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Etimología (origen de las palabras, razón de su existencia, de su significación y de su

forma).
Lito. Nombre masculino de origen hebreo. La explicación de este nombre aparece en el
Génesis del siguiente modo: <<Entonces se acordó Dios de Raquel. Dios la oyó y abrió
su seno, y ella concibió y dio a luz a su hijo. Y dijo: “Ha quitado Dios mi afrenta” y le
llamó Lito, como diciendo: “Añádeme Yahvé otro hijo”>>
Ignacio. Nombre masculino de origen indoeuropeo. La primera persona documentada
que usó ese nombre en el siglo I fue San Ignacio de Antioquía, discípulo de los
apóstoles Juan, Pedro y Pablo. Una hipótesis dice que es el nombre que se daba a los
habitantes originarios de la antigua Rhodas. Ignacio del griego Ignêtes que significa
“innato”. Ignacio del latín Ignatius es la unión de los términos “Ignis” (fuego) y
“natus” (nacer) por lo que tendría el significado de “nacido del fuego”.

Nombramorfosis (Cambio o transformación de un nombre en otro, especialmente el que


es sorprendente o extraordinario y afecta a la fortuna, el carácter o el estado de la
persona que lo posee).
Tener dos nombres es divertido cuando eres un niño ya que se utilizan uno u otro
dependiendo de la ocasión. Mi familia me llamaba “Lito”, relajando tanto el acento en
la “e” que se convertía en una palabra llana. Lito, lávate las manos que vamos a comer,
decía mi madre. Lito, ¿te vienes a casa de los abuelos?, me preguntaba mi padre. ¡Jooo,
el Lito me ha quitado la flauta y estaba yo tocando con ella! se quejaba mi hermana,
seguramente sin que le faltara razón.
¡Lito Ignacio!, cuando oía a mi madre gritar así mi nombre podía ser después de
descubrir que yo había vuelto a dejar el grifo del lavabo abierto y con el tapón del
desagüe puesto o cuando, después de jugar con la plastilina, esta había quedado toda
esparcida y pegada en la pequeña mesita de café que había en el centro del salón.
Lito Ignacio también podía sonar amable en el colegio, en boca de mi profesora Marita
al decir las notas de los exámenes en cuarto y quinto curso. Siempre sonaba alegre
cuando mis compañeros de clase me elegían en el sorteo de equipos durante los recreos,
mientras moldeábamos a toda prisa el papel de plata de los bocatas para hacer una bola
con la que jugar a futbol, o a hockey, incluso a baloncesto.
Para la gente del pueblo donde vive toda mi familia y al que íbamos cada fin de semana,
sigo siendo “el Innacio”. Allí aspiramos tanto algunas consonantes que las convertimos
en otras, con esa manera de utilizar el lenguaje creamos una identidad común. Si alguien
me preguntaba quién era, yo siempre contestaba -Soy el hijo del Innacio, el ferroviario-.
A mi padre le pasaba exactamente igual cuando era niño. Mi abuelo Ignacio trabajó en
la estación como visitador de material remolcado. Era el encargado de revisar que todos
los componentes de los vagones del tren estuvieran en perfecto estado para poder
continuar el trayecto. Mi padre entró a trabajar primero en los talleres de Renfe y
después se hizo interventor, aún recuerdo cuando me dejaba jugar con el troquel que
tenía para picar los billetes de los viajeros.
A mí me gustaba parar en el escaparate de una tienda de maquetas y modelismo que
tenía detrás del cristal un tren de juguete con estaciones, viajeros, cambios de agujas,
semáforos, montañas atravesadas por túneles, carreteras con cochecitos que cruzaban las
vías a través de pasos a nivel con barreras y que siempre estaba en funcionamiento. La
diferencia con el que yo tenía en casa era abismal. El mío estaba compuesto por una vía
con forma de elipse de un metro de recorrido, una locomotora, un vagón de carbón y
otro de madera. Aun así, gasté infinidad de pilas de petaca y pasé muchísimas horas
viendo como aquel trenecillo daba vueltas. Pero lo que más me gustaba jugar con el
tambor y con aquellos juguetes de plástico con forma de trompeta y de saxofón que
tenían un pito como boquilla y que sonaban siempre igual.

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