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PRIVACIDAD Y DERECHO A MORIR

MARTA ALBERT
EL DERECHO A MORIR, UN DERECHO ¿A LO INELUDIBLE?
Para la autora, la pretensión de morir en derecho subjetivo no es en absoluto banal. No es un
«nuevo derecho» entre otros tantos nuevos derechos que van surgiendo en el desarrollo
histórico como exigencias «naturales» de la historicidad de lo jurídico.
La idea de la muerte como expresión del derecho a la autodeterminación tiene graves
connotaciones, jurídicas y políticas. Es más, la aceptación de que la decisión sobre la propia
muerte forma parte del derecho a la autodeterminación convierte la categoría misma de
derecho subjetivo.
Por paradójico que parezca, el paso de la propia muerte como un poder fáctico a la muerte
como un poder jurídico bajo el paraguas de la privacidad termina por introducir la dimensión
privada de la bios de lleno en la órbita biopolítica.
ESTRATEGIAS PARA DOTAR DE EXIGIBILIDAD JURÍDICA A LA PRETENSIÓN SOBRE LA PROPIA
MUERTE
En el mundo del derecho, la propia muerte puede articularse como exigencia jurídica de
diversas maneras. Creo que son básicamente estas cuatro:
 LA VÍA DEL TESTAMENTO VITAL: El documento, a la vez que afirma con bastante
firmeza la inoportunidad de cualquier intento de legalizar la eutanasia, plantea como
método para la toma de decisiones al final de la vida la adopción denominado «living
will», es decir, el testamento vital. Que esto conduzca a la facultad de decidir la propia
muerte depende de los límites que se impongan al contenido del citado testamento.
 LA VÍA DEL DERECHO A RENUNCIA A TRATAMIENTO MÉDICO: El derecho a renunciar
a tratamiento médico tiene una finalidad intrínseca que no es precisamente la de
tomar la decisión de cuándo morir. Todo intento de emplearlo en este sentido
constituye un abuso de derecho y, en esta medida, no creo que plantea un debate
serio en términos de principios teóricos, sino que es un problema que se plantea a
nivel de experiencia jurídica.
 COMO PARTE DEL DERECHO A LA VIDA: Tener derecho a vivir significa tener derecho a
poseer la propia vida, y, por tanto, a decidir cuándo acaba. El caso de Dianne Pretty, a
nivel europeo, y el de los presos del GRAPO, a nivel nacional, representan ejemplos de
esta tentativa. Sin embargo, la estrategia del derecho a la vida es hoy una «vía
muerta» para encontrar acomodo a la pretensión de decidir la muerte.
Para el Tribunal Constitucional, el derecho a la vida tiene un contenido de protección
positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho
a la propia muerte».
 COMO PARTE DEL DERECHO A LA PRIVACIDAD. Cerrada la vía del derecho a la vida, se
trata de convertir la decisión de morir en derecho subjetivo entendiendo que se trata
de una decisión que ha de tomarse «en la intimidad» y que, por tanto, caería dentro
del ámbito protegido por el derecho a la privacidad.
En base a estas estrategias, el derecho a morir como una nueva manifestación de un viejo
derecho, el derecho a la vida privada.
En realidad, que en las dos primeras esté en juego realmente el derecho a morir constituye más
un problema de la praxis que un problema teórico que pueda iluminarse de alguna manera
desde la filosofía del derecho. Resulta claro y meridiano que renuncia a tratamiento médico y
testamento vital no tienen como finalidad, en nuestro ordenamiento jurídico lograr la propia
muerte.
El derecho a morir como parte del derecho a vivir parece ser, una «vía muerta», Nos queda la
última opción, que presenta la decisión sobre cómo y cuándo morir como una determinación
que entra dentro del ámbito de la privacidad y que, por tanto, vendría amparada por el
derecho a la intimidad.
Es pertinente preguntarnos, ¿puede articularse la pretensión de morir como un derecho
subjetivo?, ¿puede este encontrar su lugar jurídico en el derecho a la intimidad? Se tratara
resolver estas cuestiones estudiando el problema del derecho a morir y de reivindicación bajo
el paraguas de la intimidad desde dos ópticas, una estrictamente jurídica, y otra política.
PRIVACIDAD
Las primeras consideraciones, de orden estrictamente jurídico, tienen que ver con la
privacidad o autodeterminación como derecho subjetivo, dejando momentáneamente al
margen el ámbito concreto en el que el individuo desee «autodeterminarse» (en este caso, la
muerte).
La tesis consiste en afirmar lo que podríamos denominar la «imposibilidad conceptual» de la
autodeterminación como derecho subjetivo.
El derecho a la intimidad nace como un derecho de libertad «negativa», un derecho a impedir
que otros hagan. Sin embargo, como hemos visto, termina por convertirse en una libertad
positiva, en la libertad de autodeterminarse, esto es, en un poder para lograr también que
otros hagan. Nada que objetar en el sentido de que la evolución de los derechos subjetivos les
priva de su dimensión natural, simplemente, refleja su carácter necesariamente histórico. El
problema no es la mutación del derecho a la intimidad en tanto mutación, no hay nada extraño
en que los derechos muten. Naturaleza c historicidad no se excluyen mutuamente. El problema
es si la intimidad es inteligible como derecho subjetivo en términos de libertad positiva, es
decir, si la autodeterminación puede ser, por definición, un derecho subjetivo. No quisiera dar
la impresión de que se trata de una cuestión puramente.
El empleo de este derecho como libertad positiva, como derecho a la autodeterminación,
sirve, fundamentalmente, para escamotear la cuestión decisiva, sea esta la protección o no
de la vida previa al nacimiento, de la libertad de conciencia o la existencia o no de un
derecho al suicidio. Así entendido, el derecho a la autodeterminación consiste básicamente
en obrar conforme a la propia voluntad, sin más límites que el no causar daño a terceros.
Aquí radica su propia imposibilidad como derecho, porque justamente el obrar conforme a la
propia voluntad (el determinarse autónomamente) sin dañar a los demás es la definición de lo
lícito, y no la del derecho subjetivo.
Toda relación jurídica implica la existencia de al menos dos sujetos (el titular del derecho y
aquel sobre el que recae el deber), un objeto (que puede ser un bien, o la conducta de otros),
un contenido bien delimitado (qué facultades concede a su titular para actuar) y unas garantías
de su exigibilidad (la posibilidad, en última instancia, de acudir a los tribunales). Sin un justo
título no hay derecho subjetivo.
Esto significa que la existencia del derecho exige razones. Lo que no es absurdo, ya que
conceder un derecho significa poner en manos de su titular un poder que le permite controlar
la conducta de otros, determinar lo que estos deben hacer o dejar de hacer, y de hacerlo con
el respaldo del Estado que tiene en su mano, en última instancia, lo que Weber llamó el
«monopolio de la violencia legitima».
El reconocimiento de la autodeterminación como derecho supone vaciar de contenido la
exigencia del título: la razón se sustituye, en última instancia, por el mero deseo. El título se
sustituye con el «porque sí, esto vuelve el derecho no solo arbitrario, sino ininteligible. Pero la
mera voluntad no es en sí misma inteligible.
El reconocimiento de la autodeterminación como derecho supone vaciar de contenido la
exigencia del título: la razón se sustituye, en última instancia, por el mero deseo. El título se
sustituye con él «porque sirve: esto vuelve el derecho no solo arbitrario, sino ininteligible.
Cuando se dan razones uno puede entender, y luego, estar o no de acuerdo. Pero la mera
voluntad no es en sí misma inteligible.
El reconocimiento de la autodeterminación como derecho es muy difícil, por no decir
imposible, puesto que el resultado vendría a ser el reconocimiento de un derecho a lo
permitido. Habrá quien piense que si es posible entender la intimidad en tanto
autodeterminación como un derecho. Como un derecho que podría remontarse, en última
instancia, al derecho al libre desarrollo de la personalidad.
El desarrollo de la sexualidad y la capacidad de procreación están directamente vinculados a la
dignidad de la persona y al libre desarrollo de la personalidad y son objeto de protección a
través de distintos derechos fundamentales, aquellos que garantizan la integridad física y
moral y la intimidad personal y familiar.
Sin embargo, no podemos dejar de recordar que el libre desarrollo de la personalidad no es un
derecho, ni mucho menos un derecho fundamental. El libre desarrollo de la personalidad
constituye, junto con la dignidad de la persona, el fundamento del orden político y de la paz
social.
En la medida en que se trata de un principio constitucional y libre desarrollo de la personalidad
vincula a los poderes públicos y deber ser tenido en cuenta en el desarrollo de los derechos,
deberes y libertades. Pero de lo que a todas luces carece el libre desarrollo de la personalidad
es de fuerza expansiva en orden a la creación de derechos fundamentales no reconocidos en el
propio texto fundamental.
Tampoco podría interpretarse en forma opuesta a algún derecho fundamental, ni a la dignidad
humana, en la que se fundamenta, constituyendo algo así como su momento «dinámico»:
«puede decirse que constituye el aspecto dinámico de los derechos inherentes a la persona y
de la propia dignidad de ésta»
El libre desarrollo es un concepto moral que nos remite más bien a la idea de deber que a la
de derecho. El libre desarrollo de la personalidad se ha de entender así como una conquista
individual: cada cual habrá de hacerse con la suya. De ahí a convertir el «libre desarrollo de la
personalidad» en un derecho cuya única vocación sería la de transformarse en un cajón de
sastre con la finalidad de convertir cualquier pretensión humana en un derecho fundamental.

EL MORIR COMO DERECHO


EL TABÚ DE LA MUERTE, ENTRE LO PÚBLICO Y LO PRIVADO
Si reflexionamos sobre la presencia de la muerte en la cultura actual, probablemente
notaremos una paradoja que envuelve su presencia entre nosotros. Por un lado, se pretende
hacer de la muerte algo privado, dejándola a la libre decisión de la persona, porque es sentida
como una cuestión íntima, ajena a la polis. Se afirma que la muerte se ha sustraído de lo
público para refugiarse en lo privado.
Es cierto que la muerte se esconde, pero, ¿dónde? La muerte se vuelve anónima, como en
serie, como un engranaje más del mecanismo de sumisión de la vida (biológica) a lo público.
Apunta al centro mismo del problema de la conversión de la muerte en parte del contenido
esencial del derecho a la intimidad: esa «privacidad pública» de la muerte, que deviene un
acontecimiento intimo pero excluido de la casa, privado pero repudiado fuera de la propia
privacidad, confinado en la burocracia... es la intrínseca contradicción que encontramos en el
concepto mismo de intimidad como libertad positiva, que implica la intervención positiva del
Estado como garantía de que el titular del derecho lo podrá disfrutar sin interferencia alguna,
olvidándonos de que la interferencia fundamental, la del propio Estado, resulta expresamente
solicitada en este planteamiento.
En la modernidad, el objetivo de poder cambia, ahora es el de administrar, gestionar, regular la
vida. Es importante subrayar que se trata de un poder nuevo, un poder que era completamente
ajeno al soberano medieval. De hecho, toda la política de occidente se había estructurado en
torno a la división aristotélica entre la vida de la polis y la vida de la casa, la vida «biológica»,
ajena del todo a la esfera del poder político.
En la modernidad surge la biopolítica porque por primera vez el poder tiene por objeto la bios.
Pero, en el esquema de Foucault, la muerte queda fuera del poder del sobera moderno,
precisamente la muerte marca el con fin de ese poder. Represe limite. La muerte sería
justamente lo que queda fuera del poder político. Del biopoder tiende a la conservación de la
vida, porque alargando su objeto sus posibilidades de control. Es importante subrayar que se
trata de un poder nuevo, un poder que es completamente ajeno al soberano medieval. De
hecho, toda la política de occidente se había estructurado en torno a la división aristotélica
entre la vida de la polis y la vida de la casa, la vida «biológica», ajena del todo a la esfera del
poder político.
Las reflexiones de Foucault acerca del suicidio, como muerte conscientemente deseada, como
prueba de «fuerza» del individuo frente al Estado son totalmente inteligibles en este contexto.
En un contexto en que no sea el Estado el encargado de extender la receta del pentobarbital.
CONCLUSIONES
Bastaría el primero de los problemas planteados en torno a la exigibilidad jurídica de la
pretensión de morir para convencernos de la necesidad de abandonar su conversión en
derecho subjetivo. Si a la primera objeción sumamos la segunda, nos daremos cuenta de que
la autodeterminación en torno a la propia vida no significa realmente ninguna liberación del
yo, sino su inocente ubicación en la órbita del poder soberano.
Si estuviéramos convencidos de estos dos argumentos surgiría de inmediato una pregunta:
¿qué podemos hacer, como juristas, para evitar esta situación? La construcción de la intimidad
como autodeterminación no es atribuible al legislador, si bien éste algo va aprendiendo.
Lo que se requiere aquí es una gran dosis de responsabilidad profesional y de compromiso del
jurista con el Derecho, que, al fin y al cabo, es la oficio de él. Los ciudadanos vienen a nosotros
jurídicas. Pero nuestro papel no se reduce, a mi juicio, en traducir esas reivindicaciones en
lenguaje jurídico para hacerlas valer ante un tribunal como derechos (ni admitirlas –o no-
como tales, si uno ocupa el lugar del juez), sin un examen previo acerca de si la propia
naturaleza de estas peticiones posee un sentido jurídico o no. La cuestión no es que frente a
una hipotética petición de garantías jurídicas para la propia.
Se juicio no va necesariamente ligado al reconocimiento legal de la citada pretensión como
derecho subjetivo (ya que lo legal no agota lo juridico) sino a sus posibilidades mismas de
constituir un interés jurídicamente defendible.

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