mucho más evidente. El pacto fue la respuesta del Señor al sacrificio
ofrecido en el altar. Esa ofrenda le fue un “aroma agradable”, apuntando
claramente a la ofrenda de Cristo. Su sacrificio aún no había de ser
ofrecido por unos dos mil años; así que la propiciación de la ofrenda típica
de Noé tuvo que haberse referido atrás hacia el pacto eterno, en donde el
gran sacrificio fue acordado.
Noé atravesando a salvo el diluvio en el arca era un tipo de la salvación. Y
esto lo decimos con aval de la Sagrada Escritura: véase 1 Pedro 3:20-21.
Noé y sus hijos fueron librados de la ira Divina que destruyó al resto del
mundo y ahora permanecían en aquello que, típicamente, era suelo de
resurrección. Sí, habiendo sido barrida y limpiada la tierra por la escoba
del juicio divino, e inaugurándose un nuevo comienzo en su historia, la
familia salvada salió del arca a pisar lo que virtualmente era suelo de una
nueva creación. He aquí otro punto en el cual nuestro presente tipo apunta
a realidades más elevadas de lo que hasta ahora lo hacían los tipos
anteriores. La herencia de los santos tiene lugar en conexión a la nueva
creación (1 Pe.1:3-4). Así, pues, estamos en condiciones de considerar las
bendiciones de los herederos tipo.
“Y bendijo Dios a Noé y a sus hijos…” (Gén.9:1). Esta es la primera vez
que leemos que Dios bendiga a alguien desde la caída. Antes de que el
pecado entrara al mundo leemos que “varón y hembra los creó. Y los
bendijo” (Gén.1:27-28). Sin lugar a dudas que existe tanto una
comparación como un contraste entre estos dos pasajes. Primero, y desde
el punto de vista natural, la bendición de Dios sobre Noé y sus hijos era el
anuncio formal de que el mismo favor divino que el Creador había
extendido hacía nuestros primeros padres, reposaría ahora sobre los nuevos
progenitores de la raza humana. Pero en segundo lugar, y en un sentido
más profundo, estas bendiciones concedidas después de la ofrenda en el
altar, y en conexión al pacto, hablaban de sus bendiciones sobre un nuevo
fundamento. Adán y Eva recibieron bendiciones en base a su pureza como
criaturas; Noé y sus hijos (como representantes de todos los escogidos por
gracia) recibieron la bendición en base de su aceptación y perfección en
Cristo.
“Y bendijo Dios a Noé y a sus hijos, y les dijo: Sed fecundos y
multiplicaos, y llenad la tierra. Y el temor y el terror de vosotros estarán
sobre todos los animales de la tierra, y sobre todas las aves del cielo, y en
todo lo que se arrastra sobre el suelo, y en todos los peces del mar; en
vuestra mano son entregados. Todo lo que se mueve y tiene vida os será
para alimento: todo os lo doy como os di la hierba verde” (Gén.9:1-3).
Estos versículos (junto con los tres últimos del capítulo 8) nos introducen
62
al comienzo de un nuevo mundo. En varios aspectos se asemeja al primer
comienzo: la bendición divina estaba sobre las cabezas de la humanidad.
Otra vez se daba el mandamiento de propagar la especie (la tierra había
sido despoblada). Y al hombre se le aseguraba sujeción de las criaturas
inferiores. Pero había una gran y vital diferencia, que a la mayoría de los
comentaristas pareció escapárseles: ahora todo reposaba sobre el pacto de
gracia.
Esta diferencia es, sin dudas, una radical y fundamental. Adán había sido
puesto como señor de la tierra en base al pacto de obras. Su posesión era
plenamente condicional. Mantenerla era algo que dependía enteramente de
su conducta. En consecuencia, cuando pecó, no solo perdió la bendición y
el favor del Creador, sino que también perdió el dominio sobre las demás
criaturas. Tal como un monarca destronado, fue expulsado y recluido a
realizar las tareas de un vulgar trabajador sobre la tierra (Gén.3:17-19).
Pero aquí vemos al hombre restaurado sobre la posesión perdida. No sobre
la base de su responsabilidad o méritos, sino sobre la de la gracia divina –
por cuanto Noé “halló gracia ante los ojos del Señor” (Gén.6:8). No sobre
la base del accionar humano, sino sobre la excelencia del sacrificio que
satisfizo al corazón de Dios. Por consiguiente fue como a hijos de la fe que
la heredad del nuevo mundo fue entregada a Noé y a su simiente.
“Ahora, en la persona de Noé, el hombre es llevado a una posición
más elevada en el mundo; sin embargo, no solo como hombre, sino
como hijo de Dios, permaneciendo en la fe. Su fe le salvó de entre la
ruina general del viejo mundo a fin de, en el nuevo, pasar a
convertirse en la segunda cabeza de la humanidad y en heredero de la
tierra; ahora limpiada y liberada de la polución del mal. Es `hecho
heredero´, como dice Hebreos, `de la justicia que es según la fe´. Es
decir, heredero de todo lo que pertenece a esa justicia: la justicia en sí
y el mundo entero; que en el designio Divino fue diseñado para ser
poseído y habitado. De ahí que, como si hubiese una nueva creación
y una nueva cabeza ejerciendo sobre ella el derecho de soberanía, la
bendición original concedida a Adán fuese sustancialmente renovada
a Noé y a su familia: Génesis 9:1-3. Entonces aquí la justicia de la fe
recibió directo de Dios el don que originalmente había sido dado
sobre la justicia natural: no meramente una bendición, sino una
bendición que trae consigo la heredad y el dominio del mundo” (P.
Fairbairn).
“Sin embargo, el espiritual no es primero, sino el natural; luego el
espiritual” (1 Cor.15:46). Aunque estas palabras se refieren de forma
inmediata a los cuerpos de los santos, al mismo tiempo, enuncian un
principio cardinal de la forma en que Dios desarrolla su propósito eterno.
La gracia Divina no puede emerger claramente como gracia hasta que
63
brille sobre el oscuro fondo de la ruina y el pecado del hombre. Por lo cual
era elemental que el pacto de obras con Adán precediera al pacto de gracia
con Noé. El fracaso del primer hombre no hizo sino abrir camino y proveer
un contraste apropiado para el triunfo del Segundo Hombre, al que Noé
claramente prefiguraba. Tal como su nombre y el discurso profético de su
padre indican. Cuanto más claro se perciba esto, tanto más fácil será
comprender el profundo significado de este pacto.
Obviamente ahora todo estaba colocado sobre un nuevo fundamento y
establecido sobre nuevas bases. Este hecho arroja luz y nos descubre el
significado de muchos detalles que, de otro modo, probablemente pasarían
desapercibidos. Por ejemplo, que “ocho personas fueron salvadas por
medio del agua” (1 Pe.3:20): porque en el lenguaje numérico de la Biblia
ocho se refiere a un nuevo comienzo. Por eso, el estudiante reverente de la
Palabra que se deleita en ver el dedo de Dios hasta en los más mínimos
detalles, tendrá por más que una coincidencia que la palabra pacto
aparezca unas ocho veces en relación a Noé: Génesis 6:18; 9:9, 11, 12, 13,
15, 16, 17. Nótese que todo el énfasis recae sobre el Señor estableciendo
un pacto con Noé y no al revés: Él fue el iniciador y único consumador.
No habían allí condiciones estipuladas, ni términos condicionales que se
interpongan. Todo fue de gracia. Fue gratuita, pura e inmutable gracia.
Las benditas promesas registradas en Génesis 8:22 y 9:2-3 estaban todas
pensadas para acallar los miedos del corazón de Noé y afianzar su
confianza. Allí le es asegurado que, aunque viendo Dios el mal residente
en el corazón del hombre, no volvería a tener lugar un juicio similar al
acontecido; al menos no en semejante escala. Y que el hombre no solo
sería preservado en la tierra, sino que también toda la creación del reino
animal le sería sujeta a su provecho. Mediante estas promesas divinas sus
miedos fueron eficazmente aliviados y se prefiguró el deleite de Dios en
traer a sus hijos, antes o después, a la plena certeza de la fe, y a la
confianza y gozo de su presencia.
Capítulo III.
En el capítulo anterior indicamos que las bendiciones comprendidas en las
palabras de Dios sobre Noé y sus hijos eran de un valor mucho más
precioso de lo que la mera letra transmite. En orden de adquirir un buen
entendimiento de los varios pactos que Dios concertó con distintos
hombres, es sumamente esencial saber distinguir lo literal de lo figurativo,
lo que es su forma externa de su significado interno. Solo así seremos
capaces de separar lo que era meramente puntual y temporal de lo que era
más extensivo y duradero. Cada pacto iba conectado a lo literal o material
como también a lo místico o espiritual. A menos que esto quede bien en
claro, todo terminará prestándose a confusión. Sí, es precisamente en este

64
punto donde muchos han hecho agua: en especial con los pactos
Abrahámico y Sinaítico.
Los literalistas y los futuristas han estado tan ocupados con el cascarón o
letra, que se saltearon el núcleo o espíritu. Los alegoristas han estado tan
compenetrados con las expresiones figuradas que muy a menudo fallaron
en divisar el cumplimiento histórico. Y otros falsearon tan arbitrariamente
a ambas que terminaron por descarriarse, sin aplicar ni lo uno ni lo otro en
forma consistente. Por eso es de suma importancia empeñarnos con el
mayor de los cuidados en distinguir lo carnal de lo espiritual, lo transitorio
de lo eterno y lo terrenal de aquello que prefigura lo celestial en los
distintos pactos. Tras nuestra exposición del pacto Adámico, el lector
debería estar ya preparado, en cierta medida, para seguirnos en esto que
decimos.
Cuando estudiamos el pacto Adámico vimos que para desentrañar el
significado de la narrativa histórica nos era necesario alumbrar el relato de
Génesis con la luz de pasajes posteriores de la Escritura, tales como
aparecen en los profetas y en las epístolas. Vimos la necesidad de
considerar a Adán como más que un individuo particular y aislado, es
decir, como cabeza pública o representante federal de toda su raza.
Aprendimos que el lenguaje de Génesis 2:17 no solo transmitía una
amenaza solemne sino que, por necesidad, implicaba una bendita promesa.
También reparamos en que la “muerte” allí amenazada significaba algo
mucho más terrible que la muerte física sin más. Mediante otros pasajes
comprobamos que el “árbol de la vida” en medio del jardín era un árbol
real y palpable; pero que, sin embargo, contaba con un significado
emblemático al ser el sello del pacto. Procuremos, entonces, tener en
mente todos estos principios al momento de considerar los otros pactos.
Cada pacto de Dios con el hombre prefiguraba algún elemento del pacto
eterno concertado con Cristo desde antes de la fundación del mundo en
favor de sus escogidos. Los pactos de Dios con Noé, Abraham y David
exhibían diferentes aspectos del pacto de gracia tan cierto como los
distintos utensilios del tabernáculo tipificaban determinadas características
de la persona y obra de Cristo. Sin embargo, tal como esos utensilios
tenían un uso puntual e inmediato, los pactos concernían tanto a lo carnal y
terrenal como a lo espiritual y celestial. Este hecho doble queda ilustrado y
ejemplificado en el pacto que estamos considerando. Su aspecto literal y
externo ya se conoce bien, así que no precisamos extendernos más. El sello
y señal del pacto – el arcoíris – y su promesa fueron cosas visibles y
tangibles; cosas que el hombre por sus sentidos comprueba hasta el día de
hoy. ¿Pero acaso es eso todo cuanto había en el pacto Noético?
La nota que la Biblia Scofield hace sobre este pacto dicta como sigue:

65
“Sus elementos: (1) La relación del hombre con la tierra bajo el pacto
Adámico es confirmada (Gén.8:21). (2) El orden de la naturaleza es
confirmado (Gén.8:22). (3) Se establece el gobierno humano
(Gén.9:1-6). (4) Se asegura que no volverá a haber otro juicio
universal por agua sobre la tierra (Gén.8:21; 9:11). (5) Mediante
declaración profética se asegura que de Cam saldría una
descendencia inferior sujeta a servidumbre (Gén.9:24-25). (6)
Proféticamente se declara que Sem mantendría una relación
particular con Jehová (Gén.9:26-27). Toda revelación Divina es
hecha a través de los semitas y Cristo, según la carne, desciende de
Sem. (7) Proféticamente se declara que de Jafet saldrían las razas
`engrandecidas´ (Gén.9:27); y, a modo general, se puede decir que la
política, la ciencia y el arte son y han sido Jaféticos; de modo que la
historia viene a ser el registro indisputable del cumplimiento exacto
de éstas palabras”.
Esta es una clara muestra de los superfluos contenidos que pueden hallarse
en esta baratija popular; y muy seriamente advertimos a nuestros lectores
que no malgasten su dinero y su tiempo tratando de conseguir una.
Si nos perdona, permítanos reparar un momento en la cita anterior. Los
últimos tres ítems de los “elementos” señalados por Scofield no pertenecen
al pacto Noético; no guardan más relación con él de lo que lo hace Génesis
9:20-23. Los primeros cuatro elementos del Sr. Scofield tienen todos que
ver con lo político y lo mundano. No es más que un hueco análisis de la
letra del pasaje. Es del todo inútil. No se hacen esfuerzos por dar ninguna
interpretación: no se dice nada de la significante y bendita relación que
existe entre la ofrenda del altar (8:20) y el pacto que Dios hace con Noé;
no se dice nada del nuevo fundamento sobre el cual descansa el trato
divino; no se da ningún indicio de la preciosa enseñanza típica que hay en
ello; y en ningún momento parece habérsele cruzado al editor que hubiera
nada místico o espiritual en el pacto.
¿No había en las promesas un significado más profundo respecto a que la
tierra no volvería a perecer anegada por agua, y que mientras la tierra
permaneciera la siembra, la siega y las temporadas no dejarían de ser, y
que el temor del hombre estaría sobre todas las demás criaturas? ¿No había
ningún significado espiritual en esas cosas? Claro que sí. En ellas se puede
ver – por los de ojos ungidos – lo que prefiguraba los contenidos del pacto
eterno. Noé y su familia habían sido maravillosamente rescatados de la ira
de Dios que destruyó al resto de la raza. ¡Qué mejor ocasión que esta para
revelar plenamente varios aspectos de la grandiosa salvación del creyente
ahora que el mundo habría de ser restaurado de su ruinoso estado! En los
tiempos del antiguo testamento Dios siempre empleaba el acontecimiento
de alguna liberación temporal de su pueblo para renovar su anunciamiento
66
de la gran liberación y restauración espirituales efectuadas por la obra de
Cristo. ¿Quién podría dudar que aquí, justo después del diluvio, esté
sucediendo lo mismo?
Parece lamentable que a estas alturas de la historia haya que desarrollar un
punto que debiera ser claro para el pueblo de Dios. Indudablemente sería
mucho más obvio una vez que se lo hubiera enseñado, si los carnales
“dispensacionalistas” y mercachifles maestros de “profecía” no hubieran
arrojado tanta tierra en sus ojos. ¡Ay!, que hasta yo mismo una vez anduve
con la visión borrosa por ellos, e incluso ahora tengo que disciplinarme a
fin de rehusar mirar las cosas a través de sus coloridas gafas. Que hubo
beneficios temporales para Noé y su descendencia en el pacto dado por
Jehová, es tan cierto como que Noé construyo un altar palpable y ofreció
sacrificios reales sobre él. Pero confinar esos beneficios a lo temporal e
ignorar (o negar) su sentido espiritual, es algo tan inexcusable como lo
sería no ver a Cristo y su sacrificio en la ofrenda de Noé que fue un
“aroma agradable” para Dios.
Sin embargo algunos en el propio pueblo de Dios tienen el entendimiento
espiritual tan embotado, y están tan estupefactos y prejuiciados por el opio
de sus falsos maestros que hace que tengamos que ir despacio, no dando
nada por sentado. Así que, antes de señalar las distintas características
típicas, místicas y espirituales de éste pacto, debemos primeramente
establecer el hecho de que en las palabras de Dios al patriarca en Génesis 9
había algo más que solo los intereses temporales de esta tierra o el
bienestar material de sus habitantes; algo que es realmente sencillo.
Dejaremos para nuestro último capítulo los pasajes de la Escritura que
arrojan portentosa luz sobre el sello del pacto - el arcoíris -, y nos
concentraremos en uno de los pasajes de los profetas que tiene todo cuanto
podríamos pedir.
En Isaías 54:4-10 leemos: “No temas, pues no serás avergonzada; ni te
sientas humillada, pues no serás agraviada; sino que te olvidarás de la
vergüenza de tu juventud, y del oprobio de tu viudez no te acordarás más.
Porque tu esposo es tu Hacedor, el Señor de los ejércitos es su nombre; y
tu Redentor es el Santo de Israel, que se llama Dios de toda la tierra.
Porque como a mujer abandonada y afligida de espíritu, te ha llamado el
Señor, y como a esposa de la juventud que es repudiada dice tu Dios. Por
un breve momento te abandoné, pero con gran compasión te recogeré. En
un acceso de ira escondí mi rostro de ti por un momento, pero con
misericordia eterna tendré compasión de ti dice el Señor tu Redentor.
Porque esto es para mí como en los días de Noé, cuando juré que las aguas
de Noé nunca más inundarían la tierra; así he jurado que no me enojaré
contra ti, ni te reprenderé. Porque los montes serán quitados y las colinas

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temblarán, pero mi misericordia no se apartará de ti, y el pacto de mi paz
no será quebrantado dice el Señor, que tiene compasión de ti”.
La conexión de Isaías 54 con el capítulo precedente (Isa.53; sobre la
expiación) sugiere que los tiempos del evangelio están a la vista. Esto es
confirmado por la aplicación que Pablo le da en Gálatas 4:27 y así. La
iglesia, bajo la forma de la teocracia israelita, es retratada como una mujer
casada, quien (como Sara) desde hace tiempo era estéril. Relativamente
pocos de los verdaderos hijos de Dios han salido de entre los judíos. Al
tiempo del advenimiento de Cristo el formalismo farisaico y la infidelidad
saducea eran prácticamente universales, y esto era una real aflicción para
el pequeño remanente de santos genuinos. Pero la muerte de Cristo
introduciría tiempos mejores, por cuanto muchos de entre los gentiles
serían entonces salvados. En consecuencia, la mujer estéril es exhortada a
regocijarse y prorrumpir en clamores, llamando así a la fe a anticipar
gozosamente las bendiciones prometidas. Agraciadas garantías le fueron
dadas para que su esperanza no fuese confundida.
Es cierto que en aquel entonces la iglesia estaba como en un letargo y
parecía abandonada por el Señor. Pero el ocultamiento de su rostro era
temporal. Aun había de incorporar un creciente número de hijos a su
familia con “gran compasión” y “misericordia eterna”. El compromiso de
Dios a estos efectos era irrevocable, como su pacto atestiguaba. En los días
de aquel patriarca el Señor había contendido con el mundo en su ira
durante todo un año, destruyéndolo mediante “las aguas de Noé”. No
obstante, se volvió en “gran compasión”; sí, con “misericordia eterna”,
como su pacto con Noé testificaba. Aunque desde esos días el mundo
siempre ha provocado a Dios grandemente, aun así, Él guarda su promesa
con fidelidad, y así lo seguirá haciendo hasta el final. Y de la misma
forma, muchas veces en su pueblo hay motivos de sobra como para
disgustarlo y probar su paciencia, más Él no habrá de desecharlos
(Sal.89:34).
En Isaías 54 el pacto Noético es aludido como prueba de la perpetuidad del
propósito de gracia de Dios en medio de sus dolorosos castigos. Y ahí
encontramos la interpretación definida de su implicancia (significado)
original, corroborando lo dicho párrafos anteriores. El profeta Isaías estaba
anunciando la misericordia de Dios para con la iglesia en tiempos futuros,
y aduce al juramento de Dios para con Noé como férrea garantía de la
gracia prometida: garantía de su ciertísima concesión, a pesar de las
aflicciones que sufría entonces el pueblo de Dios y de la baja condición a
la cual había sido reducido. La inmutabilidad de lo uno es aducida como
prueba de la inmutabilidad de lo otro. Con cuánta claridad esto muestra
que el pacto con Noé proporcionaba, no solo una demostración práctica de
la indefectible fidelidad de Dios en cumplir sus promesas temporales al
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mundo, sino también que la iglesia era el objeto principal y el sujeto
referido en él.
¿Por qué el Señor prometió preservar la tierra hasta el fin de modo que no
sea otra vez destruida por un diluvio? La respuesta es: por causa de la
Iglesia. Porque cuando el número total de escogidos sean tomados de todas
partes y traídos manifiestamente dentro del cuerpo de Cristo, el mundo
llegará a su fin. Que el pacto Noético está claramente relacionado al pacto
eterno (llamado en Isaías 54 “el pacto de paz”, porque se basa en la
reconciliación efectuada) y que guarda una relación especial con la iglesia,
es evidente por lo que el profeta dice de él: “Porque esto [a saber: `con
misericordia eterna tendré compasión de ti´], es para mí como en los días
de Noé, cuando juré que las aguas de Noé nunca más inundarían la tierra;
así he jurado que no me enojaré contra ti [la iglesia]”.
Ahora debería ser más que claro que, mientras el aspecto literal de las
promesas hechas a Noé concernían al bienestar temporal de la tierra y sus
habitantes, su significado místico atañe al bienestar espiritual de la iglesia
y sus miembros. Este aspecto doble que estamos considerando lo veremos
más claramente cuando estudiemos el arcoíris: señal y sello del pacto
Noético. Es raro notar que aquellos que perciben que la ley de Dios dada a
Israel en cuanto a comer solo peces con aletas y escamas, y animales con
pezuñas hendidas y rumiantes, tenía no solo un valor temporal e higiénico,
sino también un sentido místico o espiritual, hayan fallado en discernir que
aquel aspecto doble se mantiene de igual forma en todos los detalles de
este pacto.
Una vez que comprendamos firmemente esta clave, no será difícil divisar
los contenidos internos de la bendición pronunciada por el Señor tras oler
aquel agradable aroma de la ofrenda de Noé. La promesa de que la tierra
no perecería otra vez anegada por agua (como sucedió a la tierra adámica)
apuntaba a la seguridad eterna de los santos: seguridad garantizada por la
posición mucho más suprema que la que poseían en Adán: su inalienable
porción en Cristo. La promesa de que mientras la tierra permaneciera no
cesarían la siembra y la siega, contenía como núcleo interno la promesa
divina de que mientras los santos estuvieran aquí abajo Dios supliría todas
sus necesidades “conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús”. El
hecho de que esas bendiciones fueran dadas a Noé y su familia luego de
salir a la nueva tierra, tierra de resurrección, prefiguraba la bendita verdad
de que la posición del creyente ya no es “en la carne”.
Noé es figura de Cristo. Primero, como el que remueve la maldición de
una tierra corrompida, y como el dador del reposo a los fatigados de su
labor y del trabajo de sus manos y compungidos de corazón (Gén.5:29;
Mat.11:28). Segundo, como heredero de la nueva tierra, donde “no habrá
más maldición” (Gén.8:21; Ap.22:3). Tercero, como aquel en cuyas manos
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todo era entregado (Gén.9:2; Juan 17:2; Heb.1:2). Los hijos de Noé, o su
simiente, eran figura de la iglesia. Con él fueron “bendecidos” (Gén.9:1;
cf. Ef.1:3); con él se les dio dominio sobre todas las criaturas inferiores:
así, los santos fueron hechos “reyes y sacerdotes para Dios” (Ap.1:6,
RVR´60), y “reinarán con él” (2 Tim.2:12). Con él fueron mandados a ser
“fecundos” y “poblar [procrear] en abundancia” (Gén.9:7): así, los
cristianos habrán de abundar en frutos y en toda buena obra. El hecho de
que este pacto fuera uno absoluto o incondicional nos habla de la
inmutabilidad de nuestra bienaventuranza en Cristo.
Capítulo IV.
“Mientras la tierra permanezca, la siembra y la siega, el frío y el calor, el
verano y el invierno, el día y la noche, nunca cesarán” (Gén.8:22). Estas
promesas fueron hechas por Dios hace más de cuatro mil años y su
indefectible cumplimiento a través de los siglos es una demostración
brillante de su fidelidad. Aún más, en su cumplimiento tenemos
ejemplificado un hecho comúnmente pasado por alto hoy día: que tras las
“leyes” de la naturaleza está la naturaleza del Señor. Hoy el escepticismo
pretende excluir a Dios de su propia creación. Una observación casual de
las “leyes” de la naturaleza muestra que éstas no operan uniformemente y
por consiguiente, si no tuviésemos la Escritura no tendríamos ninguna
garantía de que las estaciones no fueran a cambiar radicalmente y de que
toda la tierra no volvería a ser inundada. Éstas “leyes” no previnieron el
diluvio en los días de Noé. ¿Cómo, entonces, podrían impedir que lo
mismo ocurra en estos días? ¡Cuán precioso es para los hijos de Dios
atender a las promesas de su Padre!
Vean también aquí la abundante misericordia de Dios al proceder con
nosotros mediante un pacto, comprometiéndose por juramento solemne a
no volver a destruir la tierra por agua. Bien podría haber eximido al mundo
de esta calamidad sin hacerlo saber a nadie. De haber hecho así, el
recuerdo del diluvio pendería como una espada del terror sobre sus
cabezas. Pero, en su gran bondad, el Señor alivió la mente de sus criaturas
prometiendo no repetir el diluvio. Y así es como lidia con los suyos: “a fin
de que por dos cosas inmutables [su propósito de gracia revelado y el
juramento del pacto], en las cuales es imposible que Dios mienta, los que
hemos buscado refugio seamos grandemente animados para asirnos de la
esperanza puesta delante de nosotros”.
“Nunca más volveré a maldecir la tierra por causa del hombre´
(Gén.8:21), es lo que Dios dijo a Noé tras aceptar el primer sacrificio
ofrecido en la nueva tierra. Sin duda estas palabras deben entenderse
en forma relativa. No como a una remoción absoluta del mal, sino
como a una mitigación del mismo. Mitigación que hizo de la tierra
una región mucho menos sufrida y mucho más fértil de lo que era
70
antes. Esto indicaba que, a los ojos del Cielo, la tierra había adquirido
una nueva posición. Al haberla santificado Dios por su juicio, estaba
ahora en condiciones de recibir demostraciones del favor divino antes
denegadas” (P. Fairbairn).
Ya indicamos el significado espiritual de Génesis 8:21 en el último
capítulo.
“Entonces habló Dios a Noé y a sus hijos que estaban con él, diciendo: He
aquí, yo establezco mi pacto con vosotros, y con vuestra descendencia
después de vosotros, y con todo ser viviente que está con vosotros: aves,
ganados y todos los animales de la tierra que están con vosotros; todos los
que han salido del arca, todos los animales de la tierra. Yo establezco mi
pacto con vosotros, y nunca más volverá a ser exterminada toda carne por
las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra. Y dijo
Dios: Esta es la señal del pacto que hago entre yo y vosotros y todo ser
viviente que está con vosotros, por todas las generaciones: pongo mi arco
en las nubes y será por señal del pacto entre yo y la tierra. Y acontecerá
que cuando haga venir nubes sobre la tierra, se verá el arco en las nubes, y
me acordaré de mi pacto que hay entre yo y vosotros y entre todo ser
viviente de toda carne; y nunca más se convertirán las aguas en diluvio
para destruir toda carne” (Gén.9:8-15). Estas palabras contienen el
cumplimiento de la promesa de Génesis 6:18, y amplían lo dicho en
Génesis 8:21-22.
Ahora centraremos nuestra atención en la “señal” o “signo” del pacto. A
pesar de la idea que hoy se tenga del arcoíris, no hay dudas que
originalmente fue puesto en los cielos para aquietar los miedos del hombre
de ser destruidos otra vez por un diluvio universal, y para proveerles de
una garantía visible en la naturaleza en cuanto al correcto funcionamiento
en la existencia, orden y constitución de la misma. Si esta maravilla se
hubiera puesto antes del diluvio, no hubiera significado nada especial ni
nada distintivo una vez pasado el mismo. El hecho de que el arcoíris fuese
un fenómeno completamente nuevo, totalmente desconocido para Noé,
provee una demostración notable de la harmonía de la Escritura; a causa de
Génesis 2:6 queda claro que nunca había llovido antes del diluvio.
La primera lluvia fue enviada en juicio divino, pero ahora Dios la vuelve
en una bendición. La luz del sol impacta desde el cielo sobre la lluvia que
cae en tierra y, he aquí, el precioso arcoíris. Idóneo como señal del pacto.
“Existe una correspondencia absoluta entre el fenómeno natural y su
aplicación moral. La promesa del pacto no fue que no habría más
visitaciones futuras en juicio sobre la tierra; sino que éstas no
alcanzarían una magnitud capaz de destruir otra vez al mundo entero.
Tanto en la esfera moral como en la natural aún pueden acontecer
71
aglomerados vaporosos y torrentes descendentes; cosas implicadas en
los términos del pacto y a través de las cuales Dios hace saber su
disgusto contra el pecado y mantiene a raya a los hacedores de
iniquidad. Sin embargo, no habrá un segundo diluvio que termine en
la ruina universal. La misericordia siempre prevalecerá sobre el
juicio.
Tal es la garantía ofrecida por el arcoíris en la naturaleza, formado
por el brillo de los rayos del sol impactando sobre las oscuras nubes
que desaparecen. Lange lo describe poéticamente como: ` ¡el triunfo
del sol sobre la tormenta; el resplandor de sus rayos grabados en los
nubarrones como señal de su supremacía sobre estos!´ ¡Qué
apropiado emblema de esa gracia lista a volver tras la ira! La gracia
continúa guardando y preservando aun cuando las tormentas del
juicio han estado cayendo sobre el culpable.
El arcoíris extiende su radiante arco entre el cielo y la tierra,
uniéndolos cual bella guirnalda, tras haber estado éstos implicados en
una guerra de elementos. Con qué idoneidad ejemplifica esto la
harmonía vital entre las esferas superior e inferior. E indudablemente
ese es su significado simbólico como señal del pacto noético; y,
como se ve por su forma y naturaleza, sigue siendo una garantía de la
misericordia de Dios; comprometido a mantener a raya los diluvios
de la ira merecida, y a seguir mostrando al mundo manifestaciones de
su gracia y bondad” (P. Fairbairn).
Pero el arco de Dios en las nubes no era solo una garantía de que el mundo
nunca más perecería por un diluvio, sino que también era la señal
confirmatoria del pacto de Dios con la simiente escogida: los hijos de fe.
Qué bendición es saber que no solo nuestros ojos, sino también los suyos,
se posan sobre ese arco. Y esto nos da comunión con Él en lo que dice de
la tormenta cesando, de la paz sucediendo al caos, y de la densa oscuridad
siendo irradiada por el sol. Fue la lluvia la que escindió la luz en sus
distintas bandas ahora reflejadas sobre el arco: la banda azul o celeste, la
amarilla o dorada, y la banda escarlata de expiación. Y es en el pacto
eterno que Dios se revela plenamente como luz y amor, como justo pero
misericordioso, misericordioso pero justo. El pacto de gracia es bellamente
expresado en el arcoíris. Los siguientes nueve puntos sobre este pacto los
debemos, principalmente, a un sermón de Ebenezer Erskine predicado
cerca del año 1730.
1. Es algo ordenado por Dios: “[Yo] pongo mi arco en las nubes”; así
también, el pacto de gracia fue ordenado por Dios: “Yo he hecho un pacto
con mi escogido” (Sal.89). Y, si bien es deber nuestro “mantenernos
firmes en su pacto” (Isa.56:4) y comprometernos a través de su gracia, no

72
tenemos parte en su ordenamiento o apuntamiento. Para el hombre, idear
el pacto de gracia era tan imposible como poner el arcoíris en el cielo.
2. El arco fue puesto en las nubes tras recibir Dios el olor grato del
sacrificio de Noé; de igual modo, el pacto de gracia está cimentado y
sellado en la sangre del Cordero, que recordamos en cada Cena del Señor.
3. El arcoíris es una garantía divina de que la tierra no volvería a ser
destruida por agua. Así también, el pacto de gracia nos resguarda contra el
diluvio de la ira de Dios, la cual no recaerá sobre los que pusieron su fe en
Cristo (Isa.54:9).
4. Es el sol el que da lugar al arcoíris. Quitadlo del firmamento y su
gloriosa proyección sobre las nubes dejará de ser. Así, Cristo, el Sol de
justicia, es quien da lugar al pacto de gracia. Es su misma vida y sustancia:
“te guardaré y te daré por pacto del pueblo” (Isa.49:8).
5. Aunque la cima del arco está muy por encima de nosotros tocando al
cielo, aun así, sus extremos se curvan hasta alcanzar la tierra. Así es con el
pacto de gracia: aunque la gran Cabeza del pacto esté en el cielo, a pesar
de eso, a través del evangelio, desciende hasta los hombres de la tierra:
“cerca de ti esta la palabra” (Rom.10:6-8).
6. El arco de Dios en las nubes es muy extenso, yendo de un extremo
del cielo al otro. Así, su pacto de gracia es de amplio alcance, alcanzando
la eternidad pasada y extendiéndose hacia la eternidad futura, al abarcar
gente de toda raza y nación, tribu y lengua.
7. Así como el arcoíris es una garantía contra un diluvio universal,
funciona también como un presagio de lluvias refrescantes sobre la
sedienta tierra. Así también el arco del pacto que rodea el trono de Dios
(Ap.4:3) no solo nos guarda de la ira vengadora, sino que también nos
garantiza la lluvia de las influencias del Espíritu.
8. La aparición del arcoíris es de corta duración. Normalmente aparece
por unos cuantos minutos y luego desaparece. De igual modo, las visiones
vívidas y sensibles que el creyente obtiene del pacto de gracia son, a
menudo, de corta duración.
9. Aunque el arcoíris desaparece durante mucho tiempo, no deducimos
de ahí que el pacto de Dios se haya quebrado o que entonces vaya a venir
un diluvio que destruirá la tierra. Así también puede que los santos
momentáneamente no estén siendo favorecidos con una visión sensible del
pacto de gracia. Sin embargo, el recuerdo de avistamientos anteriores hace
que el alma sea resguardada de los temores de la ira.
El siguiente párrafo pertenece a nuestro estudio Gleanings in Genesis
(Espigando del Génesis): “Existen muchos paralelismos entre el arcoíris y
73
la gracia de Dios. Tal como el arcoíris es producto del sol y la tormenta, la
gracia es el favor inmerecido de Dios que se levanta sobre el oscuro fondo
del pecado de la criatura. Como el arcoíris es producto del sol brillando
sobre las gotas de agua de una nube, así la gracia Divina es manifestada
por el amor de Dios brillando a través de la sangre derramada por el
bendito Redentor. Como el arcoíris es la expresión de los diferentes
matices de la luz blanca, así la `multiforme gracia de Dios´ (1 Pe.4:10) es
la expresión cúlmine de su corazón. Así como la naturaleza no conoce
nada más bello que el arcoíris, el cielo no conoce nada más encantador que
la asombrosa gracia Divina. Como el arcoíris es un puente entre el cielo y
la tierra descendiendo desde lo alto hasta el suelo, así también la gracia
revelada en el Mediador reunió al hombre con Dios. Tal como el arcoíris
es una señal pública visible puesta por Dios en los cielos, así también `la
gracia de Dios se ha manifestado trayendo salvación a todos los hombres´
(Tito 2:11). Finalmente, así como el arcoíris fue desplegado durante los
últimos cuarenta siglos, Dios en los siglos venideros desplegará `las
sobreabundantes riquezas de su gracia por su bondad para con nosotros en
Cristo Jesús´ (Ef.2:7)”.
Las referencias posteriores de la Escritura sobre el arcoíris son
inefablemente benditas. En las visiones de la gloria de Dios con las que
Ezequiel fue favorecido al comienzo de su ministerio, vemos parte de la
imaginería descrita del siguiente modo: “como el aspecto del arco iris que
aparece en las nubes en un día lluvioso, así era el aspecto del resplandor en
derredor” (Ez.1:28). Nótese puntualmente que este verso tiene lugar al
final de una de las representaciones más impresionantes de lo celestial en
toda la Escritura. Es una visión de la inefable santidad de Dios, de ahí la
presencia del querubín. Vemos la aparición de un brillo metálico
refulgente y destellos de fuego líquido brillando de todos lados en la
visión. Entonces a los querubines se suman ruedas de gran tamaño repletas
de ojos, insinuando la tremenda energía que habría de caracterizar a las
providencias divinas. Encima de todo estaba el trono de Dios sobre el cual
se sentó en forma de hombre.
Es bien sabido que al tiempo de aquella visión el pueblo de Israel estaba en
una condición angustiante. A los que Ezequiel profetizaba estaban en
cautiverio y la ruina de su país era prácticamente total. ¡Qué bendición fue
entonces la intromisión del arcoíris en esta visión! Insinuaba la firmeza y
la seguridad de las promesas, y el propósito de la divina gracia. Pese a que
el juicio de Dios recaería con fuerza sobre la nación culpable, aun así por
causa del remanente escogido no serían desechados para siempre. Y una
vez pasada la tormenta, tiempos de paz y restauración sucederían. Era la
garantía divina sobre la cual descansaba y se gozaba la fe. Aquello que
Jehová había prometido en el pacto, ciertamente lo cumpliría.

74
“Y alrededor del trono había un arco iris, de aspecto semejante a la
esmeralda” (Ap.4:3). El dosel del trono de Dios es un arcoíris.
Entendemos que esta visión de Apocalipsis 4 es una referencia
inmediata al glorioso ejercicio de la gracia de Dios bajo el Nuevo
Testamento. Se hace una magnífica alusión a Génesis 9: significando
que Dios trata con los suyos de acuerdo a su relación pactal. El color
verde o esmeralda denota que, por causa de la fidelidad del que se
sienta en el trono de gracia, su pacto es constante, siempre fresco y
sin ninguna sombra de variación. “El hecho de que rodee el trono
denota que la santidad y la justicia de Dios, y todas sus
dispensaciones como el Señor Soberano de todo, se relacionan a su
pacto de paz y alianza de amor, concertados y ratificados para con su
pueblo creyente” (T. Scott).
De este modo, el pacto Noético sirvió para traer a nueva luz y establecer
sobre una base sólida la indefectible fidelidad de Jehová y la inmutabilidad
de su propósito. Se requería de una garantía a tales fines pasado el diluvio,
porque el juicio parecía opacar esta verdad esencial. Pero las promesas a
Noé, concedidas en la forma de un pacto y selladas por el símbolo del
arcoíris, restablecieron eficazmente la confianza, sobresaliendo (a lo largo
de los siglos) como uno de los mayores eventos en los tratos de Dios con
el hombre. Se nos garantiza que, sin importar cuánto provoquen los
pecados del mundo a la justicia divina, el propósito de gracia para con sus
escogidos permanece realmente inalterable.

IV

El Pacto Abrahámico
Capítulo I.

75
Consideraremos ahora a uno de los personajes más ilustres de la Sagrada
Escritura, a quien es expresamente llamado “amigo de Dios” (Sant.2:23) y
de quien Cristo mismo deriva uno de sus títulos: “el hijo de Abraham”
(Mat.1:1). No solo es de quien desciende toda la nación israelita, sino que
también es “el padre de todos los que creen” (Rom.4:11). No sería muy
coherente con nuestro propósito actual realizar todo un estudio de la
notable vida de este hombre. Sin embargo, su historia – a grandes rasgos –
tiene tanto que ver con el pacto que Jehová hizo con él, que es
prácticamente imposible dar una exposición del mismo sin prestarle más o
menos atención a su historia. Por lo tanto nos veremos obligados a repasar
varios episodios interesantes de su vasta experiencia si pretendemos
mantener nuestra discusión del pacto Abrahámico dentro de lo razonable.
Un período de más de trescientos años habían pasado desde que el Señor
estableció el pacto con Noé hasta que se le apareció a Abraham. Aquí
podremos notar brevemente dos cosas ocurridas durante este período.
Dada la importancia de esos sucesos y por la luz que arrojan sobre nuestro
presente estudio, los analizaremos. La primera es la memorable profecía de
Noé en Génesis 9:25-27. Pasando por los tristes incidentes que
inmediatamente precedieron y dieron lugar a esa predicción, repararemos
en sus anuncios en tanto nos muestren el desarrollo futuro del propósito de
gracia de Dios. Esto lo vemos en primera instancia en las palabras
“Bendito sea [o “alabado sea”], el Señor [Jehová] el Dios de Sem”. Es la
primera vez en la Escritura que Dios se autoproclama como el Dios de
alguien en particular y, lo que es más notable, era como Jehová que se
relacionaría con Sem.
Jehová es Dios dándose a conocer en relación de pacto: es Dios en su
personalidad manifiesta admitiendo súbditos en su libre favor; es Dios
dando una revelación de sus instituciones para la redención. Esta sería la
porción específica de Sem – en marcado contraste con la maldición de
Cam –, y no de Sem solo como individuo, sino como cabeza de una
sección distintiva entre la raza humana. Y era con esa sección que Dios
mantendría una estrecha relación. Gozarían de una distinción espiritual:
una relación de pacto, una intimidad sacerdotal. Esta predicción
primigenia denotaba un interés especial en el favor divino respecto a Sem.
Su descendencia sería la línea por la cual vendría la bendición divina:
Jehová habría de ser conocido y establecería su reino en medio de ellos.
“Engrandezca Dios a Jafet, y habite en las tiendas de Sem”. El claro
significado de la primera cláusula es que Dios le daría a Jafet una
descendencia numerosa, con vastos y extensos territorios. Esto
cumplió al tomar posesión no solo de toda Europa, del Norte y del
Sur de América y de Australia, sino también de una gran parte de
Asia. La línea de Jafet sería la más enérgica y ambiciosa de los
76
descendientes de Noé, entregados a la colonización y a la difusión,
abriéndose camino y expandiéndose cada vez más. Pero es la
segunda cláusula de este versículo 27 la que más nos interesa: “y
habite en las tiendas de Sem”: habría de gozar de comunión en los
elevados privilegios espirituales de Sem. Jafet vendría bajo la
protección divina y sería admitido en la porción específica, más no
exclusiva, de Sem.
Echando la luz del Nuevo Testamento sobre esta antigua profecía,
encontramos que es claramente anunciado que sería a través del
linaje de Sem que los dones de gracia y las bendiciones de la
salvación fluirían de forma más inmediata. Sin embargo, lejos de
confinarse todo a esa única sección de la raza humana, la porción
más grande, la de Jafet, compartiría su bendición. Los semitas
obtendrían las bendiciones de primera mano, pero los descendientes
de Jafet también participarían de ellas. “La exaltación de la progenie
de Sem a una intimidad con Dios no consistía en que se guardarían
los privilegios para sí, sino más bien en que una vez obtenidos,
admitirían a los hijos de Jafet, los isleños, para hacerlos copartícipes
de la bendición y así esparcirla tanto como su extensa raza lo hiciera”
(P. Fairbairn).
Tenemos aquí en esta predicción temprana de Noé, el germen de lo que
luego aparece más plenamente desarrollado en la Escritura. Solo entrando
en las tiendas de Sem era que Jafet podría acceder al lugar de la bendición
divina, algo que en el lenguaje neo-testamentario no es más que otra forma
de decir: que la salvación a los gentiles vendría de los judíos. Pero antes de
desarrollar este concepto más profundamente mencionaremos un punto
realmente notable, elaborado por E. W. Hengstenberg en su sugestiva obra
de tres volúmenes The Christology of the Old Testament (La Cristología
del Antiguo Testamento). En medio de todas sus notas técnicas y densas
sobre el texto Hebreo, muestra cómo “la reacción contra el pecado de Cam
tuvo su origen en Sem (Gén.9:23), uniéndosele luego Jafet en su acción.
Así, en el futuro, la casa de salvación y piedad sería con Sem, a quien
Jafet, en sentida necesidad de salvación, se acercaría”.
“Y habite [Jafet] en las tiendas de Sem”. La tierra había de ser habitada y
poblada por los tres hijos de Noé. De ellos Sem fue escogido para ser el
canal a través del cual fluyeran los dones y las revelaciones divinas. Pero
esto no sería de su exclusivo beneficio, sino que sería en miras de que
otros fuesen hechos partícipes en la bendición. El reino de Dios sería
establecido en Sem, pero Jafet sería admitido en su comunidad. Allí se
daba a entender no solo que la “salvación viene de los judíos” (Juan 4:22),
sino también aquel gran misterio de Romanos 11:11, y así. Aunque “la
salvación viene de los judíos”, los gentiles fueron hechos partícipes de
77
ella. Aunque solamente Sem sea la raíz y el tronco original, los gentiles le
serían “injertados”. Y aunque parecía que Noé hablaba palabras oscuras,
en realidad el Espíritu le estaba concediendo una luz sorprendente y un
avistamiento profundo en los designios secretos del Altísimo.
La relación entre lo que brevemente hemos mencionamos y el tema de esta
sección es tan obvia que no usaremos muchas palabras para demostrarlo.
La notable profecía de Noé comenzó a adquirir un despliegue histórico
cuando el Señor dijo al patriarca: “en ti serán benditas todas las familias de
la tierra” (Gén.12:3). Abraham era de la línea de Sem (Gén.11:10, 23, 26)
y ahora era hecho depositario de las promesas divinas (Gál.3:6). Sin
embargo, la bendición de Dios no habría de estar confinada a su persona
en particular o a sus descendientes lineales, sino a “todas las familias de la
tierra”. No obstante, era solo a través de Abraham que los gentiles habrían
de ser favorecidos: “en ti serán benditas todas las familias de la tierra”: la
promesa central del pacto Abrahámico. ¿Qué era eso sino afirmar, con más
detalle, que Dios engrandecería a Jafet y que habitaría en las tiendas de
Sem? Cuán perfecta es la harmonía de la maravillosa Palabra de Dios.
La segunda cosa a destacar, sucedida en el intervalo entre el pacto Noético
y Abrahámico, y de gran relevancia para éste último, es el incidente
registrado en Génesis 11: el levantamiento y destrucción de la torre de
Babel. Es un gran error tomar a este evento como un hecho aislado. Antes
se lo debe considerar como el encabezando de un movimiento y una
corriente perversa. Entre los eventos acaecidos desde el diluvio hasta el
llamamiento de Abraham existe un intervalo de unos cuatrocientos años.
La información que poseemos de dicho intervalo es breve y escasa. Sin
embargo, hay suficiente para saber que el carácter del hombre permanece
igual y sigue siendo el mismo, en sus principios y prácticas, que antes del
diluvio. Después de un juicio tan terrible como el del diluvio, quizás
podría haberse esperado que los sobrevivientes y sus descendientes,
durante muchas generaciones, guardasen una saludable impresión capaz de
mantener a raya sus inclinaciones perversas. ¡Pero, ay, lo que es el
hombre!
Aun en la familia de Noé mientras el recuerdo de la terrible visitación de la
ira divina yacía fresco en sus mentes, había indicios que atestiguaban la
existencia y práctica de disposiciones pecaminosas que el reciente juicio
había fallado en erradicar o aun refrenar. La triste falla del propio Noé y la
mala conducta de su hijo al contemplar la caída de su padre, dieron prueba
fehaciente de que el mal residente en el corazón del hombre está tan
arraigado y es tan fuerte que nada externo, por más espantoso que sea,
podrá jamás subyugarlo. A su vez actuó como distintivo presagio de lo que
prontamente se manifestaría en mayor escala y en formas mucho peores.
La idolatría misma se abrió paso enseguida y se estableció rápidamente
78
entre los habitantes de la tierra una vez dispersados. Josué 24:2 nos da más
que un indicio de esto, mientras que Romanos 1:21-23 arroja un torrente
de luz sobre esta situación oscura.
Poco tiempo después del diluvio, la depravación humana retomó su viejo
curso y se manifestó en abierta revuelta contra el cielo. Conforme
aumentaba la población de la tierra, las malignas maquinaciones de la
ambición eran cada vez más agasajadas. Pronto apareció en escena uno
que asumió el liderazgo en la iniquidad. Se nos presenta por primera vez
en Génesis 10:8: "Nimrod, que llegó a ser poderoso en la tierra”. Debe
destacarse que pertenecía a la línea de Cam, linaje maldecido por Dios.
Significativamente “Nimrod” quiere decir: “el Rebelde”: un título ideal
para alguien que encabezaba una gran confederación en revuelta abierta
contra Dios. Dicha confederación es descrita en Génesis 11. Que era una
revuelta organizada contra Jehová, queda claro por el lenguaje de Génesis
10:9: “[Nimrod] fue un poderoso cazador delante del Señor”. Si a esa
expresión se la compara con: “Y la tierra se había corrompido delante de
Dios (en los días de Noé)”, da la impresión de que este “Rebelde” fue tras
sus designios impíos y ambiciosos en descarada insurrección contra el
Todopoderoso.
Cuatro veces encontramos la palabra poderoso en conexión a Nimrod.
Primero, en Génesis 10:8 se dice que “llegó a ser poderoso en la tierra”,
indicando que luchaba por su preeminencia, y que la conquistó por su
capacidad y determinación. “Poderoso en la tierra” denota conquista y
sujeción, para ser un líder y gobernante sobre los hombres. Y esto queda
confirmado cuando se dice: “Y el comienzo de su reino fue Babel”
(Gén.10:10). Gobernó como un monarca. En el versículo anterior se nos
dice que: “fue un poderoso cazador delante del Señor”. En consecuencia se
afirma “como Nimrod, poderoso cazador delante del Señor”.
Probablemente aquí se refiera a cazador de hombres. Que en una
descripción tan breve se repita la frase “poderoso cazador delante del
Señor” es algo notable. La palabra para “poderoso” allí es gibbor y en el
Antiguo Testamento es traducida como “principal” y “caudillo”. En 1
Crónicas 1:10 se nos dice: “Y Cus engendró a Nimrod; éste llegó a ser
poderoso sobre la tierra”. La paráfrasis caldea de este versículo dice: “Cus
engendró a Nimrod, prevaleciente en iniquidad; porque derramó sangre
inocente y se rebeló contra Jehová”.
“Y el comienzo de su reino fue Babel” (Gén.10:10). He aquí la clave para
los primeros nueve versículos del capítulo 11. En el lenguaje de aquel
tiempo “Babel” significaba “el portal de Dios” (véase la Concordancia de
Young). Pero luego, a causa del juicio divino allí derramado, significó
“confusión”. Reuniendo y asociando los varios indicios que la Escritura
nos ofrecen, parece bastante claro que Nimrod no solo organizó un
79
gobierno imperial sobre el cual presidia como rey, sino que también
introdujo un nuevo sistema de adoración idólatra, muy probablemente
demandando – bajo pena de muerte – que los tributos correspondientes a la
divinidad le fueran pagados a su nombre. De este modo, se erige como un
abominable y sobresaliente tipo del Anticristo. “De aquella tierra salió
hacia Asiria y edificó Nínive, Rehobot Ir, Cala, y Resén, entre Nínive y
Cala; aquella es la gran ciudad” y así (vs.11-12). De todas estas
declaraciones queda la impresión de que Nimrod en su ambición pretendía
establecer un imperio a nivel mundial.
Aunque el nombre de Nimrod no aparece en Génesis 11, por Génesis
10:10 queda claro que él era el “principal” y “rey” que organizó y
encabezó el movimiento rebelde allí descrito. “Y dijeron: Vamos,
edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos,
y hagámonos un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre la
faz de toda la tierra”. Aquí se deja ver un esfuerzo concentrado en la más
descarada rebelión contra Dios. Él había dicho, “sed fecundos y
multiplicaos, y llenad la tierra” (Gén.9:1). Pero Nimrod y sus secuaces
deliberadamente rehusaron obedecer aquel mandato divino dado a través
de Noé diciendo: “hagámonos un nombre famoso, para que no seamos
dispersados sobre la faz de toda la tierra”.
Por Génesis 10 queda claro que Nimrod pretendía establecer un imperio
mundial. Para lograr esto, dos cosas eran necesarias. Primero, un centro de
reunión, un cuartel general. En segundo lugar, algo que alimentase el
ánimo e inspiración de sus seguidores. Lo primero estaba asegurado
cuando se dice “y fue el comienzo de su reinado Babel” (10:10); lo
segundo se concretaba en la idea de “hagámonos un nombre” (11:4), lo
cual indicaba un excesivo deseo de fama. Nimrod procuraba mantener la
humanidad unida bajo su liderazgo – “para que no seamos dispersados” –.
La torre – en el contexto de su puesta en escena – sugería la idea de fuerza,
una fortaleza. Y su nombre: “el portal de Dios”, nos habla de que Nimrod
se arrogaba para sí los honores divinos. En todo podemos discernir el
atentado inicial de Satanás para frustrar el propósito de Dios respecto a
Cristo, poniendo sobre los hombres a un gobernante mundial de sus
prestaciones.
La respuesta del cielo fue rápida y drástica. “Y dijo el Señor: He aquí, son
un solo pueblo y todos ellos tienen la misma lengua. Y esto es lo que han
comenzado a hacer, y ahora nada de lo que se propongan hacer les será
imposible. Vamos, bajemos y allí confundamos su lengua, para que nadie
entienda el lenguaje del otro. Así los dispersó el Señor desde allí sobre la
faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso fue llamada
Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra; y de allí
los dispersó el Señor sobre la faz de toda la tierra” (Gén.11:6-9). Una vez
80
más la raza humana se hizo culpable de abierta apostasía, por lo que Dios
intervino en juicio, reduciendo a nada los ambiciosos planes de Nimrod,
confundiendo la lengua y esparciéndolos por sobre la faz de tierra.
La intervención Divina dio origen a las distintas naciones y a la
constitución del “mundo” tal como continuó hasta los tiempos de Cristo.
Fue entonces que el hombre fue dejado a sus propias maquinaciones,
cuando Dios “permitió que todas las naciones siguieran sus propios
caminos” (Hech.14:16). Y entonces, se ejecutó aquel terrible
endurecimiento judicial cuando Dios “los entregó a una mente reprobada”
(Rom.1:24, 26, 28). Así es como se allanó el camino para dar lugar a la
próxima etapa en el despliegue del plan de misericordia divino, porque en
donde abundó el pecado ahora iba a sobreabundar la gracia. Habiendo
abandonado temporalmente a las naciones, Dios seleccionó a un solo
hombre: a Abraham, de quien iba a salir la nación escogida.
Capítulo II.
“Por tanto, Jehová esperará para tener piedad de vosotros” (Isa.30:18,
RVR´60). Esperará hasta el momento ideal, hasta que el escenario esté
listo para la acción, hasta que el trasfondo sea el adecuado. Muy a menudo
aguarda hasta el límite humano. “Pero cuando vino la plenitud del tiempo,
Dios envió a su Hijo…” (Gal.4:4). La helada y la nieve propias del
invierno deben tener lugar antes que la vegetación esté lista para brotar y
florecer. Y así como sucede en la esfera de la creación, sucede con la
esfera de la providencia divina. Existe un orden asombroso en el obrar de
Dios, un tiempo propicio para cada acción. No es para mostrar que el
Todopoderoso se ve estorbado o impedido por las finitas criaturas del
polvo; sino para que sus grandiosas sendas y formas de obrar sean mucho
más apreciadas y admiradas por los espirituales. “Grandes y maravillosas
son tus obras, Señor Dios Todopoderoso; justos y verdaderos son tus
caminos, Rey de los santos” (Ap.15:3, RVR´60).
Habiendo obrado en juicio en Babel, Dios estaba entonces presto a
manifestar su gracia. Esto siempre ha sido y siempre será algo cierto en los
tratos de Dios. Conforme a su sabiduría infinita, el juicio (que es la obra
“extraña” de Dios) solo sirve para preparar el camino para un mayor y más
grandioso derramamiento de su amor redentor. Al haber abandonado
temporalmente a las naciones, Dios ahora designaba a un hombre a partir
del cual saldría la nación escogida; en donde más tarde el rechazo de Israel
resultaría en favor de los gentiles. Y a esto podemos añadir que al juicio
del gran trono blanco seguirán los cielos nuevos y tierra nueva, en donde
morará la justicia y en donde el tabernáculo de Dios será con los hombres.
Siempre fue así: la destrucción de la torre de Babel y la dispersión de los
impíos seguidores de Nimrod fue seguida por el llamamiento de Abraham,

81
a través de quien en un tiempo determinado la bendición divina fluiría a
todas las familias de la tierra.
He aquí una lección muy importante: la conexión entre Génesis 11 y 12
resulta sumamente significativa. El Señor determinó poseer un pueblo
propio llamándolo por gracia, un pueblo que sería traído al privilegio de la
comunión con Él y que manifestaría sus alabanzas. Pero no fue hasta que
todas las pretensiones del hombre natural se vieran excluidas por su
perversidad y que su total ineptitud quedará bien demostrada, que la
clemencia divina estuvo lista para fluir en mayor escala. Se permitió al
pecado abundar en toda su fealdad antes de que la gracia sobreabundase en
toda su bienaventuranza. En otras palabras, no fue hasta que la total
depravación del hombre fuera completamente demostrada, primero por los
ante-diluvianos y, más tarde, por la apostasía en Babel, que Dios pasó a
tratar en gracia soberana y misericordia infinita con Abraham.
Que fue la gracia sola y soberana la que llamó a Abraham para ser amigo
de Dios, se ve claramente al observar su estado natural y sus circunstancias
cuando el Señor se le apareció por primera vez. Abraham no pertenecía a
una familia piadosa en donde Jehová fuera reconocido y honrado.
Demasiado contrario a eso, sus progenitores eran idólatras. Una vez más
parecía que “toda carne había corrompido su camino sobre la tierra”. Y la
casa de la que provenía Abraham no era ninguna excepción, porque
leemos: “Al otro lado del Río habitaban antiguamente vuestros padres, es
decir, Taré, padre de Abraham y de Nacor, y servían a otros dioses” (Josué
24:2). Así que no había nada que lo recomendase a Dios en cuanto a la
elección, nada en su persona que ameritara la estima del Señor. No, el
motivo de la elección siempre se debe trazar respecto a la voluntad
discriminatoria de Dios, porque la elección en sí es “por gracia”
(Rom.11:5, RVR´60), y por ende no depende de nada en el objeto sea
presente o previsible. Si lo hiciera, entonces ya no sería “por gracia”.
Que no fue cuestión de ninguna bondad o aptitud propias de Abraham lo
que movió al Señor a elegirlo como el objeto especial de su favor supremo
se ve claramente en Isaías 51:1-2, que dice: “Escuchadme, vosotros que
seguís la justicia, los que buscáis al Señor. Mirad la roca de donde fuisteis
tallados, y la cantera de donde fuisteis excavados. Mirad a Abraham,
vuestro padre, y a Sara, que os dio a luz”. Mientras que es cierto que Dios
nunca actúa caprichosa o aleatoriamente, ni de forma arbitraria – es decir,
sin ninguna buena y sabia razón para hacer lo que hace –, aun así todas sus
acciones tienen origen en su propia voluntad soberana. Al momento que
atribuimos cualquiera de las obras de Dios a algo fuera de Sí, nos hacemos
culpables no solo de impiedad, sino también de afirmar una absurdidad
tremenda. El Todopoderoso es infinitamente auto-suficiente, y no puede
verse influenciado por sus criaturas más de lo que algo existente puede
82
verse influenciado por lo inexistente. ¡Oh, que distinta es la Deidad de las
Sagrada Escritura de ese “dios” con el que la cristiandad de hoy en día
sueña!
“El Dios de gloria apareció a nuestro padre Abraham cuando estaba en
Mesopotamia, antes que habitara en Harán, y le dijo: Sal de tu tierra y de
tu parentela, y ve a la tierra que yo te mostrare” (Hech.7:2-3). El título
divino aquí empleado es realmente notable, porque consideramos que
insinúa que fue la misma Sekinah que se reveló ante la asombrada mirada
de Abraham. Dios siempre ajusta la revelación que hace de Sí acorde al
efecto que desea producir. He aquí un hombre en medio de una ciudad
pagana siendo tomado de un hogar idólatra. Algo vívido, chocante,
sobrenatural e inconfundible era requerido en orden de cambiar
repentinamente todo el curso de su vida. “El Dios de gloria” – en un
bendito y asombroso contraste con los “otros dioses” de su casa –
“apareció a nuestro padre Abraham”. Probablemente haya sido una de las
primeras teofanías, dado que nunca leemos que Dios se le haya aparecido a
Abel o a Noé.
Si nuestra conclusión en cuanto a que ésta fue la primera de todas las
manifestaciones teofánicas (Dios apareciéndose en forma humana: cf.
Gén.32:24; Jos.5:13-14; etc.) del Antiguo Testamento es correcta, la cual
anticipaba la encarnación y marcaba las sucesivas revelaciones de Dios al
hombre, y si ésta teofanía fue acompañada por la resplandeciente gloria y
majestad de la Shekinah, podemos decir que el privilegio conferido sobre
el hijo de Taré fue indudablemente grande. No había absolutamente nada
en él que ameritara semejante demostración de la gracia divina. Aquí el
“Señor” fue hallado por uno que “no le buscaba” (Isa.65:1): como sucede
con todos aquellos que son hechos recipientes de la bendición eterna,
porque “no hay quien busque a Dios” (Rom.3:11). No es la oveja perdida
la que va en busca de su Pastor, sino que el Pastor es quien va por ella
revelándosele en todo su amor y gracia.
Dios dijo a Abraham: “Vete de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa
de tu padre, a la tierra que yo te mostraré”. Tales fueron las palabras del
mandato divino original. Este mandamiento del Altísimo vino a Abraham
estando en Mesopotamia, en la ciudad de Ur de los Caldeos, cerca del
Golfo Pérsico. Era un llamado que demandaba una confianza absoluta y
una obediencia completa a la palabra de Jehová; exigía una marcada
separación del mundo. Pero era mucho más que un simple mandato
proveniente de la autoridad divina: era un llamamiento eficaz que
demostraba la eficacia de la gracia divina. En otras palabras: era un
llamamiento acompañado del poder divino que obró poderosamente sobre
su objeto. Esta es una distinción que generalmente hoy en día se pierde de
vista: hay dos tipos de llamamiento divino en la Escritura: uno que recae
83
solo sobre los oídos externos, sin ningún efecto definido, y otro que
alcanza al corazón moviéndolo hacia una respuesta real.
El del primer tipo podemos verlo en pasajes como “Oh hombres, a
vosotros clamo, para los hijos de los hombres es mi voz” (Prov.8:4), y
“Porque muchos son llamados…” (Mat.22:14). Engloba a todos cuantos
escuchan la Palabra de Dios. Es un llamado que insiste los reclamos de
Dios sobre la criatura y el llamado del evangelio que revela la necesidad
del Mediador. Este llamado es universalmente desatendido. Es
desagradable para la naturaleza caída del ser humano y el irregenerado lo
rechaza: “Porque he llamado y habéis rehusado oír” (Prov.1:24); “Y todos
a una comenzaron a excusarse” (Luc.14:18). El del segundo tipo podemos
encontrarlo en pasajes como “a los que llamó, a ésos también justificó”
(Rom.8:30) y “os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Pe.2:9).
El del primer tipo es general; el del segundo es particular. El primero es
para cuantos se llegan a la predicación de la Palabra; el segundo es
aplicado solo a los elegidos, llevándolos de muerte a vida. El primero pone
de manifiesto la enemistad de la mente carnal contra de Dios; el segundo
revela la gracia de Dios para con los suyos. Es solo a partir del resultado
que podemos discriminar entre uno y otro. “A éste le abre el portero, y las
ovejas oyen su voz; llama a sus ovejas por nombre y las conduce afuera.
Cuando saca todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas lo siguen
porque conocen su voz” (Juan 10:3-4), siguiendo el ejemplo que les dejó
(1 Pe.2:21). Lo siguen por el camino de la abnegación, de la obediencia,
viviendo para la gloria de Dios. He aquí el grandioso efecto en el alma al
recibir el llamamiento eficaz de Dios: el entendimiento es iluminado, la
consciencia hecha convicta, el corazón duro ablandado, la voluntad
obstinada conquistada y los afectos traídos en sumisión hasta Aquel que
antes era despreciado.
Tal efecto es algo sobrenatural: es un milagro de la divina gracia. El
fariseo orgulloso es humillado hasta el polvo; el rebelde inquebrantable es
traído en sujeción; el amante de deleites y las pasiones es transformado en
un amante de Dios. Aquel que antes pateaba desafiantemente contra el
aguijón, se echa reverentemente en sumisión suplicante diciendo: “Señor,
¿qué quieres que yo haga?”. Pero debe quedar bien en claro que
absolutamente nada sino solo el poder inmediato de Dios obrando en el
corazón puede producir una transformación así. Ni las pérdidas
financieras, o los problemas familiares, ni ninguna enfermedad grave
pueden hacer esto. Nada externo podrá jamás cambiar el corazón
depravado del hombre caído. Puede escuchar los sermones más fieles, las
advertencias más solemnes y las invitaciones más alentadoras que, sin
embargo, permanecerá inmóvil e inquebrantable. A menos que el Espíritu

84
de Dios tenga a bien avivarlo trayéndolo a novedad de vida. Los muertos
espirituales no pueden oír, ni ver, ni sentir espiritualmente.
De este llamamiento eficaz Abraham fue objeto cuando Jehová se le
apareció de repente en Ur de los Caldeos. Esto se evidencia por el efecto
que tuvo en él. Se le ordenó diciendo, “Sal de tu tierra y de tu parentela, y
ve a la tierra que yo te mostrare” (Hech.7:3). Piensa en todo lo que eso
implicaba: abandonar su tierra natal, cortar sus lazos afectivos y naturales,
romper completamente con su pasada manera de vivir y salir a lo que, para
la razón humana, no era más que una empresa incierta. ¿Cuál fue su
respuesta? “Por la fe Abraham, al ser llamado, obedeció, saliendo para un
lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber adónde iba”
(Heb.11:8). Ah, querido lector, eso solo es posible por una cosa: el poder
del Todopoderoso obró dentro de él, la gracia irresistible había
conquistado su corazón.
Antes de continuar, hagamos una pausa y examinemos nuestra propia
alma. ¿Experimentamos alguna vez algo semejante al cambio radical de la
vida de Abraham? ¿Fuimos hechos objeto de un llamamiento divino de
modo que produjera una transformación y una conversión en nuestras
vidas? ¿Hemos sido hechos objeto de un milagro divino de modo que la
gracia obró eficazmente en nuestros corazones? ¿Hemos oído algo más
que el lenguaje de la Escritura en nuestros oídos externos? ¿Oímos al
propio Dios hablando en los escondrijos de nuestra alma, de modo que
pueda decirse: “pues nuestro evangelio no vino a vosotros solamente en
palabras, sino también en poder y en el Espíritu Santo y con plena
convicción” (1 Tes.1:5)? ¿Podría decirse de nosotros: “la palabra de Dios
[que] actúa en vosotros los creyentes” (1 Tes.2:13, RVR´60)? ¿Está la
Palabra de Dios obrando eficazmente en nosotros de modo que gobierna
nuestro hombre interior y exterior, produciendo un andar obediente que
lleva fruto para la gloria de Dios?
Aunque la respuesta de Abraham al llamamiento del Señor claramente
evidencia que un milagro de la divina gracia había sido obrado en él, Dios
permitió que suficiente de la “carne” se mostrase en él para demostrar que
aún seguía siendo una criatura caída y pecadora. Aunque la regeneración
es, indudablemente, una experiencia bendita y asombrosa, es tan solo el
comienzo de la “buena obra” de Dios en el alma (Fil.1:6) y precisa de sus
posteriores operaciones santificantes para llevarla hasta su consumación
final. Si bien se imparte una nueva naturaleza cuando el alma es traída de
muerte a vida, la vieja naturaleza no desaparece. Aunque el principio de
santidad es comunicado, el principio del pecado no es aniquilado ni
exterminado. Por ende, no solo hay un conflicto constante entre estos
principios opuestos, sino que su presencia y actividad previenen al alma de

85
allegarse por completo a sus deseos y hacer como bien le parezca
(Gál.5:17).
La obediencia de Abraham al mandato divino fue tanto parcial como
tardía. Dios le había ordenado dejar su tierra, cortarse de su parentela e ir a
“la tierra” que le mostraría (Hech.7:3). Su falla se registra en Génesis
11:31: “Y Taré tomó a Abram su hijo, a su nieto Lot, hijo de Harán, y a
Sarai su nuera, mujer de su hijo Abram; y salieron juntos de Ur de los
caldeos, en dirección a la tierra de Canaán; y llegaron hasta Harán, y se
establecieron allí”. Dejo Caldea, pero en vez de dejar atrás su parentela fue
con su padre y su sobrino. Algo totalmente inexcusable, porque Isaías 51:2
expresamente dice que Dios lo había llamado “solo”. Es de destacar que la
palabra “Taré” significa “retraso”: y eso fue lo que su presencia causó a
Abraham, porque en vez de entrar directamente a la tierra de Canaán, se
detuvo en Harán por un momento en donde permaneció por cinco años
hasta la muerte de Taré (Gén.11:32; 12:4-5).
¿Y por qué el Señor permitió que la “carne” se mostrase en Abraham
empañando su obediencia? Para enseñarles a sus hijos espirituales que una
perfección absoluta de carácter y conducta no es algo alcanzable en esta
vida. No reparamos en este punto para incitar al libertinaje o para rebajar
el elevado estándar al cual debemos apuntar siempre, sino para alentar a
los que están desanimados porque sus esfuerzos sinceros y ardientes en
pos de la piedad muy a menudo caen por debajo de aquel estándar. Otra
vez, solo hay Uno que anduvo sobre esta tierra en obediencia perfecta a
Dios en pensamiento, palabra y obra. Eso, no como algo eventual, sino de
forma constante e ininterrumpida, porque es preciso que Él “tenga la
preeminencia en todo”. Así que, Dios no dejaría que la gloria de Cristo se
viera opacada por afamar a otros a fin de honrarlo como lo hizo.
Finalmente, Dios permitió que la carne existiera y permaneciera activa en
Abraham a fin de magnificar la gracia divina, dando mayores pruebas de
que no fue por ninguna virtud personal que fue llamado.
“Entonces él salió de la tierra de los caldeos y se radicó en Harán. Y de
allí, después de la muerte de su padre, Dios lo trasladó a esta tierra”
(Hech.7:4). Aunque Dios permitió que la carne mancillase la obediencia de
Abraham, no iba a dejar que esta prevaleciera victoriosa. La divina gracia
no solo es magnificada en la indignidad de su objeto, sino que también es
glorificada al triunfar sobre la carne produciendo lo que es contrario a ella.
El obstáculo a su obediencia fue removido y le vemos ahora entrando al
lugar que Dios lo había llamado.
Capítulo III.
Lo primero que sabemos de Abraham cuando llega a la tierra de Canaán es
que el Señor se le aparece y él le edifica un altar: “Y atravesó Abram el
86
país hasta el lugar de Siquem, hasta la encina de More. Y el cananeo
estaba entonces en la tierra. Y el Señor se apareció a Abram, y le dijo: A tu
descendencia daré esta tierra. Entonces él edificó allí un altar al Señor que
se le había aparecido” (Gén.12:6-7). Muchos detalles llaman aquí nuestra
atención:
1. Abraham no se estableció tomando posesión de la tierra, sino que
“atravesó Abram”, como nos dice Hechos 7:5: “No le dio en ella heredad,
ni siquiera la medida de la planta del pie”.
2. La presencia del “cananeo” ponía en pugna la posesión de la tierra.
Así ocurre con el creyente: la carne, el diablo y el mundo se confabulan
contra el disfrute actual de la heredad para la que fue engendrado; las
huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales batallan contra
los herederos del llamamiento celestial (Ef.6:12).
3. “Y el Señor se apareció a Abram”. Ya lo había hecho como el “Dios
de gloria” cuando se le reveló al patriarca por primera vez en Caldea. No
hay indicios de que lo haya hecho durante el retraso de Abraham en Harán.
Pero ahora que el llamado de Dios había sido definitivamente obedecido,
fue favorecido con una fresca manifestación de Él.
Su obediencia es recompensada. Al principio, el Señor le había dicho:
“Vete de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, a la tierra
que yo te mostraré” (Gén.12:1). Ahora le decía: “A tu descendencia daré
esta tierra” (vs.7). Esto nos expone uno de los principios más importantes
en las formas de Dios, tan frecuentemente obviado por los que tan solo
insisten en una parte de la verdad: que la divina gracia nunca hace a un
lado las exigencias de la justicia divina: Dios nunca muestra misericordia a
expensas de su santidad.
Dios es tanto “luz” como “amor” y cada una de estas perfecciones divinas
se dejan ver en todos sus tratos con su pueblo. Aún más, en el ejercicio de
su soberanía, Dios nunca anula la responsabilidad de la criatura. A menos
que tengamos presente a ambas realidades, no solo nos volveremos
desequilibrados, sino que incurriremos en un grave error. La gracia de
Dios no debe exagerarse al punto de opacar su justicia, ni su soberanía
malentendida al punto de excluir la responsabilidad humana. El equilibrio
solo puede guardarse en tanto nos atengamos fielmente a la Escritura. Si
arbitrariamente tomamos nuestros textos preferidos ignorando aquellos
más desagradables a la carne, nos hacemos culpables de manipular la
Palabra de Dios engañosamente y caemos bajo la condenación de
Malaquías 2:9: “vosotros no habéis guardado mis caminos y hacéis
acepción de personas [juicios parciales] en la ley”. Los principios de la ley
y el evangelio no son contradictorios, sino suplementarios, y no podemos
prescindir de ninguno sin incurrir en un daño irreparable.
87
Lo que venimos señalando provee las claves para una interpretación
correcta del pacto Abrahámico. A menos que nos aferremos firmemente a
esos principios al estudiarlo, fallaremos con seguridad. Algunos escritores
se han referido a este pacto como “un pacto de pura gracia”, y en verdad lo
fue. Porque ¿qué había en Abraham para hacer que el Dios de gloria se
fijase en él? Sin embargo, sería igualmente correcto llamar a este pacto
como “un pacto de justicia”, porque ejemplificaba los principios del
gobierno Divino al tiempo que mostraba la benignidad de su carácter.
Otros autores se refirieron a él como “un pacto incondicional”, pero en
esto se equivocan, dado que hablar de “un pacto incondicional” es una
contradicción de términos. Veamos, citemos aquí un párrafo de nuestro
primer capítulo:
“…permítasenos señalar la naturaleza propia de un pacto, es decir, en
qué consiste. “[Es] un acuerdo absoluto entre dos personas distintas,
en cuanto al orden y dispensación de las cosas en su poder, en aras de
un interés y provecho mutuos” (John Owen).
Blackstone, el gran comentarista en materia de ley Inglesa, al hablar de las
partes de un trato, dice: “Tras las órdenes judiciales, usualmente se siguen
los pactos o convenios, los cuales son cláusulas de acuerdo contenidas en
un trato, a través de las cuales cada parte puede estipular los términos o
condiciones en virtud de ciertos hechos, o bien comprometerse a realizar o
entregar algo a favor de la otra parte” (Vol.2, p.20). Así pues, incluye tres
cosas a saber: las partes contratantes, los términos y el acuerdo vinculante.
Para llevarlo a un lenguaje más simple, podemos decir que un pacto es
comprometerse a un acuerdo mutuo, en donde se promete determinado
beneficio en caso de cumplidas ciertas condiciones”.
Agregamos también una cita de H. Wistsius, que dice:
“De parte de Dios el pacto, en general, comprende tres cosas: 1) Una
promesa de felicidad consumada en la vida eterna 2) una prescripción
de la condición, por cuyo cumplimiento el hombre adquiere derecho
a la promesa 3) y una sanción penal contra quienes no se sometan a
la condición prescrita… El hombre pasa ser la contraparte ni bien
accede, aceptando el bien prometido por Dios, comprometiéndose a
un cumplimiento cabal de la condición estipulada y ligándose
voluntariamente a la maldición en caso de incumplimiento”.
Debe quedar claro que en este capítulo nos volvemos a otro aspecto del
tema respecto al que tratamos en los capítulos anteriores, explayándonos
sobre lo dicho en el cuarto y quinto párrafo del capítulo dos. Habiendo
reparado de forma tan extensa sobre el tema de la soberanía y la gracia, es
preciso que ahora sopesemos con cuidado el tema de la justicia divina y la
responsabilidad humana. Habiendo enseñado cómo los distintos pactos de
88
Dios con el hombre prefiguraban en realidad las características centrales
del pacto eterno hecho con Cristo, nos vemos ahora obligados a considerar
cómo en esos pactos Dios sostuvo las demandas de su justicia por lo que
exigía a los agentes responsables con los que trató. No fue sino hasta que
Noé hizo “conforme a todo lo que Dios le había mandado” (Gén.6:22)
preparando un arca “para la salvación de su casa” (Heb.11:7) que Dios
ratificó su: “estableceré mi pacto contigo” (Gén.6:18) por el: “yo
establezco mi pacto” (Gén.9:9). Una vez que Noé cumplió las condiciones
divinas, Dios estuvo presto a cumplir sus promesas.
Y exactamente lo mismo ocurre en el caso de Abraham. No hay ni un
atisbo en la Escritura de que el Señor haya entrado en un pacto con él
mientras estuvo en Ur de los Caldeos. Por el contrario, la tierra de Canaán
le fue puesta delante de forma provisional: “Y el Señor dijo a Abram: Vete
de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, a la tierra que yo
te mostraré” (Gén.12:1). El orden es inconfundible. Primero, Dios actúo en
gracia, gracia soberana, al escoger a Abraham de entre un pueblo idólatra
llamándolo a algo muchísimo mejor. Segundo, Dios le hizo saber las
exigencias de su justicia, enfatizando también de esta forma la
responsabilidad de Abraham. Tercero, la recompensa prometida se haría
efectiva a la respuesta obediente de Abraham al llamado de Dios. Estas
tres cosas se ven juntas en Hebreos 11:8: “Por la fe Abraham, al ser
llamado [por la divina gracia], obedeció [cumplió con su responsabilidad],
saliendo para un lugar que había de recibir como herencia [la recompensa];
y salió sin saber adónde iba”.
Esto que estamos diciendo ahora de ninguna manera entra en conflicto con
lo señalado en los capítulos anteriores. Los elementos en consideración
prefiguran otro aspecto fundamental del pacto eterno, tal como lo hicieron
las características señaladas en los pactos Adámico y Noético. En el pacto
eterno, Dios prometió a Cristo cierta recompensa en base al cumplimiento
de ciertas condiciones, al ejecutar la obra designada. Fue en esa alianza
entre Dios y el Mediador desde antes de la fundación del mundo que
aquellos principios inseparables de ley y evangelio, gracia y recompensa,
fe y obras, alcanzaron su máxima expresión armónica. En él podemos
apreciar la “multiforme sabiduría de Dios” al mezclar lo que pareciera
opuesto. En lugar de criticar su aparente hostilidad, deberíamos admirar la
omnisciencia que ha hecho que esos principios fueran consiervos el uno
del otro. Solo entonces estaremos listos para discernir y reconocer el
ejercicio de este principio dual en cada uno de los pactos subordinados.
Muchos escritores creyeron magnificar la gracia de Dios y honrar al
Mediador al afirmar que tras llenar Cristo de modo tan perfecto las
condiciones del pacto, cumpliendo toda justicia, su pueblo ya no tiene
ninguna obligación legal, no teniendo más que expresar su gratitud con
89
vidas que le agraden. Es más sencillo cometer este error que exponerlo.
Porque, es cierto, bendita y gloriosamente cierto, que Cristo cumplió
perfectamente todas sus obligaciones pactales, engrandeciendo y honrando
la ley, de modo que Dios recibió de Él una satisfacción plena por los
pecados de su pueblo. Sin embargo, eso no significa que la ley fuese
abrogada o que Dios rescindiese sus justas demandas sobre la criatura, o
que los creyentes estén situados en una posición de privilegio tal que
excluya toda obligación. Tampoco implica que los santos estén exentos de
sus obligaciones pactales. La gracia reina, sí, pero lo hace “por medio de la
justicia” (Rom.5:21) y no a expensas de ella.
La obediencia de Cristo no anula la nuestra sino que la hizo aceptable. He
ahí la solución al dilema. La ley de Dios no aceptará nada menos que una
obediencia perfecta y perpetua. Obediencia que el Fiador del pueblo de
Dios la ofreció y de tal modo, que esa justicia eterna les es puesta a su
cuenta. Sin embargo, eso es solo media verdad del asunto. La otra parte no
consiste en que la obra expiatoria de Cristo haya dado lugar a un régimen
de liviandad o libertinaje. Consiste más bien en que ha colocado a sus
beneficiarios bajo obligaciones adicionales. Aún más: adquirió la gracia
necesaria para hacer que los beneficiarios puedan cumplir sus
obligaciones: no de manera perfecta, pero aceptable a Dios. Y ¿cómo?
Asegurando que el Espíritu Santo los levantaría de los muertos
comunicándoles una naturaleza que se deleita en la ley, obrando en ellos
tanto el querer como el hacer por la buena voluntad de Dios. Y ¿cuál es esa
buena voluntad de Dios para su pueblo? La misma que para su Hijo
encarnado: ser perfectamente conformados a la ley en mente, palabra y
hecho.
Dios tiene un mismo estándar para la Cabeza y miembros de su iglesia. Por
eso se nos dice: “El que dice que permanece en Él, debe andar como Él
anduvo” (1 Juan 2:1). En 1 Pedro 2:21 leemos: “Cristo sufrió por
nosotros”, ¿con que finalidad? ¿Para qué pudiésemos prescindir de toda
obligación? ¿Para qué pudiésemos transitar por la senda del desenfreno
con el pretexto de exaltar la “gracia”? De ninguna manera, sino más bien
“dejándoos ejemplo para que sigáis sus pisadas”. ¿Y cuál es la naturaleza
del ejemplo que Cristo nos dejó? ¿Cuál sino “cumplir la ley” (Mat.5:17)
amando al Señor su Dios con todo su corazón, con toda su mente y con
todas sus fuerzas, y a su prójimo como a Sí mismo? Pero para eso debe
haber una naturaleza en armonía con la ley y no en enemistad con ella.
Cristo declaró: “me deleito en hacer tu voluntad, Dios mío; tu ley está
dentro de mi corazón” (Sal.40:8), a fin de que cada uno de sus redimidos
pudiesen decir: “porque en el hombre interior me deleito con [en] la ley de
Dios” (Rom.7:22). Es únicamente el nuevo hombre en ellos lo único capaz
de rendir una obediencia perfecta a la ley. Ese es su anhelo más puro, su

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más sincero deseo, pero la presencia del viejo hombre los frustra y los
perturba.
Los principios de ley y gracia permanecían activos en el pacto eterno, por
esa causa podemos decir que, en su contenido y esencia, este pacto era
mixturado. Fue pura y exclusivamente la gracia la que hizo que algunos de
los descendientes de la raza caída de Adán llegasen a ser salvos, como fue
la sublime e infinita gracia la que hizo al Hijo de Dios descender y oficiar
como Fiador de ellos. Pero fue pura y exclusivamente la ley la que el
Fiador debió cumplir para adquirirles su salvación, rindiéndole al Padre
una obediencia perfecta en lugar de ellos. Cristo fue “nacido bajo (o,
súbdito a) la ley” (Gál.4:4). Toda su vida fue perfectamente conformada a
los preceptos de la ley y su muerte fue padecida bajo la pena de la ley.
Todo esto en cumplimiento de su compromiso pactal. De igual modo,
estos principios de ley y gracia se mantienen activos en las varias
administraciones del pacto eterno, esto es: en la aplicación de sus
beneficios a aquellos a quienes Cristo representó. “¿Anulamos, entonces,
la ley por medio de la fe? ¡De ningún modo! Al contrario, confirmamos la
ley” (Rom.3:31).
La obra de Cristo libró de la ley al creyente en cuanto a su maldición, en
cuanto a todo lo que se oponía a su justificación, pero de ningún modo la
abolió en cuanto a regla de vida. La divina gracia no hace a un lado la
responsabilidad de sus beneficiarios, ni la obediencia del creyente hace
menos necesaria la gracia. Dios exige obediencia (conformidad a su ley)
de los cristianos como lo hace de los que no lo son. Cierto, no nos
salvamos por (a causa de) nuestra obediencia. Sin embargo es igualmente
cierto que tampoco podemos ser salvos sin ella. Si Noé no hubiera
atendido a Dios y construido el arca, hubiera perecido en el diluvio. Por
otro lado, fue por la bondad y por el poder de Dios que el arca fue
preservada. Es a través de Cristo y solamente Cristo que la obediencia del
creyente es aceptable a Dios. Pero podría objetarse: ¿acaso aceptará Dios
una obediencia imperfecta de nuestra parte? La respuesta es: sí, siempre
que sea realmente sincera tal como se presta a responder a nuestras pobres
oraciones cuando se elevan en el nombre todo meritorio de su amado Hijo.
Una vez más insistiremos en que todo pacto necesariamente implica un
acuerdo mutuo con términos a ejecutarse por ambas partes. Un claro
ejemplo de esto lo hallamos en el caso de Judas y los principales
sacerdotes de los judíos en donde leemos: “Y ellos le asignaron treinta
piezas de plata” (Mat.26:15, RVR´60)[10]. Esto es: le darían esa suma de
dinero en pago por cumplir con el acuerdo de traicionar a su Maestro y
entregarlo en sus manos, cosa que en Hechos 1:18 se le llama: “el salario
de su iniquidad” (RVR´60). Es únicamente prestando atención a todas las
expresiones usadas en la Escritura respecto del pacto de Dios y nuestra
91
relación al mismo que podremos formarnos una concepción adecuada al
respecto. Leemos de los que el Señor dice: “se mantienen firmes en mi
pacto” (Isa.56:4-6); “para que entres en el pacto con el Señor tu Dios”
(Deu.29:12); “los que han hecho conmigo pacto con sacrificio” (Sal.50:5);
“Todas las sendas del Señor son misericordia y verdad para aquellos que
guardan su pacto y sus testimonios” (Sal.25:10); “Acordaos de su pacto
para siempre” (1 Cro.16:15); “quebrantando así mi pacto” (Lev.26:!5); “a
los que abandonen el pacto santo” (Dan.11:30).
Contra esto podría objetarse que de este modo se estaría reduciendo el
pacto de gracia al mismo nivel que el de obras. Pero no es así porque,
aunque esos pactos mantengan algo en común, existe una real y rotunda
diferencia entre ellos. Ambos mantienen los reclamos de la justicia de Dios
insistiendo las exigencias de la ley, pero a diferencia del de gracia, el de
obras no poseía un mediador ni ninguna provisión para cuantos fracasaran.
Aún más, bajo el pacto de obras la obediencia a Dios debía rendirse de
forma absoluta, mientras que bajo el pacto de gracia le es rendida por
medio de (en) Cristo; hay todo un mundo de diferencia en ese punto.
Próximamente consideraremos la aplicación de estos principios al caso
particular de Abraham.
Capítulo IV.
Al aplicar al caso particular de Abraham los principios divinos
desarrollados, debería ser bastante obvio que la ley de su obediencia fue
atendida tanto con promesas como amenazas, castigo y recompensa, como
corresponde a la bondad y santidad de Dios y al desempeño de la
responsabilidad por parte de Abraham. Podría decirse: ¿En dónde la
Escritura da algún indicio de términos y condiciones anexadas al pacto
Abrahámico? ¿Dónde le antepuso Dios expresamente ciertos términos? Tal
pregunta comprende varias respuestas. En primer lugar, sin esos términos
y condiciones no podría haber habido ningún pacto. Segundo, debe tenerse
en cuenta la extrema brevedad del relato de Génesis y, en lugar de buscar
una declaración plena y categórica, es preciso encajar cuidadosamente los
detalles fragmentados. Tercero, Génesis 12:1 claramente enseña que en
primer lugar Canaán se le presentó a Abraham de forma provisional.
Además, señalaremos que en relación a la señal y sello de este pacto el
Señor dijo: “Mas el varón incircunciso, que no es circuncidado en la carne
de su prepucio, esa persona será cortada de entre su pueblo; ha
quebrantado mi pacto” (Gén.17:14). Aquí entonces se hace evidente que
una condición fue estipulada, cuyo incumplimiento implicaba quebrantar
el pacto. Otra vez, en Génesis 18:19 encontramos a Dios diciendo:
“Porque yo lo he escogido para que mande a sus hijos y a su casa después
de él que guarden el camino del Señor, haciendo justicia y juicio, para que
el Señor cumpla en Abraham todo lo que Él ha dicho acerca de él”.
92
Abraham debía “guardar el camino del Señor” definido como: “hacer
justicia y juicio”. Es decir: andar en obediencia, en sujeción a la voluntad
revelada de Dios, si es que habría de recibir el cumplimiento de las
promesas divinas. Una vez más leemos: “porque Abraham me obedeció, y
guardó mi ordenanza, mis mandamientos, mis estatutos y mis leyes”
(Gén.26:5). De este modo, aunque Dios trató con Abraham en pura gracia,
se hace igualmente evidente que también fue puesto bajo la ley.
Algunos lectores son propensos a objetar: “esto es una mísera perversión
del glorioso pacto de gracia: con todo eso de tus `términos y condiciones´,
en lugar de hacerlo en todo `ordenado y seguro´, no haces más que
reducirlo a una contingencia incierta”. Lo primero que respondemos a esto
es que nosotros no hemos introducido los términos y condiciones al pacto
por cuenta propia, sino que la Escritura misma los presenta. Dios no le
otorgó a Abraham una concesión absoluta de la tierra de Canaán cuando se
le apareció por primera vez en Caldea. En lugar de eso le fue exigido
transitar por la senda de la obediencia rumbo a la tierra “que luego
recibiría por heredad”. De la misma manera, Dios tampoco ofrece una
concesión absoluta (o incondicional) del cielo apenas el pecador cree en
Jesucristo. Sino que se le exige transitar el camino angosto como el único
capaz de conducir a la vida y, fielmente, se le advierte que desviarse del
mismo resultará en su propio perjuicio.
Podría replicarse: “pero eso es dejar todo a lo incierto”. Todo depende del
ángulo del que lo mires. Desde el punto de vista del beneficiario del amor
eterno de Dios, como escogido en Cristo, como redimido, como habitado y
sellado por el Espíritu Santo, la seguridad de que el creyente alcanzará el
cielo está más allá de toda duda. Pero desde el punto de vista del creyente
como agente moral, como en quien todavía mora la “carne”, en un mundo
en el que constantemente es acosado por la tentación, llamado a “pelear la
buena batalla de la fe” y a “aferrarse a la vida eterna”, el asunto se muestra
en una luz bastante distinta. Un punto es tan cierto y real como el otro. El
dilema en cuanto a sí la “fidelidad” o “violación” del pacto por parte del
creyente hace que todo sea inseguro, es precisamente el mismo que surge
al considerar la consistencia entre la preservación divina y la perseverancia
del cristiano. Aunque los “si” condicionales de Juan 8:31 y Colosenses
1:23 no anulan la promesa de Filipenses 1:6, con todo, están ahí y por eso
debemos tenerlos muy presentes.
Desde el lado divino, el pacto de gracia es “ordenado en todo y seguro”.
No cabe la menor posibilidad de que algo en él falle. Cristo “verá la
aflicción de su alma y quedará satisfecho” (Isa.53:11, RVR´60), y ni uno
de los que el Padre le dio desde antes de la fundación del mundo se
perderá. Pero eso no cambia el hecho de que mientras los elegidos estén
aquí en esta tierra necesariamente deban “hacer firme su llamado y
93
elección” (2 Pe.1:10), “a fin de poder alcanzar aquello para lo cual también
fueron alcanzados por Cristo Jesús” (Fil.3:12). El pacto ha provisto para la
comunicación de gracia eficaz en orden de asegurar la santidad y la
perseverancia de los santos. Sin embargo, eso no altera el hecho de que
Dios aún continúa insistiendo las exigencias de su justicia sobre ellos y
que los sigue tratando como agentes morales que deben atender sus
advertencias, obedecer sus preceptos y usar los medios apuntados para su
preservación.
Algunos presentan dificultades a la hora de armonizar porciones de la
Escritura que hablan de la vida eterna como la posesión presente e
inalienable del creyente con otros pasajes que la ponen como algo futuro,
que solo puede alcanzarse tras todo un camino de abnegación. Pasajes
como Juan 5:24 y Romanos 6:23 les son muy sencillos; pero pasajes como
Romanos 6:22; 8:13, Gálatas 6:8, y Judas 21, los desorientan por
completo, al punto de no saber qué hacer. Pero no hay absolutamente nada
de inconsistente en un creyente actuando a partir de un principio de gracia
y vida ya comunicada por el Espíritu Santo al tiempo que lo hace para que
viva. Para poder comer un hombre primero debe estar vivo. Sin embargo,
debe alimentarse para poder vivir. Si definitivamente cesara de comer,
probablemente al mes dejaría de tener vida. De este modo tampoco el
cristiano entraría al cielo si abandonara por completo los medios de gracia
apuntados para su preservación espiritual.
Ya de antaño Moisés decía a Israel: “Además, el Señor tu Dios
circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes, para que ames
al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que
vivas” (Deu.30:6). ¿Fue inconsistente cuando al final de ese mismo
discurso dijo: “Al cielo y a la tierra pongo hoy como testigos contra
vosotros de que he puesto ante ti la vida y la muerte, la bendición y la
maldición. Escoge, pues, la vida para que vivas, tú y tu descendencia,
amando al Señor tu Dios, escuchando su voz y allegándote a Él; porque
eso es tu vida y la largura de tus días, para que habites en la tierra que el
Señor juró dar a tus padres Abraham, Isaac y Jacob” (vs.19-20)? ¿Acaso
Moisés estaba presentando ante ellos un evangelio oscilante entre el «sí» y
el «no»? De ninguna manera, porque él era el portavoz de Jehová.
Tampoco había sido un llamado “legal”, sino uno estrictamente
“evangélico”. ¡Ay! ¡Cuántos que hoy yerran por “desconocer las
Escrituras”! “Reconoce, pues, que el Señor tu Dios es Dios, el Dios fiel,
que guarda su pacto y su misericordia hasta mil generaciones –no solo
desde Moisés hasta Cristo - con aquellos que le aman y guardan sus
mandamientos” (Deu.7:9): sí y con ningún otro. Este versículo es tan parte
de la sagrada e inspirada Palabra de Dios como lo es Efesios 2:8-9 y
precisamos de ambos por igual.

94
Podría objetarse: “al decirle al creyente que haga uso de los medios en
orden de obtener su preservación, y al ponerle por delante el cielo o el
castigo eterno como recompensa por su fidelidad, no hacemos más que
estimularlo al legalismo e inculcarle un espíritu mercenario”. En respuesta
a esto permítasenos citar al renombrado teólogo evangélico alemán:
“La ruindad mercenaria claramente es indigna de un hijo de Dios,
pero eso no significa que su Padre celestial no les permita tener
ninguna recompensa que les aproveche en el ejercicio de su santidad.
El propio David confesó que los juicios del Señor son todos justos y
verdaderos. `Tu siervo es amonestado por ellos; en guardarlos hay
gran recompensa´ (Sal.19:9-11). Y la fe de Moisés es elogiada
porque “tenía la mirada puesta en la recompensa” (Heb.11:26). Sí,
esa fe se requiere de cuantos acuden a Dios, `porque es necesario que
el que se acerca a Dios crea que El existe, y que es remunerador de
los que le buscan´ (Heb.11:6)”. (Irenicon, por H. Wistsius, 1696).
También nos anticipamos a la siguiente objeción – sin pretensiones de
convencer a ningún crítico mordaz, sino más bien con la esperanza de
ayudar a quienes se hallan confusos y perplejos por la enseñanza parcial y
desequilibrada de la que padecemos en nuestros días – : “Pero, todo esto
que se viene diciendo ¿no da lugar al principio del mérito humano?” No,
por cuanto es solo por la divina gracia que al creyente le fue comunicado
un principio de obediencia, es decir un corazón o naturaleza que desea
agradar a Dios. Aún más, es solo por Cristo que Dios recompensa
liberalmente a los esfuerzos sinceros de su pueblo, porque aparte del
Mediador y sus méritos, no podrían ser aceptados en lo absoluto.
Finalmente, no hay proporción entre la obediencia rendida por el cristiano
y la tamaña recompensa que recibe: la recompensa excede infinitamente a
sus pobres esfuerzos; mucho más que cuando Dios le dio la tierra de
Canaán a Abraham y a su descendencia por haber dejado Caldea.
Yendo más a nuestro tema inmediato, es preciso señalar que el pacto
Abrahámico no debe ser considerado como un hecho aparte que no guarda
relación con lo anterior y con lo que sigue después. Más bien habrá de
entenderse como parte y progreso de la revelación de los designios eternos
de Dios a su pueblo. El llamamiento de Abraham fue, de hecho, un paso de
suma importancia en el desarrollo del propósito de Dios. Fue una de
aquellas épocas singulares en la historia de la iglesia que dio lugar a un
nuevo orden de cosas, en plena consonancia con lo que había sido
previamente comunicado, si bien en un grado bastante más avanzado. La
obra preparatoria para la aparición del Mesías asumía ahora una forma
mucho más tangible y entraba en una fase más reveladora en cuanto a la
obtención del resultado final. El linaje del cual habría de brotar la Simiente

95
prometida quedaba considerablemente más definido, al tiempo que el
alcance de la divina gracia era más claramente revelado.
La declaración del Señor en Edén tras la caída de Adán diciendo que la
Simiente de la mujer prevalecería sobre la serpiente y la destruiría, había
sido el fundamento de la fe de los santos y el objeto de su esperanza
durante los primeros dos mil años de la historia del mundo. Hasta antes de
Abraham no se había revelado nada (en tanto registra la Escritura) de la
persona del libertador viniente, sino solo que pertenecería a la raza
humana. Pero en referencia a que familia en particular o de que nación,
nada se informó. Por dónde habrían de inquirirle los hombres, si en Egipto
o en Babilonia, o si en alguna otra tierra, tampoco. Pero en el pacto que
Dios hizo con Abraham, no solo la promesa de un Salvador fue renovada,
sino que además fueron dadas a conocer su familia y lugar de procedencia.
Sí, para semejante honor fue elegido el “amigo de Dios”: a él le fue
revelado que el Mesías saldría de su estirpe y que la tierra de Canaán sería
el escenario de su gloriosa misión.
El pacto Abrahámico no solo debería considerarse como parte de un todo
superior antes que como un hecho aislado, sino que además debemos
procurar no confinar nuestra atención a un único episodio en la vida del
patriarca o en los tratos de Dios con él. Coincidimos plenamente con John
Kelly cuando dijo: “Si habremos de hacernos una idea precisa de este
pacto y de la verdad que se propuso revelar, no habremos de confinarnos a
ninguna transacción en particular en la cual éste sea aludido, sin importar
cuán importante esa transacción sea. Nuestro examen debe abarcar todos
los episodios registrados. Debemos tener en mente que todo cuanto
sucedió a Abraham, desde su llamamiento hasta el final de su vida, sucedió
en orden de explicar e ilustrar la naturaleza del Pacto”.
Dios no le reveló su propósito a Abraham por una sola comunicación
puntual. Sino que fue a través de varias en distintos tiempos, todas
concernientes al mismo tema y develando el significado del pacto.
Mientras que el mismo personaje de Abraham – moldeado por las varias
pruebas por las que fue destinado a pasar y por la gracia a través de la fe –
es revelador para saber lo que entendía acerca de lo que le había sido
revelado. Todo esto constituye un todo homogéneo y de esta manera es
que habremos de formar nuestras concepciones del pacto.
Cuando Abraham fue llamado por el Señor por primera vez le fue
concedido un escueto indicio del propósito divino, el que, bajo la
influencia del Espíritu, obró como un medio para despertar su fe y
producir la decisión que tomó al final. Sin embargo, solo un vistazo se le
otorgó entonces de lo que Dios había designado: no fue el establecimiento
formal del pacto. Eso recién tuvo lugar, subsecuentemente, tras el intervalo
de algunos años.
96
Lo que acabamos de decir parece verse confirmado por Gálatas 3:16-17
(RVR´60): “Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su
simiente [descendencia]. No dice: Y a las simientes [descendencias], como
si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo.
Esto, pues, digo: El pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo,
la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga, para
invalidar la promesa”. “Cuatrocientos treinta años” antes que se diera la
ley en Sinaí nos trasporta al comienzo de los tratos de Dios con Abraham
registrado en Génesis 12, a pesar de que el término pacto no aparezca
específicamente en el capítulo. Recién cuando llegamos a Génesis 15:18
podemos ver la transacción en sí: “En aquel día el Señor hizo un pacto con
Abram, diciendo: A tu descendencia he dado esta tierra”. Entonces, en
Génesis 17 vemos que se da la señal y sello del pacto: la circuncisión.
Luego, en los capítulos siguientes se hacen otras referencias al pacto: en
Génesis 22 el pacto es confirmado. De esta forma el pacto recibe sucesivas
e importantes ampliaciones durante el trato que Dios, en su
condescendencia infinita, mantuvo con su siervo. Hebreos 6:13-18 vincula
la gran promesa de Génesis 12:3 con el juramento de Génesis 22:15-18.
En consecuencia, en nuestro esfuerzo por formarnos una visión correcta y
comprensiva de la transacción divina del pacto Abrahámico, somos
compelidos a examinar cuidadosamente toda la información provista por la
narrativa del Génesis: los eventos principales en la vida de Abraham (que
contribuyen a dar una explicación), y la luz que el Nuevo Testamento
arroja sobre ellos considerándolos en su unidad para elucidar el pacto.
Confinarnos a un solo pasaje, sin importar cuán importante parezca, sería
una injusticia al caso. Justamente, fracasar en este punto fue lo que hizo
que muchos escritores terminaran en controversias tan superfluas,
impropias y desequilibradas sobre este tema. Aquellos que abordan este
pacto (como cualquier otro tema de la Escritura) con una teoría o idea
parcial y preconcebida en sus mentes, determinados a establecerla a toda
costa, no pueden esperar obtener una idea completa y adecuada de él como
un todo.
Por ende, consideraremos a este pacto como un gran avance en el
desarrollo del propósito de gracia de Dios hacia el hombre y, al mismo
tiempo, como parte de un todo mucho más grande y grandioso. De este
modo, nuestra atención se centrará en: ¿Cuál era la naturaleza puntual y
suma de la verdad que revelaba? Hay una muy amplia gama de opiniones
al respecto, tanto de escritores antiguos como de los más recientes. ¿Qué
cosa manifestó exactamente el pacto Abrahámico a las mentes y corazones
del pueblo de Dios en la antigüedad? Y ¿hasta dónde se aplica a nosotros?
Las respuestas a estas respuestas deben surgir de la propia Escritura
interpretada con rectitud. Quizás nuestro mejor proceder sea señalar los

97
detalles y situaciones principales y, de ahí, ir comentándolos en la medida
que lo requieran.
Capítulo V.
“Y el Señor dijo a Abram: Vete de tu tierra, de entre tus parientes y de la
casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. Haré de ti una nación
grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición.
Bendeciré a los que te bendigan, y al que te maldiga, maldeciré. Y en ti
serán benditas todas las familias de la tierra” (Gén.12:1-3). En esta simple
narrativa tenemos la promesa original hecha a Abraham de que el Mesías
saldría de su progenie. Esta promesa le fue hecha al patriarca cuando tenía
poco menos de setenta y cinco años de edad. Fue dada en un punto
intermedio de la historia entre lo que fue la creación del primer Adán y la
encarnación del postrero, esto es dos mil años después que el pecado
entrara al mundo y dos mil años antes del advenimiento del Salvador.
El gran y principal propósito del pacto Abrahámico era dar a conocer el
linaje del cual saldría el Mesías. Este fue el aspecto más prominente de la
verdad que se pretendía revelar: el surgimiento de la Simiente prometida a
partir del linaje de Abraham. El primer indicio de esto se dio al patriarca
cuando Dios le apareció por primera vez diciendo: “En ti serán benditas
todas las familias de la tierra”. Dos cosas a destacar en esas palabras:
primero el “serán benditas todas las familias de la tierra” obviamente se
remonta a Génesis 3:17, porque el “todas las familias” fue lo bastante
definido para anunciar el alcance internacional de la bendición. Es
realmente notable observar que en Génesis 12:3 Dios no usó la palabra
eretz (como en Gén.1:1;14:19; 18:25, etc.), sino adamah (como en
Gén.3:17). Sabiendo esto, la relación entre “maldita será la tierra
[adamah]” (Gén.3:17) y el “en ti serán benditas todas las familias de la
tierra [adamah]” se hace evidente: ¡la maldición habría de ser quitada por
Cristo!
El segundo indicio que encontramos, es que los términos de esta
insinuación mesiánica fueron de un carácter bastante general. Más tarde,
esta promesa original fue repetida de forma más específica: quedando
definido el “en ti serán benditas todas las familias de la tierra” por el “y en
tu simiente serán bendecidas todas las naciones de la tierra”. Esto ilustra
un principio que aparece a lo largo de toda la revelación divina: un
despliegue progresivo: “primero la hoja, luego la espiga, y después el
grano maduro en la espiga” (Mar.4:28). Esto aquí se hace evidente al
comparar las más excelsas promesas de Abraham con la de Noé y sus tres
hijos. Jehová era el Dios de Sem, y Jafet moraría en sus tiendas (Gén.9:26-
27). Ahora se muestra como “el Dios de Abraham”, en donde todas las
familias de la tierra serían bendecidas en él y su simiente. ¡Qué gran

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avance se hizo aquí del plan divino, revelando la amplitud de su
significado y la claridad de su propósito!
“Mediante su llamamiento, Abraham fue elevado a una preeminencia
muy peculiar y, en cierto modo, constituido en la raíz y centro de la
historia futura del mundo en cuanto a la obtención de la verdadera
bendición. Pero no de forma exclusiva a su persona. La bendición
habría de llegar primeramente a Abraham y a través de él. Pero,
como ya se indicó en la profecía de Sem, otros habrían de
permanecer en esa misma línea, aunque de forma subordinada, dado
que, cuantos lo bendijeran, serían también bendecidos: todos cuantos
sustancialmente guardaran su misma fe y estuvieran en la misma
relación de amistad con Dios. Claramente se vieron casos de
personas así en los días del patriarca, como su sobrino Lot que
formalmente no tuvo parte en el pacto Abrahámico o, aún más, como
el caso de Melquisedec, que ni siquiera pertenecía al linaje de
Abraham pero que, sin embargo, individualmente mantuvo una
posición, en un sentido, mayor que la del propio patriarca.
Situaciones indudablemente puestas, en parte, con el fin de enseñar
que no hubo nada arbitrario en la posición de Abraham, y que la
posición que llegó a ocupar fue, de algún modo, algo común a los
creyentes en general.
El peculiar honor que se le dio fue que el gran tronco de bendición
sería a partir de él, mientras que en otros lados solo aparecerían
algunas ramitas aisladas y dispersas. Y eso solo en la medida en que,
de alguna manera, terminaran acercándose para establecer con él una
causa común. No obstante, en cuanto a él, la gran promesa
ciertamente no podía concretarse en su persona. Como mucho, solo
podía ser quien diera comienzo a todo esto en la historia y en su
propia experiencia. La expansión de la bendición hacia otras regiones
y razas, hasta lo más lejano de la tierra, era algo a ser efectuado a
través de sus descendientes. De ahí que la palabra de la promesa `en
ti serán benditas todas las familias de la tierra´, más tarde fuese
cambiada por: `en tu simiente serán bendecidas todas las naciones de
la tierra´” (P. Fairbairn).
Es preciso señalar que cada una de esas expresiones poseía un significado
específico e importancia propias, y que es necesario aunarlas en orden de
exponer todo el propósito de Dios en el llamamiento de Abraham. La
bendición prometida habría de concretarse en su sentido más amplio no
inmediata e individualmente por Abraham, sino a través de él, mediante su
simiente. Lo cual lógicamente implicaba que la simiente, por necesidad,
debía poseer cualidades mucho más sublimes que las del propio Abraham,
dado que la bendición brotaría muy ampliamente de ella. Sí, eso muy
99
ligeramente expresaba aquella verdad de que una asombrosa mixtura entre
lo divino y lo humano iba a tener lugar. Así Cristo, como el núcleo
esencial de la promesa y la Simiente de Abraham, habría de ser quien
tenga el honor de bendecir a todas las naciones, antes que Abraham
mismo.
Pero esto que acabamos de enfatizar de ningún modo le quita fuerza al
original que dicta: “en ti serán benditas todas las familias de la tierra”
porque, conectando directamente la bendición tanto con Abraham como
con su simiente, la conexión orgánica entre ambos se hace evidente. “La
bendición que traería al mundo a través de su simiente tuvo una pequeña
realización en su tiempo – precisamente como el Reino de Cristo tuvo su
comienzo en el Reino de David, y se fusionan en última instancia el uno
con el otro. Y así, en Abraham como la raíz viviente de todo lo que
continuó, el todo y cada una de las partes surgieron"” (P. Fairbairn). No
solo que Cristo fue “el hijo de Abraham” según la carne (Mat.1:1), sino
que todo creyente pertenece al linaje de Abraham (Gál.3:29) y toda la
compañía de los redimidos tendrá su lugar y su porción “con Abraham” en
el reino de Dios (Mat.8:11).
Otras promesas siguieron tales como: “a tu descendencia daré esta tierra”
(Gén.12:7), “[seré el] Dios tuyo y de toda tu descendencia después de ti”
(Gén.17:7) – promesa que consideraremos luego. Ahora nos ocuparemos
del significado del término “descendencia” o “simiente” en este pasaje.
Donde más luz se arroja al respecto es en Gálatas 3:16-17 (RVR´60):
“Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No
dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a
tu simiente, la cual es Cristo. Esto, pues, digo: El pacto previamente
ratificado por Dios para con Cristo, la ley que vino cuatrocientos treinta
años después, no lo abroga, para invalidar la promesa”. Sin embargo, es
extraño decir que este pasaje ha sido foco de varios inconvenientes para
los comentaristas, de tal modo que ni siquiera dos pueden ponerse de
acuerdo en su interpretación. Comúnmente se lo considera como uno de
los pasajes más intrincados de todas las Epístolas Paulinas.
Matthew Henry dice: “el pacto es concertado con Abraham y su Simiente,
y el apóstol nos ofrece una sorprendente exposición de ello”, pero no hace
ningún intento por entrar en detalles y dar una interpretación. J. N. Darby
pretende resolver la cuestión cambiando lo que el apóstol indica como “las
promesas” por “la promesa”, restringiéndolo todo a Génesis 22. Sin
embargo, no solo que en griego figura en plural, sino que además
semejante idea queda refutada por el “cuatrocientos treinta años después”,
lo que necesariamente nos remonta a Génesis 12. Albert Barnes discute
muy extensamente lo que llamó “las perplejidades de este muy difícil
pasaje de la Escritura”. Pero como de costumbre, los comentaristas se han
100
creado sus propios escollos: en parte, por no haber tomado plenamente en
cuenta al contexto inmediato y, por otro lado, por causa de un apego
esclavizante a “la letra” omitiendo el “espíritu” del texto.
“Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente”.
Abraham fue el “padre” de una doble “simiente”: una natural y otra
espiritual. Y si prestamos atención al contexto, aquí no hallamos la menor
dificultad en determinar a cuál de ellas el Espíritu se está refiriendo. En el
verso 6 dijo: “Así Abraham creyó a Dios y le fue contado como justicia”;
en consecuencia todo conduce a la siguiente conclusión: “Por
consiguiente, sabed que los que son de fe, éstos son hijos de Abraham”
(vs.7). ¿Qué puede ser más claro? Aquellos que son “de fe”, los creyentes
genuinos, éstos son “los hijos de Abraham”, es decir sus hijos espirituales;
él como su “padre” es por tanto un patrón al cual son conformados. En
otras palabras, los pecadores hoy son justificados por Dios exactamente de
la misma manera en que lo fue Abraham: mediante la fe.
“Y la Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe,
anunció de antemano las buenas nuevas a Abraham, diciendo: En ti serán
benditas todas las naciones. Así que, los que son de fe son bendecidos con
Abraham, el creyente” (Gál.3:8-9). Aquí se reafirma la misma verdad. En
vista del propósito de Dios de justificar a los gentiles por la fe, le proclamó
el evangelio al propio Abraham, diciéndole: “en ti serán benditas todas las
naciones”. Debe notar con cuidado que el Espíritu Santo aquí está citando
de Génesis 12 y no del capítulo 22. Y otra vez, la misma conclusión es
extraída: los creyentes reciben la misma bendición espiritual que recibió
Abraham: la justicia de Cristo es imputada a sus cuentas, de forma que
ahora pueden estar a la altura de cada requisito de la ley. Y esto, porque
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, habiéndose hecho maldición
por nosotros” (vs.13), y de este modo se abrió el camino “[para] que en
Cristo Jesús la bendición de Abraham viniera a los gentiles, para que
recibiésemos la promesa del Espíritu a través de la fe” (vs.14).
“Hermanos, hablo en términos humanos: un pacto, aunque sea humano,
una vez ratificado nadie lo invalida ni le añade condiciones” (Gál.3:15).
Pero en este caso tenemos algo mucho más sublime que un pacto
“humano”: tenemos un pacto divino, siendo Dios quien ratificó
solemnemente sus promesas a Abraham mediante un pacto. “Ahora bien,
las promesas fueron hechas a Abraham y a su descendencia [simiente]”
(vs. 16). Entonces, a la luz de declaraciones como: “los hijos de Abraham”
(vs. 7), “los que son de fe son bendecidos con Abraham, el creyente” (vs.
9), “a fin de que en Cristo Jesús la bendición de Abraham viniera a los
gentiles” (vs. 14), la expresión: “a Abraham y a su descendencia
[simiente]”, necesariamente debe significar: “a Abraham y a su
descendencia espiritual fueron hechas las promesas”. Romanos 4:16
101
refrenda esto al decir: “Por eso es por fe, para que esté de acuerdo con la
gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda la posteridad, no sólo a
los que son de la ley, sino también a los que son de la fe de Abraham, el
cual es padre de todos nosotros”, porque solo a sus descendientes
espirituales se les asegura la bendición prometida.
“No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de
uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gál.3:16, RVR´60). Con ésta
cláusula muchos se vieron confundidos. Señalaron que tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento el término “simiente” generalmente se
refiere a los descendientes sin ningún tipo de límites, así como la
palabra posteridad significa comúnmente para nosotros. Pero es un hecho
que el término “simiente” jamás es utilizado en forma plural para indicar
posteridad, sino que su forma singular es constantemente empleada para
tal fin, algo que puede comprobarse fácilmente con una concordancia. Así
que, ciertamente, la forma plural de esta palabra no aparece en ningún lado
sino solo en Gálatas 3:16. Esto presenta un problema inabordable para
cualquier literalista, claramente indicando que no era con el significado
superficial del término con lo que el apóstol estaba tratando.
“La fuerza del razonamiento de Pablo aquí no depende de la mera
definición que un diccionario pudiera ofrecernos de la palabra `simiente´,
sino que se fundamenta sobre aquella gran idea bíblica que, cada vez más
clara en la revelación veterotestamentaria, llega a hacerse manifiesta a
través de esa palabra: la idea de una persona en particular que reúne en Sí
misma al pueblo del pacto y sus bendiciones (en beneficio de ellos), es
decir: Cristo, el Mesías prometido” (Jas. MacGregor, on Galatians, 1879).
De todos, este autor fue el único en indicarnos la dirección correcta para
buscar la verdadera explicación de la terminología empleada por el
apóstol: no en su mero significado literal, sino en el concepto espiritual
que comprende; así como el término “cristo”, que literalmente significa
“ungido”, es empleado como título especial del Salvador y le es referido
como persona pública y no privada, refiriéndose tanto a la Cabeza como a
los miembros de la iglesia (1 Cor.12:12).
“No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de
uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gál.3:16, RVR´60). Resumiendo:
las promesas de Dios nunca fueron por procreación humana, sino por la
regeneración divina. Pero las promesas no le fueron hechas a ambas
simientes, sino solo a una: la espiritual, el “Cristo” místico – el Redentor y
todos los que están legal y vitalmente unidos a Él. Así, el apóstol deriva
una antítesis entre la unidad de la “simiente” con la diversidad de las
“simientes”. Algo que fue prefigurado notablemente en el plano terrenal.
Abraham tuvo dos hijos, pero uno de ellos, Ismael, fue excluido de los
privilegios solemnes: “[en] Isaac será llamada tu descendencia”
102
(Gén.21:12). Pero eso no quería decir que todos los descendientes de Isaac
estuvieran destinados a la gloria celestial, más bien confirmaban que el
Mesías prometido habría de ser descendiente de Isaac según la carne.
Más tarde, el linaje del que vendría el Mesías quedó considerablemente
más acotado, porque de los dos hijos que tuvo Isaac, Esaú fue rechazado y
Jacob fue escogido para luego ser el progenitor del Cristo. Luego, de los
doce hijos de Jacob, Judá fue elegida como la tribu mediante la cual
vendría la Simiente prometida. Después, de entre los miles de Judá, la casa
de Isaí fue honrada y designada para dar lugar al nacimiento del Salvador
(Isa.11:1). Y de los ocho hijos de Isaí (1 Sam.16:10-11), David fue
escogido para llegar a ser el padre del Mesías. De este modo, podemos ver
cómo a medida que transcurría el tiempo, el canal por el cual la Simiente
de Abraham habría de venir era cada vez más acotado, definido y limitado.
Y a partir de allí, y por medio de ello, Dios dio a conocer en forma gradual
como sus promesas originales a Abraham iban a alcanzar su cumplimiento.
La limitación de estas promesas se evidenció en el rechazo de Ismael, y
luego el de Esaú, para dar a entender con claridad que no todos los
descendientes de Abraham tenían parte en ella, hasta que finalmente se vio
que su cumplimiento tuvo lugar en Cristo y en los unidos a Él.
Si las promesas de Dios a Abraham incluyeran a ambas ramas de su
familia, entonces por incluir a Ismael e Isaac se hubiera empleado otro
término que el de “simiente”. Pero Dios ordenó que fueran tan disímiles
las circunstancias de sus nacimientos y posteriores vidas, tan distintas las
profecías del uno y del otro, y tan diferentes las dos razas salidas de ellos,
que en la Escritura no se habla de los descendientes de Ismael como la
posteridad de Abraham. Y en eso, Dios prefiguró el gran abismo que
separó a la descendencia natural de Abraham (los judíos) de sus hijos
espirituales (los cristianos), dejándonos inexcusables como para confundir
la una con la otra cuando buscamos el cumplimiento de las promesas. Las
promesas fueron originalmente limitadas; limitación que fue haciéndose
cada vez más clara en las sucesivas revelaciones, hasta mostrar que
ninguno, sino Cristo y los unidos a Él, estaban incluidos: ¡“y a tú simiente,
la cual es Cristo”! (entendido místicamente).
“No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de
uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo” (Gál.3:16, RVR´60). Resumiendo:
las promesas de Dios nunca fueron hechas a todos los descendientes de
Abraham como a distintos tipos de “simientes”, sino que fueron
confinadas a su linaje espiritual: a “Cristo”, entendido místicamente. De
ahí que los descendientes incrédulos de Jacob fuesen categóricamente
excluidos de esas promesas como los de Ismael y Esaú. Muy por el
contrario, los creyentes gentiles unidos a Cristo en el pacto eterno tenían

103
tanta parte en ellas como Isaac, Jacob y todos los israelitas piadosos.
Capítulo VI.
Lo que vimos en el capítulo anterior es de vital importancia, no solo para
entender correctamente el pacto Abrahámico en sí, sino también para dar
con una interpretación sana de gran parte del Antiguo Testamento. Una
vez que se reconoce con claridad que el tipo se funde en el antitipo, que los
creyentes en Cristo son “hijos” de Abraham (Rom.4:16; Gál.3:7),
ciudadanos de la libre, de la Jerusalén celestial (Gál.4:16; Ef.2:19;
Ap.21:2, 14), llamados la “circuncisión” (Fil.3:3), el “Israel de Dios”
(Gál.6:16, Ef.2:12-13), los que se “avinieron al monte de Sión”
(Heb.12:22), hallaremos que poseemos una guía confiable para
conducirnos a través de los laberintos proféticos, sin la cual quedaríamos
condenados a perdernos en una confusión enmarañada e incierta. Esto era
algo que sabían con claridad los santos del pasado, pero ¡ay!, más tarde
acaeció una generación alardeando poseer una nueva luz, que no hizo más
que caer en una densa oscuridad arrastrando a sus seguidores consigo.
Las promesas de Dios a Abraham y a su simiente nunca les fueron hechas
a sus descendientes naturales, sino a aquellos que eran de su misma fe. No
podía ser de otro modo, “porque todas las promesas de Dios son en Él
[Cristo] Sí, y en Él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios”
(2 Cor.1:20, RVR´60). Todas las “promesas” (no “profecías”) de Dios son
hechas en Cristo: toda bendición prometida es puesta en las manos del
Mediador y nadie fuera de Él puede reclamarlas, ni tan solo una de ellas.
Todos los que están fuera de Cristo están fuera del favor de Dios, por lo
tanto las amenazas divinas son su porción y no las promesas. He aquí
nuestra réplica a los que se quejan diciéndonos: “Aplicas a la iglesia todo
lo bueno del Antiguo Testamento, pero las cosas malas las dejas para los
judíos”. Por supuesto que sí, porque las bendiciones de Dios solo
pertenecen a los unidos a Cristo y las maldiciones a todos aquellos que
están fuera de Él, sean judíos o gentiles.
Así, los descendientes incrédulos de Jacob estaban tan excluidos de las
promesas de Abraham como las descendencias de Ismael y Esaú. Mientras
que, así como pertenecieron a Isaac, Jacob y José pertenecen también a
todos los gentiles creyentes. Pero ¡ay!, que esta verdad tan elemental
revelada en la Escritura es repudiada hoy por los “dispensacionalistas”,
que continúan perpetuando el error de aquellos que se opusieron a Cristo
en los días de su encarnación. Cuando hablando de la libertad espiritual
que Él podía conferir, sus oyentes impenitentes exclamaron: “somos
descendientes de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie…” (Juan
8:33). Cuando habló de su Padre, los judíos carnales le dijeron: “Abraham
es nuestro padre”, a lo que el Salvador replicó: “Si fueseis hijos de
Abraham, las obras de Abraham haríais” (Juan 8:39; RVR´ 60). ¡Ay, ay!
104
¡Cuántos de nuestros modernos enseñadores no tienen ni idea de quiénes
son los “hijos de Abraham”!
La importancia vital de lo que procuramos exponer en el capítulo anterior
aparecerá aun con mayor claridad cuando señalemos que los creyentes en
Cristo comparten una misma herencia con Abraham y una misma posición
ante Dios. Pero muchos querrán objetar esto diciendo: “eso no puede ser,
porque la herencia de Abraham y de su simiente era de tipo terrenal: Dios
les prometió la tierra de Canaán”. Lo primero que responderemos a esto es
que precisamente eso es lo que creían los que crucificaron al Señor de
gloria y que tal es la convicción que hasta en el día de hoy mantienen
todos los judíos “ortodoxos” – judíos que rechazan y desprecian al Cristo
de Dios. ¿Y son acaso ellos guías seguros para la cuestión? Para ser
suaves, los cristianos profesantes que comparten esta postura la verdad es
que no andan en buena compañía. Ya la idea de que esta postura sea tan
agasajada entre los judíos que no tienen el Espíritu de Dios debería
despertar fuertes sospechas en los que afirman tener un gran
discernimiento espiritual.
Lo segundo que diremos es que, si la herencia de Abraham no era más que
terrenal, esto es la tierra de Canaán, entonces ciertamente también lo es la
de los cristianos, porque todos son coherederos con él. ¿Estás listo, querido
lector (sin importar que enseñanzas hayas recibido de los “grandes
estudiantes de profecías”), para dirimir esta cuestión por la enseñanza llana
de la Sagrada Escritura? Si lo estás, entonces examinémoslo rápidamente
partiendo de un tema sencillo: “Y si sois de Cristo, entonces sois
descendencia [simiente] de Abraham, herederos según la promesa”
(Gál.3:29). Y qué podría ser más claro que Romanos 8:17: “y si hijos,
también herederos” – si hijos de Dios, también herederos de Dios.
Siguiendo la línea: si hijos de Abraham, herederos suyos y con él. No hay
escape legítimo de esta conclusión obvia.
En el último versículo de Gálatas 3 el apóstol extrae una inferencia
inevitable a partir de las premisas que fue estableciendo a lo largo del
contexto. Permítanos por un momento volver a Gálatas 3:16 para observar
lo que sigue. Allí aparece la siguiente declaración: “ahora bien, las
promesas fueron hechas a Abraham y a su descendencia (simiente)”.
Como ya demostramos y desarrollamos en el capítulo anterior, la
referencia aquí es a su simiente espiritual. Pero a fin de remover todo tipo
de incertidumbre, el Espíritu Santo agregó: “y a tu descendencia
(simiente), es decir, Cristo”: Cristo entendido místicamente como en 1
Corintios 12:12 y Colosenses 1:24, es decir: Cristo mismo y todos los
unidos a Él. De este modo, no hay dudas respecto a quién pertenecen las
promesas Abrahámicas, más aún cuando su simiente carnal es excluida

105
expresamente cuando se dice: “no dice: y a las descendencias, como
refiriéndose a muchas”.
“Esto, pues, digo: El pacto previamente ratificado por Dios para con
Cristo, la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga,
para invalidar la promesa.” (Gál.3:17, RVR´60). La única dificultad se
presenta en la frase “para con [en] Cristo”. Dado que “el pacto” del que
aquí se habla fue ratificado apenas cuatrocientos treinta años antes de la
ley en Sinaí, no puede estar refiriéndose al pacto eterno, el cual fue
“ratificado” por Dios para con Cristo aun antes de que el mundo
comenzara (Tito 1:2 y otros). Por lo tanto, nos vemos obligados a tomar
las consideraciones y observaciones que eruditos espirituales hicieron al
respecto: “El pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo [gr. eis
Christon]”: tal como “eis Christon” se traduce: “con referencia a Cristo”
en Efesios 5:32 y “eis auton” como: “de Él” en Hechos 2:25. Entonces,
aquí vemos una mayor revelación de Dios de que su pacto con Abraham se
refería a Cristo, es decir, Cristo entendido místicamente: la “simiente” de
Abraham.
Ahora bien, el punto particular que el apóstol estaba elaborando en Gálatas
3, era que las promesas de Dios dadas a Abraham, solemnemente
“ratificadas” por Su juramento pactal, fueron hechas siglos antes de que la
economía sinaítica fuese siquiera establecida. Y dado que Dios es fiel y no
puede quebrantar su palabra (vs.15), nada en la promulgación de la ley
podía anular ni en el más ligero modo lo que ya se había comprometido a
dar: “la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga para
invalidar la promesa”. Observe que aquí se habla de “la promesa” en
forma singular, siendo la razón de esto que el apóstol aquí se está
dirigiendo a una promesa en particular: la de la herencia (vs.18).
“Porque si la herencia depende de la ley, ya no depende de una promesa;
pero Dios se la concedió a Abraham por medio de una promesa” (vs.18).
Dios le concedió a Abraham la herencia mucho antes de dar la ley. La
pregunta que ahora surge es: ¿cuál es esa herencia que Dios dio a
Abraham? “Fácil” - dicen algunos - : Génesis 12:7 y 13:15, entre otros,
nos dicen que era “la tierra de Canaán”, y al decir Dios “esta tierra” se
refirió a esa y nada más. Pero no tan rápido querido amigo. Cuando un
creyente joven lea Éxodo 12, con todos sus detalles sobre el sacrificio del
cordero y la promesa de ser resguardado por su sangre, y pregunte cuál es
el significado espiritual de todo ello, sin dudas que, lo mejor que podrá
hacer es ir al Nuevo Testamento y buscar la respuesta en oración.
Eventualmente, hallará la respuesta en 1 Corintios 5:7: “Cristo, nuestra
Pascua, ha sido sacrificado”.
Cuando el joven creyente lea Levítico 16 – donde se describe el elaborado
ritual que el sumo sacerdote israelí debía realizar en el día de expiación
106
una vez al año – y se proponga descubrir el significado espiritual del
mismo, el capítulo 9 del libro de Hebreos será el que le ofrezca mayor luz
al respecto. De igual modo, aquellos que lean el relato histórico de Génesis
14 de Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios altísimo, sacando
pan y vino para bendecir a Abraham, a quien el patriarca había dado
diezmos de todo, aprenderán de Hebreos 7 que Melquisedec obró como
notable figura del Señor Jesucristo en su oficio sacerdotal. Ahora bien,
permítasenos destacar dos cosas comunes de estos tres ejemplos. Primero:
la enseñanza del Nuevo Testamento al respecto, de ningún modo reduce
esos importantes sucesos del Antiguo a meras alegorías. Ni tampoco hace
caso omiso de su historicidad verídica, ni echa por la borda su literalidad.
Segundo: el Nuevo Testamento sí revela que aquellos eventos del Antiguo
poseían un significado mayor que el de su significado literal solo, es decir,
que el acontecimiento histórico no era sino una prefiguración terrena de
una realidad o antitipo celestial.
¿Por qué, entonces, no aplicar este mismo principio a la promesa de Dios
de darle la tierra de Canaán a Abraham y a su simiente? Dado que los
creyentes en Cristo son hijos de Abraham y “herederos según la promesa”,
claramente se concluye que están implicados en todo cuanto le fue dicho o
prometido. Es un error fatal tomar algunas de las promesas Abrahámicas
como meramente temporales y limitadas a sus descendientes carnales, y
otras como celestiales y pertenecientes a su simiente espiritual. La realidad
es que lo temporal y lo externo nunca existieron por sí mismos, sino que
estaban puestos como presagios de lo que es espiritual y eterno, y como
medios para traer esas realidades. Lo temporal y lo externo deben ser
vistos a lo largo como el cascarón y sombra de lo espiritual y eterno.
Y el establecimiento de este importante principio no es dejado a
incertidumbre en cuanto a su aplicación al tema de la herencia de Abraham
y su simiente. En el capítulo 11 de Hebreos hallamos a los patriarcas
haciendo eco de nuestra misma perspectiva sobre la herencia futura. “Por
la fe habitó como extranjero en la tierra de la promesa como en tierra
extraña, viviendo en tiendas como Isaac y Jacob, coherederos de la misma
promesa, porque esperaba la ciudad que tiene cimientos, cuyo arquitecto y
constructor es Dios. También por la fe Sara misma recibió fuerza para
concebir, aun pasada ya la edad propicia, pues consideró fiel al que lo
había prometido. Por lo cual también nació de uno (y éste casi muerto con
respecto a esto) una descendencia como las estrellas del cielo en número, e
innumerable como la arena que está a la orilla del mar. Todos éstos
murieron en fe, sin haber recibido las promesas, pero habiéndolas visto y
aceptado con gusto desde lejos, confesando que eran extranjeros y
peregrinos sobre la tierra. Porque los que dicen tales cosas, claramente dan
a entender que buscan una patria propia. Y si en verdad hubieran estado
pensando en aquella patria de donde salieron, habrían tenido oportunidad
107
de volver. Pero en realidad, anhelan una patria mejor, es decir, celestial.
Por lo cual, Dios no se avergüenza de ser llamado Dios de ellos, pues les
ha preparado una ciudad”. (vs.9-16). Qué claro que es por estos versos que
ellos miraban más allá del sentido literal de las promesas, aspirando a una
herencia celestial y eterna, la misma que es descrita en 1 Pedro 1:4.
De momento, no nos ocuparemos en considerar los fines inmediatos a los
que sirvió que los descendientes naturales de Abraham hayan entrado en
posesión de la Canaán terrenal – consideración similar a la de los
beneficios temporales que gozaron los que vivieron literalmente bajo el
ejercicio del sacerdocio Aarónico. Cualquiera sea el futuro de la tierra de
Palestina en relación a los judíos, aun si volviesen a ocuparla durante mil
años, lo cierto es que la promesa de Dios a Abraham de que él y su
simiente tendrían “toda la tierra de Canaán como posesión perpetua”
(Gén.17:8) no fue, no será, ni tampoco podrá ser cumplida en su
descendencia natural; ¡por cuanto esa tierra, al igual que toda la tierra, ha
de ser destruida! No, lo que ahora nos ocupa es el significado espiritual y
antitípico de esto.
Nuestra tercera respuesta a la tan repetida afirmación de que la herencia de
Abraham y su simiente es de tipo terrenal, es que tal idea se ve repudiada
por la misma Escritura. ¿Fue la heredad de Moisés de tipo terrenal?
Ciertamente no. De él leemos: “Considerando como mayores riquezas el
oprobio de Cristo que los tesoros de Egipto; porque tenía la mirada puesta
en la recompensa” (Heb.11:26). ¿Fue la heredad de David una terrenal?
Ciertamente no. Porque una vez su reinado fue establecido declaró: “no
guardes silencio ante mis lágrimas; porque extranjero soy junto a ti,
peregrino, como todos mis padres” (Sal.39:12); y otra vez: “peregrino soy
en la tierra” (Sal.119:19). La “tierra de Canaán” no habrá de ser entendida
en un sentido carnal más de lo que por “simiente” de Abraham puede
entenderse a su descendencia natural. La tierra de Canaán no fue dada a los
judíos según la carne más de lo que la “bendición de Abraham” (el
Espíritu Santo – Gál.3:14) fue derramada sobre ellos.
“Porque la promesa a Abraham o a su descendencia de que él sería
heredero del mundo, no fue hecha por medio de la ley, sino por medio de
la justicia de la fe” (Rom.4:13). Dos cosas a observar: primero, lo
prometido era que Abraham sería no solo el “heredero de Palestina”, sino
“del mundo” y, en segundo lugar, que la promesa fue hecha a Abraham y
“a su simiente”, “simiente” que en Romanos 4:12 es definida como
aquellos que “siguen en los pasos de la fe” de su padre Abraham. En
perfecta consonancia con esto, nuestro Señor declaró: “Bienaventurados
los humildes, pues ellos heredarán [poseerán; ejercerán dominio sobre;
gozarán] la tierra” (Mat.5:5). Si las tinieblas arrojadas por los literalistas
sobre este texto hace para algunos lectores que esto sea difícil de entender,
108
les sugerimos entonces que lo ponderen a la luz de 1 Corintios 3:21-23 y
de 1 Juan 5:4. Para cerrar este capítulo, sentimos que no podemos hacer
algo mejor que citar el espiritual comentario que Calvino hace sobre
Romanos 4:13, un contraste refrescante contra lo que hoy enseñan los
carnales “dispensacionalistas”:
“Que sería heredero del mundo. Dado que viene hablando de la salvación
eterna pareciera ser que el Apóstol obra de manera poco oportuna al dirigir
la atención de sus lectores al concepto de `mundo´. Pero en general, bajo
esta palabra `mundo´, él incluye la restauración esperada a través de
Cristo. Sin dudas que el asunto principal era la restauración de la vida. Sin
embargo, era también necesario que el estado caído del mundo entero
fuese restaurado. En Hebreos 1:2 el Apóstol se refiere a Cristo como el
heredero de todos los bienes de Dios, por cuanto la adopción que
obtenemos por Su gracia nos restaura a la condición de herederos que
habíamos perdido en Adán. Y así como a través del tipo de la tierra de
Canaán a Abraham le fue enseñada, no solo la esperanza de una vida
celestial, sino también la plena y completa bendición de Dios, el apóstol
con toda razón nos enseña aquí que el dominio del mundo también le había
sido prometido. Y en cierta medida los fieles gozan en parte de esto en la
vida presente, aun cuando muchas veces se vean oprimidos por la
necesidad. Y lo hacen al tomar y emplear con buena consciencia aquellas
cosas que Dios ha creado y provisto para provecho suyo y en la medida en
que gozan, a través de Su favor y por Su buena voluntad, de beneficios
terrenos que Dios les proveyó como anticipos y arras de la vida eterna, en
lo cual la pobreza que puedan atravesar no les impide en lo más mínimo
saber que el cielo, la tierra y el mar son suyos. Por el contrario, los
incrédulos, aunque se harten y se rellenen con las riquezas del mundo,
nunca podrán decir que todo sea de ellos, sino más bien que las roban y se
sirven de ellas con la maldición de Dios. Es un consuelo muy grande para
los fieles en su pobreza saber que, viviendo con tanta privación, nada
roban a nadie, sino que reciben todos los días de las manos del Padre
Celestial su porción adecuada, hasta que entren en plena posesión de su
herencia cuando todo lo creado sirva para su gloria. Pues por esta causa el
cielo y la tierra serán renovados, para que en su lugar, según su calidad y
medida, sirvan también para exaltar la majestad y la magnificencia del
Reino de Dios”.
Será de gran provecho para el lector releer lo citado y meditar en ello
como una excelente ayuda para inmiscuirse en Romanos 4:13 con su
aplicación directa a nosotros.

109
Capítulo VII.
En los dos capítulos previos de este tema tan interesante, procuramos
establecer el hecho elemental de que las promesas de Dios a Abraham
nunca le fueron hechas a sus descendientes naturales, sino a su simiente
espiritual, es decir, a cuantos poseen su misma fe. En consecuencia, la
posteridad incrédula de Jacob se ve tan excluida de las bendiciones
espirituales del pacto como las simientes de Ismael y Esaú. Entonces,
apelando a Romanos 4:13-16, Gálatas 3:16-18, 29 y Hebreos 11:9-16,
procuramos mostrar que todos cuantos pertenecen a Cristo son
coherederos con Abraham. Y al final de nuestro último capítulo nos
esmeramos por refutar aquella famosa objeción de que la heredad
prometida a Abraham era una simplemente terrenal. Antes de continuar
haremos una sugestiva cita de los escritos de Robert Haldane:
“La tierra de Canaán funcionaba como tipo de la patria celestial. Era
la heredad prometida a Abraham y a su descendencia: así como sus
descendientes según la carne heredaron la una, su simiente espiritual
heredará la otra. Dejados atrás los peligros y la fatiga del desierto,
Canaán era la tierra del reposo. Para hacerla una heredad segura y un
emblema de aquella herencia incorruptible en donde de ningún modo
entrará algo profano ni que obre iniquidad, fue primero limpiada de
sus habitantes impíos. Así como la introducción del pueblo de Israel
a esa tierra no fue obrada por sus propias fuerzas ni su poder (Josué
24:12; Sal.44:1-4), sino por la inmerecida misericordia y el poder de
Dios, tampoco los hijos de Dios se hacen de la heredad celestial
mediante sus esfuerzos y poder propios, sino solo por la inmerecida
gracia y poder de Dios (Rom.9:16). Así como los que no creyeron
fueron cortados de Canaán, todos los incrédulos tampoco tendrán
parte en el Cielo. Así como Moisés no pudo introducir al pueblo de
Israel en Canaán – quedando ese honor reservado para Josué –
tampoco es por la ley que el pueblo de Dios es introducido al Cielo,
sino por el Evangelio de Jesucristo, el verdadero Josué. Ningún otro
país sobre la tierra podría haber sido elegido como emblema más
idóneo del Cielo; en la Escritura es llamado como `la tierra deseable´,
`la más hermosa de todas las tierras´, `la tierra en donde fluye leche y
miel´”.
No solo que Palestina fue un notable y hermoso tipo del cielo, sino que
bajo la promesa de la Canaán terrenal se enseñó la promesa de la celestial.
Los propios patriarcas así lo entendieron. Esto es algo que Hebreos 11
prueba grandemente. “Por la fe Abraham, al ser llamado, obedeció,
saliendo para un lugar que había de recibir como herencia” (vs.8). Ese
lugar que “había de recibir como herencia” no podía ser la Canaán
terrenal, porque se nos dice en forma categórica que Dios “no le dio en ella
110
heredad, ni siquiera la medida de la planta del pie” (Hech.7:5). Entonces,
ante la ausencia de declaración alguna por parte de la Escritura sobre esto,
sería de lo más incongruente suponer que después de pasar cuatro mil años
en el cielo el patriarca, una vez resucitado, vaya a residir en la tierra otra
vez. No, su esperanza se dirigía a una “patria celestial” (Heb.11:14-16).
Sin embargo, en el Antiguo Testamento no encontramos una promesa que
diga eso, a no ser que la entendamos como el verdadero núcleo contenido
en la promesa de la Canaán terrenal. Que nuestra “esperanza” es la misma
que la de Abraham queda claro por Hebreos 6:17-19.
Además de las dos grandes promesas que recibió nuestro patriarca – de
que en él serían benditas todas las naciones y la de una heredad segura –
estaba la más grandiosa y comprensiva promesa “de ser Dios [suyo] y de
toda [su] descendencia… yo seré su Dios” (Gén.17:7-8). Esta declaración
divina pretendió mostrar la relación de infinita condescendencia que
Jehová quiso sustentar con su pueblo creyente y, además, animarles a que
se confiasen en Él plenamente. Esto para Abraham, era una nueva
revelación de la relación de gracia que Dios mantendría con él. Además,
según registra la Escritura, jamás se había dado palabra como esa a los
santos anteriores. Aquí, entonces, vemos bajo el pacto Abrahámico un
despliegue mayor y más amplio de los designios divinos, un claro avance
sobre lo hasta entonces revelado.
Cuando el Altísimo promete ser el Dios de uno, está declarando que lo
admite bajo su favor y protección, que será su porción y que, acorde a su
sabiduría, no le privará de nada que sea de bendición y para su bienestar.
Esta grandiosa promesa comprende y se encarga de todo lo malo a evitar y
de todo lo bueno a conceder. Nuestras mentes finitas son incapaces de
definir la capacidad de Dios para bendecir o de comprender
adecuadamente todo lo que esa declaración abarca. Su aplicación no se
limita solo a esta vida, sino que se proyecta hacia las edades sempiternas
de la eternidad. Jehová, el Sublime, se comprometió solemnemente a
guiar, guardar y glorificar a su pueblo del pacto: “Y mi Dios proveerá a
todas vuestras necesidades, conforme a sus riquezas en gloria en Cristo
Jesús” (Fil.4:19).
Ahora bien, cada una de las promesas dadas a Abraham reciben un
cumplimiento doble: uno en “letra” y otro en “espíritu” o, como
preferimos llamarlos, uno carnal y otro espiritual. “Serás padre de multitud
de naciones… y de ti saldrán reyes” (Gén.17:4-6). Además de los Israelitas
Abraham fue el padre de los Ismaelitas y de los varios hijos de Cetura
(Gén.25:1-2). Pero todos estos fueron nacidos según la carne (Gál.4:23), y
tan solo eran figura de la verdadera simiente: la espiritual.
Romanos 4:16-17 lo muestra claro: “Por eso es por fe, para que esté de
acuerdo con la gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda la
111
posteridad, no sólo a los que son de la ley, sino también a los que son de la
fe de Abraham, el cual es padre de todos nosotros (como está escrito: Te
he hecho padre de muchas naciones) delante de aquel en quien creyó, es
decir, Dios, que da vida a los muertos y llama a las cosas que no existen,
como si existieran”. Así, en su sentido más real y elevado, Abraham fue el
padre de los creyentes y solo de ellos, ya sean judíos o gentiles. En Juan
8:39 y 44, Cristo enfáticamente niega que Abraham fuera el padre de los
judíos incrédulos de sus días.
“Y estableceré mi pacto contigo y con tu descendencia después de ti, por
todas sus generaciones, por pacto eterno” (Gén.17:7). El cumplimiento de
esto fue prefigurado cuando Israel según la carne fue introducido en un
pacto con Dios en Sinaí, en donde formalmente Él se estableció como Dios
de ellos y los reconoció como pueblo suyo (Éx.19:5-6; Lev.26:12, etc.).
Pero el cumplimiento real y definitivo de Génesis 17:7 guarda relación con
el Israel espiritual: los hijos de fe de Abraham y esto mediante “un mejor
pacto”. En consecuencia, a la verdadera casa de Israel le dice: “Pondré mis
leyes en la mente de ellos, y las escribiré sobre sus corazones. Y yo seré su
Dios, y ellos serán mi pueblo… Pues tendré misericordia de sus
iniquidades, y nunca más me acordare de sus pecados” (Heb.8:10, 12).
“Y te daré a ti, y a tu descendencia después de ti, la tierra de tus
peregrinaciones, toda la tierra de Canaán como posesión perpetua; y yo
seré su Dios” (Gén.17:8). La conquista y posesión de la tierra de Canaán
por parte de Israel durante los días de Josué fue el cumplimiento menor y
figurativo de esta promesa. Como ya vimos, su cumplimiento espiritual
yace en la posesión de aquella “patria mejor” que todos los que son de la
fe de Abraham tendrán por heredad perpetua. Así es como los mismos
patriarcas entendieron también la promesa, como inequívocamente lo
evidencia Hebreos 11:9-16. Su fe estaba más precisamente dirigida hacia
la “patria celestial”, de la que la terrenal era un emblema.
La misma verdad es enseñada claramente a través del razonamiento que
nuestro Señor ofreció a los Saduceos, que negaban todo lo espiritual. “Pero
que los muertos resucitan, aun Moisés lo enseñó, en aquel pasaje sobre la
zarza ardiendo, donde llama al Señor, el Dios de Abraham, y Dios de
Isaac, y Dios de Jacob” (Luc.20:37). Las promesas del pacto enseñaron a
los patriarcas que su resurrección y glorificación eran necesarias en
función de su cumplimiento. La “Canaán” que habrían de habitar tras ser
resucitados habría de estar, no en la tierra, sino en el cielo. Esto queda más
que claro por lo que el Señor venía diciendo en esta misma conversación:
“La gente de este mundo [la Canaán terrenal sobre la cual estaban entonces
los Saduceos] se casa y se da en casamiento... Pero en cuanto a los que
sean dignos de tomar parte en el mundo venidero [la Canaán celestial] por
la resurrección [siendo preparados para su nueva morada]: ésos no se
112
casarán ni serán dados en casamiento, ni tampoco podrán morir, pues serán
como los ángeles. Son hijos de Dios porque toman parte en la
resurrección” (vs.34-36, NVI).
El apóstol Pablo ofrece una exposición de las promesas del pacto en
perfecta armonía con las palabras del Señor Jesús que acabamos de
considerar. En su defensa ante el rey Agripa no titubeó en decir, en
presencia de todos los líderes judíos (Hech.25:7): “soy sometido a juicio
por la esperanza de la promesa hecha por Dios a nuestros padres: que
nuestras doce tribus esperan alcanzar al servir fielmente a Dios noche y
día. Y por esta esperanza, oh rey, soy acusado por los judíos” (Hech.26:6-
7). ¿Y cuál era esa promesa? ¿Su libre y feliz goce de la tierra de
Palestina? Ciertamente no, sino que dice: “¿Por qué se considera increíble
entre vosotros que Dios resucite a los muertos?” (vs.8). Del mismo modo,
estando ante Félix declaró: “Pero esto admito ante ti, que según el Camino
que ellos llaman secta, yo sirvo al Dios de nuestros padres, creyendo todo
lo que es conforme a la ley y que está escrito en los profetas; teniendo la
misma esperanza en Dios que éstos también abrigan, de que ciertamente
habrá una resurrección tanto de los justos como de los impíos”
(Hech.24:14-15).
¿Pero en donde figura la promesa hecha a los padres de la resurrección de
los muertos “conforme a la ley”? Y la respuesta es que en ningún lado,
excepto en las promesas del pacto hechas a Abraham y repetidas a Isaac y
Jacob. Aunque tampoco figura allí, salvo en el sentido en que recién
fueron explicadas. Dios levantará de la muerte a toda la simiente espiritual
de Abraham y les dará “por heredad perpetua” la Canaán de arriba, de la
que la terrenal actuaba como sombra y emblema. Con razón James
Haldane señaló que “un gran artilugio mediante el cual Satanás ha tenido
éxito en corromper el Evangelio, ha sido el entremezclar [o podríamos
decir: confundir] el cumplimiento literal y espiritual de estas promesas, al
confundir el viejo pacto con el nuevo. Esto se deja ver en los intentos
hechos por aplicar a la `simiente´ carnal de los creyentes (cristianos) las
promesas hechas a la `simiente espiritual de Abraham´”.
No ignoramos que muchos de nuestros lectores son propensos a objetar
fuertemente lo que ellos dirían ser un método de interpretación
“espiritualizante”. Pero debemos señalar que esto de dotar a las promesas
del pacto un significado “literal” como “espiritual” no es una teoría
inventada para servir a cierto fin, sino que está en plena consonancia y es
algo exigido por cada parte de la dispensación del Antiguo Testamento, en
donde lo terrenal era empleado para prefigurar realidades espirituales;
tipos apuntando a sus antitipos. Tomemos por ejemplo el templo. En lo
que respecta a la letra era “la casa de Dios”, pero espiritualmente lo son
también Cristo y su iglesia. De este modo, llamar ahora a cualquier
113
edificio terrenal como “casa de Dios” cae muy por debajo del sentido que
la expresión en sí misma conlleva cuando es empleada para referirse a la
iglesia de Cristo; tal como llamar “pueblo de Dios” a la nación de Israel
caía muy por debajo del significado de la expresión cuando dicha frase era
aplicada al Israel espiritual (Gál.6:16).
Se dicen cosas de la casa de Dios en la letra que solo alcanzan su plena
realización cuando son entendidas espiritualmente. Salomón declaró:
“Ciertamente yo te he edificado una casa majestuosa, un lugar para tu
morada para siempre” (1 Reyes 8:13). Ahora, la incongruencia que se
presenta en suponer que Aquel a quien “los cielos de los cielos no pueden
contener” habrá de habitar por siempre en una casa material y terrenal
como “lugar para su morada”, solo es quitada cuando se entiende referida
a lo espiritual. El cuerpo de Cristo (entendido personal y místicamente) es
el único “templo” (Juan 2:19-21; Ef.2:18-22) en donde esto halla su real
expresión. Esto no es algo abierto a discusión: Dios no habitó “para
siempre” en el templo que hizo Salomón, porque el mismo fue destruido
hace miles de años. Pero en su templo espiritual esto alcanza su
cumplimiento cúlmine. Y es conforme a este mismo principio que las
promesas del pacto deben ser interpretadas: siendo las cosas temporales
allí prometidas nada más que figuras de aquellas “cosas mejores” que Dios
prometió derramar sobre los hijos creyentes de Abraham.
Repasando el terreno cubierto, permítanos señalar que el propósito
principal de este pacto era dar a conocer la estirpe de la cual vendría el
Mesías. En segundo lugar, este pacto revelaba que el propósito último de
Dios era la difusión universal de los beneficios que anunciaba. Antes de
Nimrod, la raza entera hablaba un mismo idioma y eran capaces de
mantener una relación con facilidad. Pero tras la confusión de lenguas,
fueron separados y esparcidos sobre el extranjero y todos cayeron en un
estado de apostasía ante Dios. Cuando por entonces Abraham fue llamado
y su familia escogida como a quienes Dios habría de revelarles su voluntad
– llamándolos a su servicio por su sola gracia – ciertamente sería algo
natural inferir que el resto de las naciones habían quedado totalmente
abandonadas a sus propias maquinaciones, y que únicamente la nación
favorecida habría de participar en los triunfos del Libertador viniente. Es
iluminador observar cómo esta conclusión lógica, pero sin embargo
errónea, fue anticipada por Dios desde el principio y refutada por los
propios términos del pacto con Abraham.
Ciertamente el patriarca y sus descendientes fueron apartados de todos los
demás. Se les dieron privilegios particulares y bendiciones del más alto
grado. Pero al hacerlo, el Señor claramente indicó que se los daba como
fiduciarios y que la teocracia israelita era solo algo temporal. Porque en
Abraham “serán benditas todas las familias de la tierra”. Así, pues, se daba
114
claro anuncio de que llegaría el tiempo cuando la pared intermedia de
separación sería derribada y todo impedimento removido, en donde las
bendiciones de Abraham se extenderían a un círculo mucho más amplio.
Los arreglos externos del pacto simplemente fueron algo necesario en ese
entonces, con miras de asegurar resultados mucho más grandes y
comprehensivos. “Y en tu simiente serán bendecidas todas las naciones de
la tierra” (Gén.22:18) era un claro anuncio del alcance internacional de la
misericordia divina.
De este modo, el pacto Abrahámico entendido como un todo, no solo
indicaba el linaje del cual habría de venir el Mesías – anunciando los
arreglos temporales y necesarios en orden de su aparición, y el alcance que
alcanzaría su gloriosa obra – sino que también trajo hacia una luz mucho
más clara la relación que (en consecuencia de todo ello) Dios se había
dignado a mantener con sus redimidos. Y proporcionaba también un
notable indicio y tipificación de la naturaleza de las bendiciones que, en
virtud de dicha relación, quiso derramar sobre ellos. Fue un despliegue
magnífico de la revelación; era el evangelio en figuras. Así lo entendió el
Nuevo Testamento (Juan 8:56; Gál.3:8). El apóstol Pablo se refiere al
pacto Abrahámico una y otra vez como prefigurando e ilustrando los
privilegios derramados sobre los cristianos, y como el principio sobre el
cual se otorgan esos privilegios: una fe evidenciada por la obediencia.
Capítulo VIII.
Las grandes promesas del pacto Abrahámico originalmente dadas al
patriarca figuran en Génesis 12:2-3, 7. El pacto fue solemnemente
ratificado bajo sacrificio haciéndolo inviolable en Génesis 15:9-21. La
señal y sello del pacto, la circuncisión, se nos presenta en Génesis 17:9-14.
El pacto fue confirmado mediante juramento divino en Génesis 22:15-18,
lo que dio fundamento a un “fortísimo consuelo” (Heb.6:17-19). No
hubieron dos pactos distintos concertados con Abraham (como los
bautistas de antaño solían decir): uno tocante a las bendiciones espirituales
y otro a los beneficios temporales. El pacto era uno y tenía un propósito
espiritual especial, en el que las tratativas temporales y los privilegios
menores disfrutados por la nación de Israel estaban estrictamente
subordinados, siendo necesarios mientras tanto no existan los medios para
asegurar aquellos resultados más sublimes.
Es cierto que los contenidos del pacto eran de un carácter mixto e
involucraban a la descendencia natural y a la espiritual, y recibían sus
promesas un cumplimiento de tipo menor y otro de tipo mayor. Tenía que
haber un cumplimiento temporal para sus descendientes naturales aquí en
la tierra y un cumplimiento eterno de las promesas por parte de sus hijos
espirituales en el cielo. A menos que esta perspectiva dual de los
contenidos del pacto sea tenida en mente, será imposible alcanzar un
115
entendimiento claro y adecuado de ellos. Debido a esto, es altamente
esencial que sepamos distinguir finamente entre ambos, para que no
caigamos en el error de los que dicen que las bendiciones espirituales
pertenecían, no solo a la simiente carnal de Abraham, sino también a la de
los cristianos. Las bendiciones espirituales no pueden ser comunicadas
mediante propagación carnal.
No existe pasaje más claro que Romanos 9:6-8 para establecer lo dicho:
“Porque no todos los descendientes de Israel son Israel; ni son todos hijos
por ser descendientes de Abraham, sino que por Isaac será llamada tu
descendencia. Esto es, no son los hijos de la carne los que son hijos de
Dios, sino que los hijos de la promesa son considerados como
descendientes”. No todos los descendientes de Abraham tuvieron parte en
las bendiciones espirituales a él prometidas, porque a algunos de ellos
Cristo les dijo: “moriréis en vuestros pecados” (Juan 8:24), lo cual fue
prefigurado en el hecho de que tanto Ismael como Esaú fueron excluidos
de los privilegios temporales gozados por la descendencia de Isaac y
Jacob. Ni todos los hijos de los cristianos entran en los privilegios
espirituales prometidos a Abraham, sino solo aquellos que desde la
eternidad fueron escogidos para salvación. Y quiénes son, es algo que no
puede saberse hasta el momento en que crean: “sabed que los que son de
fe, éstos son hijos de Abraham” (Gál.3:7).
En siguiente lugar, permítanos señalar que el pacto era estrictamente
peculiar a Abraham. Porque en ninguno de los dos testamentos se dice que
el pacto con Abraham haya sido hecho en representación de todos los
creyentes, ni que les haya sido otorgado. Lo que el pacto aseguraba a
Abraham, era que él definitivamente tendría una simiente y que Dios sería
el Dios de la misma. Pero a los cristianos no se les otorgó ninguna garantía
de que Dios sería el Dios de sus descendencias, ni tampoco de que fueran a
ser padres alguna vez. De hecho, muchos de ellos no poseen descendencia,
por lo que no pueden tener el pacto de Abraham. Ese pacto fue algo
particular a su persona, como el pacto que Dios hizo con Finees: “y será
para él y para su descendencia después de él, un pacto de sacerdocio
perpetuo” (Num.25:13); y como el pacto de realeza que Dios estableció
con David y su descendencia (2 Sam.7:12-16). En cada uno de esos casos
había una promesa por parte de Dios asegurando una descendencia y, de
no haberles nacido hijos a estos hombres, Dios habría quebrantado su
pacto.
Obsérvense las promesas originales hechas a Abraham: “Haré de ti una
nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás
bendición. Bendeciré a los que te bendigan, y al que te maldiga, maldeciré.
Y en ti serán benditas todas las familias de la tierra” (Gén.12:2-3) ¿Acaso
le ha prometido Dios a cada cristiano hacer de él una “nación grande”? ¿O
116
que “engrandecería su nombre”, haciéndolo ilustre como el del patriarca?
¿O que en “en él serían benditas todas las familias de la tierra”? No hay
lugar a discusión, tales preguntas se contestan solas. Nada puede ser más
absurdo y extravagante que suponer que cualquiera de estas promesas nos
hayan sido hechas a nosotros.
Si Dios fuera a cumplir el pacto con Abraham y su simiente a cada
creyente y su simiente, entonces lo haría en plena consonancia con los
términos del mismo. Pero si nos volvemos a él y examinamos
cuidadosamente sus contenidos, enseguida notaremos que no han de ser
cumplidos en todos los creyentes, además de Abraham. En ese pacto, Dios
prometió a Abraham que sería “padre de multitud de naciones”, que “reyes
saldrían de él”, y que “le daría a él y a su descendencia después de él, la
tierra de sus peregrinaciones, toda la tierra de Canaán como posesión
perpetua” (Gén.17:5-8). Pero los cristianos no son hechos padres de
multitud de naciones, no salen reyes de ellos, ni sus descendientes ocupan
la tierra de Canaán, ya sea literal o espiritualmente. ¿Cuánto puede un
creyente piadoso afligirse con David y decir: “No es así mi casa para con
Dios; sin embargo, él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas
las cosas, y será guardado, aunque todavía no haga él florecer toda mi
salvación y mi deseo” (2 Sam.23:5, RVR´60)?
El pacto no establecía ninguna relación espiritual entre Abraham y su
descendencia; mucho menos lo hará con cada creyente y sus niños.
Abraham no fue el padre espiritual de su descendencia natural, porque las
cualidades espirituales no pueden propagarse carnalmente. ¿Acaso fue el
padre espiritual de Ismael y de Esaú? Claro que no. En cambio, Abraham
es “padre de todos los que creen” (Rom.4:11). En cuanto a su
descendencia según la carne, la Escritura dice que Abraham era el “padre
de la circuncisión para aquellos que, no solamente son de la circuncisión,
sino que también siguen en los pasos de la fe que tenía nuestro padre
Abraham cuando era incircunciso” (Rom.4:12). ¿Qué puede ser más claro?
Lejos esté de nosotros añadir a la Palabra de Dios. Ninguna práctica o
teoría, sin importar cuán venerable o practicada sea, podrá sostenerse si la
Escritura no la establece ni la abala claramente.
Puede que surja la pregunta: ¿pero los cristianos no están bajo el pacto
Abrahámico? En vista de la ausencia de una palabra por parte de la
Escritura que lo corrobore respondemos que no. Sin duda que la bendición
de Abraham alcanzó a los gentiles [creyentes] a través de Cristo
(Gál.3:14); y cuál es la bendición, ya el mismo pasaje nos lo dice: “para
que recibiéramos la promesa del Espíritu mediante la fe”. Dicha bendición
no consiste en generar una relación espiritual entre los creyentes y sus
hijos, sino que es particular, en respuesta al ejercicio de su fe. Más claro
aún es Gálatas 3:9 al definir que significa que la “bendición de Abraham”
117
haya alcanzado a los gentiles: “Así que, los que son de fe son bendecidos
con Abraham, el creyente” (Gál.3:9). Y otra vez: “sabed que los que son
de fe, éstos son hijos de Abraham” (vs.7). Los únicos hijos espirituales de
Abraham son los de la fe.
Pasaremos ahora a considerar el sello del pacto. “Dijo además Dios a
Abraham: Tú, pues, guardarás mi pacto, tú y tu descendencia después de ti,
por sus generaciones. Este es mi pacto que guardaréis, entre yo y vosotros
y tu descendencia después de ti: Todo varón de entre vosotros será
circuncidado. Seréis circuncidados en la carne de vuestro prepucio, y esto
será la señal de mi pacto con vosotros. A la edad de ocho días será
circuncidado entre vosotros todo varón por vuestras generaciones;
asimismo el siervo nacido en tu casa, o que sea comprado con dinero a
cualquier extranjero, que no sea de tu descendencia. Ciertamente ha de ser
circuncidado el siervo nacido en tu casa o el comprado con tu dinero; así
estará mi pacto en vuestra carne como pacto perpetuo. Mas el varón
incircunciso, que no es circuncidado en la carne de su prepucio, esa
persona será cortada de entre su pueblo; ha quebrantado mi pacto”
(Gén.17:9-14).
Si buscamos dar con el significado de este pasaje, nuestro mejor
proceder será considerarlo a la luz que arroja el Nuevo Testamento. Allí se
nos dice que Abraham “recibió la señal de la circuncisión como sello de la
justicia de la fe que tenía mientras aún era incircunciso, para que fuera
padre de todos los que creen sin ser circuncidados, a fin de que la justicia
también a ellos les fuera imputada” (Rom.4:11). La primera observación
que haremos sobre este versículo es que afirma la unidad del pacto
Abrahámico, dado que en Romanos 4:3 el apóstol había citado de Génesis
15 – en donde la palabra pacto surge por primera vez en relación a
Abraham – y ahora hace uso de Génesis 17, lo que indica que en ambos
pasajes se está hablando de uno y el mismo pacto. La diferencia principal
entre esos dos pasajes es que uno nos da una perspectiva del lado divino
(ratificando el pacto) y el otro desde el aspecto humano (en cuanto a
guardar el pacto y obedecer al mandamiento).
Lo siguiente que observaremos es que la circuncisión era un “sello de la
justicia de la fe que tenía mientras aún era incircunciso”. Y una vez más,
decimos: cuidémonos de añadir a la Palabra de Dios, porque la Escritura
en ningún lado dice que la circuncisión fuese un sello para nadie a parte de
a Abraham; y aun en su caso, lejos estaba de transmitirle alguna gracia
espiritual, sino que simplemente confirmaba aquello que ya le había sido
prometido. Como un sello de Dios, la circuncisión era un anticipo o
garantía divina en cuanto a que de él surgiría la simiente que habría de
traer bendición a todas las naciones, asegurándole también la justificación
por la fe sola.
118
No era un sello de su fe, sino de aquella justicia que a su debido tiempo
sería obrada por el Mesías y Mediador. La circuncisión no era un
memorial de algo ya acontecido, sino una prenda de aquello que aún era
futuro: la rectitud justificante que había de ser obrada por Cristo.
¿Pero no mandó Dios que todos los varones de la casa de Abraham y su
descendencia fueran también circuncidados? Así es y en ese mismo hecho
hallamos confirmación explícita de lo que acabamos de decir. ¿Qué obró el
sello de la circuncisión sobre los siervos y esclavos de Abraham? Nada.
“La circuncisión no señalaba ni sellaba las bendiciones del pacto a
los individuos que, por orden divina, les era administrada. No hacía
que los circuncisos fuesen contados como herederos de las promesas
temporales o espirituales. No estaba destinada a `marcarlos´
individualmente como herederos. Ni siquiera lo hizo en los casos de
Isaac y Jacob quienes, por nombre, fueron designados coherederos
con Abraham. Su participación en las promesas les fue asegurada al
darles Dios el pacto expresamente, pero no se representaba en su
circuncisión. La circuncisión no definía ninguna condición y no tenía
aplicación personal para ningún hombre sino solo a Abraham. Era el
símbolo de su pacto y, como tal, aplicaba a todas sus promesas; pero
no indicaba que los circuncisos fuesen individualmente partícipes de
las mismas. El pacto prometía a Abraham una descendencia
numerosa y la circuncisión, como símbolo del pacto, sería señal de
ello. Pero eso no aplicaba para ningún otro. Todo otro circunciso –
con excepción de Isaac y Jacob, a quienes Dios les entregó el pacto
formalmente – tranquilamente podría haber quedado sin
descendencia.
La circuncisión no le aseguraba a ningún otro individuo que una
porción de la vasta simiente de Abraham sucedería de él. El pacto
prometía que todas las naciones serían bendecidas en Abraham, que
el Mesías sería su descendiente. Pero la circuncisión no obraba como
señal para ningún otro en cuanto a que el Mesías sería su
descendiente. Incluso a Isaac y Jacob esta promesa también se les dio
en forma personal, no estando implicada en su circuncisión. Según el
pacto, el Mesías debía salir de uno de la raza de Abraham y la
circuncisión era señal de ello. Así que menos podría la circuncisión
haber sido una `señal´ de eso para los sirvientes de Abraham, que ni
siquiera eran de su linaje. Para los tales, ni siquiera las promesas
temporales les eran `señaladas´ o selladas por la circuncisión. El
pacto aseguraba a los descendientes de Abraham la posesión de
Canaán, pero para los esclavos y extranjeros, que no gozaban de
ninguna herencia allí, definitivamente no podía obrar como señal de
ello” (Alexander Carson, 1860).
119
Que la circuncisión no “sellaba” nada para nadie, sino únicamente a
Abraham, está más que claro por el hecho de que fue administrada a
quienes no tenían ningún interés personal en el pacto. Abraham no solo
aplicó la circuncisión a sus siervos y esclavos, sino que en Génesis 17:23
leemos que circuncido también a Ismael, ¡quien explícitamente fue
excluido del pacto! No hay forma de evadir semejante argumento, y resulta
imposible reconciliarlo con las ideas tan populares que hoy se tienen sobre
este pacto. Aún más, la circuncisión no estaba subyugada a la voluntad, ni
tampoco se daba en referencia a la fe, sino que era obligatoria en toda
circunstancia: “Ciertamente ha de ser circuncidado el siervo nacido en tu
casa o el comprado con tu dinero” (Gén.17:13), y los que se rehúsen
“serán cortados de entre su pueblo” (vs.14). ¡Cuán diferente era del
bautismo cristiano!
Podría preguntarse: “si, entonces, la circuncisión no sellaba nada para
cuantos la recibían sino únicamente a Abraham, ¿por qué Dios ordenó que
se la administrase a todos sus descendientes masculinos?” Primero,
porque era la marca que Dios eligió para distinguirlos de toda otra nación
como pueblo del cual había de venir el Mesías. Segundo, porque servía
como recordatorio constante de que la Simiente prometida saldría del
tronco de Abraham: por eso, al poco tiempo de su venida, Dios quitó la
circuncisión. Tercero, a causa de su prefiguración típica. Ser nacido de la
simiente natural de Abraham ya daba derecho a la circuncisión y a la tierra
prometida, lo cual era una figura del derecho a la heredad celestial que
tienen los que son nacidos del Espíritu. Los sirvientes y esclavos de la casa
de Abraham, “comprados con dinero”, prefiguraban muy preciosamente la
verdad de que los que entran al reino de Cristo son “comprados” con su
sangre.
Es un error suponer que el bautismo ha venido a reemplazar a la
circuncisión. Como el sacrificio de Cristo suplantó a los sacrificios del
Antiguo Testamento, como el sacerdocio de Cristo ha venido a reemplazar
al Aarónico, así también lo que sucedió a la circuncisión es la circuncisión
espiritual, que los creyentes tienen en y por Cristo: “en El también fuisteis
circuncidados con una circuncisión no hecha por manos, al quitar el cuerpo
de la carne mediante la circuncisión de Cristo” (Col.2:11): ¡qué simple!
¡Cuán satisfactorio! Y luego, de forma adicional, dice: “habiendo sido
sepultados con El en el bautismo, en el cual también habéis resucitado con
El” (vs.12): decir que estos dos versos quieren decir: “siendo sepultados
con él en el bautismo, son circuncidados”, sería forzar la Escritura. Lo
reafirmo, no quiere decir eso de ninguna manera. El verso 11 declara que
la circuncisión cristiana es “no hecha por manos” ¡y el bautismo es
administrado por manos! La circuncisión "no hecha por manos, al quitar
[judicialmente delante de Dios] el cuerpo de la carne mediante la
circuncisión de Cristo” ha venido a reemplazar a la circuncisión hecha con
120
manos. La circuncisión de Cristo vino a tomar el lugar de la circuncisión
de la ley. En ninguna parte del Nuevo Testamento se habla del bautismo
como del sello del nuevo pacto; sí dice que lo es el Espíritu Santo: véase
Efesios 1:13; 4:30.
Resumiendo. El propósito principal del pacto de Dios con Abraham era dar
a conocer que a través suyo vendría Aquel que iba a bendecir a todas las
familias de la tierra. Las promesas recibirían un cumplimiento más bajo y
otro más elevado, conforme tendría dos tipos de descendencias: hijos
naturales y espirituales: “de ti saldrán reyes” (Gén.17:6); compare con
Apocalipsis 1:6; “tu descendencia poseerá la puerta de sus
enemigos”(Gén.22:17); compare con Colosenses 2:15, Romanos 8:37 y 1
Juan 5:4. Abraham es llamado “padre”, no en un sentido federal o
espiritual, sino porque es la cabeza del clan de fe, el modelo al cual son
conformados los creyentes. Los cristianos no están bajo el pacto
Abrahámico, aunque sí son “bendecidos con él” al serles contada su fe por
justicia. A pesar de que en el Nuevo Testamento los creyentes no figuran
bajo el pacto Abrahámico, si son, debido a su unión con Cristo, herederos
de su misma herencia espiritual.
Ahora, solo nos resta indicar en qué aspectos el pacto Abrahámico
prefiguraba al pacto eterno. Primero, anunciaba el alcance global de la
misericordia divina: gente de todas las naciones figuran en los escogidos
por gracia. Segundo, daba a conocer el tronco designado del cual vendría
el Mesías y Mediador. Tercero, anunciaba que únicamente la fe podía
asegurar tener parte en las bendiciones prometidas por Dios. Cuarto, en la
figura de Abraham como padre de todos los creyentes se prefiguraba el
hecho de Cristo como el Padre de su simiente espiritual (Isa.53:10-11).
Quinto, en el llamado de Abraham a dejar su tierra y su parentela, y pasar
a ser peregrino en tierra extraña, se tipificaba a Cristo dejando los cielos
para morar en la tierra. Sexto, como el “heredero del mundo” (Rom.4:13),
Abraham prefiguraba a Cristo como el “heredero de todas las cosas”
(Heb.1:2). Séptimo, en la promesa de darle Canaán a su descendencia,
tenemos una figura de la herencia celestial que Cristo adquirió para su
pueblo.
(Es realmente triste que el pueblo de Dios sufra divisiones por el tema del
bautismo. Aunque tenemos convicciones muy serias al respecto, nos
hemos abstenido de insistir en el asunto – o siquiera de presentarlo – en el
presente estudio. Pero parece imposible tratar fielmente con el pacto
Abrahámico sin hacer una breve alusión al respecto. Hemos procurado
escribir de forma moderada sobre el asunto, evitando toda expresión dura y
las críticas innecesarias. Confiamos en que el lector sabrá recibirlo
amablemente conforme al espíritu con que fue escrito).

121
QUINTA PARTE:
EL PACTO SINAÍTICO
Capítulo I.
Creemos que esta sección del libro no despertará un gran interés en varios
de nuestros lectores. Sin embargo, rogamos que sepan sobrellevarlo con
amabilidad por amor de los que ansiosamente esperan contar con una
exposición sistemática del tema. Escribimos mayormente para los que
desean responder a preguntas tales como: ¿Cuál fue exactamente la
naturaleza del pacto que Dios concertó con Israel en el Sinaí? ¿Tenía que
122
ver solo con el bienestar temporal como nación, o también establecía las
exigencias de Dios a nivel personal para que los individuos gozaran de las
bendiciones eternas? ¿Aparecía un cambio radical en la revelación de Dios
hacia el hombre y en cuanto a lo que exigía de él? ¿Se introducía un
“camino de salvación” totalmente distinto? ¿En dónde se relaciona este
pacto con los otros? (sobre todo con el pacto eterno de gracia y el Adámico
de obras) ¿Estaba en armonía con el primero o era más bien una reedición
del segundo? ¿Qué clase de pacto era, uno lineal o uno mixto? es decir,
¿tenía solo un significado “literal” de lo terrenal o también poseía uno
“espiritual” de lo eterno? ¿Cuál fue su contribución al despliegue
progresivo del plan y propósito divinos?
Pensamos que es de vital importancia tener una concepción clara acerca de
la naturaleza precisa y del significado de aquella transacción majestuosa
ocurrida en Sinaí, cuando Jehová proclamó los Diez Mandamientos a
oídos de Israel. Si prestamos atención, nadie puede fallar en discernir que
marcó una época memorable en la historia de ese pueblo. Pero fue mucho
más que eso. Poseía un significado mucho más profundo y extenso: marcó
el comienzo de una nueva era en la historia de la humanidad. Fue un paso
trascendental en la dispensación divina para con la raza caída. Sin
embargo, hay que reconocer con sinceridad que el tema es tan difícil como
importante. La gran diversidad de opiniones entre los teólogos y eruditos
que han estudiado el tema da prueba de ello. Sin embargo, esto no es razón
para desesperarnos y pensar que no podremos obtener claridad al respecto.
En lugar de eso, debería llevarnos a Dios para clamar por Su ayuda, para
continuar nuestro estudio de manera cautelosa, humilde y cuidadosa.
¿Cuál fue el carácter específico de la transacción que Jehová realizó con
Israel en Sinaí? No podemos negar que en esa ocasión hubo un pacto de
bona fide. De hecho, en Éxodo 19:5, se emplea el término “pacto”: “Ahora
pues, si en verdad escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis mi especial
tesoro entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra”. Así que, otra
vez leemos: “Luego tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, y
ellos dijeron: Todo lo que el Señor ha dicho haremos y obedeceremos.
Entonces Moisés tomó la sangre y la roció sobre el pueblo, y dijo: He aquí
la sangre del pacto que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas
palabras” (Ex.24:7-8). Años más tarde, remembrando los tratos de Dios
con Israel, Moisés dijo: “El Señor nuestro Dios hizo un pacto con nosotros
en Horeb” (Deu.5:2). No solo que la palabra pacto es utilizada, sino que
además, en la transacción del Sinaí, figuran todos los elementos que hacen
al pacto. (1) El Señor e Israel: las partes contratantes; (2) el “si en verdad
escucháis [obedecéis] mi voz”, la condición; (3) el “seréis para mí un reino
de sacerdotes y una nación santa”, la promesa (Éx.19:6); (4) las
maldiciones de Deuteronomio 28:15, la pena, y así.

123
Pero, ¿cuál era la naturaleza y el propósito de éste pacto? ¿Acaso Dios se
mofaba de sus criaturas caídas al renovarles formalmente el pacto de obras
(Adámico)? ¿no era este último un pacto que ya habían quebrantado, bajo
la maldición del cual todos se hallan por naturaleza, y del cual sabía que
no podrían guardarlo ni siquiera por una hora? Una pregunta así se
responde sola. O más bien, podemos decir que Dios hizo con Israel de la
forma en que hace ahora con Su pueblo: primero redimirlos y luego
situarlos bajo la ley como norma de vida, como estándar de conducta.
Pero, si ese fuera el caso, ¿por qué entrar en éste “pacto” formal? Incluso
Fairbairn dirime la cuestión diciendo que la forma de un pacto aquí es
irrelevante. Pero justamente, es esta forma de pacto en Sinaí lo que debe
considerarse. Los cristianos no son puestos bajo la ley como un pacto,
aunque sí lo están como norma de conducta. Ningún provecho saldrá de
esquivar las dificultades o negar su existencia, debemos lidiar con ellas de
manera temerosa y en oración.
Personalmente, no tengo dudas de que muchos se han extraviado al
considerar las enseñanzas derivadas de los tipos en la historia de Israel y
sus respectivos antitipos en la experiencia cristiana, fallando en observar
debidamente los contrastes y comparaciones entre ellos. Es cierto que la
liberación de Israel de la esclavitud egipcia prefiguraba la redención de los
escogidos de Dios de Satanás y del pecado. Sin embargo, no hay que
olvidar que la mayoría de los libertos de la esclavitud faraónica perecieron
en el desierto y que no pudieron entrar en la tierra prometida. Y en este
punto no somos abandonados a nuestro mero razonamiento. Dice la
Escritura inspirada:
“Mirad que vienen días, dice el Señor, en que estableceré un nuevo
pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá; no como el pacto
que hice con sus padres el día que los tome de la mano para sacarlos
de la tierra de Egipto; porque no permanecieron en mi pacto, y yo me
desentendí de ellos, dice el Señor” (Heb.8:8-9).
De este modo, podemos decir con autoridad divina que los tratos de Dios
con Israel en Sinaí no eran un paralelo de los tratos con Su pueblo bajo el
evangelio, ¡sino un contraste!
Herman Wistsius adopta la postura de que el convenio en Sinaí no se
trataba, formalmente, ni del pacto de gracia ni del de obras, sino más bien
de un pacto nacional que presuponía a ambos y que prometía “no solo
bendiciones temporales, sino también espirituales y eternas”. Hasta aquí
todo bien. Pero cuando afirma que la condición propuesta por este pacto
era “una obediencia sincera a los mandamientos, aunque no perfecta en
todos sus aspectos”, ciertamente no podemos estar de acuerdo. Wistsius
sostenía que el pacto Sinaítico difería del pacto de obras porque no
permitía, ni daba lugar a la aceptación de una obediencia – aunque sincera
124
– imperfecta. También sostenía que difería del pacto de gracia porque no
poseía ninguna promesa de fortalecer a Israel y capacitarlo para rendir la
obediencia exigida. Aunque verosímil, su posición no es solo errónea, sino
también muy peligrosa. Dios jamás prometió al hombre vida eterna sobre
la condición de una obediencia, aunque imperfecta, sincera. Semejante
idea implica tirar por la borda todo el argumento de Romanos y Gálatas.
Thomas Bell (1814), en su extensa obra The Covenants (Los Pactos),
insiste en que “el pacto de obras fue entregado desde el Sinaí, pero de
forma subordinada al Pacto de Gracia”. Un pensador tan preciso seguro
que percibió las dificultades que dicho postulado implicaba. Sin embargo,
sale del paso de una forma bastante extraña. Apelando a Deuteronomio
29:1, Bell argumenta que Dios hizo “dos pactos distintos con Israel”, y que
“el concertado en Moab era el Pacto de Gracia”, y que los dos pactos
mencionados en Deuteronomio 29:1 son tan opuestos como la justicia que
es por la ley lo es de la justicia de la fe”. No vamos a ponernos a demostrar
la inconsistencia y lo impropio de semejante inferencia. Bastará decir que
es más improbable argüir que Dios concertó con Abraham dos pactos
totalmente distintos (en Génesis 15 y 17). El pacto en Moab fue una
renovación del Sinaítico, tal como los dados a Isaac y Jacob lo fueron del
pacto original hecho con Abraham.
Una idea muy diferente fue la promovida por los Hermanos de Plymouth
(hermanos libres). Darby (un aficionado a lo novedoso) promovió la teoría
de que en el Sinaí, Israel cometió un error fatal al abandonar
deliberadamente el principio de recibirlo todo en base a la gracia de Dios
al acceder, en su necedad y autosuficiencia, a ganarse Su favor. La idea es
que cuando Dios renovó Sus misericordias para con ellos (Éx.19:4)
diciendo, “Ahora pues, si en verdad escucháis mi voz y guardáis mi pacto,
seréis mi especial tesoro entre todos los pueblos” (vs.5), Israel pervirtió la
intención y el sentido original de esas palabras atreviéndose a responder:
“haremos todo lo que el Señor ha dicho”, evidenciando así su carnalidad y
orgullo. Esa respuesta es considerada como las más desastrosas palabras,
que derivaron en los resultados más funestos, porque supone que desde esa
ocasión Dios cambió completamente su actitud hacia el pueblo.
En su Synopsis (Sinopsis), Darby cierra sus comentarios sobre Éxodo 18 y
comienza con el 19 diciendo:
“Habiendo finalizado de este modo la gracia, la escena ahora cambia
por completo. Ya no guardan una fiesta en el monte a donde Dios, tal
como había prometido, los había conducido y los había traído
llevándolos como sobre alas de águilas hacia Él. Les propone una
condición: si obedecen a Su voz, vendrán a ser pueblo Suyo. Pero el
pueblo – en vez de conocerse a sí mismo y decir, `no nos atrevemos
pues, pese al deber de obedecer, a ponernos bajo semejante condición
125
arriesgando así nuestra bendición, que con certeza perderíamos – se
comprometió a hacer todo lo que el Señor había dicho. La bendición
se tornó en dependencia; como Adán dependía de la fidelidad
humana y de la divina… Al pueblo, sin embargo, no le es permitido
acercarse a Dios, quien se oculta en la oscuridad”.
C. H. Mackintosh, en su comentario sobre Éxodo 19 dice lo siguiente:
“La escena de gloria milenaria, que nos presentó el capítulo anterior
[el 18], ha desaparecido. Esa viva imagen del reino, iluminada un
momento por el sol, se ha desvanecido y en su lugar aparecen las
espesas nubes que se van amontonando alrededor de este "monte que
se podía tocar", donde Israel, impulsado por un espíritu de legalismo,
abandonó la alianza de gracia de Jehová por la alianza de las obras
del hombre. ¡Impulso fatal, el cual fue seguido de los más funestos
resultados! Hasta aquí, como hemos visto, ningún enemigo ha podido
subsistir delante de Israel; ningún obstáculo había podido detener su
marcha victoriosa. Los Ejércitos de Faraón habían sido destruidos;
Amalec y los suyos fueron pasados a filo de espada; todo era victoria,
porque Dios intervenía a favor de su pueblo, en virtud de las
promesas que había hecho a Abraham, Isaac y Jacob.
En el principio de nuestro capítulo, Jehová resume de un modo
admirable todo cuanto ha hecho por Israel: véase Éxodo 19:3-6. Note
que Jehová dice: `mi voz y `mi pacto´. Ahora bien, ¿qué decía esta
`voz´? ¿Y qué implicaba este `pacto´? ¿Era acaso que Jehová había
hablado para imponer las leyes y ordenanzas de un legislador severo
e inflexible? Muy al contrario; Jehová había intervenido para
demandar la libertad de los cautivos; para procurar un refugio delante
de la espada del destructor; para preparar un camino a sus redimidos;
para hacer descender el pan del cielo, y hacer manar el agua de la
peña. Así fue como la `voz´ de Jehová, inteligible y llena de gracia,
habló al pueblo hasta el momento en que los hijos de Israel `se
quedaron al pie del monte´ (Vers. 17).
El pacto de Jehová era un pacto de pura gracia, y esta gracia no ponía
ninguna condición, no pedía nada, ni imponía yugo ni carga. Cuando
`El Dios de la gloria apareció a Abraham´ (Hech.7:2) en Ur de los
Caldeos, no le habló diciéndole: `harás esto y esto´ y `no harás esto
ni aquello´. No, un lenguaje parecido no habría sido según el corazón
de Dios. Él prefiere mejor poner una `mitra limpia´ sobre la cabeza
del pecador, que un `yugo de hierro sobre su cuello´ (Zac.3:5;
Deuteronomio 28:48). La palabra de Dios a Abraham fue: `Yo te
daré´. La tierra de Canaán no podía adquirirse por obras humanas;
debía ser precisamente el don de la gracia de Dios. Y en el principio
de este libro del Éxodo hemos visto a Dios visitando a su pueblo en
126
su gracia, para cumplir la promesa que había hecho en favor de la
posteridad de Abraham… Sin embargo, Israel no estaba dispuesto a
ocupar esta alta posición”.
Debido a que muchos fueron desviados por esta enseñanza, nos tomaremos
un tiempo para demostrar cómo no es para nada bíblica. Es un grave error
decir que en el pacto Abrahámico Dios “no ponía ninguna condición, no
pedía nada, ni imponía yugo ni carga”. Como expusimos en nuestros
capítulos del pacto Abrahámico, no debemos confinar la atención a uno o
dos pasajes en particular, sino que hay que considerar todos los tratos de
Dios con el patriarca. ¿Acaso no dijo Dios a Abraham: “anda delante de
mí, y sé perfecto” (Gén.17:1)? ¿No dijo: “Porque yo lo he escogido para
que mande a sus hijos y a su casa después de él que guarden el camino del
Señor, haciendo justicia y juicio, para que el Señor cumpla en Abraham
todo lo que Él ha dicho acerca de él” (Gén.18:19)? Si Abraham había de
recibir el cumplimiento de las promesas divinas, debía “guardar el camino
del Señor”, el cual es definido como “hacer justicia y juicio”, esto es:
andar en obediencia y en sujeción a la voluntad de Dios revelada.
Sumado a esto ¿no confirmó el Señor expresamente su pacto a Abraham
interponiendo juramento al decir: “Por mí mismo he jurado, declara el
Señor, que por cuanto has hecho esto y no me has rehusado tu hijo, tu
único, de cierto te bendeciré grandemente…” (Gén.22:16-17). Es cierto,
benditamente cierto, que el Señor trató con Abraham en pura gracia. Pero
es igualmente cierto que también trató con él como criatura responsable,
como súbdito de la autoridad divina, poniéndolo bajo ley. Tiempo más
tarde, cuando Jehová renovó el pacto con Isaac, dijo: “Y multiplicaré tu
descendencia como las estrellas del cielo, y daré a tu descendencia todas
estas tierras; y en tu simiente serán bendecidas todas las naciones de la
tierra, porque Abraham me obedeció, y guardó mi ordenanza, mis
mandamientos, mis estatutos y mis leyes” (Gén.26:4-5). Eso es lo
suficientemente claro. Más claridad encontramos aún al ver que Dios no
introdujo ningún cambio en Sus tratos con los descendientes de Abraham
cuando en Sinaí dijo a Israel: “Ahora pues, si en verdad escucháis mi voz y
guardáis mi pacto, seréis mi especial tesoro entre todos los pueblos, porque
mía es toda la tierra” (Éx.19:5).
Y la Escritura deja igualmente claro que la nación de Israel ya estaba bajo
la ley aun antes de alcanzar el Sinaí: “Y dijo: Si escuchas atentamente la
voz del Señor tu Dios, y haces lo que es recto ante sus ojos, y escuchas sus
mandamientos, y guardas todos sus estatutos, no te enviaré ninguna de las
enfermedades que envié sobre los egipcios; porque yo, el Señor, soy tu
sanador” (Éx.15:26). ¿No es raro ver a los hombres ignorar pasajes tan
claros? Para que no digan sutilmente que la referencia a los
“mandamientos y estatutos de Dios” en este pasaje era prospectiva – esto
127
es, en miras de la ley que se les iba a dar en breve – note lo siguiente:
“Entonces el Señor dijo a Moisés: He aquí, haré llover pan del cielo para
vosotros; y el pueblo saldrá y recogerá diariamente la porción de cada día,
para ponerlos a prueba si andan o no en mi ley” (Éx.16:4); el significado
de esto es explicado cuando dice, “mañana es día de reposo, día de reposo
consagrado al Señor” (vs.23). Pero ¡Ay! ¡Qué triste fue su respuesta!: “Y
sucedió que el séptimo día, algunos del pueblo salieron a recoger…”
(vs.27). Considere cuidadosamente el reproche que les hace Dios:
“Entonces el Señor dijo a Moisés: ¿Hasta cuándo os negaréis a guardar mis
mandamientos y mis leyes?” (vs.28). De esta manera vemos cómo la
referencia en 16:4 no era prospectiva, sino retrospectiva. Israel ya estaba
bajo la ley mucho antes de alcanzar el Sinaí.
Pero para una mayor refutación de la extraña teoría mencionada
anteriormente, preguntaremos, ¿No fue el Señor quien tomó la iniciativa
en este “abandonamiento” del pacto Abrahámico? Porque Él envió a
Moisés al pueblo con las palabras (Éx.19:5) que, evidentemente,
procuraban una respuesta afirmativa. Otra vez, preguntamos: si su
respuesta nació del orgullo carnal y la autosuficiencia, si demostraba
presuntuosidad y una arrogancia intolerable, ¿por qué entonces no existe
ningún reproche formal? En cambio, el Señor, lejos de mostrarse
disgustado con lo que prometió Israel, dijo a Moisés: “He aquí, vendré a ti
en una densa nube, para que el pueblo oiga cuando yo hable contigo y
también te crean para siempre…” (Éx.19:9). De nuevo, ¿por qué entonces
al repasar esta transacción, Moisés dijo: “Y el Señor oyó la voz de vuestras
palabras cuando me hablasteis y el Señor me dijo: `He oído la voz de las
palabras de este pueblo, que ellos te han hablado. Han hecho bien en todo
lo que han dicho´”, a lo que agrega la frase de deseo: “¡Oh si ellos tuvieran
tal corazón que me temieran, y guardaran siempre todos mis
mandamientos, para que les fuera bien a ellos y a sus hijos para siempre!´”
(Deut.5:28-29).
¡Qué inexcusable e insostenible resulta esta teoría (aceptada por muchos y
promovida por la Biblia Scofield) frente a la luz de los hechos claros y
concretos de la Santa Escritura! Si Israel hubiese actuado tan loca y
presuntuosamente, ¿le habría dado curso el Señor a todas las formalidades
propias de una transacción pactal (Éx.24:3-8)? Si las palabras dichas por
Él y la respuesta del pueblo hubieran estado cimentadas sobre condiciones
imposibles por un lado y mentiras tangibles por el otro, no hubiera habido
tal cosa como un pacto; sería impensable. Finalmente, note atentamente
que, lejos de pronunciar un juicio sobre Israel por su promesa en Sinaí,
Dios declaró que, si la cumplían, serían honrados y bendecidos de manera
muy particular (Éx.23:27-29; Deut.6:18).
Capítulo II.
128
Al aproximarnos al estudio del pacto Sinaítico, son varias las cuestiones
que hay que tener en cuenta. Primero, hay que verlo en relación a todo lo
ocurrido anteriormente (particularmente los pactos anteriores), y no como
una transacción aislada. Solo así veremos sus detalles desde una
perspectiva adecuada. Segundo, se lo debe ponderar en relación al
propósito eterno de Dios, conforme al despliegue gradual y progresivo que
del mismo dio a Su pueblo: hubo algo más en él que lo meramente
temporal y evanescente. Tercero, la luz plena de las revelaciones
posteriores de Dios no debe ser retrotraída y examinada a la luz de este
pacto; sin embargo, las referencias directas que el Nuevo Testamento haga
de la dispensación Mosaica deben sopesarse cuidadosamente en relación a
ella.
Comencemos entonces considerando lo que precedió al pacto Sinaítico.
Centrándonos en lo más próximo, recordemos que bajo el pacto anterior
Dios había dado a conocer que el Redentor y Mesías prometido iba a salir
del linaje de Abraham. Claramente eso requería de varias cosas. La
existencia de los descendientes de Abraham como un pueblo separado se
volvió en algo indispensable para que la línea de Cristo pudiera ser trazada
de forma innegable y la promesa principal del pacto verificada claramente.
Aún más, la separación de los descendientes de Abraham (Israel) de los
paganos era cosa igualmente esencial para la preservación del
conocimiento y del culto a Dios sobre la tierra, hasta que el cumplimiento
del tiempo tuviera lugar y una dispensación más sublime le sucediera. En
función de esto, a Israel le fueron encomendados los oráculos vivientes, y
las ordenanzas de adoración divina fueron autoritativamente establecidas
en medio de ellos.
Fue recién una vez desarrollada la extensa familia de Jacob (setenta y
cinco mil almas: Hechos 7:14) que el pacto Abrahámico, en su aspecto
natural, comenzó a florecer hacia a su cumplimiento. Hubo entonces una
buena expectativa de su crecimiento progresivo. Sin embargo, fue preciso
que pasara un gran período de tiempo antes de poder alcanzar ese vasto
aumento numérico que justificara su organización política como nación
aparte, poniéndolos en condición de ocupar la tierra prometida. En función
de ello, la providencia divina les otorgó un ventajoso asentamiento
temporal en Egipto. Toda una temporada en medio de la nación más docta
de la antigüedad le proporcionó a los israelitas la oportunidad de adquirir
conocimiento en varias áreas del saber, de las que, como su subsecuente
historia demuestra, supieron sacar provecho; mientras que el punto de que
“para los egipcios todo pastor de ovejas [era] una abominación”
(Gén.46:34), mantuvo a las dos naciones distanciadas en lo religioso; de
tal manera que el pueblo hebreo fue preservado de la idolatría. Más tarde,
la esclavitud padecida allí hizo que estuvieran listos para partir y dejar
Egipto de muy buena gana.
129
En Egipto, los descendientes de Abraham se multiplicaron tanto que para
el tiempo del Éxodo eran al menos dos millones de almas. Si debían ser
organizados en una nación y ser traídos a una correcta sujeción a Dios, era
necesario que el Señor les diera una revelación completa de cuál era Su
voluntad para ellos. Y también era necesario que les diera leyes y
preceptos para regular cada área de sus vidas, tanto en lo individual como
en lo corporativo; por sobre todo, prescribirles la naturaleza y las
exigencias de la adoración divina. Eso es lo que misericordiosamente
Jehová hizo en Sinaí. Allí, Dios hizo a Israel una declaración plena de Sus
demandas y exigencias en cuanto a lo que pedía de ellos, proveyéndoles de
una “constitución” que no tenía en vista sino el bienestar del pueblo y la
gloria de Su grande nombre, al ser todo ratificado por un pacto solemne.
Esto fue un avance concreto sobre todo lo anterior y marcó un paso más en
el despliegue del plan divino.
Pero en este punto nos topamos con una dificultad formidable: la notable
diversidad con que la relación entre la ley y el hombre es representado en
pasajes posteriores de la Escritura. Por un lado, encontramos cierta clase
de pasajes que representan a la ley entregada por el propio Redentor de
Israel, como algo benigno y que apunta a resultados felices. Moisés
ensalzó la condición de Israel, en esta situación, como superior a la de los
otros pueblos: “Porque, ¿qué nación grande hay que tenga un dios tan
cerca de ella como está el Señor nuestro Dios siempre que le invocamos?
¿O qué nación grande hay que tenga estatutos y decretos tan justos como
toda esta ley que hoy pongo delante de vosotros?” (Deu.4:7-8). En los
Salmos se hace eco de este mismo sentir en distintas formas. “Declara su
palabra a Jacob, y sus estatutos y sus ordenanzas a Israel. No ha hecho así
con ninguna otra nación; y en cuanto a sus ordenanzas, no las han
conocido. ¡Aleluya!” (Sal.147:19-20). “Mucha paz tienen los que aman tu
ley, y nada los hace tropezar” (Sal.119:165).
En contraposición, tenemos otro tipo de pasajes que parecen representar la
ley en la dirección opuesta. En estos, la ley se nos muestra como una
fuente de terror y conflicto; una esclavitud de la cual escapar, trae
verdadera libertad. “La ley produce ira” (Rom.4:15); “El poder del pecado
es la ley” (1 Cor.15:56). En 2 Corintios 3:7, 9, el apóstol se refiere a la ley
como “el ministerio de muerte grabado con letras en piedras” y como “el
ministerio de condenación”. Otra vez declara: “Porque todos los que son
de las obras de la ley están bajo maldición” (Gál.3:10). “Para libertad fue
que Cristo nos hizo libres; por tanto, permaneced firmes, y no os sometáis
otra vez al yugo de esclavitud. Mirad, yo, Pablo, os digo que si os dejáis
circuncidar, Cristo de nada os aprovechará. Y otra vez testifico a todo
hombre que se circuncida, que está obligado a cumplir toda la ley”
(Gál.5:1-3).

130
Ahora, es bastante obvio que tales representaciones diversas y antagónicas,
no pudieron referirse a la ley en un mismo sentido o considerando de igual
manera su fin principal. Al encontrarse sobre el volumen inspirado,
estamos obligados a creer que ambas representaciones son ciertas. De este
modo, es claro que la Escritura exige que contemplemos la ley a partir de
más de un único punto de vista, viéndola en relación a los distintos usos y
aplicaciones que de ella se hagan. Cuáles son esos puntos de vista, y cuáles
los distintos usos y aplicaciones de la ley, es algo que veremos más
adelante cuando volvamos sobre el tema.
De momento, enfoquémonos en considerar el lugar que la ley ocupaba en
la economía Mosaica. Definitivamente este es el orden lógico a seguir. Las
que aparecen primero en el Pentateuco son las representaciones del tipo
más feliz o positivo, y establecen el trasfondo. Mientras que las otras
suceden luego y, por lo tanto, debemos observarlas luego.
“El pacto nacional aquí presente (Éx.19:5) constituía un privilegio
sobre el cual, como pueblo, fueron incorporados bajo el gobierno de
Jehová. Dios se estaba comprometiendo a entregarles la posesión de
Canaán y a protegerlos cuando se establezcan en ella. Se
comprometía a darles una tierra fructífera y a hacer de ellos una
nación próspera y victoriosa, al perpetuar sus oráculos y sus
ordenanzas en medio ellos. Todo esto, siempre y cuando como
pueblo no rechazaran su autoridad, ni se dieran a la apostasía, ni
permitieran la libre iniquidad. Tales cosas significaban perder el
pacto. Justo como sucedió tiempo después, cuando como nación
rechazaron al Cristo. Los creyentes genuinos de entre ellos fueron
tratados de forma personal según el pacto de gracia, tal como lo son
hoy los cristianos; y los incrédulos estaban bajo el pacto de obras,
prestos a ser condenados por él, al igual que hoy. Sin embargo, el
pacto nacional, no era estrictamente ni el uno ni el otro, sino que
poseía en él algo de la naturaleza de cada uno.
El pacto nacional no se refería a la salvación final de los individuos:
tampoco era quebrantado por la desobediencia o aún la idolatría de
algunos de ellos (siempre y cuando ésta no fuera tolerada por la
autoridad pública). No hay dudas de que era un tipo de pacto hecho
con los creyentes genuinos en Cristo Jesús, como lo fueron todas las
transacciones con Israel. Pero, como los demás tipos, tenían `no la
forma misma de las cosas´, sino solo `la sombra de los bienes
futuros´. Cuando entonces como nación quebrantaron el pacto, el
Señor declaró que haría un nuevo pacto con Israel poniendo Su ley,
no solo en sus manos, sino en sus mentes, en lo interior;
escribiéndola, ya no sobre tablas de piedra, sino sobre sus corazones;
teniendo misericordia de sus iniquidades y no acordándose más de
131
sus pecados (Jer.31:32-34; Heb.8:7-12; 10:16-17). Los israelitas se
hallaban bajo una dispensación misericordiosa, porque contaban con
privilegios externos y con grandes y variadas ventajas en cuanto a la
salvación. Sin embargo, como los cristianos profesantes, se echaron a
descansar en esto y no inquirieron más profundamente. El pacto
externo se realizó con la Nación, concediéndoles ventajas externas
sobre la condición de una obediencia nacional externa; y el pacto de
Gracia fue ratificado de manera personal con los creyentes genuinos,
asegurándoles bendiciones espirituales y obrando en ellos una
disposición santa del corazón y una obediencia espiritual a la ley
divina. En caso de que Israel guardase el pacto, el Señor prometía
que serían su especial tesoro. Siendo del Señor toda la tierra
(Éx.19:5), Él podría haber elegido a otro pueblo en lugar de a Israel.
Y esto implicaba que, así como la elección de ellos fue asunto de la
gracia, si rechazaban Su pacto, Él también los rechazaría,
traspasándoles sus privilegios a otros: como ciertamente ha hecho
desde que la dispensación cristiana tuvo lugar.” (Thomas Scott).
La cita anterior contiene el análisis más lúcido, comprehensivo y, sin
embargo, más simple del pacto Sinaítico que hayamos encontrado en todas
nuestras lecturas. Traza una línea divisoria clara entre los tratos de Dios
con Israel como pueblo en sí, y los tratos con cada individuo en particular.
Enseña la posición correcta del pacto eterno de gracia y del pacto Adámico
de obras en relación a la dispensación Mosaica. Todos nacieron bajo la
maldición de su cabeza federal (Adán) y, mientras permanecieron en un
estado irregenerado e incrédulo, estaban bajo la ira de Dios. Mientras que
los elegidos de Dios sobre la base del creer, fueron tratados
individualmente de la misma manera en la que lo son ahora. Scott nos
muestra claramente el carácter, alcance, propósito y limitación del pacto
Sinaítico: su carácter era una combinación complementaria entre ley y
misericordia; su alcance uno nacional; su propósito, regular los asuntos
temporales de Israel bajo el gobierno divino; y su limitación quedaba
determinada por la obediencia o desobediencia de Israel. Su naturaleza
típica – el punto más difícil de dilucidar –también es aludida. Al estudiante
interesado le sugerimos que vuelva a leer los últimos cuatro párrafos.
Nos evitará mucha confusión y nos será de gran ayuda si logramos divisar
la economía Sinaítica de manera separada según estos dos aspectos
principales: (1) como un sistema religioso y de gobierno, designado para el
uso inmediato de los judíos durante el tiempo de aquella dispensación; (2)
y como esquema preparativo, o preludio, para una nueva y mejor
dispensación, que lo reemplazaría al cumplirse sus propósitos temporales.
El propósito principal e inmediato de lo revelado por Dios a través de
Moisés era instruir y ordenar la vida de Israel, ahora constituida como una
nación. El segundo propósito e intención última de Dios, era preparar al
132
pueblo para el advenimiento de Cristo, tras un largo proceso disciplinario.
El carácter del pacto Sinaítico en sí no era ni puramente evangélico ni
exclusivamente legal: la sabiduría divina ideó un bendito y glorioso
mixturado de justicia y gracia. Las exigencias de la sublime e inmutable
santidad de Dios fueron claramente reveladas; mientras que su bondad, su
benevolencia y su paciencia también fueron absolutamente manifestadas.
La ley moral y la ceremonial, yendo lado a lado, exhibían y guardaban un
balance perfecto, del cual solo la corrupción de la naturaleza humana caída
falló en sacarle todo el provecho.
El pacto que Dios hizo con Israel en Sinaí exigía una obediencia visible a
la letra de la ley. Contenía promesas de bendición a nivel nacional en tanto
ellos como pueblo guardaran la ley y, asimismo, presagiaba calamidades
nacionales si desobedecían. El siguiente pasaje lo enseña muy claramente:

“Y sucederá que porque escuchas estos decretos y los guardas y los


cumples, el Señor tu Dios guardará su pacto contigo y su
misericordia que juró a tus padres. Y te amará, te bendecirá y te
multiplicará; también bendecirá el fruto de tu vientre y el fruto de tu
tierra, tu cereal, tu mosto, tu aceite, el aumento de tu ganado y las
crías de tu rebaño en la tierra que El juró a tus padres que te daría.
Bendito serás más que todos los pueblos; no habrá varón ni hembra
estéril en ti, ni en tu ganado. Y el Señor apartará de ti toda
enfermedad; y no pondrá sobre ti ninguna de las enfermedades
malignas de Egipto que has conocido, sino que las pondrá sobre los
que te odian. Y destruirás a todos los pueblos que el Señor tu Dios te
entregue; tu ojo no tendrá piedad de ellos; tampoco servirás a sus
dioses, porque esto sería un tropiezo para ti” (Deu.7:12-16).
En relación a este pasaje, debe notar que en primer lugar se menciona la
“misericordia” de Dios. Esto prueba que no trataba con Israel a base
exclusiva de la ley severa e implacable como algunos supusieron
erróneamente. En segundo lugar, debe observar la referencia que el Señor
hace en cuanto al juramento dado a los “padres”, es decir a “Abraham,
Isaac y Jacob”; que muestra que el pacto Sinaítico estaba basado en el
pacto Abrahámico y no divorciado de él – al ser la adquisición de la tierra
de Canaán su cumplimiento “literal” (o en la “letra”). Tercero, si como
nación Israel rendía a Dios la obediencia debida como Rey y Gobernante
suyo, entonces Él los amaría y bendeciría – ¡bajo la dispensación Cristiana
no obra ninguna promesa que diga que el amará y bendecirá a aquellos que
viven en rebelión abierta contra Sus exigencias! Cuarto, las bendiciones
allí especificadas eran todas de tipo material y temporal. En otros pasajes
Dios amenazó con traer plagas y juicios sobre ellos en caso de
desobediencia (Deut.28:15-65). Todo eso era un pacto que prometía a
133
Israel ciertas bendiciones nacionales y externas bajo la condición de
rendirle a Dios una obediencia general y externa a Su ley.
Éste era el tenor del pacto hecho con ellos: “Ahora pues, si en verdad
escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis mi especial tesoro entre todos
los pueblos, porque mía es toda la tierra; y vosotros seréis para mí un reino
de sacerdotes y una nación santa” (Éx.19:5-6). “He aquí, yo enviaré un
ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te traiga al lugar que
yo he preparado. Sé prudente delante de él y obedece su voz; no seas
rebelde contra él, pues no perdonará vuestra rebelión, porque en él está mi
nombre. Pero si en verdad obedeces su voz y haces todo lo que yo digo,
entonces seré enemigo de tus enemigos y adversario de tus adversarios”
(Éx.23:20-22). Sin embargo, se había hecho una provisión de misericordia
donde se evidenciara verdadero arrepentimiento por fallar: “Si confiesan
su iniquidad y la iniquidad de sus antepasados, por las infidelidades que
cometieron contra mí, y también porque procedieron con hostilidad contra
mí (yo también procedía con hostilidad contra ellos para llevarlos a la
tierra de sus enemigos), o si su corazón incircunciso se humilla, y
reconocen sus iniquidades, entonces yo me acordaré de mi pacto con
Jacob, me acordaré también de mi pacto con Isaac y de mi pacto con
Abraham, y me acordaré de la tierra… Estos son los estatutos, ordenanzas
y leyes que el Señor estableció entre Él y los hijos de Israel por medio de
Moisés en el monte Sinaí” (Lev.26:40-46, 46).
El pacto Sinaítico en ninguna manera interfirió con la administración
divina del pacto eterno de gracia (para con los elegidos), ni con la del
pacto Adámico de obras (bajo el cual todos están por naturaleza): sino que
está en un plano bastante diferente. Ya sea que individualmente cada uno
de los israelitas fuera partícipe de las bendiciones del primero, o estuviese
bajo la maldición del último, de ninguna manera esto afectaba u
obstaculizaba la realidad de que Israel, como pueblo, se encontraba bajo
éste régimen nacional, que no concernía a las bendiciones de carácter
eterno e interno, sino únicamente a los intereses externos y temporales. Ni
tampoco al entrar Dios en este pacto con Israel se estaba burlando de su
impotencia, ni estaba tentándolos con vanas esperanzas, más de lo que
ahora lo hace cuando sostiene que “la justicia engrandece a la nación, pero
el pecado es afrenta para los pueblos” (Prov.14:34).
Pese a que es cierto que Israel falló miserablemente en guardar sus
compromisos nacionales y que cayó bajo las penalidades amenazadas por
Dios, a pesar de eso, la obediencia que les exigía no era completamente
impracticable. No, hubo grandes períodos en su historia cuando prestaron
obediencia y los frutos de ello fueron gozados abiertamente.
Capítulo III.

134
Considerado como parte del despliegue gradual y progresivo del propósito
eterno de Dios, el pacto Sinaítico marcó un claro avance sobre el pacto
Abrahámico. Al mismo tiempo, también fue un sistema preparativo idóneo
para introducir al cristianismo. Además, considerado por sí mismo en
forma aislada, el pacto Sinaítico fue la entrega de un sistema de gobierno
diseñado para el uso inmediato de los judíos. Estos dos aspectos
principales han de mantenerse claros si hemos de evitar una confusión
irremediable. Y este último aspecto es el que seguiremos tratando, es
decir: el pacto Sinaítico perteneciendo estrictamente a la nación de Israel.
Anunciaba ciertas bendiciones temporales y externas sobre la condición de
que Israel, como pueblo, se mantuviera en sujeción a su Rey divino;
mientras que amenazaba con maldiciones y calamidades a nivel nacional si
rechazaban Su cetro e incumplían Sus leyes. Esta es la clave para entender
toda la historia de los judíos.
Considere lo siguiente como ejemplo de lo que acabamos de decir: “Por
tanto, di a los hijos de Israel: Yo soy el Señor, y os sacaré de debajo de las
cargas de los egipcios, y os libraré de su esclavitud, y os redimiré con
brazo extendido y con juicios grandes. Y os tomaré por pueblo mío, y yo
seré vuestro Dios; y sabréis que yo soy el Señor vuestro Dios, que os sacó
de debajo de las cargas de los egipcios. Y os traeré a la tierra que juré dar a
Abraham, a Isaac y a Jacob, y os la daré por heredad. Yo soy el Señor”
(Éx.6:6-8). Ahora, este pasaje presentó serias dificultades a quienes lo
analizaron con atención, porque difícilmente alguno de los adultos que
Dios sacó de Egipto llegó a entrar en Canaán. Entonces, ¿cómo debe
explicarse esto?
Lo explicaremos de la siguiente manera: primero, esa promesa concernía a
Israel como pueblo y, bajo ninguna circunstancia, implicaba que todos o
siquiera algunos de esa generación en particular, entrarían en la tierra de
Canaán. La veracidad divina no se vio afectada: cuarenta años después la
nación obtuvo lo prometido. Segundo, debe ser comparado con otros
pasajes. En Éxodo 6 no se menciona ninguna condición de forma expresa
en relación a la promesa, ni siquiera el acto de creer. Sin embargo, en lo
concerniente a esa generación, como la historia subsecuente enseña, el acto
de creer estaba implicado. Porque, si hubiera sido una promesa
incondicional y absoluta para esa generación, se hubiera cumplido; caso
contrario, Dios habría fallado en cumplir Su palabra. Que la promesa a esa
generación se había dado en condición de su fe, queda claramente
evidenciado por Hebreos 3:18-19. Tercero, ahí es donde vemos el
contraste: el cumplimiento de toda condición nos es asegurada en y
mediante la persona de Cristo.
De esta forma, el pacto Sinaítico era un pacto que aseguraba a Israel como
nación ciertas bendiciones temporales y materiales sobre la condición de
135
una obediencia general a los preceptos divinos. Pero a estas alturas, con
razón podría objetarse que, siendo Dios infinitamente santo y quien
escudriña los corazones, jamás podría contentarse con una obediencia
general y externa, que en el caso de muchos sería hueca y deshonesta. La
objeción es pertinente y presenta una dificultad real ¿cómo podemos
explicarlo? Muy simple: eso es cierto sobre los individuos en sí, pero no
sobre las naciones. ¿Y por qué no? – podría preguntarse –: porque las
naciones, como tales, solo son de existencia temporal ¡por lo que deben ser
castigadas o galardonadas en este mundo actual, o de lo contrario no lo
serán en lo absoluto! Siendo esto así, la clase de obediencia que se les
exige es de un tipo inferior a la de los individuos, cuyo castigo y
recompensa serán eternos.
Pero, otra vez podría objetarse: ¿Acaso no dijo el Señor: “Y os tomaré por
pueblo mío, y yo seré vuestro Dios” (Éx.6:7)? ¿No hay allí algo mucho
más espiritual que un pacto nacional? ¿No hay algo que en sus términos no
podría ser agotado por meras bendiciones temporales y externas? Otra vez,
insistiremos con trazar una clara línea divisoria entre lo que aplica a los
individuos y lo que aplica a las naciones. Esa objeción sería válida si la
promesa describiera la relación de Dios con el alma de forma individual,
¡pero la cuestión es bastante diferente cuando recordamos la relación que
Dios mantiene con una nación como tal! Para dar con el tenor y el alcance
exacto de las promesas divinas hechas a Israel como pueblo, es preciso
advertir los compromisos que Dios asumió para con ellos como nación. Es
algo bastante obvio, sin embargo pocos teólogos han seguido la línea de
manera consistente al tratar con este asunto.
Señalaremos de paso que, la postura que hemos expuesto anteriormente (y
en el capítulo anterior) sobre la naturaleza y el alcance del pacto Sinaítico,
concuerda plenamente con las declaraciones que el Nuevo Testamento
hace del mismo. La más importante de estas declaraciones es aquella que
encontramos en Hebreos 8, en donde es contrastado con el nuevo y mejor
pacto bajo el cual viven ahora los cristianos. A primera vista, podría
parecer que la antítesis presentada entre los dos pactos en Hebreos 8 es tan
radical, que debe haber una oposición entre el pacto de obras concertado
con Adán y el pacto de gracia concertado con los creyentes bajo el
evangelio. De hecho, son varios los buenos comentaristas que así lo
entienden. Pero, no obstante, eso es un error que acarrea implicancias que
no son menores; porque un error en un punto afecta, más o menos, todo
nuestro pensamiento teológico. Una pequeña reflexión resolverá
rápidamente esta cuestión.
En primer lugar, el pueblo de Dios, aun antes de la encarnación de Cristo,
no estaba bajo el transgredido pacto de obras, y su inevitable maldición,
sino que gozaba las bendiciones del pacto eterno que Dios había
136
concertado con el Fiador de ellos desde antes de la fundación del mundo.
En segundo lugar, semejante concepción del pacto Sinaítico (entendido
como una repetición del pacto Adámico) se opone, en clara contradicción,
con lo dicho en la Epístola a los Gálatas. Allí, específicamente se dice que,
cualquiera haya sido el propósito de Dios al entregar la ley, no pretendía –
ni podía – anular las promesas hechas a Abraham, ni reemplazar el método
de salvación por la fe que le había sido revelado al patriarca. En cambio, si
entendemos que aquí el apóstol está [11] trazando un contraste entre el
pacto nacional hecho con los padres en Sinaí, y el más excelso y mejor
pacto, bajo el cual judíos y gentiles son traídos mediante la fe en
Jesucristo, entonces, tendremos una explicación satisfactoria de Hebreos 8,
una que, además, guarda una completa harmonía con Gálatas 3.
Observemos cuidadosamente lo que en Hebreos 8 se presenta como la
diferencia crucial entre la vieja y la nueva economía: “…Pondré mis leyes
en la mente de ellos, y las escribiré sobre sus corazones…” (vs.10).
Ninguna promesa como esta se hizo en Sinaí. Pero la ausencia de cualquier
promesa en cuanto a operaciones internas y eficaces del Espíritu, tiene que
ver con que, en la economía Mosaica, no era tanto una obediencia
espiritual e interna a la ley la que se pedía, sino más bien, una de carácter
natural y externa. Desobedecer, para ellos, no tenía nada mayor que
sanciones temporales. Este es un principio fundamental que no ha recibido
la debida consideración. Y es fundamental para un claro entendimiento de
la diferencia radical que existe entre el Judaísmo y el Cristianismo. Bajo el
primero, Dios lidiaba únicamente con una nación; ahora, está mostrando
Su gracia a los individuos elegidos esparcidos por todas las naciones. Bajo
el primero, simplemente dio a conocer Sus exigencias; en el último,
produce lo que cumple esas exigencias.
Gálatas 3 enseña claramente que el pacto Sinaítico era subsidiario a las
promesas dadas a Abraham respecto a su Simiente: “¿para qué fue dada la
ley [toda la economía legal]? Fue añadida a causa de las transgresiones,
hasta que viniera la descendencia a la cual había sido hecha la promesa”
(vs.19). De esta manera, queda claro que desde el principio la economía
Mosaica estaba destinada a ser temporal, perdurando solo desde el tiempo
de Israel en el desierto hasta venido el Cristo. Fue necesaria a causa de las
“transgresiones”. Los hijos de Israel eran tan intratables y perversos, tan
proclives a apartarse de Dios, que sin esa cobertura provista divinamente
hubieran perdido su identidad nacional; se hubieran mezclado con las
naciones extranjeras y sumido en sus prácticas idólatras. Además, en ese
entonces, el Espíritu Santo no era derramado en gran manera, por las
fuertes influencias de su gracia, como para que pudiera prevenir semejante
catástrofe. Por ende, un orden temporario, tal como lo fue el judaísmo, era
esencial en función de preservar el linaje puro del cual vendría el Mesías

137
prometido. Y a este fin sirvió el pacto Sinaítico, con sus promesas y
castigos.
Pero hubo también una razón adicional más profunda para la economía
legal. Aunque el pacto Sinaítico no era idéntico al pacto de obras hecho
con Adán, a pesar de eso, en algunos puntos, se asemejó bastante: era
análogo, aunque solo en un plano inferior. Durante los mil quinientos años
comprendidos entre el Sinaí y Belén, Dios exhibió una demostración
práctica con las dos grandes divisiones de la raza humana. Los gentiles
fueron dejados a la luz de la naturaleza: los cuales Dios permitió que
anduviesen en sus propios caminos (Hech.14:16; cf. 17:26-30), y esto en
orden de responder (para el hombre) a la pregunta: “¿puede el hombre
caído, haciendo uso de su sola razón y conciencia, hallar a Dios y auto-
elevarse a una vida mejor y más sublime?” Uno solo tiene que consultar la
historia de las grandes naciones de aquel período – los egipcios, los
babilonios, los persas, los griegos y los romanos – para ver lo imposible de
semejante presunción. Romanos 1:21-31 ofrece la perspectiva inspirada
del asunto.
En el mismo tiempo que Dios permitía que todas las naciones (los gentiles)
anduviesen en sus propios caminos, hubo otro experimento en menor
escala, aunque sumamente decisivo en su resultado (todo esto,
humanamente hablando, dado que el Señor lo sabe todo “desde tiempos
antiguos”: Hech.15:18). Los judíos fueron puestos bajo un pacto legal a fin
de responder a esta gran pregunta: “¿Puede el hombre caído, cuando es
puesto bajo las circunstancias más favorables, ganar la vida eterna por sus
obras? ¿Puede, estando apartado de los paganos y bajo un pacto externo
con Dios, y provisto de todo un código divino para regular su conducta,
conquistar el pecado que habita en él y asegurar por su accionar su
aceptación ante el Dios tres veces santo?”. La repuesta suministrada por la
historia de Israel es un rotundo “no”. La lección para todas las demás
generaciones de la humanidad queda escrita en un lenguaje inconfundible:
¡Si Israel fracasó bajo el pacto nacional que requería una obediencia
externa y general, cuán imposible resulta para cualquier miembro
descendiente de la simiente depravada de Adán rendir una obediencia
espiritual y perfecta!
En su espíritu, el pacto Sinaítico contenía la misma ley moral que la ley de
la naturaleza bajo la cual fue creado Adán y puesto en el Edén – el décimo
mandamiento advertía que Dios exigía algo más que las cosas externas.
Sin embargo, solo los iluminados divinamente podían percatarse de ello.
Fue recién cuando el Espíritu Santo aplicó ese décimo mandamiento con
poder a la conciencia de Saulo de Tarso, que éste se dio cuenta de que,
internamente, era un transgresor de la ley (Rom.7:7, etc.). La gran masa
nacional, cegada por su auto-suficiencia y su justicia propia, tornó al pacto
138
del Sinaí en el pacto de obras, elevando a la esclava a la posición de esposa
– como Abraham hizo con Agar. Gálatas 4 explica que, mientras que el
pacto Sinaítico fue tenido como subordinado al pacto de gracia, sirvió a
fines prácticos muy importantes; pero cuando Israel lo elevó
perversamente al lugar que el mejor pacto debía ocupar, se convirtió en un
obstáculo y en la fructuosa madre de esclavitud.
El grave error incurrido por varios de los judíos en cuanto al propósito de
Dios al entregarles Su ley fue perpetuado por varios de nuestros teólogos
modernos con sutiles cambios. Esto se debe a que fallan en reconocer
adecuadamente la condición de Israel en Sinaí. Pero, una vez que logramos
ver lo que ya tenían, queda descartada la idea de la ley dada con el objetivo
de ser transmitida. ¿Cuándo recibieron la ley de parte de Dios? No fue
mientras estaban en la tierra de Faraón, ni cuando estaban del lado egipcio
del Mar Rojo, sino después de haber sido completamente librados de sus
capataces. Queda claro entonces, más allá de toda suerte de contradicción,
que la ley no les fue dada en orden de librarlos del mal o como fuente de
bendición. No les pudo haber sido dada para liberarse de la muerte o para
ganarse el favor de Dios, porque tales bendiciones ya eran suyas.
Es sumamente importante mantener la vista en aquello para lo que la ley
nunca fue diseñada. Si la exaltamos a una posición que nunca estuvo
destinada a ocupar o esperamos de ella beneficios que jamás le fueron
propios conferir, no solo estaremos errando en nuestros cálculos, sino que
también nos privaremos de todo entendimiento claro de la dispensación a
la cual pertenecía. Fue para definir el aspecto negativo de la ley – aquello
que nunca pretendió efectuar – que el apóstol declaró: “La ley, que vino
cuatrocientos treinta años más tarde, no invalida un pacto ratificado
anteriormente por Dios, como para anular la promesa. Porque si la
herencia depende de la ley, ya no depende de una promesa; pero Dios se la
concedió a Abraham por medio de una promesa” (Gál.3:17-18). Esto es
decisivo, y quizá unas pocas explicaciones permitan al lector
comprenderlo más fácilmente.
El apóstol fue movido por el Espíritu para tratar este mal y para exponer el
error fundamental del que procede, porque algunos judíos llegaron a
considerar su obediencia a la ley como la garantía a la herencia, y porque
ciertos judaizantes comenzaron a corromper a los conversos de Galacia
con la levadura de su justicia propia. Les remarca los hechos Escriturales
acerca de la naturaleza y propósito del pacto de Jehová con Abraham, del
cual dice que fue “previamente ratificado por Dios para con Cristo” (vs.17,
RVR). La promesa del pacto dada a Abraham se dice que fue “en cuanto a
(para con) Cristo”, primero, porque atañe a Él de forma preeminente.
Segundo, porque tenía en vista el pacto de redención que Él habría de
establecer. El punto particular que el apóstol estaba enfatizando era que el
139
pacto Abrahámico expresamente confirió a su posteridad, como un don
gratuito de Dios, la heredad de la tierra de Canaán; esto implicaba su
liberación de la tierra de esclavitud y un cruce seguro por el desierto, como
algo necesario para acceder a la tierra y tomar posesión de ella.
De este modo, el apóstol dejó inequívocamente claro que era imposible
readquirir el derecho de Israel a la tierra de Canaán mediante una
ejecución personal de la justicia de la ley porque, en tal caso, la ley
revocaría al pacto de la promesa y, de este modo, la revelación posterior
que Dios hizo en Sinaí desecharía el fundamento sobre el cual hizo Sus
promesas a Abraham. Queda en evidencia que el Señor jamás pretendió
que la ley interfiriese con los dones y las promesas del pacto Abrahámico,
por lo que dijo a Israel justo antes de promulgar la ley desde el Sinaí:
“Vosotros habéis visto lo que he hecho a los egipcios, y cómo os he
tomado sobre alas de águilas y os he traído a mí. Ahora pues, si en verdad
escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis mi especial tesoro entre todos
los pueblos, porque mía es toda la tierra; y vosotros seréis para mí un reino
de sacerdotes y una nación santa. Estas son las palabras que dirás a los
hijos de Israel” (Éx.19:4-6).
Del pasaje recién citado, se ve claramente que Dios se dirige a Israel como
a quienes ya estaban en una bendita relación con Él; esto se evidencia aún
más por el hecho de que tuvieran parte en la fidelidad y el amor de Dios.
El Señor apeló a las pruebas que ya les había dado como suficientes para
reposar sus corazones y también para animarles a esperar de Él todo lo
necesario para su felicidad plena. “Ahora pues, si en verdad escucháis
[obedecéis] mi voz”: no es que haya obrado con tanto poder por ustedes
porque obedecieron la ley: sino que estas cosas fueron hechas para que
puedan rendirme una sujeción leal y cordial. Y del mismo modo fue que
introdujo los Diez Mandamientos diciendo: “Yo soy el Señor tu Dios, que
te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre” (Éx.20:2). Su
llamado a la obediencia lo sustenta sobre la gracia que previamente les
había mostrado.
(Mucho de los primeros párrafos de éste capítulo lo debemos a un gran
ensayo sobre el carácter del pacto Sinaítico hecho por Robert Balfour,
aparecido en la British and Foreign Evangelical Review en Julio de 1887).
Capítulo IV.
Cuando Dios estableció Su pacto con Abraham le dijo: “Ten por cierto que
tus descendientes serán extranjeros en una tierra que no es suya, donde
serán esclavizados y oprimidos cuatrocientos años. Mas yo también
juzgaré a la nación a la cual servirán, y después saldrán de allí con grandes
riquezas” (Gén.15:13-14). Por lo tanto, cuando se acercó el tiempo de
ejecutar juicio sobre sus opresores, la servidumbre de Israel había
140
alcanzado su grado culmine, y la amargura de su esclavitud había
despertado en sus mentes un deseo sincero por liberación. Su disciplina fue
una parte esencial en su preparación de cara a los beneficios que Dios
había decidido otorgarles. Contemporáneamente con esos eventos, Moisés
fue levantado para ser el instrumento de su liberación, y fue divinamente
capacitado para la tarea asignada.
Al actuar bajo directrices divinas y mediante una serie de juicios notables
sobre Egipto, Moisés obtuvo de Faraón un permiso reacio para abandonar
su tierra con todas sus posesiones. Aquellos juicios fueron diseñados, no
solo para dar una refutación práctica de la idolatría egipcia y retribuirles
por su cruel opresión con el pueblo de Dios, sino más precisamente para
vindicar públicamente la supremacía de Jehová a la vista de las naciones
vecinas, y al mismo tiempo influir en los corazones del pueblo para
producir en ellos un cordial reconocimiento de Dios, e impulsarlos a una
obediencia gozosa. Ciertamente, ningún otro accionar podría haber sido
mejor para alcanzar tales fines. Las manifestaciones del poder divino que
Israel había presenciado, la acusada separación entre ellos y los egipcios –
al ser preservados de las plagas que hirieron a sus opresores y al haber
escapado milagrosamente del juicio acontecido a los egipcios en el Mar
Rojo – fueron realmente propicios para crear en ellos efectos profundos y
duraderos.
Estos impresionantes eventos demostraban la interposición de Dios para su
liberación, de tal modo, que fuera imposible, hasta para los más ciegos,
quedar insensibles ante ellos. Estaban todos calculados para despertar una
profunda convicción de la presencia divina, interviniendo de forma
especial. Manifestaciones similares del poder, fidelidad y gracia de Dios a
favor de este pueblo, debieron producir en ellos una obediencia
predispuesta ante cada revelación de Su santa voluntad. Con ningún otro
pueblo hizo así.
Cuánto precisaban esas demostraciones prácticas, y cuán poco se
beneficiaron realmente de ellas, lo demuestra su posterior comportamiento.
El Señor conocía bien las condiciones morales de ellos: su pusilanimidad,
su perversidad y su incredulidad. Con el fin de prepararlos más
eficazmente para el futuro inmediato, como también para establecer
formalmente el pacto por el que indicaba la relación que en su gracia
estaba complacido a sustentar y los principios que regirían sus posteriores
tratos con ellos, los guió a través del desierto y los trajo hasta el Sinaí. Allí
el Señor concedió una fresca manifestación de Su gloria: entre truenos y
relámpagos, humo y llamas de fuego, les entregó los Diez Mandamientos.
El propósito de Dios en esa transacción solemne fue claramente indicado
en las palabras que justo antes les había hablado (véase Éx.19:5-6). Pero,
aunque la ley del Decálogo constituyó el aspecto principal del pacto
141
Sinaítico y le dio a la transacción entera su carácter distintivo, debemos
concluir que se limitó a eso.
Es cierto que Dios no añadió más a los Diez Mandamientos en ese
momento; no porque no hubiera nada más para revelar, sino porque el
pueblo suplicó con terror que Moisés fuera su intermediario para toda otra
comunicación (Deu.5:24-27). Por lo tanto, hallamos que la ley se continuó
con una serie de estatutos (Éx.21 al 23), que, por una parte, eran
explicativos de los grandes principios de la ley y, en otra, establecían las
ordenanzas para regulación del culto – que luego recibiría mayor detalle.
Tanto la ley fundamental como los estatutos subsidiarios, fueron
registrados de modo permanente y todo fue sellado por “el libro del pacto”
al ser leído a oídos del pueblo mientras se les rociaba la sangre (Éx.24:4-
8). El Apóstol hizo alusión a esta solemne ratificación del pacto en
Hebreos 9:18-20 – fue sustancialmente una repetición de la misma
ceremonia significativa que tuvo lugar en el establecimiento de los pactos
anteriores.
Así queda claro que mientras los Diez Mandamientos fueron el aspecto
más distintivo y prominente del pacto Sinaítico, no obstante comprendía
todo el cuerpo de juicios y estatutos dados por Dios a Moisés para el
gobierno de Israel, tanto en su orden civil como en su capacidad religiosa.
Formaban un código, en el que la ley moral y la ley ceremonial estaban
mezcladas de una manera particular a la constitución bajo la cual fue
puesta la nación de Israel. Si hablamos de modo general, el aspecto civil
tenía un aspecto religioso y el religioso uno civil, en un sentido único
como no lo hay en otro lado. Todos los detalles de ese código no eran
igualmente importantes: algunas cosas eran vitales, la violación de ellas
implicaba la renuncia formal del pacto; otras eran subordinadas, añadidas
porque eran necesarias como medios para alcanzar el gran fin en vista. Sin
embargo eran todas partes del mismo pacto; demandaban una obediencia
pronta y sincera.
En los párrafos anteriores nos remontamos adrede a los comienzos de los
tratos de Dios con Israel como nación, para demostrar una vez más cuán
exclusiva fue la economía Mosáica. Hubo mucho en relación a ella que, en
la naturaleza misma del caso, no tiene paralelo bajo el presente orden
evangélico. El pacto Sinaítico fue el fundamento de aquella constitución
política gozada por el pueblo de Israel: en consecuencia, Jehová mantuvo
una relación especial con ellos. Era, no solo el Dios de toda la tierra
(Éx.19:5), sino también en un sentido particular, el Rey y Legislador de
Israel. Cualquier intento de su parte de cambiar el sistema legal
divinamente ordenado para su gobierno, estaba expresamente prohibido:
“No añadiréis nada a la palabra que yo os mando, ni quitaréis nada de ella,
para que guardéis los mandamientos del Señor vuestro Dios que yo os
142
mando” (Deu.4:2). Aquel código era completo en sí mismo. Es decir, fue
considerado en relación a la condición particular del gobierno de ese
pueblo.
“Es de gran importancia para la interpretación de muchos pasajes del
antiguo testamento, que este punto sea bien entendido y tenido en
cuenta. Con mucha frecuencia Jehová es representado como el Señor
y Dios de todos los Israelitas de la antigüedad; incluso donde es
evidente que la mayoría eran considerados desprovistos de toda
piedad interna, y muchos de ellos como grandemente malvados.
¿Cómo, pues, podía ser llamado Señor y Dios de ellos, en distinción
de su relación con los gentiles (de quienes era el Creador,
Sustentador y Soberano), sino solo sobre la base del pacto Sinaítico?
Era su Señor así como su Soberano, a quien estaban obligados a
obedecer por una transacción federal, en oposición a todo monarca
político que en cualquier momento pretendiera gobernarlos con sus
propias leyes. Él era su Dios, único Objeto de santa adoración. A Él,
por el mismo pacto Nacional, se habían comprometido a servir
conforme a Su propio gobierno, en oposición a todo ídolo pagano.
Pero la relación Nacional entre Jehová e Israel quedó disuelta hace
tiempo. Los judíos no tienen ninguna prerrogativa sobre los gentiles;
la naturaleza de la economía Evangélica y del reino mesiánico,
absolutamente nos prohíben suponer que los judíos o gentiles,
cualesquiera sean, puedan llamar al Soberano Universal Señor suyo o
Dios suyo sin antes rendirle una obediencia voluntaria y una
adoración espiritual. Entonces, es por falta de entendimiento o por
fallar al considerar la naturaleza – el aspecto y la influencia - de la
Constitución Sinaítica que muchos imaginan que se habla del Nuevo
Pacto en lugares donde Moisés y los Profetas en realidad no lo hacen,
sino que la Convención de Horeb es la que tienen en vista. Y es
debido a la misma ignorancia o inadvertencia que otros apelan a
varios pasajes del antiguo testamento para hablar de justificación ante
Dios por su obediencia personal y oponerse a la perseverancia final
de los verdaderos santos.
Otra vez, nadie sino solo los verdaderos cristianos pertenecen al reino
de nuestro Señor; ni los adultos ni los infantes pueden ser miembros
de la Iglesia de Cristo en virtud de un pacto externo o de una santidad
relativa. Respecto a esto, hay una diferencia notable entre lo que fue
el judaísmo y lo que es la Iglesia Cristiana. Una vaga santidad
relativa [santidad resultante de pertenecer a la nación escogida de
Dios[12]], supone que quienes la poseen son el pueblo de Dios en un
sentido meramente externo; y tal pueblo externo presupone un pacto
externo, o uno relacionado a la conducta exterior y a las bendiciones
143
temporales; y un pacto externo presupone un rey externo. Ahora, un
rey externo es un soberano político, pero no es así nuestro Señor
Jesucristo, ni siquiera el Padre.
Bajo la Dispensación Evangélica, no existen estas particularidades.
Porque Cristo no concertó un pacto externo con nadie. No es el rey
de ninguna nación en particular. No habita en un templo hecho de
manos. Su trono está en el santuario celestial, y no se manifiesta
visiblemente en ningún lugar de la tierra. El muro intermedio de
separación entre judíos y gentiles fue demolido hace tiempo: y,
consecuentemente, nuestro divino Soberano no guarda relación con
ningún pueblo ni con nadie en particular como para conceder una
santidad relativa, o producir una santidad externa.
Al haber quedado obsoleto el pacto Sinaítico desde hace tiempo,
todas sus particularidades desaparecieron: entre las cuales, la
santidad relativa [es decir: ser considerado externamente santo por
pertenecer a la nación escogida de Dios[13]] era una figura notable.
Al quedar abolida esa Constitución Nacional, la soberanía política de
Jehová llegó a su fin. El pacto ahora en vigor, y la relación Real de
nuestro Señor con la Iglesia, son enteramente espirituales. Toda esa
santidad externa de personas, sitios y cosas que existió bajo la vieja
economía, desapareció para siempre; de manera que si quienes
profesan ser cristianos no poseen una santidad real e interna, no la
poseen en lo absoluto. La confederación Nacional del Sinaí es
expresamente contrastada en la Escritura con el nuevo pacto (véase
Jer.31:31-34; Heb.8:7-13); y aunque éste último manifiestamente
provee para la santidad interna de todos los pactantes, aun así, nada
dice de una santidad relativa” (Abraham Booth, 1796).
Jehová era, entonces, Rey en Israel. Su autoridad era suprema. Les dio la
tierra donde habitaron; les fijo las condiciones para permanecer en ella; les
hizo saber las leyes que debían obedecer; y les levantó de tiempo en
tiempo, según lo requerían, líderes y jueces que, sujetos a Dios, ejercieron
autoridad sobre ellos. Esto es lo que significa el término “teocracia”: un
gobierno administrado, bajo ciertas limitaciones, directamente por Dios.
Esta relación que Jehová sostuvo con Israel, condenando toda idolatría y
demandándoles separación de las demás naciones, reguló por largo tiempo
la legislación bajo la cual fueron puestos. Referente a la justicia en las
relaciones interpersonales, había mucho que admitía una aplicación
universal, porque se cimentaban sobre principios de equidad común e
inalterable; pero también había muchos enunciados que derivaban la
naturaleza peculiar de la nación, de sus circunstancias especiales. El
examen más superfluo del Pentateuco es suficiente para mostrarlo.

144
Los libros de Moisés revelan las singulares provisiones hechas para una
nación autárquica, cuidadosamente cercada y protegida de los peligros
morales externos, en tanto como sea posible para los acuerdos civiles
lograr tal fin. A los extraños se los alentaba a renunciar a la idolatría,
convertirse a la fe de Israel y asentarse con ellos, aunque no se les permitía
tener porción en la herencia terrenal; pero estaban rigurosamente
guardados de todo tipo de conexión o alianza con cualquier gente más allá
de sus propios límites. La ley de jubileo, que aseguraba a cada familia un
interés perpetuo sobre su propiedad; las restricciones sobre el matrimonio;
las restricciones al comercio; los obstáculos a las violentas guerras – en la
prohibición de la caballería, fuerza principal de los ejércitos entonces; eran
todas provisiones de un carácter restrictivo que ilustraban la exclusividad
especial del judaísmo.
La naturaleza del gobierno inmediato de Dios sobre Israel implicaba una
providencia especial que era esencial para su administración. Es verdad
que las recompensas y los castigos eternos no se empleaban para este
propósito, porque las naciones como tales, no tienen otra vida. En el juicio
los hombres serán tratados, no de acuerdo a su capacidad corporativa sino
individual. Sin embargo, de esto no debe inferirse que Israel no poseyera
un conocimiento del estado futuro, porque lo tenían; pero ese
conocimiento no podía ser empleado formalmente para hacerles cumplir
sus deberes y obediencia civiles. Las relaciones sociales son cosa de este
mundo, y las leyes que las regulan deben hallar sus sanciones en
consideración de los intereses que atañen a esta vida presente. Por lo tanto,
Dios, como cabeza política de Israel, mediante providencias especiales y
extraordinarias, indicó su aprobación o disgusto respecto a su conducta.
Prosperidad, paz y una abundancia de bienes materiales eran las
recompensas por la obediencia nacional; guerras, hambrunas y
pestilencias, eran el castigo por su pecado. Toda la historia de la nación
muestra con qué uniformidad el curso de esas indicaciones les fueron
dirigidas.
Así fue la naturaleza y el propósito de la constitución asignada a Israel. Sin
embargo, debe recordarse que los grandes beneficios que incluía no fueron
fruto del pacto Sinaítico. Es cierto que el disfrute continuado de los
beneficios dependía de su obediencia al pacto. Pero su concesión original,
el derramamiento originario de esas bendiciones, era el resultado del pacto
Abrahámico. Esto fue lo que Moisés les recordó: “El Señor no puso su
amor en vosotros ni os escogió por ser vosotros más numerosos que otro
pueblo, pues erais el más pequeño de todos los pueblos; mas porque el
Señor os amó y guardó el juramento que hizo a vuestros padres, el Señor
os sacó con mano fuerte y os redimió de casa de servidumbre, de la mano
de Faraón, rey de Egipto” (Deu.7:7-8). Relacionado con esto, vemos que
cuando les sobrevinieron grandes crisis a causa de sus pecados, los que
145
intercedían ante Dios por el pueblo clamaban por perdón sobre la base de
las promesas hechas a Abraham (véase Éx.32:13; Deut.9:27; 2 Reyes
13:23).
Por soberana e inmerecida gracia los israelitas fueron escogidos para ser el
pueblo de Dios, y su obediencia no pretendía adquirir las ventajas e
inmunidades que no poseían, sino más bien, preservarles la posesión de
aquello que Dios ya les había dado. Esto es lo que indica el lugar que la
ley moral ocupaba en relación a la nación en general. Operaba sobre el
reconocimiento de su relación existente con Dios: Él los había escogido,
redimido y hecho su pueblo; ahora era el deber y privilegio de ellos vivir
en sujeción a Él. Les exponía el carácter y conducta que dicha relación
demandaba, y de la que su duración, con todas sus ventajas, dependía. “Me
seréis, pues, santos, porque yo, el Señor, soy santo, y os he apartado de los
pueblos para que seáis míos” (Lev.20:26). Al mismo tiempo, era el
estándar al cual se ajustaba su código político, siempre y cuando lo
permiteran sus circunstancias.
El lugar que ocupaba la ley moral, los términos explícitos en los que exigía
amor a Dios como su principio más importante (Deu.6:5), y las solemnes
circunstancias bajo las que fue entregada, estaban preparadas para
enseñarle al pueblo que se les exigía algo más que un cumplimiento
mecánico de sus obligaciones – algo en sus corazones y en su estado
interior, sin lo cual no podían realizar ningún servicio aprobado por el
Santo. Suponer que una mera conformidad externa a la ley era todo cuanto
se esperaba de la gente, es pasar por alto las clarísimas declaraciones y los
hechos más obvios registrados en el Antiguo Testamento. Dios desea la
verdad “en lo más íntimo” (Sal.51:6), y muchos son los pasajes que
enseñan que nada, salvo una disposición correcta del corazón hacia Él,
puede asegurar el servicio que demandaba. Solo la ceguedad producto del
pecado pudo hacer a los israelitas insensibles a esta verdad básica, de no
ser así, los cargos alegados por Cristo en su contra habrían sido bastante
infundados y sin sentido. No hubiera tenido sentido denunciarlos de
limpiar lo de afuera mientras en lo interior permanecían llenos de
corrupción.
Capítulo V.
La ley moral (el Decálogo), que formaba un aspecto tan prominente y
distintivo del pacto Sinaítico, fue acompañada por una gran porción que
era de una naturaleza evangélica. Esto no consistía en el anuncio de algo
totalmente nuevo, sino en dar mayor revelación, precisión y significado a
lo que ya había sido revelado. Es cierto que gran parte fue comunicado a
través de símbolos; sin embargo, la instrucción que estos símbolos
impartían fue de lo más impresionante y adecuada a la condición de Israel.
Mientras que en Egipto no estaban en una situación que admitiese ninguna
146
extensión de los medios de culto, ahora estaban prontos a asentarse como
una nación independiente, en un país propio: había llegado el tiempo de
establecer formalmente aquellas instituciones y ordenanzas requeridas para
la regulación de su vida religiosa. Además, esto fue considerado una gran
necesidad a partir de la preponderancia otorgada a la ley moral en esa
economía.
Diseñada para servir a los grandes propósitos del pacto anterior, era
necesario que la ley fuese equilibrada con una revelación más plena e
instructiva de las grandes verdades que dicho pacto comprendía, a fin de
que la ley no lo invalidara ni lo anulara. Siempre debemos tener en mente
que el pacto Abrahámico en ningún modo fue reemplazado o suspendido
por la revelación dada a través de Moisés; permanecía en pleno vigor. La
ley, en realidad, era una “añadidura” de este, diseñada para asegurar más
eficazmente sus propósitos. Convenía entonces que la gracia y la
misericordia mostradas a Abraham recibiesen tal expansión e ilustración
como para que la ley no fuera un obstáculo, sino la sierva, a la recepción
creyente de su verdad. La gracia del pacto Abrahámico y la ley de Moisés,
guardan una importante relación mutua. Se iluminan mutuamente,
diseñadas en combinación para asegurar un fin común.
Fueron las instituciones levíticas las que propiciaron la mayor instrucción
que las circunstancias de la nación requerían. Primero y principal,
encontramos las instrucciones dadas para la manifestación pública de
aquella comunión y relación con Dios que, con gran privilegio, gozaba
Israel. Debían construir un santuario, cuyo modelo fue revelado a Moisés
en el monte, y cuyos materiales serían provistos por las ofrendas
voluntarias del pueblo – indicando que todo debe estar regulado por la
voluntad divina, pero que solo una adoración libre y espontánea era
aceptable de ellos. El tabernáculo era a su vez una garantía de que Dios
habitaba en medio de ellos, y un medio visible de gozar de esa comunión a
la que Él los había admitido por gracia: era un recordatorio constante de
esto, y una ayuda para instruirlos en las aprehensiones más espirituales de
la adoración a Dios que solo el evangelio reveló y realizó por completo.
Se había establecido un sacerdocio que marcaba un contraste notable
respecto al que existía en las demás naciones. Entre los paganos, el
sacerdocio era una casta distinguida, un cuerpo de hombres en una
condición separada e incluso antagónica respecto a quienes oficiaban.
Estaban caracterizados por todo el orgullo y las tendencias tiránicas que
engendra una división clasista. Pero el sacerdocio hebreo pertenecía a todo
el pueblo, representándolos en su llamamiento divino. Solo a la familia de
Aarón se le permitía acceder a los recintos sagrados de la casa del Señor y
oficiar por ellos. Cuando el sumo sacerdote ingresaba al lugar santísimo, lo
hacía portando los nombres de todas las tribus en su coraza, y confesaba
147
todas sus transgresiones. Así, el tremendo honor de poder acercarse a Dios
les era enseñado de una forma muy impresionante, la santidad de Su casa
era enfatizada, y se testificaba sobre el impedimento que impone el
pecado.
A todo esto se le añadía un elaborado sistema de sacrificios que, no solo
estaban incorporados a las ordenanzas de culto, sino que explicaban la
importancia y el propósito de ellas. Fueron puestos para expiar la culpa de
las ofensas cometidas, con la declaración expresa de que “la vida de la
carne está en la sangre, y Yo os la he dado sobre el altar para hacer
expiación por vuestras almas” (Lev.17:11). Se estableció un día anual para
la expiación formal de los pecados del pueblo (Lev.16), y sus elaborados
servicios estaban dispuestos de tal forma que concentrasen allí, de la forma
más impresionante, las distintas lecciones que inculcaban los sacrificios.
Esos sacrificios no podían, en sí mismos, quitar el pecado. Las frecuentes
repeticiones sobre este tema así lo indicaban. También el hecho de que
para ciertos pecados no se proveía sacrificio, muestra aún más su
limitación. No obstante, daban prueba de la gracia de Dios, al sentar una
base de esperanza, animándolos a rendirse sin reservas a su Dios, justo y
misericordioso.
El propósito especial en prolongar este capítulo es tratar de ayudar a
aquellos que fueron engañados por los “dispensacionalistas”, y a otros que
se extraviaron por sacar conclusiones injustificables de ciertas premisas
del Antiguo Testamento. Lo que indicamos con anterioridad, debería hacer
evidente que, quienes piensan que la economía Mosaica era puramente un
pacto de obras en donde no había esperanza para la transgresión, están
muy equivocados. Dios nunca hizo una promulgación de la ley al hombre
pecador en orden de mantenerlo bajo la mera ley, sin ponerle la gracia del
pacto de redención por delante, donde pueden huir de la ira denunciada por
la ley. La terrible maldición de Deuteronomio 27:26 no debe ser
magnificada al extremo de excluir las maravillosas bendiciones de
Números 6:24-27. La justicia de la ley moral estaba templada por la
misericordia de la ley ceremonial; y la “severidad” de la constitución
Sinaítica se veía alterada por la “bondad” del pacto Abrahámico al ser
administrado.
“Las dispensaciones legal y evangélica fueron distintas
dispensaciones de un mismo Pacto de Gracia y de sus bendiciones.
Aunque ahora hay un mayor grado de luz, consuelo y libertad, con
todo, si los cristianos están ahora bajo un reino de gracia en donde
hay perdón sobre el arrepentimiento, el pueblo de Dios bajo el
antiguo testamento también estaba (en cuanto a la realidad y
sustancia de las cosas) bajo un reino de gracia” (James Fraser).

148
“Porque no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres todos
estuvieron bajo la nube y todos pasaron por el mar; y en Moisés todos
fueron bautizados en la nube y en el mar; y todos comieron el mismo
alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, porque
bebían de una roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo” (1
Cor.10:1-4). A la luz de ese pasaje como un todo, el “en Moisés todos
fueron bautizados”, solo puede significar que ahí él es puesto como el
ministro de gracia, como el salvador tipo que los sacó de Egipto.
El tabernáculo, el sacerdocio y las ofrendas levíticas eran, en realidad, una
amplificación y una explicación de la gracia revelada en las promesas del
pacto Abrahámico. El lugar que la ley moral tenía en la economía Mosaica
y su relación con esa gracia es claramente definida en Gálatas 3:19:
“Entonces, ¿para qué sirve la ley? Fue añadida a causa de las
transgresiones, hasta que viniese la simiente” (RVR 60). En Sinaí, Dios no
dio la ley como un mensaje explicando cómo obtener la justificación
obedeciéndola; porque una obediencia así era algo imposible para el
hombre caído. En ese caso, la ley no hubiera sido “añadida” a la
“promesa”, sino que hubiera sido puesta en directa oposición a ella. El
versículo anterior deja en claro que si la ley hubiese sido dada para
semejante fin, hubiese venido a anular completamente a la promesa:
“Porque si la herencia depende de la ley, ya no depende de una promesa;
pero Dios se la concedió a Abraham por medio de una promesa” (vs.18).
Hasta aquí, entonces, estaba muy lejos la economía Mosáica de cancelar
las promesas hechas a Abraham, más bien fue añadida a ellas. Si aquella
economía hubiera sido una netamente de obras (como algunos imaginan),
entonces todo Israel hubiera sido condenado desde el primer día. De haber
sido un estricto régimen de ley, sin misericordia que lo modere, entonces
no hubiera habido perdón disponible (lo cual contradeciría a Lev.26:40-
46), y en tal caso el pacto Sinaítico no podría haber sido contado entre las
bendiciones de Israel (Rom.9:4). La palabra “añadida” en Gálatas 3:19
prueba que la dispensación de la ley no fue establecida como algo aparte
en sí misma, sino que era un apéndice a la gracia del pacto Abrahámico.
En otras palabras, la ley moral y la ley ceremonial que le acompañaron
fueron dadas con fines evangélicos: mostrarle a los pecadores su necesidad
de Cristo, e indicarles cómo Él supliría dicha necesidad.
Otra vez: si la ley se hubiese promulgado en ira divina, con el solo
propósito de muerte, entonces se hubiera dado por mano de un verdugo y
no “por mano de un mediador”, como dice Gálatas 3:19, cuyo oficio es
efectuar la reconciliación. Esto explica y provee la clave para interpretar la
siguiente declaración (tan discutida y poco entendida): “Y el mediador no
lo es de uno solo; pero Dios es uno” (Gál.3:20, RVR´60). “Dios es uno”
significa que su propósito y designio es el mismo tanto en el pacto
149
Abrahámico como en el Sinaítico; en otras palabras, la ley fue publicada
teniendo en vista un fin de gracia. Así que, cuando el apóstol procede a
realizar la pregunta: “¿Es entonces la ley contraria a las promesas de
Dios?”, es decir: ¿termina chocando o anulando la revelación de gracia
hecha a Abraham?; la enfática respuesta es: “¡De ningún modo!” (vs.21).
En el capítulo anterior dijimos que el pacto sinaítico fue un convenio que
prometía a los Israelitas como pueblo ciertas bendiciones materiales y
nacionales sobre la condición de rendirle a Dios una obediencia general a
Su ley. Permítasenos ahora señalar que algo superior a eso era necesario
para poder alcanzar una comunión individual con el Señor. Esto es claro a
partir de pasajes tales como: “Señor, ¿quién habitará en tu tabernáculo?
¿Quién morará en tu santo monte? El que anda en integridad y obra
justicia, que habla verdad en su corazón. El que no calumnia con su
lengua, no hace mal a su prójimo, ni toma reproche contra su amigo”
(Sal.15:1-3). Ninguna obediencia vaga o mecánica respecto a las
exigencias de la ley sería suficiente para esto: la gloria de Dios va
inseparablemente unida a los intereses de la justicia, y no puede haber
justicia donde el corazón está lejos de Dios.
De igual modo leemos otra vez: “¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Y
quién podrá estar en su lugar santo? El de manos limpias y corazón puro;
el que no ha alzado su alma a la falsedad ni jurado con engaño. Ese
recibirá bendición del Señor, y justicia del Dios de su salvación” (Sal.24:3-
5). Aquí se describió el carácter de los verdaderos adoradores de Dios, en
contraposición a los hipócritas. El ascender al monte del Señor, entrando
en su lugar santo, y habitando en su tabernáculo, no es sino un lenguaje
figurado para expresar el acceso y comunión espirituales con el Alto y
Sublime. Es notable reparar en que estos dos pasajes de búsqueda
espiritual sucedieron cuando el servicio del tabernáculo estaba a punto de
ser renovado (por Salomón) con una gloria mayor. Obviamente, el
propósito de estas declaraciones era advertir al pueblo de que, cualquiera
fuera el respeto ofrecido a las solemnidades de la adoración pública, no les
aprovecharía de nada si primero no había una justicia práctica en su
ofrecimiento.
Ha de observarse particularmente que en los pasajes citados anteriormente
el salmista no insistió tanto con la justicia de la ley en general, sino con la
establecida en la segunda tabla, ya que los hipócritas y formalistas tienen
muchas formas de falsificar las obras escritas en la primera tabla. El
mismo principio fue apremiado por los profetas una y otra vez. “¿Qué
derecho tienes tú de hablar de mis estatutos, y de tomar mi pacto en tus
labios? Pues tú aborreces la disciplina, y a tus espaldas echas mis palabras.
Cuando ves a un ladrón, te complaces con él, y con adúlteros te asocias.
Das rienda suelta a tu boca para el mal, y tu lengua trama engaño. Te
150
sientas y hablas contra tu hermano; al hijo de tu propia madre calumnias”
(Sal.50:16-20). Y, sin embrago, en su ceguera y autocomplacencia se
habían atrevido a hablar de los estatutos de Dios y a parlotear sobre Su
pacto. Pero ninguna adherencia externa a la adoración de Jehová sería
aceptada cuando los mandamientos divinos eran pisoteados.
Isaías fue aún más severo en sus denuncias. Se había topado con esos que
fingían gran respeto por el templo, multiplicaban sus ofrendas, andaban
por las cortes sagradas, guardaban diligentemente las fiestas, y hacían
“muchas oraciones”. Sin embargo, los llamó “príncipes de Sodoma” y
“pueblo de Gomorra”, y afirmó que sus sacrificios y actuaciones religiosas
le eran a Dios cosa nauseabunda, que Su alma aborrecía tales pretensiones,
y que no escucharía a sus oraciones porque oprimían a sus pobres, al
desamparado y a la viuda (Isa.1:10-17). No había sinceridad en sus
devociones: presentarse como piadosos en la casa del Señor mientras que
la iniquidad desbordaba sus moradas era una ofensa terrible. Por eso, les
dijo que sus ofrendas del altar eran “ofrendas mentirosas” (“vana ofrenda”,
vs.13), y que toda su adoración era una abominación a los ojos del
Santísimo.
De igual modo, oímos a Jeremías decir: “Enmendad vuestros caminos y
vuestras obras, y os haré morar en este lugar. No confiéis en palabras
engañosas, diciendo: `Este es el templo del Señor, el templo del Señor, el
templo del Señor.´ Porque si en verdad enmendáis vuestros caminos y
vuestras obras, si en verdad hacéis justicia entre el hombre y su prójimo, y
no oprimís al extranjero, al huérfano y a la viuda, ni derramáis sangre
inocente en este lugar, ni andáis en pos de otros dioses para vuestra propia
ruina, entonces os haré morar en este lugar, en la tierra que di a vuestros
padres para siempre” (Jer.7:3-7). Así expuso y condenó la flagrante
necedad de aquellos que confiaban en el templo y en sus servicios para ser
bendecidos, mientras que por su impiedad y sus obras perversas habían
hecho de él un complejo de malvivientes y hacedores de iniquidad.
También Ezequiel reprendió a los hipócritas religiosos, y mostró que Dios
no puede ser satisfecho con nada menos que esa realidad evidenciada por
una justicia práctica de hombre a hombre (capítulos 18 y 33).
Por un lado, entonces, había un remanente piadoso en Israel, que empleaba
la ley “legítimamente” (1 Tim.1:8) haciendo que su santidad y
espiritualidad los remontara a la gracia y a las promesas del pacto
Abrahámico, volviéndose a Dios como sanador y redentor suyo. Es en
pasajes como el Salmo 119 que hallamos descrita su experiencia. Había
una comprensión de la excelencia, la anchura y la altura de la ley divina;
de su conveniencia a la condición del hombre; de la bendición de ser
conformado a sus exigencias; y del anhelo sincero que tiene el corazón
piadoso por ir en pos de todo cuanto pertenezca a ella. Todos esos
151
reconocimientos y aspiraciones van acompañados de confesiones de faltas,
clamores por misericordia y gracia restauradora, y frescas resoluciones son
hechas en base a la ayuda divina para resistir al mal y esforzarse por
alcanzar mayores logros en la justicia que la ley exige. En muchos otros
pasajes vemos cómo la conciencia de pecado y de debilidad moral, termina
dirigiendo el alma a Dios por liberación y ayuda, especialmente en la
apropiación de la agraciada provisión hecha en los sacrificios para
expiación de la culpa y para restaurar la paz a la conciencia atribulada.
Por otro lado, había un mayor número de impíos en Israel que hacían un
mal uso de la ley, pervirtiendo el propósito de la constitución Sinaítica,
divorciándola del pacto Abrahámico. Esto cerró sus ojos a las
profundidades y espiritualidad de las exigencias de la ley, porque se
determinaron a justificarse ante Dios sobre una base meramente legal,
reduciendo el Decálogo al cumplimiento externo de ciertas normas de
conducta. Esto, por supuesto, engendró un espíritu servil, ya que en donde
las ordenanzas no son cumplidas a partir de motivaciones elevadas e
impulsos agradecidos, necesariamente se convierten en una carga y se
cumplen solo por las recompensas que se darán a cambio. En ese espíritu
actuaron los escribas y fariseos que eran “mercenarios” y no hijos.
Además, semejante degradación de la ley no podía sino terminar en
formalidad e hipocresía. Finalmente, quienes así erraron en cuanto al lugar
y al espíritu de la ley, tampoco pudieron apreciar correctamente al Mesías
ni recibirle cuando apareció.
Capítulo VI.
Como hemos visto, lo que más caracterizó a la dispensación Mosaica fue
la posición prominente y dominante de la ley. No solo fue esa
dispensación formalmente inaugurada por Jehová mismo al proclamar el
Decálogo desde el Sinaí – siendo el Éxodo de Egipto y el paso por el
desierto no más que una introducción a eso –, sino que esos Diez
Mandamientos recibieron el lugar de honor supremo. Las tablas de piedra
sobre las que se inscribieron fueron dispuestas en el tabernáculo. Ahora el
recipiente más sagrado en el tabernáculo, que constituía el centro de todos
los servicios relacionados a él, era el arca. Era el símbolo especial de la
presencia y la fidelidad del pacto del Señor, porque sobre su cubierta
estaba el trono sobre el cual se sentaba como Rey en Israel. Sin embargo
esa arca fue hecha para albergar las dos tablas de la ley, y se la llamó: “el
arca del pacto” simplemente porque contenía el acuerdo sobre los artículos
del pacto. Así se reconocía plenamente que los Diez Mandamientos
contenían en sí mismos la suma y sustancia de la justicia que el pacto
estrictamente requería.
La posición, entonces, que ocupaban las dos tablas, indicaba claramente
que el gran propósito de Dios en el establecimiento del Judaísmo era la
152
observancia de la ley. La ley, de carácter perfecto y obligatoriedad
perpetua, constituía el fundamento de todas las instituciones simbólicas de
culto posteriores. Como el centro del judaísmo era el tabernáculo, el del
tabernáculo era la ley; porque el arca sagrada, guardada en el lugar
santísimo, había sido construida especialmente para albergarla. De este
modo, el adorador entendido difícilmente podía fallar en discernir que la
obediencia a la ley era la razón principal por la que fue puesta la economía
levítica. Todo rito estrictamente religioso y toda institución ordenada por
Dios a través de Moisés fueron dados como medios para enfatizar los
principios y preceptos de la ley, o como remedios contra los males que
inevitablemente surgían de su violación e inobservancia.
La verdadera relación que existió entre la ley ceremonial y la ley moral no
ha sido lo suficientemente reconocida, y por eso consideraremos en mayor
profundidad el verdadero designio y el propósito espiritual del código
levítico. El Decálogo en sí era el fundamento del servicio del tabernáculo,
todas las ceremonias apuntando a él como su base y centro común. En
otras palabras, las instituciones ceremoniales estaban enteramente
subordinadas a la justicia que la ley exigía. Recordemos que no fue sino
hasta luego de formalmente ratificado el pacto Sinaítico que el ritual del
sistema levítico fue dado. Así su propio lugar en la historia denota que la
ley ceremonial ha de considerarse no como primaria, sino solo de
importancia secundaria en la constitución del reino de Dios en Israel. Dios
había llamado a Israel a ocupar un lugar de especial cercanía con Él; así
que primero les hizo saber los grandes principios de verdad y justicia que
habían de regular sus vidas, y entonces que debía haber un vínculo visible
de comunión, al poner en medio de ellos Su morada; apuntando todo en
conexión a eso para impresionarlos con el carácter de su Rey y de lo que
los convirtió en súbditos suyos.
El servilismo de la ley ceremonial a la ley moral, es manifestado de la
forma más extraordinaria en las indicaciones divinas respecto al
tabernáculo. Todo debía ordenarse según el modelo enseñado a Moisés en
el monte, mientras que el pueblo iba a mostrar su buena predisposición de
someterse a la voluntad de Dios al contribuir con los materiales necesarios
(Éx.25:2-9). Ahora lo primero a construirse no era la estructura (las
paredes) del tabernáculo en sí, ni lo que pertenecía al atrio exterior, sino el
arca del pacto (Éx.25:10-22), depositaria del Decálogo. El arca recibió
prioridad sobre todo lo demás – el altar, las cubiertas, el candelero, y la
mesa del pan de la proposición. De este modo, se indicaba claramente que
el arca era la pieza más sagrada del mobiliario de la casa de Dios – el
centro a partir del cual toda comunión espiritual con el Señor procedería y
obtendría su carácter esencial. Así una relación inequívoca entre la ley
ceremonial y la ley moral, y la subordinación de la una a la otra, fue
inculcada ya a partir de la misma constitución del tabernáculo.
153
Ahora, la enseñanza principal inculcada por la ley ceremonial, proclamada
a través de varios ritos y ordenanzas, era que los santos y justos tienen
acceso a la comunión con Dios y a sus bendiciones; mientras que los
impuros e impíos son excluidos. ¿Pero quiénes conformaban una clase, y
quiénes la otra? Simplemente no quienes observaban o rehusaban observar
la mera letra de la ley ceremonial, sino más bien quienes realmente
poseían lo allí simbolizado, y eso era comprobable solo a la luz del mismo
Dios. Él había revelado Su carácter en la ley del deber moral que tomó
para cimiento de Su trono y cetro de Su gobierno en Israel. Allí se
estableció la “regla y plomada” del bien y el mal, de lo santo y lo profano
a los ojos de Dios, y el código levítico en sí implicaba esa misma “regla y
plomada”, dirigiendo la atención del hombre hacia ella a través de sus
múltiples prescripciones en cuanto a lo puro y lo inmundo, contaminación
y purificación.
Las “diversas abluciones” de la ley ceremonial y sus siempre recurrentes
expiaciones por sangre, señalaban las impurezas existentes, pero lo que
muchos fallaron en ver fue que esas impurezas eran producto de discrepar
con la ley de justicia.
“Por la forma predominantemente negativa de sus preceptos, el
Decálogo señalaba la tendencia pecaminosa de la naturaleza humana;
y de la misma manera el código levítico. Al hacer de todo lo
directamente relacionado a la generación y al nacimiento una fuente
de inmundicia, repetía continuamente a oídos del hombre la lección
de una corrupción inherente, de que en pecado fueron concebidos y
en iniquidad fueron formados. La institución misma de una orden
separada para acercarse a Dios y realizar, por toda la comunidad, los
oficios más sagrados de la religión, era una señal visible de las
transgresiones y fallas existentes en el pueblo: era un fiel testimonio
de que no alcanzaban el elevado patrón de santidad presentado en la
ley del trono de Jehová.
Asimismo, la distinción entre lo limpio y lo inmundo en las comidas,
mientras que no les privaba del buen sabor ni de una buena nutrición
para su vida física (de hecho les proveía lo mejor en ambos casos),
les servía también como un controlador diario respecto de los
peligros espirituales que les rodeaban y de la necesidad de auto-
ejercitarse en el acto de elegir cuidadosamente entre una y otra clase
de cosas; recordándoles de un bien a proseguir y de un mal al cual
rehuir. Y así, hay toda una serie de contaminaciones surgidas del
contacto con lo que enfáticamente es la paga del pecado – la muerte,
o su vívida imagen: la lepra, que, en donde sea que estuviera,
desataba una plaga mortal en el organismo de la naturaleza
haciéndolo presa de corrupción – cosas que con solo mirarlas o
154
tocarlas llamaba a humillación, por cargar con sí la triste evidencia
de que, en tanto que peregrinos para Dios, los hombres continúan en
la región de corrupción y muerte” (The Revelation of Law in
Scripture [La Revelación de la Ley en la Escritura], por P. Fairbairn,
1869, con quien estamos en deuda por otros pensamientos
expresados en este capítulo).
A la luz de lo dicho anteriormente, se verá que “la ley de las ordenanzas
carnales” contenía las instrucciones más importantes para el pueblo – esto
es, no al considerarlas en sí mismas, sino al contemplarlas (según fueron
diseñadas) como un auxiliar a los Diez Mandamientos. Pero si la ley
ceremonial fuese aislada de ellos, y considerada como poseyendo un uso y
valor independientes, entonces su mensaje hubiera repudiado a la verdad
de forma categórica; porque en tal caso hubiera animado al hombre a
confiar en meras distinciones externas y a descansar en observancias
corpóreas. Pero eso hubiera sido contradictorio en lugar de
complementario del Decálogo, porque pone todo el énfasis sobre el
elemento moral, tanto en el carácter divino y en la obediencia que Dios
demanda de Su pueblo. Sin embargo, mantenido en su lugar apropiado de
subordinación a la ley moral, el código levítico proporciona la instrucción
más importante para Israel, recordándoles siempre que el pecado acarrea
contaminación y corta la relación con el Santísimo.
Es evidente, por otras consideraciones, que las ordenanzas levíticas
poseían meramente un valor subsidiario, y que adquirían toda su
importancia de la relación que guardaban con los preceptos morales de la
ley. Esto es claramente demostrado por el hecho de que, cuando los juicios
especiales del cielo eran denunciados contra el pueblo del pacto, nunca fue
por haber desatendido a las observancias ceremoniales, sino siempre por
violaciones flagrantes de los Diez Mandamientos. Que el lector pondere
los siguientes pasajes como prueba de ello: Jeremías 7:22-31; Ezequiel 8 y
18:1-3; Oseas 4:1-3; Amós 3:4-9; Miqueas 5 y 6. Se evidencia también en
el hecho de que en cualquier momento donde las condiciones
indispensables para ingresar a la casa de Dios y mantenerse en comunión
con Él son expuestas, la observancia está en que estén en conformidad con
los preceptos morales, y no a las observancias ceremoniales (Sal.15 y 24).
Finalmente, es evidente por el hecho de que, cuando el pueblo exaltaba el
ceremonialismo por sobre la obediencia práctica, el procedimiento era
denunciado como idolatría y el servicio rechazado como una burla (véase
1 Sam.15:22; Sal.45:7; Isa.1:2; Miqueas 6:8).
Al haber tratado la relación que existió entre la ley ceremonial y la ley
moral – la una estrictamente subordinada a la otra, reiterando el testimonio
de aquella en cuanto a la santidad y el pecado –, pasemos ahora a
considerar otro aspecto bastante distinto. El Decálogo, en sí, proclamaba
155
las justas demandas del Señor y, por ende, no daba lugar a la
desobediencia ni ofrecía provisión para el desobediente: todo cuanto hacía
era amenazar condenación y, la terrible pena que anunciaba, no podía sino
infundir terror. Pero con el código levítico era muy diferente: había un
sacerdocio mediador, sacrificios para obtener el perdón y ordenanzas para
la purificación; y el propósito de esto era asegurar la restauración a la
comunión con Dios para quienes sus pecados los habían excluido de Su
presencia santa. Así, mientras que estas ordenanzas estaban lejos de
alivianar el pecado, para quienes se arrepentían y humillaban, procuraban
con misericordia reconciliarles con el Legislador.
Sin embargo, debemos notar con diligencia que Dios impuso límites muy
definidos al alcance de los sacrificios expiatorios. Y eso por necesidad: de
no haber habido restricciones, de haberse dejado abierto el camino, en todo
momento, para todos y cada uno, para obtener limpieza y remisión,
entonces el código levítico hubiera concedido una permisividad corrupta y
fatal; porque en tal caso los hombres podrían haber incurrido en un curso
desenfrenado de maldad, confiados de que luego unos sacrificios expiarían
sus culpas. Por lo tanto, vemos la santidad divina templando la
misericordia, señalando sacrificios por los pecados de ignorancia
únicamente, o por aquellas contaminaciones contraídas involuntaria o
inevitablemente; mientras que para las transgresiones flagrantes y
deliberadas de los Diez Mandamientos no restaba sino un juicio sumario.
De este modo una agraciada provisión fue hecha para lo que podríamos
llamar pecados de flaqueza, mientras que la justicia era impuesta contra los
rebeldes y desafiantes.
Esta distinción sobre la que recién llamamos la atención, o la limitación
impuesta en el código levítico para la obtención del perdón, es expresada
claramente en:
“También, si una persona peca inadvertidamente, ofrecerá una cabra
de un año como ofrenda por el pecado. Y el sacerdote hará expiación
delante del Señor por la persona que ha cometido error, cuando peca
inadvertidamente, haciendo expiación por él, y será perdonado. Para
el que es nativo entre los hijos de Israel y para el extranjero que
reside entre ellos, tendréis una sola ley para el que haga algo
inadvertidamente. Pero aquél que obre con desafío, ya sea nativo o
extranjero, ése blasfema contra el Señor, y esa persona será cortada
de entre su pueblo. Porque ha menospreciado la palabra del Señor, y
ha quebrantado su mandamiento, esa persona será enteramente
cortada; su culpa caerá sobre ella” (Núm.15:27-31).
Pero mientras estaba esta diferencia entra la ley moral y la ceremonial –
una efectuando provisión para determinadas transgresiones de la otra –,
podemos ver claramente cómo la sabiduría divina resguardó al Decálogo
156
de la deshonra; sí, por las mismas limitaciones de esa provisión confirmó
sus justas demandas.
“De este modo, aquí otra vez el código levítico de ordenanzas se
apoyó sobre la ley fundamental del Decálogo, y reverenció su
autoridad suprema. Solo los que devotamente reconocieron esta ley,
y en sus conciencias se esforzaron por andar conforme a sus
preceptos, tienen derecho alguno a un interés en las provisiones
sancionadas para borrar la transgresión. Entonces, como ahora,
`andar en tinieblas´ o adherir persistentemente a la práctica de
iniquidad, era totalmente incompatible con tener comunión con Dios
– 1 Juan 1:6” (P. Fairbairn).
Con todo, debemos señalar por otro lado, que Dios es soberano,
trascendente a toda ley y de ningún modo está sujeto a las restricciones
que quiso poner sobre sus criaturas. Esta grandiosa verdad siempre debe
ser proclamada claramente y sin reservas, y en nuestros días más que
nunca, cuando conceptos tan bajos y deshonrosos de Dios prevalecen tan
ampliamente. Cuando Jehová se dio a conocer a Moisés dijo: “El Señor, el
Señor, Dios compasivo y clemente, lento para la ira y abundante en
misericordia y fidelidad; el que guarda misericordia a millares, el que
perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado, y que no tendrá por
inocente al culpable; el que castiga la iniquidad de los padres sobre los
hijos…” (Éx.34:6-7). Esas preciosas palabras siempre valieron para la fe,
como Números 14:17-20 y otros pasajes benditamente enseñan. Cierto,
aun en este pasaje hay una solemne advertencia de que la justicia no
olvidará sus reclamos, de que los rebeldes obstinados enfrentarán sus
consecuencias. Pero eso ocupa un segundo lugar, mientras que el plano
principal lo ocupa la gracia.
Era eso lo que inspiraba consuelo en los corazones humildes y penitentes:
¡Dios es misericordioso! Así, aunque en cada instancia al israelita se le
enseñaba que el pecado era un asunto extremadamente grave y serio, y que
ni la ley moral ni la ceremonial hacían provisiones de misericordia donde
se cometían ciertas ofensas, aun así, eso no privó que el Señor lidiara con
ellos sobre una base de pura gracia. El carácter revelado de Dios abrió una
puerta de esperanza a las almas contritas, aun cuando sus casos parecían
completamente desesperanzadores. El Salmo 51 nos ofrece un ejemplo
notable de esto. Allí vemos a David, tras haber cometido pecados por los
que la ley exigía la pena de muerte, y para los que no había ningún
sacrificio levítico disponible (vs.16), reconociendo con un corazón
quebrantado su enorme transgresión, echándose hacia la clemencia
incondicional de Dios (vs.1), y obteniendo de Él el perdón.
Para completar nuestra presente línea de estudio, es preciso que reparemos
en otra característica de las instituciones levíticas. Consideradas desde un
157
punto de vista, las oblaciones y abluciones ceremoniales eran un verdadero
privilegio para los israelitas; pero desde otro, también añadían a sus
deberes y obligaciones – ilustrando el hecho de que mayores bendiciones
siempre implican una mayor responsabilidad. Las instituciones levíticas
fueron con mucha certeza promulgaciones legales como lo fueron los Diez
Mandamientos, y los transgresores deliberados eran objetos de castigo,
tanto como aquellos quienes osaban profanar el Sabbat o cometer
homicidio (véase. Lev.7:20; 17:4, 14; Núm.9:13).
La razón por la cual los transgresores de las ordenanzas Levíticas
quedaban sujetos a juicio, era porque las leyes ceremoniales estaban
investidas con la misma autoridad que los mandamientos estrictamente
pertenecientes a la esfera moral, y por ende hacer caso omiso de ellas
significaba deshonrar al propio Legislador. Aún más, significaba
despreciar los medios – los únicos medios – que Él, en Su gracia, había
dispuesto para remitir la culpa y quitar la contaminación, y que por eso
permanecían sin perdonar; sí, agravados por haber despreciado las riquezas
de la misericordia de Dios. Allí podemos ver una clara prefiguración de lo
perteneciente al evangelio, pero de momento aplazaremos esta cuestión.
Capítulo VII.
Es preciso estudiar el pacto Sinaítico desde tres puntos de vista
independientes: (1) la relación que mantiene con las revelaciones previas
de Dios, al ser un notorio avance en el despliegue de Su propósito eterno;
(2) la relación particular que mantuvo con la nación Judía, al proveerles de
una constitución única y de todo un código para su guía; (3) y en su
relación con el futuro, al estar maravillosamente diseñado para allanar el
camino para el advenimiento de Cristo y el comienzo del Cristianismo. Al
habernos ocupado ya de los dos primeros puntos, pasaremos ahora a
considerar el tercero, que presenta los aspectos más difíciles de nuestro
tema.
Hasta que no contemplamos debidamente a la economía mosáica en su
relación con la nación israelita, su bienestar político y temporal, no
estuvimos listos para verla en su significado más amplio y último. El
propósito primario e inmediato de Dios en relación al pacto sinaítico era
proveer un cumplimiento “literal” de las promesas hechas a Abraham:
darle una simiente numerosa, asentarlos en la tierra de Canaán, preservar
el linaje del cual saldría el Mesías, mantenerlos allí hasta que Cristo
finalmente apareciese en carne. Así la economía mosáica vio cumplido su
propósito cuando el Hijo de Dios se encarnó. Pero, en segundo lugar, el
propósito final de Dios bajo la economía mosaica fue ofrecer una
demostración clara y cabal de la extrema impotencia del hombre caído
para cumplir con Sus santas y justas demandas, aun hallándose bajo las
circunstancias y condiciones más favorables; exhibiendo así la
158
sobremanera pecaminosidad del pecado y la imperiosa necesidad de un
Salvador todo suficiente.
Desde cierto punto de vista claramente pareciera que el pacto sinaítico
fracasó en su cometido, y que toda la economía mosáica fue una patética
tragedia. De ningún modo Israel como nación se condujo como el pueblo
amado, llamado y redimido de Dios. No rindieron a la ley moral la
obediencia debida, y a las misericordias de la ley ceremonial las
pervirtieron para deshonra de Dios y su propia ruina espiritual. En vez de
la ley guiar a los pecadores a Cristo, “[Él] a lo suyo vino, y los suyos no le
recibieron” (Juan 1:11). Sin embargo, no hay fallas con el Alto y Sublime,
no hay brechas en su plan, ni se ve frustrada su soberana voluntad. El
fracaso mismo de Israel solo sirvió al propósito divino, porque demostró la
imperante necesidad de algo superior a lo que el judaísmo, como tal,
proveía, y reservó para Cristo el honor de introducir lo perfecto.
Al procurar ver dónde la economía mosáica allanó el camino para la
introducción del cristianismo, notaremos, primeramente, lo imperfecto o
inadecuado de lo provisto por el judaísmo; y segundo, consideraremos
brevemente la tipificación y prefiguración que hizo del mejor pacto aún
por ser establecido. Aunque el orden de cosas instaurado por el pacto
Sinaítico fue un gran avance sobre el alcanzado bajo el pacto Abrahámico
– porque, no solo suplementó al pacto de la promesa (que aseguraba por la
fidelidad divina suplir toda bendición necesaria) con el pacto de la ley (que
obligaba a Israel rendir al Señor su obediencia debida), sino que también
llevó a la simiente natural de Abraham a una relación de cercanía
corporativa con el Dios de él, al proveerles en el tabernáculo una
representación visible de que estaba en medio de ellos – sin embargo,
pertenecía a un estado de inmadurez relativa y al relativo crepúsculo de la
revelación divina.
Lo que más caracterizó al judaísmo fue que concernía a lo externo y
objetivo, antes que a lo interno y subjetivo. El Decálogo no fue escrito
sobre los corazones de Israel, sino sobre tablas de piedra. Era un señor
sobre ellos, exigiendo sumisión implícita, un tutor para instruirlos, pero
que, como tal, no suplía ningún poder para producir obediencia ni ninguna
influencia para mover las motivaciones secretas del corazón. Lo mismo
caracterizó a las instituciones levíticas: ellas también se dirigían
formalmente a ellos desde afuera, y correspondían solo a prácticas físicas.
Todo era una disciplina externa, en consonancia con un “santuario
terrenal”. Cierto, lo que la ley exigía era amor; sin embargo, la ley como
tal no provoca amor. El temor era lo predominante: el terror de sufrir la ira
de un Dios ofendido, donde las penalidades de Su ley amenazaban por
doquier.

159
Es cierto que la ley ceremonial proveyó de un gran alivio, dado que allí se
proveía para la obtención del perdón. Esto se efectuaba por medio de los
sacrificios –
“la sangre (vida) de una criatura irracional, sin conciencia de pecado,
siendo aceptada por Dios en Su carácter de Redentor para la vida del
pecador. Una forma de satisfacción indudablemente insatisfactoria en
sí misma, porque no había una correspondencia justa entre la vida de
un animal irracional y la vida más elevada de un ser racional y
responsable; a cuentas estrictas con la justicia, el uno no podía
ofrecer una compensación adecuada por el otro. Pero no ocurría con
esto solo; era parte de un esquema de cosas que en su totalidad
portaba las marcas de una imperfección relativa” (P. Fairbairn).
La misma característica de imperfección relativa aparece en el tabernáculo.
Se estableció un arreglo provisional por el cual los transgresores, de otro
modo excluidos, pudieran obtener la remisión de sus pecados y volver a
gozar del privilegio de comunión con Jehová; sin embargo, aún aquí había
una notable imperfección, porque aunque los reconciliados podían acceder
al atrio exterior, con todo, no tenían un acceso directo y personal a la
cámara de la presencia inmediata del Señor. ¡Cuán lejos, muy por debajo
de la libre intimidad que ahora todos los creyentes pueden tener con Dios,
era la entrada de unos pocos sacerdotes ministros a los atrios del
tabernáculo, en donde la entrada al lugar santísimo quedaba restringida a
un único individuo, y a él solo una vez al año! ¡Cuán imperfecta era la
representación que el tabernáculo, con sus cien codos por cincuenta de
superficie, y todos sus materiales compuestos con elementos terrenales y
perecederos, hacía de la morada de Aquel que llena cielos y tierra!
La ley exhibía la santidad inefable del carácter divino: obligaba a Israel
mediante compromiso pactal a hacer de ella el estándar al cual debían
tratar de ajustar toda su conducta: “Seréis santos porque yo, el Señor
vuestro Dios, soy santo” (Lev.19:2; cf. Éx.19:6). Pero al ser iluminada y
despertada por el alto ideal de verdad y de deber así presentados, la
conciencia quedaría altamente sensible a las transgresiones cometidas
contra la justicia requerida. La ley está dirigida a la conciencia; y una vez
examinado por ella, el hombre no podía fallar en discernir su espiritualidad
y su alcance. En la medida en que una mente israelita fuese honesta en su
ejercicio, llegaría a entender que los actos externos estaban lejos de ser las
únicas cosas que la ley demandaba. El alcance que tenía la ley, llegaba
hasta los pensamientos e intenciones, los afectos y las motivaciones del
corazón; hallaría, al igual que el salmista, que el mandamiento “es
sumamente amplio” (Sal.119:96). Ciertamente, podría haber tratado de
acallar su angustiante y profundo sentido de culpa que le despertaría; pero,
a menos que lo haga engañado, esos intentos no le ayudarían en nada.
160
La ley, pues, estaba lejos de inculcar o promover un espíritu de justicia
propia. En vez de ser un testigo al que los hombres pudieran apelar como
prueba de haber cumplido las demandas de Dios, se convirtió en un
acusador, denunciándoles por haber roto sus votos y violado sus
obligaciones. De este modo mantenía vivo constantemente un sentido de
culpa en la conciencia, y servía para despertar en los corazones de quienes
realmente entendían su significado espiritual un sentimiento de
desesperanza total y un sentido de profunda necesidad. Punzados por las
demandas de una ley que eran totalmente incapaces de cumplir, su caso
debía parecerles desesperante. Y las ordenanzas de la ley ceremonial no
podían ofrecerles sino un alivio imperfecto. A ellos debió de serles
evidente que era “imposible que la sangre de toros y de machos cabríos
[quitase] los pecados”. Notable prueba de esto nos provee el caso de
Isaías; porque al contemplar la presencia manifiesta de Jehová exclamó:
“¡Ay de mí! Que soy muerto” (6:5, RVR´60) – clara evidencia de que su
conciencia se veía más oprimida por un sentido de pecado que consolada
por la bendición del perdón.
Un caso como el de Isaías deja claro que, en donde había un corazón
ejercitado (y siempre hubieron tales en Israel en cada período de su
historia), la santa ley de Dios producía una profunda convicción de que las
provisiones de la ley ceremonial “no [podían] hacer perfecto en su
conciencia al que [practicaba] ese culto” (Heb.9:9). Pero más enfático aún
es el testimonio de los Salmos, los cuales, recuérdese, eran empleados en
el servicio público de Dios, diseñados para expresar el sentir de todos los
adoradores sinceros. Estos Salmos no solo exaltan las múltiples
perfecciones de la ley (véanse especialmente los Salmos 19 y 119), sino
que también registran las acusaciones penetrantes que provocó. “Porque
mis iniquidades han sobrepasado mi cabeza; como pesada carga, pesan
mucho para mí. Mis llagas hieden y supuran. A causa de mi necedad, estoy
encorvado y abatido en gran manera, y ando sombrío todo el día. Porque
mis lomos están inflamados de fiebre, y nada hay sano en mi carne. Estoy
entumecido y abatido en gran manera; gimo a causa de la agitación de mi
corazón. Señor, todo mi anhelo está delante de ti, y mi suspiro no te es
oculto” (Sal.38:4-9).
“Porque me rodean males sin número; mis iniquidades me han
alcanzado, y no puedo ver; son más numerosas que los cabellos de mi
cabeza, y el corazón me falla. Ten a bien, oh Señor, libertarme;
apresúrate, Señor, a socorrerme” (Sal.40:12-13).
Así, la ley divina, al presentar un estándar de justicia perfecta y
convenciendo al hombre de su completa inhabilidad para cumplir sus
santas demandas, preparó sus mentes para el advenimiento del Redentor.
Esto provee la clave para entender pasajes como los que acabamos de
161
citar. Las almas despertadas fueron llevadas a sentir la iniquidad
adhiriéndoseles como una faja, y la corrupción interior cual virus mortal
envenenando sus naturalezas mismas. Eran arrastradas de continuo a una
disposición pecaminosa. Contaminaban todo cuanto hacían e intentaban.
Y, de esta forma, destruían así toda esperanza de justificación o aceptación
ante Dios sobre la base de una conformidad personal a Sus exigencias.
Vivos a la verdad de un Dios inefablemente santo e infinitamente perfecto,
quedaban también vivos a los dolorosos temores y miedos de la culpa; y de
ahí sus confesiones de pecado, lamentos penitentes y ruegos por
misericordia.
Se indicaba una mejor provisión para el futuro, debido a que el rescate
actual provisto por la ley ceremonial, portaba marcas de imperfección – lo
inadecuado de la sangre de animales para expiar ofensas tan atroces, y la
bendición asegurada siendo solo una entrada restablecida al atrio exterior
del tabernáculo. Porque nada menos que la perfección podía satisfacer a
Aquel con quien estaban relacionados. Como el Decálogo despertó un
sentido de culpa y separación del Señor que las ordenanzas de la ley
ceremonial no podían remover perfectamente – porque se suscitaban
deseos y falencias que entonces no podían más que satisfacerse
parcialmente – la economía Mosáica estuvo bien situada para suscitar
expectaciones en el seno del adorador respecto a alguna “cosa mejor por
venir”, disponiéndole a recibir alegremente los indicios de esto, los cuales
eran parte del anuncio profético.
El propósito espiritual de la ley era, entonces, (sumado a su propósito
dispensacional – restringir el pecado), avivar la conciencia, generar un
profundo sentido de culpa, acabar con el espíritu de justicia propia,
infundir un agudo sentido de impotencia personal, al llevar de este modo a
las almas penitentes a esperar con fe y esperanza al Salvador prometido.
Hemos visto que este fue el efecto producido por la ley en un remanente
escogido; que debería haber ocurrido en todos, eso no se puede cuestionar.
Así, la ley materialmente contribuyó a entender la dispensación bajo la
cual fue puesta Israel, y también fue un sabio y agraciado medio para
ejercitar su fe en mirar hacia el futuro por el cumplimiento adecuado de lo
que sus ordenanzas carnales solo prefiguraban en tipo, confirmando así las
expectaciones que sus rituales animaban más no podían, en la naturaleza
de las cosas, satisfacer.
Todo cuanto podían hacer los regenerados y penitentes en Israel era
echarse sin reservas sobre la libre misericordia de Dios, con la plena
certeza de que el futuro revelaría el remedio perfecto y el rescate cuando la
Simiente prometida apareciese, como los indicios de su adoración
figurativa los guiaban a esperar, y mediante la cual todas las demandas de
sus causas quedarían satisfechas.
162
“Así les enseñó el Señor; cercando su camino por los lados,
tomándoles de la mano, y guiándoles a esperar del futuro distante
aquello que el presente no podía suplir. Sus convicciones apuntaban
al alivio que solo el Evangelio estaba destinado a traer; los llevó a
ejercitar su fe en el Redentor viniente” (John Kelly).
Apenas precisamos señalar que el orden manifestado por Dios en las
dispensaciones (esto es: la Mosáica precediendo y preparando el camino a
la Cristiana), es exactamente igual al orden que emplea ahora con cada
alma realmente convertida. Sigue siendo cierto que “por medio de la ley
viene el conocimiento del pecado” (Rom.3:20), y que el pecador debe ser
examinado y humillado por ella antes que pueda regocijarse cordialmente
en el mensaje del evangelio. Es recién cuando alma alcanza a ver que está
bajo la maldición de la ley, que estará lista para apreciar la vida que hay en
Cristo, y solamente en Él – de esto testifica el apóstol Pablo en su propio
caso (Rom.7:7-10). La ley es un estándar perfecto de justicia; y cuando nos
medimos por ella, todos nuestros pecados y yerros enseguida se hacen
evidentes. Cuando, entonces, un verdadero Israelita era avivado por el
Espíritu, enseguida se percataba del verdadero espíritu de la ley, se volvía
profundamente sensible a su culpabilidad, y aguardaba por algo superior y
mejor a lo que entonces se proveía para su verdadero consuelo.
El mismo principio fundamental recibe clara y notable ilustración en los
comienzos del Nuevo Testamento. El camino del Redentor fue preparado
por uno que clamaba a voz de trompeta la justicia de la ley, evocando los
terrores de sus amenazas: el ministerio de Juan el Bautista siempre debe
preceder al de Cristo. Nunca habrá un verdadero avivamiento hasta que
nos volvamos a este hecho fundamental y actuemos conforme a ello. El
propio Señor Jesucristo comenzó su bendita obra evangelística
desplegando el real alcance y la espiritualidad de las exigencias de la ley;
gran parte del Sermón del Monte (Mateo 5) estuvo dedicado a una
exposición clara y profunda de la justicia de la ley, rescatándola de los
falaces comentarios de hombres y presionando sus santas exigencias sobre
las multitudes. ¡Por eso es que hoy muchos de nuestros
contemporáneos[14] detestan este “sermón”!
Capítulo VIII.
En el capítulo anterior procuramos mostrar cómo las imperfecciones y lo
inadecuado de la economía mosáica, solo sirvió a fin de preparar el camino
para la introducción del cristianismo. Tales marcas de imperfección
estaban grabadas ya en la misma naturaleza de las instituciones levíticas;
por cuanto eran, ampliamente, como las llamó el apóstol, “débiles, inútiles
y elementales” (Gál.4:9). Esto se debió a que entonces estaba la relativa
minoría de la iglesia, y los materiales de una economía más espiritual no
existían.
163
“La expiación, entonces, era prospectiva; el Espíritu Santo no
operaba como lo hace bajo el Evangelio; y los agraciados designios
de Dios en cuanto a la redención de nuestra raza (más bien, “de los
elegidos”), permanecían latentes y encubiertos en los oscuros
indicios de que la Simiente de la mujer heriría la cabeza de la
Serpiente y en las promesas hechas a Abraham. Tampoco llegaron a
ser remediadas esas imperfecciones a lo largo de la dispensación.
Hasta el final, el judío anduvo en relativa oscuridad” (Litton´s
“Bampton” Lectures).
Lo que caracterizó a la historia de Israel como nación en el desarrollo de
esta economía fue, no solo la imperfección, sino también, como todos
sabemos, un gran fracaso – tristemente presagiado desde el principio,
cuando Aarón se entregó a la horrible idolatría del becerro de oro al pie del
Sinaí. En la vasta mayoría, la espiritualidad era tan carente y el amor a
Dios latía tan débilmente en sus corazones, que las exigencias de la ley
fueron estimadas un yugo pesado. Muy a menudo, quienes debían ser los
más ejemplares, y por cuya posición en la comunidad, se suponía que
debían ver la práctica del mal en otros, fueron los primeros en promover
semejantes pecados. En consecuencia, el principio predominante de la
economía mosaica – a saber: la inexorable relación entre obediencia y
bendición, transgresión y castigo – fue oscurecido, porque quienes debían
haber sido “cortados” del pueblo como abiertos transgresores del pacto, se
les permitió quedarse y mantener su posición en la comunidad y disfrutar
de sus privilegios.
Debe indicarse que la expresión “esa alma será cortada”, tan frecuente en
el Pentateuco, significa algo mucho más grave y terrible de lo que hoy
significa “ser sacado de comunión de la iglesia” – tal explicación o
definición por parte de no pocos instruidos resulta un error imperdonable.
La expresión “esa alma será cortada”, se refiere primeramente a un acto
propio de Dios; porque ocurre en relación con casos donde la autoridad
humana no podía interferir, siendo violaciones secretas de la ley (véase,
Lev.17:10; 18:29; 22:3). De hecho, en varios casos Dios dijo
expresamente: “lo cortaré” (Lev.20:3, 5, etc.). Pero donde la acción era
cometida en forma abierta y se sabía quién era el culpable, la decisión de
Dios era llevada a cabo por la comunidad (como en Números 15:30; Josué
7:24-26). Sin embargo, aun cuando los jueces o magistrados de Israel
fallaban en cumplirlo, el culpable era cortado en el juicio de Dios.
La nación cayó en un estado deplorable, en gran parte, porque los líderes
de Israel fracasaron en ejecutar las sentencias de la ley contra los
transgresores, acarreando sobre sí todos los juicios de Dios. ¡Ay, que la
historia sigue repitiéndose!, porque en ningún otro punto el fracaso de la
cristiandad, por las supuestamente iglesias evangélicas, es tan evidente
164
como en el del rechazo, prácticamente universal, de la llamada “disciplina
bíblica”, puesta para ser aplicada sobre los miembros en rebeldía – el
temor de hombre y el sentimentalismo han desplazado al amor por la
santidad y el temor del Señor. Y como era de esperar, las consecuencias
son las mismas; aunque, como corresponde al carácter más espiritual de
esta dispensación actual, los juicios divinos tomaron formas distintas: el
error ha suplantado a la verdad, y una horda de impíos mundanos ocupan
hoy los púlpitos y esto, en un grado tal, que aquellos que buscan por pan,
terminan llevándose el chasco cuando en vez de pan les dan piedras.
Si Israel hubiera sido fiel a su compromiso pactal del Sinaí; si como
nación se hubiera esforzado honestamente a través de la gracia ofrecida en
el pacto Abrahámico, por producir los frutos de justicia exigidos por el
Mosaico, entonces, como alguien expresó hermosamente: “deleitándose en
la Ley del Señor y meditando en ella de día y de noche, hubieran venido a
ser como `el árbol plantado junto a corrientes de agua, que da el fruto a su
tiempo, cuya hoja no se seca y que en todo lo que hace prospera´”.
Entonces Canaán, indudablemente, hubiera sido la “tierra en donde fluyen
leche y miel”. ¡Pero, ay!, la ley fue despreciada y la disciplina rechazada,
la voluntad propia y la autocomplacencia corrieron en su desenfreno; y en
consecuencia, hambrunas, pestilencias y guerras fueron a menudo su
porción.
Conforme la santidad práctica iba desapareciendo en Israel, las
bendiciones de Dios se iban retirando. La historia de Israel en Canaán
nunca hizo más que brindar una defectuosa exhibición de la justicia y
prosperidad que, cual gemelos, debían haberlos acompañado en todo su
transitar. Sin embargo, señalaremos una vez más, que las fallas de Israel,
bajo ninguna circunstancia, significaron que el plan del Todopoderoso
fuera derrumbado. Lejos de eso, si el lector echa un vistazo a
Deuteronomio 28 y 32, encontrará que el mismo Señor predijo las
apostasías futuras del pueblo, y que desde el comienzo anunció las
tremendas calamidades que sufrirían en consecuencia. Así, ya del
nacimiento del pacto, se dieron indicios de su naturaleza defectuosa y de
su utilidad temporal: se dejó en claro que no sería a través de sus
provisiones e intervenciones que el bien último para Israel, y para toda la
humanidad, vendría.
Pero es tiempo que señalemos, en segundo lugar, en dónde los tipos bajo la
economía mosáica prepararon el camino para el advenimiento del
cristianismo. Tenemos un campo muy amplio frente a nosotros, pero que
fue grandemente cubierto por otros, de modo que no precisamos sino
enfocarnos en sus características más prominentes. Antes, permítanos
recordar al lector que los tipos del Antiguo Testamento fueron diseñados
divinamente para enseñar por vía de contraste, como también de
165
comparación. Reconocer este importante principio refuta definitivamente
la teoría insultante para Dios de que los tipos eran defectuosos y a menudo
engañosos. La razón para esto debería ser obvia: los antitipos exceden
grandemente a los tipos en valor. Dios siempre fue celoso por la gloria de
Su Hijo amado, y solo a Él fue reservado el honor de producir e introducir
lo perfecto.
Primero, reparemos en la especial y particular relación que Israel mantuvo
con el Señor. Eran Su pueblo escogido y Él era su Dios, como no lo era de
ningún otro. Fue como a los descendientes de Abraham, Isaac, y Jacob,
como a los hijos de la promesa, que Dios trato con ellos desde el principio
(véase Éx.2:24-25; 6:5). Fue en cumplimiento de su santa promesa a
Abraham, que “sacó a su pueblo con alegría y a sus escogidos con gritos
de júbilo” de la esclavitud de los egipcios (Sal.105:42-43). Debemos tener
en mente este hecho fundamental cada vez que entremos a considerar los
posteriores tratos de Dios con ellos. Allí encontramos una prefiguración
perfecta de los tratos de Dios con Su pueblo hoy: cada uno recibe
misericordia sobre la base de un pacto (el pacto eterno concertado con
Cristo), y es en base al mismo que son librados del poder de Satanás y
trasladados al reino de Cristo.
En segundo lugar, lo que acabamos de manifestar provee la clave para
entender correctamente la significancia típica (figurativa) de la entrega del
Decálogo hecha por Dios a Israel. La revelación de la Ley en Sinaí no
ocurrió de forma independiente a todo lo anterior, como si pretendiera
establecer algo totalmente nuevo. Esto no provino de Dios considerado
solamente como el Creador, ejerciendo su prerrogativa de imponer
mandamientos sobre las conciencias de sus creaturas, quienes, sin ningún
tipo de ayuda y provisiones aparte de su sola naturaleza, debían cumplirlos
con una obediencia perfecta. La historia de Israel no sabe nada de la
promesa y la bendición mediante la ley. Dios entregó los Diez
Mandamientos como el Redentor de Israel y así ser, de un modo especial,
“el Señor su Dios” (Éx.20:2); proclamándose como el Dios santo y
misericordioso (20:5-6), y reconociéndoles el derecho a la tierra de Canaán
como un regalo de Su sola soberanía (20:12).
La ley, entonces, no se le dio a Israel como un libertador del mal, ni como
un dador de vida. Su propósito no era liberar de la esclavitud, ni ser un
medio por el cual alcanzar el favor y las bendiciones de Dios, porque eso
Israel ya lo poseía (véase Gál.3:16-22).
“Aquí, la gracia también precedió a la ley y a una vida de justicia. Y
el pacto de la ley, surgido y enraizado en el pacto de gracia (el
Abrahámico), solo vino para llevar a los herederos de la promesa a
esa vida de obediencia a Dios y amor fraternal con los otros, por la
que únicamente podían alcanzar los elevados fines de su
166
llamamiento. Dada ahora la ley como un pacto, no se traía nada
nuevo en cuanto a principio, sino solo en cuanto a forma. ¿Acaso no
figura todo en el mandamiento de Abraham: `Yo soy el Dios
Todopoderoso; anda delante de mí, y sé perfecto´ (Gén.17:1)? –
palabra que comprende todo servicio verdadero y comportamiento
recto.
Pero la introducción de la Ley hizo un progreso sobre los
llamamientos e indicaciones anteriores, y fue este: la obligación de
una vida recta que tenían los herederos de la promesa ahora era
expresada de una forma imperativa y categórica, abarcando toda la
esfera del deber moral y religioso; sin embargo, esto no fue para que
pudieran llegar a una feliz relación con Dios tras observar la ley por
sí mismos, sino para que, estando en esa relación, pudieran andar
como es digno de ella, llenos de frutos de justicia, para probar la
realidad de su interés por Dios, o cumplir el llamado que recibieron
de Él” (P. Fairbairn).
Allí tenemos una clara ejemplificación de la relación que la ley mantiene
con el pueblo de Dios durante todas las dispensaciones, y más
benditamente aún en esta era cristiana. En toda dispensación Dios se
reveló a su pueblo, primeramente, como la fuente de vida y toda
bendición, y entonces, como el que exige obediencia a sus mandamientos.
Su obediencia, lejos de hacerlos justos, nunca puede ser aceptada si antes
no son justificados. Todas las bendiciones de Israel fueron de pura y sola
gracia, recibidas a través de la fe. ¿Y qué es la fe sino la aceptación de los
dones del cielo o confianza en la palabra donde se prometen esos dones?
El orden en la experiencia de cada santo, como tan claramente lo expone la
epístola a los Romanos (resumiéndose en 12:1) es, primero, participación
en la misericordia divina y, entonces, a partir de ahí, una obligación
constreñida a andar por la senda de los mandamientos de Dios.
¿Cómo podría ser de otro modo? Ciertamente no hay nada más obvio que
saber que es imposible para las criaturas caídas y depravadas, yacientes
bajo el juicio y la ira divina, ganarse nada de parte de Dios, o siquiera
realizar buenas obras según Dios, hasta que primero no hayan sido hechas
partícipes de Su gracia soberana. ¿Pueden, contra la marea de la
corrupción interior, el poder de Satanás y las seducciones de este mundo, y
el disgusto judicial de Dios, restaurarse a sí mismos y encaminarse al cielo,
teniendo al Espíritu solo como un aditivo para perfeccionar sus esfuerzos?
Suponer semejante barbaridad descubre una tremenda ignorancia acerca
del carácter de Dios referido a sus tratos con los transgresores. Si “no
eximió ni a Su propio Hijo” (Rom.8:32), ¿cómo, entonces, crees que
rehusará castigarte a ti, oh pecador? Pero alabado sea Su nombre, porque
Él puede, por amor de Su Hijo, conceder vida y bienaventuranza eternas
167
aún al más indigno. Pero no puede rebajarse a negociar con criminales que
pretenden alcanzar derecho a esto a través de sus obras imperfectas.
Tercero, las circunstancias de Dios al poner a Israel bajo la ley tipificaban
el hecho de que ésta no fue dada a pecadores irregenerados para que
procurasen alcanzar el favor divino. Por otro lado, es igualmente claro que
ejemplifica el hecho de que los redimidos son puestos bajo la ley. De lo
contrario, una de las transacciones divinas más importantes del pasado
(Éxodo 19) no tendría una implicancia directa para nosotros hoy. Los
cristianos necesitan la ley. Primero, para subyugar el espíritu de justicia
propia. Nada mejor calculado para producir humildad en nosotros, que
examinarnos diariamente a la luz de los elevados estándares de justicia de
la ley. En la medida que nos percatamos de lo muy por debajo que caemos
respecto a lo que el amor infatigable exige, seremos llevados
continuamente fuera de nuestro yo, a Cristo. Segundo, para refrenar la
carne y guardarnos del desenfreno. Y tercero, como regla de vida,
poniendo continuamente delante de nosotros esa disposición santa del
corazón y de conducta que, a través del poder del Espíritu, deberíamos
siempre esforzarnos por alcanzar.
Podría objetarse que el creyente posee una libertad perfecta y que no debe
ser puesto otra vez bajo el yugo de esclavitud; la respuesta es: sí, es
“[libertado] para la justicia” (Rom.6:18); es libre para actuar como un
siervo de Cristo y no como su propio señor. Los creyentes no son libres
para introducir al servicio a Dios lo que les plazca, porque Él es un Dios
celoso y no tolerará que su gloria sea asociada con vanas imaginaciones
humanas; son libres para adorarle únicamente en espíritu y en verdad.
“La libertad del Espíritu es libertad solo dentro de los límites de la
Ley” (P. Fairbairn).
La sujeción a la ley es lo que demuestra que estamos en la gracia que es en
Cristo Jesús. Nadie puede concluir legítimamente que ha confiado
salvíficamente en el Señor, a menos que posea un deseo sincero y una
determinación del corazón de servir y glorificar a Dios. La fe no es un
sentimiento desenfrenado, sino un principio santo, teniendo por fruto
seguro la obediencia. El amor a Dios siempre se rinde dispuesto a Sus
exigencias.
Permítanos ahora observar un contraste sobresaliente en el tipo. En Sinaí
Dios dijo: “Ahora pues, si en verdad escucháis mi voz [expresada en los
Diez Mandamientos] y guardáis mi pacto… seréis para mí un reino de
sacerdotes y una nación santa” (Éx.19:5-6). Había una contingencia[15]:
Israel accediendo a esas bendiciones a base de cumplir con la condición de
obediencia. Pero los términos del “nuevo pacto”, bajo el cual viven los
cristianos, son muy diferentes. Allí no hay contingencias sino una dicha
168
segura; por cuanto la condición del mismo fue cumplida enteramente por
Cristo. De ahí que ahora Dios diga: “Haré con ellos un pacto eterno, por el
que no me apartaré de ellos, para hacerles bien, e infundiré mi temor en
sus corazones para que no se aparten de mí” (Jer.32:40); y “Pondré dentro
de vosotros mi espíritu y haré que andéis en mis estatutos, y que cumpláis
cuidadosamente mis ordenanzas” (Ez.36:27). Y así podemos adorar a Dios
por el antitipo excediendo al tipo: en donde el “si” condicional hablado a
Israel es cambiado por el “haré” de Dios.
Sin embargo, mientras finalizamos este capítulo, permítanos destacar que
los únicos que tienen derecho a ser reconfortados con los “haré” de Dios,
son los que cuadran con las características descritas en el contexto
inmediato. Jeremías los describe como aquellos en cuyos corazones Dios
puso Su santo temor. Si entonces el temor de Dios no está en mí, si no
ando en el temor de su majestad y no tengo pavor de menospreciar su
autoridad, entonces, no tengo razones para creer que estoy incluido entre
aquellos a quienes pertenece la promesa. Ezequiel describe a quienes Dios
quita el corazón de piedra para ponerles uno de carne como aquellos que
“guardan los juicios de Dios y los ponen por obra”. Si, pues, mi corazón es
insensible a la voz divina e impenitente cuando la desoye, entonces no soy
uno de los allí descritos. Finalmente, Dios dice de ellos: “Pondré mis leyes
en la mente de ellos, y las escribiré sobre sus corazones” (Heb.8:10). Si, en
consecuencia, en el hombre interior no me deleito en la ley de Dios ni
sirvo a la ley de Dios (Rom.7:22, 25), entonces no tengo parte ni porción
en el mejor pacto.
Capítulo IX.
Continuando nuestro estudio sobre cómo las enseñanzas típicas de la
economía Mosaica prepararon y adelantaron el camino para el
establecimiento del cristianismo, repararemos, en cuarto lugar, en el
carácter corporativo de Israel. Esto fue una línea distinta en el cuadro
figurativo y una característica que marcó un gran avance sobre todo lo
precedente. Bajo los pactos previos, Dios solo trató con personas
particulares; y a lo largo de la historia asociada a los mismos, todo era
peculiarmente individualista. Pero en el Sinaí el Señor estableció un
vínculo formal entre Él y la nación favorecida. Es ahí, entonces, que
vemos por primera vez al pueblo de Dios de una forma organizada. Es
cierto que fueron separados en doce tribus, sin embargo, su unidad ante
Dios se hacía evidente cada vez que el sumo sacerdote, en representación
de toda la nación, ministraba delante de Jehová en el lugar santo con sus
nombres inscritos sobre su pectoral.
Israel, en su capacidad nacional, era un pueblo separado de todos los
demás y el grado en que cumplieron el propósito de su separación
prefiguraba a la iglesia de Dios, el verdadero reino sobre el cual preside el
169
Mesías. En efecto, son vanas las pretensiones de cualquier iglesia o
círculos de iglesias, de cualquier grupo o “asambleas”, en cuanto a creer
que son el antitipo o la “representación” de la verdadera iglesia;
ciertamente, esta pretensión arrogante no se limita solo a la jerarquía
Romana. Las iglesias más puras sobre la tierra, no son más que sombras
imperfectas de aquel reino verdadero en donde mora la justicia.
“El verdadero antitipo es `la Iglesia del Primogénito, cuyos nombres
están inscritos en los cielos´ (Heb.12:23) – aquel pueblo dispuesto y
elegido, la simiente espiritual de Abraham, de quien Cristo es la
Cabeza, aquellos en quienes la ley será perfectamente transcrita en su
carácter, y en donde se hallará una justicia perfecta, no solo de
profesión, sino de hecho” (John Kelly).
Esa iglesia se revelará en su carácter corporativo o capacidad colectiva,
solo cuando Cristo venga por segunda vez “sin relación con el pecado,
para salvación”, para conducirles a esa herencia que preparó para ellos
desde antes de la fundación del mundo. Sin embargo, es en el Nuevo
Testamento, en aquellas porciones de la Escritura más especialmente
pertinentes a la dispensación cristiana, que encontramos un despliegue más
claro y completo del pueblo de Dios en su carácter corporativo. Es ahí que
el cuerpo de Cristo – la suma total de todos los escogidos, redimidos y
regenerados por Dios de todas las edades –, es revelado como el objeto de
su amor y la recompensa de su obra expiatoria. Aunque las iglesias de
ningún modo son el antitipo de la comunidad israelita, ni el prototipo de la
Iglesia en la gloria, aun así, ya que son “cristianas”, ofrecen un testimonio
continuo de la separación práctica del pueblo de Dios de este presente
mundo malo.
Quinto, la representación dada sobre la bendita realidad de la santificación.
Aunque la justificación y la santificación no pueden separarse, aun así,
pueden distinguirse. Es decir, aunque estas bendiciones van siempre
juntas, de modo que a los que Dios justifica también santifica, a pesar de
eso, es posible considerarlas de forma separada. Cuando veamos esto, es
preciso abordarlas conforme al orden en que aparecen en la epístola a los
Romanos: en los capítulos 4 y 5 el apóstol expone la doctrina de la
justificación, y en los capítulos del 6 al 8 trata varios aspectos de la
santificación. El mismo orden puede verse en relación a los pactos: bajo el
Abrahámico, la bendita verdad de la justificación se ilustró claramente
(Gén.15:6); bajo el Sinaítico, la igualmente bendita verdad de la
santificación se expuso con claridad. El mismo orden es también
ejemplificado en la historia de Israel: antes que la transacción del Sinaí se
efectuara fueron redimidos de Egipto.
Ahora, para practicar verdadera santidad, es preciso que primero tenga
lugar una liberación del poder de Satanás y del dominio del pecado,
170
porque nadie está libre para servir a Dios en novedad de vida hasta
entonces no haya sido emancipado de la vieja esclavitud de la depravación.
Así fue cómo la liberación de Israel de la servidumbre y esclavitud
Faraónicas sentó el fundamento necesario para que pudieran entrar al
servicio de Jehová. La gracia que libera a los creyentes del dominio del
pecado provee el argumento y el motivo imaginable más fuertes para
resistirlo y mortificarlo, como así también la mayor obligación para andar
en santidad. Esto se prefiguró muy vívidamente en los tratos de Jehová con
la descendencia de Abraham, que habían padecido largamente en los
hornos de fundición de Egipto: la agraciada liberación de sus capataces
despiadados los puso bajo una profunda y real obligación de rendirle a su
Benefactor una obediencia dispuesta, cosa que Él mismo enfatizó en su
prefacio a los Diez Mandamientos.
Lo que sucedió en Sinaí prefiguró la santificación de la iglesia. Las
primeras palabras que Jehová les dirigió una vez hubieron alcanzado el
santo monte fueron: “Vosotros habéis visto lo que he hecho a los egipcios,
y cómo os he tomado sobre alas de águilas y os he traído a mí” (Éx.19:4).
He aquí su santificación posicional o relativa: Israel no solo había sido
separada de los pueblos paganos, sino que además fueron llevados a una
posición de cercanía con el Señor. Acto seguido: “Ahora pues, si en verdad
escucháis mi voz y guardáis mi pacto… seréis para mí un reino de
sacerdotes y una nación santa”. Luego, a Moisés se le ordenó diciendo:
“Ve al pueblo y conságralos hoy y mañana, y que laven sus vestidos”
(vs.10): he ahí una figura de la santificación práctica. Al entregarles la ley,
Dios proveyó a Israel de una regla de santidad, un estándar al cual debía
conformarse toda conducta. Finalmente, al rociar la sangre sobre el pueblo
(Éx.24:8), se presagiaba aquello de Hebreos 13:12: “Por lo cual también
Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de
la puerta”.
Sexto, la enseñanza del tabernáculo y de las instituciones ceremoniales.
Aquí debemos distinguir entre el propósito inmediato en relación a ellos y
su propósito último. El significado del tabernáculo y el de todo su sistema
de adoración, solo puede entenderse correctamente cuando captamos el
lugar que guardaba en relación a la ley ceremonial. Como indicamos en
capítulos previos, la ley ceremonial solo puede comprenderse cuando
percibimos claramente su subordinación a la ley moral. La ley ceremonial
funcionaba como auxiliar a la ley moral, y las instituciones levíticas eran,
principalmente, una exhibición (mediante sus ritos simbólicos) de la
justicia del Decálogo, por las que el corazón podía, en cierta medida, ser
conformado a ella. De esta forma, solo mediante una clara percepción de la
revelación primera del Decálogo y del lugar prominente que se le destinó
ocupar en la economía mosaica, estaremos en condiciones de abordar y
considerar lo que tan solo era suplementario a ello.
171
Lo que lleva a considerar al tabernáculo y su servicio como algo netamente
figurativo, es cuando se falla en observar lo que venimos diciendo. Esto ha
hecho que escritores recientes se avoquen a buscar allí prefiguraciones de
la persona y obra de Cristo como la única razón de ser de todo aquello.
Esto no es tan solo un error, sino que ignora la clave para una correcta
interpretación, porque únicamente en la medida en que percibimos el
designio simbólico de las instituciones levíticas estamos en condiciones de
comprender su significado típico (figurativo). Cuanto más las partes
ceremoniales de la legislación mosaica cumplían con su propósito primario
de poner en vigor las exigencias del Decálogo – al exhibir la santidad
personal demandada y al proveer los medios para la remoción de
impurezas contaminantes –, más tendían a cumplir su propósito último:
producir convicción de pecado y testificar de la contaminación que éste
producía; preparaban el corazón para Cristo.
El santuario no es únicamente llamado “la tienda [el tabernáculo] de
reunión” (Éx.40:2; 32), sino también “el tabernáculo del testimonio”
(Éx.38:21) o “la tienda del testimonio” (Núm.17:7-8). El “testimonio” allí
llevado de forma visible y continua, aludía de inmediato a la inefable
santidad de Dios y, por implicación necesaria, a la terrible pecaminosidad
de su pueblo. Las tablas de piedra en el arca “testificaban” de las justas
demandas de Dios, mientras que también testificaban condenatoriamente
contra el pueblo. De este modo, el encuentro que el pueblo de Dios
mantenía con Él en Su habitación no era simplemente por comunión, sino
que también se refería en gran parte a sus pecados (en contra de los cuales
la ley siempre testificaba), y a los medios provistos para ser restaurados a
Su favor y bendición.
“Por medio de la ley viene el conocimiento del pecado”, y el sentido que
Israel tuviera de sus deficiencias en cumplirla estaría en proporción exacta
con el entendimiento que obtendrían del verdadero alcance y espíritu de la
ley. Las numerosas restricciones y servicios corporales impuestos por los
estatutos levíticos, hablando (simbólicamente) como lo hicieron del
pecado y la santidad, debieron producir un profundo sentido de culpa en
aquellos que las oían honestamente. “Y la ley se introdujo para que
abundara la transgresión” (Rom.5:20); porque mientras los estatutos
ceremoniales llamaban a los hombres a abstenerse del pecado, al mismo
tiempo multiplicaban las ocasiones de ofensa. Hicieron que ciertas cosas
que antes no lo eran fuesen pecado, o que no lo eran en su naturaleza –
como por ejemplo la prohibición de ciertas comidas, el tocar un cadáver, el
utilizar el aceite de la unción para usos personales, y así; multiplicando de
esta manera el número de transgresiones y la carga sobre la conciencia.
Entonces, dos cosas les fueron enseñadas a los israelitas de modo
sobresaliente. Primero, la inefable santidad de Dios y el elevado estándar
172
de pureza que exigía de su pueblo. Segundo, su pecaminosidad extrema:
fallaban constantemente en algún punto u otro para alcanzar las exigencias
divinas. Para la mente pensante, queda claro que había una riña entre la
santidad de Dios y la pecaminosidad de sus criaturas. ¿Y cuál sería el
resultado inmediato? Este: que cuanto más a menudo fueran oprimidos por
ese sentido de culpa, más a menudo acudirían a la sangre puesta para
expiación. Y esto por necesidad, porque hasta que el pecado no fuera
remitido y la contaminación removida, no podían entrar a la habitación
santa y relacionarse con el Señor. ¡Cuán sorprendentemente todo esto
encuentra su equivalente en la experiencia del cristiano! Cuanta más luz
recibe del Espíritu Santo, más se da cuenta de su vileza y del completo
fracaso que es; y entonces es hecho más apto para saber apreciar la
preciosa sangre de Cristo que “lo limpia de todo pecado”.
Al haber visto al tabernáculo como “la tienda del testimonio”, pasaremos
ahora a considerarlo brevemente como “la tienda de reunión”. Era el lugar
donde Dios se reunía con su pueblo y en donde a ellos se les permitía
acercársele. Esto recibió su cumplimiento típico, primero en Cristo
personalmente, cuando “se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Juan 1:14)
por cuanto en Él, “toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente”
(Col.2:9). Pero en segundo lugar, halla su cumplimiento en Cristo
místicamente, porque así como la plenitud de la deidad habita en Él, Él
también habita en la iglesia de los verdaderos creyentes como Su
“plenitud” (Ef.1:23). La morada de Dios en el hombre Cristo Jesús no lo
era para Él sólo, sino como medio de relación entre Dios y la iglesia, y por
eso la iglesia es llamada “la casa de Dios” (1 Tim.3:15) o “morada de Dios
en el Espíritu” (Ef.2:21-22). Así la gran verdad simbolizada desde antaño
en el templo y el tabernáculo recibe su cumplimiento antitípico no en
Cristo separadamente, sino en Cristo como Cabeza de sus redimidos, por
cuanto a través de Él tienen acceso al Padre.
Séptimo, el significado de la tierra prometida. Canaán era un tipo del cielo
y, por ende, la constitución designada para aquellos que la habían de
ocupar estaba enmarcada en una forma de ver las cosas temporales como
imágenes de lo eterno. La representación era, por supuesto, imperfecta,
como todo lo concerniente a la economía mosáica, y aun más imperfecta
por el fracaso del pueblo. Sin embargo, había una semejanza real y
discernible de la verdad, y la hubiera habido en mayor medida si la historia
de Israel se hubiera aproximado al ideal estipulado. Canaán fue (como lo
es el cielo) la heredad y el hogar de los redimidos de Dios. Allí Jehová
tenía su morada. Era el lugar de vida y bendición (“la tierra donde fluye
leche y miel”), y por eso la muerte era vista como algo anormal y tratada
como una contaminación. La heredad era inalienable o intransferible; de
modo que si un israelita vendía su tierra, le era restituida en el jubileo.

173
“Para los ojos de la fe, Canaán era un tipo del cielo; y las condiciones
de sus habitantes debía prefigurar la imagen de los que entrarán al
reino preparado para ellos desde la fundación del mundo. La
condición de los tales será, indudablemente, bienaventuranza y
gloria. La región de su heredad será la tierra de Emanuel, donde las
vicisitudes del mal y las angustias del sufrimiento quedarán en lo
desconocido – donde todo reflejará la gloria refulgente del Autor
Divino, y corrientes del más puro deleite fluirán constantemente para
satisfacer a las almas de los redimidos. Pero nunca ha de olvidarse
que su condición será, asimismo, reabastecida con todo lo que es
bueno y atractivo, porqué ante todo, su carácter será hecho perfecto
en santidad. Solo compartirán herencia con Cristo en tanto sean
conformados a Su imagen” (P. Fairbairn).

De ahí que Dios demandará a Israel ser un pueblo santo y obediente; y de


ahí que fueran desterrados de Canaán tras apostatar.
Al finalizar este capítulo, permítanos realizar una pausa y admirar la
maravillosa combinación de justicia y misericordia, ley y gracia, santidad
y clemencia, que prevalecieron a lo largo de la economía mosáica. Esta
maravilla de la sabiduría divina – algo que no tiene comparación en todas
las obras humanas – aparece prácticamente a cada instancia. La vemos en
la “añadidura” del pacto Sinaítico al Abrahámico (Gál.3:19); porque,
mientras que en uno prevalecían las promesas, en el otro se evidenciaban
más los preceptos. Lo vemos en la liberación de la esclavitud egipcia que
Dios hizo de Israel para hacerlos Sus siervos. Lo vemos en la entrega de la
ley ceremonial como suplemento a la ley moral. Lo vemos en el hecho de
que mientras las instituciones levíticas enfatizaban constantemente la
pureza que Jehová exigía de su pueblo, condenando toda contrariedad, sin
embargo se proveían medios para su promoción y se proveía para la
remoción de las impurezas. Todo halla un buen resumen en aquella frase
de Agustín que dice: “la ley fue dada para procurar gracia; la gracia para
que la ley pudiera ser cumplida”.
Todo el ritual del Día de Expiación anual (Lev.16), que enseñaba sobre
qué fundamento Jehová habitaba en medio Su pueblo – dando a entender
mediante la exaltación de Su honor y la remoción de las culpas de ellos,
que el pecado es un tema muy serio y muy grave, y que sólo había
esperanza para el transgresor sobre el fundamento de la gracia sola. Sin
embargo, demostró claramente que la misericordia divina fue ejercida en
una perfecta harmonía con la supremacía de la ley. ¿Cuál otro sino podría
ser el significado de Aarón rociando la sangre de la expiación sobre la
cubierta del arca, mientras en su interior albergaba las tablas de piedra
(Lev.16:14)? Cada vez que el sumo sacerdote de Israel ingresaba al lugar
174
santísimo, al pueblo se le enseñaba impresionantemente que mientras
gozaban de sus privilegios nacionales, su condición pecaminosa no había
sido olvidada, y que no sería en detrimento de la ley que eran tan
favorecidos; porque sus justas demandas quedaban satisfechas por la
sangre de una víctima inocente. Así, el verdadero objeto de toda conducta
agraciada de Dios para con su pueblo era el hacerlos santos, deleitándose,
según el hombre interior, en Su ley.
Capítulo X.
Para ir concluyendo estos capítulos sobre el pacto Sinaítico proponemos
revisar el terreno cubierto, resumir los distintos aspectos de la verdad que
fueron expuestos, y esforzarnos por clarificar uno o dos puntos que puede
que todavía no hayan quedado del todo claros para el lector interesado.
Comenzamos este estudio haciendo una serie de preguntas que volveremos
a repetir y a contestarlas brevemente.
“¿Cuál fue la naturaleza exacta del pacto que Dios hizo con Israel en
Sinaí?” Fue un acuerdo o constitución que les atenía como nación, y fue
para la regulación de su vida religiosa, política y social. “¿Tenía que ver
únicamente con su bienestar temporal como nación, o también enunciaba
las exigencias de Dios para el disfrute de las bendiciones eternas por parte
del individuo?” Lo último; porque la substancia del pacto estaba en
conformidad con los principios inmutables sobre los que se funda el trono
de Dios: solo quienes son partícipes de la santidad divina y son
conformados a la justicia divina pueden relacionarse con Dios y habitar
con Él para siempre. “¿Era ahora introducido un cambio radical en las
revelaciones de Dios para con el hombre y respecto a lo que exigía de él?”
No, porque seguía teniendo al pacto eterno de gracia como su fundamento,
mientras que en substancia era una reedición del pacto Adámico de obras.
Aún más, como hemos enseñado, la transacción del Sinaí no debe ser
considerada como un evento aislado, sino como un apéndice al pacto
Abrahámico, cuyo fin era llevarlo adelante hasta su cumplimiento.
Cuando decimos que la economía mosaica tuvo su base en el pacto eterno
de gracia, nos referimos a que fue por el pacto eterno que las tres Personas
de la Deidad concertaron con el Mediador, Jesucristo, que el Señor trató
con Israel en pura gracia al liberarlos de la esclavitud de Egipto para
atraerlos a Sí. Cuando decimos que en substancia era una reedición del
pacto Adámico de obras, nos referimos a que Israel fue puesto bajo la
misma ley (en principio) que la cabeza federal de la humanidad, y en que
el goce continuado de Adán del Edén dependía de su obediencia. Al decir
que la constitución Sinaítica era un apéndice al pacto Abrahámico, nos
referimos a que reunía en sí misma todas las instituciones primarias y
patriarcales – el Sabbat, los sacrificios, la circuncisión – al tiempo que
añadió un montón de ordenanzas nuevas que, aunque “débiles, inútiles y
175
elementales” en sí mismas, funcionaban tanto como símbolos instructivos
como prefiguraciones típicas de las bendiciones espirituales futuras.
“¿Se introducía ahora un `método de salvación´ totalmente nuevo?” Por
supuesto que no. La salvación siempre ha sido por gracia a través de la fe,
nunca a base de obras, pero siempre produciendo buenas obras. Cuando
Judas dice que se ha propuesto escribir sobre “nuestra común salvación”
(vs.3), se refería a que los santos de todas las edades fueron todos
partícipes de una misma salvación. Los regenerados de Israel miraban por
sobre los símbolos a la cosa referida, y vieron en las sombras una figura de
la sustancia, y a través de Cristo llegaron a ser aceptos delante de Dios.
Cada aspecto de la verdad cardinal de la justificación se halla en los
Salmos tal como se la expone en el Nuevo Testamento. Primero, la misma
enseñanza en cuanto al pecado y la depravación (Sal.14). Segundo, el
mismo reconocimiento de la culpa y el sentir de cargar con lo que uno
merece (Sal.40:12-13). Tercero, el mismo temor respecto del justo juicio
de Dios (Sal.6:1). Cuarto, el mismo sentido de condenación inevitable en
base a la ley de Dios (Sal.143:2). Quinto, el mismo ruego por misericordia
inmerecida (Sal.51:1). Sexto, la misma fe en el carácter revelado de Dios
como Justo y Salvador (Sal.25:8). Séptimo, la misma esperanza de
misericordia mediante la redención (Sal.130:7). Octavo, el mismo ruego
por el nombre de Dios (Sal.25:11). Noveno, la misma confianza en la
justicia de otro y no en la propia (Sal.71:16; 84:9). Décimo, el mismo amor
por el Hijo (Sal.2:12). Undécimo, el mismo gozo y paz en creer
(Sal.89:15-16). Duodécimo, la misma confianza en la fidelidad de Dios
para cumplir sus promesas (Sal.89:1-2). Que el lector pondere por sí
mismo estos pasajes del libro de los Salmos, y descubrirá al propio
evangelio en todos sus elementos esenciales.
“¿En dónde se relaciona el pacto Sinaítico con los demás, especialmente
con el pacto eterno de gracia y el pacto Adámico de obras? - ¿Estaba en
harmonía con el primero o era una reedición del último?” Estas preguntas
plantean un problema que presenta la mayor dificultad a ser elucidar. Al
buscar su solución, es preciso tener en mente muchas consideraciones
básicas y esenciales, de lo contrario una visión unilateral necesariamente
terminará por guiarnos a conclusiones equivocadas. Estas consideraciones
importantes incluyen la relación que el pacto Sinaítico guardaba con el
Abrahámico; la distinción de la relación entre Jehová y la nación en
general, y entre Jehová y el remanente espiritual de ella; y la contribución
que Dios diseñó que la economía mosaica hiciese en cuanto a preparar el
camino para el advenimiento de Cristo y el establecimiento del
Cristianismo.
Ahora el Espíritu Santo en su gracia nos ha hecho saber en Gálatas 3 cuál
era la relación que el pacto Sinaítico guardaba con el Abrahámico. El
176
último (el Sinaítico) no puede “invalidar” al primero (el Abrahámico), y no
lo hizo, sino que le fue “añadido” (vs.19), no le es “contrario” (vs.21),
tenía un propósito de gracia (vs.23-24). No fue “añadido” a modo de
alteración o enmienda, ni para desacreditarlo, ni para mezclarlo como el
agua puede mezclarse con vino; no, sino que permanecía subordinado a las
promesas hechas a Abraham en cuanto a su simiente. Y, sin embargo, no
fue establecido por sí solo, sino que fue introducido como un apéndice
necesario, lo cual prueba que Dios le dio la ley a Israel con un diseño y
propósito evangélicos.
“Fue añadida a causa de las transgresiones”, lo que probablemente tenga
una referencia doble. Primero, porque el pecado entonces era muy
desenfrenado en el mundo, e Israel había aprendido muchas de las
costumbres paganas durante su larga estadía en Egipto, la ley (la moral y la
ceremonial) les fue dada formalmente en Sinaí para servir como una
restricción, y preservar un linaje puro hasta la aparición del Mesías.
Segundo, para convencer a Israel de pecado y de la necesidad de otra
justicia que la propia, preparando así sus corazones para Cristo. Si predico
la ley a los no salvos, mostrando su espiritualidad y la amplitud de sus
exigencias, apremiándoles con la justicia de sus demandas, probándoles
que están bajo su justa condenación, y todo esto con el objetivo de
llevarlos fuera de sí a Cristo, entonces estoy haciendo un uso correcto y
legítimo de la ley. La estoy “usando legítimamente” (1 Tim.1:8), y no
oponiéndola al evangelio.
En el orden histórico y en la relación dispensacional entre los pactos
Abrahámico y Sinaítico, vemos otra vez esa maravilla de la sabiduría
divina que une tales opuestos como ley y gracia, justicia y misericordia,
exigencia y provisión. El hecho de que el último fuese “añadido” al
primero, muestra que no fue puesto a un lado ni ignorado por el otro, sino
que fue reconocido en su validez intacta. Ahora bajo el pacto Abrahámico,
como vimos al estudiarlo, había una notable conjunción de gracia y ley,
aunque la primera mucho más predominante – como se evidencia por las
frecuentes alusiones a las “promesas” (Gál.3:7-8, 16, 18, 21), y porque
“anunció de antemano las buenas nuevas [el evangelio] a Abraham” (3:8);
así también bajo la economía Mosaica la gracia y la ley fueron expuestas,
aunque la última era mucho más sobresaliente – “pues la ley por medio de
Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de
Jesucristo” (Juan 1:17, RV´60).
El pacto Sinaítico era suplementario y subsidiario al pacto Abrahámico,
sirviendo para promover tanto sus fines naturales como espirituales. Su
objetivo no era impartir vida, sino dirigirla. Su finalidad inmediata era
dejar en claro a la descendencia de Abraham como debían conducirse para
con Dios y el prójimo, como generación escogida, como el pueblo de
177
Jehová. Demostraba la conducta y el carácter requerido de los que eran
partícipes de la gracia revelada en las promesas. Manifestó el principio
más importante de que la redención trae consigo una conformidad a la
voluntad divina, y que solo cuando el alma responde realmente a la justicia
celestial la obra de redención está completada. Entrenaba la mente y
estimulaba la conciencia de los regenerados hacia una aprehensión más
iluminada de la misericordia revelada, y de lo que sus símbolos instituidos
servían para explicar mejor.
Fue la sola gracia lo que sacó a Israel de Egipto, pero como el pueblo
reconocido de Dios iban a ocupar por herencia aquella tierra que el Señor
había descrito más particularmente como suya. Ellos deben ir, entonces,
como participantes de Su santidad (típicamente, al menos), porque solo así
podían glorificar Su nombre o gozar Sus bendiciones. De ahí que la
santidad de Israel fuese el fin común aspirado en todas las instituciones
levíticas bajo las cuales fueron puestos. Tómese, por ejemplo, el lavatorio,
en el que a los sacerdotes (bajo pena de muerte: Éxodo 30:20-21) se les
ordenaba siempre lavar sus manos y pies antes de servir en el altar o de
entrar al tabernáculo. Eso era un símbolo de la pureza interna exigida por
Dios. El salmista claramente lo indica, y muestra entenderlo no menos
aplicable para sí, cuando dice, “lavaré en inocencia mis manos, y andaré
en torno a tu altar, oh Señor” (Sal.26:6). Que ahí no estaba hablando de
ningún lavado físico, sino del estado de su corazón y conducta, es evidente
por todo el tenor del salmo.
Por la soberana e inmerecida bondad Divina los Israelitas habían sido
escogidos para ser el pueblo de Dios, y su obediencia a la ley nunca tuvo
como objetivo conseguirles ciertas inmunidades y ventajas que no tuvieran
ya. Semejante idea es absurda. No, su obediencia simplemente les
preservaba la posesión de lo que Dios ya les había dado. La ley moral les
hacía saber el carácter y la conducta que Dios pedía de sus hijos
(Deu.14:1). Eso que les revelaba su impotencia y los convencía de su
depravación, servía solo para que los espirituales buscasen más
fervientemente nuevas provisiones de gracia y fuesen más agradecidos por
las misericordiosas provisiones suplidas para la remoción de sus pecados y
la mantención de su comunión con el Señor.
Al pedirle al israelita culpable que pusiera su mano sobre la cabeza de la
víctima sacrificial (Lev.4:24), se enseñaba claramente que el adorador no
podía acercarse a Dios en otra condición que la de pecador, y por ningún
otro modo que por el derramamiento de sangre. En el Día de Expiación
anual se les exigía “[afligir] sus almas” (Lev.16:29). El mismo principio es
igualmente aplicable bajo esta era del nuevo pacto: la expiación de Cristo
se vuelve disponible para el pecador solo en tanto que éste se acerque con
una profunda convicción de pecado, y con una mezcla de tristeza y
178
confianza que lo descarga de toda la acumulación de la culpa a los pies de
la cruz. Arrepentimiento para con Dios y fe en el Señor Jesucristo deben
crecer y obrar conjuntamente en la experiencia del alma.
Lo que se dijo en los últimos ocho párrafos es todo bastante obvio y
simple, dado que halla su contraparte exacta en el Nuevo Testamento.
Todo lo relacionado a la heredad terrena y temporal de Israel fue ordenado
de modo tal que exhibiera claramente aquellos principios por los cuales
Dios únicamente otorga a su pueblo las muestras de Su favor. Los tratos de
Dios con Israel en la tierra estaban diseñados para revelar el camino al
cielo. La verdadera obediencia solo es posible como resultado de la gracia
soberana en la redención. Pero la gracia reina “por medio la justicia”
(Rom.5:21), y nunca a expensas de ella; por eso es que los redimidos son
puestos bajo la ley como su norma de vida. Es perfectamente cierto que el
evangelio contiene ejemplos mucho más sublimes de la moralidad que hay
en la ley que cualquiera a ser hallado en el Antiguo Testamento, y provee
motivos mucho más poderosos para practicarla; pero eso es algo muy
diferente a decir que la moralidad en sí misma es algo más sublime o
esencialmente más perfecta.
Pero el verdadero problema lo enfrentamos al considerar la relación que la
ley tenía con las grandes masas de irregenerados en Israel. Evidentemente
mantenía una relación totalmente distinta de la que lo hacía con el
remanente espiritual. Ellos, como descendientes caídos de Adán, nacieron
bajo el pacto de obras (esto es: sujetos a sus demandas inexorables), el
cual, en la persona de su cabeza federal, quebrantaron; y por consiguiente
yacían bajo su maldición. Y la entrega de la ley moral en Sinaí estuvo bien
calculada para inculcarles esta verdad solemne, enseñándoles que la única
vía de escape era valiéndose de las provisiones de misericordia en los
sacrificios - tal como ahora la única vía para el pecador para obtener
libertad de la condenación de la ley es huir a Cristo. Pero el remanente
espiritual, aunque bajo la ley como regla de vida, participaba de la
misericordia contenida en las promesas Abrahámicas, porque en todas las
edades Dios ha ido administrando el pacto eterno de gracia al tratar con
sus escogidos.
Esta doble aplicación de la ley, en cuanto a su relación con la masa de los
irregenerados y con el remanente de los regenerados, fue notablemente
indicada en la doble entrega de la ley. La primera vez que Moisés recibió
las tablas de piedra de manos del Señor (Éx.32:15-16), fueron rotas por él
en el monte – simbolizando el hecho de que Israel yacía bajo la
condenación de una ley rota. Pero la segunda vez que Moisés recibió las
tablas (Éx.34:1), fueron depositadas en el arca y cubiertas con el
propiciatorio (Éx.40:20), que era rociado con la sangre expiatoria

179
(Lev.16:14) – prefigurando la verdad de que los santos se hallan cubiertos
(en Cristo) de sus acusaciones y castigo.
“La ley del Sinaí era un pacto de obras para todos los descendientes
carnales de Abraham, pero una regla de vida para los espirituales.
Así, como la columna de nube, la ley tenía un lado brillante y uno
oscuro” (Thomas Bell, 1814, The Covenants [Los Pactos]).

La predicación hecha por Thomas Bell y otros respecto a que el pacto de


obras fue renovado en Sinaí, precisa ser considerada con mucho cuidado.
Ciertamente Dios no promulgó la ley en Sinaí con el mismo fin y uso que
en el Edén, como para que no fuera más que un estricto y mero pacto de
obras; porque ciertamente la ley fue dada a Israel con un propósito de
gracia. Fue para inculcarles un profundo sentido de la santidad y de la
justicia de Aquel con quien estaban relacionados, con la espiritualidad y la
envergadura de la obediencia que le debían, y esto, con el propósito de
convencerlos de la multitud y enormidad de sus pecados, de la total
imposibilidad de hacerse justos por sus propios esfuerzos, o de escapar de
la ira divina, excepto por valerse de las provisiones de Su misericordia;
dirigiéndolos así a Cristo.
La implicancia doble de la ley Mosaica sobre los carnales en Israel, y
entonces sobre la simiente espiritual, fue místicamente anticipada y
prefigurada en la historia de Abraham – el progenitor de los primeros y el
padre espiritual (modelo) de los otros. A Abraham se le prometió que iba a
tener un hijo, aunque al principio no se reveló tan claramente a través de
quien lo iba a tener. Sara, diez años después de la promesa, aconsejó a
Abraham allegarse a Agar, para tener hijo a través de ella (Gén.16:2-3).
Así, aunque de oficio solo una esclava, Agar fue llevada (erróneamente) al
lugar de su señora. Esto prefiguraba la perversión de los judíos carnales
del pacto Sinaítico, poniendo su confianza en el precepto subordinado en
vez de en la promesa original. Israel procuró ir tras la justicia, pero no la
alcanzó, porque la procuraron no por fe, sino como si fuese por las obras
de la ley (véase Rom.9:32-33: 10:2-3). Llamaban a Abraham padre (Juan
8:39), sin embargo, confiaban en Moisés (Juan 5:45). ¡Tras todos sus
esfuerzos, el legalista solo puede traer un Ismael – uno rechazado por Dios
– y no como Isaac!
Cuando Thomas Bell insistió con que el pacto Sinaítico tiene que ser una
reedición del pacto de obras (aunque subordinado al Abrahámico) dado
que no era el pacto de gracia, y “no hay otro”, falló en considerar el
carácter único de la teocracia judía. Que era única es claro por este solo
hecho: que todos los descendientes naturales de Abraham eran miembros
de la teocracia, mientras que solo los regenerados pertenecían al cuerpo de
180
Cristo. El pacto Sinaítico manifestaba formalmente y visiblemente el reino
de Dios en la tierra, porque su trono fue tan establecido sobre Israel que
Jehová se hizo conocido como “Rey en Jesurún” (Deu.33:5), y en dicha
calidad se convirtió en “su Dios”. Leemos sobre “la comunidad
(literalmente “ciudadanía”) de Israel” (Ef.2:12), por la cual ha de
entenderse toda su estructura civil, religiosa y nacional.
Dicha comunidad era una netamente externa y temporal, siendo una
economía “sobre la base de una ley de requisitos físicos” (Heb.7:16). No
había nada espiritual en ello estrictamente hablando. Tenía un significado
espiritual cuando mirada desde su carácter típico; pero tomada en sí
misma, era puramente temporal y terral. Dios, por los términos de la
constitución Sinaítica, no se comprometió a escribir la ley en sus
corazones, como lo hace ahora bajo el nuevo pacto. Como comunidad o
reino, Israel era una teocracia; es decir, Dios mismo gobernaba sobre ellos
directamente. Les dio todo un sistema de leyes mediante el cual habían de
regular todos sus asuntos, leyes acompañadas de promesas y amenazas de
un tipo temporal. Bajo dicha constitución, la ocupación continuada de
Israel de Canaán y el disfrute de sus otros privilegios, dependían de la
obediencia a su Rey.
Volviendo a los interrogantes planteados al principio de esta sección,
“¿Era el pacto Sinaítico uno simple o mixturado? ¿Poseía solo un
significado en `la letra´ en cuanto a las cosas terrenales, o poseía también
uno `espiritual´ concerniente a lo celestial?” Esto lo respondimos recién en
los últimos dos párrafos; un significado en “la letra” solo cuando es visto
estrictamente en relación a Israel como nación; pero también uno
“espiritual” cuando es considerado tipicamente en relación al pueblo de
Dios en general. “¿Qué contribución específica hizo al despliegue
progresivo del plan y propósito divinos?” Adicionalmente a todo lo que se
dijo sobre este punto en capítulos anteriores, ahora, para ir cerrando,
responderemos señalando cómo mayores detalles del pacto eterno que
Dios hizo con Cristo fueron notablemente prefigurados en este.
Al concertar el pacto Sinaítico con la nación de Israel, la Iglesia de Cristo
fue allí prefigurada en su carácter corporativo.
Al tratar todos sus asuntos con Israel por medio de Moisés, Dios indicaba
que recibimos todas las bendiciones por medio “[del] mediador de un
mejor pacto” (Heb.8:6).
Al redimir primeramente a Israel de Egipto y entonces ponerlos bajo la
ley, Dios indicaba que Su gracia reina “por medio de la justicia”
(Rom.5:21).
Al tomar sobre Sí el oficio de Rey (Deu.33:5), Dios enseñaba que exige
sumisión (obediencia) implícita de su pueblo.
181
Al poner el tabernáculo en medio de Israel, Dios revelaba el lugar de
cercanía con Él al cual nos introdujo.
Por las varias instituciones de la ley ceremonial, aprendemos que “sin la
santidad nadie verá al Señor”.
Al introducir a Israel a la tierra de Canaán, Dios proporcionó una imagen
de nuestra herencia celestial.

PARTE SEIS:

182
EL PACTO DAVÍDICO

Capítulo I.
En este capítulo procuraremos algo más que señalar las relaciones
existentes entre los pactos Sinaítico y Davídico. Los variados pactos
registrados en el Antiguo Testamento, como los venimos mencionando,
marcan las principales etapas en el desarrollo del misericordioso plan de
Dios para con nuestra raza caída. Cada uno trae a la luz aspectos cada vez
más profundos de la verdad y eso, en estrecha relación con incidentes
puntuales dentro de las circunstancias del pueblo de Dios en la tierra. Los
pactos y la historia están tan relacionados, que un conocimiento de lo uno
es necesario para poder comprender lo otro, de tal manera que uno arroja
luz sobre el otro. Estaremos recién en condiciones de advertir la sabiduría
divina de aquellas épocas en las que tuvieron lugar dichas transacciones,
solo cuando estudiemos de forma mútua los pactos divinos y la historia
sagrada . Pero a fin de no extender por demás el presente estudio, la
revisión histórica que hagamos será por necesidad breve e incompleta.
Los estatutos y ordenanzas entregados para la regulación de Israel, el
pueblo del pacto, asumieron una forma definida antes de la muerte de
Moisés quien, por causa de su pecado, no le fue permitido introducir al
pueblo a la tierra prometida. En vista de ésta destitución, se le ordenó
divinamente que eligiera a Josué como su sucesor; en su liderazgo fue
encomendada la nación en todo lo que aún quedaba por recorrer. La vida
previa de éste eminente hombre le había provisto de un entrenamiento
idóneo para el trabajo que luego le fue asignado, y su conducta posterior
demostró cualidades que evidenciaban que estaba a la altura de todas las
exigencias propias de su elevado servicio. Bajo su caudillaje, la conquista
de Canaán fue, en gran medida, exitosamente concretada y la tierra fue
dividida por lotes entre las diversas tribus. Acercándose a su fin pudo
decir, “He aquí, hoy me voy por el camino de toda la tierra, y vosotros
sabéis con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma que ninguna de
las buenas palabras que el Señor vuestro Dios habló acerca de vosotros ha
faltado; todas os han sido cumplidas, ninguna de ellas ha faltado” (Josué
23:14).
Esas palabras (como muchas otras en la Escritura), no deben entenderse
como un absoluto, como si toda la conquista de Canaán hubiera sido
entonces completada y la heredad ya plenamente asegurada – el asunto no
era así. No, debe entenderse como afirmando que en ese tiempo ninguna
asistencia acorde a su propósito como pueblo o acorde a lo prometido, les
había sido retenida, teniendo como fin el fortalecer su fe y animar sus
corazones en cuanto a mayores éxitos en sus futuras prosecuciones. Josué
183
no tenía sucesores, ni hubo necesidad. Aunque Israel era una nación, con
las mismas leyes y teniendo un Rey, aun así, cada tribu tenía sus propios
gobernantes; suficiente para llevar un gobierno ordenado y para tomar la
posesión de la heredad que a cada uno le había sido asignada. En algunos
casos, la tierra aún debía ser adquirida, cosa que obligaba a ciertas tribus a
realizar la conquista debida, ya sea por sus propios medios o con la ayuda
de sus hermanos. Todo esto es algo bastante evidente en los
acontecimientos de la historia sagrada.
Tras la muerte de Josué, Judá, con la ayuda de la tribu de Simeón, fue la
primera en subir a pelear contra los cananeos bajo la directriz divina.
Durante un tiempo obtuvieron éxito en sus esfuerzos, pero pronto cayeron
en el tremendo pecado de la idolatría (Jueces 2:11-13) y enseguida les
aconteció la ira divina. Jehová los entregó en manos de sus enemigos hasta
que, compadeciéndose de su aflicción, se interpuso para socorrerlos. El
relato histórico de su condición durante un largo tiempo es fragmentario.
El libro de los Jueces no nos ofrece una narrativa continua y entrelazada,
sino que simplemente nos relata las principales catástrofes a las que, en
distintas ocasiones, sus transgresiones los condujeron; y nos habla de los
distintos medios que Dios empleó en su gracia para liberarlos. Si el lector
consultase Jueces 2:12-18, observaría que el resto del libro no es más que
una serie de ilustraciones de lo que allí se declara.
Los jueces fueron oficiales extraordinarios levantados por Dios, en
ocasiones, nombrados especialmente; sin embargo, actuando con el libre
consentimiento del pueblo. Mientras que de forma mayoritaria su gobierno
se extendía sobre toda la nación, en algunas ocasiones parece haberse
confinado a ciertas tribus específicas; pero en tanto se extendía su
mandato, tenían una autoridad suprema concedida por Dios. Usualmente,
eran los líderes en las campañas militares de Israel contra sus opresores;
aunque en ocasiones también eran puestos para acabar con los disturbios
existentes entre las propias tribus. Su poder era real. Sin embargo, de la
información del relato bíblico sabemos que sus hábitos y costumbres se
mantenían normales, simples. No portaban ninguna insignia distintiva, no
percibían una remuneración por sus servicios y no gozaban de ningún
privilegio particular capaz de ser transmitidos a los miembros de sus
familias.
El libro de los Jueces se limita, particularmente, a darnos un compendio de
los hechos oficiales realizados por éstos hombres. Existen grandes
intervalos al respecto de los que no se nos informa – probablemente
porque esos períodos estuvieron marcados por épocas de paz y prosperidad
relativas, en donde la adoración a Jehová era observada y sus bendiciones,
gozadas. El libro de Rut provee una buena ilustración de ese estado de
cosas. Durante todo ese período, las instituciones levíticas proveyeron al
184
pueblo de todas las instrucciones necesarias para su dirección en la
adoración divina y para preservación de la comunión con Dios a la cual
habían sido admitidos. Nada nuevo se había agregado a la verdad que,
dada instrumentalmente por medio de Moisés, se había revelado y
asentado en un registro perenne.
Aunque no se había dado nada nuevo, ni siquiera una ampliación de lo que
ya se había revelado, con todo, Israel obraba como una figura (tipo)
notable del reino de Dios tal como ahora fue revelado por el evangelio.
Eran un pueblo bajo el gobierno inmediato de Dios, sometidos a su sola
autoridad, unidos por los lazos formados en su relación con Él y gozando
del privilegio de poder acceder al propiciatorio (a través del sumo
sacerdote), en busca de consejo y ayuda ante cada emergencia presentada.
¿No ocurre también así, aunque en un sentido mucho más elevado y
verdadero, con los santos de ésta dispensación? El Señor reina en sus
corazones, han tomado su yugo libremente sobre sí y, pese a cualquier
diferencia que pueda haber entre ellos en otro aspecto, son uno en su
fidelidad a Dios y en el tributo que a Él rinden. Pero Israel no entendió su
posición, ni supo apreciar sus beneficios. Eran disconformes,
desconfiados, tercos, desechando las misericordias.
Desde cierto apescto, su condición externa aún permanecía defectuosa:
todavía no habían alcanzado una posesión total y pacífica de su heredad.
Sus enemigos aún permanecían fuertes y les causaban problemas
continuamente. Esto, sin embargo, era producto de su propia infidelidad.
Si se hubieran resuelto a obedecer la voz de Dios y hubieran proseguido
por la senda a la que Él los llamó y si, en humilde dependencia de su poder
y de la gracia prometida, hubieran cumplido sus instrucciones, pronto
hubieran alcanzado un estado de prosperidad semejante al que se les había
garantizado esperar (Sal.81:13-16). Pero su propia indolencia e
incredulidad los privaron de las bendiciones que estaban dentro de su
alcance. Eran inestables. Incluso su adoración era, en cierto grado,
provisoria – indicado por la remoción del arca del pacto de lado a lado. Y
se contentaban con que así fuera, siendo demasiado carnales en sus mentes
como para saber apreciar la constitución tan exclusiva de la que, como
privilegio, gozaban.
Samuel fue el último de los jueces y desde su tiempo el curso de la historia
fluye ya en de forma más continua. Concebido en respuesta a una oración,
fue consagrado a Dios desde su nacimiento. Tal consagración fue tenida en
gracia y, siendo todavía un niño, ya era objeto de comunicaciones divinas.
Así, tempranamente el Señor ya indicaba el tenor del servicio en el que
habría de emplear su vida. Se nos dice que “Samuel creció, y el Señor
estaba con él; no dejó sin cumplimiento ninguna de sus palabras. Y todo
Israel, desde Dan hasta Beerseba, supo que Samuel había sido confirmado
185
como profeta del Señor” (1 Sam.3:19-20). En qué tiempo asumió
públicamente el oficio de juez, no lo sabemos: probablemente ya desde
jovencito haya sido tenido como designado como tal, pero sería
reconocido por la asamblea de las tribus en Mizpa recién en la madurez (1
Sam.7:6).
Desde Moisés, nadie ejerció una mejor influencia sobre Israel en cada
aspecto, que Samuel. Su administración fue singularmente hábil y
próspera. Cuando las flaquezas de la edad le sobrevinieron, asoció a sus
hijos con el oficio, acompañado indudablemente con el aval del pueblo;
pero esta decisión no salió bien. Los jóvenes resultaron ser muy diferentes
de su padre anciano y así de distinto también actuaron: “Pero sus hijos no
anduvieron por los caminos de él, sino que se desviaron tras ganancias
deshonestas, aceptaron sobornos y pervirtieron el derecho” (1 Sam.8:3). El
curso de iniquidad tras el cual se echaron, parecía ser abierto y sistemático
y públicamente fue percibido intolerable a causa del marcado contraste que
mantenía con la integridad – notable en la forma de conducirse – del oficio
su padre Samuel.
Semejante conducta escandalosa de los hijos de Samuel, hizo que el
pueblo clamara a una voz en su insatisfacción, seguido de una demanda
para la cual el ya viejo siervo de Dios no estaba preparado: "Entonces se
reunieron todos los ancianos de Israel y fueron a Samuel en Ramá, y le
dijeron: Mira, has envejecido y tus hijos no andan en tus caminos. Ahora
pues, danos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones” (1
Sam.8:4-5). Varias consideraciones son las que nos llevan a pensar que
ésta propuesta no era una realizada repentinamente por parte del pueblo.
Aunque Samuel no fue lento ni ineficaz en repeler los ataques de sus
enemigos, sin embargo, en términos generales, su gobierno fue uno
pacífico, tal como la condición del pueblo lo requería en ese entonces.
Mientras que todavía quedaba mucho por hacer en aras de conquistar
completamente la tierra prometida, fueron debilitados por la incredulidad y
todas sus consecuencias, quedando por consiguiente prácticamente
incapaces de realizar la obra que les fue asignada.
Se precisaba de tiempo y entrenamiento para que fueran restaurados a
aquel estado de eficiencia del cual, humanamente hablando, dependía su
éxito. Este era el resultado al que la administración de Samuel apuntaba.
Pero hay razones para creer que su sabia administración fue conveniente
para el pueblo. Por mal encausado que estuviera, entre el pueblo surgió un
hambre de conquista. Se habían vuelto insatisfechos para con los esfuerzos
militares ocasionales de los jueces y, enamorados de la pompa real
exhibida por las demás naciones, se hicieron grandes expectativas
pensando en la gran mejora que el establecimiento de un linaje real traería.

186
Asumimos que eso es lo que dirigía y lo que estaba detrás de esa demanda
exigida a Samuel en ese momento.
Pero tal demanda significaba un quiebre con la constitución que Dios
había establecido entre ellos. Jehová mismo era su Rey y no había dado
ningún indicio de que las cosas no continuarían en función de aquellos
simples acuerdos establecidos bajo su condición política, donde se les
garantizaba que el Señor estaba siempre con ellos, presto a brindarles el
consejo y la ayuda que necesitaban. Su historia pasada, a pesar de su gran
indignidad, daba cuenta de cuán pronta y agraciadamente esa garantía se
hacía efectiva. Pero el pueblo fue demasiado mundano como para apreciar
semejante privilegio. La intención del pueblo al hacerle este pedido a
Samuel era una renuncia práctica a la teocracia. Su demanda, de por sí,
estaba mal; y era más reprensible aún en su espíritu y propósito, según lo
que pretendían.
La reclamación exigida a Samuel, indicaba una insatisfacción irrazonable
para con la benignidad divina y un rechazo de las exigencias divinas. Así
lo consideró Dios. El Señor dijo a Samuel, “escucha la voz del pueblo en
cuanto a todo lo que te digan, pues no te han desechado a ti, sino que me
han desechado a mí para que no sea rey sobre ellos” (1 Sam.8:7). Dios ya
había predicho que procurarían con ansías éste cambio, deseándolo. A
Moisés se le dieron ciertos indicios al respecto, junto con instrucciones
para que sepan cómo conducirse cuando esto sucediera. “Cuando entres en
la tierra que el Señor tu Dios te da, y la poseas y habites en ella, y digas:
`Pondré un rey sobre mí, como todas las naciones que me rodean´,
ciertamente pondrás sobre ti al rey que el Señor tu Dios escoja, a uno de
entre tus hermanos pondrás por rey sobre ti; no pondrás sobre ti a un
extranjero que no sea hermano tuyo. Además, el rey no tendrá muchos
caballos, ni hará que el pueblo vuelva a Egipto, etc.” (Deu.17:14-20).
Ha de notarse con cuidado que los términos del pasaje anterior
simplemente anticipaban lo que con seguridad sucedería: no significa que
ordenaran ese cambio, ni que lo aprueben tampoco. El pedido que Israel
hizo a Samuel fue concedido, sin embargo en un modo tal que se vieran
expuestas sus verdaderas intenciones y expectaciones, acarreando sobre sí
el castigo por su pecado. Dios le concedió lo que querían, pero burló sus
vanas esperanzas. La dignidad real fue primero otorgada a Saúl, alguien
que llenaba las expectativas del pueblo israelita: un hombre según el
corazón de ellos. Era apuesto, con apariencia de líder, uno que se ajustaba
a sus gustos carnales. Al principio algunos mostraron cierta insatisfacción
con éste nuevo nombramiento, insatisfacción que pronto se vio silenciada
con el éxito de sus primeras acciones y, luego, su elección fue ratificada en
Gilgal con el aval general del pueblo de Israel (1 Sam.11:15).

187
Pero el reinado de Saúl fue desastroso. Fue deficiente en gran manera
respecto a aquellas cualidades morales y espirituales indispensables,
propias de semejante posición. Sus defectos pronto se hicieron evidentes:
demostró ser apresurado, obstinado, celoso y desobediente al mandato
divino. Su gobierno se caracterizó por la injusticia y la crueldad; la
debilidad y el desorden se acentuaron hacia fines de su reinado y,
abandonado por Dios, terminó pereciendo en el campo de batalla, donde
los ejércitos de Israel sufrieron una estrepitosa derrota. Gravemente herido,
puso fin a su miserable vida suicidándose. Terriblemente humillante fue
pues el castigo de Israel por su presuntuoso pecado. A éste triste episodio
aplican las palabras del profeta cuando por medio de él Dios dijo, “te di
rey en mi ira, y te lo quité en mi furor” (Os.13:11).
Capítulo II.
¡Cuán misteriosas y, sin embargo, cuán perfectas son las obras y los
caminos “[del] Señor nuestro Dios Todopoderoso” (Ap.19:6)! Hace que
todas las cosas obren en función de su propia gloria, orquestándolas todas
de un modo tal que den cumplimiento a sus agraciados designios. Aunque
de ningún modo sea culpable por los pecados de la criatura, no obstante,
hace que “el furor del hombre” le acarree alabanza (Sal.76:10). Una
tremenda, solemne y, mas aún, bendita ilustración de esto, aparece en
aquel incidente de la historia de Israel que estamos considerando ahora –
es decir, su descontento por tenerlo a Jehová por Rey y su demanda de un
monarca humano, para que pudieran ser como las demás naciones paganas
(1 Sam.8:5). Esto fue en verdad algo malvado y perverso de parte de ellos
y, como tal, algo totalmente desagradable para el Señor, quien mandó a
Samuel diciendo, “…protesta solemnemente contra ellos…” (1 Sam.8:9,
RVR´60). Esto fue seguido por el castigo de Dios al mandarles a Saúl por
rey, cuyo reinado fue de lo peor para Israel.
Mucho sobre el lado humano; pero, ¿qué del divino? El cambio ahora
producido en la constitución política de Israel, aunque pecaminoso en su
origen y desastroso en sus efectos inmediatos, fue en la gracia de Dios,
anulado a fin de dar a conocer algunos nuevos aspectos del propósito
divino para con éste mundo caído. Se volvió en un medio a través del cual
se desplegaría, por una nueva serie de tipos, la futura exaltación del
Mesías, la naturaleza y el alcance de dicha exaltación, y los efectos
benéficos de su gobierno. Cuando el rechazo de Saúl fue claramente
indicado, enseguida se tomaron una serie de pasos bajo la dirección divina
para elegir a quien le sucedería; y para esta ocasión, las carnales opiniones
de la gente no tuvieron lugar. Dios se eligió un hombre conforme a su
corazón: uno preparado por su gracia y que, en su rol oficial, a diferencia
de Saúl, pagaría un respeto incondicional a cada indicación de la voluntad
divina.
188
Pero, antes de adentrarnos en la persona de David, permítanos añadir
algunas palabras a lo que venimos diciendo acerca de la institución del
oficio real en la constitución de Israel. Como hemos visto, era pecado para
el pueblo buscarse un rey, sin embargo, estaba ordenado por Dios que así
sucediera. Este es un profundo misterio; aunque su principio fundamental
nos es ejemplificado constantemente. Dios cumple su santo designio
mediante el libre accionar del hombre pecador. Según el propósito
soberano de Dios, Saúl debía ser hecho rey en Israel; sin embargo, al
considerar cómo sucedió todo esto, vemos que solo fue empleado el
accionar de las leyes naturales. Desde el lado humano, fue porque los hijos
de Samuel eran corruptos como jueces lo que, como consecuencia, hizo
que el pueblo le exigiera un rey. Si acaso los hijos hubieran sido de la talla
el padre, el pueblo seguramente hubiera estado conforme y no hubieran
pedido por rey. Fue por su control providencial ordinario que Dios hizo
que esto aconteciera.
Y, de ningún modo, la santidad divina se ve en entredicho: el decreto
divino fue cumplido, no obstante, el pueblo actúo libremente y la culpa de
su accionar les fue retribuida justamente. Alguien todavía podrá decir,
“¿Por qué mejor la Providencia no evitó esta ocasión de pecado para el
pueblo? ¿Por qué la providencia les puso este escollo en el medio? ¿Por
qué si Dios se había propuesto darles un rey, no lo hizo dándoselos de un
modo tal que no implicara tener que rechazarlo a Él? Dios se propuso
mostrar que la rebelión estaba en ellos y su providencia lo puso de
manifiesto, aún haciéndolo de un modo tal que, el cumplimiento de sus
propósitos inmediatos, coincidiera con el de ellos. He aquí la soberanía”
(Alexander Carson). Sí, y he aquí también la sabiduría infinita que puede
hacer que sus preordinaciones sucedan sin violentar la responsabilidad del
hombre, que puede guiar sus malvadas inclinaciones, sin ser cómplice de
ello. Pero, volvamos más a lo que es nuestro estudio inmediato.
David fue elegido para suceder a Saúl, estaba en la flor de su juventud – el
más joven de la casa de su padre. Aunque el indicio dado respecto al alto
honor que le aguardaba no fue por él desapercibido, tampoco suscitó en él
ningún efecto adverso. Continuó sirviendo a Saúl como si ignorase por
completo lo que Dios había determinado. No se vio hinchado por sus
expectativas, ni dio muestras de una ambición egoísta. Jamás se arrogó la
capacidad de dar cumplimiento al designio divino por sus obras, sino que
dejó todo en manos de Dios para que lo efectuara en su tiempo y a su
modo. De parte del propio Saúl recibió la suficiente provocación como
para verse tentado a tomar el camino de la rivalidad, pero él, sobriamente
se sometió a la soberanía de Dios, y espero en Dios para el cumplimiento
de su promesa. Dios nos de gracia para imitar semejante ejemplo de
paciencia y mansedumbre.

189
A su debido tiempo, Dios cumplió su palabra. Al morir Saúl, la tribu de
Judá ungió a David por rey en Hebrón (2 Sam.2:4), y siete años más tarde,
al ser todo obstáculo providencialmente removido, todas las demás tribus
convinieron en su elección (2 Sam.5:3). Durante la primera parte de su
reinado, la atención de David se enfocó en suprimir los ataques filisteos y
de otros enemigos. Sus campañas militares fueron de lo más exitosas, y los
enemigos de Israel fueron humillados y sometidos. Al establecer la paz por
todo su reino, los pensamientos de David se enfocaron en trasladar el arca,
que venía siendo llevada de un lado a otro, en Jerusalén como lugar
definitivo. Esa ciudad, en toda su extensión, al haber entrado en su
posesión recientemente, fue designada como residencia real y centro de la
adoración divina. La conquista de la tierra prometida, a través de la
bendición divina durante su gobierno, se veía ahora mucho más cercana y
completa en gran parte. Y David concluyó que el tiempo de levantar una
habitación fija y permanente para la adoración de Jehová, había llegado.
Se decidió a construir una casa para el Señor, y así lo hizo saber al profeta
Natán, quien lo animo en primera instancia. Pero, aunque Dios aprobó el
pensamiento del corazón de David, sin embargo, no iba a permitir que
fuera él quien lo concretara, quedando reservado ese peculiar honor para
su hijo y sucesor, Salomón, quien aún no había nacido. La razón de esto es
claramente expuesta: Dios le dijo, “Tú has derramado sangre en
abundancia, y has emprendido grandes guerras; no edificarás una casa a mi
nombre, porque has derramado mucha sangre en la tierra delante de mí” (1
Cron.22:8). Eso no quiere decir que las guerras en las que David se vio
involucrado fueran no autorizadas y pecaminosas; por el contrario, fueron
realizadas por orden divina, y sus victorias a menudo se vieron aseguradas
por señales que manifestaban la interposición de Dios. Pero ese aspecto del
carácter divino revelado en aquellos eventos, era muy distinto al que
enseñaba principalmente en sí la adoración; por ende, hubiera existido una
incongruencia evidente si, uno que derramó mucha sangre, edificaba ahora
una casa para el Dios de gracia y misericordia.
Para la pretendida casa de oración se dieron instrucciones simbólicas y,
para que fuera construida, se precisaba estar en condiciones de paz. Así
que en conformidad a ello, Natán fue enviado a David para prohibirle que
él la construyera. Sin embargo, el mensaje divino fue acompañado de las
muestras más notables del favor de Dios. Tras recordarle a David de la
humilde condición de la cual fue tomado y puesto luego como rey sobre
Israel, y de las pruebas irrevocables de la presencia y la bendición divina
en todos sus asuntos, el profeta le dijo, “y como desde el día en que ordené
que hubiera jueces sobre mi pueblo Israel; te daré reposo de todos tus
enemigos, y el Señor también te hace saber que el Señor te edificará una
casa. Cuando tus días se cumplan y reposes con tus padres, levantaré a tu
descendiente después de ti, el cual saldrá de tus entrañas, y estableceré su
190
reino. El edificará casa a mi nombre, y yo estableceré el trono de su reino
para siempre. Yo seré padre para él y él será hijo para mí. Cuando cometa
iniquidad, lo corregiré con vara de hombres y con azotes de hijos de
hombres, pero mi misericordia no se apartará de él, como la aparté de Saúl
a quien quité de delante de ti. Tu casa y tu reino permanecerán para
siempre delante de mí; tu trono será establecido para siempre” (2
Sam.7:11-16).
Es lamentable que, dado que no se hace mención expresa de ningún
“pacto” aquí siendo concertado, algunos digan que no podemos considerar
este evento como uno. Es cierto que no vemos que se ofrezca ningún
sacrificio al respecto, ni que se haga una ratificación figurativa de ello, tal
como vemos que sí ocurre en otras de las transacciones similares
mencionadas en la Escritura. Pero el hecho de que eso se omita, no es
prueba suficiente como para decir que ninguna formalidad así haya tenido
lugar en esta ocasión. La inferencia legítima es más bien que como tales
observancias y formalidades eran tan usuales en esas ocasiones, y como
algo ya preconcebido, no era necesario hacer alguna alusión a ello. De
todas formas es evidente que fue realmente un pacto, porque en otros
pasajes se hace alusión a este episodio llamándolo de ese modo.
Que la gran transacción narrada en 2 Samuel 7 fue considerada por el
propio David como un pacto, es claro por lo que dice después: “en verdad,
¿no es así mi casa para con Dios? Pues Él ha hecho conmigo un pacto
eterno, ordenado en todo y seguro. Porque toda mi salvación y todo mi
deseo, ¿no los hará ciertamente germinar?” (2 Sam.23:5). ¿Y en dónde
más el Señor concertó ese pacto con David, sino en donde estamos
considerando ahora? Pero, lo que dirime definitivamente la cuestión es que
el mismo Señor así lo llama, cuando respondiendo a la oración de Salomón
dice, “Y en cuanto a ti, si andas delante de mí como anduvo tu padre
David, haciendo conforme a todo lo que te he mandado, y guardas mis
estatutos y mis ordenanzas, yo afirmaré el trono de tu reino como pacté
con tu padre David, diciendo: “No te faltará hombre que gobierne en
Israel” (2 Cron.7:17-18). Con esta declaración frente a nuestros ojos, no
podemos dudar de que esta transacción hecha con David fuera un pacto
con todas las letras, aun cuando no haya ningún registro formal de su
ratificación.
El pacto Davídico constituye otra de esas revelaciones notables que, en
distintos tiempos, distinguieron a la historia del pueblo judío, como lo deja
ver un examen por arriba de sus contenidos. Como toda transacción
ocurrida en el período vetero-testamentario, posee ciertos aspectos típicos
que serían figura de realidades espirituales mucho más elevadas.
Puntualmente hacían alusión a David y a su familia. A él, por ejemplo, se
le aseguró que el templo sería construido por su sucesor inmediato y que
191
su familia estaba destinada a ocupar un lugar prominente en el porvenir de
la historia israelita; además, la dignidad real que le fue conferida sería
perpetuada en sus descendientes, en tanto éstos no perdieran esos
beneficios terrenales por causa de sus pecados. Esas promesas temporales
eran la base sobre la cual descansaba el pacto y las que luego, en el futuro
distante, se expandieron en bendiciones espirituales más ricas.
Viéndolo en relación a los efectos más espirituales, David afirmó que el
pacto era “ordenado en todo y seguro” (2 Sam.23:5). Fueron hechas
provisiones contra toda contingencia posible; nada jamás ha de prevalecer
contra el cumplimiento de esas promesas. Ni siquiera los pecados de sus
descendientes en forma individual pueden anularlo, aunque sin duda han
de recibir el castigo justo, pudiendo terminar en su propia ruina y en una
depresión permanente para su familia, como de hecho les aconteció. Nos
ocuparemos de estos aspectos elevados del pacto Davídico en primer
lugar. De ellos, podremos deducir la verdadera naturaleza de los acuerdos
solemnes que comprende y también, apreciar el incremento que propició a
la suma de verdad revelada hasta el momento – es decir, el grado mayor de
luz que concedió al esquema de la misericordia divina, entonces, en
proceso de revelación.
La sustancia de la información proporcionada por éste pacto hacía alusión
a la exaltación, reinado y gloria del Mesías. Indicios de un tipo similar –
aunque pocos, oscuros y aislados – pueden encontrarse en porciones
previas de la Escritura, de los cuales el más notable es el dado a Jacob que
dice: “El cetro no se apartará de Judá, ni la vara de gobernante de entre sus
pies, hasta que venga Siloh, y a él sea dada la obediencia de los pueblos”
(Gén.49:10). Pero esos indicios eran entonces entendidos muy
imperfectamente, aún para los más espirituales del pueblo, hasta venido el
tiempo de David. No parecían haber llamado mucho la atención; sin
embargo, eran concentrados y amplificados con una distinción muy
superior a través de las promesas del pacto Davídico. Por primera vez, la
dignidad real del Mesías era exhibida. Los judíos, especialmente tras ser
ampliada por las posteriores representaciones proféticas, no tardaron en
interpretarla conforme a sus ideas carnales.
Hasta aquí, todo ha sido relativamente sencillo; pero cuando nos
acercamos a la interpretación actual de las promesas hechas a David en 2
Samuel 7, nos topamos con una dificultad real. Aquellas que hablan
particularmente del propósito último del pacto, requieren ser examinadas
muy de cerca; en el proceso, será esencial remitirnos a otros pasajes que
hablen de lo mismo. Pero, antes de adentrarnos en esas aguas profundas, se
debe destacar que mediante los términos de éste pacto, el linaje del cual
habría de salir la Simiente prometida, fue acotado de un modo mucho
mayor y más distintivo. En el avance de la revelación divina, el canal a
192
través del cual habría de venir el futuro Libertador fue, período tras
período, reducido considerablemente. Aunque esto es algo que ha sido lo
suficientemente remarcado por otros, con todo, es demasiado importante e
interesante como para ignorarlo.
La primera predicción al respecto registrada en Génesis 3:15, fue enseñada
en su forma más general, indicando que el Vencedor de la serpiente
asumiría la forma humana, aunque de modo sobrenatural. En la
destrucción del viejo mundo, la promesa fue renovada a Noé, junto con
una indicación de que sería a través de Sem que su cumplimiento tendría
lugar (Gén.9:27). Un paso mayor se dio cuando Abraham fue elegido
como el progenitor de Aquel en quien todas las naciones serían
bendecidas. Sus descendientes de la línea de Isaac vinculados a la
promesa, eran sin embargo tan numerosos que no se podía decir de qué
grupo en particular se esperaba tuviera lugar el cumplimiento. Luego, la
tribu de Judá fue la apuntada, pero al ser una de las tribus más numerosas,
existía la misma indefinición respecto a qué familia en particular le sería
concedido semejante honor – aunque en menor grado.
El tiempo siguió su curso y ahora la familia de David era elegida como el
medio a través del cual se efectuaría la promesa. Los anhelos de todos
aquellos que aguardaban la Esperanza de Israel, fueron a partir de ese
momento restringidos a esa familia y, de este modo, se daba también una
mayor facilidad respecto a la prueba necesaria para cuando el Mesías
apareciera. Dios, de este modo, mediante una sucesión de pasos, definió el
curso a través del cual Su agraciado propósito sería forjado y, con esta
gran diferenciación, concentró la atención de los fieles hacia la real
dirección en la cual tendría lugar la promesa divina. La indicación última
poseía una diferenciación que ninguno de los otros se podía arrogar.
(En éstos dos capítulos, hemos seguido muy de cerca a John Kelly en su
obra sobre Los Pactos Divinos, 1861).
Capítulo III.
Cerramos el capítulo anterior al señalar las sucesivas etapas por las que
Dios dio a conocer gradualmente los consejos de su voluntad, que
resultarían en el advenimiento y encarnación de su Hijo. Bajo el pacto
Davídico, la dignidad real del Mesías fue por primera vez definitivamente
revelada. Sin embargo, cabe señalar que una notable predicción de esto fue
dada a través del cántico inspirado de Ana en 1 Samuel 2:1-10. Allí,
encontramos una bendita mixtura del elemento típico con el profético,
donde el primero, apuntaba hacia cosas de una naturaleza similar, pero con
una relevancia mucho mayor. Puesto de otro modo, los eventos típicos
proveían el material para una predicción de algo análogo, pero más
elevado y superior en su naturaleza. Lo futuro era anticipado, previsto por
193
incidentes presentes así dispuestos por Dios, para presagiar las verdades
del evangelio; lo histórico servía de este modo como molde para dar forma
profética a las cosas futuras del reino de Dios.
El cántico de Ana fue realizado bajo el mover del Espíritu con ocasión del
nacimiento de Samuel. La vida espiritual de Israel estaba entonces sumida
en un decaimiento. La esterilidad natural que hasta entonces caracterizaba
a Ana, bosquejaba la esterilidad de la nación de Dios. La provocación
hiriente que ella recibía de “su rival” (1 Sam.1:6), era figura del desprecio
en que Israel era tenido por sus enemigos: las naciones vecinas. La
debilidad de Elí y su falta de discernimiento, hablaban de la decrepitud de
los líderes religiosos en general: “La palabra del Señor escaseaba en
aquellos días, las visiones no eran frecuentes” (1 Sam.3:1). La corrupción
de los hijos de Elí y la costumbre del pueblo en ofrecerles sobornos,
indicaba claramente el triste nivel en que estaba sumida la situación. Esto
es un breve esbozo histórico de la situación de aquel entonces, típicamente
caracterizada por los ítems mencionados.
El gozo y gratitud de Ana cuando el Señor abrió su matriz, sirvió como
ocasión idónea para que el Espíritu hablara a través de ella ese canto
profético. Profundamente conmovida por haber recibido al niño de sus
esperanzas y oraciones – que había dedicado al servicio del Señor como
Nazareo desde su nacimiento –, su alma se vio impulsada proféticamente y
su visión la llevó a percibir que su experiencia en venir a ser madre, era un
signo de la fecundidad espiritual del Israel de Dios en el futuro distante.
Bajo ese impulso profético, ella alcanzó un reconocimiento exhaustivo del
esquema general de Dios, observando la agraciada soberanía que se deleita
en exaltar a la humilde piedad, pero que desprecia al rebelde y al soberbio,
hasta que en el último crescendo exclamó, “Los que contienden con el
Señor serán quebrantados, Él tronará desde los cielos contra ellos. El
Señor juzgará los confines de la tierra, a su rey dará fortaleza, y ensalzará
el poder de su ungido” (1 Sam.2:10).
Un lenguaje en verdad notable. Las últimas palabras “su ungido”,
literalmente significan “su Mesías” o “Cristo”. Ésta es la primera vez que
en la Escritura encontramos ese bendito título en su sentido más distintivo
aunque, como bien todos sabemos, luego se emplea como sinónimo del
Rey consagrado o Cabeza del reino divino. La otra expresión en ese
mismo versículo, “los que contienden con el Señor serán quebrantados...
El Señor juzgará los confines de la tierra”, muestra que Ana había sido
guiada a hablar por el Espíritu Santo sobre el reino Mesiánico. ¡Resulta
notable, pues, que los hechos históricos de los días de Ana, poseyeran
indudablemente un significado típico, y que constituyeran la base de una
profecía que habría de cumplirse en el futuro distante! Esto provee una
clave muy valiosa para muchas de las predicciones Mesiánicas posteriores.
194
Toda duda que pueda aparecer en cuanto al carácter profético del cántico
de Ana, es quitada cuando lo comparamos con el “Magnificat” proferido
por María al anunciar el nacimiento del Mesías (Lucas 1:46-55). Es
realmente sorprendente ver cómo la virgen hizo eco de los mismos
sentimientos e incluso, cómo en algunas partes llegó hasta a repetir las
mismas palabras empleadas por la madre de Samuel hacía como unos mil
años atrás.
“¿Por qué debía el Espíritu Santo, posándose en tales momentos
sobre el alma de María, haber dirigido sus pensamientos tan cerca de
esa senda, que años atrás había tenido su curso en la mente de la
piadosa Ana? ¿O por qué debían las circunstancias relacionadas con
el nacimiento del hijo Nazareo de Ana, haber dado lugar a ciertas
cualidades que, de forma tan distintiva, apuntaban hacia la
manifestación del Rey de Gloria y que tan bien armonizaban con las
cosas cantadas en celebración de aquel evento? Sin dudas que para
enfatizar la conexión existente entre ambos. Son indicios que el
mismo Espíritu dio en transacciones pasadas y en testimonios siglos
atrás, en cuanto a su propósito último – a saber, en orden de anunciar
el advenimiento del Mesías e ir familiarizando a los hijos del reino
con el carácter esencial de la dispensación por venir” (P. Fairbairn).
La combinación de la historia típica con la declaración profética que
vemos en el cántico de Ana, ocurre una y otra vez en la Escritura, en
donde el elemento profético es más amplio y el elemento típico en las
transacciones que dan lugar al mismo, más definido. Tal es el caso
particular con los salmos Mesiánicos los cuales, al ser de una composición
lírica, proporcionan un curso mucho más libre para las emociones que una
profecía formal. Pero esto a su vez tuvo su base en la íntima relación que
había entre el presente y el futuro de modo tal que, los sentimientos
despertados en uno, naturalmente se introdujeron en los lineamientos del
otro. Fue la institución del reinado temporal en la persona y familia de
David lo que constituyó tanto el fundamento como la ocasión para las
predicciones del futuro reinado de Cristo; será nuestro placer observar de
qué forma hermosa el tipo prefiguró al antitipo.
Poner el cetro real en manos de una familia Israelita produjo un cambio
radical en la teocracia, uno que se proponía mover la mente del pueblo de
las cosas celestiales y eternas, para fijarla más en las terrenales y visibles.
La constitución bajo la cual Jehová puso al pueblo por medio de Moisés, si
bien no prohibía tajantemente designar a un rey, era de una naturaleza tal
que, permitir semejante intromisión del elemento humano en el gobierno,
parecía más algo a perjudicarla, que a complementarla. Hasta los tiempos
de Samuel fue netamente una teocracia: una comunidad que no poseía a
nadie por cabeza sino al Señor mismo, y que todo lo concerniente a la vida
195
y al bienestar, lo situaba bajo su inmediato gobierno. Era la gloria
distintiva de Israel como nación el poder mantener esa relación estrecha
con Dios; como decía Moisés: “[Israel,] El eterno Dios es tu refugio, y
debajo están los brazos eternos… Dichoso tú, Israel. ¿Quién como tú,
pueblo salvado por el Señor? Él es escudo de tu ayuda, y espada de tu
gloria” (Deu.33:27-29).
¡Pero ay!, Israel fue demasiado carnal como para saber apreciar el favor
especial de Dios para con ellos, tal como se evidenció cuando procuraron
ser como las demás naciones gentiles, al intentar poner un monarca
humano sobre ellos. Eso era equivalente a decir que ya no querían que
Jehová fuera su soberano directo, de modo que lo que anhelaban era auto-
gobernarse, ser autónomos. Pero este no era el único mal del nuevo
cambio.
“Todo bajo el Antiguo Pacto mantenía relación con la futura y más
perfecta dispensación del Evangelio; y la razón última de toda
característica relevante o cambio sustancial en el primero, jamás
podrá ser entendido sin considerar la incidencia que eso pudo tener
en el estado futuro de los hombres bajo el Evangelio. ¿Y cómo podría
ser introducido un cambio en la constitución del viejo Israel,
especialmente uno como el que la gente pretendía deseando un rey
según la costumbre de los gentiles, sin provocar alteraciones
sustanciales para mal en cuanto a esto? La dispensación del
Evangelio habría de ser, en un sentido particular, el `reino de los
cielos o de Dios´, teniendo como fin supremo el establecimiento de
una relación cercana y feliz entre Dios y el hombre. Y la visión de
Juan [el Bautista], descrita según el patrón y modelo presentado en el
desierto, habla de eso de su cumplimiento consumado – allí, cuando
`el tabernáculo de Dios está entre los hombres y Él habitando entre
ellos ´. De esta realidad se dio una ejemplificación notable e
impresionante en la estructura original de la comunidad israelita, en
donde el mismo Dios ocupaba el oficio de rey y tenía su residencia, y
efectuaba sus manifestaciones gloriosas en medio del pueblo. Y
cuando ellos pedían un rey, en su deseo carnal de querer una
institución como la del mundo, no solo demostraron una indiferencia
lamentable hacía la gloriosa constitución de la cual gozaban, sino que
también descubrieron una falta de discernimiento y de fe totales en
cuanto al propósito futuro y último de Dios respecto a aquella
economía provisoria” (P. Fairbairn).
En vista de lo que venimos diciendo, no debe sorprendernos que Dios
manifestara su disgusto contra la demanda carnal del pueblo por un rey
humano y que dijera a Samuel que su nación, virtualmente, lo había
rechazado a Él (1 Sam.8:7). Y por eso es por demás natural que nos
196
preguntemos por qué entonces Dios cedió al mal deseo del pueblo. ¡Ah!,
maravillosos son sin dudas los caminos de Dios: eso por lo que el pueblo
en su pecado clamaba, terminó sirviendo para proporcionar en un plano
inferior, una prefiguración asombrosa de la naturaleza y gloria que el
reinado de Cristo habría de asumir en un plano superior. ¡Estaba en el
propósito eterno de Dios entregar definitivamente el reinado del universo
al Hombre y ponerlo a su diestra! De este modo, el proceder divino en esta
ocasión, constituye uno de los ejemplos más notables del Antiguo
Testamento respecto a cómo la providencia divina gobierna sobre todas las
cosas, en donde Él es capaz de obrar algo puro de lo impuro.
Dios no solo previno el gran daño con que las demandas de Israel
amenazaban a la teocracia, sino que lo volvió para bien, al ir
familiarizando las mentes de las generaciones futuras con aquello que
había de constituir la gran característica del reino mesiánico: que el Hijo
de Dios asumiría la naturaleza humana. A continuación de la fuerte
amonestación al pueblo por haber escogido un rey según sus principios
mundanales, se les permitió poner a uno de ellos al trono, aunque no como
un soberano absoluto e independiente, sino más bien como el delegado de
Jehová, reinando en su nombre y en total subordinación a su divina
voluntad; y por esto mismo es que su trono era llamado como “el trono del
Señor” (2 Crón.29:23). Pero para dejar lo más en claro posible su
propósito a aquellos que tuvieran ojos para ver, el Señor permitió que el
trono terrenal fuera primero ocupado por alguien poco sumiso a la
voluntad divina y luego suplantado por otro que, como representante de
Dios, es llamado “siervo” más de treinta veces.
Con este segundo personaje, David, fue el comienzo de la administración
de Israel propiamente dicha. Él fue la raíz y fundamento del reinado
terrenal – como “reino” en sí –, en donde, lo humano y lo divino se vieron
oficialmente unidos, tal como en últimas habrían de alcanzar una unión
personal o hipostática. La providencia divina, actuó de una forma
realmente grandiosa al ir moldeando lo preparatorio y típico (figurativo),
como sombra de lo definitivo y antitípico, haciendo que las diversas
pruebas que David pasó antes de llegar al trono, y los subsecuentes
conflictos en los que se vio envuelto, prefiguraran los sufrimientos, la obra
y el reinado del Mesías. Podría dedicarse todo un volumen a esto último
que acabamos de decir, mostrando cómo, en líneas generales, toda la
historia de David tuvo un significado típico, tan así que era todo un
panorama profético. El mismo principio aplica igualmente para muchos de
sus salmos, en donde hallamos eventos históricos llevados a cánticos
sagrados, de un modo tal que terminaron siendo predicciones de lo que
Cristo habría de hacer en mayor escala.

197
Fue esto – que en otro modo hubiera opacado el propósito de Dios y
obstruido el designio principal de su accionar bajo el viejo pacto – lo que
se convirtió en uno de los medios más eficaces para la revelación y
promoción del mismo.
“La cabeza terrenal, que ahora, subordinada a Dios, venía a estar por
sobre los miembros de la comunidad, en lugar de eclipsar Su
autoridad, no hacía más que exponérselas en forma más distintiva,
sirviendo como trampolín a la fe al permitirle alzarse hasta la
percepción de esa morada personal de la Deidad, que había de
constituir el fundamento y gloria de la dispensación Evangélica. Así,
se desplegó lo que había de ser el futuro más glorioso en sus
características prácticas con un aire de individualidad y distinción,
con una variedad de detalles e intensidad en su colorido, como no se
halla en ninguna otra porción de las partes proféticas de la Escritura”
(P. Fairbairn).
Como ilustración de esta combinación entre la historia típica (figurativa) y
la profecía, nos referiremos al Salmo 2 – al cual esperamos volver luego en
otro de los capítulos. Se lo ha denominado como “un himno inaugural”
empleado para celebrar el nombramiento y triunfo del Rey de Jehová. Las
naciones paganas son puestas como opositoras (vs.1-2), jurándose entre sí
que si tal nombramiento tuvo lugar, entonces se revelarían contra él (vs.3).
No obstante, el Alto y Sublime desdeña las amenazas de tan insignificantes
adversarios (vs.4), y cumple su propósito. El decreto eterno sigue su curso
y el Rey ungido es puesto sobre Sión; y porque es el mismísimo Hijo de
Dios, es consolidado heredero de todas las cosas, hasta los confines más
recónditos de la tierra (vs.5-9). El salmo, entonces, cierra con un llamado a
todos los gobernantes de la tierra a rendirse al cetro del Rey de reyes,
advirtiéndoles contra la irrevocable maldición que seguirá en caso de
rebelión.
Antes de señalar las relaciones obvias de este salmo con la vida e historia
de David, notemos cuidadosamente la ausencia total de toda literalidad
esclavizante. En su ascensión al trono de Israel, David no sufría oposición
por parte de las naciones paganas y sus gobernantes, porque seguramente
ni le conocían ni les importaba en lo más mínimo. Otra vez, su unción
como rey ciertamente no coincidió con su establecimiento en el santo
monte de Sión, sino que pasaron algunos años entre medio. Aún más,
cuando fue afirmado en su reino, no se nos dice que haya insistido en los
reclamos de su dominio sobre los demás monarcas, exigiéndoles que le
rindieran lealtad. Insistimos sobre estos puntos, no para insinuar que haya
fallas en el tipo, sino para advertir contra esa especie moderna de
literalismo que tanto acostumbra a reducir la Escritura a un absurdo.

198
¿Debemos, entonces, irnos al otro extremo y decir que no hay relación
alguna entre este salmo mesiánico y lo que fue la vida y reinado de David?
Por supuesto que no. Claro que la hay y es tan estrecha la relación que sus
experiencias fueron el comienzo de lo que, en un mayor plano y a más
grande escala, habría de ser cumplido en Su Hijo y Señor. Aunque el
lenguaje allí empleado para celebrar al Rey Mesiánico y su reinado
exceden por mucho a las experiencias de su prototipo, a pesar de eso, lleva
toda su impronta. En ambos vemos la misma determinación soberana de
parte de Dios encomendándolos al oficio real. En cada caso existe una
oposición de lo más violenta y pagana en resistencia a sus nombramientos
– en el caso de David, primero de parte de Saúl y luego de parte de Abner
e Isboset. En ambos casos contemplamos una lenta pero segura remoción
de todos los obstáculos alzados contra el propósito de Dios, y la extensión
de la esfera del imperio hasta alcanzar los límites de la concesión divina.
Las líneas históricas son paralelas, y la concordancia entre tipo y antitipo,
inequívoca.
Capítulo IV.
Hace poco vimos un artículo titulado “Humildad y la Segunda Venida”;
pero después de leerlo, la verdad lo dejamos sintiéndonos decepcionados.
Por su título, sinceramente esperábamos que el escritor (a quien
desconocemos) enfatizara la tremenda humildad de corazón que se
requiere al acercamos a los pasajes proféticos de la Escritura. Siempre
debemos acercarnos a la Santa Palabra de Dios con suma reverencia y
sobriedad, pero más cuando se trata de profecía, porque en ningún otro
tema (con excepción del debatido asunto del gobierno de la iglesia), se ha
presentado mayor diversidad entre los siervos de Dios que en este de los
eventos futuros. Parece que, aunque Dios ha puesto mucho en su Palabra
para mermar el orgullo humano, el dogmatismo enfermizo, ciertamente, no
nos conducirá sino por donde muchos han errado.
La verdad, no nos atrevemos a decir que tomamos nuestra pluma en un
espíritu de verdadera humildad, porque el corazón es muy engañoso y
generalmente sucede que cuando creemos que estamos siendo humildes, el
orgullo está obrando en su forma más sutil. Sin embargo, continuaremos
estos capítulos del pacto Davídico con mucha reserva, porque me resulta el
tema más difícil de todos en este estudio. Probablemente esto se deba a mi
educación temprana, dado que nunca resulta fácil deshacerse de nuestras
primeras ideas e impresiones en cuanto a cualquier tema. Durante los años
de nuestra infancia espiritual, no oíamos ni leíamos de otra cosa más que
de la interpretación profética premilenial y, por supuesto (como niño
espiritual), aceptábamos todo lo que nuestros maestros nos decían. Pero
durante la última década, nos hemos propuesto examinar cuidadosamente

199
todo lo que nos enseñaron y hemos descubierto que, al menos algunas
cosas, no eran más que “cuentos de hadas”.
Un criterio equitativo nos obliga a sopesar la postura postmilenarista, pero
al hacerlo vemos que es realmente peligroso irnos a ese otro extremo.
Podemos decir que, en varios puntos importantes, este sistema de
interpretación profética no nos resulta más satisfactorio que el “pre”; y por
ende, por ahora no estamos listos para encomendarnos a ninguna de esas
posturas completamente. Tampoco aquella conocida como amilenarismo
resuelve absolutamente todos los problemas. En otras palabras, en estos
momentos no tenemos ideas claras respecto a los eventos futuros, y nos
aplicamos a nosotros mismos las palabras del Señor cuando dice, “No os
corresponde a vosotros saber los tiempos ni las épocas que el Padre ha
fijado con su propia autoridad” (Hch.1:7). Esto hace que para nosotros sea
muy difícil escribir sobre nuestro tópico, y no podemos más que escribir
conforme a la medida de luz que Dios nos ha dado, rogándole a nuestros
lectores a que todo lo examinen con cuidado, y retengan lo bueno (1
Tes.5:21).
Lo que más divide a los intérpretes con el tema de la profecía es sobre todo
la forma en la que han de entender el lenguaje, si como literal o figurado.
Esto, obviamente, da lugar a un importante y amplio campo de estudio, en
el cual no nos adentraremos ahora. Sin embargo, no podemos evitar
señalar que – como yo lo creo – tenemos en la perversión papista de la
Cena del Señor una terrible advertencia contra el peligro que hay en
cuartar la Escritura, al tiempo que creemos honrarla (con ese pretexto de
“fe y simpleza como la de un niño”), al considerarla en su valor nominal y
en lo que simplemente pareciera llana, sin valor agregado. La insistencia
de Roma en que “esto es mi cuerpo” significa simplemente lo que dice,
nos muestra a cuan graves conclusiones se llega cuando el símbolo es
confundido con la realidad que lo está representando. ¿No debería
servirnos esto como una verdadera advertencia contra las terribles
interpretaciones carnales del quiliasmo (milenarismo), que toma literal lo
que es espiritual, y hace terrenal lo que es celestial
Las observaciones anteriores corresponden a las promesas del pacto
Davídico registrado en 2 Samuel 7:11-16. Teniendo en cuenta todo lo que
ya hemos visto en los pactos anteriores, es más que razonable esperar que
este también cuente con un significado “literal” y otro “espiritual”.
Creemos que esta expectación puede probarse claramente: en su sentido
primario y aspectos inferiores estas promesas se refieren a Salomón y a sus
sucesores inmediatos; pero en su sentido superior y último apuntan hacia
Cristo y su reino. Cuando David les dice a los príncipes de Israel acerca de
las comunicaciones divinas que había recibido en cuanto al trono, asevera
que Dios le dijo, “Tu hijo Salomón es quien edificará mi casa y mis atrios;
200
porque lo he escogido por hijo mío, y yo le seré por padre” (1 Cron.28:6).
Sin embargo, cuando vemos que esas mismas palabras son referidas a
Cristo en Hebreos 1:5, no nos quedan dudas respecto de su significado más
profundo.
Las tres veces que la frase “para siempre” se repite en 2 Samuel 7:13, 16,
nos obliga a mirar más allá de la descendencia natural de David para la
consumación final de esas promesas. Verdaderamente Dios puso a la
simiente carnal de David sobre el trono de Israel y estableció su reinado,
aunque en realidad no a todas las generaciones. Aquellos que han
procurado sostener que este pacto de realeza garantizaba a David que uno
de sus descendientes ocuparía siempre su trono hasta la aparición del
Mesías, asumen una posición realmente indefendible. La historia los pone
en entredicho llanamente. David transmitió el reinado de Israel a Salomón,
y éste luego a Roboam, pero ahí el reinado de la familia de David sobre
todo Israel propiamente (y, como debería seguirse, “para siempre”) cesó.
Explayémonos un poco más en el tema.
Roboam, por su conducta altiva y la crueldad de sus medidas, perdió la
adhesión de sus súbditos. Diez de las tribus se rebelaron uniéndose a
Jeroboam en completa división con sus hermanos, y nunca más se
volvieron a unir. De este modo, el reinado de la casta de David sobre todo
Israel duró, de principio a fin, alrededor de tres generaciones, o cerca de un
siglo. Sobre Judá sola, sus descendientes continuaron reinando por varios
siglos más, hasta que finalmente Nabucodonosor invadió y conquistó la
nación, destruyendo Jerusalén, quemando el templo, llevando al pueblo en
cautiverio y desolando todo el territorio. Con este derrocamiento ocurrido
unos seis siglos antes del nacimiento de Cristo, el reinado de David vería
su fin aun sobre la tribu de Judá. ¡Su trono literal dejó de existir!
Es cierto que tras la cautividad babilónica, que continuó por setenta años,
un remanente del pueblo regresó, y por otro siglo Judá fue gobernada por
Zorobabel, Esdras y Nehemías. El primero de éstos era de la casa de
David, pero los otros dos pertenecían a la tribu de Leví. Y además,
ninguno de ellos llego a ser rey en ningún sentido, sino que tan solo
gobernaron bajo autoridad extranjera. Durante los dos siglos posteriores,
Judá fue gobernada por sus sumos sacerdotes, todos ellos de la casa de
Aarón. Mientras tanto, la nación debió pagar tributos a los persas, griegos,
egipcios y a los sirios, sucesivamente. Al final de este período, hasta que
Judea se convirtió en una provincia Romana bajo Herodes, cuando nació
Cristo, los judíos fueron gobernados por los asmoneos, conocidos como
los macabeos, todos ellos pertenecientes a la tribu sacerdotal. La historia,
entonces, refuta abiertamente la interpretación del pacto Davídico que dice
que se le prometió a David que su simiente natural habría de reinar sobre

201
el trono literalmente hasta que viniera Cristo. Así que, por eso, nos vemos
obligados a buscar otra interpretación.
Antes de considerar el significado más elevado y espiritual de las
promesas del pacto davídico, es preciso que consideremos su aplicación en
referencia a los descendientes naturales de David, particularmente en
relación con sus fracasos; y en este punto, lo mejor que podemos hacer es
citar a P. Fairbairn:
“Sobre esa profecía como base sólida (2 Sam.7:5-17), comenzaron a
anunciarse toda una serie de predicciones, en las que el ojo de la fe
fue dirigido a sus brillantes visiones y, puntualmente, sobre la del
Hijo de la promesa, en quien la sucesión del linaje de David
desembocaría y quien reinaría por siempre sobre la heredad de Dios.
Y, al ser ese nombramiento y la profecía original de un carácter
absoluto, no indicando ninguna interrupción en la soberanía real de la
casa de David, ni en la sucesión de su trono, David sabía muy bien
que, para que eso fuera así, había una condición implícita de por
medio y que dicha profecía debía ser leída a la luz de aquellos
grandes principios que se ciernen sobre toda la economía Divina.
De ahí que, sumado a todo lo que escribió en sus Salmos, en su
último testimonio diera, para beneficio de su simiente, una
descripción de cómo debía ser el gobernante que ocupara el trono de
su reinado, tal como la Palabra de la promesa lo anunciaba, diciendo:
“habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el
temor de Dios” (2 Sam.23:3, RVR´60). Y no solo eso, sino que en su
último, y todavía más específico encargo, que hizo a su sucesor
inmediato, expresamente asentó sus expectativas de que el pacto se
cumpliese, en función de la fidelidad que los que le sucedieran
tuvieran para con la ley y el testimonio de Dios. Porque tras mandar a
Salomón a que anduviera sobre los estatutos de Dios y los guardase,
como razón para que así lo haga, añadió, `para que el Señor cumpla
la promesa que me hizo, diciendo: Si tus hijos guardan su camino,
andando delante de mí con fidelidad, con todo su corazón y con toda
su alma, no te faltará hombre sobre el trono de Israel´ (2 Re.2:4).
Pero cuando esta condición esencial se vio transgredida, como
sucedió ya en los tiempos del propio Salomón, la palabra profética,
en cierto modo, reaccionó frente al cambio; de tal modo que pasa a
hablar de la casa de David prácticamente como antes lo había hecho
de la de Saúl – “ciertamente arrancaré el reino de ti, y lo daré a tu
siervo”, compárese 1 Reyes 11:11 con 1 Samuel15:28; con la única
salvedad de que era necesario conservar la casa de David para que
los términos del pacto se cumpliesen. Pero, hasta esto incluso en un
momento pareció ser desechado; la perversidad y la necedad
202
empedernida del linaje real atrajeron grandes visitaciones de juicio
sobre sí, de forma tal que, la augusta y gloriosa casa de David, como
aparece en la profecía original, vino a lucir luego como un
tabernáculo débil y frágil, permaneciendo así hasta tiempos futuros,
derribado y postrado en tierra – conforme a la figura de Amos 9:11.
Como consecuencia de estos cambios, la oscuridad se hizo sobre los
corazones del pueblo de Dios, y ciertas dudas y temores en cuanto a
la fidelidad de Dios para con el pacto, comenzaron a levantarse en
sus mentes. Comenzaban a agasajar en su seno la dolorosa pregunta
de si la promesa habría fracasado para siempre. Aún de sus labios se
les escapó el pensamiento, `has despreciado el pacto de tu siervo´. El
salmo entero de donde salen estas palabras (Sal.89), es un registro
notable de cómo la fe tuvo que batallar con semejantes dudas y
confusiones, en tiempos donde la casa de David se vio (por un
tiempo) despojada de su excelencia, y la palabra de Dios, como el
arca del pacto, parecía estar siendo entregada en manos de sus
adversarios.
Aun así, Dios vindicó a su debido tiempo la veracidad de su palabra
y la certeza de los resultados de esperar en ella. La profecía se
mantuvo firme en todos sus términos – y, solo remontándonos hasta
su cumplimiento, podemos ver que ha pasado por abandonos y largos
retrasos aparentes, difícilmente previsibles de los términos del
anuncio original en sí, los cuales fueron, de cierta forma, provocados
por la incredulidad y el capricho humano. Y así, sin límites definidos
en cuanto a la relación de la promesa divina con el aspecto de la
responsabilidad humana, y su extensión en el tiempo y forma de
cumplimiento, podemos concluir que, definitivamente contaba de un
elemento condicional en su seno, respecto a quienes les concernía de
modo más inmediato; mientras que de principio a fin, el gran
propósito que en esencia traía, jamás cambió y continuó siempre,
siendo un decreto divino, sin sombra de variación alguna."
No queremos ahora decir mucho de lo que pretendemos ver más adelante
en detalle pero, para ir cerrando este capítulo, es preciso señalar que, en
vista de lo que hemos visto en los capítulos anteriores – respecto a los
términos de la profecía mesiánica que son expresados en cierta forma
mediante el molde de la historia típica de Israel –, no repitamos el mismo
error de los judaizantes carnales, que esperan que Cristo venga y ocupe un
trono terrenal. Cuando las profecías del antiguo testamento anunciaban que
el Mesías habría de ocupar el trono y reinado de David, ¿no estaban
indicando que iba a reinar sobre la heredad de Dios, y que iba a cumplir de
forma espiritual y completa, lo que su prototipo (figura-tipo) no hizo sino
de forma temporal y parcial; es decir: traer libertad, seguridad y dicha
203
sempiterna sobre el pueblo de Dios? En vista de la personalidad divina del
Rey Mesiánico, y el alcance mundial de su reino, el mismo debía erigirse
sobre un plano mucho más elevado por necesidad. El reino de Emanuel
tiene que ser de un orden distinto que el del hijo de Isaí. Debe ser
espiritual, celestial y eterno.
Debería ser algo bastante obvio para quienes estén familiarizados con la
Escritura que, en concordancia con el carácter y los tiempos del viejo
pacto, toda representación hecha del trono y reinado de Cristo debía ser, al
menos en lo principal, de una naturaleza simbólica y figurativa, expuesta
bajo el velo de las imágenes típicas propias de la comunidad e historia
israelitas. Fue así que todas las “mejores” cosas del nuevo pacto fueron
entonces prefiguradas. La inconmensurable superioridad de la persona de
Cristo sobre todo lo que alguna vez lo tipificó, nos obliga a mirar por un
cumplimiento más grande y noble de sus oficios respecto de aquello por lo
que fueron alguna vez prefigurados. Es cierto que existe una semejanza
entre Cristo y Moisés como profetas (Deut.18:18); sin embargo, el
contraste se hace muy evidente (Heb.3:3-5). Es cierto que hay una
concordancia entre Cristo, Melquisedec y Aarón como sacerdotes
(Heb.5:1-5; 7:21); aun así, el antitipo los excede por mucho (Ap.5:6, entre
otros). Del mismo modo, el trono sobre el cual se sienta y el reino que
administra, es infinitamente mayor y mucho más sublime que los que
David o Salomón jamás llegaron a ocupar (Heb.2:9; 1:3). ¡Cuídate de no
degradar al Rey divino al nivel de los gobernantes humanos!
El Señor de la gloria no precisa de ningún entronizamiento externo o sede
de gobierno local sobre la tierra para probar su derecho al trono de David,
más de lo que precisa una “unción” física que lo constituya en sacerdote
para siempre, o de lo que precisa un altar material para presentar
adecuadamente su sacrificio a Dios. Como alguien dijo una vez, “al ser el
Hijo del Dios viviente y, como tal, el heredero de todo, poseía desde el
principio todos los poderes del reino, y demostró poseerlos con cada
palabra que dijo, con cada obra de liberación que llevó a cabo, con cada
juicio que emitió, con cada acto de misericordia y perdón que dispensó, y
con el poder irresistible que ejerció sobre los elementos de la naturaleza y
los poderes de la muerte. Estos eran los signos de la realeza que trajo
consigo al mundo; y por más maravillosos que fueran, eclipsó con
verdadera grandeza toda la gloria de David y Salomón, quienes no eran
sino un preludio temprano de aquella majestad sin par que David describió
de lejos cuando lo vio como el Señor, sentado sobre su trono real a la
diestra del Padre”.
Capítulo V.
En el capítulo anterior señalamos que en vista de todo lo que nos fue
expuesto en relación a los pactos anteriores, es por demás razonable
204
esperar que el Davídico también posea un significado “espiritual” y otro en
la “letra”. Creemos entonces que tal expectativa puede demostrarse con
claridad: en su aspecto primario e inferior, las promesas de 2 Samuel 7:11-
16 se referían a Salomón y a sus sucesores inmediatos; pero en su
significado pleno y elevado, apuntaban a Cristo y su reino. ¿Y no se hace
esto evidente por como siguió la historia? ¿No da a entender a las claras 2
Samuel 7:18-25, que David percibía el alcance espiritual de esas promesas
como referidas a Cristo? Yo particularmente no tengo dudas de que ese era
el caso y más adelante nos esforzaremos por probárselo al lector.
“Entonces el rey David entró y se sentó delante del Señor…” (2
Sam.7:18). Creemos que su postura indicaba la seria consideración que
David le atribuía al mensaje que acababa de recibir. Al considerar las
promesas divinas y escudriñar las asombrosas riquezas de la gracia divina
para con él, prorrumpe en un lenguaje de humildad dando toda la gloria a
Dios, diciendo: “… ¿Quién soy yo, oh Señor Dios, y qué es mi casa para
que me hayas traído hasta aquí?” (vs.18). Pero, si su “casa” pertenecía a la
tribu real: era descendiente directo del príncipe de Judá, perteneciendo a
una de las familias más honorables de todo Israel. Sí, pero tales
excelencias carnales, ahora eran tenidas en poco. “Traído hasta aquí”:
pero, si ya había sido llevado al trono, y se le había dado descanso de
todos sus enemigos (7:1). Sí, pero todo esto se desvanecía en total
insignificancia ante las sublimes cosas que Natán acababa de profetizar.
“Y aun esto fue insignificante ante tus ojos, oh Señor Dios, pues también
has hablado de la casa de tu siervo concerniente a un futuro lejano. Y esta
es la ley de los hombres, oh Señor Dios. ¿Y qué más podría decirte David?
Pues tú conoces a tu siervo, oh Señor Dios” (vs.19-20). Aquí, una vez más
vemos cual fue el efecto que el mensaje del Señor tuvo en la mente de
David.
“Contempló en espíritu a otro hijo aparte de Salomón, a otro Templo
aparte del de piedras y cedro, a otro Reino que el terrenal en cuyo
trono estaba sentado. Vislumbró una corona y un cetro, en donde los
suyos sobre el monte de Sión no eran sino una débil figura, una
oscura y sombría manifestación” (F.W. Krummacher, David and the
God-man [David y el Dios-Hombre]).
“A causa de tu palabra, conforme a tu propio corazón, tú has hecho toda
esta grandeza, para que lo sepa tu siervo” (vs.21). Su referencia aquí es a
la Palabra, a Él, de quien fue dicho: “En el principio ya era la Palabra, y
aquel que es la Palabra era con el Dios, y la Palabra era Dios” (Juan 1:1,
JBS); y “conforme a tu propio corazón”, significa conforme al agraciado
consejo de Dios. Que David no estaba hablando acá de la Palabra de Dios
escrita o hablada, se hace evidente por el hecho de que antes de esto no se
le había dicho nada al respecto, mientras que por escrito, en la Escritura,
205
por el momento, no había nada que anunciara a Cristo, ya sea en forma
personal o mística bajo el símil de una “casa”. Note con suma atención
que, las referencias posteriores en la Escritura que hablan de Cristo
utilizando esta figura, se derivan todas y están basadas en este mismo
pasaje. A David, mediante una visión le fue dada entonces la primera
revelación, y de ahí que tengamos en aquel maravilloso Salmo 89, otras
características ya más específicas al respecto.
“Por siempre cantaré de las misericordias del Señor; con mi boca daré a
conocer tu fidelidad a todas las generaciones. Porque dije: Para siempre
será edificada la misericordia; en los cielos mismos establecerás tu
fidelidad. Yo he hecho un pacto con mi escogido, he jurado a David mi
siervo: Estableceré tu descendencia para siempre, y edificaré tu trono por
todas las generaciones” (Sal.89:1-4). De ese juramento, Dios el Espíritu
Santo en su gracia, fue movido a decirle a la iglesia por medio de Pedro en
pentecostés: “Pero siendo profeta, y sabiendo que con juramento Dios le
había jurado que de su descendencia, en cuanto a la carne, levantaría al
Cristo para que se sentase en su trono” (Hech.2:30, RVR´60). Ahí está la
prueba más explícita y contundente de que no era Salomón el hijo de
David, ni ningún otro de los descendientes de Adán según la carne, sino
solo Cristo mismo, de quien 2 Samuel 7:11-16 definitivamente está
hablando. Así lo entendió David, que era Cristo y solo él a quien se
referían las promesas, y esto fue lo que sobrecogió su mente, llevándolo a
prorrumpir en aquella expresión de humildad.
Lo que acabamos de ver nos da una clara ilustración del hecho de que
todos los patriarcas y santos de los tiempos del Antiguo Testamento,
vivieron y murieron en la fe de Cristo: “sin haber recibido las promesas,
pero habiéndolas visto y aceptado con gusto” (Heb.11:13). Por esto fue
que Abel, proyectándose a Cristo, ofreció por la fe un sacrificio agradable
a Dios. Por la fe, Noé construyó el arca, proyectándose a Cristo como un
refugio seguro contra vientos y tempestades. Así también por la fe,
Abraham ofreció a su único hijo, proyectándose expresamente hacia el
ofrecimiento del unigénito Hijo de Dios llegado el cumplimiento del
tiempo. Por tanto, David divisó a Cristo en las promesas de Dios para
edificarle casa, y fue en esa confianza que cobró ánimo en medio de todas
sus penosas circunstancias y las de sus hijos (2 Sam.23:5).
Este hombre de antaño y todos los fieles de todas las generaciones de la
iglesia previas al advenimiento de Cristo, vivieron en la bendita certeza de
esa fe. Contemplaron las promesas de lejos, pero eso jamás mermó su
convicción en la veracidad de ellas. Su fe les dio una subsistencia de
carácter presente: las sostuvo y las concretó, como si esos santos hubieran
alcanzado entonces el cumplimiento de las mismas, del mismo modo en
que un potente telescopio puede acercar al ojo objetos sumamente
206
remotos. Su fe les dio una certeza tremenda de la veracidad de lo que Dios
había prometido, tal como si hubiesen estado en los días cuando el Hijo de
Dios se encarnó y habitó entre los hombres. De igual modo, es únicamente
por ejercer una fe así que nosotros podemos ahora tener un conocimiento
real de Cristo, por estar unidos a él y en comunión con él.
Antes de seguir considerando el contenido del Salmo 89 – el cual provee
una exposición divina de las promesas hechas a David en 1 Samuel 7 –
debemos primeramente examinar el Salmo 2. Como C. H Spurgeon dijo en
sus notas introductorias del mismo:
“No vamos a ir descaminados en nuestro sumario de este sublime
Salmo si lo llamamos el «Salmo del Mesías Príncipe», porque
presenta, como en una visión maravillosa, el tumulto o motín de los
pueblos que se levantan contra el Señor ungido, el propósito decidido
de Dios de exaltar a su propio Hijo, y el reinado final de este Hijo
sobre todos sus enemigos. Leámoslo con los ojos de la fe,
contemplando, como en un espejo, el triunfo final de nuestro Señor
Jesucristo sobre todos sus enemigos.”
Este salmo está dividido en cuatro secciones compuestas de tres
versos cada una. La primera habla de la amplia oposición contra el
reinado y gobierno de Cristo: sus enemigos no pueden tolerar su
yugo y se rebelan contra sus mandamientos; estos versículos (vs.1-3)
son aplicados por Pedro, bajo la inspiración inmediata del Espíritu
Santo, respecto a la oposición y ultraje que Cristo sufrió a manos de
judíos y gentiles (véase Hechos 4:24-27). La segunda sección revela
el desprecio absoluto de Dios contra quienes procuran frustrar su
propósito: se mofa de sus tontos consejos e insignificantes esfuerzos,
y hace saber que su voluntad se cumple. No los hiere, pero los
humilla anunciando que él ha obrado lo que ellos pretendían evitar.
En tanto que ellos estaban proponiendo algo, Él ya había decidido la
cuestión. La voluntad de Jehová se hace, y el hombre se revuelve y
agita en vano. El Ungido de Dios está designado, y no podrá ser
quitado” (C. H. Spurgeon).
“Pero yo mismo he consagrado a mi Rey sobre Sion, mi santo monte”
(Sal.2:6). Es la envestidura de Cristo en su oficio real lo que se tiene aquí
en vista. Así como Jehová desbarató los esfuerzos de todos los enemigos
del hijo de Isaí y lo puso en el trono, haciéndolo rey sobre toda Jerusalén y
luego sobre todo Israel, también levantó a su propio Hijo de la muerte, lo
exaltó como cabeza de la iglesia, y lo puso como Rey victorioso sobre su
trono mediador, y por tanto el Redentor resucitado declara, “toda autoridad
me ha sido dada en el cielo y en la tierra” (Mat.28:18). Los eruditos dicen
que “Sión” es un derivado de tzun, que quiere decir, “un monumento
207
erigido”. Tal es sin duda la iglesia de Dios: un monumento de gracia
ahora, y de gloria en lo porvenir; levantado por toda la eternidad. Allí fue
donde David construyó su ciudad, figura de la Ciudad de Dios en Cristo.
Allí fue que Salomón edificó el templo, figura también del cuerpo místico
de Cristo. Por eso, cuando leemos “que el Señor ha fundado a Sion, y en
ella buscarán refugio los afligidos de su pueblo” (Isa.14:32), cuando le
oímos decir, “he aquí, pongo por fundamento en Sion una piedra, una
piedra probada, angular, preciosa, fundamental, bien colocada” (Isa.28:16
– el Espíritu movió a un apóstol a explicarle a la iglesia que se trata de
Cristo: 1 Pedro 2:6-8), y cuando por el ojo de la fe contemplamos al
“Cordero [que] estaba de pie sobre el Monte Sion, y con Él ciento cuarenta
y cuatro mil que tenían el nombre de Él y el nombre de su Padre escrito en
la frente” (Ap.14:1), no podemos abstenernos de exclamar, “Tuya es la
alabanza en Sion, oh Dios” (Sal.65:1, RVR´60).
Resulta extraño que alguno cuestione el hecho, o más bien podríamos
decir, que desafíe la declaración, de que el Señor Jesús es Rey y que está
desempeñando su oficio real aún en esta hora. Todo el peso de la Epístola
a los Hebreos argumenta que él es Sacerdote “según el orden de
Melquisedec”: esto es, un Rey-Sacerdote. Confirmación adicional de esto
recibimos cuando hallamos esa declaración que dice que los cristianos son
“real sacerdocio” (1 Pe.2:9), y solo lo son en virtud de su unión con el
Melquisedec antitípico. Cristo ya ha sido “coronado”, no con diadema
material o terrenal, sino “de gloria y honor” (Heb.2:9). Está “[sentado] a la
diestra de la Majestad en las alturas”, y por eso “sostiene todas las cosas
por la palabra de su poder” (Heb.1:3). Él empuña el “cetro de equidad”
(Heb.1:8); “embajadores” han sido enviados por él (2 Cor.5:20), y tanto
ángeles como hombres, están bajo su dominio.
Cristo es Rey aún sobre sus enemigos y reinará hasta poner al último de
ellos por debajo de sus pies, “¿quién no te temerá, oh Rey de las
naciones?” (Jer.10:7). Cierto, muchos de ellos no reconocen su cetro y
muchos otros ni siquiera reconocen su propia existencia; sin embargo, Él
es su soberano, “el soberano de los reyes de la tierra”, y esto porque Dios
ya lo “exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo
nombre” (Fil.2:9). Esa fue la recompensa por sus sufrimientos: la cabeza
que un día fue coronada de espinas, ahora está coronada de gloria: una
diadema real adorna la frente del vencedor, “y en su manto y en su muslo
tiene un nombre escrito: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES”
(Ap.19:16). ¡Oh, querido lector! Que son todos los grandes, poderosos y
honorables hombres de la tierra en comparación de aquel que es el “único
Soberano” (1 Tim.6:15).
Otra vez: Cristo es el Rey de la iglesia: “Rey de los santos” (Ap.15:3,
RVR´60). Es Rey tanto del bien como del mal, reinando en el primero y
208
reinando sobre el último. Cristo reina sobre el impío por la potencia de su
poder; reina sobre los justos mediante su gracia y su Santo Espíritu. Este
último es su reino espiritual, reinando en el corazón de los suyos, en donde
su soberanía es reconocida, su cetro besado y sus leyes atendidas. Este es
traído por el milagro de la regeneración, mediante el cual los rebeldes
desenfrenados pasan a convertirse en siervos fieles. Como Rey de Sión
Cristo ejerce su autoridad real nombrando oficiales para su iglesia, tanto
ordinarios como extraordinarios (véase Ef.4:11-12). Es prerrogativa del
rey llamar y designar a quienes han de servirle en el gobierno de su
reinado y Cristo así lo hace. También ejerce su autoridad real mandándoles
a sus oficiales que gobiernan sobre sus súbditos, a que no enseñen otra
cosa aparte de la que Él les ha ordenado (Mat.28:19). ¡Oh, que tanto el
lector como este escritor puedan rendirle la lealtad y la fidelidad debidas!
Y por último, note que Cristo es el Rey del Padre. Y esto, al menos en tres
aspectos. Primero, porque así fue nombrado por el Padre: “y así como mi
Padre me ha otorgado un reino, yo os otorgo” (Luc.22:29). Cristo está
excepcionalmente calificado para llevar el gobierno sobre su hombro; y al
ser tan infinitamente amado por el Padre, éste asimismo se deleita en
otorgárselo. Segundo, por la investidura del Padre: “pero yo he puesto mi
rey sobre Sion, mi santo monte” (Sal.2:6; RVR´60). Dios le ha confiado a
Cristo toda la administración del gobierno y del juicio: “y le dio autoridad
para ejecutar juicio, porque es el Hijo del Hombre” (Juan 5:27). Tercero,
porque reina para su Padre: para cumplir su propósito y glorificar su
nombre. Que Cristo reina para el Padre se ve claramente cuando dice,
“entonces vendrá el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre” (1
Cor.15:24). Es el Reino del Padre y por eso es que oramos, “venga tu
reino”, esto es, en su manifestación plena y definitiva. Sin embargo, es
también el reino del Hijo (Col.1:13), porque al ser Él quien lo administra,
su poder como el Rey de Sión es universal y absoluto. ¡Ay! cuán
vagamente se comprende esto hoy en día y cuan pobremente es esto
captado por muchos que llevan Su nombre. Los dispensacionalistas
tendrán mucho que responder en el Día venidero, por cuanto al negar su
reinado presente, posponiéndolo a un “milenio” futuro, terminan por
quitarle a Él sus honores personales y privándonos a nosotros de ese
consuelo. Cristo es soberano, supremo sobre todas las criaturas. Refrena
hombres y demonios diciéndoles como hace con el mar embravecido,
“hasta aquí llegarás, pero no más allá” (Job 38:11). Como Rey de Sión,
Cristo sujeta las riendas sobre el cuello de Satán y el de todos sus agentes
malvados; y no pueden ir más lejos de lo que les está fijado, tienen un
límite. Vemos esto en el caso de Job: cuando al diablo se le permitió
hostigarlo, solo puedo hacerlo hasta donde sus riendas se lo permitieron.
Lo mismo ocurre ahora.

209
Este poder real y absoluto suyos, Cristo lo está ejerciendo para proteger a
su iglesia en medio de graves e inminentes peligros. Un vívido retrato de
esto fue hecho cuando Cristo se le apareció a Moisés en la zarza ardiendo.
Vio a la zarza arder en medio del fuego; sin embargo, no se consumía.
Esto representaba la situación de la iglesia en Egipto en aquel tiempo: bajo
la tiranía de los más crueles capataces, regidos por Faraón, que los odiaba
y anhelaba destruirlos. Pero, a pesar de eso, bajo la protección de Cristo, él
los libró de ser tragados por sus enemigos. Y así lo ha hecho durante todas
las edades, protegiendo a su pueblo siempre que sus enemigos amenazaban
con devorárselos.
En la tercera sección del Salmo 2, se lo ve a Cristo proclamar sus derechos
de soberanía, seguido por una respuesta del Padre. A los que tengan acceso
a las obras de John Newton, les recomendamos leer su sermón sobre el
Salmo 2:9[16]. Allí demuestra que, dado que los enemigos de Cristo
rehusaron estar bajo el cetro dorado de su gracia, se encuentran entonces
bajo su vara de hierro. Esta vara de hierro consiste primeramente en la
conexión real e inseparable que él mismo ha establecido entre el pecado y
la miseria: no habrá paz donde no habita el Señor. Segundo, en su poder
sobre la conciencia: ¡qué horribles pensamientos y qué miedos los
perturban a veces en las acalladas horas de la noche! Tercero, en esa
terrible ceguera y dureza de corazón a la cual algunos pecadores son
entregados.
Capítulo VI.
En los primeros capítulos de éste estudio, dijimos que todos los pactos que
Dios hizo con el hombre, de un tiempo a otro, prefiguraban distintas
características del pacto eterno que concertó con el Mediador desde antes
de los tiempos. Y conforme seguimos el hilo histórico, hemos ido
mostrando en donde cada uno de estos pactos, el Adámico, el Noético, el
Abrahámico y el Sinaítico, prefiguraban las características esenciales de
aquel pacto eterno que constituye la base para la salvación de los
escogidos de Dios. Ahora, en relación al pacto Davídico, debe observarse
que carecemos de esos detalles propios de los anteriores, esto hace que sea
más difícil determinar exactamente el propósito y el sentido referente a la
“letra” del mismo. Sin embargo, la razón de esto no es difícil de encontrar:
como el último pacto del Antiguo Testamento, el tipo se combina de forma
mucho más concreta con su antitipo. Esto se nos hace más patente cada
vez que examinamos cuidadosamente aquellos pasajes de la Escritura en
directa relación al mismo, en donde en algunos casos, se nos hace
prácticamente imposible distinguir cuándo es que estamos frente al tipo y
cuándo frente al antitipo.
Tomemos por ejemplo el Salmo 89. Aunque no podemos precisar con
exactitud el tiempo en que fue escrito, podemos decir sin embargo que hay
210
buenas razones para creer que fue durante el reinado de Roboam. Sus
versículos finales dejan bastante claro que fue escrito en un período
cuando el poder y el honor del linaje real davídico habían sido
grandemente reducidos, pero como tampoco se dice nada sobre la
destrucción de Jerusalén y el templo, tiene que haber sido antes de esa
calamidad. Fue en los días de Roboam que diez de las tribus se le
rebelaron, al sufrir a un poderoso adversario, mientras que el rey de Egipto
subió contra él, y lo humilló y debilitó en gran manera, parecía retener su
reinado únicamente por la clemencia de Sisac. Una situación triste hacía su
entrada, porque la fortuna de la casa de David había caído ahora a un
grado deplorable.
Fue bajo esas circunstancias que el Salmo 89 fue escrito. Que su autor se
veía turbado en sobremanera, es algo que se ve por los últimos catorce
versículos, aunque lo que hacía, quizás, era expresar el sentir general del
momento. Todo parecía indicar que las promesas divinas hechas a David
habían fallado, y que estaban en vísperas de ser llevadas a una nada. Ahí
estaba la oportunidad de la fe para ignorar los negros nubarrones que
cubren el firmamento, y refugiarse en Aquel que habita por encima de él.
Fue en la fidelidad del Padre de misericordias para cumplir su pacto, en
donde el salmista halló consuelo. “Por siempre cantaré de las misericordias
del Señor; con mi boca daré a conocer tu fidelidad a todas las
generaciones. Porque dije: Para siempre será edificada la misericordia; en
los cielos mismos establecerás tu fidelidad. Yo he hecho un pacto con mi
escogido, he jurado a David mi siervo: estableceré tu descendencia para
siempre, y edificaré tu trono por todas las generaciones” (Sal.89:1-4).
Siempre se sostuvo una misma y única visión al respecto entre los
espirituales. Brooks, el puritano, dijo:
“Hay muchos pasajes en los Salmos que claramente evidencian que
han de ser entendidos respecto de Cristo; sí, hay muchas cosas en los
Salmos que no pueden ser entendidas y aplicadas a nadie aparte de
Cristo”.
Toplady (autor del himno, “Roca eterna”) dijo:
“¿A caso crees que esto fue dicho de la persona de David sin más?
Por supuesto que no, sino que fue dicho de David como tipo y figura
de Cristo”.
Y:
“Todo el contexto de los Salmos da a entender la idea de referirse a
Alguien más sublime que David, porque serían cosas demasiado
magníficas y nobles para un príncipe terrenal” (S. Chanock).

211
“Todo el Salmo 89, todo él dedicado al pacto, expresamente dice ser
una visión en la cual Jehová habla a su Santo (vs.19), y su propósito
es mostrar cómo Jehová ha incurrido en un compromiso pactual con
Cristo para redimir a su pueblo” (Robert Hawker).

El Salmo 89 es entonces la clave para 2 Samuel 7:4-17. No solo nos revela


el significado del pacto Davídico, sino que también determina la
interpretación de aquellos pasajes de los profetas que obviamente se
remontan hacia atrás y tienen su fundamento en el mismo.
“El pacto es concertado con David, el pacto de realeza es hecho con
él, como el padre de su familia, y con toda su familia por medio de
él, y por amor de él, representado el Pacto de Gracia hecho con
Cristo como Cabeza de la Iglesia, y con todos los creyentes en él…
Las bendiciones del pacto no concernían únicamente a David, sino
también a toda su familia. Se prometió la continuidad de su familia
`estableceré tu descendencia para siempre´, de modo tal que, `nunca
le faltará a David quien se siente sobre el trono´ (Jer.33:17). Y que se
mantendrían en una familia real: `edificaré tu trono por todas las
generaciones´. Esto solo en Cristo halla su cumplimiento” (Matthew
Henry).
“Yo he hecho un pacto con mi escogido, he jurado a David mi siervo”
(Sal.89:3):
“David era el escogido del Señor, y con él fue que se hizo un pacto,
que corrió por toda su simiente hasta recibir su cumplimiento último
y eterno en `el Hijo de David´. La casa de David es de la realeza: en
tanto como haya un cetro en Judá, la simiente de David es la única
dinastía digna de él; el gran `Rey de los Judíos´, murió con ese título
escrito sobre su cabeza en los tres idiomas del mundo entonces
conocido y, hasta hoy, es reconocido Rey por hombres de toda
lengua. El juramento a David, pese a que la corona temporal ya no
esté en uso, no ha sido quebrantado, porque ya en el pacto se hablaba
de un reino sempiterno. En Cristo Jesús, hay un pacto establecido
con todos los escogidos de Dios, y por gracia son llevados a ser
siervos del Señor y luego son ordenados reyes y sacerdotes por
Jesucristo.… Luego de leer esto (2 Sam.7:12-16), recordemos lo que
el Señor nos dijo por medio de su siervo Isaías, `haré con vosotros un
pacto eterno, conforme a las fieles misericordias mostradas a David´”
(C. H. Spurgeon).
“Estableceré tu descendencia para siempre, y edificaré tu trono por todas
las generaciones” (vs.4).

212
“David necesariamente debía tener una simiente, y en Jesús esto en
verdad se cumplió mucho más allá de sus expectativas. ¡Y qué
simiente alcanzó David por medio de Aquel que fue tanto su Hijo
como su Señor! El Hijo de David es el gran Progenitor, el postrer
Adán, el Padre eterno, que ve Su descendencia y en ellos ve el fruto
de la aflicción de su alma. La dinastía de David no se desmorona sino
que, por el contrario, cada vez se ve más consolidada por el gran
Arquitecto del cielo y de la tierra. Jesús es tanto rey como progenitor
y su trono está siempre siendo edificado – su reino viene – su poder
se extiende. Así es como corre el pacto: y cuando la iglesia declina,
es cuando debemos interceder ante el Dios siempre fiel, tal como el
salmista hace en los últimos versículos de este cántico sagrado.
Cristo debe reinar pero, ¿por qué su nombre es tan blasfemado y su
evangelio tan despreciado? Cuanto más gracia alcancen los
cristianos, tanto más serán movidos a celo por el triste estado de la
causa del Redentor, y tanto más expondrán la causa ante el gran
Pactante, clamándole día y noche, `venga tu reino´” (C. H.
Spurgeon).
No vamos a continuar con un comentario versículo por versículo de este
salmo, sino que procuraremos dirigir la atención a sus partes más
esenciales, en tanto éstas nos sirvan para elucidar el pacto Davídico. La
primera sección del salmo cierra con la declaración, “la justicia y el
derecho [juicio] son el fundamento de tu trono”. Esto hace referencia al
trono mediador de Dios en Cristo; esto se hace evidente en la nota
marginal del versículo y lo que se sigue: justicia y juicio son el cimiento
[nota marginal] de Su trono – los fundamentos más firmes sobre los que un
trono puede ser establecido. El Hijo de Dios, como el fiador de sus
elegidos, se comprometió a satisfacer la justicia divina, rindiendo una
obediencia perfecta a los preceptos de la ley y sufriendo sin embargo su
castigo, con lo cual trajo la justicia perdurable. Así pues, la administración
de la gracia de Dios, está fundada sobre la satisfacción absoluta de su
justicia por medio de Cristo, teniéndolo a él como el fiador de su pueblo
(Rom.3:24-26; 5:21).
Tras haber alabado al Dios de Israel proclamando sus perfecciones, el
salmista declara la dicha del verdadero Israel de Dios, cerrando con esta
bendita declaración, “porque Jehová es nuestro escudo, y nuestro rey es el
Santo de Israel” (vs.18, RVR´60). El pueblo “que sabe lo que es la voz de
júbilo” (vs.15) son aquellos cuyos oídos han sido abiertos por el Espíritu a
las buenas nuevas del evangelio, de modo que entienden las promesas del
pacto y perciben que tienen parte en ellas. Caminan a la luz del rostro de
Jehová, porque son aceptos en el Amado. Continuarán siendo exaltados en
la justicia de Dios, porque la justicia divina está de su lado y no en su
contra. Sus espíritus serán elevados por el favor de Dios, porque nada
213
regocija tanto al corazón como una percepción de su gracia. Como Rey de
ellos, el Santo de Israel los gobierna y también los protege.
En el versículo 19, el salmista vuelve a considerar el pacto que Dios
estableció con David, explayándose sobre las referencias que ya venía
haciendo al respecto. Le ruega a Dios por su favor con la familia real,
prácticamente arruinada. Aun así, uno no tiene más que sopesar las cosas
dichas para darse cuenta que apuntan más allá del David típico: sí, algunas
de ellas apenas pueden aplicársele en lo absoluto, pero en Cristo y en su
simiente espiritual, reciben su cumplimiento. El pacto que Dios hizo con el
hijo de Isaí, no era sino una prefiguración de aquel pacto eterno
establecido con el Mediador como representante de su pueblo: era una
forma de anunciar en la tierra, aquello que había tenido lugar en los
concilios secretos del cielo. La última referencia en “entonces hablaste en
visión a tu santo” (vs.19, RVR´60), es hecha respecto a la relación
existente entre el Padre y el Hijo desde antes de los tiempos (véase
Prov.8:22-23, 30; Mat.11:27; Juan 5:20).
“He puesto el socorro sobre uno que es poderoso” (vs.19, RVR´60). ¡Y de
qué modo quedó eso demostrado en la vida, muerte y resurrección de
Cristo! Fue poderoso porque él es el Todopoderoso (Ap.1:8). Como Dios
el Hijo en unión personal con el Hijo del Hombre, estaba absolutamente
calificado para llevar adelante su asombrosa obra. Nadie sino solo él podía
magnificar la ley y hacerla honorable, realizar expiación por el pecado,
vencer a la muerte, herir la cabeza de la serpiente, y guardar a su iglesia en
la tierra de tal modo que las puertas del Hades no prevalezcan contra ella.
Fue a éste Poderoso, “el León de la tribu de Judá”, a quien Juan contempló
en la visión de Patmos (Ap.5:5). Y porque es tal, es que “Él también es
poderoso para salvar para siempre [completamente] a los que por medio de
Él se acercan a Dios” (Heb.7:25).
“He exaltado a uno escogido de entre el pueblo” (vs.19). Esto es
esencialmente lo que califica a Cristo para ocupar el trono mediador,
porque no solo es el “Dios Poderoso” (Isa.9:6), sino que como simiente de
la mujer (Gén.3:15), ha tomado sobre sí nuestra misma naturaleza: “hecho
semejante a sus hermanos en todo, a fin de que llegara a ser un
misericordioso y fiel sumo sacerdote” (Heb.2:17). Uno de los títulos con
que Dios se dirige al redentor es “he aquí mi Siervo, a quien yo sostengo,
mi escogido, en quien mi alma se complace” (Isa.42:1). Y a éste, Dios lo
ha exaltado a su diestra.
“He hallado a David mi siervo; lo he ungido con mi óleo santo” (vs.20):
“Esto también debe entenderse respecto del Príncipe Emanuel: él se
hizo Siervo del Señor en nuestro favor, habiendo el Padre hallado en
él a un poderoso Libertador para nosotros, por lo que, en él reposó el
214
Espíritu sin medida, calificándolo para todos los oficios de amor para
los cuales fue designado. Tenemos, no a un Salvador auto-designado
e inepto, sino a uno enviado de Dios y divinamente dotado para su
tarea. Jesús, nuestro Salvador, es también el Cristo de Dios, el
ungido. El aceite con que es ungido es el aceite de Dios, uno santo;
ha sido divinamente dotado con el Espíritu de santidad – cf.
Luc.4:18” (C. H. Spurgeon).
En los profetas, Cristo es llamado “David” una y otra vez, nombre que
significa “el Amado”, por cuanto él es el amado del Padre. “Él clamará a
mí: Mi Padre eres tú, mi Dios…” (vs.26) ¿Dónde hay algún registro de que
David alguna vez se haya dirigido a Dios mediante tan entrañable término?
Obviamente se refiere a Aquel que en la mañana de su resurrección dijo,
“Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan
20:17). “Yo también lo haré mi primogénito, el más excelso de los reyes
de la tierra” (vs.27). Esto también solo es inteligible respecto del
verdadero David, quien debe tener la preeminencia en todo. Cristo fue
hecho más sublime que los reyes de la tierra cuando Dios lo sentó a su
diestra en los cielos, “muy por encima de todo principado, autoridad,
poder, dominio y de todo nombre que se nombra” (Ef.1:21).
“Así estableceré su descendencia para siempre…” (vs.29). Aquí una vez
más, el tipo se sumerge y se pierde en el antitipo. Literalmente, la
descendencia de David vive para siempre en la persona de Cristo, nacido
del linaje de David según la carne (Rom.1:3). Pero espiritualmente, es la
descendencia del verdadero David, es decir, los creyentes; porque
únicamente ellos confiesan su cetro y se le someten.
"Los santos son una raza que no muere ni puede exterminar el
infierno” (C. H. Spurgeon)
De antaño se dijo de Cristo, “verá linaje…Verá el fruto de la aflicción de
su alma, y quedará satisfecho” (Isa.53:10-11, RVR´60). En el Día venidero
Cristo dirá, “He aquí, yo y los hijos que Dios me ha dado” (Heb.2:13). “Y
su trono como los días de los cielos” (vs.29). Note con cuidado cómo aquí,
al igual que el verso 36, la “descendencia” de Cristo va unida a su “trono”,
como si su trono no podría permanecer sin su simiente. Como bien dijo
Charnock: “si sus súbditos perecieran, ¿de quién Sería rey? Y si sus
miembros se consumieran, ¿de qué sería Cabeza? Son su trono mediador y
su perpetuidad lo que aquí se tiene en vista: en la nueva tierra será “[el]
trono de Dios y del Cordero” (Ap.22:1).
Si todavía quedara alguna duda en la mente del lector en cuanto a la
precisión o a la veracidad de la interpretación que acabamos de dar, lo que
se halla en los versículos del 30 al 37 debería removerla por completo.
Nada podría ser más claro respecto a que son los hijos creyentes del David
215
antitípico los que se tienen allí en vista. En este pasaje temprano, Dios ya
da a conocer sus formas de obrar – los principios en base a los cuales trata
con el redimido, principios presentes y operantes en toda dispensación.
Los hijos de Cristo aun poseen una naturaleza pecaminosa, quedando de
este modo siempre propensos a dejar la ley de Dios, a pesar de que así lo
hagan, las promesas que Dios les hizo en Cristo no pueden anularse.
Cierto, Dios es santo y no ha de hacer la vista a un lado frente a sus
pecados; es justo, y por tanto los castiga por sus iniquidades; pero también
es fiel y misericordioso, y lo que habló a Cristo no lo quebrantará, ni
apartará su misericordia de aquellos por quienes murió su Hijo.
Dios dijo, “hice un pacto con David, mi siervo escogido. Le hice este
juramento: Estableceré a tus descendientes como reyes para siempre” (vs.3
y 4). Muy bien, ¿pero, qué si la descendencia de David demostrara ser
indigna e infiel? ¿Qué entonces? ¿Los cortará Dios de su pacto?
Ciertamente no: por eso es que los versículos 30 y 31 comienzan con el
condicional “si”: una objeción es antepuesta. El fantasma arminiano de
caer de la gracia y perder la salvación es aquí cortado de raíz. Si la
descendencia del David antitípico rompiese los estatutos de Dios y no
guardase sus mandamientos ¿será el rechazo divino y la destrucción eterna
su porción inevitable? No; Dios los afligirá duramente por sus iniquidades,
sin embargo, es la vara correctora la que aplica, y no la espada o el hacha
del verdugo. Dios no es inconstante, voluble: a quien ama, lo ama por
siempre; y por ende, ni el hombre, ni el propio Satanás podrán destruir
jamás a ninguno de los descendientes del verdadero David.
Capítulo VII.
En el capítulo anterior señalamos cómo el relato histórico del pacto
Davídico carece de la profundidad de detalles que caracteriza a los
anteriores: siendo la razón de esto que, cuanto más próximo al
advenimiento de Cristo, tanto más el tipo se funde en el antitipo. También
se mostró cómo el Salmo 89 nos da la interpretación divina de las
promesas dadas al hijo de Isaí por medio del profeta Natán. No puede
insistirse lo suficiente sobre la tremenda importancia de esto, porque
dirime de una vez la irritante cuestión respecto del carácter y ubicación del
trono y reino de Cristo. Aquí se nos dan respuestas claras y concluyentes
para esas preguntas y disputas que han tenido lugar respecto a los términos
empleados en 2 Samuel 7:11-16.
Lo que más nos preocupa dejar en claro al lector es lo siguiente: ¿es la
simiente prometida a David en 2 Samuel 7:12 una carnal o espiritual,
mística? ¿Es su reino (vs.12) terrenal o celestial? ¿Su casa y su trono, son
materiales o espirituales? Si una de estas preguntas puede responderse en
forma definitiva, entonces las demás quedarán resueltas, porque
obviamente el pasaje debe tratarse en forma consistente en su totalidad.
216
Todo habrá de entenderse o bien literalmente o bien místicamente, en
forma carnal o de forma espiritual. Ahora, toda duda es removida respecto
a la primera pregunta: la simiente [descendencia] prometida a David, como
la prometida a Abraham (Gál.3:7,16) es una de tipo místico; es decir, que
halla su cumplimiento no en Cristo personalmente, sino en Cristo
entendido místicamente, esto es, él junto con los miembros de su cuerpo –
la iglesia, de la cual él es la cabeza. La prueba de esto está en el Salmo 89.
En 2 Samuel 7 Dios prometió a David, “… levantaré a tu descendiente
[simiente] después de ti… Yo seré padre para él y él será hijo para mí.
Cuando cometa iniquidad, lo corregiré con vara de hombres y con azotes
de hijos de hombres” (vs.12-14). En el Salmo 89 Dios declaró, “he hallado
a David mi siervo… Él clamará a mí: Mi Padre eres tú… mi pacto le será
confirmado... Si sus hijos abandonan mi ley, entonces castigaré con vara
su transgresión y con azotes su iniquidad (vs. 20, 26, 28-31). Nada podría
ser más claro que esto: respecto a “cuando [él] cometa iniquidad, lo
corregiré con vara…” de 2 Samuel 7:14, es aquí cambiado por “Si sus
hijos abandonan mi ley, entonces castigaré con vara su transgresión” a la
forma plural. De este modo, la simiente de David es Cristo y sus hijos. Y
esta identificación absoluta es enfatizada con más fuerza aun cuando del
versículo 32 al 33 media una transición de la forma en plural al singular de
manera inmediata, diciendo “entonces castigaré con vara su rebelión, y con
azotes sus iniquidades. Mas no quitaré de él mi misericordia” (vs.32-33).
Así pues, el Redentor y los redimidos están inseparablemente unidos,
formando conjuntamente un solo cuerpo (místico).
La gran promesa hecha a David en 2 Samuel 7 fue que, aunque su
descendencia cometiera iniquidad, la misericordia de Dios no se apartaría,
“no sería quitada de él”, y que su casa y su reino “permanecerían para
siempre” (vs.14-16). No fue una bendición carnal o terrenal, sino una
espiritual y eterna. Y ahí es donde difiere de manera radical con lo que
había sido antes. Tanto Adán en el Edén como Israel en Canaán, perdieron
su heredad, pero la heredad que Cristo aseguró para su pueblo es una
inalienable. Esto sobresale en el Salmo 89: Dios dijo de Cristo,
“estableceré su descendencia para siempre” (vs.29). Este es el compromiso
pactual de Dios con el Mediador, y ningún pecado ni ninguna falla de parte
de su pueblo harán que Dios lo cancele. Sí, ciertamente los castigará
duramente por sus transgresiones – por cuanto en la familia de Dios ni la
vara es escatimada, ni los hijos son arruinados – pero aun así, no los
desechará como rebeldes incorregibles. La expiación obrada por Cristo
satisface todas sus deudas; y así como él goza del eterno favor de Dios, así
lo hacen todos aquellos unidos a él.
Ese mismo rasgo caracteriza al trono y reino de Cristo, distinguiéndolo de
todo lo que pertenece a lo terrenal: “…Yo estableceré el trono de su reino
217
para siempre” (2 Sam.7:13). Y para que no quepan dudas al respecto, Dios
vuelve a decir: “tu trono será establecido para siempre” (vs.16). El trono
que el verdadero David ocupa no es uno temporal, que dura tan solo un
milenio; como el Nuevo Testamento expresamente dice, “su reino no
tendrá fin” (Luc.1:33). Esa misma gran verdad es enfatizada en el Salmo
89, “y su trono como los días de los cielos” (vs.29) – no dice, “como los
días de la tierra”. “Su descendencia será para siempre, y su trono como el
sol delante de mí. Será establecido para siempre como la luna, fiel testigo
en el cielo” (vs.36-37): los objetos más permanentes y perdurables de la
naturaleza son aquí empleados como prueba y figura de la totalidad de esa
perpetuidad inconmovible. Que el reino de Cristo es celestial y no terrenal
se ve cuando dice, “como la luna, fiel testigo en el cielo” (vs.37).
Otro salmo que aporta su luz sobre el carácter y los contenidos del pacto
Davídico es el 132, del cual destacaremos algunas cosas. Consiste de dos
partes. En la primera (vs.1-10), se ve una plegaria elevada a Jehová
pidiéndole que use de misericordia para con su pueblo “por amor de
David” (vs.10); en la segunda sección (vs.11-18) vemos su respuesta, “allí
haré surgir el poder de David; he preparado una lámpara para mi ungido…
sobre él resplandecerá su corona” (vs.17-18). En la primera parte, a Dios
se le recuerda el peso que tenía David de erigir una morada permanente
para el arca sagrada; en la segunda, el Señor dice que ha encontrado un
buen lugar y un reposo eterno en Sión. En la primera sección, se ora para
que los sacerdotes de Dios “se vistan de justicia”; en la segunda, Dios
afirma que vestirá a sus sacerdotes “de salvación”. La segunda mitad
responde y se corresponde en forma estricta a la primera completamente.
Ahora, lo que nos interesa tanto del Salmo 132 es la referencia que hace
del lugar de reposo de Dios y la relación que eso guarda con el pacto
Davídico. Debemos recordar que 2 Samuel 7 comienza con un relato del
anhelo de David de proveerle al arca una morada adecuada, y que fue en
respuesta a ese anhelo que Natán le hizo esa revelación maravillosa y llena
de gracia. Note que entre todas las promesas del pacto que Dios hizo
entonces a David tocante a aquel bendito descendiente que saldría de él
(según la carne), estaba esta declaración: “El edificará casa a mi nombre”;
y a Él Dios le dice, “Tu casa y tu reino permanecerán para siempre”
(vs.13, 16). Al igual que el trono y el reino mencionados en este pasaje,
esta casa tampoco es una material, terrenal y temporal, sino una espiritual,
celestial y eterna. No habla de un mero templo judío para “el milenio”,
sino de una habitación divina para morada eterna, por los siglos de los
siglos.
El tabernáculo, como bien se sabe, simbolizaba la residencia de Dios entre
el pueblo del pacto y la agraciada comunión divina a la cual Él los había
admitido. Este mismo significado simbólico fue transferido al templo, con
218
esa idea adicional – como su misma estructura lo sugiere – de durabilidad
y permanencia. El trono de David fue indisolublemente asociado a este
lugar de adoración. Solo se hacía posible la destrucción del templo como
consecuencia de la declarada apostasía de los ocupantes del trono de
David, y su restauración solo era posible por medio de la obra de uno de la
casa real llevado a una comunión renovada con Dios. Esto se ve en la
construcción del segundo Templo por Zorobabel. El símbolo, sin embargo,
no era sino el tipo de algo superior: el verdadero templo de Dios son los
corazones santificados de sus santos. Es con su iglesia espiritual que el
trono de David, ocupado por el Redentor, se halla permanentemente e
inseparablemente unido.
El reino de Cristo y la casa de Dios son una y la misma cosa, vistas desde
distintos ángulos. Los redimidos son los que componen la verdadera
servidumbre del reino de Cristo, por cuanto solo ellos reconocen su cetro:
donde no hay súbditos, no puede haber un reino. Y son estos redimidos los
que proveen a Dios de un buen lugar para reposo. En los profetas más
tardíos esto fue expresamente predicho, “y háblale, diciendo: así dice el
Señor de los ejércitos: ‘He aquí un hombre cuyo nombre es Renuevo,
porque El brotará del lugar donde está y reedificará el templo del Señor.
‘Sí, El reedificará el templo del Señor, y Él llevará gloria´…” (Zac.6:12-
13). Ahora, la verdadera casa en donde Dios habita es una espiritual,
compuesta de piedras vivas, almas convertidas, “edificados sobre el
fundamento de los apóstoles y profetas, siendo Cristo Jesús mismo la
piedra angular, en quien todo el edificio, bien ajustado, va creciendo para
ser un templo santo en el Señor” (Ef.2:20-21).
Volviendo al Salmo 132. “El Señor ha jurado a David una verdad de la
cual no se retractará: De tu descendencia pondré sobre tu trono. Si tus hijos
guardan mi pacto, y mi testimonio que les enseñaré, sus hijos también
ocuparán tu trono para siempre” (vs.11-12). Estas palabras dejan
absolutamente claro que nuestro salmo está directamente relacionado con
el pacto Davídico. En su significado según la “letra”, concernían al trono
terrenal de David y a la condición que determinaba su continuidad – una
condición no reunida por sus descendientes. En su implicancia espiritual
conciernen al David antitípico y a sus hijos, a sus meritos infinitos para
asegurar que Dios les provea de la gracia necesaria a fin de que le rindan la
obediencia debida según el nuevo pacto – esto es, una obediencia, aunque
no perfecta, real y sincera. (Esto es algo que trataremos debidamente
cuando lleguemos al nuevo pacto). El cumplimiento de promesas como las
que siguen ha de entenderse en los hijos de Cristo sentándose en su trono:
Lucas 22:29-30, 1 Corintios 6:2-3, 1 Pedro 2:9 (un “real sacerdocio”),
Apocalipsis 3:21.
“Porque el Señor ha escogido a Sion; la quiso para su habitación” (vs.13).
219
“No era más que otra ciudad Canaanita, hasta que Dios la eligió,
conquistada entonces por David, edificada por Salomón y habitada
por el Señor. Jehová escogió a su pueblo, y por eso son su pueblo; Él
eligió a la Iglesia y de ahí que ésta sea lo que es. Así, en el pacto,
David y Sión, Cristo y su pueblo, van juntos. David es de Sión, y
Sión de David; los intereses de Cristo y su pueblo son mutuos” (C.
H. Spurgeon).
En Hebreos 12:22 el reinado de Cristo es expresamente llamado “Monte
de Sión”.
“Este es mi lugar de reposo para siempre; aquí habitaré, porque la he
deseado” (vs.14).
“Una vez más quedamos llenos de asombro al ver que Aquel que
llena todas las cosas, haga de Sión su morada – habita en su Iglesia,
no visita a sus escogidos a regañadientes, sino que desea habitar entre
ellos, los desea. De hecho, ya está en Sión, habla como quien ya se
encuentra allí. No solo que ocasionalmente ha de visitar a su Iglesia,
sino que de hecho, habita en ella como su morada fija. No se interesó
por la magnificencia del templo de Salomón, pero estableció que en
el propiciatorio sería hallado de los suplicantes, y que de allí brillaría
en su refulgente gracia, refulgente entre la nación favorecida. Todo
esto, sin embargo, no era sino un tipo, figura, de la casa espiritual, de
la que Jesucristo es su fundamento y piedra angular, sobre la cual
todas las piedras vivas son edificadas conjuntamente para ser morada
de Dios en el Espíritu. ¡Oh, qué dulzura hay en tan solo pensar que
Dios desea habitar en su pueblo y reposar en medio de ellos! (C. H.
Spurgeon).
Si mayores pruebas fueran requeridas aún para mostrar que la iglesia es
morada de Dios, podemos verlo en 1 Timoteo 3:15 cuando dice, “para que
sepas cómo debe conducirse uno en la casa de Dios, que es la iglesia del
Dios vivo, columna y sostén de la verdad”. Aquí está, entonces, el
cumplimiento último, definitivo, de aquellas promesas que Dios hizo a
través de Natán. El David antitípico ha edificado casa en nombre de Dios
(2 Sam.7:13; compárese con el uso de la palabra “edificar” en Mateo
16:18). A él Dios le dijo, “tu casa y tu reino permanecerán para
siempre…” (2 Sam.7:16); porque el Padre y el Hijo son uno. En esta casa,
el Señor Jesús preside, dado que leemos, “Cristo fue fiel como Hijo sobre
la casa de Dios, cuya casa somos nosotros, si retenemos firme hasta el fin
nuestra confianza y la gloria de nuestra esperanza” (Heb.3:6). Cuando
pasen los primeros cielos y tierra, entonces se dirá, “he aquí, el tabernáculo
de Dios está entre los hombres, y El habitará entre ellos y ellos serán su
pueblo, y Dios mismo estará entre ellos” (Ap.21:3). El Señor Dios “en su
amor guardará silencio” (Sof.3:17).
220
David no fue dejado ignorante en cuanto al significado elevado y espiritual
de las promesas del pacto que le hizo el Señor. Esto se deja ver en la
expresión de profunda gratitud que, asombrado y conmovido, tuvo cuando
estas cosas se le revelaron por primera vez (2 Sam.7:18-29): dijo, “…
también has hablado de la casa de tu siervo concerniente a un futuro
lejano”, lenguaje que denota un vasto período de tiempo, mucho mayor
que el de la dinastía humana más grande. Entonces añadió, “¿es así como
procede el hombre [su “ley”], Señor Jehová?” (RVR´60). El reino de
Cristo sería ordenado por un principio asegurándole una perpetuidad
totalmente fuera de las reglas humanas, por lo que todas las cosas
pertenecientes a su reino se hallan, obviamente, en marcado contraste con
las disposiciones pertenecientes a toda dinastía meramente humana.
El entendimiento de David acerca del significado más profundo de los
contenidos del pacto también se deja ver en los salmos mesiánicos de su
autoría. Como ya hemos visto, en el Salmo 2, David habla de Aquel a
quien Dios ha puesto como Rey en Sión, y que poseería un dominio
universal, en donde reyes serían mandados a reconocerlo, amenazándoles
el dolor en caso de caer en su desapruebo – algo que da a entender con
claridad que allí se hablaba de alguien mayor que Salomón. De todas las
cosas dichas de su simiente en el Salmo 89, es evidente que David debió
entender que de ninguna manera aquello podía aplicarse a sus sucesores
inmediatos al trono. Mientras en el Salmo 110 el propio David llama a su
descendiente prometido como su Señor: “Dice el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus
pies” (vs.1).
No solo parece por los Salmos que la mente de David se hallaba ocupada
con las promesas pactuales y que Dios le concedió mucha luz al respecto,
sino que también aprendemos de la Escritura que ellas eran su principal
gozo y consuelo ya vislumbrando su fin, porque cuando el mundo ya
bajaba ante sus ojos, se apegó a ellas como “toda mi salvación y todo mi
deseo”. Contemplando su muerte, el futuro de su familia ocupaba sus
pensamientos. Sufrió mucho de parte y por causa de sus hijos, y pocos
apenas si tuvieron temor de Dios sobre sí. Seguramente fue indagado sobre
quién debería sucederlo en el trono. Entonces fue que exclamó, “No es así
mi casa para con Dios; sin embargo, él ha hecho conmigo pacto perpetuo,
ordenado en todas las cosas, y será guardado, aunque todavía no haga él
florecer toda mi salvación y mi deseo” (2 Sam.23:5, RVR´60).
“No es así mi casa [i.e., como es descrita en los vs.3-4] para con Dios…
aunque todavía no haga él florecer”, esto es, naturalmente se ve declinada
y achicada. Absalón había muerto; Adonías había sido asesinado (1
Re.2:24-25); a pesar de todo, Dios le guardaría una simiente de la cual
vendría el Cristo. En su lecho de muerte el rey estaba convencido de que
221
nada podría llegar a impedir el cumplimiento de las promesas divinas y
que, por cada contingencia posible, una provisión había sido hecha.
Capítulo VIII.
De los Salmos pasamos ahora a los Profetas, en donde hallaremos una
serie de predicciones divinas basadas en la promesa hecha a David en 2
Samuel 7. Antes de considerar las más importantes, marquemos una vez
más que las cosas nuevas del reino de Cristo fueron representadas bajo el
velo de lo antiguo, de modo que, cuando el Espíritu Santo hacía referencia
a los tiempos del evangelio, lo hacía necesariamente con un tenor judaico.
En otras palabras, había cosas e instituciones que estaban puestas para
representar otras cosas de una naturaleza superior y de un orden más
sublime, en consecuencia, el cumplimiento de esas predicciones antiguas
debe ser buscado en el espíritu y no en la letra, en su substancia y no en su
forma en sí. Solamente en la medida en que retengamos este principio
claramente fundado seremos guardados de caer en el error de los judíos de
antaño de carnalizarlo todo, y en la literalización extrema de los
dispensacionalistas de hoy.
Muchos pasajes podrían citarse para expandirnos en lo que acabamos de
decir, y para ofrecer pruebas de que ciertamente es “un principio
claramente fundado”. La persona, el oficio y la obra de Cristo, como
también las bendiciones que consiguió y que compró para su pueblo,
fueron extensamente predichas en el lenguaje del judaísmo. Pero el hecho
de que se hable del antitipo en términos del tipo, no debe hacer que
confundamos el uno con el otro. El Antiguo Testamento ha de ser
interpretado a la luz del Nuevo – no solo los tipos, sino también las
profecías. Cuando se nos dice que “Cristo, nuestra Pascua, ha sido
sacrificado” (1 Cor.5:7), entendemos que es lo que quiere decir. Cuando se
nos dice que nosotros los cristianos somos la simiente e hijos de Abraham
(Gál.3 y 4) vemos el cumplimiento de la promesa de Dios al patriarca de
que habría de poseer una simiente numerosa. A la luz de las epístolas,
ninguno de nosotros tiene problemas en reconocer que cuando Ezequiel
dice “entonces os rociaré con agua limpia y quedaréis limpios” (Ez.36:25),
allí se está refiriendo a una limpieza espiritual.
Remontémonos otra vez a los magníficos acontecimientos del día de
Pentecostés. Pedro los explicó diciendo, “…esto es lo que fue dicho por
medio del profeta Joel: Y sucederá en los últimos días – dice Dios – que
derramaré de mi Espíritu sobre toda carne; y vuestros hijos y vuestras hijas
profetizarán, vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán
sueños” (Hech.2:16-17). El apóstol no estaba diciendo que la profecía de
Joel había alcanzado un cumplimiento cabal en ese fenómeno puntual de
aquel día particular, porque en cierta medida, volvió a ocurrir en Hechos 8
y 10. Sin embargo, sí que hubo un real cumplimiento en los grandes dones
222
espirituales derramados sobre los doce. Pero note cuidadosamente que no
fue un cumplimiento literal. Las libres comunicaciones del Espíritu fueron
entonces predichas bajo la forma particular de sueños y visiones, porque
esa era la manera en que los más especiales dones del Espíritu eran
manifestados en los tiempos de Joel. El don prometido del Espíritu fue
conferido, pero en un nuevo modo de operación mucho más elevado que
aquel que era conocido por los profetas del Antiguo Testamento.
Fíjate cuidadosamente de retener en mente lo que acabamos de decir en
relación a todo lo que ahora sigue. “Porque un niño nos ha nacido, un hijo
nos ha sido dado, y la soberanía reposará sobre sus hombros; y se llamará
su nombre Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de
Paz. El aumento de su soberanía [gobierno] y de la paz no tendrán fin
sobre el trono de David y sobre su reino, para afianzarlo y sostenerlo con
el derecho y la justicia desde entonces y para siempre. El celo del Señor de
los ejércitos hará esto” (Isa.9:6-7). La relación entre este ilustre pasaje y su
contexto, muestran que el Espíritu Santo a lo largo de todo el mismo, se
está refiriendo al carácter del reino de Cristo. En el capítulo anterior el
profeta venía hablando de días oscuros y tenebrosos, de apuros y peligros,
y entonces consuela y anima los corazones de los verdaderos creyentes
anunciándoles el bien y las grandes cosas que el Mesías había de traer.
Tres bendiciones neo-testamentarias son descritas en términos del Antiguo
Testamento.
La primera fue que gran luz resplandecería en un mundo perdido: “el
pueblo que andaba en tinieblas [sin una revelación escrita de Dios] ha visto
gran luz; a los que habitaban en tierra de sombra de muerte, la luz ha
resplandecido sobre ellos” (vs.2). No somos abandonados a ninguna
incertidumbre en cuanto al significado de esto, el Espíritu Santo lo explicó
al comienzo del Nuevo Testamento. En Mateo 4 leemos que el Señor Jesús
vino y habitó en Capernaúm, “para que se cumpliera lo dicho por medio
del profeta Isaías”, citando este mismo texto. Por ende, los siguientes
hechos quedaron establecidos de manera inequívoca: que la profecía de
Isaías 9 no hace ninguna alusión a un “milenio” distante, sino que habla de
la presente dispensación cristiana; que su cumplimiento no recae en una
era remota, sino en la presente; que no concierne a los judíos como tales,
sino a “los gentiles”; y que la bendición predicha no era una de tipo
material o carnal, sino espiritual.
La bendición aquí anunciada era un engrandecer y alegrarse en el Señor:
“multiplicaste la nación, no aumentarás[17] su alegría; se alegran en tu
presencia como con la alegría de la cosecha, como se regocijan los
hombres cuando se reparten el botín” (vs.3). Ahí “la nación”, es la “nación
santa” de 1 Pedro 2:9 – compárese con Mateo 21:43. Mediante la
promulgación de la luz del evangelio (de la que se habla en el versículo
223
anterior), la nación santa de la iglesia neo-testamentaria sería expandida,
tal como se registra en el libro de los Hechos. Aquellos que son
sobrenaturalmente iluminados por el Espíritu son hechos partícipes de un
gozo espiritual, de modo que se “[regocijan] grandemente con gozo
inefable y lleno de gloria”. La cláusula “no aumentarás su alegría”,
significa que no es una felicidad carnal la que se tiene en vista (como con
la que los judíos sueñan), sino que es aquella que hace que “se [alegren] en
tu presencia”. Su porción en este mundo es “como entristecidos, mas
siempre gozosos” (2 Cor.6:10).
La tercera bendición es libertad espiritual: “porque tú quebrarás el yugo de
su carga, el báculo de sus hombros, y la vara de su opresor, como en la
batalla de Madián. Porque toda bota que calza el guerrero en el fragor de la
batalla, y el manto revolcado en sangre, serán para quemar, combustible
para el fuego” (vs.4-5). Así como Gedeón había sido un instrumento en las
manos de Dios para romper el pesado yugo opresor de Madián de sobre el
cuello de Israel, Cristo, en su venida, habría de libertar a los pobres
pecadores de manos de todos sus enemigos – el pecado, Satanás, el
mundo, la maldición de la ley, todo de lo cual eran esclavos (cf. Luc.1:74-
75; 4:18).
“Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido dado”. Al comenzar
diciendo “porque”, se nos muestra la conexión directa con el contexto, y se
anuncia quién ha de asegurar y traer esas grandiosas bendiciones para su
pueblo. “Porque un niño nos ha nacido”. No se refiere a los descendientes
en la carne de Abraham, sino a toda la elección por gracia. El “gobierno”
sobre sus hombros no es uno sobre Palestina, sino sobre todo el universo;
por cuanto toda potestad le es dada a Cristo en los cielos y en la tierra
(Mat.28:18). Ni tampoco se trata de un reino de solo mil años, sino de uno
que es “para siempre” (vs.7). Aquello que el trono y reinado de David
apenas lograron prefigurar, está siendo ahora cumplido, y cada vez más,
por el David espiritual en un plano infinitamente más sublime y de una
forma mucho más grandiosa.
“Acontecerá en aquel día que las naciones acudirán a la raíz de Isaí, que
estará puesta como señal para los pueblos, y será gloriosa su morada”
(Isa.11:10). El tema aquí de este glorioso capítulo es el ministerio del
Señor Jesucristo, y los deliciosos y excelsamente gloriosos efectos del
mismo. Sus detalles han de ser entendidos de acuerdo a su eje conductor,
de modo que sus metáforas y símiles han de ser tomados adecuadamente
en su sentido figurativo. Tomarlos literalmente sería como tomar el
sacerdocio levítico por el sacerdocio de Cristo, cuando en realidad el
primero se proponía obrar como representación de este último. Sería como
confundir la Canaán terrenal con aquella herencia incorruptible,
incontaminada e inmarcesible que no se desvanece. Como su contenido ha
224
sido tan a menudo corrompido y tan mal entendido, ofrecemos aquí
algunos comentarios al respecto.
“Saldrá una vara del tronco de Isaí, y un vástago retoñará de sus raíces”
(vs.1, RVR´60). Así pues, las mismas palabras que dan comienzo a éste
capítulo, dan a entender claramente que su lenguaje no debe ser tomado
literalmente. La vara, simboliza el dominio y el poderoso gobierno de
Cristo, como cuando en el Salmo 110:2 (RVR´60) dice, “Jehová enviará
desde Sion la vara de tu poder; domina en medio de tus enemigos”. Y “un
vástago retoñará de sus raíces”, habla de la fructicidad de Cristo (cf. Juan
15:2), la que es resultado del Espíritu siéndole dado sin medida (vs.2-3).
Luego, en los versículos 4 y 5 se sigue una descripción del ministerio de
Cristo y de los principios que lo regulan – justicia, equidad y fidelidad.
Entonces se nos da una descripción figurativa de los efectos de su
ministerio en la conversión de los pecadores. Aquellos a quienes es
enviado el ministerio de Cristo – esto es, aquellos sobre quienes el
evangelio viene en su poder salvífico –, son aquí asemejados a las bestias
del campo.
Estamos tan corrompidos y tan degradados por la Caída, que muy
acertadamente somos comparados con las bestias salvajes y reptiles (vs.6-
8). Sin embargo, experimentarían tan grande transformación que Dios
dice, “no dañarán ni destruirán en todo mi santo monte” (vs.9). Todo esto
debe entenderse espiritualmente. Un monte es una elevación puntual sobre
la tierra, y estar sobre una montaña es estar elevado y exaltado. De este
modo, la conversión nos lleva a un estado de elevación ante Dios,
elevándonos de nuestro estado bajo y depravado por naturaleza hacia la
santidad que tenemos en Cristo. Observe que este monte es llamado “mi
santo monte”, siendo el mismo del que se dice, “el Señor te bendiga,
morada de justicia, monte santo” (Jer.31:23). Llamado “morada de
justicia”, porque el Mediador está allí y “monte santo”, porque puso fin a
nuestros pecados.
Pero no se crea que los cristianos solo alcancen este “monte santo” recién
cuando llegan al cielo. No, ya son llevados allí en vida de forma
experimental, de lo contrario nunca alcanzarán el cielo. Pues está escrito,
“os habéis acercado al monte Sion” (Heb.12:22). ¿Y de quiénes está
hablando? De aquellos que por naturaleza son comparados por el profeta
con lobos y corderos, leopardos y niños. En Hechos 10 son asemejados a
“en el cual había de todos los animales cuadrúpedos de la tierra, y bestias
fieras, y reptiles [creeping things][18], y aves del cielo” (vs.12, JBS), lo
cual deja perfectamente claro que el lenguaje empleado por Isaías debe ser
entendido espiritualmente y no en forma literal, como en vano sueñan los
dispensacionalistas. Valgámonos de los términos de la visión de Pedro
para interpretar las figuras de Isaías 11. Note esa clasificación cuádruple.
225
Los “animales cuadrúpedos de la tierra”, es decir las ovejas y bueyes, son
distinguidos de las “bestias fieras”. Existe una diferencia entre los
hombres, no en su naturaleza, sino en sus conductas externas. Como
consecuencia del temperamento, de la civilización o de la crianza religiosa,
algunos son moralmente más refinados y concienzudos que otros. “[Que]
nuestros rebaños produzcan miles y diez miles en nuestros campos”
(Sal.144:13), esto se refiere a la primera clase. ¿Y no fue éste el caso
cuando miles fueron convertidos en tiempos de los apóstoles (Hech.4:4)?
Una muy buena representación de las “bestias fieras” la hallamos en el
Salmo 22, donde el Salvador sufriente exclama, “Muchos toros me han
rodeado; toros fuertes de Basán me han cercado. Ávidos abren su boca
contra mí, como león rapaz y rugiente” (vs.12-13). ¿Acaso no fue Saulo de
Tarso uno de estos toros salvajes y leones rugientes (véase Hech.9:1;
22:4)? Y sin embargo, la gracia lo domó.
En Miqueas 7 tenemos una preciosa descripción del tercer grupo, o
“reptiles” [creeping things]. “Verán las naciones [los Gentiles] y se
avergonzarán de todo su poderío” (vs.16). Sí, cuando la gracia realiza su
obra de humillación, lo hace de un modo tal que nos avergonzamos de que
alguna vez nos jactamos en nuestra propia justicia y auto-suficiencia. “Se
pondrán la mano sobre la boca”, no teniendo más nada que decir tratando
de justificarse. “Sus oídos se ensordecerán” a todo lo que Satanás tenga
para decir contra el evangelio. “Lamerán el polvo como la serpiente”
(vs.17), humillándose bajo la poderosa mano de Dios. “Como reptiles
arrastrándose por tierra. Temblando saldrán de sus guaridas” (JBS). Sí, el
evangelio nos desentierra, haciéndonos poner nuestros afectos en las cosas
de arriba. “Al Señor nuestro Dios vendrán amedrentados, y temerán
delante de ti” – cuando su ley santa es aplicada a sus corazones. ¿Y cuál es
el efecto resultante? Oíd su bendito testimonio: “¿Qué Dios hay como tú,
que perdona la iniquidad y pasa por alto la rebeldía del remanente de su
heredad?” (Miqueas 7:18).
¿Y qué del cuarto grupo, las “aves del cielo”? ¿No los vemos retratados de
forma magnífica en Ezequiel 17? El “cedro” era la tribu de Judá, y “el más
alto de sus renuevos” (vs.4) era la casa real de David. El “[renuevo]
tierno” del versículo 22 es Cristo (cf. Isa.53:2), de quien se dijo, “en el alto
monte de Israel lo plantaré; extenderá ramas y dará fruto, y llegará a ser un
cedro majestuoso. Debajo de él anidarán toda clase de aves, a la sombra de
sus ramas anidarán” (vs.23). Pero concentremos ahora nuestra atención,
por un breve tiempo, en la gloriosa transformación que tiene lugar cuando
estas criaturas, tan indomables y obstinadas por naturaleza, son
convertidas a Dios.
“El lobo morará con el cordero, y el leopardo se echará con el cabrito; el
becerro, el leoncillo y el animal doméstico andarán juntos, y un niño los
226
conducirá” (Isa.11:6). ¡Qué maravillosa la gracia que torna la rebeldía del
lobo en la mansedumbre y apacibilidad de un cordero! ¡Qué tremendo el
poder que cambia la ferocidad del león de modo que un niño pueda
conducirlo! Su enemistad contra Dios y su verdad es vencida, y son
llevados postrados a los pies de Cristo. Cuanto más crecen en gracia, en
más baja estima se tienen. “La vaca y la osa pacerán, sus crías se echarán
juntas, y el león, como el buey, comerá paja” (vs.7). El león pasa de ser
carnívoro a ser granívoro. Interpreta esto en forma literal y obtendrás nada,
interprétalo en forma espiritual y verás lo mucho que significa. Cuando
nacemos de nuevo, ya no nos satisfacen las cosas de la criatura, sino que
añoramos el alimento celestial. “El niño de pecho jugará junto a la cueva
de la cobra, y el niño destetado extenderá su mano sobre la guarida de la
víbora” (vs.8); esto es la victoria sobre el enemigo (cf. Sal.91:13-14;
Luc.10:19).
“No dañarán ni destruirán en todo mi santo monte” (vs.9). He aquí la
absoluta seguridad del pueblo de Dios. Compárense otra vez el Salmo 144,
el 91:13, ¿y qué se sigue inmediatamente? Esto: “nuestros bueyes estén
fuertes para el trabajo; no tengamos asalto, ni que hacer salida…” (vs.14,
RVR´60). Se hallan perfectamente a salvo en este rebaño místico: ni una
de las ovejas de Cristo perecerá. ¿Y qué es lo que las hace seguras en el
monte santo de Dios? Esto: “[que] la tierra estará llena del conocimiento
del Señor como las aguas cubren el mar” – no la tierra material, sino la
“tierra” espiritual, la iglesia. “Todos tus hijos serán enseñados por el
Señor” (Isa.54:13). Es la “tierra” o familia del nuevo pacto: “…todos me
conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos” (Heb.8:11).
“Acontecerá en aquel día que las naciones acudirán a la raíz de Isaí, que
estará puesta como señal para los pueblos [gentiles], y será gloriosa su
morada” (vs.10). Y así, hemos completado el círculo – es el estandarte del
David antitípico el que flamea sobre toda la elección de gracia.
Capítulo IX.
“Haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David”
(Isa.55:3).
“Así como en el capítulo 53 (de Isaías) vemos mucho de Cristo, y en
el 54 mucho acerca de la Iglesia de Cristo, en este (capítulo 55),
vemos mucho del pacto de gracia hecho con nosotros en Cristo”
(Matthew Henry).
El capítulo comienza con una invitación de la gracia a participar en las
bendiciones espirituales para todos aquellos que saben que están en
necesidad. El profeta parece actuar como los apóstoles en el aspecto de
que, en el nombre del Señor, iban adelante llamando a los escogidos a la
cena de bodas. Entonces protesta contra aquellos que trabajan por lo que
227
no los sacia, exhortándolos a oír a Dios, asegurándoles que, de ese manera,
Dios se pondría en relación de pacto, comprometiéndose a derramar sobre
ellos ricas bendiciones.
Las “misericordias firmes a David” eran las cosas prometidas al David
antitípico en Salmos 89:28-29, y así. Que no es al David natural o hijo de
Isaí al que ahí se tiene en vista, resulta claro al tomar en cuenta algunas
observaciones. Primero, el David natural había muerto siglos atrás.
Segundo, este David cuyas misericordias eran firmes, estaba aún por venir
cuando el profeta escribió esto, como se ve por los versículos 4 y 5.
Tercero, nadie sino el Mesías, el Señor Jesús, responde a todo lo allí
predicado. Finalmente, toda duda es plenamente removida cuando el
apóstol cita este versículo en Hechos 13:34, al decir “y en cuanto a que le
levantó de los muertos para nunca más volver a corrupción, lo dijo así: os
daré las misericordias fieles [firmes] de David”. De este modo, las
“misericordias firmes” del verdadero David significaban que Dios lo
levantaría de la muerte para vida eterna. Esas “misericordias firmes”,
Isaías las refiere a todos los fieles como las bendiciones del pacto y por
ende, pueden ser entendidas como todos los beneficios salvíficos
derramados sobre los creyentes en esta vida o en la venidera. Esto no
debería generarnos ningún inconveniente. Esas “misericordias”
pertenecían a Cristo por la promesa del Padre y por sus propios méritos; y
al resucitar, se hicieron posesión suya definitivamente teniendo en él su
fundamento (2 Cor.1:20). Y de él las recibimos todas (Juan 1:16; 16:14-
16). Las promesas fluyen a través de Cristo a todo aquel que cree, y así es
como son hechas “firmes” a toda su simiente (Rom.4:16). Fue el pacto el
que proveyó una base sólida de misericordia a la familia del Redentor y ni
una de estas bendiciones puede ser revocada (Rom.11:32).
Dios juró derramar esas “misericordias firmes” sobre la familia o simiente
espiritual de David (2 Sam.7:15-16; Sal.89:2, 29-30), y fueron cumplidas
con la venida de Cristo y el establecimiento de su reinado en su
resurrección, tal como lo enseña Hechos 13:34: por cuanto su vuelta de la
tumba constituía el paso necesario para la asunción de su poder soberano.
Dios no solamente dijo “he aquí, lo he puesto por testigo a los pueblos”,
sino también “por guía y jefe de las naciones” (vs.4). En Apocalipsis 1:5 y
3:14 Cristo es visto como el “testigo” y otra vez, en Juan 18 dice a Pilato
“mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, entonces
mis servidores pelearían” (vs.36). No es un reino basado en el uso de
armas, como lo fue el de David, sino en el poder de la verdad (véase
vs.37).
Cristo, tras resucitar, se convirtió en “jefe” (Mat.28:18-19). Como
claramente dijeron los apóstoles: “A éste Dios exaltó a su diestra como
Príncipe y Salvador” (Hch.5:31). Es el hecho de que empuña el cetro real,
228
lo que garantiza a su pueblo el cumplimiento de todas las promesas que
Dios el Padre le hizo – “las misericordias firmes a David”. “He aquí (dice
Dios al David antitípico, nombrado en el versículo anterior como “testigo”
y “jefe”, y mostrando que esto era aún futuro en los tiempos de Isaías),
llamarás a una nación que no conocías (el reino de Dios os será quitado y
será dado a una nación que produzca sus frutos, Mat.21:43; La “nación
santa” de 1 Pe.2:9), y una nación que no te conocía, correrá a ti…” (vs.5),
lo cual, obviamente, se refiere al presente llamamiento de los gentiles.
“Entonces pondré sobre ellas un solo pastor que las apacentará, mi siervo
David; él las apacentará y será su pastor” (Ez.34:23). Esto es lenguaje
judío con un significado cristiano. La referencia aquí, como también en
Salmos 89:3, Jeremías 30:9 y Oseas 3:5, es al David antitípico.
“En los profetas, muy a menudo, David es puesto por Cristo, en
quien, todas las promesas hechas a David, alcanzan su
cumplimiento” (Lowth).
Puede darse una razón triple de por qué Cristo es llamado David. Primero,
porque Cristo es el hombre conforme al corazón de Dios – su “amado”,
significado del nombre “David”. Segundo, porque David, sobretodo en
cuanto al reinado, lo prefiguró muy expresamente. Tercero, porque Cristo
es su raíz y descendencia, el único en quien el poderío y trono de David
son perpetuados para siempre.
“Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”
(Mat.1:1). Estas palabras han de ser entendidas, no solo como una
introducción al Evangelio según Mateo, sino más bien como el compendio
divino de todo el Nuevo Testamento. El Redentor es presentado aquí en su
carácter oficial y sacrificial: el verdadero Salomón, el verdadero Isaac.
Siempre que, como el amado Hijo de Dios, se sometiera voluntariamente
al altar, para ser luego levantado de los muertos y puesto en el trono. Fue a
él como Hijo de David a quien apeló la pobre mujer cananea. Los
dispensacionalistas nos dicen que, al principio, ella no obtuvo respuestas
porque, como gentil, no tenía derechos sobre él en esa condición ¡Como si
nuestro compasivo Señor fuera – como uno dijo una vez – “un purista
ceremonioso, o uno de la alta corte”! La realidad es que, ella mostró fe en
la gracia relacionada a ese título en particular, algo totalmente carente en
los judíos de entonces, porque una de las cosas especialmente relacionadas
con Salomón, fue su gracia para con los gentiles.
“Y he aquí, concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por
nombre Jesús. Este será grande y será llamado Hijo del Altísimo; y el
Señor Dios le dará el trono de su padre David; y reinará sobre la casa de
Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Luc.1:31-33). Antes que
nada, nótese que esto fue registrado por Lucas, el Evangelio esencialmente
229
Gentil. Segundo, aquí expresamente fue anunciado que Cristo reinaría
“para siempre”, y no solamente por unos mil años. Y eso de que “su reino
no tendrá fin”, quita la idea de que concluirá al término del “milenio”.
Tercero, la profecía del versículo 32 ya ha sido cumplida y la del 33 se
encuentra ya en vías de cumplimiento. Cristo ya está de hecho sobre el
trono de David, reinando sobre la casa espiritual de Jacob. Una clara
prueba de esto la tenemos en Hechos 2, que ahora pasaremos a considerar.
El argumento empleado por Pedro en su sermón de Pentecostés se sigue
fácilmente, y sus conclusiones son decisivas. El punto central de ese
sermón era demostrar que Jesús de Nazaret, a quien los judíos
perversamente habían crucificado, era el Mesías y Salvador prometido. No
podemos ahora analizar todo el discurso de Pedro, sino que debemos
confinarnos a aquella porción que por el momento nos interesa. En el
versículo 24 se dice que Dios había levantado a Jesús, sueltos los dolores
de la muerte. Entonces se cita el Salmo 16. El apóstol hace algunos
comentarios sobre esta cita. Primero, que David ahí no hablaba de sí
mismo (vs.29). Segundo, que era una profecía mesiánica, en cuanto a que
Dios le había hecho saber que su simiente ocuparía su trono y, en función
de eso, es que escribió sus salmos (i.e., con la mirada en el Mesías). Y por
consiguiente, el Salmo 16 debe ser entendido respecto de Cristo
(Hch.2:30-31). Y los apóstoles se habían convertido en testigos oculares
del hecho que Dios lo resucitó de la muerte (vs.32).
En Hechos 2:33-36, el apóstol realiza la aplicación de su discurso.
Primero, mostró que lo que acababa de exponer explicaba la maravillosa
efusión del Espíritu Santo en los dones extraordinarios concedidos a los
Doce. En el verso 12, cuando los apóstoles hablaban en lenguas, la gente
había preguntado “¿qué quiere decir esto?”. Pedro responde que este Jesús,
al haber sido exaltado a la diestra de la majestad de Dios y al haber
recibido la promesa del Espíritu del Padre, había “derramado” ahora eso
que ellos veían y oían (vs.33). Segundo, esto era algo evidente porque
David no había ascendido al cielo, pero su Hijo y Señor sí, tal como lo
había predicho en el Salmo 110:1 (vs.34-35). Tercero, por ende, esto
demuestra que todos estamos en la obligación de creer que Jesús de
Nazaret es el verdadero Mesías y Salvador de los pecadores, porque Dios
lo ha hecho “Señor y Cristo” (vs.36).
El versículo 30 de Hechos 2, es el que puntualmente nos interesa más:
Dios le había jurado sentar a uno de sus descendientes en su trono.
Consideremos primeramente el aspecto negativo. No se dice nada, ni se da
ningún indicio en el comentario de Pedro, de que Cristo ascendería al
trono de David en el futuro y en el versículo 34, cita el Salmo 110:1 al ver
cumplida la ascensión de Cristo: “Dijo el Señor a mi Señor: `Siéntate a mi
diestra´”. No agrega después a eso “hasta que asumas el trono de David”,
230
sino “hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”.
Volviéndonos ahora hacia el aspecto positivo, hemos visto que el
propósito de la argumentación del apóstol era mostrar que Jesús de
Nazaret era el Mesías prometido y que fue levantado de la muerte,
ascendido al cielo y, añadimos, sentado en el trono de David.
Vemos que el “pues” del versículo 36, es lo que termina de confirmar esto
último que dijimos. El apóstol aquí elabora una conclusión y, a menos que
tomemos su lógica por errónea (lo cual sería una blasfemia),
necesariamente debe ser coherente con su premisa anterior, a saber, que la
presente posesión del trono de David por parte de Cristo es entonces el
cumplimiento del juramento que Dios había hecho al patriarca. Y por una
cuestión de claridad parafraseamos: la premisa era que Cristo ocuparía el
trono de David (vs.30): la conclusión es que Dios ha hecho a Jesús “Señor
y Cristo” (vs.36). Solo los cegados por el prejuicio pueden fallar en ver en
esta tremenda conexión que, cuando dice que fue hecho “Señor y Cristo”,
no puede significar otra cosa aparte de que ya está ahora mismo sentado
sobre el trono de David. La audiencia de Pedro no pudo haber llegado a
otra conclusión distinta que esta: ciertamente la promesa de Dios al
patriarca, respecto de quién se sentaría en su trono, recibió ahora su
cumplimiento.
Y no es que el pasaje anterior tampoco permanezca solo. Si el lector
pondera cuidadosamente Hechos 4:26-27, hallará que los apóstoles estaban
entonces dirigiéndose a Dios, citando las primeras palabras del Salmo 2,
que hablan de aquellos que estando en el poder, se amotinan y confabulan
contra Jehová y contra su Cristo, palabras que los apóstoles (siendo
inspirados), aplicaron a lo que recientemente le habían hecho al Redentor
(vs.27). Se refirieron a Cristo así: “Porque en verdad, en esta ciudad se
unieron… contra tu santo siervo [o “Hijo] Jesús, a quien tú ungiste”
(vs.27). Ahora, ante tremenda conexión, referirse a Jesús como aquel a
quien Dios había ungido, no podía más que significar aquello que
justamente en el Salmo 2 está más explicitado: “mi rey ungido”. “Pero yo
mismo he consagrado [instalado] a mi Rey sobre Sion, mi santo monte”
(Sal.2:6). De otra forma, aplicar el Salmo 2 a la crucifixión, solo hubiera
conducido a una mala interpretación.
“En aquel día levantaré el tabernáculo caído de David…” (Amos 9:11).
Esta es otra promesa del viejo pacto con implicancia en el nuevo, tal como
se ve por la interpretación inspirada de este pasaje en Hechos 15.
Consideremos primeramente el tiempo del que habla: “en aquel día”. El
contexto inmediato lo explica: era el día cuando el “reino pecador” de
Israel sería destruido por Dios “de sobre la faz de la tierra” (vs.8, excepto
la casa de Jacob – el remanente piadoso), cuando “[zarandearía] a la casa
de Israel entre todas las naciones” (vs.9) y cuando “a espada [morirían]
231
todos los pecadores de [su] pueblo” (vs.10). Lo que sigue en los versículos
11 y 12 predecía el establecimiento del reino mesiánico. En segundo lugar,
permítanos ahora pasar a considerar la cita que se hace en Hechos 15 sobre
este pasaje.
En los versículos del 7 al 11, Pedro habló de la gracia de Dios siendo
extendida hacia los gentiles. Y en el verso 12, Pablo y Bernabé atestiguan
y dan prueba de lo mismo. Entonces, en el verso 21, Jacobo confirma lo
dicho por ellos usando el Antiguo Testamento. “Y con esto (i.e., con la
salvación de un pueblo de entre los gentiles, siendo añadidos a los
salvados de Israel: véanse vs.9-11) concuerdan las palabras de los
profetas” (Hch.15:14). Sí, porque el prometido reino mesiánico en el
Antiguo Testamento no era opuesto a la teocracia, sino que funcionaba
como continuación y expansión de ella. Véase 2 Samuel 7:12 e Isaías 9:6,
donde se dice que el Príncipe de paz se sentaría en el trono de David
prolongando su reino para siempre: mientras que, en Génesis 49:10, se
anunció que el Redentor saldría de Judá y que extendería su dominio.
Entonces, Jacobo citó a Amos: “Después de esto volveré, y reedificare el
tabernáculo de David que ha caído. Y reedificare sus ruinas, y lo levantare
de nuevo, para que el resto de los hombres busque al Señor, y todos los
gentiles que son llamados por mi nombre…” (Hch.15:16-17). El
“tabernáculo de David”, no era sino otra forma de referirse al reino
terrenal de Dios (nótese como en 1 Reyes 2:12 leemos, “[entonces]
Salomón se sentó en el trono de David su padre”, mientras que en 1
Crónicas 29:23 se nos dice, “entonces Salomón se sentó en el trono del
Señor”), porque durante los últimos mil años de la historia vetero-
testamentaria, su reinado terrenal estaba asociado indefectiblemente con el
trono de David. Pero ahora, la sombra había sido desplazada por la
substancia que es “el tabernáculo” del David antitípico. La iglesia
militante es llamada correctamente “tabernáculo” en alusión al tabernáculo
en el desierto, porque es (como el otro supo ser) la morada de Dios, el
lugar donde es preservado el testimonio divino y en donde él es adorado.
El establecimiento del reino de Cristo fue referido como el levantamiento
del tabernáculo caído de David, primero ante todo, porque Cristo era su
simiente, el único mediante el cual las promesas de 2 Samuel 7 alcanzarían
su cumplimiento. Segundo, porque él es el verdadero David: el antitípico:
así como el David natural restauró la teocracia, librándola de sus enemigos
(los filisteos, etc.) y estableciéndola sobre una base firme y exitosa, Cristo
libró al reino de Dios de sus enemigos, estableciéndolo sobre un
fundamento seguro e inconmovible. Tercero, porque el reino de Cristo y la
iglesia son la continuación y consumación de la teocracia del antiguo
testamento – los santos del nuevo testamento son incorporados a los del
antiguo (Ef.2:11-15; 3:6; Heb.11:40). Así es como la profecía de Amós
232
obtuvo su cumplimiento en el levantamiento de Cristo (en su encarnación)
fuera de las ruinas de la casa real de Judá. Segundo, cuando (en su
ascensión) Dios le concedió el trono antitípico de David – el trono
mediador. Tercero, cuando (bajo la predicación del evangelio), el reino de
Cristo fue grandemente expandido por el llamamiento a los gentiles. De
este modo, Hechos 15:14-17 nos provee de una clave ciertísima para
interpretar la profecía del antiguo testamento, mostrándonos que ha de ser
entendida en su sentido espiritual y místico.
“Y a su vez, Isaías dice: Retoñará la raíz de Isaí, el que se levanta [en
griego, tiempo presente] a regir a los gentiles; los gentiles pondrán en Él su
esperanza” (Rom.15:12). Esto fue citado por el apóstol con el expreso
propósito de demostrar que el verdadero David era el Salvador de los
gentiles, y Rey sobre ellos. Si el reinado Davídico o reino de Cristo, fuese
todavía futuro, esta cita sería irrelevante y sin sentido para probar su punto.
En el verso 7, el apóstol había exhortado en favor de la unidad entre los
santos hebreos y gentiles de Roma. En los versículos 8 y 9, dijo que Cristo
había venido a fin de unir tanto a judíos como a gentiles en un solo cuerpo.
Entonces, en los versículos del 9 al 12, cita cuatro pasajes del antiguo
testamento como prueba, colocándolos todos juntos, dado que era un tema
en el que los judíos eran muy prejuiciosos.
“El Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y nadie
cierra, y cierra y nadie abre, dice esto” (Ap.3:7). No es necesario que nos
detengamos mucho, puesto que el significado de estas palabras es obvio.
En la Escritura la llave es bien sabida como símbolo de autoridad, y la
llave de David significa que Cristo está revestido de poder y dignidad
reales.
Respecto de uno que prefiguró a Cristo, Dios dijo, “tu autoridad [dominio]
pondré en su mano, y llegará a ser un padre para los habitantes de
Jerusalén y para la casa de Judá. Entonces pondré la llave de la casa de
David sobre su hombro; cuando él abra, nadie cerrará, cuando él cierre,
nadie abrirá” (Isa.22:21-22). ¡Vea con atención, querido lector, que lo de
Apocalipsis 3:7 Cristo se lo dijo a una iglesia cristiana y no a los judíos! El
uso del tiempo presente en ese pasaje repudia absolutamente las ideas de
cuantos alegan que Cristo invistiéndose de sus derechos davídicos o reales
es aún cosa futura.
“Entonces uno de los ancianos me dijo: no llores; mira, el León de la tribu
de Judá, la Raíz de David, ha vencido para abrir el libro…” (Ap.5:5). No
podemos ahora adentrarnos en detalle sobre esta gloriosa escena de
Apocalipsis 5, pero debemos contentarnos con un resumen bastante breve.
Primero, por el libro sellado entendemos el derecho de propiedad sobre la
tierra, perdido por el primer Adán (cf. Jer.36:6-15). Segundo, Cristo como
el León de Judá “venció” para abrirlo: derecho que aseguró tras conquistar
233
al pecado, a Satanás y a la muerte. Tercero, es como el “Cordero” que
toma el libro (vs.6-7); porque como tal fue que redimió su posesión
adquirida. Cuarto, es visto aquí “en medio del trono”, enseñando su
envestidura de autoridad real. No hay indicios de que sus contenidos sean
futuros y, por consiguiente, consideramos a esta visión como un retrato de
Dios poniendo a su Rey sobre su monte santo, entregándole hasta los
confines de la tierra por posesión suya. Su trono es celestial y espiritual:
“así también la gracia reine por medio de la justicia para vida eterna,
mediante Jesucristo nuestro Señor” (Rom.5:21).

SÉPTIMA PARTE:
EL PACTO MESIÁNICO

Capítulo I.
Pensamos llamar a este último pacto como el mesiánico, antes que el
cristiano o nuevo pacto, en parte por una cuestión de aliteración y también
por una cuestión de énfasis. Antes de pasar a considerar su naturaleza y
contenidos, debemos primero considerar el intervalo de tiempo que medió
entre el pacto Davídico y el comienzo de la era Cristiana; un intervalo de
aproximadamente mil años. Desde los tiempos de David hubo un rasgo
especial que se fue haciendo cada vez más prominente en la historia del
pueblo del pacto. El don de profecía, gozado por el salmista, comenzaba a
ser entonces más difundido, concedido en forma más plena y sobre un
mayor número de individuos, quienes sucesivamente fueron levantados y
ejercieron, en distintos grados, una gran influencia sobre la nación
israelita.
Este don profético no era algo nuevo, de ninguna manera. Moisés lo tuvo
en gran medida, sin embargo, en condiciones muy distintas respecto a
aquellos que le sucedieron hasta la venida de Cristo. Con él Dios habló
cara a cara, abiertamente y no en dichos oscuros, y contempló la imagen
del Señor (Núm.12:8). En este sentido fue un eminente tipo de Aquel que
había de venir, en quien la influencia profética reposó sin medida. De éste
234
Dios habló a través de Moisés cuando dijo: “Un profeta como tú levantaré
de entre sus hermanos, y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará
todo lo que yo le mande. Y sucederá que a cualquiera que no oiga mis
palabras que él ha de hablar en mi nombre, yo mismo le pediré cuenta”
(Deu.18:18-19).
Durante la vida de Moisés a otros también les fue dado el don, aunque
fuera solo por un tiempo. El caso más notable es el de Balaam, un
personaje despreciable, quien contra sus intenciones, fue obligado a
pronunciar bendiciones sobre Israel.
En el período que sigue encontramos rastros de este don, aunque de forma
ocasional y tras largos intervalos, hasta el último de los jueces. El
eminente Samuel, no fue solamente un profeta, sino que también le fue
dado el honor de fundar escuelas a fin de preparar jóvenes para el oficio
profético. El propósito de estas instituciones según lo que podemos ver,
parece haber sido el de impartir conocimiento de la ley a los más dotados,
perfeccionándolos para enseñar e influenciar a la nación. De lo poco que
se nos dice, podemos concluir que esos hijos de los profetas gozaron,
conforme las circunstancias lo requerían, de una asistencia especial de
Dios en la obra de la cual eran devotos. Sobre David, sin embargo, el don
fue dado en una medida inusual, como se puede apreciar en sus salmos.
Varios de sus contemporáneos fueron prácticamente dotados de igual
manera. A partir de este período, el elemento profético, con algunos
intervalos breves, se volvió más prominente e influyente en Israel,
aumentando grandemente hasta la depresión de la casa de David durante la
cautividad.
La peculiar tarea del profeta no siempre se ha entendido bien. Ese
elemento en algunos de ellos que tiene que ver con la predicción de
eventos futuros ha llamado la atención de forma indebida y totalmente
desproporcionada. Ciertamente es algo en verdad único y que además supo
hacer todo un caso para el cristianismo, dado que proporciona un
argumento imbatible respecto a la inspiración divina de la Escritura. Sin
embargo, este énfasis sobre el aspecto predictivo de la profecía sirvió para
generar un gran malentendido respecto a la naturaleza del don en sí y del
propósito principal de su ejercicio. El propósito principal del oficio
profético prácticamente se perdió de vista. Muchos hoy desconocen que su
objetivo principal contemplaba los intereses prácticos-espirituales del
pueblo, que los profetas eran empleados para instruirlos exponiéndoles sus
pecados, llamándolos al arrepentimiento, fijándoles la senda del deber y
buscando promover en ellos una perfección religiosa de varias formas.
La predicción, en el sentido estricto de la palabra, no ocupó sino un lugar
muy discreto en el ministerio de Moisés, el mayor de los profetas. Algunos
de los más prominentes entre ellos – como Samuel, Elías y Eliseo – apenas
235
si parecen haber hecho predicción alguna. Su tarea era principalmente
denunciar las prácticas idolátricas del pueblo y vindicar los reclamos de
Dios sobre el servicio y tributo de ellos. Es cierto que en los escritos de
dos o tres de ellos abundan las predicciones. Con todo, si se examinan con
cuidado, rápidamente se verá que su ministerio tenía que ver, sobre todo,
con la condición espiritual existente de los que ellos ministraban.
Tomemos por ejemplo a Isaías, quien de los profetas, fue quizás el más
honrado con revelaciones futuras. Una somera investigación mostrará que
la predicción constituyó solo una parte del mensaje entregado. El
verdadero concepto de profeta es el de un hombre levantado por Dios para
dar testimonio de él, convirtiéndose en su portavoz con el pueblo, para
reprender el pecado, aconsejar en la confusión e instruirlos en los caminos
del Señor.
Aun las predicciones positivas de los profetas, mientras contemplaban el
beneficio de las generaciones futuras, servían a los fines inmediatos de sus
ministerios, dando ánimo y esperanza a los que temían a Dios y que se
encontraban en medio de desórdenes generales, al vivir en tiempos de
decaimiento. Es preciso entender esta perspectiva del asunto, apoyada en
varios argumentos contundentes, en orden de tener una idea correcta de los
escritos proféticos en su estructura general. En el tema de los pactos, como
es de esperarse, las partes predictivas de sus escritos son las de mayor
peso. Aún así, las partes prácticas que lidian con los pecados y deberes del
pueblo, aportan lo suyo. De esta forma, proporcionan grandes ilustraciones
de las revelaciones previas y aportan claridad al significado de muchos
detalles contenidos en los pactos.
Lo práctico y lo didáctico a menudo son extrañamente mezclados.
Declaraciones que al principio tienen que ver con el deber presente, a
veces de forma impasible y otras de forma más abrupta, se convierten
luego en predicciones futuras que nos sobrecogen, tanto por lo repentino
de ellas como por su vívida intensidad. Todo ello, sin embargo, sirviendo
estrictamente a los fines inmediatos que los profetas tenían en vista. La
íntima asociación de estos elementos hace que sea difícil tratar de
separarlos en cada caso y tampoco es necesario hacerlo. Así como son, es
como supieron promover de modo eficaz el objetivo que se proponían para
perfeccionar la espiritualidad del pueblo. El vívido panorama futuro que
presentaban proveía de un incentivo para cumplir con el deber presente, o
era un sostén en medio de los juicios presentes. A pesar de eso, a las
predicciones, en el sentido estricto del término debemos verlas como los
medios principales capaces de arrojar la luz más plena sobre las futuras
transacciones pactales de Dios con su pueblo.
La naturaleza y el alcance de la ayuda brindada por estos indicios futuros
van a depender sobretodo de la forma en que los consideremos. La
236
interpretación profética, con todos sus principios y resultados, es un tema
muy extenso. Pero es necesario decir algunas cosas al respecto para evitar
todo malentendido. Un ligero examen de los escritos proféticos será
suficiente para mostrar que su lenguaje es con frecuencia (sin tener en
cuenta las figuras provistas por el escenario natural) tomado de los sucesos
pasados de la historia de Israel o bien de las instituciones sagradas y
estructuras que tan familiares les fueron durante tanto tiempo. Y
obviamente esto es algo bastante natural cuando consideramos el carácter
típico impreso a lo largo de toda la dispensación veterotestamentaria. Sí,
probablemente aquello haya sido la mejor forma de darle al pueblo judío
una representación inteligible del futuro.
La creación de todo un sistema de nomenclatura nuevo que se adaptara
literalmente a las cosas mejores por venir, en vez de haber sido bien
entendido, hubiera ocasionado una gran confusión, frustrando de este
modo el propósito por el cual eran dadas las revelaciones. Sea lo que fuere,
lo cierto es que las revelaciones de las cosas futuras fueron hechas dentro
de los términos de la teocracia o en base a eventos teocráticos. En otras
palabras, el lenguaje familiar del tipo es empleado para delinear al antitipo.
Así, por ejemplo, Israel es el término empleado para referirse a la simiente
espiritual; sueños y visiones (la forma en que las comunicaciones divinas
tenían lugar en esos días) es usado para describir las futuras operaciones
del Espíritu Santo bajo la dispensación evangélica. De igual modo, David
es el nombre que una y otra vez se le aplica al Mesías, el verdadero Pastor
de Israel, y los eventos futuros son representados en los términos propios
de la dispensación entonces existente. Ocasionalmente, se han hecho
declaraciones expresas afirmando que el presente estado de cosas de ese
entonces estaba destinado a pasar – como en Jeremías 3:16. En otras
ocasiones ese cambio inminente aparecía claramente implicado.
Entonces, es sobre este principio que estas predicciones están construidas a
lo largo, y no pueden interpretarse correctamente de otro modo. Fue así
como las consideraron y manejaron los apóstoles, cosa que hoy día
tristemente es obviada por muchos de estos enseñadores modernos. Un
apego esclavizante a la interpretación literal (vestigio de un error judío),
mantenido de forma coherente, por necesidad conduciría a resultados que
pocos estarían dispuestos a enfrentar, resultados opuestos tanto a la letra
como al espíritu del evangelio. Es realmente una prueba humillante de la
flaqueza humana, aun en hombres fieles, que a estas alturas el principio
sobre el cual gran parte de la Palabra ha de ser interpretada todavía tenga
que ser argumentado, y que de una misma declaración profética se
extraigan las más diversas conclusiones. Ciertamente se verá que, dado
que el literalismo no puede ser aplicado coherentemente sin arribar a
conclusiones que contradigan el testimonio apostólico, nos vemos

237
obligados a guiarnos por lo típico y lo figurativo como el único principio
seguro.
Pero todavía hay otro malentendido del que debemos guardarnos. No debe
concluirse que, porque la mayoría de las predicciones mesiánicas hoy nos
sean bastante claras debido a nuestra posición de estar familiarizados con
los eventos en los que tuvieron su cumplimiento, lo hayan sido igualmente
para quienes les fueron dadas en una primera ocasión, en donde esos
eventos aún permanecían muy distantes. Al tratar estos pasajes de la
Escritura para nuestra edificación personal, contamos con el privilegio de
examinarlos a la luz del Nuevo Testamento; pero al hacerlo, no debemos
olvidar que nuestra posición es muy distinta de aquellos a quienes
ministraban los profetas. Tome, por ejemplo, las predicciones Mesiánicas:
el tema central de las promesas del pacto. Considere las variadas
referencias a su condición humilde, sufrimientos y muerte y, entonces, las
referidas a su fuerza triunfante, en las que su exaltación y gloria se ven
establecidas grandemente. Algunos pasajes lo ponen como un hombre en
medio de sus prójimos, otros, como el Dios poderoso. ¡Qué confusas
debieron ser esas representaciones – aparentemente tan distintas unas de
otras – para los judíos!
Con esto mente, observaremos que el ministerio de los profetas,
comenzando con David y tras un interludio, seguido de Joel en adelante,
fue de un valor considerable para llenar la verdad que, en forma general y
breve, exhibieron los pactos; dejando, sin embargo, mucho por suplir
mediante los presentes cumplimientos de sus promesas. Nadie contribuyó
más a esto que Isaías. Por un lado, proporcionó los retratos más vívidos de
cómo el Mesías iba a ser tratado por los de su pueblo y de la naturaleza y
gravedad de los sufrimientos que iba a soportar, tanto a manos de Dios y
de los hombres, en cumplimiento de su obra. Por otro lado, provee el más
glorioso testimonio de la dignidad esencial de su persona y da las más
esperanzadoras garantías respecto al alcance y gloria de su reino; y bajo un
lenguaje altamente figurativo, describe los pacíficos y benéficos efectos de
su gobierno y los resultados espirituales de su reinado.
Con pocas excepciones, el resto de los profetas corroboran y
complementan el testimonio de Isaías. La persona y obra del Mesías son
expuestas desde varios ángulos, los resultados magníficos de su empresa
son descritos bajo una imaginería notable, y la sabiduría divina claramente
evidenciada en su fraseología – tomada de las instituciones religiosas
judías o de eventos de su historia –, empleada para hacer mucho más
vívidas sus representaciones. El propósito de esto debía ser impartir a la
masa del pueblo una comprensión nueva y más profunda de la magnitud de
los resultados envueltos en los pactos bajo los que fueron puestos, a pesar
de cuán pervertidas pudieran ser sus ideas respecto a la naturaleza de los
238
mismos; y para despertar en el remanente piadoso expectaciones de un
futuro enorme, superior a todo lo acontecido en su historia hasta ese
momento. Futuro al que, de algún modo misterioso, su vida espiritual
estaba ligada.
Mientras la perspectiva terrenal de Israel se oscurecía mediante la
corrupción creciente de la nación apresurándolos hacía la catástrofe que les
destruyó el templo, para luego ser llevados cautivos por un tiempo a tierra
extraña, esos profetas, que entonces ejercieron su ministerio fueron, mucho
más explícitos en cuanto a la naturaleza del gran cambio que la aparición
del Mesías iba a producir y de las bendiciones que traería. En sus manos el
futuro asumió una forma mucho más definida, y las expectaciones
aseguradas por sus palabras exhibieron una expansión mucho más
avanzada de lo que puede hallarse en la Escritura. Esto era justo aquello
que las circunstancias del momento exigían. Uno rápidamente puede
hacerse la idea del desánimo con que los judíos piadosos miraron sobre el
curso de los acontecimientos del momento. Las inclinaciones idolátricas de
las masas, la inmoralidad general animada por la adoración idolátrica, el
desprecio común con que los siervos de Dios eran tratados, la impiedad de
sus reyes y las frecuentes invasiones sufridas a manos de fuerzas hostiles,
eran todas cosas que presagiaban la disolución de su estado.
Cuando al fin se aseguraba que la paciencia divina había llegado a su
límite, y que el castigo que con tanta frecuencia se amenazó estaba casi a
la mano, y que el triunfo enemigo era algo seguro, ¿a qué otra conclusión
podían arribar, sino a que por sus pecados habían sido abandonados por
Dios, que el pacto iba a ser invalidado y que todas sus esperanzas pronto
se verían sumidas en la ruina de su país? Puede que, no sin razón, hayan
supuesto que la estabilidad del pacto dependía de su obediencia y que,
como habían sido desobedientes y todas las medidas correctivas de la
gracia habían fracasado en ellos – de ahí que, reviendo su historia pasada,
ninguna lección sobresalga más que su irremediable tendencia a pecar –,
Dios quedaba absuelto de su promesa y por su justicia el pueblo debía ser
cortado y dejado a la ruina que, de forma tan persistente habían rondado;
un final que parecía ineludible.
Tal condición desalentadora precisaba de un estímulo especial, y la forma
que tomó ese estímulo merece una atención especial. Consistía en la
seguridad de un cambio completo en la dispensación bajo la que Israel
había sido puesto, y del establecimiento de un nuevo pacto administrado
inmediatamente por el Mesías, cuyo carácter netamente espiritual, es
descrito en un lenguaje mucho más explícito de lo que alguna vez lo había
sido. Se les enseñó que este orden de cosas más glorioso era el punto de
todos los demás tratos de Dios con ellos y que en él debían centrar su
esperanza. No obstante sus presentes calamidades, se les aseguraba la
239
continuidad de su existencia nacional hasta que fuese inaugurado el nuevo
orden de cosas. ¿Podría haber habido algo mejor para encender sus
esperanzas y comunicarles las más ricas consolaciones al remanente
piadoso de los judíos que esta garantía?
Capítulo II.
En el capítulo anterior vimos que, siguiendo a los tiempos de David, los
profetas iban ocupando un lugar cada vez más prominente en Israel, y que
el propósito principal de su oficio era uno práctico, para beneficio de los
que ellos ministraban. A medida que la vida espiritual de la nación
degeneró, la voz de los profetas fue oída más frecuentemente: insistiendo
los reclamos de Dios, reprendiendo al pueblo por su pecado y consolando
a los fieles. Fue este último punto el que más tratamos en los últimos
párrafos del capítulo previo, prestando especial atención al lugar que los
eventos futuros ocupan en los profetas “mayores”. Donde abundó el
pecado sobreabundó la gracia; porque, cuando las cosas iban de mal en
peor en el reino terrenal de Israel, plació a Dios conceder revelaciones en
mayor medida concernientes al reino celestial del Mesías.
Lo que acabamos de indicar revela un principio de gran valor práctico para
nuestras almas hoy. Cuanto más avanzó la impiedad y la apostasía
religiosa en Israel, más se le enseñó al remanente piadoso mirar hacia el
futuro, a caminar por fe y no por vista, a agasajar sus corazones abatidos
en las bendiciones del pacto que el Mesías había de obtener para su
pueblo. No es necesario suponer que entendieron plenamente el
significado de lo que los profetas les expusieron. Sí, estaban lejos de
comprender toda la verdad contenida. Sin embargo, entendieron lo
suficiente como para aliviar sus mentes de la angustiante ansiedad
suscitada por las condiciones del momento. Aquellas predicciones que
tratan especialmente con el nuevo orden de cosas que Dios había
prometido introducir, proveen la verdadera clave para interpretar
numerosas predicciones sobre la obra del Mesías que les habían sido tan
familiares.
Aquí tenemos entonces la lección que debemos atender. Aunque el estado
presente de la cristiandad sea tan triste y deplorable, aunque el enemigo se
haya precipitado como un diluvio amenazando con llevarse todo puesto,
aunque la voz de los verdaderos siervos de Dios no sea más atendida hoy
que la de los profetas antes del cautiverio, a pesar de todo, Dios sigue
teniendo un remanente en la tierra. Sin duda, sus corazones se duelen al
ver la deshonra hecha al nombre de su Señor, al ver el bajo estado de su
obra en la tierra y al contemplar su propia languidez espiritual. Y, aunque
deberían llorar y gemir por las abominaciones practicadas en las iglesias,
lamentarse por la abundante impiedad del mundo y confesar
penitentemente sus tristes fracasos, aún así, su privilegio es mirar hacia
240
adelante al glorioso futuro que les aguarda, hacia el cumplimiento
definitivo de todas las promesas pactales de Dios. Tampoco era necesario
que entendiesen el orden de los eventos futuros, o los detalles de profecías
aún no cumplidas: les bastaba con que Cristo vería el fruto de la aflicción
de su alma y quedaría satisfecho, hasta poner a todos sus enemigos debajo
de sus pies y volver para recibir a su pueblo consigo.
Los profetas Jeremías y Ezequiel, quienes ejercieron su ministerio al
mismo tiempo sobre porciones distintas del pueblo del pacto, hablaron un
mismo lenguaje y dieron las mismas garantías en estrecha relación a la
promesa de su futura restauración a su propia tierra. Esa promesa
específica fue cumplida parcialmente en su regreso de Babilonia, pero es
cabalmente entendida solo cuando es vista a la luz del significado típico
del lenguaje que se empleó. La grandiosa declaración de Jeremías 31:31-
34 es repetida con igual claridad en el capítulo 32.
“He aquí, los reuniré de todas las tierras a las cuales los he echado en mi
ira, en mi furor y con gran enojo, y los haré volver a este lugar y los haré
morar seguros. Ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios; y les daré un solo
corazón y un solo camino, para que me teman siempre, para bien de ellos y
de sus hijos después de ellos. Haré con ellos un pacto eterno, por el que no
me apartaré de ellos, para hacerles bien, e infundiré mi temor en sus
corazones para que no se aparten de mí” (Jer.32:37:40). Lo mismo en
33:14-16.
Con un tenor similar y en términos igualmente explícitos, se dirige
Ezequiel a la porción de judíos sobre la que ejerció su ministerio:
“Entonces pondré sobre ellas un solo pastor que las apacentará, mi siervo
David; él las apacentará y será su pastor. Y yo, el Señor, seré su Dios, y mi
siervo David será príncipe en medio de ellas. Yo, el Señor, he hablado.
Haré un pacto de paz con ellos y eliminaré de la tierra las bestias feroces,
para que habiten seguros en el desierto y duerman en los bosques. Y haré
de ellos y de los alrededores de mi collado una bendición. Haré descender
lluvias a su tiempo; serán lluvias de bendición” (34:23-26).
Y, otra vez: “Entonces os rociaré con agua limpia y quedaréis limpios; de
todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos os limpiaré.
Además, os daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de
vosotros… y haré que andéis en mis estatutos…” (36:25-27). Pero la más
clara de todas estas últimas comunicaciones dadas por los profetas es la de
Jeremías 31:31- 34: “He aquí, vienen días —declara el Señor— en que
haré con la casa de Israel y con la casa de Judá un nuevo pacto, no como el
pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos
de la tierra de Egipto, mi pacto que ellos rompieron, aunque fui un esposo
para ellos —declara el Señor; porque este es el pacto que haré con la casa
de Israel después de aquellos días —declara el Señor—. Pondré mi ley
241
dentro de ellos, y sobre sus corazones la escribiré; y yo seré su Dios y ellos
serán mi pueblo. Y no tendrán que enseñar más cada uno a su prójimo y
cada cual a su hermano, diciendo: `Conoce al Señor´, porque todos me
conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande —declara el
Señor— pues perdonaré su maldad, y no recordaré más su pecado”.
En primer lugar, debemos deshacernos de una idea falsa de algunos
círculos en cuanto a quiénes Dios les prometió hacer este nuevo pacto, es
decir: la casa de Israel y la casa de Judá. Los modernos dispensacionalistas
insisten en que esto dice lo que significa, y significa lo que dice; y con
esto, estoy realmente de acuerdo. Sin embargo, señalaremos que es
netamente una cuestión de interpretación entender bien lo que dice; y esto
solo podremos alcanzarlo siempre y cuando el Espíritu ilumine nuestras
mentes. Todo método de estudio bíblico o todo sistema interpretativo (si es
que se los puede llamar así) que nos haga autosuficientes e independientes
del Espíritu Santo, se condena a sí mismo. Un hombre irregenerado pronto
puede familiarizarse con la letra de la Escritura si se aplica diligentemente
y utiliza una buena concordancia y, de esta forma, persuadirse de que por
tomar su letra por lo que aparenta ser, posee un buen entendimiento de
ella; pero esto es algo totalmente distinto a una percepción espiritual de las
cosas espirituales.
La primera vez que el nombre Israel aparece en la Escritura es en Génesis
32:28, cuando se le da a Jacob: “Y el hombre dijo: Ya no será tu nombre
Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has
prevalecido”. Esto es muy sugestivo y significante: ¡no era su nombre por
naturaleza, sino por gracia! En otras palabras, Israel selló a Jacob como un
hombre regenerado, al indicar que este nombre pertenece, en primer lugar,
a la simiente espiritual de Abraham y no a sus descendientes naturales.
Que el término Israel poseería de allí en más este doble significado
(primario y secundario) fue algo más que insinuado en Génesis 32, porque
de allí en adelante aquel a quien originalmente le fue dado se convirtió en
el hombre de doble nombre: algunas veces se lo llama Jacob, otras Israel; y
esto según prevaleciera en él la carne o el espíritu.
En lo que acabamos de ver, se nos anticipa muy precisamente el
subsecuente uso de este término, porque mientras que en muchos pasajes
Israel se refiere a los descendientes naturales de Jacob, en otros, se aplica a
su simiente mística. Considere por ejemplo: “Ciertamente Dios es bueno
para con Israel, para con los puros de corazón” (Sal.73:1). ¿A quiénes se
refiere el nombre Israel en este versículo? Obviamente a la nación no; no
se refiere a todos los descendientes carnales de Jacob que vivían cuando
Asaf escribió este Salmo, porque con toda certeza, no podía decirse que la
mayor parte de ellos fueran “puros de corazón” (cf. Sal.12:1). Un corazón
puro es uno que fue limpiado por las operaciones santificantes de la gracia
242
divina (Tito 3:5), por el rociamiento de la sangre de Jesús sobre la
conciencia (Heb.10:22) y por una fe impartida por Dios (Hech.15:9). De
este modo, la segunda cláusula del Salmo 73:1 hace que por el Israel de la
primera cláusula entendamos al Israel espiritual: el pueblo escogido,
redimido y regenerado por Dios.
Otra vez, cuando el Señor Jesús dijo de Natanael: “He aquí un verdadero
israelita en quien no hay engaño” (Juan 1:47), ¿qué quiso decir
exactamente? ¿No significaba más que simplemente decir: “miren, un
descendiente carnal de Jacob”? La explicación es la siguiente: el lenguaje
de Cristo aquí era discriminatorio, tan discriminatorio como cuando dijo,
“si vosotros permanecéis en mi palabra, verdaderamente sois mis
discípulos” (Juan 8:31). Cuando el Salvador les dice ser en verdad sus
discípulos, ciertamente indicó que lo eran no solo de palabra, sino de
hecho, no de mera profesión, sino de forma real. Y de igual modo cuando
dijo que Natanael era un verdadero Israelita, significaba que era un
verdadero hijo de Israel, un hombre de fe y oración, honesto e íntegro. La
descripción adicional “en quien no hay engaño”, da mayor prueba de que
era alguien espiritual y salvado al que se tenía en vista: compárese con el
Salmo 32:2: “¡Cuán bienaventurado es el hombre a quien el Señor no
culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño!”
Miren a Israel según la carne (1 Cor.10:18). Aquí de nuevo hay un
lenguaje discriminatorio. Por qué hablar sino de un Israel según la carne, a
menos que se pretenda separarlo de uno según el espíritu: el Israel
espiritual y regenerado. Israel según la carne eran los descendientes
naturales de Abraham, pero el espiritual, ya sean judíos o gentiles, son los
nacidos de nuevo que adoran a Dios en Espíritu y en verdad. Ciertamente,
para todo lector imparcial debe ser claro al momento que, en la Escritura,
el término Israel se emplea en más de un sentido y que, solo con prestar
atención a los términos calificativos agregados, es posible distinguir a que
Israel se refiere en un pasaje dado. Debería dejarse claro que hablar de
Israel como un pueblo terrenal es usar un lenguaje muy vago y engañoso,
que necesita ser corregido y definido de forma urgente.
Es cierto que en algunos pasajes es más fácil que otros determinar de qué
Israel – natural o espiritual - se está hablando. No obstante, en la gran
mayoría de los casos, el contexto constituye una guía muy definida.
Cuando Cristo dijo: “no he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la
casa de Israel” (Mat.15:24), ciertamente no podía referirse a los
descendientes carnales de Jacob; porque justamente muchos otros pasajes
nos informan que fue igualmente enviado a los gentiles. No, “las ovejas
perdidas de la casa de Israel” ahí se refiere a toda la elección de gracia.
“De la descendencia de éste, conforme a la promesa, Dios ha dado a Israel
un Salvador, Jesús” (Hech.13:23). Aquí también se refiere al Israel
243
espiritual, porque él no salvó a toda la nación. Lo mismo, cuando el
apóstol dice que “por causa de la esperanza de Israel [lleva esa] cadena”
(Hch.28:20), debió tener al Israel antitípico en vista. Lo mismo con: “y a
los que anden conforme a esta regla, paz y misericordia sea sobre ellos y
sobre el Israel de Dios” (Gál.6:16); es imposible que aquí se refiera a la
nación, porque la maldición de Dios estaba sobre ellos. Habla del Israel
escogido por el Padre, redimido por el Hijo y regenerado por el Espíritu.
“Pero no es que la palabra de Dios haya fallado. Porque no todos los
descendientes de Israel son Israel” (Rom.9:6). Con este versículo el
apóstol comienza su discusión sobre el rechazo de Israel y el llamamiento
a los gentiles, y enseña que Dios había predeterminado desechar a la
nación en sí y extender el llamado del evangelio hacia todos los hombres,
sin distinciones. Lo hace enseñando que Dios era totalmente libre de actuar
de ese modo (vs.6-24), y que ya había anunciado por sus profetas que así
lo haría (vs.25-33). Este era un punto particularmente doloroso para el
judío que erróneamente pensaba que las promesas de Dios a Abraham y a
su simiente incluía a todos sus descendientes naturales,y que todas esas
promesas les eran selladas por la circuncisión, siendo los herederos de toda
bendición patriarcal: de ahí su queja: “Tenemos a Abraham por padre”
(Mat.3:9). El Apóstol Pablo escribió esto para refutar este error común
entre los judíos, que ahora es revivido por los dispensacionalistas.
Primero, afirma que la Palabra de Dios no se veía anulada por su
enseñanza (vs.6a), de ninguna manera; su doctrina no contradecía a las
promesas divinas, porque nunca fueron hechas a nadie según la carne, sino
a los hombres regenerados por el Espíritu. En segundo lugar, remarcó una
distinción muy importante (vs.6b), que procuramos explicar y enfatizársela
a nuestros lectores. Señala que hay dos clases de israelitas: los que lo son
como descendientes carnales de Jacob y otros que lo son espiritualmente,
siendo estos últimos los hijos de la promesa (vs.8) (cf. Gál.4:23, donde
nacido según la carne es contrario a nacido por la promesa). A Abraham,
Isaac y Jacob las promesas les fueron hechas como creyentes; por lo que
son el alimento y propiedad espiritual solo de los creyentes (Rom.4:14,
16). Hasta que no entendamos esto, no entenderemos nada de las promesas
del Antiguo Testamento.
Cuando el apóstol afirma que no todos los descendientes de Israel son
Israel (Rom.9:6), se refiere a que no todos los descendientes lineales de
Jacob pertenecían al Israel de Dios (Gál.6:16): los que conformaban el
pueblo de Dios en su sentido más alto. Lejos de eso, muchos de los judíos
no eran hijos de Dios en lo absoluto (véase Juan 8:42, 44), mientras que
muchos gentiles por naturaleza, habían sido hechos – por gracia –
conciudadanos de los santos (del Antiguo Testamento, Ef.2:19) y
bendecidos con el creyente Abraham (Gál.3:9). De este modo, el lenguaje
244
del apóstol en la segunda cláusula de Romanos 9:6 va con la misma fuerza
que: no todos los que son miembros de la iglesia visible lo son de la iglesia
verdadera. La misma idea se repite en 9:7: “ni son todos hijos [los
herederos de la promesa del verso 8] por ser descendientes [naturales] de
Abraham, sino que por Isaac [el linaje escogido por Dios en su gracia
soberana] será llamada tu descendencia [la espiritual y verdadera]”. Las
promesas de Dios fueron hechas a la simiente espiritual de Abraham y no a
sus descendientes naturales como tales.
Este mismo principio de aplicación doble se mantiene con muchos otros
términos referidos al pueblo del pacto. Por ejemplo, Cristo dijo a su
esposa: “Eres hermosa como Tirsa, amada mía, encantadora como
Jerusalén, imponente como ejército con estandartes” (Cant.6:4). Ahora, la
iglesia recibe el nombre de Jerusalén en ambos testamentos: “Hablad al
corazón de Jerusalén” (Isa.40:2). Obviamente esto no puede referirse a la
ciudad literal, ni a sus habitantes en general, porque la mayoría eran
idólatras irregenerados, y Dios no habla consuelo a los que los desprecian
y se le oponen. No, era el remanente piadoso. “Ahora bien, Agar es el
monte Sinaí en Arabia, y corresponde a la Jerusalén actual, porque ella
está en esclavitud con sus hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésta es
nuestra madre”.
¡Una de las promesas de Cristo para el que venciere es: “escribiré sobre él
el nombre de mi Dios, y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva
Jerusalén” (Ap.13:12)!
Capítulo III.
En la segunda mitad del último capítulo vimos que el nombre Israel tiene
una aplicación doble, tanto en el nuevo como en el antiguo testamento,
refiriéndose a los descendientes naturales de Jacob y siendo también
empleado para referirse a todos los creyentes. Y esto no debería
extrañarnos o crearnos dificultades al ver que al que Dios le dio ese
nombre por primera vez, de ahí en más, pasó a ser el hombre con doble
nombre, dependiendo de si se lo veía carnal o espiritualmente. También
debería notarse puntualmente que, en Génesis, Dios le da ese nombre dos
veces: “Y el hombre dijo: Ya no será tu nombre Jacob, sino Israel, porque
has luchado con Dios y con los hombres, y has prevalecido” (32:28); “Y
Dios le dijo: Tu nombre es Jacob; no te llamarás más Jacob, sino que tu
nombre será Israel. Y le puso el nombre de Israel” (35:10). ¿No hay aquí
algo más que un mero énfasis, es decir, un indicio divino respecto a la
aplicación o uso doble del nombre?
Este doble significado de la palabra Israel se repite también con otros
términos. Por ejemplo, con “la simiente de Abraham”: “sabed que los que
son de fe, éstos son hijos de Abraham” (Gál.3:7). Los hijos de Abraham
245
los hay de dos clases: físicos y espirituales; los que lo son por naturaleza y
los relacionados a él por gracia. “Ser hijo de alguien en un sentido figurado
significa parecerse a él, formar parte de su destino, sea bueno o malo. Ser
`hijos de Abraham´ significa ser parecido a él, imitar su conducta y
compartir su bendición” (John Brown). A esto, podemos añadir que ser
hijos del malvado (Mat.13:38) es ser conformados a su vil imagen, en
carácter y conducta (Juan 8:44), y compartir su terrible porción
(Mat.25:41).
Los judíos carnales de los días de Cristo se jactaban de tener a Abraham
por padre, a lo que Él replicó: “Si fueseis hijos de Abraham, las obras de
Abraham haríais” (Juan 8:39, RVR´60). ¡Ah! los hijos espirituales de
Abraham andan en los pasos de la fe que él tuvo (Rom.4:12). Ellos son
bendecidos con el creyente Abraham (Gál.3:9). Allí el apóstol estaba
combatiendo el error que los judaizantes procuraban imponer sobre los
gentiles en cuanto a que nadie, sino solo los judíos o los gentiles hechos
prosélitos por la circuncisión, eran los hijos de Abraham y que, de esta
forma, únicamente ellos podían ser partícipes de su misma bendición.
Pero, muy lejos de ser esto verdad, todos los judíos incrédulos cerraron
sobre sí los cielos; mientras que todos los que creen de corazón estando
unidos a Cristo – el hijo de Abraham (Mat.1:1) –, acceden a todas las
bendiciones del pacto que Dios dio a Abraham.
El significado doble de la expresión hijo o simiente de Abraham fue
claramente insinuado desde el principio cuando Jehová dijo al patriarca:
“de cierto te bendeciré grandemente, y multiplicaré en gran manera tu
descendencia como las estrellas del cielo y como la arena en la orilla del
mar” (Gén.22:17). ¿Qué buen ojo puede fallar en ver que la relación de la
simiente de Abraham con las estrellas del cielo es una referencia a su
simiente espiritual – partícipes del llamamiento celestial (Heb.3:1) - , y
que la relación de su simiente con la arena en la orilla del mar se refiere a
sus descendientes naturales, que ocuparon la tierra de Palestina?
De igual manera, lo mismo sucede con la palabra “judío”. “Porque no es
judío el que lo es exteriormente, ni la circuncisión es la externa, en la
carne; sino que es judío el que lo es interiormente, y la circuncisión es la
del corazón, por el Espíritu, no por la letra; la alabanza del cual no procede
de los hombres, sino de Dios” (Rom.2:28-29). ¿Qué puede ser más claro?
A la luz de semejante pasaje, ¿no es raro que hoy haya quienes insistan en
que el término “judío” pertenece únicamente a los descendientes naturales
de Jacob al tiempo que ridiculizan la idea de judíos espirituales? Y encima
se jactan de su pretendida ortodoxia condenando duramente a cuantos
disienten de ellos. Cuando el Espíritu Santo nos dice que es judío el que lo
es interiormente, declara en forma expresa que el verdadero judío, el

246
antitípico, es alguien regenerado que goza del encomio y aprobación
divinas.
Aquí entonces tenemos la respuesta a ese parloteo infantil de los que dicen
que Israel significa Israel y judío, judío, y que cuando la Escritura habla de
Jerusalén o Sión simplemente se refiere a esos lugares y nada más. Pero
esto no es más que verse engañado por el mero aspecto de las palabras;
porque de esta manera podríamos decir que carne solo se refiere al cuerpo
físico, que agua no es más que el elemento material conocido por ese
nombre (Juan 4:14) y que la muerte no es más que disolución física (Juan
5:24). Toda interpretación se cierra cuando se adopta una actitud tan tonta.
Cada pasaje requiere de un cuidadoso y devoto estudio, y debe
comprobarse rectamente qué es lo que quiso decir el Espíritu; ya sea el
Israel carnal o espiritual, la simiente de Abraham literal o mística, el judío
natural o el regenerado, la Jerusalén terrenal o la celestial, el Sión típico o
antitípico. Dios no dio su Palabra para que el lector ordinario prescindiese
de la ayuda que Él quiso dar a través de sus enseñadores.
Algunos lectores pueden pensar que nos fuimos bastante de nuestro tema
de estudio del pacto mesiánico. Pero no: ese pacto fue concertado con la
casa de Israel y la casa de Judá; y es imposible entender bien esos términos
en tanto no sepamos a qué Israel se está refiriendo. Muchos, al creer que
no hay más que un Israel en la Escritura – la nación hebra –, insistieron en
que la promesa de Jeremías 31:31 es enteramente futura y que recibirá su
cumplimiento en el milenio. Para probarlo, deben demostrar: primero, que
no se refiere ni puede referirse al Israel místico; segundo, que todavía no
se ha cumplido; que se cumplirá en la nación literal en el futuro; a lo que
preguntamos, ¿en dónde, en el Nuevo Testamento, se dice que Dios hará
un nuevo pacto con la nación Israelita?
¿Qué significa entonces Jeremías 31:31? ¿Se cumplió ya esa promesa
divina, está en vías de cumplimiento o todavía es futura? Esto es mucho
más que una pregunta técnica sin un interés práctico. Plantea la cuestión:
¿tienen los cristianos un interés personal allí? Si consultásemos a los
comentaristas más antiguos – los maestros más doctos que Dios nos dio
desde la Reforma – hallaremos que, de forma unánime, enseñan que
Jeremías 31:31 recibe su cumplimiento en la dispensación presente.
Mientras que esto, con certeza, no es prueba concluyente de que tuvieran
razón, y no debemos llamar a ningún hombre – ni grupo de hombres –
padre, aún así, quien escribe se opone en gran manera a decir que todos los
Puritanos piadosos estuvieran equivocados en el tema, y más oposición
ofreceré aún de apartarme de esos luminares que Dios concedió en lo que
fue el período más brillante de la historia de la iglesia desde los apóstoles,
si eso me lleva a adherir a las teorías de los modernos de nuestros días. Así

247
que, permítanos probar todas las cosas y aferrarnos a lo bueno (1
Tes.5:21).
En su comentario de Jeremías 31:31-33 Matthew Henry dijo: “Habla de
los tiempos del Evangelio… así lo entendió el apóstol en Heb.8:8-9, en
donde cita todo el pasaje como resumen del pacto de gracia hecho con los
creyentes en Cristo Jesús”.
“La primera promulgación solemne de este nuevo pacto, concertado,
ratificado y establecido, fue en Pentecostés, siete semanas después de
la resurrección de Cristo. Se correspondía con la promulgación de la
Ley desde el Sinaí, en un lapso de tiempo semejante luego de la
liberación del pueblo de Egipto. Desde ese día en adelante todas las
ordenanzas sobre el culto y las instituciones del nuevo pacto se
tornaron obligatorias para todos los creyentes” (John Owen).
“En el pacto de gracia, Dios mismo se entrega a ustedes y se vuelve
suyo” (Sermón de C. H. Spurgeon predicado sobre Jer.31:33, en el
cual habla de este pacto como el mesiánico)[19].
Sin embargo, no dependemos de autoridades humanas. Cada uno puede
ver por sí mismo que el nuevo testamento deja inequívocamente claro que
las promesas contenidas en Jeremías 31:31-33 se cumplen en la economía
cristiana. En la epístola a los Hebreos – que provee de una clave infalible
para interpretar el antiguo testamento – Pablo cita este pasaje con el claro
propósito de demostrar que su vocabulario provee una descripción precisa
de las bendiciones del evangelio. El argumento del apóstol en Hebreos 8
carecería de sentido si la predicción de Jeremías no proveyera de un retrato
vívido del orden de cosas establecido por Cristo. Primero, declara: “Pero
ahora (y no en un milenio futuro) Él ha obtenido un ministerio tanto mejor,
por cuanto es (no, será) también el mediador de un mejor pacto,
establecido sobre mejores promesas” (vs.6); y lo que sigue se añade como
confirmación de esta declaración.
Antes de observar la luz que el nuevo testamento arroja sobre Jeremías 31
note que, en el tiempo que Dios anunció su propósito y promesa por medio
del profeta, los descendientes carnales de Abraham estaban escindidos en
dos grupos rivales. Tenían reyes y lugares de adoración distintos, eran
enemigos el uno del otro. De ese modo, prefiguraban la gran división entre
judíos (de los del remanente elegido por Dios) y gentiles en su estado
natural y dispensacional. Porque entre estos había una pared divisoria
(Ef.2:14); sí, había una enemistad real entre ambos (Ef.2:16). Pero, tal
como había anunciado Dios por medio de Ezequiel, los judíos y gentiles
son ahora uno en Cristo (Gál.3:28; Ef.2:14-18); y por ende, todos los
nacidos de nuevo son llamados hijos y simiente de Abraham, y son
bendecidos con él (Gál.3:7, 9, 29).
248
Por lo cual es apropiado sacar el tema: si la referencia principal de la
profecía de Jeremías es hacia la iglesia evangélica de esta era, donde
predominan los gentiles ¿por qué dice entonces que el pacto es concertado
con la casa de Israel y la casa de Judá? Muchas respuestas pueden darse a
esta pregunta. Primero, porque se deja en claro que este pacto no es hecho
con todos los descendientes caídos de Adán, sino solo con los escogidos de
Dios. Segundo, porque durante el período veterotestamentrio la mayoría de
los elegidos eran tomados de la nación hebrea. Tercero, porque indica que
la teocracia judía dio lugar a la iglesia cristiana: “Él quita lo primero [el
viejo pacto] para establecer lo segundo (Heb.10:9; cf. Mat.21:43). Cuarto,
porque muestra que los santos de ambos testamentos constituyen un solo
cuerpo, siendo la misma iglesia de Dios en dispensaciones distintas.
Quinto, porque es algo común usar el nombre propio del tipo para referirse
a su antitipo.
Volvamos ahora a Hebreos 8. El propósito principal del apóstol en esta
epístola era demostrar que el Señor Jesucristo es el mediador y fiador de
un pacto (o economía) ampliamente superior al antiguo, la ley bajo la cual
se regulaban el servicio y culto a Dios. De esto, se sigue que su sacerdocio
fue mucho más excelente que el aarónico; y no solo lo hace probando
bíblicamente que Dios había prometido hacer un nuevo pacto, sino que
además explica la naturaleza y cualidades propias del mismo según las
palabras del profeta. Particularmente, mediante esta cita del antiguo
testamento, las imperfecciones del viejo pacto (el sinaítico) se hacen
evidentes: no aseguraban eficazmente la paz y la comunión entre Dios y el
pueblo porque, al quebrantarlo, eran desechados por Dios, quedándoles
inútiles todos los demás beneficios. Esto demostraba la necesidad de un
nuevo y mejor pacto, que de forma infalible asegurase la obediencia del
pueblo para siempre.
“Pues si aquel primer pacto hubiera sido sin defecto, no se hubiera
buscado lugar para el segundo” (Heb.8:7). La referencia ahí es a la
solemne transacción que tuvo lugar en Sinaí. Por supuesto que ese no fue
el primer pacto de todos; para nada, sino el primero en concertarse con
Israel nacionalmente. Previamente, Dios había hecho un pacto con Adán
(Os.6:6), que el sinaítico esbozó en algunos aspectos, por ser
principalmente uno de obras. También había hecho un pacto con Abraham,
que prefiguraba al pacto eterno, en tanto predominó en él la gracia. El
“defecto” del pacto sinaítico se debió a que era uno enteramente externo,
sin eficacia interna: ponía ante Israel un objetivo estándar, pero no
comunicaba ningún poder que los capacitara a alcanzarlo. Lidiaba con el
Israel natural, y por ende la ley era imponente por la debilidad de la carne
(Rom.8:3). Proveía de sacrificios por el pecado; sin embargo, su valor era
meramente ceremonial y transitorio. Por su insuficiencia un nuevo y mejor
pacto se hizo innecesario.
249
“Porque reprochándolos [hallando defecto], Él dice: Mirad que vienen
días, dice el Señor, en que estableceré un nuevo pacto con la casa de Israel
y con la casa de Judá” (Heb.8:8). La apertura con el vocablo “porque”
indica que el apóstol estaba confirmando lo dicho en los versículos 6 y 7.
El “hallando defecto” puede referirse al pacto o a los pactantes: “su
defecto (reprochándolo)” o “sus defectos (reprochándolos)”. En vista del
versículo 9, la traducción de la Authorized Version (King James Version)
parece adecuada: Dios se quejó del pueblo, porque habían roto su pacto.
La palabra “mirad” anuncia la gran importancia de lo que se sigue,
llamándonos a poner nuestra mayor atención. El tiempo estipulado para el
nuevo pacto queda definido por el “vienen días”. En el antiguo testamento
el tiempo del advenimiento de Cristo fue llamado como “el mundo
venidero” (Heb.2:5), y “el que había de venir” fue una perífrasis utilizada
en referencia a él (Mat.11:3). La fe de la iglesia veterotestamentaria fue
ejercida principalmente en la expectación de su advenimiento.
El tema que Jeremías especialmente anunció era el pacto.
“El nuevo pacto, conteniendo todas las promesas de gracia dadas
desde la fundación del mundo, fue cumplido en la manifestación de
Cristo y confirmado en su muerte por el sacrificio de su sangre,
viniendo a ser la única regla de las nuevas ordenanzas espirituales de
adoración, siendo el objeto supremo de la fe de los santos del antiguo
testamento y el gran fundamento de todas las misericordias presentes
dadas a nosotros. (`Y también el Espíritu Santo nos da testimonio;
porque después de haber dicho: Este es el pacto que haré con ellos
después de aquellos días — dice el Señor…´, Heb.10:15-16; sí, nos
da testimonio a nosotros, no a unos que viven en un `milenio´ futuro.
A.W. Pink).
En él había una recapitulación de todas las promesas de gracia. Dios
no había hecho ninguna promesa, ni dado muestras de su amor o
gracia a la iglesia en general, ni tampoco a ningún creyente en
particular, sino que todo lo reunió en este pacto; para que todos los
que tuvieran parte en el mismo recibiesen todas estas cosas
personalmente. De ahí que todas las promesas hechas a Abraham,
Isaac y Jacob, junto con todos los demás patriarcas, y el juramento de
Dios mediante el cual fueron confirmadas, fueron hechas también a
nosotros; y si somos hechos partícipes del pacto, nos pertenecen
tanto como le pertenecieron a ellos cuando les fueron hechas por
primera vez. El apóstol da un ejemplo de esto cuando aplica una
promesa individual de Josué a todos los cristianos (Heb.13:5)” (John
Owen).
Capítulo IV.

250
El objetivo del apóstol en Hebreos 8 es demostrar la inmensurable
superioridad del sacerdocio de Cristo por sobre el Aarónico; y lo hace
mostrando la excelencia mucho más grande del pacto o dispensación de
gracia de la que Cristo es mediador. Hablando del primer pacto, se refiere
a la economía u orden de cosas bajo la que el pueblo hebreo fue puesto en
Sinaí, en donde los mediadores entre Dios y el pueblo eran los sacerdotes
levitas. El segundo o nuevo pacto es esa gran economía u orden de cosas
introducida y establecida por Cristo, en donde Él solo es mediador. Como
prueba de esto Pablo cita Jeremías 31:31-33, y es obvio que, de referirse el
pasaje a los tratos de Dios con el Israel carnal en un período todavía
futuro, no tendría ningún sentido en su argumentación; sería irrelevante.
Ese pacto es hecho con la iglesia evangélica, el Israel de Dios (Gál.6:14); y
allí descansa por siempre la paz de ellos.
Señalemos además que este nuevo pacto o mesiánico, tomó una forma que
ningún otro pacto jamás tomó ni pudo tomar: la de un testamento, fruto de
la muerte del pactante. El mismo término griego sirve para dos palabras
del Español; empleándose la de “pacto” en Hebreos 8:6, 8 y 9, y
“testamento” en 9:15-17. No hay palabra que sea más familiar para el
lector de la Escritura porque, con razón, la segunda división principal es
denominada “El Nuevo Testamento”. Sin embargo, hubiera sido
igualmente apropiado llamarlo como “El Nuevo Pacto”. Pero debe
entenderse bien que no se lo llama “Nuevo” porque sus contenidos difieran
del “Antiguo”, porque es simplemente el cumplimiento y confirmación de
todo lo anterior, en donde el antiguo testamento contiene las sombras y
tipos de la sustancia del nuevo. La razón particular para llamarlo nuevo
testamento, es porque fue recientemente realizado y sellado por la preciosa
sangre de Cristo, justo antes que fuese escrito.
La segunda gran parte de la Palabra de Dios expone el evangelio en toda
su plenitud descubierta y el evangelio (en contraste con la ley, la
revelación predominante en el antiguo), fue llamado como Nuevo
Testamento, porque contiene esos patrimonios y hechos testamentarios que
Cristo legó a su pueblo. Cuán inefablemente bendito, pues, debería ser el
mismo nombre de Nuevo Testamento para todos los que son parte del
pueblo de Dios quienes, por la regeneración del Espíritu, pueden
asegurarse un interés personal en sus contenidos. Esta es la sangre del
nuevo testamento (Mat.26:28). Por su muerte, Cristo ratificó el nuevo
pacto y lo volvió en un testamento, asegurando todos sus bienes y riquezas
para los suyos.
“Pues un testamento es válido sólo en caso de muerte, puesto que no se
pone en vigor mientras vive el testador” (Heb.9:17) ¿Qué dejó Cristo? ¿A
quiénes legó su vasta propiedad? La respuesta es: legó toda bendición

251
concebible – temporal, espiritual y eterna -, el tesoro más duradero de
todos, a los suyos, a quienes amó con amor inmutable.
Antes de partir, Cristo habló de esto a sus discípulos cuando dijo, “La paz
os dejo, mi paz os doy; no os la doy como el mundo la da” (Juan 14:27).
De esta forma, vemos que el legado del Salvador es solo para su querido
pueblo, su amada esposa. Así como cuando un hombre antes de morir
expresa su voluntad y deja su propiedad a sus parientes y amigos, hizo el
Redentor: “Padre, quiero que los que me has dado, estén también conmigo
donde yo estoy” (Juan 17:24). ¡Oh, solo por gracia puedo gustar la
voluntad del Señor y reclamar todas las riquezas legadas! ¿Fui sacado de la
oscuridad y llevado a una nueva creación en Cristo? ¿Me dio el Señor una
mente y corazón nuevos? Entonces, tengo participación en su voluntad y él
murió para hacer válido su testamento, y vive por siempre como su
ejecutor y administrador.
El pacto (el nuevo, segundo o mesiánico) al que el apóstol frecuentemente
alude en sus escritos, especialmente en la Epístola a los Hebreos, es
ratificado por la muerte del que lo hace y, por ende, es también un
testamento. Este pacto fue confirmado por Cristo, en tanto que su muerte
fue la muerte del testador y fue acompañada por la sangre del sacrificio.
Así que, es en semejante pacto que el Pactante deja sus bienes en la forma
de un legado y por eso le vemos hablar de este pacto como del nuevo
testamento en su sangre. Es en plena consonancia con esto que la porción
del creyente es llamada herencia (Rom.8:16-17; Ef.1:18; 1 Pe.1:4); porque
en un legado o testamento obra una concesión absoluta de lo que se deja.
El derecho del creyente a su porción es algo que radica fuera de sí; le fue
dado en virtud de la muerte de Cristo, y nada se lo puede arrebatar.
Acto seguido debemos considerar los contenidos o sustancia del pacto
mesiánico. En general podemos decir que es, sobre todo, un pacto de
promesa que por pura gracia asegura la santificación del pueblo de Dios, y
su preservación en un estado y curso de santidad, hasta su salvación final.
En otras palabras, su derecho a la heredad no es por la ley o por sus
propias obras: “Porque si los que son de la ley son herederos, vana resulta
la fe y anulada la promesa… Por eso es por fe, para que esté de acuerdo
con la gracia, a fin de que la promesa sea firme para toda la posteridad…”
(Rom.4:14-16). Pero, ¿no es cierto que, si el cristiano finalmente se
apartara por completo de Dios, esto lo privaría de todos los beneficios de
la gracia? Esta suposición hipotética es indudablemente cierta, porque
parte de la promesa misma, la cual es ciertísima e infalible: “Haré con
ellos un pacto eterno, por el que no me apartaré de ellos, para hacerles bien
e infundiré mi temor en sus corazones para que no se aparten de mí”
(Jer.32:40).

252
Considerando los contenidos de este pacto, estamos en completo acuerdo
con John Owen en cuanto a que en él “hay una recapitulación y
confirmación de todas las promesas de gracia dadas a la Iglesia desde el
principio, incluyendo todo lo que los santos profetas hablaron desde el
comienzo del mundo (Lc.1:70)”. La promesa original (Gén.3:15) contenía,
en forma germinal, toda la esencia y sustancia del nuevo pacto; en donde
todas las promesas dadas desde entonces no eran sino demostraciones y
confirmaciones de ella. En todas ellas se declaraban plenamente la
sabiduría y el amor de Dios en el envío de su Hijo y así, su gracia para con
los hombres. Dios confirmó solemnemente esas promesas anteponiendo el
juramento de que, a su tiempo, se verían cumplidas. Así, el pacto
prometido por Jeremías incluía el advenimiento de Cristo para su
cumplimiento, reuniendo a todas las promesas en una constelación
gloriosa.
“Porque este es el pacto que yo hare con la casa de Israel después de
aquellos días, dice el Señor: Pondré mis leyes en la mente de ellos, y las
escribiré sobre sus corazones. Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”
(Heb.8:10). De paso, note que aquí Dios no prometió establecer a la nación
sobre una porción de tierra, o darles alguna heredad material. Para nada.;
las bendiciones de este pacto exceden sin medidas toda herencia carnal o
mundana. En forma breve, sus contenidos pueden resumirse en cuatro
palabras: regeneración, reconciliación, santificación y justificación. A
continuación ahondaremos en ello.
“Pondré mis leyes en la mente de ellos, y las escribiré sobre sus
corazones”. Por ley aquí se entiende aquello que conlleva un amor
supremo a Dios y que, de ahí, fluye hacia nuestro prójimo. Toda la senda
del deber ha de ser el fruto y expresión de ese gran principio del que cada
ordenanza debe tomar su carácter. Si el amor no es nuestra motivación,
entonces de poco vale nuestra obediencia. Cuando se dice que Dios pondrá
su ley en lo más profundo de nosotros y que la escribirá en nuestros
corazones, significa que el poder divino obra una preparación tal del alma
que la ley es recibida cordialmente en nuestros afectos. En otro lado
también se habla de esto: “quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y
os daré un corazón de carne” (Ez.36:26). Implica una apreciación
espiritual interna de su bondad y equidad – resultado de la iluminación
divina; una asimilación de los gustos o inclinaciones del corazón a ella y la
conformación de la voluntad a sus justas demandas.

Debe haber un verdadero deleite en la pureza de la ley; este es el único


camino eficaz a la obediencia. En tanto la ley de Dios nos habla desde
afuera, en tanto el alma no siente simpatía con sus exigencias y el corazón
es ajeno a su espiritualidad, no puede haber obediencia digna de ser así
253
llamada. Podemos vernos impresionados por sus declaraciones
autoritativas, alarmarnos de las consecuencias de transgredirla y tratar de
cumplir sus demandas, pero el esfuerzo será frío, parcial y falso.
Sentiremos una dura servidumbre, cuyo peso terminará irritándonos,
haciendo que internamente nos rebelemos contra sus restricciones. Tal es
el verdadero carácter de toda obediencia sin gracia, no importa cómo se la
disfrace. ¿Y cómo podría no ser así cuando la mente carnal es enemiga de
Dios: “no se sujeta a la ley de Dios, pues ni siquiera puede hacerlo”
(Rom.8:7)?; algo que es tan cierto hoy como hace diecinueve siglos atrás,
como el odio y rechazo de la ley hoy en día dejan ver.
Respecto a la nación hebrea en Sinaí, que habían afirmado diciendo: “todo
lo que el Señor ha dicho haremos”, Dios declaró: “¡Oh si ellos tuvieran tal
corazón que me temieran, y guardaran siempre todos mis mandamientos,
para que les fuera bien a ellos y a sus hijos para siempre!” (Deu.5:29). Ah,
lo siguiente explica su salvaje perversión y todo el resto de su historia: su
corazón no servía a Dios, sus afectos estaban divorciados de Él. Y es en
este punto que el nuevo pacto difiere tan rotundamente del antiguo. Dios
no dio ninguna ley nueva, pero dio a su pueblo un corazón – uno en
harmonía con su santidad y sus justas demandas. Esto les permite rendirle
esa justicia que, a través de Cristo, le es acepta. Cada uno puede decir con
el apóstol: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios”
(Rom.7:22, RVR´60).
Una vez que la ley en todo su alcance y espiritualidad es, no solo
intelectualmente captada, sino también forjada en los afectos, una vez que
nuestras tendencias e inclinaciones más íntimas son moldeadas y ajustadas
a ella, la verdadera obediencia seguirá como resultado natural y necesario.
Este es el significado de la primera gran bendición enumerada en el pacto
mesiánico. Necesariamente es lo primero; porque el milagro de la
regeneración es el fundamento para la reconciliación, justificación y
santificación. Aquel en quien esta obra divina de gracia es efectuada
encuentra que su corazón es ensanchado para correr por el camino de los
mandamientos de Dios. Ahora sirve en novedad de espíritu. Lo que antes
veía como esclavitud, ahora le es verdadera libertad. Lo que antes era una
tarea insoportable, ahora es un placer. El amor a Dios inspira un deseo por
agradarle; y amar al Autor de la ley produce amor a la ley.
“Pondré mis leyes en la mente de ellos, y las escribiré sobre sus
corazones”. Los términos en que esta bendición se expresa indican un
contraste adrede entre el viejo y nuevo pacto. Bajo el primero, la ley fue
escrita sobre tablas de piedra, no solo para demostrar su carácter perenne,
sino también para simbolizar la dureza de aquellos a quienes entonces le
fue dada; y para ser exhibida públicamente como regla, bajo cuyas
obligaciones solemnes estaban y debían observar. Pero no proveía nada
254
para asegurar la obediencia. La vasta mayoría del pueblo mal interpretó su
propósito y prácticamente desatendió a sus exigencias; se les mostró la ley
en su ministerio de condenación y muerte. Bajo el pacto mesiánico, la ley
es escrita sobre el corazón – vivo y motivado a la acción – incorporado en
lo íntimo, llevando de este modo a todo el hombre a una harmonía con la
voluntad de Dios.
Un mayor contraste aparece en la segunda bendición que se especifica:
“Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo” (Heb.8:10). Mientras los
hebreos estaban todavía en Egipto el Señor anunció: “Y os tomaré por
pueblo mío, y yo seré vuestro Dios; y sabréis que yo soy el Señor vuestro
Dios, que os sacó de debajo de las cargas de los egipcios” (Éx.6:7). Más
tarde declaró: “Además, haré mi morada en medio de vosotros, y mi alma
no os aborrecerá. Andaré entre vosotros y seré vuestro Dios, y vosotros
seréis mi pueblo” (Lev.26:11-12). Pero eso era algo muy distinto a lo que
ahora se obtiene bajo el nuevo pacto: aquello era una relación natural, esta
es una espiritual; aquella era externa, esta es una interna; aquella nacional,
esta es individual; aquella era temporal, esta es eterna. Bajo la teocracia los
descendientes naturales de Abraham eran los verdaderos sujetos y
debidamente calificados miembros de la iglesia judía; eran exceptuados
únicamente los que no fueron circuncidados, según lo mandaba Dios, o los
que eran culpables de algún crimen capital. Ser un súbdito obediente del
gobierno civil y un miembro del estado eclesial era manifiestamente lo
mismo; porque al tratar a Jehová como su Soberano político, lo reconocían
como verdadero Dios, y tenían derecho a todas las bendiciones del pacto
nacional.
Bajo la economía Sinaítica Jehová lo reconoció como pueblo suyo, del
cual Él era su Dios, a quienes obraban una obediencia externa a sus
mandamientos, aun mientras sus corazones estuvieran insatisfechos con Él
(Jue.8:23; 1 Sam.8:6-7; etc.). Esos privilegios eran gozados aparte de la
gracia santificante o de cualquier pretensión a ella. Pero el estado de cosas
bajo la economía Cristiana es completamente distinto. Dios no reconocerá
como su pueblo a ninguno que no le conozca ni lo reverencie le ame y le
obedezca, y le adore en espíritu y en verdad. Solo los que tienen su ley
escrita en los corazones son reconocidos como pueblo suyo, y Él es su
Dios en un sentido mucho mayor y muy superior de lo que alguna vez lo
fue de la nación de Israel: Él es su porción permanente y satisfactoria. Son
su pueblo no solo por un nombramiento externo, sino por una rendición
real de sus corazones a Él. Ser Dios de ellos necesariamente implica haber
sido reconciliados con Él y haberle aceptado voluntariamente como tal.
“Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”. Esta es una promesa distinta,
que comprende y abarca todas las bendiciones y privilegios del pacto. Está
puesta en medio de todo como centro del que fluye toda la gracia, del que
255
toda bendición consiste y por el cual se ven aseguradas. Esta relación
necesariamente implica un consentimiento mutuo, por cuanto no podría
darse si los corazones y mentes de los que son admitidos a ella no fueran
renovados. Dios no podría aprobarlos, y menos aún reposar su amor en
ellos mientras todavía fueran sus enemigos; ni tampoco ellos podrían
hallar satisfacción en Él mientras no le conocieran ni le amaran. Como
todavía tienen pecado, esta relación es hecha posible a través de los
infinitos méritos del Mediador.
Capítulo V.
A modo general, podemos decir que la sustancia del pacto Cristiano son
las promesas divinas que aseguran la santificación del pueblo de Dios, y su
preservación efectiva en un estado y curso de santidad hasta su salvación
final. Esas promesas están reunidas en Hebreos 8:10-12, y son cuatro.
Primero, tenemos la declaración de que el Señor va a escribir sus leyes en
los corazones de todos por los que murió Cristo, lo cual implica que en
ellos se obró un cambio que hace que los estatutos divinos sean
cordialmente recibidos en sus afectos. En segundo lugar, tenemos la
promesa del Señor de ser Dios de su pueblo, brindándose en toda su
perfección y en una relación plena, de modo que toda necesidad se ve
suplida por completo: “Invocará él mi nombre, y yo le responderé; diré:
`Él es mi pueblo´, y él dirá: `El Señor es mi Dios´” (Zac.13:9). Él es el
Dios de su pueblo en un sentido espiritual y eterno, a través de los méritos
y mediación de Cristo.
“Y ninguno de ellos enseñará a su conciudadano ni ninguno a su hermano,
diciendo: `Conoce al Señor´, porque todos me conocerán, desde el menor
hasta el mayor de ellos” (Heb.8:11). Esta es la tercera promesa y, al igual
que las anteriores, muestra un bendito y definido contraste con lo que se
obtenía bajo el régimen del antiguo pacto en cuanto al conocimiento de
Dios. Bajo la dispensación mosaica, Dios concedió varias revelaciones de
su persona, descubriendo varios aspectos de su carácter que iban en
aumento por las frecuentes descripciones que de sus perfecciones y tratos
hacían los profetas; esto puso a los judíos en un lugar de privilegio
respecto a las demás naciones. Sin embargo, existían ciertas dificultades
con esos descubrimientos divinos, ya que aún los más espirituales de Israel
no podían alcanzarlo, mientras que la vasta mayoría de ellos no conocían a
Dios en el sentido propio de la palabra. La verdad acerca de Dios fue
aprehendida, pero de forma muy débil y tenue en general; mientras que la
gran mayoría no la captó en lo absoluto.
En tanto a la nación concierne, la revelación que Dios hizo de sí era
totalmente externa y, en su mayoría, dada por medio de símbolos y
sombras. Muchos confiaban en la letra de la Escritura, y descansaban en la
enseñanza humana – a menudo parcial e imperfecta, en su mejor aspecto.
256
No tenían ni idea de su necesidad de algo superior. En el Antiguo
Testamento son comunes los reproches por su ignorancia: “El buey conoce
a su dueño y el asno el pesebre de su amo; pero Israel no conoce…”
(Is.1:3); “no conocen el camino del Señor ni las ordenanzas de su Dios…
de mal en mal proceden, y a mí no me conocen —declara el Señor”
(Jer.5:4; 9:3). A pesar de todas sus ventajas, la ignorancia de Dios fue su
pecado y ruina. Al final sus maestros terminaron dividiéndose en escuelas
y sectas: los Fariseos, los Saduceos, los Esenios y así, hasta que el último
de sus profetas declaró: “El SEÑOR talará de las tiendas de Jacob al
hombre que hiciere esto, al maestro, y al estudiante” (Mal.2:12, JBS).
“Todos me conocerán, desde el menor hasta el mayor de ellos [el Israel
espiritual de Dios]”. Ahora Dios, además de haberse revelado de una
forma completa y cabal en la persona de su Hijo encarnado (Juan 1:18;
Heb.1:2), nos dio también el Espíritu Santo para guiarnos a toda verdad; y
es en este punto que aparece la gran superioridad del nuevo pacto. Los que
tienen a Cristo por mediador reciben algo más que una revelación externa
de Dios, esto es, una interna: “Pues Dios, que dijo que de las tinieblas
resplandeciera la luz, es el que ha resplandecido en nuestros corazones,
para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo”
(2 Cor.4:6). Tienen algo mucho mejor que maestros humanos para
explicarles la ley, en tanto el Espíritu Santo la aplique eficazmente en su
conciencias y voluntades. A esto se refirió Cristo cuando dijo, “Y todos
serán enseñados por Dios” (Juan 6:45): enseñados para que puedan
conocerle en forma verdadera y salvífica.
Es a este conocimiento de Dios individual, interno y salvífico al que el
apóstol se refiere: “Pero vosotros tenéis unción del Santo, y vosotros
sabéis todo… la unción que recibisteis de Él permanece en vosotros, y no
tenéis necesidad de que nadie os enseñe; pero así como su unción os
enseña acerca de todas las cosas, y es verdadera y no mentira, y así como
os ha enseñado, permanecéis en Él” (1 Juan 2:20, 27).
Esa unción opera en sus almas con un poder vivificante. Y esto no es una
bendición especial reservada para unos pocos de entre los redimidos: todos
los interesados en el pacto reciben un conocimiento santificador de Dios.
Se prometió mucho más que una concepción intelectual correcta acerca de
Dios; se prometió una revelación de Dios tan transformadora que haría que
le teman, le amen y le sirvan. Es un conocimiento obediente acerca de
Dios el que se tiene en vista. Fue de esa falta de conocimiento por parte del
Israel antiguo que Dios se quejó: “el Señor tiene querella contra los
habitantes de la tierra, pues no hay fidelidad, ni misericordia, ni
conocimiento de Dios en la tierra” (Os.4:1). El método externo de
enseñanza de la antigua economía resultó ineficaz, porque el Espíritu no
enseñaba a la nación en lo interior como hace con la iglesia.
257
“Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus
pecados y de sus iniquidades” (Heb.8:12, RVR´60). Esta es la cuarta
promesa, y en sus benditos brazos se trae el perdón de todos sus pecados y
de todas sus iniquidades, y dice que estos serán borrados de tal modo que
su propio recuerdo, por así decir, será quitado de la mente de Dios. Una
vez más pedimos al lector que preste suma atención al orden de estas
promesas, porque es algo que generalmente todos desatienden y, peor aún,
en las predicaciones de hoy, hasta lo contradicen. Tres veces aparece el
pronombre “sus” en este versículo, donde se enfatiza la individualidad de
esas personas cuyos pecados son perdonados y nada más; esto es: aquellos
que fueron regenerados, reconciliados y dotados de un conocimiento
santificante de Dios. Dios perdona solo a los que están en una relación
pactal con Él.
Nada puede ser más claro que esto que acabamos de decir, la coherencia
del pasaje es inconfundible. “Seré propicio a sus injusticias”: ¿a las de
quiénes?, a las de aquellos con los que hizo este nuevo pacto: los
miembros de la casa espiritual de Israel (vs.10). ¿Y en qué consiste este
pacto? Primero, Dios dice: “Pondré mis leyes en la mente de ellos y las
escribiré sobre sus corazones”, esto es lo que se cumple con la
regeneración, estableciendo el fundamento necesario para lo que sigue.
Segundo, afirma: “Y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo”, lo cual
denota la reconciliación de ambas partes, tras haber estado alejadas.
Tercero, promete que “todos [le] conocerán, desde el menor hasta el mayor
de ellos”, lo cual se refiere a su santificación; un conocimiento que
produce amor, confianza y sumisión. Finalmente, “seré propicio a sus
injusticias”, y así; lo cual quita la idea de una expiación general y un
perdón universal: como mediador del pacto Cristo solo actúa por los
pactantes (Heb.8:6).
“Porque seré propicio a sus injusticias, y nunca más me acordaré de sus
pecados y de sus iniquidades”. Una vez más podemos ver cuán
grandemente el nuevo pacto excede al viejo. Bajo la economía levítica
había perdón, pero con limitaciones, y con un grado de oscuridad al
respecto, lo cual hablaba de lo defectuoso del orden de cosas existentes.
Para ciertos pecados no había ninguna provisión; aunque con un
arrepentimiento sincero, tales pecados eran perdonados, tal como enseña el
caso de David. En ningún otro punto destacaron más las imperfecciones de
la economía mosaica que en este de la remisión: como nos lo recuerda la
epístola a los Hebreos: “Pero en esos sacrificios hay un recordatorio de
pecados año tras año” (10:3). De este modo, los judíos fueron enseñados
de manera impresionante que ellos poseían la sombra de los bienes
venideros, lo cual no podía hacer perfectos de conciencia a los que se
acercaban (Heb.10:1). En bendito contraste con eso, el perdón otorgado
bajo el nuevo pacto es gratuito, perfecto y eterno.
258
"Seré propicio a sus injusticias”. La palabra `propicio´ remarca que no
puede haber verdadera misericordia sin ninguna satisfacción hecha a la
justicia y que la gracia es administrada sobre la base de la propiciación
(Rom.3:24-25; 5:21). Cristo murió a fin de hacer que Dios sea propicio
para los pecadores (Heb.2:17). Y solo “en” y “a través de Él” es que Dios
es misericordioso con los pecados de Su pueblo. En tanto Cristo sea
rechazado, el pecador estará bajo la maldición. Allí reluce la gloria del
pacto, en donde la inescrutable sabiduría de Dios es desplegada y la
perfecta harmonía de sus atributos evidenciada. Ninguna inteligencia finita
encontró jamás la solución al siguiente dilema: ¿Cómo puede la justicia ser
inexorablemente ejercida al tiempo que se muestra misericordia al
culpable? ¿Cómo pueden los pecadores ser libremente perdonados sin que
las exigencias de la justicia se vean rebajadas? Cristo es la solución,
porque Él es el fiador del pacto (Heb.7:22).
Note cuidadosamente que en el verso 12 se emplean al menos tres palabras
para describir los horrendos males de los que el pecador es culpable;
enfatizando así su aborrecimiento hacia el Dios santo y magnificando la
asombrosa gracia que le salva. Primero, `injusticias´; como Dios es el
Señor y gobernador supremo de todo; como es nuestro benefactor y
galardonador; y como todas sus leyes son justas y buenas, la primera
noción que tenemos de justicia es la de rendirle a Dios lo que le es debido:
obediencia universal a todos sus mandamientos. De ahí que `injusticia´ sea
un mal hecho a Dios. Segundo, `pecados´; pecado es errar al blanco; es
extraviarse del fin al que siempre debemos apuntar, esto es: la gloria de
Dios. Tercero, `iniquidades´; la iniquidad implica desenfreno, un
levantamiento de mi voluntad contra la del Todopoderoso; una
determinación de complacerme a mí mismo y seguir mi propia senda
¡Cuán maravilloso es entonces el favor propicio de Dios con los pecadores
culpables de semejantes barbaridades! ¡Qué fantástico y qué grande el
contraste entre los dos pactos! Bajo el Sinaítico imperaba un régimen de
justicia; bajo la economía Cristiana, la gracia reina por medio de la
justicia.
Estos son los detalles de la notable profecía de Jeremías que anticipa el
evangelio o, más bien, hace una gran descripción de él. Revelan de modo
inequívoco el carácter espiritual de este pacto Mesiánico que, a diferencia
del Sinaítico, logra eficazmente la salvación eterna de todos los
interesados en él. Las bendiciones que se les dan, como se enumeran acá,
son las cosas que acompañan a la salvación (Heb.6:9); son los elementos
que hacen a la salvación en sí. En consecuencia, solo se aplica al Israel
antitípico y a nadie más. La mera posesión de privilegios externos, sin
importar cuán valiosos sean en sí mismos, y una observancia adecuada del
culto religioso, sin importar cuánto se lo mantenga, no prueban que
estemos dentro del pacto; de ningún modo. Nada puede proporcionar una
259
real evidencia de que este pacto haya sido hecho con nosotros, excepto una
fe viva que une el alma a Cristo produciendo una conformidad a Él en
nuestra vida.
Esto último que acabamos de decir nunca debe ser obviado, porque es una
de las características más distintivas de este pacto en contraste con el
Sinaítico. De hecho, el nuevo pacto hace por sus participantes lo que el
antiguo no pudo hacer con el pueblo judío. Dios les dio una revelación,
pero solo en la letra. A los santos del Nuevo Testamento se les reveló
también en poder (1 Cor.4:20; 1 Tes.1:5). A los primeros, Dios les dio la
ley escrita sobre tablas de piedra. A los otros Dios también les dio la ley,
pero escrita sobre sus corazones. En consecuencia, chocaban con la ley,
mientras que nosotros (según el hombre interior) nos deleitamos en ella
(Rom.7:22). Por esto es que no anduvieron en los estatutos de Dios, sino
que continuamente los transgredieron. Mientras que de los de Su Nuevo
Testamento se dice: “os hicisteis obedientes de corazón a aquella forma de
enseñanza a la que fuisteis entregados” (Rom.6:17). Lo que hace la
diferencia es que a éstos últimos les fue dado el Espíritu Santo para que
habitase en ellos energizándolos; mientras que no era así con los que
estaban estrictamente bajo el pacto Sinaítico como tal. Y decimos `como
tal´ porque siempre hubo un remanente piadoso habitado por el Espíritu
sobre la base del pacto eterno.
Otra vez podemos ver que este pacto es una exhibición de la rica e
inmerecida gracia. Así lo demuestran sus términos y condiciones. Las
propias circunstancias bajo las que el pacto Cristiano fue introducido dan
clara muestra de esto, al ser sucesor, como lo hizo, de una economía hecha
a un lado por su infructuosidad; una economía débil en sí misma para los
fines espirituales, y pervertida por los que gozaron de sus privilegios. El
abuso del pacto sinaítico, lejos de merecer mayores favores, merecía un
juicio sumario. No obstante, fue entre los judíos que el Hijo de Dios habitó
y realizó sus obras de misericordia. En todos los casos, la aplicación de las
bendiciones de este pacto da testimonio de que ningún hombre las puede
reclamar. Son otorgadas gratuitamente por pura e inmerecida gracia. Tales
bendiciones son el derramamiento de la bondad soberana. Los que son
introducidos al pacto son objeto del amor electivo de Dios. Todo lo que
llegan a ser lo deben a la sola gracia; el servicio que ahora se les permite
realizar y todas las bendiciones que gozarán en el cielo, lo deben a la sola
gracia.
La estabilidad y perpetuidad del nuevo pacto están claramente implicadas
en la declaración de Jeremías (31:31-35). La naturaleza misma de sus
bendiciones lo prueba. Aseguran eficazmente el gran propósito de Dios en
sus tratos con la humanidad, a saber: formarse un pueblo santo que lo
alabe para siempre. Una vez cumplido ese objetivo, no hay más lugar para
260
mejoras. Pero eso no podía decirse del pacto sinaítico: porque en cuanto a
ese objetivo, fracasó; esto se ve prácticamente a lo largo de toda la historia
de los judíos. Pero, lejos de ser algo inesperado, esa falla fue
definidamente prevista. Desde el principio la economía levítica participó
en la preparación para algo mejor. Su infructuosidad evidente para esos
fines elevados debían enseñar al pueblo acerca de su caducidad. En última
instancia, fueron plenamente informados (Jer.31) de que su economía iba a
ser sucedida por otro pacto que, mediante sus bendiciones y la naturaleza
misma de ellas, aseguraría lo que la disposición existente nunca logró
alcanzar. Aquí, otra vez aparece su excelencia sin par.
Capítulo VI.
“Jesús, el mediador del nuevo pacto” (Heb.12:24). De los contenidos o
bendiciones del pacto, pasaremos ahora a considerar las medidas y los
medios por los que tiene lugar su comunicación real. Como primero y
principal está el Mediador: uno que se pone entre dos partes para arreglar
todo interés común a ambas, o para solucionar toda diferencia con el fin de
su reconciliación permanente. Es en este último sentido que el término es
empleado en conexiones como la presente. Cuál es exactamente la obra del
Mediador y qué hace para hacer que su intervención sea efectiva, depende
obviamente de la relación de las partes entre sí y de los temas de
desacuerdo que los distanciaron. Ahora, el carácter del pacto del que
Cristo es mediador nos permite hacernos de una concepción definida de la
naturaleza y alcance de su mediación.
El pacto Mesiánico es una dispensación de promesas gratuitas de gracia y
misericordia con pecadores culpables y condenados. Debería preguntarse,
¿en qué se basa la necesidad de un mediador para tales promesas de
gracia? ¿no pueden ser dispensadas y concedidas sin la actuación de un
intermediario? Será suficiente decir que esta pregunta tiene que ver con el
ámbito de lo real y no con el de las suposiciones. No se trata de lo que
Dios pudo o no hacer, ni de lo que podría o no, sino de lo que hizo. Le
plació a Él señalar un Mediador. A Dios le pareció mejor – hablando sin
tener en cuenta lo que le es debido a Él – establecer que Sus bendiciones
fueran dispensadas bajo ciertas condiciones concretas. Por ende, a nosotros
nos toca ceder en humildad y aceptar con gratitud lo que de gracia se nos
ofrece, en los términos de esa oferta. Sin embargo, plació a Dios darnos a
conocer lo suficiente como para demostrarnos su incomparable sabiduría
al hacer las cosas de esa manera, como la mediación de Cristo revela.
Primero, el pecado es un mal tan ofensivo y maligno, con consecuencias
tan trágicas y desastrosas, que por necesidad implica (según el régimen
divino) una separación entre Dios y el que lo comete; separación que solo
puede removerse de un modo que deje intactos al carácter y gobierno de
Dios, y que al mismo tiempo acabe eficazmente con los estragos de
261
tremenda plaga. Ver al Alto y Sublime simplemente como un Padre
amoroso para todas Sus criaturas es no solo extremadamente parcial, sino
una concepción totalmente errónea de Su relación con nosotros. Sin dudas
Su amor es el impulso originario de todas las bendiciones del pacto. Pero
Dios también es un Gobernador moral, un Rey justo, cuyo carácter es
reflejado en el ejercicio de Su gobierno. Y por eso demuestra Su odio
santo del pecado y lo castiga con justicia. De ahí que, cuando busca atraer
a los pecadores hacia Sí, lo hace por un sistema de mediación que vindica
Sus perfecciones y magnifica Su ley.
Segundo, los pecadores necesitan un mediador. Son enemigos de Dios. No
como quienes se desviaron de Él pero aún permanecen influenciados por
un ligero afecto hacia Él y regresarían gustosos si tan solo supieran cómo;
definitivamente no. No son pecadores por inadvertencia, sino transgresores
del corazón con propósitos explícitos. Cuando obtienen un destello de la
santidad de Dios, la odian. Escogen el mal y aborrecen el bien: aman las
tinieblas antes que la luz. No les gusta retener en sus mentes el
conocimiento de Dios, sino que hacen todo lo posible para desecharlo de
sus pensamientos. No es el descuido ni una ignorancia involuntaria lo que
ocasiona este sentimiento, sino una hostilidad activa: la mente carnal está
en enemistad con Dios. Cuando se los confronta con la verdad y se los
hace sentir bajo la condena divina, ven a Dios como su peor enemigo,
empeñado en castigarlos y son conscientes de tener sentimientos de
aversión, que nada puede aliviar excepto la visión de Dios develada por la
mediación.
Esto no es todo. Precisamos que se comprometa por nosotros alguien que
tenga, no solo el poder de llevarnos a un estado de sujeción y obediencia,
sino que también cuide nuestros intereses: que nos sostenga y nos guarde
frente a nuestras muchas flaquezas. Nuestra conciencia nos testifica de
esto. Sentimos dolorosamente nuestra impotencia desde el momento en
que somos despertados para percibir la realidad de nuestra horrible
condición. Y, aunque una provisión fue hecha para acercarnos a Dios, y
somos invitados a valernos de ella, las visiones que tenemos del carácter
divino son tan impresionantes que instintivamente nos retraemos ante Su
pureza inefable. Aun al acercarnos del modo más sincero al Dios tres
veces santo, somos plenamente conscientes de necesitar a alguien que
intervenga: alguien que pueda posar su mano sobre ambos.
Tercero; de este modo Cristo es grandemente glorificado. Este es el
objetivo supremo de la administración divina. Porque Él es el Alfa y el
Omega de todos los designios de Dios. Es completamente inútil ponerse a
suponer cuál hubiera sido la posición de Cristo o cuál su oficio, si el
pecado no hubiera entrado en el universo. Demostrar que la entrada del
pecado al mundo dio a Dios oportunidad de desplegar su incomparable
262
sabiduría, y que fue permitido a fin de que Su amado Hijo fuera
magnificado, no es algo que requiera de grandes esfuerzos. El amor
perfecto de Cristo por el Padre, evidenciado en Su humillación voluntaria
y obediencia hasta la muerte, brilla en su máximo esplendor. La gran
recompensa recibida por su estupenda obra, y la alabanza recibida de parte
de sus representados por quienes sufrió, son compensación suficiente.
“Sobre su cabeza hay muchas diademas” (Ap.19:12), en virtud de Su
oficio como mediador.
Aunque no se hizo ninguna mención formal de la “mediación” en los
pactos tempranos, la idea estaba implícita. Los pactos concertados durante
la niñez de nuestra raza no fueron sino revelaciones parciales del esquema
de redención. Daban a conocer características específicas del propósito
eterno de gracia, en forma acorde a la época. No obstante, el germen de la
“mediación” se hallaba en los pactos Noético y Abrahámico. Los
sacrificios que allí tuvieron lugar, vislumbraban la necesidad de una
intervención especial como el medio ordenado para ratificar sus promesas.
La promesa a Abraham de que “en su Simiente todas las naciones serían
bendecidas”, y a David en cuanto a “un Rey justo bajo cuyo gobierno el
pueblo de Dios habitaría seguramente”, solo precisaban esa expansión de
significado que subsecuentemente les fue dada: que todo se haría efectivo
por la mediación.
En el pacto Sinaítico esta gran verdad se hizo mucho más evidente.
Cuando Dios se acercó al pueblo y les habló desde el monte humeante,
dijeron a Moisés: “He aquí, el Señor nuestro Dios nos ha mostrado su
gloria y su grandeza, y hemos oído su voz de en medio del fuego; hoy
hemos visto que Dios habla con el hombre, y éste aún vive. Ahora pues,
¿por qué hemos de morir? Porque este gran fuego nos consumirá; si
seguimos oyendo la voz del Señor nuestro Dios, entonces moriremos.
“Porque, ¿qué hombre hay que haya oído la voz del Dios vivo hablando de
en medio del fuego, como nosotros, y haya sobrevivido? Acércate tú, y
oye lo que el Señor nuestro Dios dice; entonces dinos todo lo que el Señor
nuestro Dios te diga, y lo escucharemos y lo haremos” (Deu.5:24-27). Así,
por pedido del pueblo, Moisés se convirtió en mediador de ellos: cosa que
el Señor tuvo por sabia y buena (vs.28).
Es evidente que la manifestación de Dios en medio del fuego del Sinaí y la
terrible voz que golpeaba contra los oídos del pueblo, fue lo que influyó en
la vasta mayoría de ellos para pedir por un intermediario. Lejos estaban de
poseer esa aprehensión espiritual capaz de ver más allá de lo que los
sentidos físicos indican. Sin embargo, quien puede dudar de que hubiera,
aunque sea, algunos del pueblo que poseían la luz suficiente para sentir su
terrible ineptitud como para interactuar con Dios directamente; y para
quienes la intervención de un mediador era cuestión de sentida necesidad a
263
fin de poder adorar confiadamente. Provocar ese sentimiento en el
remanente piadoso, era una de las finalidades de la manifestación divina en
Horeb. Y la respuesta divina a su petición demostró que tenían razón en lo
que pensaban y, conforme a ello, Dios prometió levantarles un profeta de
en medio de ellos, como Moisés, mediante quién serían conducidos todos
los tratos futuros con Dios (Deu.18:15-18).
Es evidente, pues, que el nombramiento de un mediador es indispensable
para mantener todo trato espiritual entre un Dios santo y el hombre caído.
La razón de esto surge de la naturaleza del pecado, vista en conexión con
la relación que el Sublime mantiene con nuestra raza culpable.
Concepciones precisas de lo que esa relación implica, y de lo que es el
pecado en sí y en los efectos que produce, son cosas que determinarán el
carácter de la obra del Mediador tal como se da a conocer en la Escritura.
Y del cumplimiento de esa obra depende el éxito de su mediación.
Cualquier malentendido en este punto viciará toda nuestra visión del
evangelio. Los términos bajo los que el trato divino con los pecadores es
posible, es cosa de vital importancia. Esa tremenda brecha no puede
salvarse por nada que pueda hacer el hombre. La justicia del carácter de
Dios y Su gobierno deben vindicarse, y su ley debe ser honrada antes de
conferida la gracia y la comunión con Dios establecida. Ese era el
propósito de la obra de Cristo.
Cuando la Escritura se refiere a Cristo como mediador, es ese un término
exhaustivo que abarca toda su obra de mediación en forma cabal. Obra
que, como el libertador de Su pueblo, accedió a cumplir voluntariamente.
Podemos reparar en los distintos oficios que mantuvo; podemos delinear e
ilustrar el carácter y los resultados de Su accionar en cada uno de esos
oficios separadamente; pero Su mediación los comprende a todos. La
mediación no es algo adicional a todas Sus capacidades y oficios en que se
nos presenta en la Escritura; sino que es un término que, en su significado
pleno, los incluye a todos. Sus oficios profético, sacerdotal y real son
esenciales a Su mediación. Así, para dar una breve exposición de Su
mediación, todo cuanto precisamos es presentar algunas nociones
generales de los particulares. No podemos continuar indefinidamente este
estudio de manera mucho más profunda. Así que debemos contentarnos
con una exposición breve que nos dé una visión comprehensiva del estado
real del caso.
Primero, Cristo como mediador es el profeta supremo. Aunque, en un
sentido, Su oficio sacerdotal es la base de todos Sus otros tratos como
mediador, no obstante, como Su oficio profético fue el primero que vimos,
comenzamos por aquí. Como profeta, Cristo es el gran revelador del
carácter y la voluntad de Dios. En Su primera instrucción (el Sermón del
Monte), explicó y vindicó la revelación antes dada, que había sido
264
pervertida por los errores de los maestros ciegos. Además, en Su misión
proveyó la manifestación suprema del amor y la gracia divinas. Reveló
también la verdadera naturaleza de la salvación que el hombre caído
necesitaba, el carácter del cambio que el Espíritu Santo debe obrar en
ellos, la seguridad de una vida de dicha o de aflicción eterna, dependiendo
el caso, y la solemnidad del juicio por el cual el presente orden de cosas
concluirá. A sus apóstoles les encomendó que, bajo Su gobierno,
expandieran lo que Él, en esencia, les había enseñado.
Cristo es también la fuente de toda iluminación interna mediante la cual la
verdad es prácticamente aprehendida y salvíficamente creída. Él dijo:
“Nadie sabe quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo
quiera revelar” (Luc.10:22). Un conocimiento claro y escritural de la
verdad, solo se obtiene por la enseñanza divina. Esto no presenta
deficiencia alguna en la verdad en sí; el ocultamiento recae en la mente y
corazón del pecador. Existe una ceguera moral, una aversión a la verdad
santa que no pueden quitarse por ningún medio. El pecador caído está tan
depravado, tan opuesto a las exigencias divinas, que no hará ni deseará lo
santo en lo absoluto. Y nada sino el Espíritu de Cristo puede efectuar la
cura. Sanar esta condición, cae bajo la jurisdicción de Cristo como el gran
profeta de la iglesia. Él hace que la mente pueda entender la verdad y el
corazón recibirla.
Segundo, Cristo como mediador es el gran sumo sacerdote. Un oficio que
implica la realización de expiación e intercesión. De estas dos cosas, la
dispensación Levítica da un testimonio amplio y continuo: los numerosos
sacrificios, y la intervención anual del sumo sacerdote bajo la ley fueron
tipos – débiles figuras de lo que el que había de venir efectuaría. El
verdadero significado de esos sacrificios puede verse en las distintas
explicaciones que los acompañaban. Eran satisfacciones sustitutorias
ofrecidas por el alma que pecaba, por cuanto es la sangre la que hace
expiación por el alma. Se proponían enseñarle a la gente la necesidad de
una expiación por el pecado. Y la intercesión en su favor ante Dios sobre
la base de los sacrificios, completaba la idea que se pretendía enseñar.
Indicaban claramente cuál era la única forma en que podían remitirse los
pecados, y cuáles eran las bendiciones que precisaban obtener. Y Cristo,
por Su vida y muerte, proveyó la substancia o realidad de ello.
Las visiones del oficio sacerdotal de Cristo provistas por los tipos de la
vieja economía, reciben plena confirmación en el testimonio de los
apóstoles. En sus enseñanzas no hay la menor disonancia al respecto.
Como ejemplo citamos los siguientes pasajes: “Un misericordioso y fiel
sumo sacerdote en las cosas que a Dios atañen, para hacer propiciación por
los pecados del pueblo; Él conserva su sacerdocio inmutable puesto que
permanece para siempre. Por lo cual Él también es poderoso para salvar
265
para siempre a los que por medio de Él se acercan a Dios, puesto que vive
perpetuamente para interceder por ellos (Heb.2:17; 7:24-25; cf. Ap.1:5-
6)”.
Aquel que no tenía pecado, Cristo, fue hecho (legalmente) pecado por Su
pueblo, para que puedan ser hechos justicia de Dios en Él. Esa es la
esencia del evangelio; y los que lo niegan, se ponen a sí mismos fuera de
los límites de la misericordia divina.
Tercero, Cristo como mediador es el Rey de Sión. Bajo el pacto davídico
esto no solo se prefiguró en la soberanía conferida al hombre según el
corazón de Dios, sino que también se dieron promesas concretas acerca del
levantamiento de un Rey justo, bajo cuyo gobierno abundarían la verdad y
la paz. Y es en Cristo que reciben su pleno cumplimiento. El Nuevo
Testamento se refiere a su exaltación y la autoridad con que ahora Él está
investido como a la recompensa por haber completado Su obra (véase
Ef.1:19-23; Fil.2:8-11).
Fue parte del acuerdo divino que la administración de la economía de
gracia le fuera encomendada a Él, cuyos sufrimientos y muerte echaron el
fundamento para una verdadera relación entre Dios y el pecador. El
propósito supremo en conferirle al Mesías su dignidad real fue Su propia
vindicación y gloria. Pero el propósito subsidiario era que Él hiciera
efectivo el propósito divino en la salvación de todos los elegidos de Dios.
La naturaleza de ese propósito determina el carácter y el alcance de la obra
a Él encomendada. Ese propósito concierne a la liberación espiritual del
pueblo de Dios esparcido por el mundo, por lo que es una obra que
prevalece contra toda oposición imaginable. El dominio del Mesías es
universal y supremo, nada menos que lo requerido por la ocasión. “Quien
está a la diestra de Dios, habiendo subido al cielo después de que le habían
sido sometidos ángeles, autoridades y potestades” (1 Pe.3:22). Es a través
del cumplimiento de éstos tres oficios que Cristo realiza eficazmente su
obra mediadora.
Capítulo VII.
Primero y principal, entre los medios ordenados por Dios para transmitir
las bendiciones del pacto, estuvo el nombramiento de Su Hijo como el
mediador; se implicaba obviamente su encarnación. El pacto en sí es una
dispensación de promesas gratuitas de gracia para los pecadores culpables
y condenados. Las medidas para hacer eficaces esas promesas son los
términos exclusivos bajo los cuales una relación entre Dios y los pecadores
se hace posible. Y los medios son aquellos por los cuales una verdadera
comunión con Dios es establecida y mantenida. Como ya dijimos, en estos
medios y medidas, ante todo, estuvo el ordenamiento de Cristo en Su
oficio de mediador. Y para poder llevarlo a cabo en los días de Su
266
humillación, fue ungido con el Espíritu Santo (Luc.4:18; Hech.10:38). De
ese modo fue equipado para cumplir con todas las exigencias de esa
magnífica empresa; empresa que fue ejecutada por el ejercicio de Sus roles
profético, sacerdotal y real.
Tras concluir con éxito Su misión y obra terrenal, Cristo echó un
fundamento firme para recuperar al pueblo caído de Dios y darles
comunión con Él. Sin embargo, era necesario aún algo más para realizar el
propósito divino de gracia. Así como por Cristo todas sus bendiciones son
comunicadas, asimismo por Él es administrado el pacto. Así que, en Su
exaltación a la diestra de Dios, recibió una unción aún mayor, obteniendo
la promesa del Padre del don del Espíritu para dispensárselo a su iglesia
según su voluntad (véase Hech.2:33; Heb.1:9; Ap.3:1). De modo que Él
está perfectamente dotado para asegurar la salvación de Su pueblo. Fue
exaltado por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y
perdón de pecados (Hech.5:31). Todo poder le es dado en el cielo y en la
tierra (Mat.28:18). Es preciso que reine hasta que ponga a sus enemigos
por estrado de sus pies (1 Cor.15:25). Dios le aseguró que vería el fruto de
la aflicción de Su alma y quedaría satisfecho (Isa.53:11).
La administración del pacto en la aplicación de sus bendiciones, y en
asegurar sus resultados más allá de toda posibilidad de falla, es una parte
esencial de la obra mediadora de Cristo. Por eso fue exaltado a la diestra
de la Majestad en las alturas, para ejercer su poder soberano. Su cruz no
fue sino el preludio a Su corona. Ésta última no fue solo la recompensa
apropiada por la primera, sino que habiendo comenzado la obra de
salvación por Su muerte, le fue reservado el honor de completarla
mediante su poder real. Dios lo levantó de los muertos y lo sentó a su
mano derecha… y todo lo puso bajo sus pies, y lo dio por cabeza sobre
todas las cosas a la iglesia, la cual es su cuerpo (Ef.1:22-23). La salvación
de la iglesia, y el poder y autoridad ilimitados del Redentor, son
indispensables para su cumplimiento.
La administración del pacto a manos del Mediador como el portador de la
salvación de los pecadores, es un tema de gran importancia. Cristo está
reinando, y nada hay más consolador y estabilizante que esto. Su imperio
no es imaginario sino real. Su reino no es figurado sino que es personal. Él
está en el trono, en pleno ejercicio de su poder y autoridad que, como
Mesías, le fueron dados para alcanzar la salvación de Su pueblo. Pero esto
no solo es negado por quienes creen que el reinado personal de Cristo es
todavía futuro, sino que apenas si lo entienden muchos de los que dicen
creer que el Salvador ya está en el trono mediador. Una cosa es decirlo en
palabras, y otra muy distinta vivir en consecuencia y disfrutar del poder
vivo de ello. Tener una relación personal con Aquel que está revestido de

267
soberanía suprema y, al mismo tiempo, buscar de corazón lo que es mejor
para Él, es el santo privilegio de los cristianos.
Desde su asunción, la supremacía real de Cristo fue clara y enfáticamente
reconocida por los apóstoles. Confiadamente creyeron en Él como su Rey
y su Dios; siempre accesible y cercano. Buscaron Su dirección en el deber
y actuaron bajo Su autoridad. Descansaron en Su gracia para llevar a cabo
su obra, y a Él atribuyeron sus éxitos. La certidumbre de Su presencia les
era algo vital: fortalecía su fe, vigorizaba su servicio, les sustentaba en
aflicciones y les concedió la victoria sobre sus enemigos. De todo esto dan
abundante prueba sus escritos. Es imposible examinarlos atentamente sin
darse cuenta que un Salvador vivo y siempre presente, revestido de
potestad mediadora y gloria, era su vida, fuerza y gozo. Y con esto
coincide toda experiencia cristiana saludable desde entonces.
El gobierno de Cristo es administrado por un sistema de medios
sabiamente adaptado, designado y dirigido por Él. Entre los medios
principales para la salvación están Su Palabra y Su Espíritu. El primero
contiene todo lo que necesitamos saber para nuestra liberación espiritual.
Revela el carácter de Dios, la naturaleza o el tipo de relación que mantiene
con nosotros, lo que pide de nosotros, y los principios sobre los cuales
habrá de libertarnos. Describe lo que somos como criaturas caídas, qué es
el pecado, y cuál su paga y sus consecuencias. Despliega el método de
salvación a través del sacrificio y mediación del Hijo, Su suficiencia para
la tarea asignada, la forma en la que pasamos a tener parte en sus
bendiciones y el carácter de la obediencia que, como objetos de Su gracia,
le debemos.
Como medio, la Palabra es perfecta para su propósito: está completamente
y admirablemente adecuada para producir un efecto bien práctico sobre los
que son llevados a entenderla. Pero la Escritura declara que este cuerpo de
verdad encuentra la más grande resistencia por parte del hombre pecador,
imposible de ser quitada; e innumerables hechos abalan su testimonio. A
pesar de la claridad de sus declaraciones, y la evidencia satisfactoria y
concluyente que nos presenta, los pecadores por naturaleza no tienen ojos
para verlo ni corazón para recibirlo. El hombre está tan depravado en
extremo, y siente tal aversión en su corazón contra todo lo santo que, de
quedar abandonado a sí mismo, vana sería la revelación con todos sus
misericordiosos despliegues. Es aquí que la obra del Espíritu tiene lugar:
una agraciada provisión de Cristo para salvar lo que de otro modo sería
una condición irreparable. Por Su poder, el Espíritu de Cristo disipa las
tinieblas del entendimiento y somete la enemistad del corazón. Esto lo
hace mediante la regeneración, por la cual nos capacita para recibir y amar
la verdad.

268
Cuando un pecador – tras una vida de desatender insensiblemente a las
exigencias divinas – es despertado a una conciencia de su culpa y
peligrosidad, es traído bajo una convicción profunda y dolorosa; luego de
un trabajo del corazón más o menos prolongado, es llevado a aceptar la
misericordia del evangelio y a hallar paz en Cristo; esto es completamente
una obra de la gracia divina, fruto de la operación del Espíritu. Cierto, no
toda convicción es prueba de una obra salvadora, porque algunas
provienen de la conciencia natural o son despertadas por alguna
providencia especial. Es el resultado, y no el grado de sufrimiento en ellas,
el único buen criterio respecto de su naturaleza salvadora. La convicción
proveniente de la gracia es la que verdaderamente humilla al pecador, la
que lo lleva a abandonar todo sentido de justicia propia y lo induce a
vindicar a Dios en cuanto a su condena reconociendo su culpabilidad, y lo
deja con una conciencia suplicante por misericordia inmerecida. Esto es un
estado del corazón que solo el Espíritu de Dios puede producir.
Para que la salvación venga a ser una posesión consciente y disfrutada,
Cristo debe ser recibido por fe. Fe que, obviamente, surge como
consecuencia del cambio radical y espiritual efectuado en el corazón.
Decimos “obviamente” porque un corazón orgulloso e impenitente jamás
podrá creer salvíficamente (Mat.21:32), más de lo que un rebelde rendirse
al Señorío de Cristo y tomar su yugo. No hay comunión entre la luz y las
tinieblas, no hay concordia entre Cristo y Belial. Mientras el corazón
permanece duro e inquebrantable, la Palabra no penetra, tal como lo
explica la parábola del sembrador dada por nuestro Señor. La fe salvadora
es aquella que recibe a Cristo como se lo presenta en la Palabra, esto es:
como uno que aborrece la justicia propia, odia el pecado, pero que aún así
está lleno de compasión para los que están enfermos por el pecado y
anhelan ser sanados por Él. De semejante fe, el Espíritu Santo es
enteramente su autor.
En Su administración del pacto, entonces, Cristo cumple sus promesas a
través del ministerio de la Palabra, bajo el accionar del Espíritu. El pueblo
de Dios es eficazmente llamado por Su gracia: mediante la fe aceptan Su
misericordia y se rinden a Su voluntad. El llamado eficaz atañe a su
salvación, porque es principalmente un llamado a Su reino y gloria. Desde
el momento en que los principios espirituales y los afectos de la gracia
aparecen en el corazón, con mayor o menor intensidad, principia la
salvación. Y podemos descansar tranquilos en que esta obra, una vez
comenzada por el Espíritu, continuará y perseverará hasta que la salvación
sea completada y la gracia presente entre en la gloria futura. Existe una
íntima conexión establecida por Dios como cierta y necesaria, entre la
primera manifestación de la gracia en el corazón y la redención consumada
en la gloria celestial. Esto lo asegura la propia naturaleza del pacto, porque

269
sus bendiciones son enteramente espirituales, proveyendo lo que es una
relación permanente con Dios.
Entre la condición de Adán dentro de un estado de inocencia y los santos
creyentes renovados, hay una vasta diferencia. El primero permanecía
sobre su propia justicia y no había garantía contra su deserción. Cayó del
estado de obediencia continua a pesar de contar con las más favorables
circunstancias. Entonces, si ahora los creyentes (al tener pecado y
debilidad en ellos mismos, y al verse rodeados de tentación – cosas que
Adán en su pureza nunca conoció), no contaran con una seguridad mayor
que la de Adán, ¿qué podría prevenir su inevitable apostasía y destrucción?
Pero los efectos de la gracia divina y la fidelidad del Redentor trabajan
comprometidamente por su seguridad. Aquel que se compadeció de ellos
cuando estaban muertos en delitos y pecados, e hizo que lo conocieran y
que lo amasen, jamás los abandonará. La gracia que una vez los bendijo
continuará haciéndolo hasta el final. El propósito inmediato del gobierno
del Mediador es, precisamente, asegurar la salvación de ellos.
“Los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables” (Rom.11:29). De
esto, el pacto mismo da una seguridad plena. No solo por sus declaraciones
generales, de lo cual esto también se infiere, sino en términos explícitos.
En un notable pasaje lo pone de esta manera: “Ellos serán mi pueblo, y yo
seré su Dios; y les daré un solo corazón y un solo camino, para que me
teman siempre, para bien de ellos y de sus hijos después de ellos. Haré con
ellos un pacto eterno, por el que no me apartaré de ellos, para hacerles
bien, e infundiré mi temor en sus corazones para que no se aparten de mí”
(Jer.32:38-40).
El pacto no provee perdón para los pecadores para entonces dejarlos en sus
pecados. No es una licencia para la impiedad, ni un amparo para el
libertinaje. No hay absolutamente nada en él, en lo más mínimo, que
anime a los que lo abrazan a pecar para que la gracia abunde.
El temor que Dios puso en los corazones de las almas renovadas es el
antídoto divino contra el pecado que mora en ellos; porque, como dice
Proverbios 8:13: “El temor del Señor es aborrecer el mal” y, otra vez, “con
el temor del Señor el hombre se aparta del mal” (Prov.16:6). Por eso,
mientras el pecador no haya sido llevado por gracia a aborrecer el mal y a
apartarse de él, no tiene parte en el pacto de la promesa. Presta mucha
atención, querido lector: Dios no prometió poner Su doctrina en nuestras
cabezas (muchos tienen eso y nada más), sino Su temor en nuestros
corazones. Un mero conocimiento intelectual de la doctrina eleva el
orgullo y la arrogancia. Pero Su temor en el corazón humilla y produce un
andar piadoso. “No me apartaré de ellos, para hacerles bien”. “Cierto” –
dice el Arminiano –, “pero ellos pueden apartarse de Él para hacer el mal”.

270
No de forma total, constante y para siempre, porque se nos asegura:
“infundiré mi temor en sus corazones para que no se aparten de mí”.
Hasta aquí, hemos tratado exclusivamente con el lado divino de las cosas:
las medidas que Dios tomó y los medios que ordenó para cumplir Su
propósito de gracia en el pacto. Ahora debemos verlo desde el lado
humano, y considerar qué es lo que Dios exige de nosotros antes de poder
derramar las bendiciones del pacto. Qué lástima que en los pocos púlpitos
donde se explica claramente el lado divino de las cosas, nada se dice del
aspecto humano o, lo que es peor, se niega con vehemencia que haya uno.
Es otra prueba del triste desequilibrio que hoy impera en la cristiandad.
Les encanta citar 2 Samuel 23:5: “Él ha hecho conmigo un pacto eterno,
ordenado en todo y seguro”; pero uno nunca jamás les oirá citar (mucho
menos explicar) Isaías 55:3: “Inclinad vuestro oído y venid a mí, escuchad
y vivirá vuestra alma; y haré con vosotros un pacto eterno, conforme a las
fieles misericordias mostradas a David”.
En el último pasaje citado, aprendemos con quienes Dios se propuso hacer
este pacto. Primero, con quienes cerraron sus oídos y rechazaron todas Sus
demandas, y se acorazaron contra sus advertencias y admoniciones.
Inclinar el oído significa abandonar tu actitud de rebeldía para entonces
someterte a Sus justas demandas. Segundo, con quienes están separados y
alienados de Él, por una brecha de culpabilidad. “Venid a mí” significa
dejar las armas de tu revuelta y echarte a Su misericordia. Tercero, con los
espiritualmente muertos, como el “escuchad y vivirá vuestra alma”
claramente enseña. Es a la responsabilidad humana que aquí se apela.
“Cumplan estos términos” – dice Dios – “y entonces, Yo haré este pacto
con ustedes”.
Esta puesta en vigor de nuestra responsabilidad es lo más idóneo para la
honra de Dios. Y, como a Cristo lo que más le importa es el honor del
Padre, las bendiciones de Su gracia las va a dispensar únicamente del
modo en que más exalte a las perfecciones de Dios. Existe una armonía
perfecta entre la plegaria por el favor divino y su aplicación. Como la
justicia de Dios tuvo por idóneo que Su ira fuese apaciguada y Su ley
vindicada por la obra satisfactoria del Hijo, así Su sabiduría determinó
necesario que el pecador se convierta antes de poder otorgar el perdón
(Hech.3:19). Debemos cuidarnos aquí, como en todo, de no engrandecer
un atributo de Dios más que otro. Cierto, el pacto es puramente de gracia
(pura, libre y soberana gracia), sin embargo, aquí también la gracia reina a
través de la justicia, y no a expensas de ella.
Dios no va a mancillar Su gracia concertando un pacto con unos
impenitentes que lo desafían abiertamente. Esto no significa que el
pecador deba hacer algo para ganarse la gran bendición del pacto. ¡No, no!
No contribuye ni un poco. Ese precio – infinitamente costoso – fue pagado
271
completamente por Cristo solo. Pero, aunque Dios no nos pide nada para
conseguir o ganar esas bendiciones, sí lo hace en cuanto a nuestra
recepción concreta de ellas.
“El honor de Dios decaería al suelo si fuésemos perdonados sin
someternos, sin confesar nuestro pecado pasado, y sin determinarnos
a una obediencia futura. Porque hasta que no conocemos nuestra
terrible miseria, no estamos dispuestos a salir de ella. Y el que con
seguridad continúa en sus pecados, desprecia tanto la maldición de la
Ley como la gracia del Evangelio” (T. Manton).
Capítulo VIII.
El hecho de que haya un lado humano de las cosas en cuanto a
convertirnos en los receptores de las bendiciones espirituales de Dios, no
debería ocasionarnos ningún problema. Porque, como frecuentemente
señalamos a lo largo de este estudio, un pacto es un acuerdo mutuo, en
donde la contraparte accede a realizar u hacer ciertas cosas a cambio de lo
hecho u acordado por la parte primaria. Antes de que el pecador pueda
acceder a los beneficios de la expiación de Cristo, es necesario que
consienta a andar en el deber de la ley y a vivir en obediencia a Dios.
Porque Él no perdona a los que persisten en su rebelión y viven
completamente bajo el dominio del pecado. Esto es claro por muchos
pasajes: véa por ejemplo, Isaías 1:16-18; 55:7, y Hechos 3:19. Así que, a
no ser que tengamos un arrepentimiento genuino (el cual no consiste solo
de un pesar por los pecados pasados, sino que también implica decidirse
seriamente a vivir conforme a la voluntad de Dios), no tenemos parte en la
gracia del nuevo pacto.
Primero, se nos pide que entremos en un pacto solemne con Dios,
dándonos a Él sin reservas (2 Cor.8:5), y entonces vivir para su gloria:
“Juntadme a mis santos, los que han hecho conmigo pacto con sacrificio”
(Sal.50:5). Segundo, se nos pide guardar este pacto solemne, viviendo en
una santidad universal: “Todas las sendas del Señor son misericordia y
verdad para aquellos que guardan su pacto y sus testimonios” (Sal.25:10).
Solo los que perseveren hasta el fin serán salvos; y para eso se requiere de
una práctica diligente de los preceptos de Dios y de guardar
constantemente en el corazón sus advertencias y admoniciones.
“La perseverancia no es algo que venga de una confianza ciega y de
una seguridad fácil. Viene de ser vigilante, celoso en cuanto a uno
mismo, de un temor sano a quedarse corto del reposo prometido, algo
que nos impulsa a realizar nuestros más serios esfuerzos y a un
hábito de auto-negación. La perseverancia no asegura la salvación de
un cristiano sin importar cuán descuidado sea, sino que implica una
continuidad estable en la santidad, y una conformidad a la voluntad
272
de Cristo para ese fin” (John Kelly, a quien debemos mucho en estos
artículos).
“Aunque no hay condiciones para la gracia del pacto, sí hay
condiciones en el pacto (tomemos el término en su sentido más
amplio); esto se ve en cuanto a que, según el orden divino, las
condiciones influyen sobre la existencia de ciertas cosas y deben
precederlas en orden de que éstas puedan tener lugar. De hecho, Dios
pide muchas cosas de quienes admite en su pacto, y los hace
partícipes de sus promesas y beneficios. De esta naturaleza es la
obediencia que se nos prescribe en el evangelio y en nuestro andar
íntegro delante de Dios. Y allí, hay algunas acciones, deberes y
partes de nuestra agraciada obediencia, que están puestas como
medios para entonces proveernos de mayor gracia y misericordias del
pacto. Podemos decir que son condiciones que se requieren de
nosotros, como también deberes que se nos prescriben” (John Owen).

Es evidente por esta última cita que aquí no estamos abogando por ninguna
doctrina extraña, cuando insistimos con que los términos del pacto deben
cumplirse si sus privilegios han de ser gozados. Nadie fue tan claro y
específico como Owen al magnificar la libre gracia de Dios; sin embargo,
nadie vio más claro que él que Dios trata al hombre en todo como un
agente moral. De muy buena gana podríamos reproducir la misma
enseñanza por otros puritanos. Señalemos que, la primera bendición del
pacto (la regeneración: Dios poniendo Su ley en los corazones) no depende
de ninguna condición de nuestra parte; sino que es puramente un acto de la
soberanía y gracia divinas. Pero para un interés completo y cabal en todas
sus promesas, se exige fe de nuestra parte (la cual va inseparablemente
unida a un arrepentimiento evangélico). Entonces, aquí también insistimos
en que, si bien no puede haber justificación sin creer, por otro lado, esa
misma fe nos es dada y actúa en nosotros.
Para mayor corroboración del punto que estamos desarrollando tenemos el
uso que el Nuevo Testamento hace del término “garantía (arras,
RVR´60)”. Tanto en 2 Corintios 1:22 como en 5:5 leemos del Espíritu
“como garantía”, mientras que en Efesios 1:13-14 se nos dice que es “la
garantía” de nuestra herencia. Ahora, “arras” es un pago simbólico o seña
en virtud de lo acordado entre dos o más partes, que obra como garantía
del pago o cumplimiento total y final. Se emplea esta expresión figurada
porque el derecho que el creyente tiene a la gloria y vida eternas obra
mediante un pacto o contrato. Por un lado, el pecador accede a los
términos estipulados (abandonar el pecado y servir al Señor), y se rinde a
Dios en arrepentimiento y fe. Por otro lado, Dios se compromete a darle al
creyente el perdón de pecados y herencia entre los santificados. Y el don
273
del Espíritu sella el asunto. Cuando consentimos a los términos del
evangelio, Dios se compromete a derramar las bendiciones inestimables
que Cristo nos consiguió.
Bajo el nuevo pacto, Dios exige de los cristianos la misma obediencia
perfecta que exigió del Adán inocente.
“Aunque, en sus mandamientos Dios nos exige una obediencia
universal, aún así, no lo hace al modo riguroso y estricto de la Ley
(se debe entender por esto la que fue dada a Adán), de modo que si
fallamos en algo, ya sea en la forma o sustancia del cumplimiento, o
al considerar la naturaleza misma o grados de perfección de ellos,
seamos rechazados. Lo hace con una contemplación de gracia y
misericordia tales que, si tenemos una sinceridad universal para con
todos sus mandamientos, nos perdonará muchos pecados y aceptará
lo que hagamos, aunque no alcance la perfección legal. Y esto, en
virtud de la mediación de Cristo. Sin embargo, esto no niega que el
mandato del Evangelio exija de nosotros una santidad universal y una
perfección, las cuales hemos de esforzarnos al máximo por alcanzar;
aunque reposemos en la sinceridad por un lado y en la misericordia
por otro. Porque los mandamientos del Evangelio siguen declarando
qué aprueba Dios y qué condena: la santidad por un lado, y el pecado
por el otro. Y lo hace de forma tan precisa y extensiva como la Ley.
Porque así lo exige la misma naturaleza de Dios; y el Evangelio no es
ministro de pecado como para rebajarlo en lo más mínimo, pese a
que en él se haya provisto para multitud de pecados a través de
Jesucristo.
Nuestra obligación para con la santidad es la misma que cuando
estábamos bajo la ley; con la diferencia de que se nos provee de un
alivio en donde, de forma inevitable, quedamos cortos. No hay, por
ende, nada más cierto que decir que en el Evangelio no tenemos
ninguna relajación para con ningún deber de la santidad, ni
indulgencias para el más mínimo pecado. Pero, a pesar de eso, (sobre
la base de que la sinceridad y la obediencia en partes, en vez de en
grados, es acepta por la misericordia provista para nuestros pecados y
fracasos), extraemos un argumento que nos mueve a la santidad. Y es
que, junto con el mandamiento viene también la gracia que nos
permite rendirle a Dios la obediencia que Él acepta. Así que, nada
puede evitar o vaciar el poder de este mandamiento y el argumento
que extraemos de él, sino solo un menosprecio renuente de Dios
nacido del amor al pecado” (J. Owen).
Un triple contraste puede distinguirse en relación a la obediencia exigida
por Dios bajo el pacto Adámico y bajo el pacto Mesiánico:

274
Primero, el propósito de la obediencia es completamente distinto en
ambos. Bajo el pacto de obras el hombre estaba obligado a obedecer la ley
para entonces ser justificado. Pero no así en el pacto de gracia; porque allí,
el pecador que cree es justificado sobre la base de la obediencia de Cristo
siéndole imputada, y de ahí en adelante su obediencia es requerida solo
para honrar a Dios como expresión de su gratitud.
Segundo, la habilitación para hacerlo. Porque bajo el nuevo pacto Dios
obra en nosotros tanto el querer como el hacer por Su buena voluntad.
Bajo el pacto de obras el hombre era dejado a su fuerza natural con que fue
creado. Bajo el primero, Dios solamente daba el mandamiento; bajo el
nuevo, Él nos equipa con Su gracia y con Su Espíritu, de modo que somos
capacitados para rendirle esa obediencia evangélica sincera que Él acepta
de nosotros. Cuando Dios nos invita a venir a Él, asimismo también nos
lleva a Él.
Tercero, en su aceptación. Bajo el pacto de obras no había provisión
alguna en caso de falla, porque no había ni sacrificio ni un mediador. En
consecuencia, la única obediencia que Dios aceptaría era una perfecta y
perpetua. Mientras que Dios exige la misma obediencia intachable bajo el
nuevo pacto, sin embargo, proveyó para las fallas; y, si nuestros esfuerzos
son genuinos, Dios acepta nuestra obediencia imperfecta porque sus
defectos son plenamente compensados por los méritos infinitos de Cristo
acreditados al creyente. Se exige de nosotros una obediencia sincera
(llamada por muchos escritores “la nueva obediencia” o “la obediencia
evangélica”) como medio por el cual mostramos nuestra sujeción, nuestra
dependencia y nuestra gratitud a Dios, y como la única forma de tener
comunión con Él.
Ahora debemos considerar el tiempo en que este pacto entró en operación.
Definitivamente no puede restringirse a un solo momento en particular,
como si todo lo que Dios hiciese consistiera de un solo acto. Si vamos por
un momento a la promesa original veremos que Dios dijo: “no como el
pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos
de la tierra de Egipto…” (Jer.31:32). Ahora, ese “día” no fue un día literal
de veinticuatro horas, sino una temporada ajetreada. Muchas cosas
ocurrieron entre el éxodo israelita de la casa de esclavitud a su estadía ante
el Sinaí. Cosas que fueron preparatorias para la realización y el
establecimiento solemne del antiguo pacto. Lo mismo ocurrió con el
establecimiento del nuevo pacto: fue realizado en forma gradual y
establecido por distintos actos, tanto preparatorios como confirmatorios.
En su hábil discusión sobre este punto, Owen menciona seis fases o etapas:
nosotros resumiremos los puntos más notables, y añadiremos unas pocas
observaciones de nuestra parte.

275
La primera entrada hecha del nuevo pacto fue hecha por la misión de Juan
el Bautista, que fue enviado a preparar el camino del Mesías y, por ende,
su misión fue nombrada como el principio del evangelio (Marcos 1:1-2).
Hasta su aparición, los judíos estaban todos completamente ligados al
pacto Sinaítico, sin ninguna modificación o adición en ninguna de las
ordenanzas de culto. Pero su ministerio fue ideado para prepararlos y hacer
que miraran hacia el cumplimiento de la promesa de Dios referente a hacer
un nuevo pacto. Por ende, él llamó a la gente a que no descansen ni se
apoyen en los privilegios del antiguo pacto, predicándoles la doctrina del
arrepentimiento e instituyendo una nueva ordenanza de adoración: el
bautismo; por el cual podían ser iniciados a una nueva condición y relación
con Dios; señalándoles al Cordero predicado. Este era el comienzo del
cumplimiento de Jeremías 31:31-33 (compárese con Luc.16:16).
Segundo, la encarnación y el ministerio personal del Señor Jesucristo
mismo fue una gran etapa y eminente avance en su desarrollo. Cierto, aún
continuaba la dispensación del antiguo pacto, porque Él mismo, nacido de
mujer, fue nacido bajo la ley (Gál.4:4), rindiéndole obediencia y
observando todos sus preceptos e instituciones. Sin embargo, su
encarnación puso un hacha en la raíz de la dispensación entera. De ahí que
al momento de su nacimiento fuese anunciada desde el cielo la sustancia
del nuevo pacto, indicando que estaba en sus vísperas (Luc.2:13-14). Pero
fue hecho más evidente todavía un tiempo después con Su ministerio
público; en donde toda su doctrina fue preparatoria para la introducción
inmediata de este pacto. Las pruebas que Él da de Su Mesianeidad, el
cumplimiento que hace de las profecías acerca de Él, fueron todos signos
de que Él era el Mediador designado de ese pacto.
Tercero, una vez preparado el camino para su introducción, el pacto fue
solemnemente promulgado y confirmado en y mediante Su muerte, porque
allí ofreció a Dios el sacrificio sobre el cual fue establecido; y a partir de
ahí, la promesa se convirtió, propiamente, en un testamento (Heb.9:14-16).
En este pasaje, el apóstol muestra cómo el derramamiento de la sangre de
Cristo se correspondía con aquellos sacrificios cuya sangre era rociada al
pueblo y al libro de la ley en confirmación del primer pacto. La cruz,
entonces fue el centro donde se reunieron todas las promesas de gracia, y
de donde todas cobran su eficacia. De ahí en más, el antiguo pacto y su
administración, tras haber recibido pleno cumplimiento, carecen de vigor
(Ef.2:14-16; Col.2:14-15); permaneciendo solo por la paciencia de Dios,
hasta ser quitadas en Su tiempo y a Su modo.
Cuarto, este nuevo pacto se ve plenamente realizado y establecido en la
resurrección de Cristo. Dios no hizo el primer pacto simplemente para que
continuara por período, muriera y fuera arbitrariamente quitado. No, la
economía levítica tenía un fin específico que concretar y nada podía ser
276
quitado hasta que el propósito de Dios se viera cumplido. Ese propósito
era doble: (1) el cumplimiento perfecto de la justicia que la ley pedía, (2) y
el padecimiento de su maldición. Lo primero se vio cumplido en la
obediencia perfecta de Cristo (garantía del pacto), obrada por aquellos con
quienes el pacto fue hecho. Lo otro fue soportado por Él en Sus
padecimientos. Y Su resurrección fue la evidencia pública de quedar libre
de la ley por haberla cumplido a la perfección. Entonces, el antiguo pacto
expiró y su sistema de culto fue mantenido durante algunos años solo por
la paciencia de Dios para con los judíos.
Quinto, la primera promulgación formal del pacto, como realizado y
ratificado, fue en el día de Pentecostés siete semanas después de la
resurrección de Cristo. De forma notable esto se correspondió con la
promulgación de la ley desde el Sinaí, porque pasó la misma cantidad de
tiempo desde su salida de Egipto. De Pentecostés en adelante, las
ordenanzas de culto y todas las instituciones del nuevo pacto se hicieron
obligatorias a todos los creyentes. Allí la iglesia fue absuelta de toda
ordenanza propia del viejo pacto y su adoración, aunque no era todavía tan
claro en sus conciencias. Cuando Pedro dijo a sus oyentes que se
compungieron de corazón que la promesa era para ellos y para sus hijos,
les estaba anunciando el nuevo pacto a los miembros de la casa de Judá, a
ellos y a todos los que están lejos (compárese con Dan.9:7), alcanzando a
los dispersos de Israel. Y cuando añadió “Sed salvos de esta perversa
generación” (Hech.2:39-40), dio a entender que el antiguo pacto había
envejecido y estaba por desaparecer. Sexto, esto fue confirmado en Hechos
15:23-29.
Solo nos resta decir unas palabras en cuanto al pacto original y el pacto
final. Es importante que distingamos claramente entre el pacto eterno que
Dios hizo de antes de la fundación del mundo, y el pacto Cristiano que
instituyó en los últimos días de la historia del mundo. Primero, el uno fue
hecho en la eternidad pasada, el otro se realiza en el tiempo. Segundo, el
primero fue hecho únicamente con Cristo, el otro es hecho con todo Su
pueblo. Tercero, el primero es incondicional en cuanto a nosotros
concierte, el otro prescribe ciertos términos que debemos cumplir. Cuarto,
bajo el primero Cristo es el heredero, bajo el otro los cristianos son
herederos: en otras palabras, la herencia que Cristo consiguió al cumplir
los términos del pacto eterno nos es ahora administrada por Él en la forma
de un testamento.
El lector podría preguntarse: ¿mi entrada al cielo depende del pacto eterno
o del nuevo? La respuesta es: de ambos. Primero, en base a lo que Cristo
hizo por mí al cumplir los términos del primero. Segundo, por mi
obediencia a las condiciones del último. Muchos están realmente
confundidos sobre este punto. Los que niegan la responsabilidad humana
277
no permitirán los “si” condicionales o los “peros”, y confinarán toda su
atención a los “Dios hará”. Pero esto no es manejar la Palabra
honestamente. En vez de restringirnos a nuestros pasajes favoritos,
debemos comparar la Escritura consigo misma de forma imparcial. Junto a
las prerrogativas (los “haré”) de Dios de Hebreos 8:10-12, debemos poner
el: “pero Cristo fue fiel como Hijo sobre la casa de Dios, cuya casa somos
nosotros, si retenemos firme hasta el fin nuestra confianza y la gloria de
nuestra esperanza… porque somos hechos partícipes de Cristo, si es que
retenemos firme hasta el fin el principio de nuestra seguridad” de Hebreos
3:6, 14.
¿Hace esto incierto un asunto de vital importancia, y compromete mi
seguridad eterna? De ninguna manera. Si me volví de mi transgresión,
Dios hizo conmigo un pacto eterno y me dio el mismo Espíritu que reposó
– sin medida – en el Mediador (Isa.59:20-21). Sin embargo, puedo estar
bíblicamente seguro de esto siempre y cuando transite por la senda de la
obediencia.

278
OCTAVA PARTE:
LA ALEGORÍA DEL PACTO

“Decidme, los que deseáis estar bajo la ley, ¿no oís a la ley? Porque está
escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la sierva y otro de la libre.
Pero el hijo de la sierva nació según la carne, y el hijo de la libre por
medio de la promesa. Esto contiene una alegoría, pues estas mujeres son
dos pactos; uno procede del monte Sinaí que engendra hijos para ser
esclavos; éste es Agar. Ahora bien, Agar es el monte Sinaí en Arabia, y
corresponde a la Jerusalén actual, porque ella está en esclavitud con sus
hijos. Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésta es nuestra madre. Porque
escrito está: `Regocíjate, oh estéril, la que no concibes; prorrumpe y clama,
tú que no tienes dolores de parto, porque más son los hijos de la desolada,
que de la que tiene marido´. Y vosotros, hermanos, como Isaac, sois hijos
de la promesa. Pero así como entonces el que nació según la carne
persiguió al que nació según el Espíritu, así también sucede ahora. Pero,
¿qué dice la Escritura? `Echa fuera a la sierva y a su hijo, pues el hijo de la
sierva no será heredero con el hijo de la libre´. Así que, hermanos, no
somos hijos de la sierva, sino de la libre” (Gálatas 4:21-31).
Nuestros lectores particularmente interesados en los pactos divinos,
quedarían decepcionados si concluimos nuestros extensos comentarios
ignorando los últimos once versículos de Gálatas 4. Por eso sentimos
necesario dedicar un capítulo a su consideración. Es un pasaje que no está
libre de dificultades. Esto se puede ver por la diversidad de exposiciones
de los comentarios; apenas si dos concuerdan siquiera en sustancia.
Nuestro limitado espacio no nos permitirá entrar en explicaciones
profundas como podría desearse, ni detenernos para ofrecer pruebas
colaterales en cada avance como quisiéramos. La brevedad tiene sus
ventajas, pero no siempre hace a la claridad. Sin embargo, deberemos
contentarnos con un comentario conciso y breve de este pasaje; eso, acorde
a la luz limitada que poseemos del mismo.

279
Gálatas 4:21-31 es, en varios aspectos, muy similar a los contenidos de 2
Corintios 3. En ambos casos el apóstol se enfrenta a los errores que habían
sido propagados perniciosamente entre sus convertidos por los judaizantes.
En ambos, muestra que el problema fundamental en ellos tiene que ver con
los pactos, ya que cualquier maestro confundido en esto ciertamente se
desviará en toda su predicación. En ambos, el apóstol apela a incidentes
famosos del Antiguo Testamento y, con la sabiduría que se le dio de lo
alto, procede a extraer el significado espiritual profundo de ellos. En cada
caso, afirma a modo conclusivo la inmensurable superioridad del
cristianismo sobre el judaísmo, al minar completamente las propias bases
de la posición de sus adversarios. Aunque fue de una importancia
particular para quienes el apóstol escribió en forma inmediata, con todo,
este pasaje contiene considerable valor para nosotros hoy.
“Decidme, los que deseáis estar bajo la ley, ¿no oís a la ley? (Gál.4:21).
Aquí, el apóstol se dirige a quienes habían dado oído a sus enemigos
espirituales. Por “los que deseáis estar bajo la ley” se refiere a los que
añoraban sujetarse al judaísmo. “¿No oís a la ley?” significa: “¿están
dispuestos a oír lo que está en el primer libro del Pentateuco, del cual se
les indicó su significado dispensacional? El propósito de Pablo era
mostrarles a quienes estaban ansiosos por circuncidarse y someterse al
sistema mosaico que, lejos de ser eso algo honorable y benéfico, estaba
lleno de peligro y desgracia. Rendirse a los que procuraban seducirlos
espiritualmente acabaría inexorablemente en esclavitud (véase 4:9) y no en
libertad (5:1). Para prevenirlo, les ruega escuchar lo que Dios dijo.
“Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la sierva y otro
de la libre. Pero el hijo de la sierva nació según la carne, y el hijo de la
libre por medio de la promesa. Esto contiene una alegoría, pues estas
mujeres son dos pactos; uno procede del monte Sinaí que engendra hijos
para ser esclavos; éste es Agar” (vs.22-24). Esto es notable, sin duda,
porque se nos informa definitivamente que, no solo los ritos mosáicos
poseían un significado típico, sino que también las vidas de los patriarcas
contaban con un significado figurativo. Y no solo eso, sino que sus
acontecimientos fueron controlados por la providencia de tal modo que
fueron moldeados para prefigurar eventos futuros de gran magnitud. Pablo
fue movido por el Espíritu para informarnos que los sucesos domésticos de
la casa de Abraham eran una parábola en acción, la cual él nos interpretó.
Así, se nos concedió una visión en pasajes del Génesis cual ninguna
sabiduría humana podría haber penetrado.
Las transacciones en la familia de Abraham estaban ordenadas
divinamente para presagiar importantes épocas dispensacionales. Los
asuntos domésticos de la casa del patriarca estaban investidos de un
significado profético. Los incidentes históricos registrados en Génesis 16 y
280
21 poseían un significado típico, y contenían bajo su superficie verdades
espirituales de profunda importancia. El apóstol les recuerda a sus lectores
de las circunstancias registradas sobre las dos mujeres de Abraham, y
sobre sus simientes respectivas, y declara que las madres bosquejaban los
dos pactos y sus hijos, los respectivos resultados y tendencias de esos
pactos. En otras palabras, Sara y Agar deben ser vistas como
representantes de los dos pactos, y sus hijos como representantes del tipo
de adoradores que esos pactos producían.
“Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la sierva y otro
de la libre”. El propósito del apóstol era librar a los gálatas judaicamente
inclinados de su extraña infatuación por un sistema servil y obsoleto,
descubriéndoles su verdadera naturaleza. Esto lo hace refiriéndose a una
representación emblemática de estas dos economías. Abraham tenía otros
hijos aparte de Ismael e Isaac, pero solo a ellos dos (circunstancias de
nacimiento, comportamiento, historia y destinos) se relaciona
exclusivamente la discusión de Pablo.
En su impaciencia e incredulidad (indispuestos a esperar que Dios cumpla
Su palabra en Su tiempo y a Su manera), Sara entregó su sierva a Abraham
para que no quedara sin descendencia. Aunque esto causó confusión y
trajo conflicto sobre los interesados, con todo, fue ordenado por Dios para
presagiar grandes diferencias dispensacionales, y de ninguna manera
frustró el cumplimiento de Su propósito eterno. Abraham tuvo dos hijos:
Ismael, hijo de una esclava egipcia, e Isaac, el hijo de Sara, la mujer libre,
del mismo rango de su esposo. Como ya dijimos, estas dos madres
prefiguraban los dos pactos y sus hijos a los adoradores que esos pactos
tendían a producir.
“Pero el hijo de la sierva nació según la carne, y el hijo de la libre por
medio de la promesa” (vs.23). Grande como fue la disparidad entre las dos
madres, más grande fue la diferencia en la forma en que sus respectivos
hijos fueron concebidos. Ismael nació según el curso ordinario de
generación, por cuanto “según la carne” significa acorde al consejo carnal
que Sara dio a Abraham, y por la mera fuerza de la naturaleza. No había
ninguna promesa especial en relación al nacimiento de Ismael, ni ninguna
interposición divina extraordinaria. El caso de Isaac fue totalmente
distinto, porque fue el hijo de la promesa, nacido en consecuencia directa
del poder milagroso de Dios, y vivió bajo el beneficio de esa promesa. El
hecho especialmente enfatizado aquí por el apóstol es que el hijo de la
esclava se hallaba en una condición inferior desde el comienzo.
“Lo cual es una alegoría” (vs.24, RVR´60). Una alegoría es un método
parabólico de transmitir instrucción, en donde verdades espirituales son
puestas bajo figuras materiales. Las alegorías, son en palabras, lo que los
jeroglíficos en imprenta, ambos abundantes entre los orientales – “El
281
Progreso del Peregrino” de Juan Bunyan es la mejor alegoría en la lengua
Inglesa. “… pues estas mujeres son [los] dos pactos” (vs.24). Aquí el
apóstol procede a darnos el significado oculto de los hechos históricos
aludidos en el versículo anterior. Afirma que los incidentes domésticos en
la familia de Abraham constituyen una ilustración divinamente ordenada
de los principios básicos respecto a la condición de esclavos espirituales y
libres espirituales, y han de ser considerados como presagiando la
esclavitud que produce la sujeción a la ley de Moisés y la libertad que
asegura la sumisión al evangelio.
“Estas son los dos pactos”. Por supuesto esto no puede entenderse
literalmente, porque no es ni cierto ni inteligible que Sara y Agar fueran,
de hecho, dos pactos en sí mismas. Las palabras “es” y “son”
frecuentemente portan la idea de representar. Cuando Cristo dijo del pan
sacramental “esto es mi cuerpo”, quiso decir: “este pan simboliza mi
cuerpo”. Cuando leemos que la peña herida por Moisés en el desierto (de
la que brotaron fuentes de agua viva) era Cristo (1 Cor.10:4), obviamente
significa que esa roca prefiguraba a Cristo. De igual modo, cuando se nos
dice que las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias y los siete
candelabros las siete iglesias (Ap.1:20), vamos a entender que lo uno
simboliza a lo otro.
“Estas son los dos pactos”. Hubo mucha diferencia de opinión en cuanto a
qué pactos se refiere exactamente. Algunos insisten con que se refiere al
pacto eterno de gracia y al pacto Adámico o de obras; otros arguyen que es
el pacto Abrahámico o de la promesa y el Sinaítico; mientras que otros
concluyen que se trata del Sinaítico y el Cristiano o concertado con el
pueblo de Dios en el evangelio. La realidad es que es más una cuestión de
términos que de otra cosa, porque cualquiera sea la nomenclatura
adoptada, se trata de lo mismo. “Uno procede del monte Sinaí que
engendra hijos para ser esclavos; éste es Agar” (vs.24): es decir, aquel
orden bajo el cual fue puesto la nación de Israel en Sinaí, establecido para
mantenerlos como un pueblo separado, y el cual, a causa de su naturaleza
legalista, fue adecuadamente prefigurado por la esclavitud.
El pacto del monte Sinaí engendra hijos para esclavitud o produce a los de
espíritu servil, porque esclaviza a todos los que procuran la justificación y
la salvación por sus obras. Debe ser tenido en mente muy cuidadosamente
que la relación accedida entre Dios e Israel en Sinaí era una
completamente natural, siendo concertada con la nación como tal; y
consecuentemente todos sus descendientes, tras ser circuncidados,
automáticamente pasan a ser sus súbditos, sin ningún cambio espiritual
obrado en ellos.
“Los hijos que pudiera concebir este pacto, ciertamente no eran
verdaderos hijos de Dios, libres, espirituales, con corazones de una
282
confianza filial y un amor devoto; sino esclavos miserables, egoístas,
carnales, llenos de miedo y desconfianza. De esta clase de hijos del
pacto Sinaítico somos bien ilustrados al ver los perfectos ejemplares
que tenemos en los Escribas y Fariseos de los tiempos de nuestro
Señor” (P. Fairbairn).
“Ahora bien, Agar es el monte Sinaí en Arabia” (vs.25). Otra vez aquí “es”
significa “representa”: Agar proféticamente presagió y prefiguró al Monte
Sinaí – no al monte literal, sino al pacto que Jehová concertó con la nación
de Israel. Y este modo de expresión no es para nada inusual en la
Escritura: cuando representando a Samaria y Jerusalén por dos mujeres, el
profeta dijo: “Aholá es Samaria y Aholibá es Jerusalén” (Ez.23:4). “Y
corresponde a la Jerusalén actual” (vs.25). “Corresponde” significa que
“está en un mismo rango con”: el origen, estatus, y condición de Agar,
proveyeron de una analogía exacta para el estado de Jerusalén en tiempos
del apóstol. Jerusalén, metrópoli de Palestina y centro de su religión,
representa el Judaísmo.
“Porque ella está en esclavitud con sus hijos” (vs.25). El Judaísmo estaba
sujeto a un sinfín de instituciones ceremoniales, de las que el mismo
apóstol dijo ser un yugo que ni sus padres ni ellos pudieron sobrellevar
(Hech.15:10). Los que están bajo [este yugo], no disfrutan nada de esa
libertad espiritual que el evangelio trae sobre quienes se rinden a sus
términos. Esa gran parte de la nación que no tenía parte en el pacto de la
promesa hecho con Abraham (donde la fe era un prerrequisito
indispensable para acceder a su beneficio), sin dudas pertenecía
exteriormente a su familia y era miembro de la iglesia visible (como Agar
lo era de su familia); sin embargo, como Ismael, nacieron en esclavitud y
toda su obediencia externa era de un carácter servil, y sus privilegios
carnales y temporales.
“Pero la Jerusalén de arriba es libre; ésta es nuestra madre” (vs.26). Aquí
Pablo muestra lo que fue prefigurado por Sara. Tres cosas se dicen al
describir el pacto y constitución del que Sara era un emblema adecuado,
cada una de las cuales debe ser debidamente notada en la elaboración de
nuestra definición:
1) “La Jerusalén de arriba”. La apalabra “arriba” generalmente denota
ubicación, por lo que significaría la Jerusalén celestial (Heb.12:22), en
contraste con la terrenal. Pero aquí se la pone como antítesis de la “actual”
(vs.25), refiriéndose a la Jerusalén primera y primitiva, de la que
Melquisedec era rey (Heb.7:2) y a cuyo orden sacerdotal pertenece Cristo.
O “de arriba” puede tener la fuerza de “excelencia” o “supremacía”, como
en “supremo llamamiento” (Fil.3:14). Combinando los tres: Sara prefiguró
a toda la elección de gracia, todos los creyentes desde el principio de los
tiempos.
283
2) “… es libre”: Tal era el estatus y estado de Sara en contraste con el
de Agar, la esclava. Adecuadamente Sara expuso la libertad espiritual que
hay en Cristo, porque Él redime a todo Su pueblo de la esclavitud del
pecado y la muerte. Creyentes gentiles son liberados de la maldición de la
ley moral e, igualmente, creyentes judíos son liberados del dominio de la
ley ceremonial.
3) “… ésta es nuestra madre”. No se refiere a la iglesia visible o
invisible, porque ella no puede ser pariente de sí misma; más bien, es el
pacto eterno de gracia el que está en vista, en el cual están incluidos todos
los verdaderos creyentes. Así, las diferencias entre los sistemas
representados por Agar y Sara son: uno terrenal, carnal, esclavo y
temporal; y otro, celestial, espiritual, libre y eterno.
“Porque escrito está: `Regocíjate, oh estéril, la que no concibes; prorrumpe
y clama, tú que no tienes dolores de parto, porque más son los hijos de la
desolada, que de la que tiene marido´” (vs.27). Esto obviamente fue
introducido por Pablo para confirmar la interpretación que había hecho de
la alegoría del pacto. Es una cita de las predicciones de Isaías. Se deben
considerar cuatro cosas: (1) la necesidad que dio lugar a esta promesa
consoladora de Dios entonces; (2) el lugar exacto de la profecía de Isaías
de donde se toma esta cita; (3) el modo particular en que aquí es
introducida; (4) y su notable pertinencia al propósito del apóstol.
La necesidad que dio lugar a esta palabra reafirmadora de parte de Dios a
Sus creyentes afligidos en días de Isaías, no es algo difícil de percibir, si
tenemos en mente los términos exactos de la promesa originalmente dada
al patriarca y su esposa y, entonces, consideramos el estado de Israel bajo
el judaísmo.
La gran promesa a Abraham era que sería padre de multitud de naciones
(Gén.17:4) y que Sara sería madre de naciones (Gén.17:16). Pero en Sinaí
los hijos naturales de Sara fueron puestos bajo un pacto que levantó un
muro de división, separándolos de toda otra nación. Cuán rigurosas eran
las restricciones del pacto y la exclusividad que generaba, se hacen
evidentes en la indisposición de Pedro (aunque sobrenaturalmente
autorizado por Dios) a entrar en la casa de Cornelio (Hech.10:28).
El pacto Sinaítco consistía en gran parte de “comidas y bebidas, y diversas
abluciones y ordenanzas para el cuerpo, impuestas hasta el tiempo de
reformar las cosas” (Heb.9:10). Estaba bien adaptado a Israel según la
carne, porque los animaba a obedecer por la promesa de prosperidad
temporal, y los restringía por miedo a los juicios temporales. En medio de
la gran masa de judíos irregenerados siempre hubo un remanente escogido
por gracia, cuyos corazones Dios había tocado (1 Sam.10:26), y en cuyos
corazones estaba Su ley (Isa.51:7). Pero la nación como un todo se había
284
vuelto enteramente corrupta en tiempos de Isaías, sordos a la voz de
Jehová y madurados para el juicio (1:2-6). La parte piadosa se había
disminuido a un remanente muy pequeño (1:9), y el panorama era
temiblemente oscuro. De esta forma, Isaías fue levantado para fortalecer la
fe de los espirituales y consolar sus corazones.
La cita aquí hecha por Pablo es de Isaías 54:1, y su ubicación claramente
indicaba que apuntaba a los tiempos evangélicos; porque al continuar de
inmediato a la descripción de los sufrimientos del Redentor del capítulo
previo, pronto sugiere que se nos dio un cuadro de las condiciones del
nuevo pacto que siguieron a Su muerte. Este siempre es el método de Dios:
en la noche más oscura hace que la estrella de la esperanza alumbre su
bienvenida luz, pidiendo a Su pueblo que miren más allá del presente
oscuro hacia el futuro más brillante. Dios no había olvidado Su promesa al
patriarca; y, aunque pasaron muchos siglos, la venida de Su Hijo cumpliría
los antiguos oráculos, porque todas las promesas son hechas en Cristo (2
Cor.1:19-20).
Pasemos a observar la forma en que Pablo introduce la predicción de Isaías
en su argumentación: “Porque escrito está”. Es claro que el apóstol cita al
profeta para confirmar lo que había afirmado sobre el significado alegórico
de las circunstancias de la casa de Abraham. Esto nos esclarece de una vez
por todas la profecía. Pablo había señalado que Abraham tuvo hijos
mediante dos esposas distintas, que esos hijos representaban los distintos
tipos de adoradores producidos por los dos pactos, que Sara (representando
el pacto Abrahámico), a quien él relacionó con la Jerusalén de arriba,
madre de todos nosotros. En cambio, Isaías refiere a dos mujeres, vistas
alegóricamente, acusando a una de estéril y contrastándola con una que
tenía marido, asegurándole a la primera una progenie mucho más
numerosa.
Es evidente lo pertinente que fue la predicción de Isaías al argumento del
apóstol. Su intención era apartar el corazón de los gálatas del judaísmo, y
para lograrlo demuestra que ese sistema había sido reemplazado por algo
mucho más bendito y productivo espiritualmente. “Porque escrito está:
`Regocíjate, oh estéril…” ¿A quiénes se dirigía el profeta? Inmediatamente
al remanente piadoso de Israel, los hijos de fe, aquellos cuya permanencia
estaba en el pacto Abrahámico y de él obtenían su bendición. Isaías se les
dirige en términos de una alegoría. Tal como la Sara histórica fue sin hijos
durante muchos años tras convertirse en la esposa de Abraham, así la Sara
mística (el pacto Abrahámico) por largos siglos no mostró signos de
deleite. Pero como la Sara literal finalmente se convirtió en madre, así la
mística daría una simiente numerosa.
Ciertamente maravillosas son las sendas de Dios, y Su decreto es
notoriamente efectuado mediante Sus providencias. La parábola en acción
285
de la casa de Abraham contemplaba lo que tomaría miles de años en
revelarse. Primero, estaba el matrimonio entre Abraham y Sara, que
simbolizaba la unión pactal entre Dios y Su pueblo. Segundo, por muchos
años Sara permaneció estéril, prefigurando aquel período extenso durante
el que el propósito de Dios en ese pacto fue suspendido. Tercero, Agar, la
esclava, tomó el lugar de Sara en la familia de Abraham, tipificando a sus
descendientes naturales al ser puestos bajo el pacto Sinaítico. Cuarto, Agar
no suplantó a Sara en forma permanente, al presagiar el hecho de que el
judaísmo no era sino de una duración limitada. Quinto, finalmente Sara
cobró éxito y fue divinamente capacitada para dar una simiente
sobrenatural – emblema de los hijos espirituales de Dios bajo el nuevo
pacto.
“Regocíjate, oh estéril, la que no concibes”. El pacto Abrahámico es aquí
representado como una esposa que por largo tiempo permaneció sin hijos
(como Sara). Relativamente fueron pocos los hijos genuinos de Dios
levantados entre los judíos, de Moisés en adelante. Cierto, la nación estaba
en un pacto externo con Él, y así fue (como Agar en el tipo) la que tenía
marido; pero todo su fruto fue como Ismael – meramente natural, producto
de la carne. Pero la muerte de Cristo fue para cambiar todo esto: aunque
los judíos lo rechazarían, habría gran entrada a la familia espiritual de
Abraham de entre los gentiles, de modo que habría un número de santos
mucho más grande bajo el nuevo pacto, de lo que hubo en el viejo.
“Y [nosotros], hermanos, como Isaac, [somos] hijos de la promesa”
(vs.28). Aquí el apóstol comienza su aplicación de la alegoría. Como Sara
prefiguraba el pacto de gracia, Isaac representaba a los verdaderos hijos de
Dios. Pablo aquí se estaba dirigiendo a sus hermanos espirituales, y por
ende el “nosotros” incluye a todos los que son nacidos de arriba – tanto
creyentes gentiles como judíos. “Nosotros”, los hijos del nuevo pacto,
representados en la alegoría por Isaac. Nuestro estado y posición son
esencialmente diferentes del de Ismael, porque él (al igual que la gran
masa bajo el pacto Sinaítico) pertenece al curso ordinario de la mera
naturaleza; mientras que los creyentes genuinos son los hijos de la
promesa – de la hecha a Abraham que, en cambio, manifiesta lo que Dios
prometió desde antes que el mundo fuese (Tito 1:2). La relación con Dios
a la que los creyentes son traídos, tiene origen en un milagro de gracia
objeto de la promesa divina.
“Pero así como entonces el que nació según la carne persiguió al que nació
según el Espíritu, así también sucede ahora” (vs.29). Aquí el apóstol
introduce un detalle más provisto por la alegoría pertinente a su caso. Se
refiere a la oposición del hijo de Agar contra Isaac, registrada en Génesis
21:9. Esto recibió su equivalente en la actitud de los judaizantes para con
los cristianos. Quienes permanecían adheridos al antiguo pacto, eran
286
hostiles con quienes gozaban de la libertad del nuevo. Probablemente, una
de las razones por las que el apóstol mencionó esto, era para atender a una
objeción: ¿Cómo podemos nosotros ser los hijos de la promesa (los
predilectos de Dios) viendo que somos tan odiados y opuestos por los
judíos? La respuesta es: No es de asombrar, porque así fue desde el
principio: el carnal siempre persiguió al espiritual. “Pero, ¿qué dice la
Escritura? Echa fuera a la sierva y a su hijo, pues el hijo de la sierva no
será heredero con el hijo de la libre” (vs.30). He aquí el punto final de la
alegoría (tomado de Génesis 21:10-12) y que cerró indiscutiblemente el
argumento del apóstol de que Israel según la carne es finalmente puesto a
un lado por Dios. Agar representaba al pacto Sinaítico e Ismael a sus
adoradores carnales y ellos, al ser echados de la casa de Abraham,
indicaban proféticamente que Dios haría a un lado el judaísmo y que los
descendientes naturales de Abraham no tenían lugar entre sus hijos
espirituales y no podrían compartir su herencia (cf. Juan 8:34-35). Ambos
no pueden unirse: el cristianismo puro necesariamente excluye al
judaísmo. En su aplicación más amplia (para hoy): ninguno que busca
salvación por guardar la ley entrará en el cielo.
“Así que, hermanos, no somos hijos de la sierva, sino de la libre” (vs.31).
Aquí la llana e inevitable conclusión es extraída: dado que los cristianos
son los hijos de la promesa, ellos, y no los judíos carnales, son los
verdaderos herederos de Abraham. Desde que el nuevo pacto es superior al
antiguo y los creyentes en Cristo son librados de toda esclavitud
degradante, es obvio que en consecuencia deben conducirse como hombres
libres que pertenecen al Señor. Había llegado el tiempo en que adherirse al
judaísmo era algo fatal. La discusión giraba en torno a la pregunta de
quiénes eran los verdaderos herederos de Abraham (véase 3:7, 16, 29). En
capítulo 4 el apóstol expone las huecas pretensiones de aquellos que solo
podían llamarse descendientes del patriarca según la carne. Nosotros
somos los hijos de Abraham, decían los judaizantes. Abraham tuvo dos
hijos, responde Pablo – el uno libre, el otro nacido de esclavitud: ¿a qué
linaje pertenecéis? ¿Qué espíritu habéis recibido?
Resumiendo: el propósito de Pablo era liberar a los gálatas de los
judaizantes. Les demostró que por someterse al judaísmo se perderían las
bendiciones del cristianismo. Esto lo hace al descubrirles el significado
profundo de la alegoría del pacto, que presentaba tres contrastes
principales: nacimiento natural como opuesto a la gracia; un estado de
esclavitud como opuesto a la libertad; un estado de permanencia temporal
como opuesto a una posesión perpetua. En comparación, así como Agar
era en realidad sierva de Sara pero equivocadamente fue llevada a la
posición de esposa de Abraham, así el pacto Sinaítico fue diseñado para
suplementar al Abrahámico, pero fue pervertido por los judíos cuando
procuraron obtener de él productividad y salvación.
287
APÉNDICES
APÉNDICE PRIMERO [20]
Entre 1922 y 1953 la publicación de su revista mensual “Studies in the
Scriptures” (Estudio en las Escrituras) se mantuvo de forma
ininterrumpida, donde se incluían entre seis u ocho artículos referidos a
288
distintos temas en formato de series. Aunque relativamente desconocido al
mundo cristiano de su época, hasta el día de hoy sus escritos continúan
aumentando su influencia para con el pueblo de Dios alrededor del mundo
a través de su claridad, exposición cuidadosa, y su Cristo-centrismo.

EL PACTO ETERNO
El Dr. Hugh Martin (1821-1885) comenzó su invaluable obra sobre la
expiación diciendo: “Si vamos a investigar las doctrinas de la expiación
expuestas por la Palabra de Dios – evitando toda especulación arbitraria y
caprichosa, y toda línea de pensamiento inútil e ilegítima – debe
establecerse desde el principio, como proposición de importancia
trascendental, que la doctrina de la expiación tiene que ser tratada y
defendida dentro de la doctrina del Pacto de Gracia”. Por desgracia
muchos fallaron en hacer esto y como resultado, las bases de la fe fueron
socavadas, la verdad pervertida, el pueblo de Dios confundido y los
enemigos del Señor tuvieron toda oportunidad de atacar con considerable
éxito una fortaleza que de otra manera sería inexpugnable.
La satisfacción o expiación de Cristo nuca debe separarse de su fuente: el
acuerdo eterno concertado entre las Personas de la Deidad. Lo que Cristo
obró en el tiempo, fue lo que había sido determinado en los consejos
eternos de la Santa Trinidad. Aquello que se consumó aquí sobre este
mundo fue, lo que había sido decidido y ordenado en el cielo aún antes de
que esta tierra existiese. Cristo no propuso el plan de reconciliación o se
ofreció a ejecutarlo, sino que fue propuesto. El Padre elaboró el plan y se
lo propuso a Cristo como el Mediador Dios-hombre. Él, de la forma más
alegre, se comprometió a ejecutarlo. El Espíritu Santo fue testigo de esa
gran transacción entre el Padre y el Hijo, y lo grabó en el volumen eterno
de los decretos divinos; lo puso con precisión y autenticidad en las
Escrituras, en las cuales leemos acerca de ello: “la sangre del pacto eterno”
(Heb.13:20).
Cuando escribimos o pensamos acerca de la obra de redención, debemos ir
a su fuente, y comenzar con la consideración de aquel acuerdo eterno entre
las Personas de la Deidad sobre el cual se sustenta toda la dispensación de
la divina gracia con los elegidos. Lo que causó tantas discusiones
infructuosas acerca de la expiación, fue una deficiencia en reconocer – o
un rechazo a creer – lo que está revelado en la Palabra de Verdad sobre la
relación de la obra mediadora de Cristo en el pacto eterno. Una vez que
somos capaces de discernir el hecho, los términos y la inmutabilidad del
pacto de gracia, desde entonces, interrogantes tales como los de la
injusticia de un inocente sufriendo por los culpables; cuestiones como si
hubo cierta eficacia o ineficacia contingente en el sacrificio de Cristo al
asegurar lo que estaba destinado a efectuar; o afirmaciones en cuanto a la
289
extensión o alcance de la expiación – si fue para toda la humanidad o si
solo fue para los elegidos –, son resueltos de una vez por todas.
La Escritura expresamente revela una conexión orgánica entre el pacto de
gracia y el sacrificio de Cristo. Esto queda claro por las palabras de
Hebreos 13:20: “la sangre del pacto eterno”. Otra vez en Zacarías 9:11,
hallamos a Dios diciéndole al Mediador: “Y en cuanto a ti, por la sangre
de mi pacto contigo, he librado a tus cautivos de la cisterna en la que no
hay agua”. Nuestro bendito Señor mismo, al instituir la cena memorial,
dijo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre” (1 Cor.11:25). Es la
sangre que hace expiación por el alma (Lev.17:11), y lo hace porque es “la
sangre del pacto eterno”. En Hebreos 8:6, Cristo es expresamente llamado
“el mediador de un mejor pacto”, y en Hebreos 7:22, “fiador de un mejor
pacto”. Sí, la Escritura lo presenta como la sustancia misma del pacto. “Yo
soy el Señor, en justicia te he llamado; te sostendré por la mano y por ti
velaré, y te pondré como pacto para el pueblo, como luz para las naciones”
(Isa.42:6).
Ahora, un pacto es un acuerdo entre dos partes que están bajo compromiso
mutuo. Algo debe ser efectuado por una de las partes, y en consecuencia la
otra se compromete a retribuir a cambio de ello. Cuando, por ejemplo, un
amo entra en un pacto o acuerdo con un sirviente, le prescribe ciertas
condiciones a cumplir, y promete recompensarle con un salario adecuado.
Al consentir con el pacto, el sirviente queda ligado a cumplir lo estipulado
y el amo está ligado a otorgar la recompensa cuando la tarea se vea
concluida. En un pacto, por ende, tenemos dos partes, una condición y una
promesa. Cuando la condición del pacto es cumplida, el ejecutor queda por
derecho legitimado a la recompensa.
En su obra realmente excelente, The Satisfaction of Christ (La Satisfacción
de Cristo, 1650), el Dr. John Owen (1616-1683), el príncipe de los
Puritanos, al tratar el pacto eterno señaló:
“Cinco cosas se requieren para completar el establecimiento y
cumplimiento de semejante pacto o acuerdo. (1) Debe haber varias
personas, al menos dos, uno que promete y otro que ejecuta,
accediendo voluntariamente de mutuo acuerdo en consejo e idea para
su cumplimiento y para producir un bien común aceptable a ambos.
Se comprometen así a hacer algo que de otro modo no estarían
obligados; debe haber un fin común acordado por ambos, en el cual
se deleiten; y si no accedieren voluntariamente a lo que a cada uno
compete, ya no sería un pacto sino una imposición de una parte sobre
la otra. (2) Que la persona que promete, parte principal del pacto,
requiera de la contraparte realizar o soportar algo que le incumbe. Le
prescribirá algo que dependerá de la realización del fin acordado, es
decir, una condición. (3) Que a su vez le haga a la parte ejecutora las
290
promesas necesarias para animarle y sustentarle en su empresa, a fin
de que en su juicio pueda equilibrar plenamente lo que le es exigido o
prescrito. (4) Que en vista de la condición y la promesa, del deber y
la recompensa prescrita a la que se comprometió, como dijimos
antes, el ejecutor se dedique voluntariamente a la condición y al
deber y espere el cumplimiento de la promesa y la recompensa. (5)
Que al verse cumplida la condición por el ejecutor, con la aprobación
del que prometió, el fin común originalmente indicado sea efectuado
y establecido.
Estas cinco cosas son requeridas para la constitución y completa
realización de semejante pacto, convención, o acuerdo, construido
sobre actuaciones personales; y todas son expresadas eminentemente
en la Escritura, para ser halladas en el pacto entre el Padre y el Hijo”.
Tomemos estas proposiciones como nuestras divisiones:
I. El Acuerdo entre el Padre y el Hijo
Dios y el Mediador estuvieron de acuerdo en consejo para el
cumplimiento de un fin común: la promoción de la gloria de Dios
manifestada en la salvación de Sus escogidos. En Zacarías 6:13
leemos: “habrá consejo de paz entre los dos”. La referencia aquí es al
Señor JEHOVÁ y al Hombre cuyo nombre es “[el] Renuevo” del
versículo anterior. El “consejo de paz” se refiere al pacto o acuerdo
entre ellos, como también a la reconciliación entre Dios y Su pueblo
pecador. Había un interés voluntario del Padre y el Hijo para efectuar
la obra de paz de llevarnos a Dios. Sobre esto también se refiere
Isaías 9:6 llamando a Cristo “Admirable, Consejero”, coincidiendo
con el plan del Padre; con Él, respecto a ser el Niño nacido y el Hijo
que “nos ha sido dado”, para que pueda ser el Príncipe de paz. En esa
conexión – y en ese pasaje únicamente – Cristo es llamado “Padre
Eterno”, porque estaba pactando por sus “hijos” eternos (Heb.2:13).
Así también, en Zacarías 13:7, el Mediador es llamado por Jehová
como “el hombre compañero mío”, porque tomaron consejo juntos
en cuanto a la obra de nuestra salvación.
La aceptación voluntaria por parte de Mediador a la propuesta del
Padre se ve con claridad en el gran Salmo Mesiánico: “Entonces dije:
He aquí, vengo; en el rollo del libro está escrito de mí; me deleito en
hacer tu voluntad, Dios mío; tu ley está dentro de mi corazón”
(Sal.40:7-8). Estas palabras expresan Su alegre conformidad con los
términos del pacto – la voluntad de Dios –, términos que están
grabados en el volumen de los decretos divinos que conciernen a la
salvación de los elegidos de Dios, y que también están transcritos en
las Santas Escrituras.
291
Por eso Cristo es llamado “fiador [del] pacto” (Heb.7:22). Un
“fiador” es alguien que asegura por otro cumplir ciertas cosas que ese
otro está obligado a hacer. Esto significa que, en caso de fallar, lo
hará por él. Esta función que fue dada a nuestro Salvador, quiere
decir que vino con la obligación de cumplir las condiciones del pacto
por Su pueblo. Se comprometió a rendir la obediencia a la ley que
ellos debían, y a satisfacer la justicia divina por sus pecados. Un
fiador para alguien en bancarrota, es uno que se compromete a pagar
a los acreedores pagando sus deudas. Por tanto, cuando el Señor
Jesús es llamado “Fiador del nuevo pacto”, quiere decir que se
comprometió a pagar toda la deuda que Su pueblo debía a la Ley de
Dios, la deuda de su obediencia, la deuda del sufrimiento.
Como vimos arriba, nuestro Salvador también es llamado el
“mediador” del pacto. Este título implica que se interpone entre Dios
y el hombre para reconciliarlos. “Porque hay un solo Dios, y también
un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre” (1
Tim.2:5). Para este oficio queda calificado por la constitución de Su
persona. Poseedor de la naturaleza divina, accedió a asumir la
humana para que pueda relacionarlos a ambos. Es muy similar en
fuerza el título de Cristo de “Mediador del nuevo pacto” con el
“último Adán” (1 Cor.15:45) – hay que prestar especial atención al
contraste entre Él y el primer Adán (Rom.5:18). Esta denominación
de nuestro Salvador declara que Él es una Cabeza federal, por cuya
conducta otros se ven afectados.
II. La Obra que el Padre le dio al Hijo que hiciese
Hay muchas expresiones empleadas tanto en el Antiguo como en el
Nuevo Testamento que si las consideramos con cuidado, nos obligan
a concluir que hubo una transacción eterna entre el Padre y el Hijo –
de parte del Padre asignándole al Hijo una determinada tarea en
función de asegurar la salvación de Sus escogidos.
Primero, se requirió del Fiador que tomara sobre sí la naturaleza de
aquellos a quienes iba a llevar a Dios. Por eso dice: “un cuerpo has
preparado para mí” (Heb.10:5) – es decir “lo designaste para mí”.
Como consecuencia se dijo: “Dios envió a su Hijo, nacido de mujer”
(Gál.4:4).
Segundo, se requirió de Él que en ese “cuerpo” o naturaleza humana,
fuera un sirviente y rindiera obediencia a Dios. Por eso oímos al
Padre decir de Él: “He aquí mi Siervo” (Isa.42:1). El Padre exigía del
Mediador una obediencia perfecta a todos los preceptos de Su ley. De
ahí que en Gálatas 4:4 se nos diga que fue “nacido bajo la ley”. Y así
le oímos expresar, en vistas de su futura encarnación, su intención de
292
cumplirla: “me deleito en hacer tu voluntad, Dios mío; tu ley está
dentro de mi corazón” (Sal.40:8). Conocía y amaba la Ley, y vino a
este mundo para honrarla sometiéndose a su autoridad. Desde el
principio, siempre estuvo dispuesto a reconocer sus obligaciones para
con Dios: como niño, estaba “sujeto” a sus padres (Luc.2:51); al ser
bautizado a manos de su precursor, se dedicó solemnemente y
públicamente al servicio de su Padre, diciendo: “es conveniente que
cumplamos así toda justicia” (Mat.3:15); y toda su conducta fue un
comentario de su declaración: “Me es necesario hacer las obras del
que me envió” (Juan 9:4, RVR´60). Aunque era Hijo, sin embargo,
“aprendió obediencia” (Heb.5:8).
Tercero, se requería de Él que sufriera y soportase la justicia que
merecían a los que vino a liberar. Una satisfacción debía ser obrada
por [los pecados de los liberados]. La gloria del evangelio es que “la
gracia [reina] por medio de la justicia” (Rom.5:21). La salvación es
por gracia, pero esta gracia viene a nosotros en forma de justicia. Es
gracia a nosotros, pero fue obrada de tal modo que toda nuestra
deuda quedó saldada. De esta forma Dios se exhibe como justo y
misericordioso: justo al requerir plena compensación por su ley
quebrantada; misericordioso por cuanto fue Él – no el pecador –
quien proporcionó la redención. Los redimidos son salvados sin
causar ningún prejuicio a la justicia. Ahora, Cristo fue “preparado
desde antes de la fundación del mundo” como el Cordero cuya sangre
preciosa iba a ser derramada (1 Pe.1:19-20). Había recibido
“mandamiento” de poner Su vida (Juan 10:18). En consecuencia, fue
“obediente hasta la muerte” (Fil.2:8) y por lo tanto, cuando la copa
amarga destinada le fue presentada, Él dijo: “no se haga mi voluntad,
sino la tuya”.
III. Las Promesas que el Padre hace al Hijo
Las promesas del pacto pueden distinguirse en dos clases: las que
conciernen inmediatamente a Cristo y las que conciernen a Sus
elegidos. Consideremos inicialmente la primera. En cuanto a Cristo,
Dios prometió dotarlo de toda preparación necesaria para la ardua
tarea que se había comprometido a ejecutar. Que el lector consulte
cuidadosamente Isaías 11:2-3; 49:1-3. Otra vez, el Padre prometió
apoyarlo en esa labor. Esa obra iba acompañada de tales dificultades,
que un poder creado – aunque fuera sin pecado – hubiera sido
completamente inadecuado para ello. Debía ser obrada en la
naturaleza humana; una naturaleza que ya había fallado en una
empresa más fácil, aún poseyendo una inocencia inmaculada y sus
facultades en todo su frescor y vigor. Nuestro salvador fue animado
por la promesa de la presencia y asistencia divinas (véase Isa.42:1-7).
293
Qué bendición es contemplar al Señor Jesús dependiendo firmemente
de esas promesas en los momentos de mayor prueba.
Una vez más, el Padre prometió darle al Hijo una recompensa
gloriosa si cumplía la obra. Prometió revestirle de honor y poder
(Sal.110:1; 89:27; 72:8). Estas promesas fueron cumplidas tras su
resurrección de la muerte, cuando Dios le dio un nombre sobre todo
nombre (Fil.2:9-11). Prometió también realizar y asegurar la
salvación de aquellos por quienes Él había obedecido, sufrido, y
muerto (véase Isa.53:10-12). Tendría una descendencia que se
levantaría para llamarle bendito, y regocijarse en los maravillosos
beneficios que había procurado y alcanzado para ellos.
En cuanto a las promesas concernientes a los escogidos, fueron
hechas en primera instancia a Cristo, el único con quien Dios
gestionó en el Pacto de Gracia. Esas promesas fueron hechas al
Fiador, porque las personas sobre las cuales debían cumplirse aún no
existían de forma presente, debido a que esa transacción tuvo lugar
antes de Génesis 1:1. Hallamos una notable prueba de esto en Tito
1:2: “con la esperanza de vida eterna, la cual Dios, que no miente,
prometió [no simplemente `propuso´] desde los tiempos eternos”. Si
la vida eterna fue prometida “desde los tiempos eternos”,
determinamos que debió ser prometida a Cristo, quién fue entonces
constituido Cabeza federal de Su pueblo. “Vida eterna” es la promesa
que incluye a todas las demás (véase 1 Juan 2:25). Con Tito 1:2
debería compararse cuidadosamente 2 Timoteo 1:9.
IV. La Aceptación de las Condiciones por parte del Hijo
El compromiso pactal al que entró nuestro Salvador fue totalmente
voluntario. No existía ninguna obligación previa, ni había allí
ninguna autoridad que pudiera obligarlo a hacerlo. Como Persona
divina, no estaba sujeto a nadie ni reconocía superior alguno, Él “no
consideró el ser igual a Dios” (Fil.2:6). Por un accionar libre de Su
propia voluntad, consintió ejecutar esa obra que el Padre le había
propuesto. Prueba de esto encontramos en Salmos 40:6, que nos
remonta al siervo de Éxodo 21:5-6, quien de buena gana renunciaba
sus derechos. Así Cristo alegre y libremente se comprometió a hacer
y sufrir la voluntad de Su Padre.
Es importante ser claros en esto y limitarnos a este punto. Cualquiera
fuera la voluntad del Padre, era también la del Hijo. Lo que el Padre
propusiera, el Hijo consentía. Si hay algunos pasajes en el Nuevo
Testamento que hablen del Padre enviando al Hijo, también los hay
muchos que afirman su asentimiento voluntario a ello, “el Hijo del
Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido”
294
(Luc.19:10); “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los
pecadores” (1 Tim.1:15), etc. Sus palabras, “me deleito en hacer tu
voluntad, Dios mío” (Sal.40:8), establecen este punto para siempre.
V. La Aceptación de la Obra Consumada por parte del Padre
Cuando Cristo completó en la tierra la obra que le había sido
encomendada, “se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios” (Heb.9:14).
El Señor Dios demostró aceptar el sacrificio del Mediador primero, al
preservar su cuerpo en la tumba. Con plena confianza el Salvador
dijo: “no abandonarás mi alma en el Seol, ni permitirás a tu Santo ver
corrupción” (Sal.16:10). Y así fue. Segundo, al levantarle de la
muerte, “a quien Dios resucitó, poniendo fin a la agonía de la
muerte” (Hech.2:24). Al levantar de la tumba al Salvador
crucificado, Dios demostró a todas las inteligencias creadas que
había quedado satisfecho con la obra de Su Hijo encarnado. Más aún,
fue levantado no como un acto de gracia o misericordia, sino
“conforme al Espíritu de santidad” (Rom.1:4). Así, la muerte de
Cristo fue el pago de la deuda de Su pueblo. Su resurrección el
comprobante de Dios. Tercero, Dios demostró aceptar la obra
mediadora de Cristo al exaltar a Su Hijo en forma de Siervo sobre
todas las criaturas (Fil.2:9-11).
VI. La Demanda de la Recompensa Prometida por parte del Hijo
De esto consiste la presente intercesión de Cristo en lo alto. No es a
través de fuertes clamores y lágrimas, en fervientes súplicas y
plegarias – como en los días de Su humillación –, sino en reclamo de
Su justa remuneración; Dios ahora salvará “hasta el fin” a todos
aquellos por quienes actuó como Fiador. “El todo” de Su oración
sacerdotal en Juan 17 debe ser considerado en esa luz. Allí, vemos al
Mediador demandando la consumación de todo el pacto y el
cumplimiento de todas las promesas que se le hicieron cuando se
comprometió a ser el Salvador (Juan 17:1-4, 9, 12-16), donde termina
diciendo: “Padre, quiero que los que me has dado, estén también
conmigo donde yo estoy, para que vean mi gloria, la gloria que me
has dado” (vs.24).
En el Salmo 2 hay un despliegue notable de nuestro tema, el cual es
comprendido por muy pocos del pueblo de Dios hoy en día. Consta
de una serie de profecías que, como todas, habrán de recibir un
cumplimiento doble. Nos limitaremos por ahora a su cumplimiento
original. Primero, vemos a los líderes de los gentiles y a los
gobernantes de los judíos confabulándose contra Jehová y contra Su
Cristo (Sal.2:1-3). Esto halla su cumplimiento en la cruz, como
Hechos 4:25-28 claramente enseña. Segundo, tenemos la respuesta
295
de Jehová (Sal.2:4-6) – Su escarnio contra ellos, Su amenaza de
visitarles en ira – que se cumplió en la destrucción de Jerusalén
(Mat.22:7), y Su exaltación de Cristo (Sal.2:6). Tercero, oímos a
Jehová diciendo, “anunciaré el decreto” (Sal.2:7), esto es, haré saber,
publicaré, el misterio del pacto eterno. Se refiere a la resurrección de
Cristo (Hech.13:33). Entonces, dice, “Pídeme, y te daré las naciones
como herencia tuya”, etc. (Sal.2:8). “Pídeme” – reclama el
cumplimiento de esa promesa a la cual ahora estás justamente
intitulado.
VII. La Inmutabilidad del Pacto
De todo lo expuesto, debería ser obvio, más allá de toda posibilidad
de contradicción, que el Pacto de Gracia es enteramente
incondicional respecto al hombre, porque fue hecho mucho antes de
que diera su primer aliento. Los propios escogidos no pueden ser una
de las partes del pacto, aunque su salvación era su propósito. ¡Qué
lejos! ¡Cuán muy por debajo de la verdad gloriosa de Dios, están los
miserables pensamientos y opiniones de la gente en la actualidad! La
idea ahora prevaleciente es que la muerte de Cristo solo hizo posible
la salvación del hombre, que simplemente proporcionó a los
pecadores una oportunidad de reconciliarse con Dios. En cambio, la
muerte y resurrección de Cristo fue la ratificación de un acuerdo
eterno entre el Padre y el Hijo, que asegura de modo infalible la
salvación de todos los allí designados.
La obra pactal de Cristo no solo otorgó una satisfacción plena y final
a Dios por el fracaso de las responsabilidades de Su pueblo, expiando
todos sus pecados y asegurándoles una justicia perfecta, sino que
también les consiguió el don de la regeneración del Espíritu, y con
Él, los dones de arrepentimiento, fe, preservación, y glorificación.
Dios “nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los lugares
celestiales en Cristo” (Ef.1:3). ¿Cuándo? ¿Cuándo creímos? No,
“según nos escogió en El antes de la fundación del mundo”. No fue
meramente una elección para esas bendiciones, sino una real
concesión de ellas a nosotros en Cristo, y esto asegura la
comunicación efectiva de ellas a nosotros ahora a través de Cristo.
De igual modo, se nos dice: “quien nos ha salvado… según su
propósito y según la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús desde la
eternidad” (2 Ti.1:9). La “gracia” está añadida al “propósito” de
Dios, y esa “gracia” incluía la gracia regeneradora, justificadora,
santificadora, creyente y glorificadora (compárese 2 Ti.1:2).
La salvación de los escogidos de Dios no queda supeditada a su
arrepentimiento y creer, sino que es asegurada por la promesa de Dios a
Cristo de que “verá el fruto de la aflicción de su alma, y quedará
296
satisfecho” (Isa.53:11, RVR´60). Y esa promesa es efectivizada cuando el
Espíritu Santo es dado a cada uno de aquellos por quienes Cristo cumplió
Sus compromisos del pacto. Aunque los escogidos de Dios todavía estén
en un estado de naturaleza, algunos muertos en delitos, revolcándose en la
corriente de este mundo, con todo, el Padre aseguró al Hijo: “por la sangre
de mi pacto contigo, he librado a tus cautivos de la cisterna en la que no
hay agua” (Zac.9:11). Él adquirió un derecho legal a sus personas y por
consiguiente, en Su tiempo y por su Espíritu, Dios los trae a suelo de
resurrección. Seguro de esto, Cristo declaró: “También tengo otras ovejas
que no son de este redil; aquéllas también debo traer, y oirán mi voz; y
habrá un rebaño, y un pastor” (Juan 10:16).
¡Cuán inexpugnablemente cierta es, entonces, la salvación de cada uno de
aquellos por quienes Cristo pactó! Cada uno dirá con David: “El ha hecho
conmigo [en Cristo] un pacto eterno, ordenado en todo y seguro. Porque
toda mi salvación y todo mi deseo, ¿no los hará ciertamente germinar?” (2
Sam.23:5).
El Pacto Eterno Administrado
La salvación del pueblo de Dios se originó en los decretos del Dios Trino.
El Pacto de Gracia comprende todos los designios divinos y transacciones
respecto a la redención de los escogidos. Allí aprendemos el propósito
eterno del Padre, el Hijo y el Espíritu, fijando el método de redención y
todo lo relacionado; entrando en un acuerdo mutuo, en donde el rol de
cada Persona divina, distinguida de las demás, fue fijado y asumido
voluntariamente. Una aprehensión correcta de estas transacciones pactales
es sumamente importante, porque cuando el Espíritu Santo revela a un
alma la realidad de ellas, es sacada del accionar de las criaturas, porque
percibe entonces que la salvación del pueblo de Dios es la consecuencia
segura de ese pacto. Ahora discierne que fue la voluntad de Dios por toda
la eternidad salvar a Su pueblo de todos sus pecados y miserias; de la
mano de todos sus adversarios, por Jesucristo solo. Ahora sabe que, a los
ojos de Dios, fue salvado en Cristo y por Cristo de todo pecado.
La bendita dádiva divina de un ojo de fe permite, a quien lo recibe, ver que
su salvación fue desde la eternidad toda dependiente de la responsabilidad
de su Fiador, siendo Él suficiente y todo suficiente para cuantos se
comprometió; habiendo completado el todo de Su encarnación, vida, y
muerte, obtuvo una “redención eterna” (Heb.9:12). Ahora ve por sí mismo
la verdad de las palabras del apóstol de que a Cristo Dios lo hizo pecado
por Su pueblo, para que ellos fueran hechos justicia de Dios en Él (2
Co.5:21). Esto hace que el alma enseñada por el Espíritu admire y adore al
Señor Jesucristo por Su justicia y sacrificio. Ve tal dignidad, tal
perfección, tal virtud y eficacia en Sus méritos y sangre, que hace que su
corazón repose en eso con deleite y contentamiento santo. En tanto el
297
Espíritu le concede aprehensiones espirituales más claras de estas verdades
divinas, ve su justicia en los ojos de Dios como el mismo Cristo.
El pacto eterno es publicado en el Evangelio de la gracia de Dios. Como
leemos en Romanos 16:25-26: “Y a aquel que es poderoso para afirmaros
conforme a mi evangelio y a la predicación de Jesucristo, según la
revelación del misterio que ha sido mantenido en secreto durante siglos sin
fin, pero que ahora ha sido manifestado, y por las Escrituras de los
profetas, conforme al mandamiento del Dios eterno, se ha dado a conocer a
todas las naciones para guiarlas a la obediencia de la fe”. Note en primer
lugar que aquí se nombra al Evangelio como “la revelación del misterio”.
Este “misterio” fue “mantenido en secreto”, no de todo hombre, sino de
todas las naciones. Segundo, fue revelado “por las Escrituras de los
profetas”, pero eso que durante siglos fue dado a conocer solo a Israel
ahora sería “dado a conocer a todas las naciones”. Tercero, véase el título
dado a la Deidad: ¡“el Dios eterno”! Se nombra este atributo de eternidad
porque aquí se tiene en cuenta el “pacto eterno”.
Dijimos que el Evangelio es una revelación de un misterio divino. Clara
prueba de esto encontramos en 1 Corintios 2. Allí el apóstol dijo:
“hablamos sabiduría de Dios en misterio […] que, desde antes de los
siglos, Dios predestinó para nuestra gloria” (vs.7). El apóstol aquí llama al
Evangelio “sabiduría de Dios” (véase 1 Co.1:17-18 y cf. 2:2-6), porque en
él la asombrosa sabiduría de Dios es dada a conocer. Pero más, afirma que
el Evangelio exhibe una “sabiduría oculta” (cf. “mantenida en secreto” –
Rom.16:25); sí, la que Dios predestinó para gloria de Su pueblo. Todo este
pasaje en 1 Corintios 2 concierne a la gracia eterna de Dios hacia Sus
escogidos. Esto queda claro porque dice: “las cosas que Dios ha preparado
para los que le aman” (1 Co.2:9), cosas que “Dios nos las reveló por medio
del Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, aun las profundidades de
Dios” (1 Co.2:10), esto es, el Espíritu es totalmente consciente y versado
de los consejos secretos de la Trinidad en el “pacto eterno”.
Las palabras, “mantenido en secreto durante siglos sin fin”, en Romanos
16:25, no han de tomarse como un absoluto, como el versículo siguiente
claramente enseña. Este “misterio” o “sabiduría oculta” fue, en grado
considerable, dado o dada a conocer en las Escrituras de los profetas de
Israel; pero como nos dice 1 Corintios 2:8, fue algo que “ninguno de los
gobernantes de este siglo ha entendido”. Pero el “[…] que ahora ha sido
manifestado” (Rom.16:26), es explicado en la última cláusula del
versículo: “dado a conocer a todas las naciones para guiarlas a la
obediencia de la fe”. Efesios 3:3-9 es paralelo a esto. Allí, Pablo se refiere
otra vez al “misterio”, el “misterio de Cristo […] que en otras
generaciones no se dio a conocer a los hijos de los hombres” (salvo a
Israel), pero que ahora “[anunciaría] a los gentiles las inescrutables
298
riquezas de Cristo”. Así en Colosenses 1:25-27 se destaca “este misterio
entre los gentiles” (vs.27).
Volviendo una vez más a Romanos 16:26, el apóstol declara que este
misterio o sabiduría oculta, concerniente al pacto eterno, se llegó a conocer
por la Escritura de los profetas. Son muchos los pasajes del antiguo
testamento que podrían citarse como ilustración de eso. Este pacto es
expresamente mencionado en Salmos 89:3-4: “Yo he hecho un pacto con
mi escogido, he jurado a David mi siervo: Estableceré tu descendencia
para siempre, y edificaré tu trono por todas las generaciones”. La
referencia directa y local es a David y sus descendientes, pero sin dudas un
David más grande se tiene aquí en vista: su ilustre Hijo y Señor, quien a
menudo es llamado por este mismo nombre (véase Ez.37:24-25; Os.3:5), y
en quien esta promesa tuvo cumplimiento (Luc.1:32-33; Hech.2:34-38).
Una lectura cuidadosa de todo el salmo mostrará que su lenguaje es
demasiado sublime, y las cosas predichas demasiado grandes como para
limitarlo a cualquier monarca terrenal o sucesión de ellos.
En el Salmo 119:122, David ora: “Sé fiador de tu siervo para bien; que no
me opriman los soberbios”. En Isaías 38:14, Ezequías suplica a Dios así:
“Oh Señor, estoy oprimido, sé tú mi ayudador [del hebreo, “fiador]”.
Cuando estos hombres oraban para ser librados de sus enemigos y
aflicciones, dirigiéndose a su Libertador de esta forma particular, es
evidente que entendieron que Él asumió ser el Fiador de Su pueblo. La
obra mediadora y la persona de Cristo eran bien conocidas por los santos
del antiguo testamento.
En Isaías 49 tenemos lo que se puede llamar un bosquejo del pacto o acta
de donación, entre Cristo y Su Padre por nosotros, donde Cristo primero
principia y muestra Su comisión como la base del trato entre ellos, dando a
entender al Padre que Él lo llamó a esa gran obra: “Escuchadme, islas, y
atended, pueblos lejanos. El Señor me llamó desde el seno materno, desde
las entrañas de mi madre mencionó mi nombre” (Isa.49:1). Luego habla de
cómo Dios lo hizo idóneo para la tarea, “Ha hecho mi boca como espada
afilada, en la sombra de su mano me ha escondido; me ha hecho también
como saeta escogida, en su aljaba me ha escondido” (49:2). En lo
sucesivo, el Dios trino ha condescendido a emplear expresiones humanas,
para que podamos comprender de la mejor manera esta transacción
misteriosa.
Primero, el Padre ofrece, por así decir, solo a “Israel” como la porción del
Mesías, “Y me dijo: Tú eres mi siervo, Israel, en quien yo mostraré mi
gloria” (49:3), entonces Cristo aparece previendo cuán pocos de Israel
creerían en Él, y que esos espigues tan dispersos serían una recompensa
pobre para toda Su labor. Sin embargo está listo para dejar el asunto al
Señor, “Y yo dije: En vano he trabajado, en vanidad y en nada he gastado
299
mis fuerzas; pero mi derecho está en el Señor, y mi recompensa con mi
Dios” (49:4). Dios, por consiguiente, le responde otra vez, y amplía la
concesión, “Ahora pues, dice el Señor, el que me formó desde el vientre
para ser su siervo, para que se convierta a él a Jacob. Mas si Israel no se
juntara, con todo, yo sin embargo estimado seré en los ojos del Señor, y el
Dios mío será mi fortaleza” (49:5, JBS); “dice El: Poca cosa es que tú seas
mi siervo, para levantar las tribus de Jacob y para restaurar a los que
quedaron de Israel; también te haré luz de las naciones [gentiles], para que
mi salvación alcance hasta los confines de la tierra […] En tiempo propicio
te he respondido, en día de salvación te he ayudado; te guardaré y te daré
por pacto del pueblo” (49:6-8). De este modo, vemos que este pacto que
Dios hizo con Cristo fue para salvar igualmente a judíos y a gentiles como
recompensa de Su obra.
Cristo fue establecido como Mediador desde antes de entrar al mundo por
acuerdo divino y arreglo del pacto. Esto es enseñado con claridad también
en el nuevo testamento. En Juan 6:27, oímos a Cristo decir: “Trabajad, no
por el alimento que perece, sino por el alimento que permanece para vida
eterna, el cual el Hijo del Hombre os dará, porque a éste es a quien el
Padre, Dios, ha marcado con su sello”. Otra vez en Juan 6:38: “Porque he
descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que
me envió”. En Juan 10:18, habla de un “poder” o “mandamiento” que
recibió del Padre para poner su vida y volverla a tomar, para que de este
modo pudiera responder al gran fin de la redención. En Juan 10:36, habla
de sí como a “quien el Padre santificó [consagró a un servicio divino] y
envió al mundo” – ¡“santificado” antes de “enviado”! En Lucas 22:29,
declaró a sus discípulos: “así como mi Padre me ha otorgado un reino, yo
os otorgo”.
El pacto eterno de gracia fue tipificado, o hablando más correctamente,
prefigurado (presagiado en esta esfera inferior o visible), en el pacto que el
Señor hizo con Abraham. Esto lo captaremos con mayor facilidad si
tenemos en mente el hecho de que el Evangelio es una revelación del
Pacto de Gracia. Ahora, en Hechos 3:25, leemos que Pedro dijo: “Vosotros
sois los hijos de los profetas y del pacto que Dios hizo con vuestros padres,
al decir a Abraham: Y en tu simiente serán benditas todas las familias de la
tierra”. Ahora relacione esto con Gálatas 3:8: “En efecto, la Escritura,
habiendo previsto que Dios justificaría por la fe a las naciones, anunció de
antemano el evangelio a Abraham: «Por medio de ti serán bendecidas
todas las naciones»” (NVI). Fíjese bien que lo que en el primer pasaje es
llamado “el pacto”, en el otro es llamado “el evangelio”; y que “las
familias de la tierra” en uno, pasa a ser “las naciones” en el otro, mientras
que la “bendición” en ambos se dice ser la justificación del impío mediante
la fe.

300
La prueba plenamente concluyente de que el pacto Abrahámico prefiguró
en el tiempo al Pacto de Gracia, concertado en la eternidad, está en Gálatas
3:16: “Ahora bien, las promesas fueron hechas a Abraham y a su
descendencia. No dice: y a las descendencias, como refiriéndose a muchas,
sino más bien a una: y a tu descendencia, es decir, Cristo”, no solo Cristo
personalmente, sino “Cristo” místicamente, es decir, la Cabeza y sus
miembros. Esto es claro por Gálatas 3:29: “Y si ustedes pertenecen a
Cristo, son la descendencia de Abraham y herederos según la promesa”.
El pacto Abrahámico fue seguido por el Sinaítico, que era la misma
antítesis del otro, el primero uno de pura gracia, el otro de obras. El
Abrahámico era de una promesa incondicional. El Sinaítico era
condicional, la bendición quedando supeditada a la obediencia de Israel a
la ley. Ahora, como el Abrahámico prefiguró al pacto eterno, así el
Sinaítico ejemplificó al Adámico. El primer hombre había sido constituido
por Dios como la cabeza federal de su raza, y Dios entró en un pacto con
él (véase Oseas 6:6), y así, era “figura del que había de venir” (Rom.5:14).
Ese pacto era uno de obras, quedando la bendición para Adán y su
posteridad supeditada a la obediencia de la cabeza federal.
“Queda claro que, únicamente pueden haber dos y solo dos tipos de
pactos entre Dios y el hombre: uno, basado en lo que éste debe obrar
para su propia salvación y el otro, basado en aquello que Dios hará
en orden de salvarlo. En otras palabras, un pacto de obras y un pacto
de gracia” (Dr. G. S. Bishop).
El Pacto de Obras fue hecho con Adán, el Pacto de Gracia con Cristo.
Israel según la carne estaba bajo uno, y el “Israel de Dios” espiritual
(Gál.6:16) son los beneficiarios del otro. Uno era revelado por la Ley, el
otro es dado a conocer por el Evangelio, y como la Ley precedió al
Evangelio, el Pacto de Gracia es llamado: “el nuevo pacto” (Heb.8:8), no
porque sea “nuevo” en su constitución, sino porque lo es en su
manifestación y extensa proclamación.
En cuanto a la administración del pacto, observaremos primero que sus
bendiciones son entregadas en las manos del Salvador, para que pueda
distribuírselas conforme a Su voluntad, que en esto, como en todo,
armoniza perfectamente con la del Padre. Este sublime honor se le dio al
Mediador, que las bendiciones que consiguió con Su satisfacción
infinitamente perfecta, estuvieran a Su disposición, y que los pecadores
merecedores del infierno sean recordados de sus incalculables obligaciones
para con Él, recibiendo cada bendición directamente de Sus manos. Al
cumplir las condiciones que el pacto eterno le exigía, adquirió derecho a
las promesas y posesión de los tesoros inestimables de ellos. Las pruebas
bíblicas para estas afirmaciones son claras y convincentes.

301
Tras su resurrección, el Fiador triunfante dijo a sus discípulos: “Toda
autoridad me ha sido dada en el cielo y en la tierra” (Mat.28:18),
evidentemente significaba que tal derecho de administración le fue
concedido en consecuencia de su obediencia hasta la muerte. Siglos antes,
el Salmista, movido por el espíritu de profecía, dijo: “Tú has ascendido a
lo alto, has llevado en cautividad a tus cautivos; has recibido dones entre
los hombres, y aun entre los rebeldes […]” (Sal.68:18). Esas palabras de
David, Pedro se las explicó a los judíos, que estaban asombrados por los
milagros de Pentecostés: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos
nosotros somos testigos. Así que, exaltado a la diestra de Dios, y habiendo
recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que
vosotros veis y oís” (Hech.2:32-33). Tres cosas a observar en estas
palabras. Primero, el don del Espíritu a Cristo fue el cumplimiento de una
“promesa” que el Padre le había hecho. Segundo, el Espíritu le fue dado a
Cristo para que Él pudiera derramarlo sobre los hombres, como las lluvias
refrescantes que caen sobre la tierra. Tercero, la sujeción del Espíritu al
Mediador en la economía de gracia (Mar.1:8) demuestra que “toda
autoridad” es de Cristo en el cielo como en la tierra (Mat.28:18).
Al anticiparse a su resurrección, nuestro Sumo Sacerdote declaró a sus
discípulos en la víspera de su muerte: “le diste autoridad sobre todo ser
humano” (Juan 17:2). ¿Y con qué fin se le hizo esa concesión? El mismo
versículo nos lo dice: “para que dé vida eterna a todos los que [le dio]”.
Eso era el equivalente a decir que fue para que administrara las
bendiciones prometidas en el Pacto de Gracia a aquellos por los que había
pactado, de quienes era Fiador y Mediador. Otra vez, en Mateo 11:27,
declaró: “Todas las cosas me han sido entregadas por mi Padre”. Ahora
sobre este don o donación– que se le dio como Mediador – se sustenta toda
la dispensación de gracia, que fue establecida por su autoridad y será
continuada hasta el fin. Por eso, inmediatamente después, se manifiesta la
agraciada promesa del Evangelio, “Venid a mí, todos los que estáis
cansados y cargados, y yo os haré descansar” (Mat.11:28). Esta importante
verdad es expresada más plenamente en Efesios 4:8; 11-16.
Ahora la administración del pacto tomó la forma de un legado o
“testamento” o acta, por la que una persona lega su propiedad a sus
herederos, para que gocen de ella tras su muerte. Así, las bendiciones del
pacto son transmitidas a sus beneficiarios en una forma testamentaria.
La palabra griega, diatheke, aparece cuarenta veces en la Versión King
James. Se ha traducido como “pacto” veinte veces y como “testamento”
otras veinte. La palabra griega tiene este doble significado, sin embargo, es
sumamente importante distinguir entre sus dos significados para entender
correctamente cada pasaje en que aparece. Desafortunadamente, nuestros
traductores ingleses no siempre fueron exitosos al hacerlo. Por ejemplo, en
302
Hebreos 7:22, Jesús es llamado, “fiador de un mejor testamento”[21], o
“legado”, que es una expresión bastante insignificante. Debería haber sido
“fiador de un mejor pacto”, con mucho más énfasis porque es cuando se lo
presenta contrastado al pacto Sinaítico, el cual ciertamente no era un
“testamento”. Otra vez, “es el mediador de un nuevo testamento”
(Heb.9:15), no provee ningún concepto inteligible. “Pacto” sería la palabra
correcta allí.
Pero en Hebreos 9:16-17, debería observarse que “testamento” es la
traducción correcta, “Porque donde hay un testamento, necesario es que
ocurra la muerte del testador. Pues un testamento es válido sólo en caso de
muerte, puesto que no se pone en vigor mientras vive el testador”. Esta
idea de un “testamento” naturalmente continúa a la mención de la
“herencia eterna” del versículo anterior.
“Como una herencia es transmitida de una persona a otra mediante
un testamento, este término puede ser aplicada al Pacto de Gracia,
porque nos transmite la herencia de la vida eterna, y lo hace en virtud
de la muerte del Fiador. Ocurrió con el Pacto de Gracia como ocurre
con un testamento. De la manera en que la muerte del testador es
necesaria para validar el testamento; así la muerte de Cristo fue
necesaria para ratificar el pacto, y hacer efectivas sus promesas a su
simiente espiritual. Es la necesidad de la muerte de Cristo lo que el
apóstol pretendía establecer, y el caso de un testamento es
introducido incidentalmente, con el solo propósito de ilustrar esta
muerte, como una herencia llega al legatario a través de la muerte del
testador” (Dr. John Dick, 1764-1833).
Al tratar la administración del Pacto de Gracia, es esencial que la
consideremos, respectivamente, bajo dos economías distintas, de las cuales
una precedió y otra sucedió al advenimiento de Cristo en la carne. Que
hubo una dispensación de gracia antes de la encarnación divina, debería
ser algo claro para todo lector cuidadoso del antiguo testamento. Comenzó
inmediatamente después de la caída, cuando se dio el primer indicio de
misericordia (Gén.3:15), y continuó hasta la muerte del Salvador, cuando
fue formalmente abolida. Que fue virtual y vitalmente igual a la
dispensación presente, difiriendo de ella solo en forma, puede probarse por
una serie de consideraciones. La ofrenda de Abel de un cordero sangriento
“por fe” (Heb.11:4), lo que necesariamente presupone una revelación de la
voluntad divina (Rom.10:17), evidencia que el Evangelio de la gracia
divina fue dado a conocer desde una fecha muy temprana. El mismo
bendito evangelio se predicó a los patriarcas y luego a Israel, por sus
instituciones típicas y las voces de sus profetas. Por eso se dijo que la
misión de Cristo es el cumplimiento de las predicciones antiguas, “Bendito
sea el Señor, Dios de Israel, porque nos ha visitado y ha efectuado
303
redención para su pueblo, y nos ha levantado un cuerno de salvación en la
casa de David su siervo, tal como lo anunció por boca de sus santos
profetas desde los tiempos antiguos” (Luc.1:68-70).
Cuando Pablo declaró frente a Agripa: “Así que habiendo recibido ayuda
de Dios, continúo hasta este día testificando tanto a pequeños como a
grandes, no declarando más que lo que los profetas y Moisés dijeron que
sucedería: que el Cristo había de padecer, y que por motivo de su
resurrección de entre los muertos, Él debía ser el primero en proclamar luz
tanto al pueblo judío como a los gentiles” (Hech.26:22-23). A los Hebreos,
les dijo que el Evangelio había sido predicado a Israel en el desierto
(Heb.4:12). A los Gálatas, insistió (refutando los errores de los
judaizantes) que el Evangelio que él proclamaba había sido, hace mucho
tiempo, predicado a Abraham, y que los que lo creyeron fueron admitidos
a participar en los mismos privilegios con los patriarcas, “Y la Escritura,
previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de
antemano las buenas nuevas [el evangelio] a Abraham, diciendo: En ti
serán benditas todas las naciones. Así que, los que son de fe son
bendecidos con Abraham, el creyente” (Gál.3:8-9).
Hay al menos dos pasajes en el nuevo testamento que expresamente
afirman que la dispensación de gracia, bajo la cual vivieron los santos del
antiguo, estaba fundada sobre la expiación de Cristo por la cual el pacto
fue ratificado. Primero, Romanos 3:25: “a quien Dios exhibió
públicamente como propiciación por su sangre a través de la fe, como
demostración de su justicia, porque en su tolerancia, Dios pasó por alto los
pecados cometidos anteriormente”. Nótese cuidadosamente la expresión
“los pecados cometidos anteriormente”. Aquí, es obvio que el apóstol se
está refiriendo a los pecados de los santos vetero-testamentarios, que Dios
había remitido antes de la manifestación de Cristo. ¿Pero cómo hubiera
sido consistente con su justicia hacer así, al ver que ningún sacrificio
expiatorio eficaz había sido ofrecido por ellos? La respuesta es: la
satisfacción del Redentor fue de un valor tan infinito que su virtud se
remonta hacia atrás alcanzando el principio del tiempo, como para
adelante hasta el fin de él. Dios actuó como un acreedor que deja que sus
deudores anden libres, aunque el pago no haya sido efectuado por el
fiador, porque tiene absoluta confianza en Él de que cumplirá Su
obligación.
El segundo pasaje está en Hebreos 9:15, “Y por eso Él es el mediador de
un nuevo pacto, a fin de que habiendo tenido lugar una muerte para la
redención de las transgresiones que se cometieron bajo el primer pacto, los
que han sido llamados reciban la promesa de la herencia eterna”. “Las
transgresiones que se cometieron bajo el primer pacto” se refiere a los
pecados de los escogidos (espirituales) de Dios que vivieron,
304
dispensacionalmente, bajo el pacto Sinaítico, donde los sacrificios típicos
que para entonces eran ofrecidos, solo los libraban de las penalidades
temporales de la ley. Sin embargo, algunos de ellos obtuvieron el perdón
total y eterno de sus pecados: los “llamados” de Israel; y eso fue sobre la
base del gran sacrificio que sería ofrecido en el cumplimiento del tiempo.
Cristo era el Mediador del nuevo pacto para la redención de sus pecados,
como también por los pecados de los santos que vivieron de la cruz en
adelante. Así, vemos que los escogidos de Dios que vivieron bajo la Ley
de Moisés fueron salvados por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, tal
como los salvados bajo el Evangelio.
Cristo, mantuvo, de hecho, el oficio y ejecutó las labores de Mediador
antes de encarnarse.
“No fue una opinión vana de los judíos que fue la segunda Persona
de la Trinidad la que dio la promesa de misericordia a nuestros
primeros padres en el paraíso, apareció a los patriarcas, publicó la
Ley desde el Sinaí, guió a la iglesia por el desierto, y dirigió sus
asuntos durante las edades siguientes. Ciertamente una Persona
divina apareció a menudo bajo la antigua economía, y como no hay
razón para creer que fue el Padre, a quién ningún hombre ha visto,
concluimos que fue el Hijo, que asumió la forma de esa naturaleza en
la que luego peregrinaría en la tierra. Era el Ángel de la presencia de
Dios, y el Ángel del Pacto, de quien estos tres detalles son dignos de
atención: que era una Persona divina, porque el nombre de Dios
estaba en Él, y el perdón de perdonar o no el pecado le pertenecía.
Que actuó en un poder oficial, porque era un ángel o mensajero. Y
que su oficio estaba relacionado a la dispensación de gracia entonces
establecida, porque era el Mensajero del pacto. En tanto como esa
dispensación fue llevada a cabo por la revelación de la voluntad
divina, somos expresamente asegurados de que fue bajo su dirección
y superintendencia. Fue el Espíritu del Mesías, dice Pedro, el que
`predecía´ en los profetas `los sufrimientos de Cristo y las glorias que
seguirían´ - 1 Pedro 1:11” (Dr. John Dick, 1764-1833).
En cuanto a la administración del pacto eterno desde la venida de Cristo,
es el Evangelio el que nos da a conocer el concilio eterno entre el Padre y
el Hijo, el que despliega la riqueza y frescura de la gracia divina, el que
proclama salvación a todo el que cree, y consuela a sus beneficiarios
mediante sus promesas de un refugio presente y futuro. La dispensación
presente se distingue de la anterior por la claridad superior de su
manifestación. Lo que antes se exhibió formalmente bajo el velo de tipos,
es ahora revelado abiertamente, “las tinieblas van pasando, y la luz
verdadera ya está alumbrando” (1 Juan 2:8). Es distinguida, también, por
el suministro más abundante del Espíritu.
305
El gran propósito en la administración del pacto de Gracia, es impartir sus
beneficios a aquellos para quienes fueron destinados. Esto es logrado por
el Espíritu Santo que obra fe en los corazones de aquellos que fueron
escogidos en Cristo para vida eterna. Es solo por la fe que podemos
conocer nuestro interés particular en el pacto; y ese don de fe de Dios hace
que nos “abracemos de su pacto” (Isa.56:6); sí, para entrar en pacto con Él.
Donde Dios actúa, hay una acción recíproca por parte de aquellos en
quienes Él obra. ¿Ama Dios a su pueblo? Ellos lo aman en respuesta a ello.
¿Los ha llamado? Ellos también se entregan al Dios del pacto, con un
sentido real de su obligación de rendirle la obediencia que por eso le
deben.
Concierne a cada persona, entonces, saber si Dios ha hecho un pacto con
él, “ordenado en todo y seguro”. Es una indagación íntimamente
relacionada con su bienestar eterno, porque la salvación llega al pecador
solo sobre la base de este pacto. ¿Cómo debería comprobarse esto
entonces?
Primero, el que ha entrado en un pacto con Dios es un pecador convicto y
despertado. Ningún otro siente su necesidad de la grandiosa salvación de
Dios. La paz con Dios solo es apreciada por aquellos que fueron
despertados a una conciencia de muerte, y del disgusto y venganzas
divinas. A los mundanos despreocupados no les interesa la reconciliación
con Dios. La aplicación que el Espíritu hace de la ley al corazón y la
conciencia, es el primer paso por el que el hombre es llevado a abrazar el
pacto de Dios y “hacer la paz con Él” (Isa.27:5).
Segundo, quien ha entrado en este pacto “buscando refugio, [se aferró] a la
esperanza que está delante [suyo]” (Heb.6:18, NVI). Esa “esperanza” le es
puesta delante en el Evangelio. La palabra “refugio” se remonta a las
ciudades de refugio en Israel (Núm.33; Jos.20), donde al entrar se
aseguraban del vengador de la sangre. El pecador convicto y despertado,
suscitado y aterrorizado por sus pecados y la ira de Dios, huye a Cristo por
refugio, y por el don de fe de Dios, se aferra, cree, y se apropia del
Salvador como suyo.
Tercero, quien ha entrado en este pacto descansa su esperanza de salvación
sobre la justicia de Cristo, que cumplió el pacto, y en nada más. No tiene
confianza en la carne. Repudia su propia justicia como trapos sucios. No
descansa en ningún acto, obra, o desempeño de su parte. El lenguaje de su
corazón y de sus labios es: “Todo el día contará mi boca de tu justicia y de
tu salvación […] Vendré con los hechos poderosos de Dios el Señor; haré
mención de tu justicia, de la tuya sola” (Sal.71:15-16).
Finalmente, aquel que está en pacto con un Dios santo es una persona
santa. La promesa de Dios a Cristo en cuanto a su pueblo es: “Pondré mis
306
leyes en la mente de ellos, y las escribiré sobre sus corazones. Y yo seré su
Dios, y ellos serán mi pueblo” (Heb.8:10). Los efectos de esto son
claramente e inequívocamente manifestados en sus vidas diarias. Cierto,
mientras quedan en este mundo, la carne sigue ahí, y los molesta y estorba,
de modo que son impedidos de realizar plenamente los deseos de su
corazón. A pesar de todo, su fe vence al mundo (1 Juan 5:4). El Espíritu en
ellos que es más fuerte que Satán (1 Juan 4:4) somete a la carne, y produce
y obra en ellos Su “fruto”. Se les enseña que no son fuertes en sí mismos, y
así buscan al Señor para poder. Dependen de Su gracia, y Él obra en ellos
(no obstante todas las oposiciones de la carne, que a Él le son como nada)
“así el querer como el hacer, por su buena voluntad” (Fil.2:13, RVR´60).
Por eso, le atribuyen a ÉL toda la alabanza de Su triunfo.

APÉNDICE SEGUNDO:

EL REINO DE CRISTO
I.
En las presentes publicaciones de nuestros artículos del “Pacto” se ha
señalado que una de las características predominantes del reino y del trono
de
Cristo, a diferencia de todos los que son humanos y terrenales, es su
eternidad. Esta característica particular es repetidamente enfatizada en las
Escrituras, de hecho aparece en casi cada pasaje donde Su reino es
mencionado: véase 2 Samuel 7:16; Isaías 9:6-7; Daniel 2:44; Lucas 1:32-
33; 2 Pedro 1:11; Apocalipsis 11:15. Ahora, este hecho de que el trono de
Cristo sea “por los siglos de los siglos” refuta de una vez la idea de los
dispensacionalistas, cuyas afirmaciones en cuanto al reino de Cristo son
mayormente confinadas (en la mayoría de los casos de forma total) a lo
que ellos llaman Su “reinado milenial”, que tan solo dura mil años. En el
pasado quien escribe fue desviado por esta fantasía y erró en algunos de
sus escritos tempranos al respecto: por consiguiente, aquí humildemente lo
reconocemos y renunciamos a lo que ahora creemos es un error.
Hay, sin embargo, un pasaje que parece chocar con aquellos versos que
afirman la eternidad del reinado de Cristo, y que al mismo tiempo
pareciera ofrecerles algún apoyo a los premilenaristas; y por ende, se hace
necesaria una consideración aparte de sus contenidos. “Porque así como en
Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados. Pero cada
uno en su debido orden: Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo
307
en su venida; entonces vendrá el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y
Padre, después que haya abolido todo dominio y toda autoridad y poder.
Pues Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo
de sus pies. Y el último enemigo que será abolido es la muerte. Porque
Dios ha puesto todo en sujeción bajo sus pies (de Cristo). Pero cuando dice
que todas las cosas le están sujetas, es evidente que se exceptúa a aquel
que ha sometido a Él todas las cosas. Y cuando todo haya sido sometido a
Él, entonces también el Hijo mismo se sujetará a aquel que sujetó a Él
todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1 Cor.15:22-28).
Este pasaje ha sido uno de los favoritos para los “erroristas” de varios
tipos: Unitarios, dispensacionalistas, y Universalistas han apelado a él para
apoyar sus falacias y lo han interpretado, o más bien malinterpretado, de
acuerdo a sus puntos de vista particulares. Por ende nos corresponde
acercarnos a él con doble cuidado y precaución, orando que el Espíritu
Santo en su gracia nos guie en esta exposición. Que este pasaje presenta
dificultades de traducción, puntuación, e interpretación es todo un hecho,
pero procuraremos demostrar que están lejos de ser insuperables. Nuestra
primera pregunta debe ser, ¿qué implicancia tienen estos versículos sobre
su contexto? ¿por qué ésta referencia a Cristo entregando el reino y
sujetándose al Padre es introducida en la descripción de la resurrección?
Luego: ¿a qué “fin” específico se refiere? ¿Qué “reino” entrega Cristo? ¿Y
qué “muerte” es destruida?
Comenzaremos considerando el alcance de nuestro pasaje. Había algunos
en Corinto que decían “que no hay resurrección de muertos” (1
Cor.15:12), y éste capítulo fue escrito para refutar ese grave error.
Primero, el apóstol señaló que semejante negación implicaba un rechazo
del evangelio en sí y excluía toda esperanza de salvación. Muestra que si
no hubiera resurrección, entonces Cristo mismo sigue aún en la tumba
(vs.12-19). Entonces procedió a argumentar que como Cristo se levantó de
la muerte, su pueblo también debe ser levantado – la resurrección de los no
salvos de ningún modo cae dentro del compás de este capítulo. Acorde a
los grandes principios de la economía de redención, la resurrección de la
Cabeza garantiza la resurrección del cuerpo místico de Cristo. La
seguridad que la resurrección de Cristo da a la resurrección de su pueblo,
como se despliega aquí, es doble: surge de su causa adquisitiva y de su
causa final.
La resurrección de los santos muertos descansa sobre la causa adquisitiva,
o lo que llevó a la resurrección de Cristo mismo. Esto fue “su hacerse
obediente hasta la muerte” en sitio y lugar de su pueblo. Como el pecado
de Adán produjo no solo su propia muerte, sino también la de todos los
que estaban en él como su cabeza federal, así también la obediencia hasta
la muerte de Cristo adquirió no solo su propia resurrección, sino que
308
también producirá la resurrección de todos los que están unidos a Él como
su Cabeza federal (vs.20-23). Otra vez; la resurrección de los santos
descansa sobre la causa final, o a lo que la resurrección de Cristo trajo, y
esto fue que se levantó para reinar (vs.24-28). Todo poder en Cielos y
tierra le ha sido dado con el propósito expreso de subyugar a todos sus
enemigos y de su Padre, y esto asegura la abolición de la muerte en la
gloriosa resurrección de todo su pueblo.
Antes de ir más lejos, repararemos en lo que estamos convencidos que es
un error engañoso en la puntuación. Para que nadie piense que estamos
actuando en forma arbitraria o tomándonos libertades injustificadas con el
texto de la Las Américas[22] señalaremos que, primero, en toda versión la
puntuación es enteramente un asunto que deciden los traductores (porque
el griego original no está separado en párrafos o versículos, oraciones o
cláusulas), y esto da lugar a diferencias de opinión importantes respecto a
consideraciones gramaticales o doctrinales; y segundo, lo que vamos a
elaborar se halla lejos de ser novelezco u original, porque muchos
anteriores a nosotros (desde Teofilacto a Herinsius, y hasta nuestros
tiempos) han adoptado ésta construcción.
A lo que nos referimos en el párrafo anterior es a la primera cláusula del
verso 24, que creemos cierra el verso 23; en otras palabras “entonces
vendrá el fin” no comienza una oración, sino que completa una. En vez de
conectar el “entonces vendrá el fin” con lo que sigue en los versículos 24-
26, y así entender que significa “entonces vendrá la culminación de todos
los asuntos mundanos”, el fin de la historia del mundo, consideramos que
significa, “Entonces es la conclusión de la resurrección”. Esta es por
supuesto la construcción más natural, porque no solo quita la necesidad del
complemento “vendrá” que fue insertado por los traductores (no habiendo
nada en el griego que lo justifique), sino que también da una terminación
más adecuada a la oración – “Cristo, las primicias – luego los que son de
Cristo en su venida – entonces el fin”, esto es, la gran terminación de la
cosecha.
Lo que sigue en los versículos 24-26 no introduce ningún tema nuevo, sino
que amplifica lo dicho en los versículos 20-23. Si al verso 25 se lo pusiera
entre paréntesis, y se omitieran las palabras complementarias del verso 26,
la oración quedaría mucho más simple y entendible. “Cuando Él entregue
el reino al Dios y Padre, después que haya abolido todo dominio y toda
autoridad y poder (pues Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos
sus enemigos debajo de sus pies), el último enemigo será abolido – la
muerte”. Tengamos todo el tiempo en mente que el gran propósito a lo
largo de todo este capítulo es mostrar la seguridad absoluta que la
resurrección de Cristo da a la resurrección de su pueblo. Que este tema es
continuado por el apóstol luego del pasaje que ahora estamos
309
considerando, es claro por los versículos 29-32 donde se elaboran mayores
argumentos complementarios, esto es el caso de aquellos que son
bautizados, y su propia conducta.
Los versos 24-26 son introducidos para afirmar los corazones y
fortalecer la confianza de los creyentes. Entendemos que su significado
central ha de entenderse más o menos así: Hay muchos enemigos de Cristo
y muy poderosos procurando oponérsele y destruir a su pueblo, pero sus
esfuerzos serán probados completamente inútiles, porque revestido con
toda autoridad y poder de parte del mismo Dios, Cristo triunfará
completamente sobre todos ellos. Cristo no solo reducirá impotentes a
todos sus enemigos humanos y demoníacos, sino que hasta la misma
muerte será abolida. Es la muerte lo que se interpone en el camino de la
plena manifestación de la sabiduría, el poder y la gracia Divinas, en la
santidad y felicidad completas de la familia redimida. Mientras sus
cuerpos permanecen en la tumba, el triunfo de Cristo sobre el pecado y
Satanás es incompleto, y Él no ve todo el fruto de “la aflicción de su
alma”, en la que ha de hallar plena satisfacción. La muerte, entonces, es
aquí llamada “el último enemigo”, porque cuando el tiempo apuntado para
la resurrección llegue solo ella se interpone en el camino de la
consumación de la poderosa obra de Cristo de redención total y eternal.
Es por eso que un correcto entendimiento de los versículos 24-26
definitivamente determinan el significado de “entonces vendrá el fin”,
probando pertenecer al verso 23. Los versículos 24-26 ilustran y
demuestran que al regreso de Cristo habrá un fin o terminación de la
resurrección: tendrá lugar por la destrucción del último enemigo: la
muerte. No habrá más resurrección (de los santos) tras la venida de Cristo,
porque no habrá más muerte, y por ende nada más que levantar. Entonces
será totalmente evidenciado que Cristo ha sometido a todos sus enemigos,
lo cual fue el gran propósito por el que el Padre delegó todo poder al
Redentor. Debe reinar hasta que todos sus enemigos sean puesto bajo sus
pies, porque para esto se volvió a levantar; de donde se concluye que el
último enemigo – la muerte – debe ser destruido, y cuando lo sea ¡la
resurrección de los santos habrá alcanzado “el fin”!
Para una mayor consideración de los detalles de estos versículos, primero
debemos comprobar el significado preciso de “cuando Él entregue el reino
[a] Dios”. Ahora es evidente que ninguna explicación de esas palabras que
afirme que el trono de la gloria de Cristo será desocupado puede ser cierta.
¿Podrá Cristo deponer la recompensa que el Padre le ha dado por su
humillación inefable y obediencia hasta la muerte? Seguramente su
recompensa no acabará tan pronto como haya completado su gran
comisión – destruir las obras de Satanás y someter todos los enemigos a su
Padre. ¿Dejará de ser Señor y Rey justo cuando toda rodilla comience a
310
doblarse a él y toda lengua confíense su nombre? ¿¡Qué!? ¿Serán los
santos coronados con una recompensa eterna, y el Rey de los santos tan
solo con una temporal? ¿Reinarán los redimidos “por los siglos de los
siglos” (Ap.22:5) y el Redentor tan solo por mil años?
Si es extraño que los premilenaristas interpreten esta oración como el fin
del reino milenial de Cristo, es más extraño aún que algunos
postmilenaristas lo entiendan como la finalización de su reino mediador,
porque la perpetuidad de eso es afirmada una y otra vez en la Escritura.
Pero si no se refiere a ninguna de esas cosas, ¿qué otra alternativa queda?
El “reino” o dominio de Cristo es uno triple. Primero, el que le pertenece
como segunda Persona de la Deidad, esto es, su autoridad absoluta sobre
toda criatura. Segundo, el que le pertenece como el Hijo encarnado, el
Mediador, esto es, su gobierno sobre su pueblo. Tercero, al que fue
exaltado luego de su resurrección, cuando “toda autoridad [le fue] dada en
el cielo y en la tierra”, esto es, su dominio sobre todos sus enemigos, de
modo que puede concluir triunfantemente la obra de redención sometiendo
toda fuerza opositora. Es al tercero al que 1 Corintios 15:24 se refiere.
Los deberes de un rey se pueden resumir en estas dos cosas: reinar
justamente sobre sus súbditos, y someter a sus enemigos. El sometimiento
de toda oposición es una parte esencial del reino de Cristo. Esto ahora lo
logra fijándole límites al poder de ellos, haciendo que hasta su ira redunde
para su gloria; y en últimas reduciéndolos a total impotencia cuando son
sentenciados al castigo y son segura y perpetuamente confinados a su
lugar. Todas las cosas cayeron en enemistad contra Dios y la salvación de
la Iglesia por causa del pecado. Cristo, como el Vice-regente del Padre, fue
comisionado para quitar esta enemistad y destruir a todos sus adversarios.
Esto lo cumpliría gradualmente y de distintas formas en el ejercicio de
todos sus oficios. Lo hizo en la cruz, por el ejercicio de su sacerdocio,
cuando removió (judicialmente) la enemistad entre Dios y su pueblo
(Ef.2:14-16). Lo hace ahora por el ejercicio de su oficio profético,
haciendo que el evangelio reconcilie experimentalmente a su pueblo con
Dios (Sal.110:2-3). Y aun así lo hará por el ejercicio de su realeza, cuando
destruya al último impenitente.
Cristo recibió la encomienda de acabar con la revuelta comenzada en el
pecado de los ángeles, y que fue continuada por la caída del hombre, con
todas sus terribles consecuencias, para que la supremacía Divina sea
eficazmente manifestada y universalmente reconocida. En el universo
ahora hay un reino de tinieblas (Mat.12:26 y Col.1:13) como también un
reino de luz; existe “el trono de iniquidades” (Sal.94:20, RVR´60), como
también el trono de justicia. Pero este estado de cosas no se permitirá para
siempre. Cierto, Dios tiene un fin sabio al permitirlo, pero a su debido
tiempo lo acabará. Esta obra le fue encomendada a Cristo, en parte como
311
recompensa de su humillación, y en parte por el avance de su obra
redentora. Esto, como ya dijimos, lo cumple por un proceso doble:
convirtiendo a algunos de los rebeldes en súbditos suyos; y privando a los
otros de todo poder para obrar más males. La culminación de lo primero se
verá cuando Cristo se presente a sí mismo la Iglesia, “una iglesia en toda
su gloria, sin que tenga mancha ni arruga” (Ef.5:27); la culminación de lo
otro será demostrado cuando Apocalipsis 19:11 a 20:15 se cumpla.
Entonces existe un “reino” que ha sido usurpado por los enemigos de Dios,
y el cual Cristo fue designado a restaurarle. A fin de cumplir exitosamente
con esta encomienda, Cristo fue revestido de poder ilimitado: véase
Salmos 2:6-9, 45:3-6; Hechos 2:26 y 5:31; Efesios 1:20-21; Filipenses 2:9-
11; 1 Pedro 3:18-22. Esta restauración por Cristo de aquel reino usurpado
por Satanás y sus huestes, es indicada en nuestro pasaje por “cuando Él
entregue el reino al Dios y Padre”, porque la misma palabra griega es
hallada en versos tales como Mateo 19:17; 24:9; Hechos 3:13; Romanos
8:32, donde hay una atribución sobre los poderes judiciales para juicio.
Esto nos permite entender claramente qué reino es el que Cristo entrega al
Padre; no es la renuncia de su propio Señorío, sino el arresto de sus
enemigos para su aprisionamiento eterno en el Lago de Fuego.
Confiamos en que se dejó bastante claro para el lector que el pensamiento
central de 1 Corintios 15:22-26 es que la resurrección del propio Cristo
está conectada con tal estado de poder y autoridad que es a la vez
suficiente para asegurar la resurrección de todos cuantos están
salvíficamente unidos a Él. Que hay enemigos poderosos trabajando para
impedirlo parece claramente implicado, pero que sus esfuerzos probarán
ser totalmente vanos es aquí enfáticamente declarado. La abolición de la
muerte será la coronación del triunfo de Cristo sobre Satanás y sus huestes.
La razón por la que el apóstol introdujo el paréntesis del verso 25 fue para
explicar cómo Cristo restaurará a Dios el reino usurpado – derribando a
toda fuerza hostil. Cita del Salmo 110:1, “Dice el Señor a mi Señor:
Siéntate a mi diestra…”, lo que significa que en su ascensión Cristo fue
investido con el gobierno del universo; “… hasta que ponga a tus
enemigos por estrado de tus pies”, prometiéndole una victoria total sobre
ellos, y esa promesa debe cumplirse. Los versículos 27 y 28 los dejaremos
para nuestro próximo artículo sobre el reino de Cristo en la publicación de
Febrero. – A. W. Pink.
II.
Otro artículo parece ser preciso para una mayor clarificación y
amplificación de lo que hemos visto en nuestra exposición de 1 Corintios
15:22-28; sobre todo porque aún no hemos dicho nada de los últimos dos
versículos. Nos esforzamos por demostrar que los contenidos de este
pasaje no introducen nada que no sea estrictamente pertinente al tema que
312
el apóstol está discutiendo en este capítulo, tanto antes del verso 22 como
después del verso 28 – esto es, la resurrección de los santos. En cambio,
como hemos visto, provee una notable y valiosa contribución a ese
importante tema, probando que no existen posibilidades de que un
enemigo de Cristo y su pueblo sea capaz de impedir tan glorioso evento.
Aún más, se ha demostrado que el pasaje entero es un todo consistente y
conectado, y no una serie de declaraciones aisladas que tienen poco o nada
en común.
En versículo 22 se afirma que “en Cristo todos serán vivificados”. Esto
definitivamente indica que solo se tiene en vista a los escogidos, porque
los no escogidos nunca estuvieron ni nunca estarán en Cristo – compárense
los versículos 45-47, donde mayores contrastes entre el primer y último
Adán están en vista. En el verso 23 la declaración hecha en la segunda
mitad del verso 22 es particularizada: “Pero cada uno (no todo el mundo)
en su debido orden”. La Cabeza y sus miembros no son revividos
simultáneamente. No, en esto, como en todo, Cristo tiene la preeminencia,
por ende hay un intervalo entre “Cristo, las primicias” – que no solo
denota precedencia, sino garantía de la futura cosecha. “Luego (del griego,
entonces) los que son de Cristo (otra vez mostrando que solo los muertos
santos están aquí en vista) en su venida”. Pero no habrá otra resurrección
de otros creyentes en un período más tardío: no, porque “entonces el fin” –
la promesa del versículo 22 es ahora hecha buena.
Dos importantes preguntas surgen naturalmente por los contenidos de los
versículos 22 y 23: ¿cómo y cuándo Cristo hará esto? Cada una es
respondida en lo que sigue. “Porque Dios ha puesto todo en sujeción bajo
sus pies (de Cristo)” (vs.27). Esto es solo otra forma de decir que Dios
exaltó al crucificado pero levantado Redentor al lugar de autoridad y poder
supremos – compare cuidadosamente con Efesios 1:19-23 y se verán las
mismas palabras en el verso 22. Dios no solo le confió al Mediador la
salvación de su pueblo, sino también el sometimiento de todos sus
enemigos – note el doble reclamo que hace en Juan 17:2. Esta es la
respuesta a su oración, “Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para
que el Hijo te glorifique a ti” (Juan 17:1). En la nueva creación, de
principio a fin, “todas las cosas” son del Padre, sin embargo, “todas las
cosas” son por Jesucristo (1 Cor.8:6).
¡Cuán glorioso es el Cristo de Dios! ¡Qué dignidad, majestad, y poder los
suyos! ¡Ay! qué distinto de esa miserable caricatura presentada desde el
púlpito moderno, donde a Cristo se lo presenta como necesitando la ayuda
de sus criaturas débiles para traer su obra a feliz término. Con qué
perversidad el hombre invierte el orden Divino: nosotros somos los que
estamos en desesperada necesidad de su ayuda, y no él de la nuestra.
Cristo recibió comisión del Padre, para “destruir las obras del diablo” (1
313
Juan 3:8): no solo para sacar bien de todo el mal que creó el pecado, sino
también para acabar con toda la confusión y la deshonra a Dios que
Satanás trajo al universo. Por eso, “Cristo debe reinar hasta que haya
puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Cor.15:25).
“Cuando Él entregue el reino al Dios y Padre” – esto es, el reino que
usurpó Satanás, el reino de las tinieblas – “después que haya abolido todo
dominio y toda autoridad y poder” – lo que explica la oración anterior, que
significa que es cuando haya sometido a toda criatura y fuerza hostil a
Dios; “el último enemigo será abolido – la muerte”. De este modo el
“cuando” y el “después” del verso 24 se corresponden al “luego” y al
“entonces” del verso 23 – el mes pasado mostramos que la primera
cláusula del versículo 24 (en la versión LBLA) completa al versículo 23,
mientras que la destrucción de la muerte responde al hecho, lo confirma,
de que “el fin” (de la resurrección de los santos) ha llegado. Si aún quedare
alguna sombra de duda respecto a este punto de nuestra interpretación, el
versículo 54 la quita por completo: “Pero cuando esto corruptible se haya
vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad,
entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Devorada ha sido la
muerte en victoria”, porque la “muerte” es “destruida” (abolida).
Lo que acaba de señalarse no solo refuta la interpretación premilenial de
este pasaje, sino que parece derribar completamente su posición entera. Su
afirmación es, primero, que Cristo no recibe el reino hasta su segunda
venida – arguyendo que ahora él está sentado en el tono del Padre
(Ap.3:21), y que no ocupará su propio trono (Mat.25:31) hasta que
empiece el Milenio. Segundo, que en vez de estar todos los enemigos de
Dios completamente y finalmente sometidos al tiempo de la venida de
Cristo, esto no ocurrirá hasta después de finalizado el Milenio – apelando a
Apocalipsis 20:7-11 para respaldar su teoría. Tercero, la mayoría de ellos
insisten en que la venida de Cristo y su levantamiento de la Iglesia ocurren
antes del “período tribulacional”, y que no es sino hasta muchos años
después que él resucitará a los que fueron muertos por “el anticristo”.
Apenas si podría imaginarse poner de peor forma las cosas al revés - ¡Ay!
que en el pasado nosotros mismos fuimos culpables de ello.
Como hemos demostrado, lejos de ser la segunda venida de Cristo el
tiempo en el que su reino es inaugurado y el comienzo del establecimiento
de su tremendo poder para someter a sus enemigos, es allí cuando entrega
el reino al Padre: porque todo enemigo ha sido reducido a un estado de
impotencia absoluta – ¡es bastante claro por Lucas 19:12-13 que Cristo fue
al Cielo “a recibir un reino para sí y después volver”, y no a volver y
entonces recibir un reino! Otra vez – lejos de ocurrir el sometimiento de
sus enemigos a una fecha bastante tardía luego de su segunda venida,
nuestro pasaje la pone antes, o al menos la hace sincronizar con la
314
destrucción de la muerte, el último enemigo – note el mismo orden en
Mateo 13:1, 41-43. Y la enfática e inequívoca declaración al final de 1
Corintios 15:24, “entonces vendrá el fin” excluye por completo toda idea
de cualquier santo siendo resucitado después de la venida de Cristo.
Mucho más seria es la perspectiva adoptada por varios respecto a la
porción final de nuestro pasaje. Aquellos que han considerado el “entonces
(vendrá) el fin” como refiriéndose al fin de los tiempos, la finalización de
este mundo, consideran los versículos 27 y 28 como una ilustración de
Cristo entregando entonces el reino al Padre, a lo que seguidamente el Hijo
pasará a estar, en alguna nueva forma, sujeto al Padre – así un error
lógicamente envuelve y conduce al otro. Cualquiera sea el significado del
verso 28 podemos descansar con plena certeza en que no hay nada en él
que choque de ninguna forma con la clara enseñanza de otras Escrituras
¡por eso ninguna interpretación que suponga que Cristo aún sufrirá una
segunda humillación o que dejará de ser un Objeto de adoración, puede ser
válida! Con toda seguridad no hay nada allí que arroje la menor nube sobre
la Deidad del Redentor, o que insinúe que la segunda Persona de la
Trinidad sea inferior a la Primera. Igualmente cierto es que no puede haber
nada en el versículo que signifique que Cristo abdicará jamás su trono
mediador.
Obviamente, debemos volvernos al contexto para un entendimiento
correcto de los versos 27 y 28. Esto tampoco presenta siquiera la menor
dificultad referente a comprobar la idea principal: el hombre Cristo Jesús
posee un poder y autoridad tal, que nada puede evitar que resucite en
gloria a todo su pueblo: el Cristo resucitado fue investido con tal majestad
y poder que ningún poder hostil puede prevalecer frente a Él. El dominio
de Cristo es uno supremo, universal e incontrolable, en lo que concierne a
las criaturas; sin embargo es uno subordinado en lo que concierne a la
Deidad esencial. Ahora, el propósito y la intención de los versículos 27 y
28 es ilustrar el carácter delegado de ese dominio y autoridad, en el
ejercicio del cual el Hijo trae de vuelta el reino al Padre sometiendo a todo
dominio opuesto. Esto nos presenta un asunto de importancia no menor.
La expresión “cuando Él entregue el reino al Dios y Padre” implica que, en
un sentido, el reino se ha apartado del Padre. Pero hay un sentido real en el
que el reino nunca se ha apartado, ni nunca se puede apartar del Padre. Su
derecho a reinar y Su poder para afirmar ese derecho son indubitables e
infinitos, inmutables y eternos. No hay ser ni suceso que esté o que pueda
estar fuera de su control; sí, no hay ser ni suceso que no exista para en
definitiva servir al propósito de su sabio y justo gobierno. Sin embargo, es
un hecho innegable que gran parte de sus criaturas renunciaron a su lealtad
y que, tanto individual como colectivamente, se opusieron a Él,
rehusándose a obedecer sus mandamientos santos, justos y buenos, y a
315
cooperar para desarrollar los sabios y benevolentes designios de Su
gobierno. A este grupo de súbditos rebeldes de Dios pertenecen todos los
ángeles caídos y también todos los hombres caídos, con excepción de
aquellos que son reclamados por el Hijo.
“Una porción importante de los dominios de Dios se halla en un
estado de revuelta. El estandarte de la rebelión, primero erigido en las
mismas almenas del Cielo, ha sido desde entonces erigido en la
tierra; y por casi seis mil años sus habitantes prácticamente a un
consentimiento, se han reunido a su alrededor, rechazando
desdeñosamente los reclamos de su Hacedor, y rehusando
obstinadamente volver a su lealtad, y reconocerlo como su justo Rey.
La tierra y el infierno están ligados en una gran conspiración contra
el trono del Altísimo. Cristo es exaltado al trono para aplastar a estos
enemigos y poderes opositores, y así recuperar el reino de los
usurpadores” (Van Valkenburgh)
Ahora, la forma en que este reino usurpado es restaurado al Padre es a
través de Cristo aplastando a todo gobierno y poder opositor. Todo poder,
sea diabólico o humano, ejercido por individuos, o personificado en
instituciones, u orden de cosas, debe ser derribado, para que éste reino sea
traído otra vez a Aquel cuyo derecho absoluto es reinar en y sobre
nosotros. Los “poderes de este mundo de tinieblas” (Ef.6:12) deben ser
destronados – despojados de su poder para engañar y destruir. Todo lo
hostil debe ser destruido por el Dios-hombre en la administración del reino
que le fue confiado por el Padre. Cierto, todos estos “pelearán contra el
Cordero”, pero “el Cordero los vencerá, porque Él es Señor de señores y
Rey de reyes” (Ap.17:14). Los “[quebrantará] con vara de hierro; los
[desmenuzará] como vaso de alfarero” (Sal.2:9). Satanás con sus huestes
rebeldes y todos los de nuestra raza que adhieren a su dominio, serán
echados en el Lago de Fuego.
El propósito de los versículos 27 y 28 es mostrarnos que el poder que
Cristo ejerce sobre sus enemigos es uno delegado. La autoridad de Cristo
no difiere de la Divina: más bien es el ejercicio de ese poder que es común
al Padre y al Hijo como Personas Divinas; del mismo, “así como el Padre
tiene vida en sí mismo, así también le dio al Hijo el tener vida en sí
mismo” (Juan 5:26). Es como si el apóstol dijera, refiriéndose al Salmo
110: he dicho que Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos sus
enemigos debajo de sus pies (1 Cor.15:25), pero déjenme recordarles que
es Jehová quien lo asegura, como el primer verso de ese Salmo afirma.
“Porque Dios ha puesto todo en sujeción bajo sus pies” (vs.27), es una cita
del Salmo 8:6, como una mayor ratificación de la verdad de que es Jehová
quien dio al Mediador dominio sobre todas sus criaturas.

316
Remarquemos que este antiguo oráculo es nuevamente citado por nuestro
apóstol en Hebreos 2. Lo que nos llena de asombro en el Salmo 8 es que es
del hombre que esto se dice. Dicho Salmo comienza contemplando la
inefable majestad de Jehová: “¡OH SEÑOR, Señor nuestro, cuán glorioso
es tu nombre en toda la tierra, que has desplegado Tu gloria sobre los
cielos!” (vs.1). Luego pregunta “¿Qué es el hombre para que de él te
acuerdes?… lo has hecho un poco menor que los ángeles” (vs.4-5).
Entonces añade: “Tú le haces señorear sobre las obras de Tus manos; todo
lo has puesto bajo sus pies” (vs.6). Tras citar todo este pasaje, el apóstol
dice, “Pero ahora no vemos aún todas las cosas sujetas a Él. Pero vemos a
aquel que fue hecho un poco inferior a los ángeles, es decir a Jesús,
coronado de gloria y honor a causa del padecimiento de la muerte”
(Heb.2:8-9) – probando de este modo que el poder ilimitado que Cristo
ahora está empuñando es el poder de Dios.
“Porque Dios ha puesto todo en sujeción bajo sus pies. Pero cuando dice
que todas las cosas le están sujetas, es evidente que se exceptúa a aquel
que ha sometido a Él todas las cosas” (1 Cor.15:27). Cuando en el Salmo 8
se dice que Jehová sujetó todas las cosas al hombre, es bastante obvio que
Aquel que los debe sujetar a Él – aquel que le da a Él la supremacía, la
soberanía sobre ellos – al hacerlo, no se despoja a Sí mismo de su propia
autoridad y poder: dicho poder necesariamente permanece supremo. Como
dice el apóstol aquí, “es evidente que [Él] se exceptúa”. ¿Y cómo viene a
ser esto “evidente”? Porque una autoridad delegada necesariamente
implica una supremacía en Aquel que la confiere. El Padre será mayor que
el Mediador: el reino de Cristo, aunque en cuanto a las criaturas, es
supremo; en cuanto a la Deidad esencial, delegado; y esta declaración es
hecha para que sea obvio que todas las cosas son de Dios.
“Y cuando todo haya sido sometido a Él, entonces también el Hijo
mismo se sujetará a aquel que sujetó a Él todas las cosas, para que
Dios sea todo en todos” (vs.28). Sin embargo, dígase muy
enfáticamente que esa sujeción del Hijo al Padre no es algo nuevo
que exclusivamente caracteriza ese orden de cosas que obtendrá
después de restaurar el reino usurpado. No, no – la palabra del Padre
al hijo, “Tu trono, oh Dios, es por los siglos de los siglos” (Heb.1:8)
no será anulada en el estado eterno. La sujeción del Hijo al Padre
caracteriza toda la economía mediadora. “Dicha economía, procede
enteramente sobre el principio de que, mientras esencialmente el Hijo
y el Espíritu son iguales con el Padre, siendo uno con Él en la
economía de la gracia, están subordinados al Padre, quien sustenta la
majestad de la Divinidad. El Padre es mayor que Ellos. Él manda,
Ellos vienen; Él designa, Ellos ejecutan. Todas las cosas son de Él
por Ellos” (John Brown).

317
El propósito principal del verso 28 es, entonces, enseñarnos que la
presente sujeción del Mediador al Padre continuará aún después de la
consumación de su gloriosa victoria. De ningún modo esto significa que la
Persona Divina de Cristo abandonará su humanidad, o que Él como el
Dios-hombre ya no será un Objeto de culto. Por el otro lado, la humanidad
glorificada de Cristo, no obstante todo el honor y autoridad recibidas, no es
sino una criatura, y en el Estado Eterno esto se hará evidente. Dígase
enfáticamente que el verso 28 no debe ser entendido significando que la
Segunda Persona de la Deidad, como tal, estará por toda la eternidad bajo
sujeción a la Primera, porque en la tierra nueva está “[el] trono de Dios y
del Cordero” (Ap.22:1). Sin embargo, el hombre Cristo Jesús entregará
aún al Padre su gobierno de los impíos. El versículo 28 se refiere a la
reasunción por Dios mismo de aquel poder y autoridad delegados al
Mediador en relación a su gobierno sobre sus enemigos.
Antes de la ascensión de Cristo, Dios reinaba como Dios; desde aquel
evento, reina a través del Mediador; cuando Cristo haya entregado el reino
usurpado al Padre, entonces “Dios” – Padre, Hijo y Espíritu Santo – serán
todo en todos. Sin embargo aún entonces Cristo seguirá siendo la Cabeza
de su Iglesia y reinará sobre su trono mediador. Al final de su exposición
sobre 1 Corintios 15:24-28 el renombrado puritano John Owen, dijo:
“Afirmo que todo el estado de cosas que hemos descrito entonces cesará, y
todas las cosas resultarán en el disfrute inmediato de Dios mismo. No
extendería esto más allá de lo que concierne al ejercicio del oficio
mediador de Cristo para con la Iglesia aquí abajo y los enemigos de ella.
Pero hay algunas cosas pertenecientes a la esencia del presente estado que
seguirán por toda la eternidad, como primeramente creo que la Persona de
Cristo, en y por su naturaleza humana, será para siempre la Cabeza
inmediata de toda la creación glorificada. Segundo, que será el medio y el
camino de comunicación entre Dios y sus santos glorificados para siempre.
Tercero, que la Persona de Cristo y por ende su naturaleza humana, será el
Objeto eterno de la gloria Divina, alabanza y adoración”.
Como un resumen final de lo que hemos visto, no podemos hacer nada
mejor que citar de “The Resurrection of Life” (La Resurrección de Vida)
de John Brown (del cual hemos recibido mucha ayuda para preparar estos
dos artículos), donde ofrece el siguiente análisis de 1 Corintios 15:24-28:
“El pasaje así expuesto, nos enseña los siguientes principios:
primero, que el Salvador resucitado está investido con un poder y
autoridad ilimitados: Él `reina´ - `todas las cosas le están sujetas´.
Segundo, el propósito de ser así investido con poder y autoridad
ilimitados es para que pueda `restaurar el reino al Padre´. Tercero, al
restaurarle el reino al Padre, `destruirá todo dominio y toda autoridad
y poder´. Cuarto, en el acometido de esto, la destrucción de la muerte
318
como un poder opositor está necesariamente implicado. Quinto, todo
esto será concretado por el poder Divino, administrado por el Hijo,
para que toda la gloria de recuperar el reino pueda verse que
pertenece y sea atribuida a Él, `de quien y por quien son todas las
cosas´ y para quien, en consecuencia, es lo más propicio que todas
las cosas sean – cuya gloria debe ser el fin, como su voluntad es la
causa y la ley, del universo”.
- A. W. Pink.

APÉNDICE TERCERO:

UNA RUINOSA OPOSICIÓN AL MESÍAS – JOHN


NEWTON [23]
“Tú los quebrantarás con vara de hierro; los desmenuzarás como vaso de
alfarero.” (Sal.2:9)
319
Hay una especie de lo sublime en lo escrito, que parece particular de la
Escritura y de lo cual, propiamente, solo los temas de la revelación divina
son idóneos. Entre nosotros, cosas insignificantes en sí mismas son
elevadas por imágenes espléndidas, que les dan una aparente importancia
más allá de lo que con razón pueden pretender. Así el poeta, cuando
describe una batalla entre abejas, mediante una juiciosa selección de
epítetos y figuras, estimula en la mente de sus lectores la idea de dos
ejércitos poderosos contendiendo por el imperio. Pero estas obras y formas
de Dios son demasiado grandiosas en sí mismas para admitir una
representación elevada. Las cosas pequeñas las concebimos con mayor
fuerza a través de ilustraciones tomadas de las cosas que son superiores;
pero la escritura frecuentemente ilustra grandes cosas, contrastándolas con
aquellas que para nosotros son triviales y endebles. Un ejemplo de muchos
que pueden darse, es aquel pasaje sublime del profeta: “Todo el ejército de
los cielos se consumirá, y los cielos se enrollarán como un pergamino;
también todos sus ejércitos se marchitarán como se marchita la hoja de la
vid, o como se marchita la de la higuera” (Isa.34:4). El apóstol, cuando
favorecido con una visión celestial, introduce la misma idea, casi en las
mismas palabras: “y las estrellas del cielo cayeron a la tierra, como la
higuera deja caer sus higos verdes al ser sacudida por un fuerte viento. Y
el cielo desapareció como un pergamino que se enrolla, y todo monte e isla
fueron removidos de su lugar” (Ap.6:13-14). Tales formas de expresión
devienen en la Majestad del gran Dios, delante de quien la diferencia entre
lo grande y lo pequeño en nuestro juicio, queda aniquilada. En su mirada,
la tierra con todos sus habitantes, son como la gota que cae
inadvertidamente de un cubo, o como el polvo adherido en la balanza que
ni afecta su equilibrio (Is.40:15). Al mismo tiempo, la simplicidad de estas
ilustraciones, tan idóneas para confundir el orgullo del sabio, resulta
notable y obvia para los de menor capacidad. Si Homero o Virgilio
hubieran descrito el ejercicio y el efecto del poder de Dios, al subyugar y
castigar a sus enemigos, probablemente se hubieran esforzado por un símil
lo suficientemente grande. Pero me pregunto seriamente si hubieran
pensado en la imagen de mi texto, aunque ninguna puede dar mayor
expresión de una ruina totalmente irreparable, o de la facilidad con que es
realizada: “los desmenuzarás como vaso de alfarero”.
La serie de los pasajes que consideramos recientemente es muy común y
hermosa. El Mesías ascendió a lo alto y recibió dones para los hombres. La
primera consecuencia inmediata de su exaltación en nuestra naturaleza, es
la publicación del evangelio. Luego sigue la feliz y benéfica influencia del
evangelio sobre aquellos que lo reciben agradecidamente. ¡Cuán hermosos
son los pies de los que predican estás bunas nuevas! El pasaje que sigue
asegura y describe su extenso progreso – por toda la tierra salió su voz[24].
320
La oposición despertada por ello es entonces descrita: Primero, como
irrazonable - “¿por qué se sublevan las naciones?”; Segundo, como
ineficaz – “el Señor se burla de ellos (de sus enemigos)”; se sienta sobre su
trono inamovible y se burla de sus intentos. Tercero, la cuestión final de su
alocada resistencia, su confusión y ruina, es el tema del verso que leí, que
prepara para cerrar la segunda parte del Oratorio. Sus enemigos perecerán,
su reino será establecido y consumado. Y entonces todos los seres santos
inteligentes se unirán en una canción de triunfo, “¡Aleluya! Porque el
Señor nuestro Dios Todopoderoso reina”[25].
Ambas expresiones, de quebrantarlos con vara de hierro y de
desmenuzarlos como vaso de alfarero, sugieren prácticamente la misma
idea. Pero como en otro lado se dice que regirá a sus enemigos con una
vara de hierro (Ap.19:15), debo valerme de esta variante a fin de darles
una visión más completa del terrible estado de aquellos que se oponen al
Mesías y Su Reino. Al presente los gobierna a todos con una vara de
hierro, y en adelante los desmenuzará en trozos como a vasija de alfarero.
Por ende, vamos a considerarlo:
I. Cómo el Señor Mesías gobierna sobre los impenitentes y los pecadores
obstinados en esta vida presente. Ellos tratan (en vano) de huir de Su
dominio; se oponen a Su Santa Voluntad; rehúsan someterse a Su cetro
dorado: entonces los regirá con una vara de hierro. Porque aunque se
jactan de su libertad, y presumen decir: “¿quién es señor sobre nosotros?”
(Sal.12:4), con todo, mientras se ensoberbecieron, Él está por encima de
ellos (Éx.18:11). No pueden ocultarse de Él, ni evitar las muestras de su
disgusto.
1. Un aspecto de su vara de hierro sobre ellos, consiste en esa
conexión cierta e inseparable que Él estableció entre el pecado y la
miseria. El fruto de la justicia es paz (Stg.3:18). Los que viven en el
temor del Señor, y rinden una obediencia dispuesta a su palabra, no
solo tienen paz de conciencia, y una esperanza que puede mirar con
consuelo más allá de la tumba, sino que son por ello guardados de
muchos males, en los que aquellos que tratan de deshacerse de su
yugo inevitablemente se hunden. Por el contrario, el camino de los
transgresores es duro (Prov.15:3). Es duro en sí mismo, si por un
momento ponemos a un lado la consideración del trágico final al que
conduce. ¿Puedes ver lo que pasa en el seno de un hombre que
desdeña ser gobernado por la regla de la Palabra de Dios?, verás su
corazón hecho pedazos por los clamores, insaciables demandas de los
varios, violentos, e inconsistentes apetitos y pasiones que, como en
tantas bestias salvajes, están atacándolos de continuo. Ni uno puede
ser plenamente gratificado, mucho menos todos, por cuanto muchos
resultan diametralmente opuestos entre sí. Los hervores de la ira, las
321
carcomas de la envidia, la sed de la avaricia, las ansiedades que
acompañan al orgullo y la ambición, deben hacer su mente sujeta a
ellas miserablemente. No hay paz para el impío; no puede haberla.
Además, sus malos temperamentos y deseos irregulares producen
efectos visibles y externos, que prueban que el servicio del pecado es
un duro trabajo penoso, y que cualquiera sea el placer que parezca
prometer, su paga es miseria y muerte. “¿De quién son los ayes?...
¿De quién las contiendas?... ¿De quién las heridas sin causa?”
(Prov.23:29): del borracho. La lascivia y la embriaguez son caminos
encumbrados, si puedo hablar así, que conducen a la infamia, la
enfermedad, la penuria y la muerte. Tales personas no viven ni la
mitad de días de lo sus constituciones hubieran permitido, si no se
hubieran entregado a obrar impíamente. Otra vez, mira dentro de sus
casas. Donde no habita el Señor, no lo hará la paz. Con cuanta
frecuencia podemos observar, en sus relaciones familiares, discordia
y enemistad entre marido y mujer, padres crueles, hijos
desobedientes, amos tiranos y sirvientes traicioneros. Así viven,
odiosos en sí mismos y odiándose unos a otros (Tit.3:2). Si poseen lo
que el mundo tiene por prosperidad, su cruel amo Satanás, obra sobre
ellos sus malvadas disposiciones, para que no obtengan ningún
confort verdadero de ello. Cada día, casi a cada hora, pone alguna
nueva amargura en sus copas. Y en problemas no tienen recursos: no
teniendo acceso a Dios, sin promesa que los sostenga, sin alivio
contra sus ansiedades y temores, o bien se hunden en la taciturnidad,
un abatimiento desconsolado, o bien en un espíritu de rebelión
salvaje, blasfemando por causa de sus plagas (Ap.16:21). En la
sociedad son temidos y evitados por los hombres sobrios y serios, y
solo se pueden asociar con los que son como ellos. De hecho,
pretenderán ser felices; van de parranda, y hacen bullicio, y se asisten
mutuamente para alejar de sí la reflexión; sin embargo,
frecuentemente la bebida o el demonio, rompe sus intimidades, y los
incita a las peleas, riñas y diabluras. Tal es una vida de pecado.
Renuncian temer a Dios y Él les niega su bendición. Nada más se
precisa para hacerlos miserables que dejarlos librados a sí mismos.
2. Los gobierna con una vara de hierro, por su poder sobre la
conciencia. Pueden jactarse y burlarse, pero conocemos la hiel y la
amargura de su estado; porque nosotros igualmente estuvimos allí,
hasta que el Señor nos libró. Que digan lo que quieran, estamos
seguros de que hay temporadas cuando, como a quien sirven, creen y
tiemblan (Stg.2:19). No pueden estar siempre acompañados, no
pueden estar siempre intoxicados; aunque esta es exactamente la
razón por la que muchos se intoxican tan a menudo, porque no
pueden soportar sus pensamientos cuando están sobrios. Son por
322
tanto una carga y un terror para sí mismos. Sienten la vara de hierro.
¡Qué horribles son los pensamientos que a veces los despiertan o los
tienen en vilo en las sigilosas horas de la noche! ¡Qué terrores los
acogen en enfermedad o cuando son compelidos a pensar en la
muerte! ¡Qué garantía de muerte reciben a menudo en sus almas bajo
la predicación de esa palabra de Dios que llena a su pueblo con gozo
y paz! Muchos no la oirán. ¿Pero por qué no? No lo harán porque no
se atreven. Estoy persuadido de que hay más de unos cuantos de los
espíritus del presente día, que gustosamente cambiarían sus
condiciones con un perro, y estarían contentos de separarse de su
razón, si al mismo tiempo pudieran deshacerse de los horrores que
acechan sus conciencias. ¿Hay aquí una persona así? Déjame rogarte
para que te detengas y consideres, antes que sea demasiado tarde.
Aún hay perdón con Dios. Tu caso, aunque peligroso, no es
desesperado, si es que no lo haces así para ti. Dirigiré tus
pensamientos a Jesús. Míralo a Él e implora su misericordia. Su
sangre puede limpiar de todo pecado. Está dispuesto a salvar hasta lo
sumo.
Es posible que algunos puedan tratar de contradecir la representación
que hice y estén listos a decir: “No encuentro nada de eso. Tomo
placer en mi camino. Tengo un cuerpo saludable, cuento con dinero y
duermo muy bien. No siento ninguno de esos remordimientos de
conciencia de los que hablas; y aunque los santos y la buena gente se
preocupan tan poco por mí como yo por ellos, aun así estoy muy bien
y muy feliz con las relaciones como más me gustan. No pienso a
futuro; estoy determinado a vivir ahora”. En respuesta a sentimientos
de este tipo, que me temo son muy comunes, observo:
3. Que la asombrosa dureza y ceguera de corazón a la que algunos
pecadores son entregados, es otro, y el más terrible efecto de la vara
de hierro con que el Señor gobierna a sus enemigos. Faraón pudo
decir tanto como tu: “¿Quién es el Señor para que yo escuche Su
voz…? (Éx.5:2). Pero porque, siendo frecuentemente reprendido,
persistió en su obstinación, la contienda terminó en su destrucción. Si
tú ahora eres obstinado como él, creo que no siempre fuiste así.
Debes haber trabajado duro, debes haber resistido la luz de la verdad
y debes haber ahogado muchas convicciones, antes de llegar a este
punto de obstinación. Debes de haber luchado contra el Espíritu
Santo; y ¡ay! de ti, si Él se ha ido, ido para siempre, y nunca más
luchará contigo. Ser así abandonado por Dios a una mente reprobada,
es el peor juicio que un pecador puede recibir de este lado del
infierno. No sé qué decirle a una persona en ese estado y espero que
no haya nadie así acá presente. Pero advertiré a aquellos que, aunque
han pecado con prepotencia, aún no han dejado de sentir, que no
323
caigan en semejante estado de incredulidad y desobediencia
empedernidas. Atiendan para que no sean endurecidos por el engaño
del pecado (Heb.3:13). Si bajo la luz del evangelio podes incurrir en
un curso caprichoso, desenfrenado, de impiedad deliberada, estás al
borde mismo del pecado imperdonable, de ese estado del cual es
imposible renovarte para arrepentimiento. Si la Biblia fuera, como en
vano te gustaría probar, una engañosa fábula ingeniosa, podrías
pisotearla impunemente y con seguridad reírte al final de la vida.
Pero si resulta verdad, recuerda que este día fuiste avisado de las
consecuencias de despreciarla. Si tú pereces, yo estoy limpio de tu
sangre.
II. Procedo a considerar el problema final de esta desigual contienda
entre los gusanos de la tierra y su Creador. Los desmenuzará como vaso de
alfarero. Dicha vasija puede ser curiosamente trabajada, y lucir hermosa a
los ojos, pero es sin embargo frágil, fácilmente rompible y, una vez rota en
pedazos, es irreparable. Es por eso un símbolo idóneo del hombre mortal
en su mejor estado. Somos hechos asombrosa y maravillosamente
(Sal.139:14). La textura de la estructura humana es admirable. Las
capacidades naturales de la mente del hombre, los poderes de su
entendimiento, voluntad y afectos, la velocidad de su imaginación, la
comprensión de la memoria, especialmente en ciertos casos, son pruebas
todas de que, visto como una criatura de Dios, es una criatura noble; y pese
a que es envilecido y degradado por el pecado, hay rastros de su excelencia
original que aún permanecen, suficientes para llamarlo en palabras del
poeta, “majestuoso, aunque en ruinas”. Pero si lo supones rico, poderoso,
sabio, en el sentido común de las palabras, es tan frágil como un vaso de
alfarero y aunque posea todas las ventajas posibles, no es sino como la
hierba o la flor del campo que, en su estado más floreciente, cae en un
instante ante el golpe de la guadaña y se seca, y muere. Una fiebre, una
caída, una teja, un grano de arena o el aire que halla su camino por una
hendidura, puede ser demasiado para el hombre más fuerte, y derribarlo
precipitadamente a la tumba. Por un pequeño cambio en el cerebro, o una
parte del sistema nervioso, el que ahora se jacta en sus habilidades
intelectuales puede de repente convertirse en un lunático o un idiota. La
enfermedad puede tornar rápidamente lo hermoso en repugnante, y lo
robusto débil como la niñez. Hay vasijas de barro o porcelana que pueden
probablemente durar muchos años, si cuidadosamente se las preserva de la
violencia. Pero el germen del deterioro y de la muerte está sembrado en
nuestra misma estructura. Somos aplastados antes que la polilla y
desmoronados sin que nos toquen bajo el peso del tiempo. ¡Cuán cierta e
inevitablemente entonces serán aquellos que el Señor golpee con su vara
de hierro, destrozados con el golpe!

324
Las comunidades y colectividades humanas, en su mano no son menos
frágiles que los individuos. El primogénito de todo Egipto, y el gran
ejército de Senaquerib, perecieron en una noche. Los romanos fueron la
vara de hierro en su mano con la que despedazó a la nación judía. Sus
fragmentos fueron esparcidos muy lejos hasta hoy, ¿y quién podrá
reunirlos? El imperio romano fue igualmente despedazado en su tiempo; y
tal ha sido el fin sucesivamente de muchos poderes, y de muchas personas
que osaron oponerse a sus designios. Por un tiempo se les permitió bramar,
conspirar y luchar; pero a la larga sucumbieron y cayeron, y pereció su
memoria.
Pero es hora de traer la discusión más cerca de casa. He sido informado
que la música que se establece a este pasaje está tan bien adaptada a la idea
que expresa, que sobrecoge a los que la oyen. Aquellos que viven en
hábitos pecaminoso, insensibles al evangelio, serán sobrecogidos, en
efecto, si fueran debidamente sensatos de cuán directamente las palabras
se aplican a sus propios casos, y de que el salmista describe la forma en la
que Dios los ha de tratar, si permanecen impenitentes. Si pudiéramos ver
todo lo que pasa sobre los lechos de muerte, a menudo veríamos la falsa
paz y las vanas esperanzas de los pecadores destrozados cuando la
eternidad se abre frente a sus ojos. Ciertamente veremos la solemnidad del
gran día: “Porque todos nosotros debemos comparecer” no solo como
espectadores, sino como partes sumamente interesadas en los
procedimientos, “ante el tribunal de Cristo”[26]. “He aquí, viene con las
nubes y todo ojo le verá, aun los que le traspasaron”[27]. Descenderá con
voz de mando, con voz de arcángel, y con trompeta de Dios, y delante de
Él serán reunidas todas las naciones. ¿A dónde aparecerán entonces el
pecador y el impío? ¿Qué será entonces de aquellos que lo desprecian, y
que abusan del evangelio de la gracia de Dios? El libertino, el infiel, el
apóstata, el hipócrita, el burlador profano y el falso profesante, ¿cómo
permanecerán? ¿O a dónde huirán cuando el gran Juez se siente sobre Su
terrible trono, y los libros sean abiertos, y cada cosa secreta sea revelada?
¡Ay de los que ahora están saciados, y que ahora se ríen, porque
languidecerán y llorarán! (Luc.6:25). Entonces sus reparos serán
silenciados, su culpa, con todos sus agraviantes, les será imputada y
ningún ruego ni defensa serán halladas. ¿Podrán sus corazones soportar o
sus manos ser fuertes, cuando Él les hable en Su Ira, y les diga: “Apartaos
de mí, malditos, al fuego eterno que ha sido preparado para el diablo y sus
ángeles”?[28]
Pero regocíjense los que aman Su Nombre. Han huido por refugio a la
esperanza puesta delante de ustedes. Para ustedes Su aparición será
preciosa, y Su voz bienvenida. No serán avergonzados. Este Dios terrible
es suyo. Los poseerá y admitirá antes de reunir los mundos, y les dirá:
“Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros”.
325
Entonces los días de vuestro sufrimiento terminarán, y vuestro sol ya no se
pondrá más (Mat.25:34; Is.60:20).

¿ESTÁ DE ACUERDO A.W.PINK CON EL


FEDERALISMO DE 1689?
En primer lugar, he aquí un resumen del Federalismo de 1689:
“Al rechazar la noción de un Pacto de Gracia bajo dos
administraciones, los Bautistas estaban de hecho rechazando sólo
la mitad de este concepto: aceptaron, como hemos visto
anteriormente, la noción de un solo Pacto de Gracia en ambos
testamentos, pero rechazaron la idea de dos administraciones.
Para los Bautistas, sólo había una Alianza de Gracia que se reveló
desde la Caída de manera progresiva hasta su plena revelación y
conclusión en el Nuevo Pacto … Si el federalismo de Westminster
puede resumirse en “un pacto bajo dos administraciones”, el de el
1689 sería “un pacto revelado progresivamente y concluido
formalmente bajo el Nuevo Pacto.” 1
También se expresa como “promesa y promulgación”. El Nuevo Pacto es
prometido, pero no promulgado / formalmente inaugurado en el Antiguo
Testamento. El Antiguo Pacto, específicamente, es un convenio nacional
de obras (para la vida en Canaán).
En segundo lugar, la visión del siglo XX es similar al federalismo de
Westminster: hay un pacto de gracia bajo múltiples administraciones
(todos los convenios históricos después de la caída). El Antiguo Pacto es
de gracia (gracioso) y no de obras.
El Método
Así que necesitamos ver si Pink enseña:
1. Si el pacto de gracia tenía (a) múltiples administraciones, o si
(b) vino en forma de revelado / concluido.
2. Si el Pacto Mosaico era (a) una administración graciosa del
pacto de gracia, o si era (b) un pacto nacional de obras.
La Evidencia: Introducción.
“Así como las diversas profecías mesiánicas, dadas por Dios en
diferentes momentos y a intervalos amplios, eran adecuadas para
las ocasiones locales en que fueron hechas por primera vez, así fue
326
en las diferentes renovaciones de Su pacto de gracia. Cada una de
esas renovaciones -a Abraham, Moisés, David y así sucesivamente-
exponen algún rasgo especial de la alianza eterna en la cual Dios
había entrado con el Mediador; pero las circunstancias inmediatas
de cada uno de esos hombres favorecidos moldeaban o daban
forma a cada característica particular del acuerdo eterno que se
les sometía a ellos.”2
Parece un caso aparentemente bastante sencillo. Pink parece estar
articulando una opinión bastante estándar (1a) de las administraciones
múltiples. Aunque hay algunas pistas de que él puede referirse a algo
diferente.
Si leemos su introducción, encontramos lo siguiente:
“Así podemos ver cuán plenamente el pacto de gracia fue revelado
y confirmado a Abraham el padre de todos los que creen, mediante
el cual él y sus descendientes obtuvieron una visión y comprensión
más claras del gran Redentor y las cosas que debían ser cumplidas
por Él . “Y por lo tanto Cristo se dio cuenta de esto cuando dijo:
Abraham se regocijó al ver mi día, y se alegró” (Juan 8:56). Estas
últimas palabras claramente intiman que Abraham tenía una
comprensión espiritual definida de esas cosas. Bajo el pacto del
Sinaí, Dios hizo una revelación más completa a su pueblo de los
contenidos del pacto eterno: el tabernáculo y todos sus utensilios
sagrados; el sumo sacerdote, sus vestiduras y su servicio; y todo el
sistema de sacrificios y abluciones, poniendo ante ellos sus
benditas realidades en formas típicas, siendo patrones de las cosas
celestiales.
Por lo tanto, antes de tratar de establecer el pacto eterno de una
manera específica, primero hemos tratado de aclarar la relación
que se le ha dado de los principales pactos que Dios se complació
en hacer con diferentes hombres durante la era del Antiguo
Testamento. Nuestro esbozo de ellos ha sido necesariamente breve,
porque los examinaremos por separado y los consideraremos con
más detalle en los siguientes capítulos. Sin embargo, se ha dicho
suficiente, confiamos, para demostrar que, mientras que los
términos de los pactos que Dios hizo con Noé, con Abraham, con
Israel en el Sinaí y con David, deben entenderse primero en su
sentido claro y natural, sin embargo, debe ser claro para cualquier
ojo ungido que tienen un segundo y más alto significado: un
contenido espiritual. Las cosas de la tierra han sido empleadas
para representar las cosas celestiales. En otras palabras, esos
pactos subordinados deben contemplarse tanto en su letra como en
su espíritu.” 3
327
Al principio esto parece confirmar la primera (1a) lectura. Sin embargo,
él hace una distinción clara entre el “pacto eterno mismo” y los “pactos
principales que Dios se complació en hacer con diferentes hombres
durante la era del Antiguo Testamento”.
“El pacto eterno o pacto de gracia es aquel acuerdo mutuo en el
cual el Padre con Su Hijo antes de la fundación del mundo respecto
a la salvación de Sus elegidos, siendo Cristo nombrado mediador,
consintiendo voluntariamente en ser su cabeza y representante.” 4
Así que Pink parece hacer una clara distinción entre el pacto de gracia y
los pactos de Dios hechos con los hombres en el Antiguo Testamento.
Esto podría inclinarse hacia una (1b) visión revelada / concluida. Otro
apoyo para esta lectura se encuentra en la introducción de Pink:
“La primera publicación germinal del pacto eterno se encuentra en
Génesis 3:15 “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu
simiente y su simiente; te herirá la cabeza y tu le herirás el
calcañar “. Así, inmediatamente después de la Caída, Dios anunció
a la serpiente su perdición final a través de la obra del Mediador, y
reveló a los pecadores el único canal por el cual la salvación
podría fluir hacia ellos. Las adiciones continuas que Dios hizo
posteriormente a la revelación que dio en Génesis 3:15 fueron,
durante un tiempo considerables, en gran parte a través de los
pactos que hizo con los padres, los pactos que fueron fruto de su
eterno plan de misericordia y la revelación gradual del mismo a los
fieles. Solo cuando esos dos hechos son retenidos por nosotros,
estamos en condiciones de apreciar y percibir la fuerza de esos
pactos subordinados.
Dios hizo pactos con Noé, Abraham, David; ¿Pero fueron ellos,
como criaturas caídas, capaces de entrar en alianza con su augusto
y santo Creador? ¿Fueron capaces de defenderse a sí mismos o ser
fiadores para otros? La misma pregunta se contesta a sí misma.
¿Qué, por ejemplo, podría hacer Noé posiblemente para asegurar
que la tierra nunca más deba ser destruida por un diluvio? Esos
pactos subordinados eran menores que el hecho de que el Señor
manifestara, de manera especial y pública, el gran pacto: dar a
conocer algo de sus contenidos gloriosos, confirmar su interés
personal en él y asegurarles que Cristo, la cabeza principal del
pacto, debería ser de ellos mismos y salir de su simiente…” 5
Arriba hemos señalado que las adiciones continuas que Dios hizo a Su
revelación original de misericordia en Génesis 3:15 fueron, durante un
tiempo, principalmente a través de los pactos que hizo con los padres.

328
Esto suena muy parecido a la forma (1b) revelada / concluida. El pacto
de gracia consistía en una promesa revelada en el Antiguo Testamento.
Los pactos en el Antiguo Testamento (pactos subordinados) revelaron el
pacto de gracia, pero ellos mismos no fueron el pacto de la gracia (gran
pacto).
Esto podría ser visto como demasiado rebuscado en las declaraciones de
Pink. Pero luego encontramos esto al final de su introducción:
“Finalmente, se debe señalar que este pacto hecho entre el Padre y
el Hijo en nombre de toda la elección por gracia se designa de
manera diversa. Se llama un “pacto eterno” (Isaías 55: 3) para
denotar su perpetuidad, y porque las bendiciones en él ideadas en
la eternidad pasada durarán para siempre. Se llama un “pacto de
paz” (Ez. 34: 2,5; 37:26) porque asegura la reconciliación con
Dios, porque la transgresión de Adán produjo enemistad, pero por
Cristo se eliminó la enemistad (Efesios 2:16), y por lo tanto se le
denomina el “Príncipe de la Paz” (Isaías 9: 6). Se llama el “pacto
de la vida” (Mal. 2:15), en contraste con el pacto de obras que se
emitió en la muerte, y porque la vida es lo principal comprometido
en ella (Tito 1: 2). Se llama el “pacto santo” (Lucas 1:72), no solo
porque fue hecho por y entre las personas de la Santísima Trinidad,
sino también porque asegura la santidad del carácter divino y
proporciona la santidad del pueblo de Dios. Se llama un “mejor
pacto” (Hebreos 7:22), en contraste con el arreglo Sinaítico, en el
cual la prosperidad nacional de Israel quedó supeditada a sus
propias obras.”6
Esta es una clara articulación de (2b) un pacto Mosaico de obras
separado del pacto de Gracia.
Entonces, el peso de la introducción de Pink nos lleva al Federalismo de
1689.
La Evidencia: Pacto Mosaico.
Puedes leer mi extracto extendido de Pink aquí Pink on Moses (&
Republication), así que solo destacaré algunos rápidamente:
(Hebreos 8: 8, 9) Por lo tanto, tenemos la autoridad divina para
decir que los tratos de Dios con Israel en el Sinaí no fueron
paralelos con su trato con Su pueblo bajo el Evangelio, ¡sino un
contraste!
… El pacto nacional no se refería a la salvación final de los
individuos: ni se rompió por la desobediencia, o incluso la
idolatría, de ningún número de ellos, a condición de que no fuera
329
sancionado o tolerado por la autoridad pública. De hecho, fue un
tipo del pacto hecho con verdaderos creyentes en Cristo Jesús,
como lo fueron todas las transacciones con Israel; pero, al igual
que otros tipos, “no tenía la imagen real”, sino solo “una sombra
de cosas buenas por venir”.
… El pacto externo fue hecho con la Nación, otorgándoles ventajas
superiores, con la condición de obediencia nacional externa; y el
pacto de la Gracia fue ratificado personalmente con los verdaderos
creyentes, y les selló y aseguró bendiciones espirituales, al
producir una disposición santa del corazón y obediencia espiritual
a la ley Divina.
… la limitación del pacto Sinaítico: su carácter era una
combinación suplementaria de ley y misericordia; su alcance era
nacional; su diseño era regular los asuntos temporales de Israel
bajo el gobierno divino; su limitación estaba determinada por la
obediencia o la desobediencia de Israel.
… El pacto Sinaítico no interfirió en modo alguno con la
administración divina ni del pacto eterno de gracia (hacia los
elegidos) ni del pacto adámico de las obras (que todos, por
naturaleza, se encuentran incluidos); está en una región bastante
diferente. Si los israelitas individuales fueron herederos de la
bendición bajo el anterior, o bajo la maldición de este último, de
ninguna manera obstaculizaron o afectaron a Israel como pueblo
bajo este régimen nacional, que respetaba las bendiciones internas
y eternas, sino solo los intereses externos y temporales.
Esta es una articulación clara de (2b) como puedes ver. En el Pacto
Mosaico, Pink era un federalista en 1689.
La Evidencia: Pacto Mesiánico
“Hemos designado a este pacto final como el Pacto Mesiánico en
vez que el cristiano o el Nuevo Pacto, en parte por el bien de la
aliteración y en parte por el bien del énfasis.” 7
El tiempo fijado para la realización de este nuevo pacto se define
en los días (por venir). En el Antiguo Testamento, el tiempo de la
aparición de Cristo fue llamado el mundo por venir (Heb 2: 5), y
fue una perífrasis de Él que Él era el que había de venir (Mateo 11:
3). La fe de la iglesia del Antiguo Testamento se ejerció
principalmente en la expectativa de su venida. El tema de lo que
Jeremías anunció especialmente fue un pacto.

330
“El nuevo pacto, que consiste en reunir en uno todas las promesas
de gracia dadas desde la fundación del mundo, logradas en la
aparición real de Cristo, y confirmadas en Su muerte, y por el
sacrificio de Su sangre, se convirtió en la única regla de nuevas
ordenanzas espirituales de adoración adecuadas para esto, siendo
el gran objeto de la fe de los santos del AT, y es el gran fundamento
de todas nuestras misericordias actuales. (‘De lo cual también nos
es testigo el Espíritu Santo; porque después de haber dicho antes,
este es el pacto que haré con ellos después de aquellos días, dice el
Señor: Heb 10: 15,16 – sí, es testimonio para nosotros, y no para
aquellos que vivirán en algún futuro ‘milenio’. AWP)
“Hubo en él una recapitulación de todas las promesas de gracia.
Dios no había hecho ninguna promesa, ningún indicio de su amor o
gracia a la Iglesia en general, ni a ningún creyente en particular,
sino que lo trajo todo a este pacto, para que sean estimados, todos
y cada uno de ellos, para ser dado y hablado a cada persona
individual que tiene un interés en este pacto. Por lo tanto, todas las
promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob, con todos los otros
patriarcas, y el juramento de Dios por el cual fueron confirmadas,
son todas hechas a nosotros, y nos pertenecen, no menos de lo que
ellas le aplicaron a quienes se les dio primero, si somos hechos
partícipes de este pacto. El apóstol da una instancia de esto en la
singular promesa hecha a Josué, que él aplica a los cristianos: 13:
5 “(John Owen). 8
Aquí Pink cita directamente de la articulación de John Owen del punto
de vista (1b) promesa / promulgación. Él también lo hace de nuevo:
“Teniendo en cuenta el contenido de este pacto, estamos totalmente
de acuerdo con John Owen en que hay “una recapitulación y
confirmación de todas las promesas de gracia que se le han dado a
la Iglesia desde el principio, incluso todo lo que se habló por boca
de los santos profetas que habían existido desde el comienzo del
mundo (Lucas 1:70). “La promesa original (Génesis 3:15) contenía
en forma de germen toda la esencia y sustancia del nuevo pacto:
todas las promesas dadas despues a la iglesia pero siendo
exposiciones y confirmaciones de eso.” 9
Esto es prácticamente un caso cerrado. Owen es la articulación por
excelencia de la visión revelada / concluida, y Pink afirma que está
“totalmente de acuerdo” con ella.
“Al mencionar el primer pacto, se refiere a esa economía u orden
de cosas bajo las cuales los hebreos fueron colocados en el Sinaí, y
de los cuales los sacerdotes levitas fueron los mediadores,
331
estableciendose entre Dios y el pueblo. El segundo o nuevo pacto
es esa gran economía u orden de cosas que ha sido introducida y
establecida por Cristo, de la cual Él es el único mediador.” 10
“El nuevo pacto realmente hace para aquellos que están en él lo
que el antiguo no pudo hacer por el pueblo judío. A ellos Dios les
dio una revelación, pero les llegó por carta solamente; para los
santos del Nuevo Testamento Su revelación también viene en poder
(1 Cor 4:20; 1 Ts. 1: 5). A ellos Dios dio la ley como está escrita en
tablas de piedra; para los santos del Nuevo Testamento, Dios
también da la ley, pero la escribe en sus corazones. En
consecuencia, se irritaron ante la ley, mientras que nosotros
(después del hombre interior) nos deleitamos en ella (Rom 7:22).
Por lo tanto, también, no caminaron en los estatutos de Dios, sino
que continuamente los transgredieron; mientras que de Su pueblo
del Nuevo Testamento está escrito: “Ustedes han obedecido de
corazón esa forma de doctrina que les fue entregada” (Rom 6:17).
Lo que hace toda la diferencia es que el Espíritu Santo es dado
para morar en él y darle poder, lo cual no era en los que estaban
en el pacto Sinaítico como tal; decimos “como tal”, porque
siempre hubo un remanente piadoso que fueron habitados por el
Espíritu sobre la base del pacto eterno.” 11
Nuevamente, esto es puro Federalismo de 1689: El Pacto Mosaico no
salvó a nadie. Aquellos que fueron salvos mientras estaban bajo el Pacto
Mosaico fueron salvados mediante la aplicación de los beneficios del
Nuevo Pacto. (Consulte la última cita a continuación para ver cómo el
pacto eterno se relaciona con el nuevo pacto).
“Quinto, la primera promulgación formal del Nuevo Pacto, tal
como fue hecho y ratificado, fue el día de Pentecostés, siete
semanas después de la resurrección de Cristo. Sorprendentemente
esta responde a la promulgación de la ley en el Monte Sinaí,
porque eso también ocurrió en el mismo espacio de tiempo después
de la liberación del pueblo de Dios de Egipto. Desde el día de
Pentecostés en adelante, las ordenanzas de adoración y todas las
instituciones del Nuevo Pacto llegaron a ser obligatorias para
todos los creyentes. Entonces toda la iglesia fue absuelta de
cualquier deber con respecto al Antiguo Pacto y su adoración,
aunque todavía no se manifestaba en sus conciencias.” 12
Una vez más, Pink está articulando la explicación de Owen de lo que
significa que el Nuevo Pacto sea “establecido” versus solo en forma de
promesa.

332
“Solo nos resta decir algunas palabras sobre la relación entre los
pactos originales y finales. Es importante que distingamos
claramente entre el Pacto Eterno que Dios estableció antes de la
fundación del mundo y el pacto cristiano que Él instituyó en los
últimos días de la historia del mundo. Primero, el primero fue
hecho en la eternidad pasada; el otro está hecho en el tiempo.
Segundo, el primero fue hecho solo con Cristo; el otro está hecho
con toda su gente. En tercer lugar, el primero no tiene ninguna
condición en lo que a nosotros respecta; el otro prescribe ciertos
términos que debemos cumplir. Cuarto, bajo el primero Cristo
hereda; bajo el otro, los cristianos son herederos: en otras
palabras, la herencia que Cristo compró al cumplir los términos
del pacto eterno ahora es administrada por él en forma de
testamento. ¿Debería preguntarse un lector si mi acceso al cielo
depende del pacto eterno o del nuevo? La respuesta está sobre
ambos. Primero, sobre lo que Cristo hizo por mí al ejecutar los
términos del primero; segundo, al cumplir con las condiciones de
este último. Muchos están muy confundidos en este punto. Aquellos
que repudian la responsabilidad del hombre no permitirán que
haya ningún “si” o “peros”, restringiendo su atención a las
“voluntades” y “deseos” de Dios; pero esto no es tratar
honestamente con la Palabra.” 13
No podría articular el aspecto condicional de esta manera, pero no estoy
en desacuerdo con su punto. El Nuevo Pacto es el cumplimiento en el
tiempo del pacto de redención.
El veredicto
La evidencia es bastante clara. Mientras que Pink sin duda articuló su
punto de vista en sus propias palabras con sus propios matices, su tesis
fue acorde al Federalismo de 1689. Quizás si los bautistas modernos
hubieran leído a Pink con más cuidado, hubiésemos redescubierto este
punto de vista mucho antes.
Autor: Brandon Adams
Traductor: Carlos Sanchez

Articulo Original: Did A.W. Pink Agree w/ 1689 Federalism?

1. La Distinción de la Teología Particular del Pacto Bautista del Siglo


XVII, Pascal Denault, p. 61 (The Distinctiveness of 17th Century
Particular Baptist Covenant Theology, Pascal Denault, p. 61) ↵

333
2. Arthur W. Pink (2010-03-19). Los Convenios Divinos (Sitios del
Kindle 1026-1030). . Versión Kindle. ↵
3. Arthur W. Pink (2010-03-19). Los Pactos Divinos (Sitios del
Kindle 147-157). . Versión Kindle. ↵
4. Arthur W. Pink (2010-03-19). Los Convenios Divinos (Kindle
Locations 188-190). . Versión Kindle. ↵
5. Arthur W. Pink (2010-03-19). Los Pactos Divinos (Ubicaciones
Kindle 109-127). . Versión Kindle. ↵
6. Arthur W. Pink (2010-03-19). Los Pactos Divinos (Ubicaciones
Kindle 286-294). . Versión Kindle. ↵
7. Arthur W. Pink (2010-03-19). The Divine Covenants (Kindle
Locations 4262-4263). . Versión Kindle. ↵
8. Arthur W. Pink (2010-03-19). The Divine Covenants (Kindle
Locations 4573-4586). . Versión Kindle. ↵
9. Arthur W. Pink (2010-03-19). The Divine Covenants (Kindle
Locations 4625-4629). . Versión Kindle. ↵
10. Arthur W. Pink (2010-03-19). The Divine Covenants (Kindle
Locations 4587-4590). . Versión Kindle. ↵
11. Arthur W. Pink (2010-03-19). The Divine Covenants (Kindle
Locations 4763-4770). . Versión Kindle. ↵
12. Arthur W. Pink (2010-03-19). The Divine Covenants (Kindle
Locations 5095-5100). . Versión Kindle. ↵
13. Arthur W. Pink (2010-03-19). The Divine Covenants (Kindle
Locations 5103-5112). . Versión Kindle. ↵

[1] Volumen 5 de nuestra “Biblioteca A. W. Pink”


[2] Curso de Formación Teológica Evangélica 1 Introducción a la
Teología por José Grau, CLIE, pp.26.
[3] “Su representante en el pacto”.
[4] Representante legal
[5] La RVR´60 traduce: “por la transgresión de uno vino la condenación
a todos los hombres”.

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[6] muriendo morirás: Ver Génesis 2:17 en Young´s Literal Translation
(YLT Bible).
[7] Sinopsis, vol.2, notas sobre Oseas.
[8] Seguramente aquí se haga alusión a una frase del personaje Otelo
respondiéndole a Ludovico en la obra de Shakespeare “Otelo”, Acto V,
escena II.
[9]Targum: Originalmente era una traducción al arameo de la Biblia
hebrea producida o compilada en el antiguo Israel y Babilonia desde el
período del Segundo Templo hasta comienzos de la Edad Media
[10] La versión King James (KJV) utilizada por el autor dicta “they
covenanted with him…”, en donde el verbo covenanted, expresa el pasado
del verbo [to] covenant (pactar; acordar): por lo cual de la KJV Mateo
26:15 podría traducirse como: “ellos acordaron con él por treinta piezas de
plata”
[11] Recordemos que en la epístola a los Hebreos se está dirigiendo a
Judíos.
[12] Corchetes agregados por el autor.
[13] Corchetes agregados por el autor.
[14] Lo más probable es que con “nuestros contemporáneos” Pink se esté
refiriendo a los círculos dispensacionalistas de los Hermanos de Plymouth,
quienes mediante dicha teoría sostenían que el Sermón del Monte iba
dirigido a los judíos y aplica únicamente a ellos.
[15] Contingencia: f. Posibilidad de que algo suceda o no (Real Academia
Española, 2001, 22º ed.). (Definición brindada por el editor de la obra).
[16] Le sugerimos que lea el apéndice tres, adjunto en la presente obra.
[17] “No aumentarás”: es la lectura alternativa provista por la versión de
las Américas (LBLA) y que mejor se corresponde con la versión King
James (KJV) empleada por el autor.
[18] Creeping things: Así aparece en las traducciones del inglés
mayormente. El término (gr. herpeton) hace alusión a animales pequeños,
que reptan y/o se arrastran. Comúnmente es traducido como reptiles en
castellano.
[19] Para acceder a este Sermón de Spurgeon véase:
http://www.spurgeon.com.mx/sermon93.pdf
[20] Serie originalmente publicada en dos artículos en la revista “Studies
in the Scriptures” bajo el título de “The Everlasting Covenant”, entre los
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meses de noviembre y diciembre de 1953, luego de fallecido el autor
(escritos de su autoría publicados por su esposa Vera tras su propia
muerte).
[21] Este problema de traducción de la palabra griega “diatheke”, que el
autor plantea con la versión inglesa “King James”, el lector
hispanohablante podrá apreciarlo en la “Reina Valera Antigua (RVA)”.
[22] El autor se refiere a la Versión Autorizada del inglés o versión King
James.
[23] John Newton (1725-1807): autor del himno Amazing Grace (Sublime
Gracia). Dios lo transformó de un marinero blasfemo y comerciante de
esclavos a un influyente pastor piadoso y abolicionista, al escuchar una
predicación del eminente George Whitefield durante los años de
avivamiento.
[24] Salmos 19:4.
[25] Apocalipsis 19:6.
[26] 2 Corintios 5:10.
[27] Apocalipsis 1:7.
[28] Mateo 25:41.

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