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E

Encuentro en el cementerio
l mismo verano de xxxx, año en el que se celebró el 80 aniversario de mi
fallecimiento, apareció por la puerta del cementerio, próximo al hotel, en el
que pasé mala y tristemente mis últimos días esperando que todo acabara y
que todo lo poco que vivía en mi expirara en su final.
El día soleado y tranquilo; los camposantos siempre dan un día tranquilo ajeno a
cualquier condición meteorológica. Quienes en ellos acabamos descansando, como ya
hemos cumplido con nuestros deberes, solo nos queda dejarlo estar todo. Era, como
escribí en la nota que os dejé en el bolsillo de mi abrigo, un día azul y soleado, como los
de la infancia.
Momentáneamente no pudo avanzar, la cercanía de la tumba y su inmediata visibilidad
desde la entrada sorprendió al visitante. Sin embargo, a medida que se acercaba se dió
cuenta que en realidad no había sido la rápida identificación de mi lugar de reposo lo
que le paralizó. El triste, sobrio y gris aspecto de la tumba que no podía ser disimulado
por los colores de alguna bandera tricolor o las muchas flores que querían alegrarlo.
Pensó que no era merecedor de ese lugar. Del lugar si, pero no de su castellana, solitaria
y austera presencia en un pequeño y bonito pueblo en la orilla del mediterránea.
Acabó acercándose con solemne respeto y con un sentimiento embargado por la
barbaridad de todo lo que aconteció en aquel tiempo tan trágico para tantas personas de
las que la historia y mis lectores me han convertido en un símbolo venerable y
venerado.
Mientras observaba en silencio mi lugar de descanso se acercó otra persona, con paso
decidido, comi quien entra en casa e su tío abuelo a visitarle y sabe que, haga lo que
haga, será bien recibido porque además de conocer el lugar está en buena compañía.
Sin mediar mucho tiempo entabló conversación con mi primer visitante del día y
empezó a explicarle la cantidad de veces que había tenido que cambiar la placa que me
homenajea por los múltiples actos vandálicos que sufre.
También, sin disimulo de mostrar su conocimiento del mundo, le habló de Juliette
Figuères, la mujer que supo ver en mi la cara la derrota y de la persecución, el mismo
rostro de los más de quinientos mil compatriotas que en quince días tuvimos que huir
para refugiarnos lejos de nuestras tierras. Hablaron también de esa misma historia, de
mi llegada a Collioure y de los lugares que conocí, de las personas que me acogieron.
Se presentaron, el uno dijo trabajar en el consulado de España, el visitante dijo venir
desde Madrid, ambos se apellidaban Rodríguez. Concluyó la charla, breve pero
importante para mi invitado porque quedaron a su alcance las llaves para empezar a
entrar parcialmente en mi vida, en mi muerte.
Tantos son los que lo han hecho que he perdido la cuenta, pero no son tantos los que lo
han hecho por una situación sobrevenida como este encuentro o como el hecho de ser el
único superviviente de una segunda camada de otros tres hijos; de ser el segundo de
esos tres, de ser el quinto de los seis, pero el único que de los tres segundos salió
adelante en su nacimiento.
Teniendo solo unos días de vida se encontró entre quienes administrativamente fueron
represaliados por la dictadura. Le quisieron poner un nombre que no era español y hubo
que castellanizarlo, solo lo supo cuando el ejército lo quiso incorporar a filas. Se libró,
por segunda vez el momento adecuado de su venida al mundo le permitió empotrarse en
el Baby boom que, de por sí ya había ofrecido suficientes candidatos para uniformar por
un tiempo sus vidas.
A partir de entonces empezó una de sus primeras aventuras en el mundo: recuperar su
nombre, el nombre por el que todo el mundo le conocía y del que fue despojado
preventivamente para mantener la pureza lingüística del Registro civil.
Curiosamente, su santo no se celebra otro día que no sea el domingo de Resurrección.
En el santoral no hay nadie cuyo nombre fuera propio de un francófono o anglófono.
Como ya dije, se apellida Rodríguez, como el Cónsul de Perpignan y su nombre es
René, con una “e”, de lo contrario no le habrían llamado para hacer el servicio militar y
tampoco habría podido ser mi invitado sino mi invitada en el camposanto.

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