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Mi nombre es Iñaki.

Es un nombre que me pusieron por mi tío, que es tío mío ya que


casó con la hermana pequeña de mi padre de buen nombre Isabel. Tengo que decir, con
un poquito de sorpresa y orgullo, que mi familia apuntaba ya hacía una democracia de la
que solo sabían por habladurías. Digo esto porque hubo otro nombre en liza para para
nominarme desde entonces hasta mi muerte. Afortunadamente salió Iñaki y no Nicasio,
que era el nombre que mi padre me quería endosar en recuerdo del suyo. Es que no hay
color. Dónde vamos a llegar. Yo, que siempre he sido un tanto apocado, no quiero ni
imaginarme los comentarios y motes con los que me honrarían en el cole. Bueno,
imaginar, imaginar, algo puedo, aunque ya sabemos que la realidad siempre supera a la
ficción. Que si Nica, con su indeterminación sexual, tabú absoluto en la etapa colegial;
que si Casi, proyecto a medio hacer que nunca acaba nada; que si Casio y sus derivadas
horarias. En fin, una cruz. Aunque con un poco de perspectiva y en un hipotético futuro,
Cronómetro no estaría mal, que te relacionen con el mandamás de los dioses clásicos,
aunque sea tangencialmente, es todo un puntazo. Lo que no acabo de entender es cómo
mi padre aceptó esa ajustada votación de siete a uno. Siempre ha sido un férreo defensor
del: “En esta casa se hace lo que yo digo; porque sí”. Y ese “porque sí” es un
razonamiento irrefutable al que nadie se podía resistir.
De todas formas en mis documentos oficiales no pone Iñaki sino Ignacio (que también
me gusta) por aquello del imperativo legal o más bien religioso. Corría el año 1969 y
por aquel entonces lo que molaba era el santoral y de ahí no te podías salir. No como
hoy en día que si te apetece puedes poner a tu hijo Nube Gris, Viento del Norte o
Gacela Ligera. Ay, cómo me gustaban las pelis de indios y vaqueros.
Decía mas arriba que mi nombre me viene dado por mi tío. A él no sé porqué se lo
pusieron, pero como es un vasco de caserío y por esos lares los jesuitas tienen mucho
predicamento, digo yo que fue por San Ignacio de Loyola. Que no se llamaba Ignacio
sino Iñigo, castellanización del muy vasco y antiguo Eneko. No como Iñaki que dicen
fue creación de Sabino Arana ya que no había un nombre euskaldún para el popular
Ignacio. El caso es que Iñigo López de Loyola fue un cortesano que se dedicaba a ligar,
a divertirse, a ir a la guerra; vamos, a cosas de cortesano. Sin embargo, hete aquí que
después de ver que en la guerra además de matar también se podía morir, devino en
religioso. Y en el camina cambió de nombre escogiendo el de Ignacio por San Ignacio
de Antioquia, uno de los padres del catolicismo y que entre sus muchos atributos está el
ser oriundo de la Siria romana, hoy en Turquía. Este San Ignacio de Antioquia también
luchó lo suyo, solo que contra los romanos del emperador Trajano que le condenaron y
ajusticiaron por cristiano. Aunque a la larga se salió con la suya; ya conocemos la
Historia. Paradójicamente el emperador Trajano era bético, no porque fuese del Betis,
sino porque nació en lo que hoy es Santiponce allá por el año 53 de nuestro señor
Jesucristo.
Además y perdóneseme el inciso, mi tía, que también es de pueblo, pero de León, era
una intrépida muchacha que emigró para buscar un futuro mejor. Resulta que como era
joven pasó lo que suele con los jóvenes, que casó con mi tío, el vasco. Así que,
seguramente sin ser ellos muy conscientes, resulta que son unos firmes partidarios de la
mezcla étnica. Lo que redunda en mi sorpresa para con mis mayores.
Y hasta aquí llega el cuento de porqué me llamo como me llamo. Y si, paciente lector,
no te ha gustado el cuento, no te preocupes que tengo otro que ya contaré en otra
ocasión.

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