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LOS
ADMINISTRADORES
Sumario: I. El órgano de administración 1. Significado y estructura 2. Competencias 3. El nombramiento de los
administradores 4. La separación de los administradores 5. La retribución de los administradores 6. La función de
representación de la sociedad
II. El consejo de administración 1. Organización y funcionamiento 2. Delegación de facultades 3. Impugnación de acuerdos
III. Los deberes de conducta de los administradores 1. Significado 2. El deber de diligencia 3. El deber de lealtad
IV. La responsabilidad de los administradores 1. Presupuestos 2. La acción social de responsabilidad 3. La acción individual de
responsabilidad
I. EL ÓRGANO DE ADMINISTRACIÓN
1. SIGNIFICADO Y ESTRUCTURA
Además de la junta general, que es un órgano de carácter deliberativo y decisorio, la estructura corporativa de las
sociedades anónima y limitada se completa con el órgano de administración, que es el encargado de la gestión ordinaria de
la sociedad y de representarla en sus relaciones jurídicas con terceros. La actuación de los administradores se proyecta así
en un doble plano: en el orden interno, por ser el órgano encargado de administrar la sociedad, al que corresponde la
realización de los actos de gestión necesarios para el desarrollo de las actividades empresariales que constituyan el objeto
social; y en el orden externo, por tratarse del órgano facultado para intervenir en el tráfico jurídico por cuenta de la
sociedad, representándola y vinculándola en todos sus contratos y relaciones con terceros.
La Ley no configura el órgano de administración con una estructura rígida y predeterminada. Antes bien, con carácter
general faculta a las sociedades para optar entre varias formas alternativas (art. 210.1 LSC), con el fin de que cada sociedad
pueda decantarse por la configuración que mejor convenga a sus necesidades organizativas y funcionales en función de su
tamaño, de la complejidad de su actividad y de otros eventuales factores. Es posible así nombrar a un administrador único,
cuando el órgano de administración se encarna en una sola persona que en consecuencia concentra todas las facultades y
competencias del mismo. Cabe también designar a varios administradores solidarios, con facultades individuales de cada
uno de ellos para tomar decisiones y obligar a la sociedad de manera independiente entre sí. Lo contrario sucede cuando la
administración se atribuye a varios administradores con facultades conjuntas o mancomunadas, pues en este caso
cualquier acto requiere por principio el concurso y
acuerdo de todos ellos. Y, por último, es posible también que el órgano de administración revista la forma de un consejo de
administración, que es un órgano de carácter colegiado en el que las decisiones se adoptan por mayoría de sus miembros, y
que es característico de las sociedades de mayor tamaño y complejidad organizativa (en el caso específico de las sociedades
anónimas, la constitución del consejo es obligatoria cuando la administración se confíe de forma mancomunada a más de
dos personas –art. 210.2 LSC–, pero esta exigencia no opera para las sociedades limitadas, que por tanto podrían tener un
número mayor de administradores mancomunados).
Con carácter general, una sociedad debe optar expresamente en sus estatutos por una determinada estructura del órgano
de administración [art. 23. e) LSC], de tal modo que cualquier cambio posterior exigiría proceder a la correspondiente
modificación de aquéllos. Pero es posible también que los estatutos prevean al mismo tiempo distintos modos de
organización del órgano de administración (por ej., previendo dos, tres o incluso las cuatro formas legalmente previstas), en
cuyo caso la junta general estaría capacitada para optar alternativamente por cualquiera de ellos, sin necesidad por tanto
de proceder a una modificación estatutaria [art. 23. e) y, en relación con la sociedad limitada, art. 210.3 LSC].
Existen con todo algunas sociedades en las que no se reconoce esta libertad para configurar la estructura del órgano de
administración y en las que se impone la existencia de un consejo de administración. Este es el caso de numerosas
sociedades anónimas especiales que operan en sectores regulados, como las entidades aseguradoras o los bancos. Y lo
mismo ocurre singularmente con las sociedades cotizadas, que están obligadas a disponer en todo caso de un consejo de
administración (art. 529 bis.1 LSC), que se sujeta además –como veremos (v. lección 27.ª)– a numerosas especialidades
normativas. El consejo resulta en efecto la forma más compleja y articulada que puede revestir el órgano de administración,
pues garantiza que las labores de administración sean el resultado de un proceso de deliberación, confrontación e
integración del criterio de una pluralidad de consejeros. Pero además, la imposición del consejo de administración en las
sociedades más relevantes, aquellas que afectan a mayores círculos de intereses, es también un trasunto de la creciente
conversión del mismo en un órgano al que tienden a asignarse funciones, no tanto de gestión y administración, sino de
supervisión y control de los equipos directivos y ejecutivos de la sociedad.
2. COMPETENCIAS
En lo que se refiere a la competencia de los administradores, existen algunas facultades y deberes que la Ley les
encomienda directamente, como la de convocar las juntas generales, someter a éstas determinados informes y propuestas,
atender al ejercicio del derecho de información de los socios, formular las cuentas anuales, depositarlas en el Registro
Mercantil una vez aprobadas, etc.. Pero además, los administradores han de entenderse facultados con carácter general
para realizar todas aquellas actividades u operaciones que sean idóneas para el desarrollo de las actividades integrantes del
objeto social, tanto desde el punto de vista interno y organizativo de la empresa como de las actuaciones de ésta frente a
terceros en el mercado o tráfico económico.
La actividad de gestión de la empresa comprende tanto los actos que podrían considerarse de gestión corriente u ordinaria
como aquellos que por su trascendencia o excepcionalidad tengan un carácter extraordinario; pero en este ámbito, lo
hemos visto, las competencias de los administradores no son del todo excluyentes, por la posibilidad de que los estatutos
reserven a la junta determinadas decisiones de gestión, por la necesidad de someter las operaciones de disposición de los
denominados «activos esenciales» a la aprobación de la junta general [art. 160. f) LSC] y por la competencia general de ésta
para impartir instrucciones o para someter a autorización las decisiones de los administradores sobre determinados
asuntos de gestión (art. 161 LSC). En cambio, la función de representación de la sociedad en sus relaciones con terceros es –
sobre ello volveremos– una competencia exclusiva de los administradores, vedada a la junta general, de la que aquéllos no
pueden ser desposeídos en ningún caso.
3. EL NOMBRAMIENTO DE LOS ADMINISTRADORES
Así como los primeros administradores deben ser designados al constituirse la sociedad y figurar en la escritura fundacional
[art. 22.1.e) LSC], la regla general es que todos los nombramientos ulteriores han de hacerse necesariamente por la junta
general (art. 214.1 LSC). En esta facultad de nombramiento de los administradores, que ha de ponerse en relación con la
correlativa facultad de destitución ad nutum, radica uno de los presupuestos esenciales del carácter soberano y
preeminente de la junta dentro de la estructura orgánica de la sociedad.
Este principio de elección de los administradores por la junta tiene un carácter absoluto en la sociedad limitada, en la que
no existe ningún procedimiento o mecanismo alternativo de designación. Pero el referido principio cuenta con dos
significativas excepciones en la sociedad anónima, específicamente referidas al nombramiento de los miembros del consejo
de administración (por lo que no son aplicables cuando el órgano de administración revista cualquier otra configuración).
La primera surge al instaurar la Ley un sistema de representación proporcional de los accionistas en el consejo de
administración, que aspira a garantizar el derecho de los socios más relevantes o significativos de la sociedad a intervenir en
la designación de sus miembros y por tanto a poder acceder al mismo. De esta forma, el accionista o los accionistas
agrupados que representen una cifra de capital igual o superior al cociente de dividir la cifra de capital por el número de
vocales del consejo dispondrán de la facultad de designar a un miembro de éste (art. 243 LSC, que es objeto de desarrollo
por el RD 821/1991, de 17 de mayo); a modo de ejemplo, en un consejo integrado por diez vocales, los accionistas con una
participación superior al 10 por 100 del capital tendrían derecho a designar directamente a uno de ellos, sin necesidad de
votación o aprobación de la junta general. Con carácter general, este sistema condensa un principio habitualmente seguido
en la práctica y que de hecho recomiendan las propias reglas de buen gobierno corporativo de las sociedades cotizadas,
consistente en que exista una correspondencia o proporcionalidad entre la participación en el capital social y la presencia o
representación en el consejo (en concreto, en el caso de las sociedades cotizadas a través de los denominados consejeros
«dominicales», que veremos). Pero lo cierto es que este principio tiende a cumplirse de manera voluntaria y sin necesidad
de que los accionistas ejerciten propiamente el derecho de representación proporcional, que tiene una muy limitada
vigencia práctica, y que sólo suele ejercitarse en aquellos casos en que un accionista se ve incapacitado para designar a un
consejero por la oposición de los demás accionistas o consejeros.
Mucha mayor trascendencia práctica tiene la segunda excepción, que va referida al llamado sistema de cooptación que la
Ley contempla para la cobertura de las vacantes anticipadas que puedan producirse por cualquier causa (dimisión,
fallecimiento, etc.) en el consejo de administración (art. 244 y, en relación con las sociedades cotizadas, art. 529 decies LSC).
En estos casos, con el fin de evitar la siempre costosa y compleja convocatoria de una junta, se faculta al propio consejo
para designar a las personas que hayan de ocupar dichas vacantes, aunque sólo hasta la reunión de la siguiente junta
general, que deberá pronunciarse necesariamente sobre la ratificación o no del referido consejero. Con carácter general,
este régimen se concibe como un mecanismo excepcional en relación con la competencia de la junta en materia de
designación de consejeros, que como tal debería ser objeto de una aplicación limitada y restrictiva. Pero no ocurre así en el
caso de las sociedades cotizadas, en las que la cooptación constituye el cauce habitual de nombramiento de los
administradores, y no tanto o no sólo por razones de auténtica necesidad, sino fundamentalmente porque en estos casos
es el propio consejo de administración el que en términos prácticos suele resolver sobre la selección y el nombramiento de
sus propios integrantes (y de ahí que la Ley prevea numerosas especialidades para las sociedades cotizadas –que veremos–
en materia de nombramiento de administradores que alcanzan también a la facultad de cooptación).
Para ser nombrado administrador no se exige ninguna condición especial (el art. 213 LSC se limita a establecer ciertas
«prohibiciones» negativas), y ni siquiera es preciso, salvo que los estatutos dispongan lo contrario, ostentar la cualidad de
socio (art. 212.2 LSC). Es posible incluso nombrar como administrador a una persona jurídica (arts. 212.1 y 212 bis LSC y art.
143 RRM), aunque esta posibilidad se excluye en el caso específico de las sociedades cotizadas (art. 529 bis, apdo. 1, LSC,
que encuentra una única excepción en las personas jurídicas que pertenezcan al sector público, de conformidad con la
disposición adicional 12.ª de la LSC); en estos supuestos, la persona jurídica debe designar necesariamente a una persona
natural como representante para el ejercicio permanente de las funciones propias del cargo. Aunque la condición de
administrador recaiga aquí sobre la persona jurídica y no sobre su representante persona física, la Ley exige que este reúna
los requisitos legales establecidos para los administradores y le somete a los mismos deberes que a estos (art. 236.5 LSC).
En la sociedad anónima, el nombramiento de administrador tiene carácter temporal. El plazo de duración del cargo, que
deben fijar los estatutos y que ha de ser igual para todos los administradores, no puede exceder de seis años con carácter
general y de cuatro años en las sociedades cotizadas, aunque la misma persona puede ser reelegida indefinidamente (arts.
221.2 y 529 undecies LSC). Al limitar el mandato de los administradores, se garantiza que la junta tenga que renovar
periódicamente su confianza en quienes ocupan los puestos de administración, lo que explica también que el plazo se
reduzca en las sociedades cotizadas. Pero en la sociedad limitada, por su condición de sociedad cerrada de mayor carácter
personalista, el legislador prima la estabilidad y permanencia en el ejercicio del cargo y la regla es que el nombramiento se
hace por tiempo indefinido, salvo que los estatutos establezcan un plazo determinado, en cuyo caso también podrían ser
reelegidos por períodos de igual duración (art. 221.2 LSC).
Es posible también que la junta nombre «administradores suplentes», con el fin de cubrir las vacantes que puedan
producirse de forma sobrevenida en el órgano de administración sin necesidad de proceder a un nuevo nombramiento (art.
216 LSC), aunque esta posibilidad se excluye en las sociedades cotizadas (art. 529 decies LSC).
Por último, debe destacarse que el nombramiento como administrador debe ser objeto de aceptación, momento en el cual
surte efecto (art. 214.3 LSC), e inscribirse en el Registro Mercantil (art. 215 LSC y arts. 138 y ss. y 191 y ss. RRM).
4. LA SEPARACIÓN DE LOS ADMINISTRADORES
Con independencia del tiempo por el que hayan sido nombrados, los administradores pueden ser separados del cargo en
cualquier momento por libre decisión de la junta general (art. 223.1 LSC). Este principio de libre destitución o de
revocabilidad ad nutum de los administradores se justifica por la relación de confianza que subyace a la designación de una
persona para el órgano de administración, lo que implica que la junta no necesite invocar o justificar causa alguna para la
remoción. De hecho, es posible acordar la destitución de un administrador –y el consiguiente nombramiento de su
sustituto, según suele entenderse– aunque tal cuestión no figure en el orden del día; se trata de una de las contadas
materias sobre las que puede decidir la junta sin figurar en el orden del día (junto a la aprobación de la acción social de
responsabilidad), que se justifica porque la elaboración de este corresponde a los propios administradores y porque la
pérdida de confianza podría llegar incluso a manifestarse y concretarse durante la propia junta.
En la sociedad anónima, caracterizada por su mayor diferenciación y especialización orgánica, es tradicional configurar esta
regla como un genuino elemento estructural o «principio configurador» del tipo, del que resultaría la invalidez de cualquier
cláusula estatutaria o convencional que de una u otra forma limitase o condicionase el ejercicio de esta facultad de
separación por parte de la junta ( v.gr., exigencia de quórums o mayorías reforzados para los acuerdos de destitución,
limitación de las posibles causas de remoción, etc.). Pero en la sociedad limitada, que tiene una división de órganos menos
marcada, el principio de libre revocabilidad no excluye la posible previsión en los estatutos de mayorías reforzadas para
adoptar el acuerdo de separación, con el fin de fortalecer la estabilidad del cargo de administrador (art. 223.2 LSC, que, sin
embargo, prohíbe que dicha mayoría sea superior a los dos tercios de los votos).
Al margen del principio de libre destitución, la Ley impone la remoción forzosa de los administradores que realicen
actividades en competencia con la sociedad, y en general de aquellos que tengan un conflicto de interés permanente con
ésta, cuando exista un riesgo relevante de perjuicio para el interés social. En estos casos, la junta de socios debe
pronunciarse sobre el cese del administrador afectado «a instancia de cualquier socio» (art. 230.3 LSC) y, de darse el
referido riesgo, estaría obligada a acordarlo, por lo que de no hacerlo el acuerdo social podría ser impugnado.
5. LA RETRIBUCIÓN DE LOS ADMINISTRADORES
Con carácter general, el cargo de administrador es gratuito, salvo que los estatutos establezcan lo contrario (art. 217.1 LSC).
En caso de establecer el carácter retribuido del cargo, no es preciso que los estatutos detallen la cuantía concreta de las
retribuciones, pues sólo se requiere la determinación concreta del «sistema» o sistemas de remuneración (asignación fija,
dietas de asistencia, participación en beneficios, retribución variable, u otros posibles sistemas que enumera a título
enunciativo el art. 217.2 LSC). En cuanto a la fijación del importe o cuantía de la retribución, se requiere por principio la
intervención sucesiva de los dos órganos sociales; la junta general debe aprobar el importe máximo global de la
remuneración anual del conjunto de los administradores «en su condición de tales» (lo que incluye, en función de cuál sea
la configuración del órgano de administración, al administrador único, a los administradores solidarios o mancomunados y,
en el caso del consejo de administración, a los consejeros por las labores generales que son propias del cargo), importe que
se mantiene en vigor mientras la junta no acuerde su modificación; y una vez determinada esta retribución máxima, su
distribución o reparto entre los distintos integrantes del órgano de administración corresponde por principio –salvo que la
junta disponga otra cosa– a los propios administradores, atendiendo a estos efectos a sus respectivas funciones y
responsabilidades (art. 217.3 LSC).
De los posibles sistemas de retribución, la Ley se ocupa específicamente del consistente en la participación en los beneficios
sociales, exigiendo que los estatutos fijen la participación o el porcentaje máximo de la misma y con distintas reglas para las
sociedades anónimas y limitadas que en esencia procuran evitar que la misma pueda anular o limitar de forma excesiva los
derechos económicos de los accionistas (art. 218 LSC). Y en el caso de la sociedad anónima, presta también especial
atención a las formas de remuneración que incluyan la entrega de acciones o de opciones sobre acciones ( stock-options) o
que de cualquier forma vayan referenciadas al valor de éstas, en consideración a la controversia que ha solido acompañar a
estas retribuciones en relación sobre todo con las sociedades cotizadas; con el fin de garantizar un mayor control de los
accionistas sobre este sistema retributivo, se exige, no sólo que se prevea expresamente en los estatutos sociales, sino
también la adopción de un acuerdo expreso por la junta general, que debe aprobar su aplicación práctica en cada caso, así
como los extremos más relevantes del mismo (número de acciones, precio de ejercicio, plazo de duración, etc.) (art. 219
LSC). En las sociedades limitadas, un régimen equivalente aplica también a aquellas que tengan la condición de «empresas
emergentes» (start-ups), cuando dispongan de planes de retribución de administradores y empleados que incluyan la
entrega de participaciones (art. 10.2 de la Ley 28/2022, de fomento del ecosistema de las empresas emergentes).
Estas reglas se completan con una importante especialidad cuando el órgano de administración reviste la forma de consejo
de administración. En este caso, la Ley establece una diferenciación entre dos clases de retribuciones: de un lado, las que
correspondan a los administradores por su condición de tales, que en el caso del consejo serían aquellas asociadas a las
funciones y cometidos de cualquier consejero (asistencia a las reuniones del consejo, participación en su caso en las
comisiones de este, ejercicio de labores de control y supervisión, etc.); y de otro lado, las remuneraciones que puedan
corresponder al consejero o consejeros que desempeñen funciones ejecutivas y se ocupen de la gestión efectiva de la
sociedad, como típicamente sería el caso del consejero delegado, que por el contrario se justifican como retribución por
estas labores de dirección adicionales o superpuestas a las de simple consejero. La primera categoría de retribuciones se
sujeta al régimen general, por lo que los sistemas retributivos deberán preverse en estatutos y su cuantía será la que
corresponda en función del importe máximo global aprobado por la junta y de la distribución acordada por el consejo. En
cuanto a la segunda categoría, la Ley parece sujetarla a un régimen distinto o alternativo, al exigir que todas las
remuneraciones por las que se retribuya el ejercicio de dichas funciones ejecutivas se recojan en un contrato que ha de
celebrar la sociedad con los consejeros ejecutivos, que debe ser aprobado por el propio consejo de administración con una
mayoría reforzada de dos terceras partes de sus miembros y con abstención de los consejeros afectados (art. 249, apdos. 3
y 4, LSC). Aunque parezca asumirse así que la determinación –cualitativa y cuantitativa– de estas remuneraciones
correspondería al propio consejo de administración, que por tanto podría fijar libremente la retribución del consejero
delegado y demás consejeros ejecutivos, el Tribunal Supremo (sentencia de 26 de febrero de 2018) ha entendido que estas
retribuciones también han de someterse al régimen general, por lo que los conceptos retributivos habrán de figurar en
estatutos y su cuantía tendrá que desenvolverse dentro del importe máximo aprobado por la junta. Además, la exigencia de
que la remuneración de los consejeros por el desempeño de funciones ejecutivas se ajuste a las previsiones estatutarias se
impone específicamente para las sociedades cotizadas (art. 529 octodecies, apdo. 1, LSC).
La Ley establece también unos principios generales en relación con la cuantía o importe de la remuneración de los
administradores, al exigir que guarde una proporción razonable con la importancia de la sociedad y su situación económica
y que se oriente a promover la rentabilidad y sostenibilidad de la sociedad a largo plazo (art. 217.4 LSC). Se trata de un
conjunto de criterios de carácter esencialmente programático e incierto contenido jurídico, que sin embargo puede servir
en casos extremos para impugnar y anular retribuciones excesivas que no guarden la debida proporción con la situación de
la empresa o con los beneficios obtenidos por los socios.
Como veremos, este régimen general se completa con importantes singularidades en relación con las sociedades cotizadas,
que fundamentalmente tratan de reforzar la transparencia de las retribuciones percibidas por los consejeros y de garantizar
una mayor capacidad de control y de decisión por parte de los accionistas.
6. LA FUNCIÓN DE REPRESENTACIÓN DE LA SOCIEDAD
La Ley confiere a los administradores la función de representar a la sociedad en juicio o fuera de él (art. 233.1 LSC) y, por
tanto, la capacidad de servirse de la firma social y de vincular a la sociedad en sus relaciones con terceros. Se trata de una
facultad exclusiva e inderogable, que en ningún caso puede ser asumida por la junta general ni sustraída al órgano de
administración.
Las formas de atribución del poder de representación varían en función de la configuración del órgano de administración (v.
art. 233.2 LSC), aunque la Ley procura que exista una correspondencia entre las facultades de gestión y las funciones
representativas, en el sentido de someter a unas y otras a un mismo régimen de ejercicio; así, en caso de administrador
único corresponderá a este el poder de representación, en caso de administradores solidarios a cada uno de ellos por
separado, si los administradores fueran mancomunados aquel habrá de ejercitarse de esta misma forma, etc. Se favorece
así la seguridad del tráfico, al permitirse que los terceros que se relacionen con la sociedad puedan identificar más
fácilmente a las personas legalmente capacitadas para vincularla, eximiéndoles de la necesidad de tener que indagar en
cada caso cuáles de los administradores tienen facultades expresas para hacerlo. La posibilidad más significativa de alterar
esta correlación natural entre gestión y representación se verifica en relación al consejo de administración, en cuyo caso el
poder de representación, además de corresponder al propio consejo de manera colegiada, puede atribuirse también por los
estatutos a uno o varios consejeros a título individual o conjunto [art. 233.2. d) LSC], como podría ser el caso del presidente
del consejo o del consejero delegado; esta excepción se justifica por elementales razones de agilidad, toda vez que las
exigencias de la actividad representativa se avienen mal con las reglas de funcionamiento propias de un órgano colegiado.
En lo que hace al ámbito o extensión del poder de representación, éste se extiende imperativamente a todos los actos
comprendidos en el objeto social delimitado en los estatutos, hasta el punto de que cualquier eventual limitación de este
contenido mínimo – aunque figurase inscrita en el Registro Mercantil– no sería oponible frente a terceros (art. 234.1 LSC).
De ello se deriva, en consecuencia, la vinculación orgánica de la sociedad por todos los actos que los administradores lleven
a cabo en el ejercicio de sus competencias y que guarden una relación objetiva con el desarrollo del objeto social. Si las
eventuales limitaciones de este contenido legal ( v.gr., cláusulas estatutarias que requieran la aprobación de la junta para
determinados asuntos de gestión, la decisión de la junta de someter a autorización o de impartir instrucciones sobre
cualquiera de estos asuntos, cualquier eventual limitación por los estatutos o por la junta de las facultades representativas
de los administradores, etc.), disfrutan de una eficacia meramente interna y no pueden hacerse valer frente a terceros, es
por elementales razones de seguridad del tráfico jurídico, pues de este modo los terceros se ven descargados de la
necesidad de tener que indagar y valorar en cada caso si las facultades representativas de los administradores con los que
contratan resultan o no suficientes a los efectos de poder celebrar el contrato y de vincular a la sociedad.
De hecho, este mismo principio explica también que la sociedad quede incluso obligada frente a los terceros que obren de
buena fe y sin culpa grave por los actos ajenos o contrarios al objeto social que puedan realizar los administradores, con
extralimitación por tanto de sus facultades (art. 234.2 LSC); si una sociedad queda vinculada por estos actos (al margen de
las consecuencias internas que puedan derivarse de la conducta de los administradores) es también por razones de
apariencia y de seguridad del tráfico, al excluirse así que quienes se relacionan con aquélla tengan que proceder igualmente
a valorar la mayor o menor adecuación de los actos realizados por los administradores con las actividades integrantes del
objeto social.
II. EL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN
1. ORGANIZACIÓN Y FUNCIONAMIENTO
Una de las formas que puede revestir el órgano de gestión y de representación –que como vimos resulta obligatoria entre
otras sociedades para las cotizadas (art. 529 bis LSC)– es el consejo de administración, que se define por ser un órgano
pluripersonal de carácter colegiado que adopta sus decisiones por mayoría de sus miembros. En la sociedad anónima, se
impone la constitución del consejo siempre que la administración de la sociedad se confíe de forma mancomunada –no
solidaria– a más de dos personas (art. 210.2 LSC), para evitar sin duda que la existencia de tres o más administradores
obligados a actuar conjuntamente pueda entorpecer el proceso de toma de decisiones y por ende la propia operatividad
del órgano de administración. Pero en la sociedad limitada, caracterizada por la mayor flexibilidad de su régimen jurídico,
no se restringe el número de administradores que pueden tener facultades mancomunadas, por lo que el consejo de
administración se presenta como una simple opción organizativa que con carácter general permite someter a los
administradores a un régimen de actuación colegiada (aunque en este caso –y a diferencia de la sociedad anónima– se
limita el número máximo de consejeros a doce: art. 242.2 LSC).
El consejo, como órgano colegiado, exige unas reglas de organización y de funcionamiento (en materia de convocatoria, de
constitución, de adopción de acuerdos, etc.), que en principio deben incluirse en los estatutos sociales y que, en defecto de
éstos, podrían ser acordadas por el propio consejo, al amparo de sus amplias facultades autoorganizativas. Estas reglas
pueden recogerse en un reglamento interno del propio consejo, que es una norma que –como veremos– las sociedades
cotizadas tienen obligación de aprobar y difundir, pero que puede ser adoptado por el consejo de cualquier otra sociedad.
Con todo, mientras que las sociedades limitadas disponen de una amplia autonomía estatutaria para regular el régimen
interno del consejo (art. 245.1 LSC), en la sociedad anónima existe un mayor número de reglas de carácter imperativo, que
restringen y condicionan esta libertad autoorganizativa; así, y entre otros extremos, destaca la necesidad de que el consejo
sea convocado por el presidente (o por un tercio de los consejeros, cuando el presidente no lo convoque sin causa
justificada previa solicitud de aquéllos), la previsión de un quórum de constitución mínimo consistente en la mitad más uno
de sus componentes o la exigencia general –que también podría reforzarse estatutariamente– de que los acuerdos del
consejo se adopten por una mayoría absoluta de los consejeros concurrentes a la reunión (arts. 246 a 248 LSC).
En el caso de las sociedades cotizadas, estas reglas generales se complementan –como veremos ( v. Lección 27.ª)– con una
regulación específica mucho más completa y detallada del consejo de administración, fundamentada en la relevancia y
preeminencia práctica que reviste éste dentro de la estructura orgánica y en general del sistema de «gobierno corporativo»
de estas sociedades.
2. DELEGACIÓN DE FACULTADES
Dado que las pautas de funcionamiento de un órgano colegiado no suelen ser compatibles con las exigencias operativas
que impone la gestión cotidiana de una sociedad, es posible – y muy frecuente en la práctica– que el consejo de
administración delegue el grueso de sus facultades de gestión y de representación en alguno o en varios de sus miembros.
Esta delegación, que se permite siempre que los estatutos no dispongan lo contrario, puede revestir distintas modalidades,
en función de las necesidades operativas de cada sociedad: cabe designar a un único consejero delegado o a varios de ellos,
que a su vez podrían tener facultades solidarias o mancomunadas; y adicionalmente, el consejo puede también delegar
parte de sus funciones en una comisión ejecutiva o comisión delegada, que se caracteriza por ser un órgano colegiado (art.
249.1 LSC). En cualquiera de los supuestos en que se desprende de una parte significativa de sus facultades, el consejo deja
de ser desde una perspectiva funcional un genuino órgano de gestión de la sociedad para asumir una función
preponderante de control y de supervisión de la actividad desplegada por los cargos delegados (o por los denominados
consejeros «ejecutivos», por emplear la categorización propia –que veremos– de las sociedades cotizadas).
En principio, la fijación del alcance concreto de la delegación queda remitida a la decisión del propio consejo, que puede
enumerar de forma particularizada las concretas facultades afectadas o –como es más habitual en la práctica– expresar que
se delegan todas las facultades legal y estatutariamente delegables (art. 149.1 RRM). Con todo, para garantizar la efectiva
dedicación e involucración del consejo y evitar que pueda desentenderse de las decisiones más relevantes de la sociedad,
existen numerosas facultades que la Ley considera indelegables, que en consecuencia deben ejercitarse por el consejo en
pleno; entre las mismas sobresalen la determinación de las políticas y estrategias generales de la sociedad, la supervisión
de la actuación de los órganos delegados y de los directivos que hubiera designado, la formulación de las cuentas anuales y
su presentación a la junta general, la convocatoria de esta última y la fijación de su orden del día, su propia organización y
funcionamiento, así como las facultades que la junta hubiera delegado en el propio consejo, salvo que le hubiera autorizado
para subdelegarlas (art. 249 bis LSC). Las facultades indelegables se amplían –como veremos– en el caso de las sociedades
cotizadas, por la especial relevancia orgánica y funcional que se atribuye al consejo de administración en esta clase de
sociedades.
Por la trascendencia que presenta la delegación permanente de facultades del consejo y la propia designación de los
consejeros que han de ocupar dichos cargos, se exige que estos acuerdos se adopten con el voto favorable de las dos
terceras partes de los consejeros (art. 249.2 LSC).
Por lo demás, no es preciso destacar que el consejo de administración –al igual claro que las demás modalidades del órgano
de administración– puede también otorgar apoderamientos generales o singulares a cualquier otra persona, al margen de
estas delegaciones permanentes de facultades en sus propios miembros (art. 249.1 LSC); a diferencia de la delegación
permanente de facultades, que tiene carácter orgánico, estas personas representarían a la sociedad de acuerdo con las
reglas generales de la representación voluntaria.
3. IMPUGNACIÓN DE ACUERDOS
En clara analogía con lo previsto para los acuerdos de la junta general, la Ley también prevé la posibilidad de impugnar los
acuerdos del consejo de administración o de cualquier otro órgano colegiado de administración, como podría ser la
comisión ejecutiva (art. 251 LSC). Se trata de un régimen vinculado a la naturaleza colegiada del órgano, que por tanto no
rige cuando la gestión social se atribuya a un órgano de distinta configuración (administrador único, administradores
solidarios, etc.), ni cuando la decisión de que se trate sea adoptada por un único consejero delegado o por varios
consejeros delegados con facultades conjuntas o solidarias.
Las posibles causas de impugnación son las mismas que para los acuerdos de la junta general, con la particularidad de que
en este caso la impugnación puede fundarse también en la infracción del reglamento del consejo (art. 251.2 LSC), aunque
este último solo resulta obligatorio –ya ha sido destacado– para las sociedades cotizadas. La legitimación para impugnar
corresponde en todo caso a los administradores y a los socios que representen un 1 por 100 del capital (o el 1 por 1000 en
las sociedades cotizadas, según resulta del art. 495.2.b) LSC). Y en ambos casos, la acción de impugnación queda sometida a
un breve plazo de caducidad de treinta días desde que tuvieren conocimiento de los acuerdos y siempre que no hubiera
transcurrido más de un año desde su adopción (art. 251.1 LSC). La previsión de un plazo tan breve responde al afán
normativo de garantizar la certidumbre y consolidación de las situaciones jurídicas y de evitar que la actuación del consejo
de administración al frente de la sociedad pueda verse comprometida en el tráfico con impugnaciones intempestivas o
tardías.
III. LOS DEBERES DE CONDUCTA DE LOS ADMINISTRADORES
1. SIGNIFICADO
El cargo de administrador comporta la sujeción de quien lo ocupa a un conjunto de «deberes». Estos deberes delimitan las
pautas o criterios de actuación que han de cumplir los administradores en el desempeño de sus funciones y sirven, en caso
de incumplimiento, para fundamentar su eventual responsabilidad. Son deberes de actuación o de conducta, conocidos a
menudo bajo el término anglosajón de deberes «fiduciarios», que se reducen a dos deberes básicos: el deber de diligencia
o de cuidado y el deber de lealtad o de fidelidad.
2. EL DEBER DE DILIGENCIA
El deber de diligencia o de cuidado se condensa en la necesidad de que los administradores actúen «con la diligencia de un
ordenado empresario» (art. 225.1 LSC). Este estándar jurídico alude al nivel de dedicación, de competencia, de previsión y
de conocimientos que requiere la gestión de cualquier empresa. Es un modelo equivalente al del «empresario razonable»
empleado por algunos instrumentos internacionales, que debe valorarse en función del tamaño de la empresa, del sector
en que opera y de la actividad desarrollada. El deber de diligencia se relaciona con la creación o maximización de valor para
los socios o accionistas, por la condición de los administradores como gestores de un patrimonio ajeno.
El deber general de diligencia de los administradores debe ponerse en relación con «la naturaleza del cargo y las funciones
atribuidas a cada uno de ellos» (art. 225.1 LSC), lo que ofrece una especial relevancia en el caso del consejo de
administración. Aunque éste tenga carácter colegiado y todos sus integrantes respondan por regla de forma solidaria (art.
237 LSC), se atiende así a la diferenciación o especialización de funciones que en la práctica es característica de las formas
más complejas de administración, como en el caso de las sociedades cotizadas. El nivel de competencia y de dedicación –la
diligencia requerida– no puede ser el mismo para un consejero ejecutivo, al que se confía la dirección efectiva de la
empresa, que para un consejero externo, cuyas funciones se desenvuelven sobre todo en el plano del control y de la
supervisión. El cometido de cada administrador, y por extensión la conducta exigible, puede verse también condicionado
por las comisiones del consejo en que participe o las funciones que se le encomienden y por la consiguiente división del
trabajo dentro del órgano. Todos los administradores quedan sometidos a un deber de diligencia. Pero este no es único y
uniforme para todos, sino que debe delimitarse por relación a las funciones efectivamente desempeñadas por cada uno.
La regla más relevante en materia de diligencia es la relativa a la «protección de la discrecionalidad empresarial» (art. 226
LSC), que incorpora a nuestro Derecho el principio procedente del Derecho anglosajón, y en particular del estadounidense,
conocido como «business judgement rule». Esta regla es de aplicación a los actos de gestión de la sociedad. Se entienden
por tales las decisiones estratégicas y de negocio, cuya adopción está presidida por criterios de discrecionalidad técnica y a
través de las cuales se canaliza la innovación y asunción de riesgos que es propia de la actividad empresarial (una
adquisición o inversión, el lanzamiento de un nuevo producto o servicio, etc.). Siempre que se cumplan determinados
presupuestos, estas decisiones se presumen congruentes con el estándar legal del ordenado empresario. Por tanto, aunque
con el tiempo se revelen como erróneas y hasta ruinosas para la sociedad, no pueden considerarse como negligentes ni, en
consecuencia, fundamentar responsabilidad jurídica alguna de los administradores. Se consagra así un espacio de
inmunidad judicial en relación con estos actos, fundamentado en la suposición de que estas decisiones empresariales, al
margen del riesgo intrínseco que las caracteriza, son generalmente adoptadas por los administradores de buena fe y en la
creencia de hacerlo en el mejor interés de la sociedad, aun en el caso de que acaben siendo fallidas o perjudiciales.
El fundamento de la regla de protección de la discrecionalidad empresarial se encuentra en consideraciones de distinto
orden. Se quiere evitar que un régimen severo de responsabilidad por negligencia opere como un freno u obstáculo a la
asunción de riesgos que es propia de cualquier actividad empresarial. Esta circunstancia se ve realzada considerando las
dificultades que suelen existir para discernir al cabo del tiempo si las hipotéticas pérdidas derivadas de una decisión
empresarial deben atribuirse al mero riesgo económico o a una actuación negligente. Y ello debe ponerse en relación
también con los peligros asociados al enjuiciamiento de estas decisiones, por la inexistencia de unas reglas técnicas ( lex
artis) que permita evaluarlas de forma objetiva, la habitual falta de capacitación técnica de los jueces en materia
empresarial y el acuciante riesgo de que su revisión incurra en sesgo retrospectivo, asociando a posteriori la causación de
pérdidas económicas al carácter negligente de la decisión que las motivó.
La aplicación de esta regla, con todo, se condiciona al cumplimiento de distintos presupuestos, que formula el artículo
226.1 de la Ley de Sociedades de Capital: (i) el administrador debe actuar con información suficiente, en el sentido de
tratarse de una decisión debidamente meditada y razonada y adoptada con los elementos de juicio adecuados; de hecho, la
obtención de la información necesaria para el correcto desempeño de sus funciones por un administrador no sólo es un
derecho de éste, sino también –como precisa el art. 225.3 LSC– un auténtico deber; (ii) el administrador debe actuar en el
marco de un procedimiento de decisión adecuado, esto es, de conformidad con las reglas societarias que regulen el proceso
de toma de decisiones; y (iii) el administrador debe también actuar de buena fe y sin interés personal en el asunto, lo que
excluye las decisiones en las que tenga cualquier interés directo o indirecto así como las que afecten –según precisa el art.
226.2 LSC– a otros administradores o personas vinculadas; en estos casos en los que podría verse comprometida la
imparcialidad del administrador, su actuación habría de enjuiciarse según los parámetros, no del deber de diligencia, sino
del deber de lealtad, que son más estrictos y rigurosos.
Del incumplimiento de estos presupuestos no se deriva sin más, en todo caso, la responsabilidad del administrador.
Simplemente, desaparecerá la inmunidad judicial que protege a los actos de gestión, por lo que el juez recuperará la
plenitud de sus facultades para enjuiciar el fondo de la decisión que generó el hipotético daño económico a la sociedad.
3. EL DEBER DE LEALTAD
El otro deber de conducta que configura el contenido del cargo de administrador es el deber de lealtad o de fidelidad, que
se condensa en la obligación de los administradores de actuar «con la lealtad de un fiel representante, obrando de buena
fe y en el mejor interés de la sociedad» (art. 227 LSC) o –como prescribe también el art. 226.1 LSC– subordinando «su
interés particular al interés de la empresa». Fiel representante, o representante leal, es el que orienta toda su actuación a
promover y defender los intereses de las personas a las que representa y el que antepone estos intereses por encima de los
suyos propios, en particular cuando unos y otros entran en conflicto. Así como el deber de diligencia se centra en la
creación de valor, el deber de lealtad se ocupa del reparto o distribución del valor, con el fin de evitar que los
administradores puedan ejercitar sus funciones con ánimo de beneficiarse personalmente y por extensión en perjuicio de
los socios o accionistas.
La Ley formula y sistematiza las principales manifestaciones o concreciones del deber de lealtad, distinguiendo (i) distintas
obligaciones «básicas» o sustantivas derivadas de este deber (art. 228 LSC), que configuran verdaderas prohibiciones
absolutas e incondicionales, y (ii) un conjunto de obligaciones instrumentales, referidas al «deber de evitar situaciones de
conflicto de interés» (art. 229 LSC), que por el contrario encierran prohibiciones relativas que como tales pueden ser objeto
de dispensa «en casos singulares» (art. 230.2 LSC).
Las obligaciones sustantivas incluyen (i) el deber de secreto sobre las informaciones y datos a los que el administrador
tenga acceso en el ejercicio de su cargo [art. 228. b) LSC], particularmente de las informaciones que sean más sensibles
desde una perspectiva comercial o estratégica; (ii) el deber de abstenerse en la deliberación y votación de los acuerdos o
decisiones en los que tenga un conflicto de interés directo o indirecto [art. 228. c) LSC], como sería el caso de cualquier
operación o transacción que la sociedad pudiera realizar con el administrador o una persona vinculada (con la especialidad
–que veremos– de la aprobación de las «operaciones intragrupo» cuando se trate de administradores vinculados a la
sociedad dominante); (iii) el deber general de no ejercitar las facultades «con fines distintos de aquellos para los que le han
sido concedidos» [art. 228. a) LSC], lo que engloba cualquier supuesto de abuso de facultades o –por emplear un término
propio del Derecho público– de desviación de poder; y (iv) la obligación de actuar en todo momento «bajo el principio de
responsabilidad personal con libertad de criterio o juicio e independencia respecto de instrucciones y vinculaciones de
terceros» [art. 228. d) LSC], que es una regla de especial relevancia en el caso de los administradores que representen a un
socio o a un tercero o que mantengan cualquier vinculación con éstos.
Además de las obligaciones básicas que configuran el núcleo imperativo e inderogable del deber de lealtad, este impone –
ya ha sido destacado– otra serie de obligaciones instrumentales, que se derivan del deber genérico de los administradores
de no colocarse en situaciones en las que sus intereses puedan entrar en colisión con el interés de la sociedad [art. 228. e)
LSC].
Entre estas obligaciones secundarias se encuentran ( i) la prohibición de realizar –aunque con algunas excepciones–
transacciones con la propia sociedad [art. 229.2.a) LSC]; (ii) la prohibición de utilizar el nombre de la sociedad y de invocar
la condición de administrador para beneficiarse indebidamente en la realización de operaciones privadas [art. 229.2. b)
LSC]; (iii) la prohibición de usar los activos sociales, incluida la información confidencial de la sociedad, con fines privados
[art. 229.2.c) LSC]; (iv) la prohibición de aprovecharse personalmente de las oportunidades de negocio de la sociedad [art.
229.2.d) LSC]; (v) la prohibición de obtener ventajas o remuneraciones de terceros asociadas al desempeño del cargo [art.
229.2.e) LSC], y (vi) la prohibición de desarrollar por cuenta propia o ajena actividades que supongan una competencia
efectiva con la sociedad o que de cualquier forma coloquen al administrador en una situación de conflicto permanente con
los intereses de la sociedad [art. 229.2. f) LSC].
Con el fin de garantizar el posible conocimiento y control de estas situaciones de conflicto por los demás administradores y
por los socios, los administradores afectados están obligados a comunicar a los restantes miembros del órgano de
administración, y en su caso a la junta, cualquier situación de conflicto directo o indirecto con el interés de la sociedad (art.
229.3 LSC). Además, la sociedad debe informar de estas situaciones en la memoria de las cuentas anuales (art. 229.3 LSC) y,
en el caso de las sociedades cotizadas, en el informe anual de gobierno corporativo.
Dado su carácter instrumental y accesorio, estas obligaciones –a diferencia de las obligaciones «básicas» formuladas por el
art. 228 LSC– pueden ser objeto de dispensa, aunque nunca con carácter general y sólo para «casos singulares» (art. 230
LSC). La junta general en unos casos, y en otros el órgano de administración (aunque en este caso sólo cuando se garantice
la independencia de los miembros que conceden la dispensa), pueden por tanto autorizar al administrador a realizar la
operación en la que se produce el conflicto de interés. Sería el caso, a título de ejemplo, de la autorización para usar los
activos sociales, para realizar una transacción con la sociedad o para aprovechar una oportunidad de negocio en caso de ser
desestimada por la sociedad.
Aunque sus implicaciones trasciendan del ámbito del deber de lealtad de los administradores, un régimen de aprobación
equivalente aplica en relación con las «operaciones intragrupo», entendiendo por tales aquellas que celebre una sociedad
con su sociedad dominante u otras sociedades del grupo (que generan el riesgo persistente de que puedan celebrarse en
condiciones que no sean de mercado y en beneficio exclusivo de la contraparte), que en función de su cuantía deben ser
aprobadas también por la junta general o por el órgano de administración (art. 231 bis LSC). En este último supuesto, los
administradores vinculados a la sociedad dominante quedan dispensados del deber de abstención por conflicto de interés y
pueden participar en la aprobación de la operación, con el fin de salvaguardar la unidad de gestión que es propia de los
grupos empresariales y de evitar que la capacidad de decisión acabe recayendo en último término en los administradores
que en su caso representen a los socios minoritarios; pero a cambio, la prueba de la conformidad del acuerdo en cuestión
con el interés social corresponderá a la sociedad en caso de impugnación del mismo y a los propios administradores si se
ejercitara contra ellos una acción de responsabilidad (art. 231 bis, que en el caso de las sociedades cotizadas se relaciona
con el singular régimen de «operaciones vinculadas» aplicable a estas últimas, que veremos).
IV. LA RESPONSABILIDAD DE LOS ADMINISTRADORES
1. PRESUPUESTOS
El incumplimiento de estos deberes de conducta, y en general la realización de cualquier acto en contravención de la ley o
de los estatutos, somete a los administradores a un peculiar régimen de responsabilidad, que busca el resarcimiento de los
daños patrimoniales que puedan derivarse de su actuación incorrecta o negligente. Se trata de una responsabilidad de
naturaleza civil, que no debe confundirse, por tanto, con la responsabilidad administrativa (como la prevista en el art. 157
LSC en relación con el incumplimiento del régimen relativo a los negocios sobre las propias acciones o participaciones, o la
aplicable en las sociedades cotizadas por la comisión de cualquier infracción bajo la LMVSI, fiscal, penal o de cualquier otro
orden a que puede dar lugar su actuación al frente de la sociedad. En concreto, la responsabilidad de los administradores se
vincula a los daños que causen por actos u omisiones que sean contrarios a la ley o a los estatutos o que supongan un
incumplimiento de los deberes inherentes al ejercicio del cargo, siempre y cuando intervenga dolo o culpa (art. 236.1 LSC).
Así, cualquier incumplimiento –aunque sea meramente culposo o negligente– por los administradores de este estándar de
actuación generará la pertinente obligación de resarcimiento por los daños patrimoniales que causen, tanto si se trata de la
realización de actos lesivos como de supuestos de negligencia por omisión, cuando sea su inhibición en el ejercicio de las
funciones propias del cargo lo que propicie la causación del perjuicio. Ello no implica en ningún caso –lo hemos visto– que
esta responsabilidad pueda exigirse por los actos de gestión que puedan acabar resultando inadecuados y perjudiciales
para la sociedad. La responsabilidad se vincula a los daños que los administradores ocasionen a través de un ejercicio
abusivo o negligente de sus competencias, pero no al mayor o menor éxito de su gestión al frente de la sociedad.
En todo caso, el sistema legal se fundamenta en que el régimen de responsabilidad de los administradores debe ser
benigno y tolerante con las infracciones del deber de diligencia, o con lo que sería el problema de la negligencia (y de ahí la
regla de la protección de la discrecionalidad empresarial), pero estricto y severo con el incumplimiento del deber de lealtad,
que se condensa en las conductas desleales (y de ahí por ejemplo que en estos casos se permita –como veremos– el
ejercicio directo por la minoría de la acción social de responsabilidad contra los administradores sin necesidad de someterlo
al previo acuerdo de la junta). Las razones tienen que ver sobre todo con la distinta gravedad objetiva que se atribuye a
ambas conductas y, en el orden práctico, con la mayor o menor probabilidad de su realización. Las infracciones del deber de
diligencia no sólo no reportan ningún beneficio a quien las comete, sino que en general son más visibles y pueden ser
conocidas y sancionadas por los socios y por el mercado. La consecuencia, pues, es que los administradores carecen por
principio de incentivos para realizarlas. Las conductas desleales, por el contrario, se caracterizan precisamente por reportar
a los administradores un beneficio o ganancia personal, aunque sea a costa de los socios, por lo que su puesta en práctica
resulta más probable o previsible. Y por su propia naturaleza tienden a enmascararse bajo transacciones corrientes y
formalmente correctas, lo que dificulta también su identificación y persecución.
La Ley declara la responsabilidad solidaria de todos los miembros del órgano de administración que realizó el acto o adoptó
el acuerdo lesivo, salvo de aquellos que prueben la concurrencia de una causa legal de exoneración (para lo cual –en los
términos del art. 237 LSC– deben acreditar que desconocían la existencia del acto, que se opusieron expresamente a él o
que hicieron todo lo conveniente para evitar el daño). Ello no equivale a instaurar una responsabilidad colectiva que recaiga
sobre el órgano de administración como tal, pues la responsabilidad tiene en todo caso un carácter personal y debe
individualizarse para cada uno de los administradores. Antes bien, esta previsión comporta una mera inversión de la carga
de la prueba en relación con el elemento de la culpabilidad, al presumirse que todos los administradores son igualmente
culpables, mientras no prueben la concurrencia de alguna de las causas de exoneración legalmente previstas.
Entre estas posibles causas de exoneración no se incluye la adopción, autorización o ratificación del acto o acuerdo lesivo
por la junta general (art. 236.2 LSC; la misma regla se prevé por el art. 238.4 LSC en relación con la aprobación de las
cuentas anuales, que no impedirá el ejercicio de la acción de responsabilidad). Se evita así que los administradores intenten
descargar su responsabilidad a través de un acuerdo expreso o tácito de exoneración por parte de la junta (junta que entre
otras cosas podrían controlar de forma directa o indirecta o que podría no disponer de toda la información necesaria), a la
vez que se refuerza la independencia y autonomía con que aquéllos han de ejercitar las competencias que legalmente les
corresponden.
Además, la responsabilidad se impone, no sólo a los integrantes del órgano de administración, sino también a los
«administradores de hecho» de la sociedad (art. 236.3 LSC). Esta categoría comprende tanto a los administradores
irregulares, aquellos que desempeñen el cargo con un título jurídico defectuoso (administradores incorrectamente
designados, con cargo caducado, etc.), como a los administradores ocultos, entendiendo por tales aquellos bajo cuyas
instrucciones actúen los administradores de la sociedad. La responsabilidad se extiende también a la persona que
desempeñe las funciones de más alta dirección cuando no exista una delegación permanente de facultades a favor de uno o
varios consejeros delegados (art. 236.4 LSC), y en el caso del administrador persona jurídica a la persona física que la
represente (art. 236.5 LSC).
2. LA ACCIÓN SOCIAL DE RESPONSABILIDAD
Cuando sea la sociedad la que padezca las consecuencias lesivas de la conducta negligente o dolosa de los administradores,
la responsabilidad de éstos puede exigirse a través de la denominada «acción social de responsabilidad» (art. 238 LSC), que
busca la protección y defensa del patrimonio de la sociedad mediante el resarcimiento del daño sufrido.
Ello explica que la legitimación para el ejercicio de esta acción se atribuya en primer término a la propia sociedad, que
puede decidir entablarla mediante un acuerdo de la junta general (art. 238.1 LSC, que además permite la posible adopción
de éste sin necesidad de que el asunto figure en el orden del día). Subsidiariamente, la legitimación se atribuye a los socios,
en su condición de titulares de un interés indirecto o derivado en la defensa del patrimonio social: en los términos legales,
los socios que representen un mínimo del 5 por 100 del capital social o del 3 por 100 en las sociedades cotizadas pueden
entablar por sí mismos la acción social de responsabilidad cuando no lo haga la propia sociedad; si la acción se fundamenta
en la infracción del deber de lealtad, no obstante, estos mismos socios pueden ejercitarla directamente, sin necesidad por
tanto de someterla a la previa aprobación de la junta general (art. 239.1 LSC). Además, la legitimación corresponde también
a los acreedores sociales cuando la acción no se ejercite por la sociedad o los socios y el patrimonio social resulte
insuficiente para la satisfacción de sus créditos (art. 240 LSC). Y, por último, en el caso concreto de las sociedades que estén
en concurso de acreedores, la legitimación se atribuye de forma exclusiva a los administradores concursales (art. 132.1
TRLC). En todos estos casos, cuando la acción es ejercitada subsidiariamente por los socios, los acreedores o los
administradores concursales, debe tenerse presente que no reclaman para sí, sino que actúan en interés y defensa de la
sociedad, con el fin de lograr la reintegración del patrimonio de ésta.
3. LA ACCIÓN INDIVIDUAL DE RESPONSABILIDAD
Esta última circunstancia es precisamente la que permite distinguir la acción social de la «acción individual de
responsabilidad», que corresponde a los socios y acreedores por los actos de los administradores que lesionen
directamente los intereses de aquéllos (art. 241 LSC). Mientras que la acción social busca el resarcimiento de los perjuicios
causados al patrimonio de la sociedad, los daños que los socios y los acreedores padezcan directamente en su propio
patrimonio como consecuencia de la conducta dolosa o negligente de los administradores han de exigirse a través de la
acción individual. En este caso, el perjudicado reclama para sí –no para la sociedad– la indemnización del daño sufrido
directamente en su propio patrimonio.
LECCIÓN 23 LAS CUENTAS ANUALES DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
Sumario: I. Consideraciones previas y régimen legal
II. Las cuentas anuales 1. Concepto y significado 2. Los documentos integrantes de las cuentas A. El balance B. Cuenta de
pérdidas y ganancias C. Estado de cambios en el patrimonio neto D. Estado de flujos de efectivo E. La memoria F. El informe de
gestión 3. La formulación de las cuentas 4. La verificación de las cuentas por auditores A. Introducción B. Los auditores de
cuentas a. Régimen general b. Nombramiento y revocación c. Remuneración d. Responsabilidad e. El informe de auditoría f.
Nombramiento voluntario 5. La aprobación de las cuentas 6. Depósito y publicidad de las cuentas
III. La aplicación del resultado del ejercicio 1. Consideración general. La constitución de reservas 2. La distribución de
beneficios 3. Los dividendos a cuenta
I. CONSIDERACIÓN GENERAL
Por modificaciones estructurales se entienden ciertas decisiones u operaciones de reestructuración o de reorganización que
comportan una alteración sustancial de las características de la sociedad, por afectar a la base patrimonial o personal de
ésta. A diferencia de las modificaciones de estatutos, que limitan sus efectos al marco estatutario por el que se rige una
sociedad pero sin afectar propiamente a su identidad o naturaleza, las modificaciones estructurales de las sociedades se
caracterizan por suponer un cambio en la estructura de éstas y, por extensión, en la posición jurídica –patrimonial y
administrativa– de los socios.
De estas operaciones se ocupó hasta hace poco la Ley 3/2009, sobre Modificaciones Estructurales de las Sociedades
Mercantiles, que por vez primera en nuestro ordenamiento ofreció un tratamiento unitario y orgánico de estas figuras
aplicable al conjunto de las sociedades mercantiles, y no solo a las de capital. Pero esta Ley ha sido recientemente
sustituida por el RDLey 5/2023, de 28 de junio, justificado por la necesidad de trasponer la Directiva (UE) 2019/2121 (la
conocida como Directiva de «movilidad» o de «movilidad transfronteriza»), pero que ha venido a establecer una nueva
regulación completa y orgánica de las modificaciones estructurales (Libro primero, arts. 1 a 126). En concreto, el RDLey
5/2023 incluye dentro de esta categoría cuatro operaciones distintas, que son la transformación, la fusión, la escisión y la
cesión global de activo y pasivo , operaciones que además pueden tener carácter interno, cuando involucren solo a
sociedades españolas, o transfronterizo, cuando intervenga también alguna sociedad extranjera (pudiendo a su vez las
modificaciones transfronterizas ser «intraeuropeas» o «extraeuropeas», en función de la nacionalidad de dicha sociedad).
Se trata de un conjunto heterogéneo de supuestos cuya regulación conjunta se justifica por su incidencia sobre los
elementos estructurales y organizativos de las sociedades, pues ello determina que susciten cuestiones similares en materia
de procedimiento y de protección de socios y acreedores.
II. LA TRANSFORMACIÓN
1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO
En virtud de la transformación, legalmente denominada «transformación por cambio de tipo social», una sociedad modifica
su forma o tipo legal (v. gr., una sociedad colectiva se transforma en anónima, una sociedad anónima se transforma en
limitada, etc.), aunque conservando su misma identidad o personalidad jurídica (art. 17 del RDLey 5/2023). Supone el
abandono por una sociedad de su anterior forma jurídica para adoptar un tipo social distinto, que a partir de entonces será
el que rija su estructura y funcionamiento. Y aunque formalmente la transformación se circunscriba a un simple cambio de
forma, ésta determina en muchos extremos la organización de poderes de la sociedad y la naturaleza de sus relaciones con
los socios y con los terceros, lo que justifica su consideración normativa como modificación estructural.
Así entendida, la transformación se justifica normalmente por el ánimo de los socios de acogerse a un marco societario que
resulte más ventajoso o que se ajuste mejor a las exigencias de la actividad o de la vida social. En atención a las
disparidades estructurales existentes entre los diversos tipos societarios y a las diferencias que de ello resultan en
cuestiones como la organización, las reglas internas de funcionamiento o la posición jurídica de los socios, una sociedad
puede optar voluntariamente por cambiar de forma para adaptarse a nuevas circunstancias de la empresa o para adoptar
una estructura organizativa que satisfaga más adecuadamente los intereses de los socios. En algunas ocasiones, sin
embargo, la transformación viene impuesta por el legislador –aunque ello no exima de la necesidad de adoptar el
correspondiente acuerdo social de transformación–, con el fin de evitar que puedan mantener una determinada forma
social las sociedades que pierdan alguno de sus elementos definitorios ( v. gr., sociedad anónima o limitada que reduce su
capital a cero o por debajo del mínimo legal sin realizar un aumento simultáneo – art. 343.1 LSC–).
2. SUPUESTOS DE TRANSFORMACIÓN
Históricamente, la transformación sólo se permitía cuando el tránsito se producía entre sociedades de una misma
naturaleza (civiles o mercantiles); a este modelo respondía por ejemplo la antigua Ley de Sociedades Anónimas, que
limitaba las posibilidades de transformación de este tipo social a las otras formas clásicas de sociedades mercantiles
(colectiva, comanditaria y de responsabilidad limitada). Pero el RDLey 5/2023, como anteriormente la Ley de
Modificaciones Estructurales, amplía notablemente los distintos supuestos de transformación, en el sentido de permitirla
incluso cuando se vean involucrados tipos de distinta naturaleza. De esta forma, las sociedades mercantiles pueden
transformarse en cualquier otro tipo de sociedad mercantil (art. 18.1 RDLey 5/2023), así como en agrupación de interés
económico (art. 18.2 RDLey 5/2023, que prevé también la transformación de signo inverso). Pero además, se permiten los
procesos de transformación en ambos sentidos entre las sociedades mercantiles y las sociedades cooperativas (art. 18.5
RDLey 5/2023), de la misma forma que se reconoce la posible transformación de las sociedades civiles en cualquier tipo de
sociedad mercantil (art. 18.3 RDLey 5/2023, que parece excluir en cambio –al no contemplarlo– el proceso contrario de
transformación de sociedades mercantiles en sociedades civiles). Y a estos supuestos se añaden los de transformación de
sociedad anónima en sociedad anónima europea y viceversa, que en todo caso quedan sometidos a su normativa específica
(arts. 18.4 y 19 RDLey 5/2023).
Bajo esta admisión de las transformaciones heterogéneas o mixtas subyace la tendencia a desdibujar los elementos
causales que tradicionalmente han informado el sistema de ordenación de los tipos societarios y a convertir a éstos en
técnicas o instrumentos neutros de organización predispuestos por el legislador para el ejercicio de actividades económicas,
que prácticamente pueden escogerse y descartarse por motivos de oportunidad o conveniencia.
3. PROCEDIMIENTO Y REQUISITOS DE LA TRANSFORMACIÓN
Con carácter general, la transformación exige seguir un procedimiento corporativo que combina las reglas del tipo social
que se abandona, que son las que determinan el proceso de aprobación del acuerdo de transformación, con las del nuevo
tipo social que se adopta, por la necesidad de garantizar el cumplimiento de los requisitos de constitución de este último. El
RDLey 5/2023 establece a estos efectos un procedimiento que se aplica con carácter general a todas las sociedades
mercantiles, aunque el mismo habrá de completarse con lo que resulte del régimen específico de cada tipo social.
A) Como en todas las modificaciones estructurales, el proceso se inicia con la elaboración y suscripción por los
administradores de la sociedad que vaya a transformarse de un « proyecto de transformación», en el que deben
incluirse –entre otras menciones– una descripción de la transformación propuesta y del calendario indicativo para su
realización, los estatutos previstos para la sociedad resultante, y los detalles de la oferta de compensación en efectivo
para los socios que disfruten –en los términos que veremos– del derecho de enajenación de sus acciones o
participaciones (arts. 4 y 20 RDLey 5/2023). El proyecto debe acompañarse –entre otra documentación– de un balance
de la sociedad cerrado en los seis meses previos a la fecha prevista para la reunión de la junta general, junto al informe
del auditor cuando la sociedad esté obligada a verificación contable (art. 20.3 RDLey 5/2023).
Los administradores deben elaborar también un informe para los socios y los trabajadores (o en su caso dos informes
separados), explicando y justificando los aspectos jurídicos y económicos de la transformación propuesta, así como sus
consecuencias para los trabajadores (que en principio deberían ser inexistentes, al condensarse la transformación en un
simple cambio de forma social carente de todo efecto sobre el patrimonio o la actividad empresarial de la sociedad); la
sección dedicada a los socios no se exige, sin embargo, cuando así lo acuerden todos los socios con derecho de voto de
la sociedad (v. art. 5, que permite también prescindir de la sección relativa a los trabajadores en determinados casos, y
art. 21 del RDLey 5/2023). Y solo cuando la sociedad vaya a transformarse en sociedad anónima (o comanditaria por
acciones), se requerirá también el informe de un experto independiente designado por el Registro Mercantil, con el
fin de valorar las aportaciones no dinerarias y con ello la correcta integración del capital de la sociedad resultante (art.
22, en relación con el art. 6, del RDLey 5/2023), en consonancia con el sistema general de valoración de estas
aportaciones que rige en esta forma societaria.
B) La transformación exige también –como todas las modificaciones estructurales– el acuerdo de la junta general, que
deberá adoptarse con los requisitos y formalidades del tipo de sociedad que se transforma (arts. 8 y 23 RDLey 5/2023).
En la sociedad anónima, por ejemplo, el acuerdo de transformación debe adoptarse por la junta general con los
requisitos –de quórum y mayorías– de la modificación de estatutos (art. 194 LSC y art. 8.4 RDLey 5/2023), mientras que
en la sociedad de responsabilidad limitada se exige una mayoría reforzada –más elevada a la exigida para las
modificaciones estatutarias– de dos tercios del total de los votos [art. 199. b) LSC y art. 8.5 RDLey 5/2023], aunque estos
quórums y mayorías pueden elevarse estatutariamente (art. 8.6 RDLey 5/2023).
Los socios disfrutan de un derecho de información reforzado en relación con la adopción del acuerdo, con el fin de que
puedan formarse un juicio fundado sobre la oportunidad y conveniencia de la transformación. Se exige así que con un
mes mínimo de antelación a la fecha de la junta general y antes del anuncio de convocatoria de ésta los administradores
de la sociedad inserten en la página web, o en defecto de ésta depositen en el Registro Mercantil, un conjunto de
documentos, como el proyecto de transformación, el informe de administradores y, en su caso, el informe del experto
independiente (art. 7 del RDLey 5/2023, así como art. 5.6 respecto del informe de administradores). La necesidad de
publicar, depositar o remitir estos documentos –aunque no la de elaborarlos– decae sin embargo cuando el acuerdo de
transformación se adopte en junta universal y por unanimidad (arts. 9 y 21.3 RDLey 5/2023), pues esta doble exigencia
garantiza mejor que cualquier otra los derechos de los socios en el proceso de formación de la voluntad social.
El acuerdo de transformación deberá incluir –entre otros extremos– las menciones exigidas para la constitución de la
sociedad cuyo tipo se adopte (art. 23.2 RDLey 5/2023). Además, cuando en conexión con la transformación se adopten
otras modificaciones estatutarias que no vengan propiamente exigidas por ésta ( v. gr., sustitución del objeto, cambio de
domicilio o modificación del capital), deberán cumplirse también los requisitos específicos de las mismas, conforme a la
normativa aplicable al nuevo tipo social (art. 29.2 RDLey 5/2023).
C) El hecho de que la transformación se apruebe por acuerdo mayoritario y no requiera el consentimiento individual de los
socios se compensa con la atribución a éstos de un singular « derecho de enajenación» de sus acciones o
participaciones a la sociedad o a los socios o terceros que ésta proponga a cambio de una compensación en efectivo
(arts. 12 y 24.1 RDLey 5/2023), que es un derecho que se corresponde en lo sustancial –al margen de algunas cuestiones
atinentes a la forma de ejercicio y de ejecución– con el derecho de separación previsto para determinados supuestos en
la Ley de Sociedades de Capital. Este derecho se reconoce en cualquier hipótesis de transformación, con independencia
de cuales sean los tipos sociales involucrados y, por tanto, de su mayor o menor afinidad estructural. Aunque no todos
los supuestos de transformación inciden por igual sobre la posición de los socios (no es lo mismo, por ej., que una
sociedad anónima se transforme en limitada o en colectiva, por el distinto régimen de responsabilidad de los socios por
las deudas sociales), el legislador ha considerado sin duda que la modificación de la forma jurídica de la sociedad ofrece
la suficiente relevancia estructural como para justificar en todo caso la atribución del derecho de enajenación a los
socios disconformes.
El derecho de enajenación se atribuye a los «socios que hayan votado en contra» del acuerdo de transformación y a los
titulares de acciones o participaciones sin voto, quienes deberán ejercitarlo en un plazo de 20 días desde la junta
general (art. 12 RDLey 5/2023). Es necesario por tanto que el derecho de enajenación se ejercite activamente por los
socios, pues de no hacerlo seguirán perteneciendo a la sociedad transformada. Pero esta regla se invierte en el caso de
los socios que hubieran de asumir una responsabilidad personal por las deudas sociales por efecto de la transformación
(v. gr., en caso de transformación de una sociedad anónima o limitada en colectiva); y es que en este supuesto los socios
que no hubieran votado a favor del acuerdo quedan automáticamente separados de la sociedad, a menos que se
adhieran expresamente al mismo (art. 24.2 RDLey 5/2023). En este último caso, de acuerdo con el régimen general –que
vimos– del derecho de separación, la sociedad deberá por regla liquidar o amortizar la participación de los socios
separados y reducir el capital en la medida correspondiente.
D) Una vez adoptado, el acuerdo de transformación queda sometido –como las demás modificaciones estructurales– a un
régimen específico de publicidad (art. 10 RDLey 5/2023), con el fin de informar a los socios y demás interesados y de
que éstos puedan ejercitar, en su caso, las medidas de tutela que puedan corresponderles. Posteriormente la
transformación debe hacerse constar en escritura pública, que habrá de contener la relación de socios que en su caso
hubieran quedado separados y el capital que representen, las acciones o participaciones que se atribuyan a cada socio
en la sociedad transformada, así como las menciones exigidas para la constitución de la sociedad resultante, con el
evidente propósito de evitar que a través de la transformación puedan eludirse los requisitos para la creación de esta
última (art. 30 RDLey 5/2023). Esta misma finalidad explica que a la escritura de transformación deba incorporarse el
informe del experto independiente sobre el patrimonio social no dinerario cuando la sociedad resultante sea anónima (o
comanditaria por acciones), al exigirlo así –como ya sabemos– las normas de constitución de esta forma social. Y una vez
otorgada, la escritura pública debe presentarse a inscripción en el Registro Mercantil , momento en que concluye el
proceso de transformación. En clara analogía con el régimen de constitución de la sociedad, la inscripción tiene efectos
constitutivos (arts. 16.1 y 31 RDLey 5/2023), por lo que sólo a partir de ese momento adquirirá plena eficacia el cambio
de forma jurídica.
4. LOS EFECTOS DE LA TRANSFORMACIÓN
Los principales efectos jurídicos de la transformación pueden sintetizarse como sigue:
A) Continuidad de la personalidad jurídica . La transformación no supone la extinción de una sociedad y la subsiguiente
constitución de otra, sino un simple cambio de forma jurídica que no afecta –como vimos– ni a la identidad ni a la
personalidad jurídica de la sociedad transformada (art. 17 RDLey 5/2023). En consecuencia, al seguir subsistiendo la
misma sociedad aunque bajo una nueva forma o tipo social, la transformación no implica ningún cambio o novación en
las relaciones jurídicas mantenidas por aquélla, por lo que no se exige el consentimiento de los acreedores por
sustitución del deudor.
Evidentemente, la continuidad de la personalidad no se produce si una sociedad acuerda, no la transformación, sino la
disolución y la posterior constitución de una nueva sociedad de distinta forma. Pero en esta hipótesis no habría
propiamente transformación por cambio de tipo social, sino dos operaciones sucesivas de disolución y de constitución
de nueva sociedad que habrían de regirse, es claro, por su normativa específica.
B) Invariabilidad de la participación social . Para evitar que el cambio de forma pueda alterar la posición jurídica de los
socios dentro de la sociedad, la transformación exige preservar la equivalencia o invariabilidad de la respectiva
proporción con que cada uno de ellos participe en el capital. De ahí que el acuerdo de transformación no pueda
modificar la participación social de los socios, salvo que sea con el consentimiento de todos los que permanezcan en la
sociedad (art. 26.1 RDLey 5/2023). Los socios, pues, deberán recibir en la nueva forma social acciones, participaciones o
cuotas de forma rigurosamente proporcional a las que poseían con anterioridad a la transformación. Se trata de un
principio consustancial al significado mismo de la transformación, que rige cualquiera que sea la amplitud de la
transformación y las modificaciones que pueda comportar en los estatutos o en el contrato social.
C) Responsabilidad de los socios por las deudas sociales . La Ley se ocupa también de los efectos de la transformación
sobre la responsabilidad de los socios por las deudas sociales, para el caso de que aquélla involucre a formas sociales
con regímenes diversos en este terreno. Así, cuando en virtud de la transformación los socios pasen a responder de
forma personal e ilimitada por las deudas sociales (si, por ej., una sociedad anónima o limitada se transforma en
colectiva o en agrupación de interés económico), la regla es que esta responsabilidad alcanza, no sólo a las deudas que
surjan con posterioridad a la transformación, sino también a las anteriores (art. 32.1 RDLey 5/2023); se protege así a los
acreedores sociales anteriores a la transformación, que pierden las garantías ofrecidas por la disciplina del capital que es
propia de las sociedades capitalistas, pero que a cambio se benefician del nuevo régimen de responsabilidad de los
socios. Y en los procesos de transformación de signo inverso (por ej., sociedad colectiva o comanditaria que se
transforma en anónima o limitada), los socios que respondían personalmente de las deudas sociales siguen
respondiendo durante un plazo de cinco años por aquellas que sean anteriores a la transformación, salvo que ésta sea
consentida expresamente por los acreedores sociales (art. 32.2 RDLey 5/2023); también de este modo se protege a
quienes contrataron con la sociedad antes de la transformación, que pudieron hacerlo contando con la responsabilidad
personal de los socios.
III. LA FUSIÓN
1. CONCEPTO, MODALIDADES Y RÉGIMEN LEGAL
En una aproximación económica, la fusión no es sino una manifestación del fenómeno de concentración de empresas, que
permite a éstas combinar e integrar sus actividades con el fin de alcanzar una mayor dimensión y de adaptarse a las
exigencias cambiantes del mercado. Pero en su concepción legal, la fusión es una operación jurídica que, afectando a dos o
más sociedades, comporta la extinción de todas o de alguna o algunas de ellas y la integración de sus respectivos socios y
patrimonios en una sola sociedad, que puede ser tanto una de las sociedades afectadas como una sociedad de nueva
creación (art. 33 RDLey 5/2023). De aquí se infiere ya la existencia de dos modalidades o procedimientos de fusión: la
fusión por creación de nueva sociedad, cuando dos o más sociedades se fusionan dando lugar a una sociedad nueva (art.
34.1 RDLey 5/2023), y la fusión por absorción, cuando una sociedad existente absorbe a una o más sociedades (art. 34.2
RDLey 5/2023). Pero la diferencia entre estos dos procedimientos es puramente externa y formal, pues en ambos casos se
produce el mismo fenómeno jurídico de unificación de patrimonios, de socios y de relaciones jurídicas que es propio de la
fusión.
Así entendida, debe destacarse que el RDLey 5/2023 establece una disciplina general de la fusión, que resulta aplicable –
como el régimen de modificaciones estructurales en su conjunto– a todas las sociedades mercantiles (art. 2). El RDLey
5/2023 disciplina también – como veremos– las fusiones transfronterizas intraeuropeas y extraeuropeas, cuando involucren
a una o más sociedades españolas con otra u otras sociedades extranjeras. El régimen de la Ley en materia de fusión habrá
de completarse con las reglas propias de las formas societarias que se vean afectadas, que serán por ejemplo las que
presidan el proceso de formación de la voluntad social de fusionarse. Además, existen también reglas aplicables a la
constitución de una sociedad anónima europea mediante fusión (art. 467 y ss. LSC), que en todo caso ofrecen una clara
analogía con las aplicables a las fusiones transfronterizas intraeuropeas.
Por otra parte, en la medida en que –como se ha indicado– la fusión es una manifestación del fenómeno de concentración
de empresas, debe tenerse en cuenta que en determinados casos las operaciones de fusión pueden verse sometidas a las
normas de la Ley de Defensa de la Competencia sobre concentraciones económicas ( v. Lec. 13) o, en función del sector
económico afectado, a la legislación sectorial que en su caso resulte aplicable (art. 38 y, en relación con las entidades de
crédito y aseguradoras, disposición adicional tercera del RDLey 5/2023).
2. PRESUPUESTOS Y EFECTOS LEGALES DE LA FUSIÓN
Jurídicamente, la fusión descansa siempre –tanto en los supuestos de fusión por creación de nueva sociedad como en los
de fusión por absorción– en tres presupuestos distintos, que pueden considerarse al tiempo como efectos legales de la
misma al producirse ministerio legis. Son los siguientes:
A) Extinción de alguna sociedad. La fusión exige en todo caso la extinción de alguna –al menos– de las sociedades
participantes en la operación. En la fusión por creación de nueva sociedad se extinguen todas las sociedades fusionadas
(art. 34.1 RDLey 5/2023), ya que éstas integran sus socios y patrimonios en la nueva sociedad resultante. Y en la fusión
por absorción se extinguen únicamente la o las sociedades absorbidas (art. 34.2 RDLey 5/2023), de tal forma que la
absorbente –que pasa a integrar a los socios y patrimonios de aquéllas– sobrevive al proceso con su propia identidad y
personalidad jurídica. Esta extinción, en todo caso, es distinta de la extinción ordinaria que tiene lugar a través de la
disolución y liquidación, pues la misma se inscribe en el propio proceso de la fusión y comporta –como veremos– una
sucesión universal en el conjunto de relaciones jurídicas de la o las sociedades extinguidas.
La necesaria extinción de al menos una sociedad es una circunstancia que permite distinguir la fusión de otras figuras
que, aun comportando unos efectos económicos parecidos, revisten un distinto significado jurídico. Sería este el caso,
en particular, de la adquisición por una sociedad de todas o de la mayoría de las acciones o participaciones de otra: en
este caso, la operación se reduce a un simple cambio de titularidad del capital de una sociedad que no afecta como tal a
su subsistencia o personalidad jurídica, por mucho que económicamente pase a estar dominada o controlada por la
sociedad adquirente.
B) Transmisión en bloque de los patrimonios de las sociedades extinguidas . En cualquier supuesto de fusión, los
patrimonios de las sociedades que se extinguen en el proceso se transmiten en bloque a la nueva sociedad (fusión por
creación de nueva sociedad) o a la sociedad absorbente (fusión por absorción). Lo característico de esta transmisión es
que se produce a título universal, de tal modo que la sociedad resultante sucede a las extinguidas en el conjunto de sus
relaciones jurídicas (arts. 33 y 34 RDLey 5/2023). En consecuencia, los distintos bienes, derechos y obligaciones
integrados en el patrimonio de la o las sociedades extinguidas se transmiten uno actu y en virtud de la propia fusión, sin
necesidad de proceder a la transmisión separada de cada uno de dichos elementos a través de los correspondientes
negocios jurídicos (compraventa, cesión de créditos, endoso, etc.). La sucesión universal se produce en el momento en
que se cumplen todos los requisitos de forma y publicidad requeridos para la válida realización de la fusión y, en
particular, con la inscripción de ésta en el Registro Mercantil, que –como veremos– goza de eficacia constitutiva.
C) Incorporación de los socios de las sociedades extinguidas a la sociedad nueva o absorbente . La fusión no sólo
implica la confusión de los patrimonios de las sociedades participantes, sino también la unión o integración de sus
respectivos socios o accionistas. Los socios de cada una de las sociedades fusionadas se reagrupan así en la sociedad
nueva o absorbente, como consecuencia natural de la propia operación. Y esta agrupación personal sólo puede lograrse
por un procedimiento: la entrega o atribución a los socios de la o las sociedades extinguidas de acciones o
participaciones de la sociedad nueva o absorbente, en proporción a las que tenían en aquéllas (art. 35.1 RDLey 5/2023).
Lo característico de la fusión es que la contraprestación por la transmisión del patrimonio de la o las sociedades
extinguidas la reciben directamente los socios de éstas, en forma de acciones o participaciones de la sociedad nueva o
absorbente. No existe por ello fusión cuando una sociedad transmite la totalidad o una parte de su patrimonio a cambio
de dinero u otros activos (como en el caso de la cesión global de activo y pasivo, que veremos) o si la aporta en
concepto de aportación no dineraria al aumento de capital de otra sociedad a cambio de acciones o participaciones de
ésta, pues en cualquiera de estos casos la contraprestación es recibida por la propia sociedad cedente y no se verifica
ninguna integración de los socios de las entidades involucradas.
Evidentemente, al producirse con la fusión la agrupación o integración de los socios de las sociedades fusionadas, es
necesario determinar los criterios por los cuales éstos van a participar en el capital de la sociedad nueva o absorbente.
Esto se concreta a través del tipo o relación de canje, que expresa el número de acciones o participaciones de la
sociedad nueva o absorbente que ha de corresponder a los socios de la o las sociedades extinguidas por cada acción o
participación de éstas (v. gr., 1 acción o participación por cada 3), y que al determinar la posición relativa que ha de
corresponder en aquélla a los socios de las distintas sociedades fusionadas constituye una de las cuestiones más
relevantes y delicadas de cualquier fusión. La principal exigencia legal a este respecto es que la relación de canje se
establezca sobre la base del «valor real» del patrimonio de las sociedades participantes (art. 36.1 RDLey 5/2023), por lo
que el reparto del capital de la sociedad nueva o absorbente entre los socios de las distintas sociedades fusionadas debe
hacerse atendiendo exclusivamente al valor patrimonial de cada una de ellas (prescindiendo, pues, de posibles criterios
alternativos, como cifras de capital, número de socios, valores contables, etc.). Por su importancia, la relación de canje
no sólo debe incluirse como mención obligatoria en el proyecto de fusión, sino que además –como veremos– debe ser
objeto de valoración especial en el informe de los administradores y, en su caso, en el informe del experto
independiente sobre dicho proyecto. Además, los socios disconformes con la relación de canje tienen reconocido el
derecho a impugnarla y reclamar un pago en efectivo ante el Juzgado de lo Mercantil (o el tribunal arbitral que en su
caso prevean los estatutos), aunque esta impugnación no paraliza la fusión ni impide su inscripción en el Registro
Mercantil (49 RDLey 5/2023).
Aunque en la fusión la contraprestación que reciben los socios de las sociedades extinguidas debe consistir en acciones
o participaciones de la sociedad nueva o absorbente, es posible ajustar o completar el tipo de canje con una
compensación en dinero, que no puede exceder del 10 por 100 del valor nominal de las acciones o participaciones
atribuidas (art. 36.2 RDLey 5/2023). Con ello se permite –en los términos legales– «ajustar el tipo de canje» y salvar la
posible falta de correspondencia entre las acciones o participaciones de la o las sociedades disueltas y las de la sociedad
nueva o absorbente, cuando la proporción entre sus respectivos valores patrimoniales no pueda reducirse a una cifra
exacta; aun así, para evitar que se desvirtúe la esencia jurídica de la fusión, se limita el importe del metálico que cabe
utilizar para compensar estos posibles restos o picos de la relación de canje.
Por lo demás, estas reglas legales encuentran una especialidad en varios supuestos especiales o abreviados de fusión. El
primero consiste en la absorción de una sociedad íntegramente participada, cuando la sociedad absorbente sea titular
de forma directa o indirecta de todas las acciones o participaciones de la sociedad absorbida (arts. 53 y 56 RDLey
5/2023); porque en este caso, al no tener la sociedad absorbida más socio que la propia sociedad absorbente, no se
requiere ninguna relación de canje ni la realización de un aumento de capital (en caso contrario, la sociedad absorbente
debería entregarse a sí misma sus propias acciones o participaciones), ni tampoco la elaboración de los informes de
administradores y expertos sobre el proyecto de fusión. A esta hipótesis se equiparan otras dos: cuando la sociedad
absorbida sea titular de forma directa o indirecta de todo el capital de la absorbente (la conocida como «fusión
inversa»), pues en este caso la fusión se reduce en esencia a convertir a los socios de la sociedad absorbida (la matriz)
en titulares directos de las acciones o participaciones de la sociedad absorbente (la filial) que anteriormente
correspondían a aquélla; y la hipótesis en que las sociedades fusionadas estén íntegramente participadas de forma
directa o indirecta por un mismo socio o por socios que tengan idéntica participación en todas ellas, en cuyo caso el o
los socios preexistentes habrán de seguir manteniendo la misma participación en la sociedad nueva o en la absorbente
(art. 56 RDLey 5/2023). Y también se verifica una especialidad en relación con el canje en el supuesto de que existan
acciones o participaciones de las sociedades que se fusionan en poder de cualquiera de ellas (art. 37 RDLey 5/2023); en
estos casos, se prohíbe el canje por acciones o participaciones de la sociedad nueva o absorbente ( v. gr., si esta última
tiene una participación en el capital de la sociedad absorbida, no puede canjearla por acciones o participaciones
propias), por lo que debería procederse a su amortización de acuerdo con el régimen general aplicable a las acciones y
participaciones propias.
3. EL PROCEDIMIENTO DE FUSIÓN
Cualquiera que sea la modalidad de fusión, ésta comprende tres fases o etapas sucesivas. En la primera fase, esencialmente
preparatoria, priman las decisiones de los administradores de las sociedades que pretendan fusionarse, que deben preparar
el proyecto de fusión, los balances de fusión y los informes sobre dicho proyecto. La segunda fase va referida a la
aprobación de la fusión por los socios de las sociedades participantes, a través de los correspondientes acuerdos de fusión
que han de tomar sus respectivas juntas generales. Y la tercera fase tiene una naturaleza ejecutiva, con el cumplimiento de
distintos requisitos que culminan con la inscripción de la fusión en el Registro Mercantil, que es el momento en que ésta
adquiere plena eficacia jurídica. Se trata en todo caso de un procedimiento general, que se simplifica o modula en
determinados supuestos de fusión, como las ya referidas «fusiones especiales» o abreviadas, que en esencia comprenden
supuestos de fusión entre sociedades pertenecientes a un mismo grupo (absorción de sociedad íntegramente participada o
participada al 90 por 100 y supuestos asimilados, como la fusión inversa; v. art. 53 y ss. RDLey 5/2023); o, de conformidad
con el régimen general aplicable a todas las modificaciones estructurales, las fusiones que sean aprobadas en junta
universal y por acuerdo unánime de todos los socios (art. 9 del RDLey 5/2023).
4. EL PROYECTO DE FUSIÓN
Aunque la aprobación de la fusión corresponda a los socios, la preparación de la misma se encomienda legalmente a los
administradores de las sociedades participantes, que están obligados a redactar y suscribir un «proyecto común de fusión»
(arts. 4 y 39 RDLey 5/2023).
Este documento debe incluir una serie de menciones obligatorias, referidas básicamente a los principales términos y
condiciones de la fusión proyectada. Destaca a este respecto – entre otras menciones– el tipo de canje de las acciones o
participaciones y la compensación complementaria en dinero que en su caso pueda establecerse, los estatutos de la
sociedad resultante de la fusión, la información sobre la valoración del patrimonio transmitido a esta última por las
sociedades extinguidas o las fechas de las cuentas empleadas para establecer las condiciones de la fusión (art. 40 RDLey
5/2023). Estas menciones obligatorias no agotan el contenido del proyecto de fusión, ya que los administradores siempre
pueden incluir en él cualesquiera otras menciones, pactos o condiciones. Pero la Ley exige en todo caso que el proyecto sea
«común» a todas las sociedades, por la necesidad de que la fusión se plantee sobre unas mismas bases y presupuestos.
El proyecto de fusión, que debe ser formulado y suscrito por los órganos de administración de todas las sociedades
involucradas, no vincula propiamente a éstas mientras no sea aprobado por sus respectivas juntas generales. Pero ello no
implica que no comporte ningún tipo de efecto jurídico, pues obliga a los administradores a actuar de conformidad con lo
acordado y, en particular, a llevar a cabo todos los actos necesarios para que los socios puedan resolver en su momento. De
ahí que, una vez suscrito el proyecto común de fusión, los administradores deban abstenerse de realizar cualquier acto o
contrato que pudiera comprometer la aprobación del proyecto o implicar una modificación sustancial de la relación de
canje acordada (art. 39.2 RDLey 5/2023), como podrían ser operaciones susceptibles de afectar a la situación patrimonial
de la sociedad o que impliquen especiales riesgos económicos.
Una vez formulado, los administradores deben insertar el proyecto de fusión en la página web de las sociedades
participantes o, en su defecto, depositarlo en el Registro Mercantil correspondiente a cada una de éstas, debiendo
publicarse el hecho de la inserción o del depósito en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (art. 7 RDLey 5/2023). Pero
además, para mayor garantía de socios y terceros, el proyecto de fusión debe ser objeto de distintos informes escritos,
según el tipo de fusión y la forma de las sociedades involucradas, que por regla deben ponerse a disposición de los socios
de las distintas sociedades.
El primero se elabora por los administradores de cada una de las sociedades que se fusionen y –como vimos respecto de la
transformación– debe incluir una sección destinada a los socios y otra a los trabajadores (aunque podrían ser dos informes
separados); básicamente, en el informe deben explicarse y justificarse detalladamente los aspectos jurídicos y económicos
del proyecto de fusión, con especial referencia al tipo de canje de las acciones y a los criterios de valoración empleados
para su determinación, así como las eventuales consecuencias de la fusión para los trabajadores y sus condiciones de
empleo (art. 5 RDLey 5/2023).
Este informe no se exige en varios supuestos, como la absorción de sociedad íntegramente participada y demás «fusiones
especiales», pues en estos casos –como vimos– no hay aumento de capital ni tipo de canje ni por tanto necesidad de fijar
los valores reales de los patrimonios; además, cabe prescindir de la sección destinada a los socios cuando así lo acuerden
todos los socios con derecho de voto de las sociedades participantes (art. 5 RDLey 5/2023, que en determinados casos
permite también omitir la sección destinada a los trabajadores). En cambio, el contenido del informe se amplía en los casos
de «fusión posterior a una adquisición de sociedad con endeudamiento de la adquirente» (art. 42 RDLey 5/2023). El
supuesto se verifica típicamente cuando una sociedad se sirve de financiación a crédito para adquirir el control de otra con
la que de forma más o menos inmediata procede a fusionarse, de tal modo que el patrimonio de ésta –por la subrogación
de la sociedad resultante de la fusión en el conjunto de relaciones jurídicas de las sociedades extinguidas– acaba
respondiendo de la deuda de adquisición contraída por la adquirente (se trata de las conocidas como «fusiones
apalancadas», en las que es habitual emplear para la adquisición del control una sociedad instrumental creada
específicamente con tal objeto, que es la que posteriormente se fusiona con la sociedad adquirida). En estos casos, al
margen de ampliarse el contenido del proyecto de fusión, se exige también –con el fin de reforzar la información a los
accionistas– que el informe de los administradores se pronuncie sobre el plan de pagos de la deuda de adquisición y sobre
las razones justificativas de la adquisición del control y de la propia fusión.
Y el segundo informe debe elaborarse por uno o varios expertos independientes designados por el Registrador Mercantil,
aunque sólo cuando alguna de las sociedades que participen en la fusión sea anónima o comanditaria por acciones (art.
41.1 RDLey 5/2023), en los términos que se analizan a continuación.
5. EL INFORME DE LOS EXPERTOS
La designación del o de los expertos que han de emitirlo ha de hacerse por el Registrador Mercantil correspondiente al
domicilio social; en principio, cada sociedad debe solicitar la designación de uno o varios expertos para que emitan por
separado un informe sobre el proyecto común de fusión, aunque los administradores de todas las sociedades pueden pedir
–lo que es más habitual en la práctica– la designación de uno o varios expertos para la elaboración de un único informe
(art. 41.1 RDLey 5/2023).
En su informe, el o los expertos independientes deben pronunciarse sobre diversas cuestiones: en primer lugar, sobre la
adecuación y justificación del tipo de canje previsto en el proyecto de fusión, valorando la idoneidad de los métodos
seguidos para establecerlo y las eventuales dificultades de valoración que pudiesen existir [art. 6, apdos. 1.2.º y 4, y art.
41.3 RDLey 5/2023]; y en segundo lugar, los expertos deben manifestar también si el patrimonio aportado por las
sociedades extinguidas se corresponde, al menos, con la cifra de capital de la nueva sociedad o con el importe del aumento
de la sociedad absorbente, en el caso de que una u otra sea una sociedad anónima (o comanditaria por acciones) (arts. 6.2
y 41.3 RDLey 5/2023). La valoración del tipo de canje se realiza en interés de los socios de las entidades que se fusionan,
garantizando que el mismo se fije sobre la base del valor real del patrimonio aportado por cada una de ellas, lo que explica
que esta parte del informe pueda omitirse cuando así lo acuerden todos los socios con derecho de voto de las sociedades
participantes en la fusión (arts. 6.7 y 41.4 RDLey 5/2023). La segunda parte del informe aspira en cambio a garantizar la
correcta integración del capital social de la sociedad nueva o absorbente cuando ésta sea una sociedad anónima (o
comanditaria por acciones), en clara analogía con las normas de valoración de las aportaciones no dinerarias que rigen en
esta forma social.
El contenido del informe se amplía en determinados supuestos. Así ocurre con la «fusión posterior a una adquisición de
sociedad con endeudamiento de la adquirente», pues en este caso el informe de los expertos –que se exige incluso cuando
haya acuerdo unánime de fusión– debe contener un juicio sobre la razonabilidad de las indicaciones incluidas en el
proyecto y en el informe de los administradores sobre el plan de pagos y los motivos de la operación (art. 42 RDLey
5/2023). Y además, cuando en el proyecto de fusión se ofrezcan garantías personales o reales a los acreedores de las
sociedades involucradas, el informe «podrá contener, a solicitud de los administradores, una valoración sobre la
adecuación» de dichas garantías (art. 6.3 RDLey 5/2023), aunque de esta cuestión nos ocuparemos al tratar de las medidas
de tutela reconocidas en favor de los acreedores.
En todo caso, como hemos visto, el informe de los expertos se exige, no en cualquier supuesto de fusión, sino sólo cuando
alguna de las sociedades que «participen» en la misma sea anónima o comanditaria por acciones (y la segunda parte del
informe únicamente cuando esta condición recaiga precisamente en la sociedad nueva o absorbente). En consecuencia, el
informe no se precisa si todas las sociedades participantes en la fusión revisten una forma distinta, como sería el caso en
particular de las sociedades de responsabilidad limitada, sin duda por el propósito de simplificar el procedimiento de fusión
aplicable a los tipos societarios que son característicos de las empresas de menor tamaño y complejidad organizativa.
6. EL BALANCE DE FUSIÓN
Entre los distintos documentos e informes que los administradores de las sociedades participantes en la fusión deben
preparar y en su caso –salvo acuerdo unánime de fusión– poner a disposición de los socios se encuentra el balance de
fusión (art. 43 RDLey 5/2023). Este balance desempeña una función esencialmente informativa, pues a través suyo los
socios podrán tomar conocimiento de la situación económica y financiera de las sociedades involucradas y, con ello, valorar
la justificación y fundamento de la relación de canje que haya sido prevista.
Ello explica que este balance no tenga que ser específicamente elaborado para la fusión, al poder utilizarse como tal el
último balance anual aprobado siempre que haya sido cerrado dentro de los seis meses anteriores a la fecha del proyecto
de fusión; en caso contrario, deberá elaborarse un nuevo balance, de acuerdo con los métodos y criterios de presentación
del último balance anual (art. 43.1 RDLey 5/2023). En las sociedades cotizadas, además, se permite sustituir el balance de
fusión por el denominado informe financiero semestral (art. 43.3 RDLey 5/2023), que es un informe exigido por la
normativa del mercado de valores (art. 100 LMVSI y normativa de desarrollo). El balance de fusión debe someterse a
verificación por el auditor de la sociedad cuando exista obligación de auditar y someterse a aprobación de la junta general
que resuelva sobre la fusión, hasta el punto de tener que mencionarse expresamente en el orden del día (art. 44 y, sobre la
posible impugnación de este balance, art. 45 RDLey 5/2023).
7. LOS ACUERDOS DE FUSIÓN
Una vez culminada la fase preparatoria, es necesario que la fusión sea aprobada por las juntas generales de cada una de las
sociedades participantes (arts. 8 y 47 RDLey 5/2023), en un plazo máximo de seis meses desde la fecha del proyecto de
fusión (art. 39.3 RDLey 5/2023). Las juntas generales, evidentemente, son soberanas para aprobar o no la fusión,
ajustándose al contenido del proyecto común de fusión. Pero podrían también acordar un cambio del proyecto, mientras
exista conformidad de todas las sociedades y no se trate de una modificación unilateral de cualquiera de ellas, lo que
equivaldría a su rechazo (arts. 8.7 y 47.1 RDLey 5/2023) y obligaría a reiniciar el proceso; este posible cambio, que en
principio habría de limitarse –cabe entender– a extremos secundarios o accesorios del proyecto sin afectar a la naturaleza o
características esenciales de la operación planteada, podría servir por ejemplo para acoger las observaciones al proyecto
que en su caso pudieran haber formulado los socios, los acreedores o los representantes de los trabajadores ( v. art. 7.1.2.ª
RDLey 5/2023).
Dada la trascendencia de los acuerdos de fusión, es necesario que los administradores, al convocar la junta general,
inserten en la página web de la sociedad o, en su defecto, pongan a disposición de los socios –así como de los
obligacionistas y de los representantes de los trabajadores– una extensa serie de documentos, que refuerzan notablemente
el contenido ordinario del derecho de información. Entre estos documentos sobresalen el proyecto común de fusión, los
informes de los administradores y en su caso del o de los expertos independientes, las cuentas anuales de los tres últimos
ejercicios y los balances de fusión (o informes financieros semestrales) de cada una de las sociedades, los estatutos de la
sociedad nueva o absorbente, así como la identidad de los administradores de las sociedades participantes y de aquellos
que eventualmente vayan a ser propuestos como consecuencia de la fusión (arts. 7.1 y 46.1 RDLey 5/2023). Pero además,
con el fin siempre de ofrecer a los socios toda la información necesaria para poder valorar la operación de fusión y, en
particular, la justificación de la relación de canje, los administradores están obligados a informar a las juntas generales de
todas las sociedades que se fusionan de las modificaciones importantes que puedan haberse producido en el activo o
pasivo de cualquiera de ellas entre la fecha del proyecto de fusión y la celebración de las juntas (art. 46.3 RDLey 5/2023).
También la convocatoria de la junta que debe aprobar la fusión está sujeta a un régimen más estricto en relación al
ordinario, no sólo porque debe hacerse en todo caso con un mes de antelación como mínimo a la fecha de celebración de
la junta, sino también porque debe incluir –entre otros elementos– las menciones mínimas legalmente exigidas para el
proyecto de fusión (art. 47.2 RDLey 5/2023).
El acuerdo de fusión habrá de aprobarse por cada sociedad de conformidad con los requisitos de quórum y mayorías que le
sean aplicables. Pero se exige también el consentimiento individual de todos los socios que, en su caso, pasen a responder
ilimitadamente de las deudas sociales (si, por ej., una sociedad limitada es absorbida por una colectiva) y de aquellos que
hayan de asumir obligaciones personales en la sociedad resultante (art. 48.1 RDLey 5/2023). Además, como ya ha sido
señalado, el procedimiento se simplifica si la fusión se aprueba en junta universal y con el acuerdo unánime de los socios de
todas las sociedades participantes, pues en tal caso no se exige el informe de administradores ni aplican tampoco las reglas
sobre convocatoria de la junta e información de los socios (art. 42 LME).
8. LA EJECUCIÓN DE LA FUSIÓN. LA PROTECCIÓN DE LOS ACREEDORES
Una vez que la fusión ha sido acordada por todas las sociedades participantes, es preciso cumplir ciertos requisitos de
publicidad y de forma de los que depende su eficacia jurídica.
A) Antes que nada, el acuerdo de fusión –como los demás acuerdos de modificación estructural– queda sujeto a un
régimen reforzado de publicidad, con el fin de facilitar su conocimiento por los socios y por los terceros que se
relacionen con las sociedades afectadas y, en concreto, por sus acreedores. Debe publicarse en el Boletín Oficial del
Registro Mercantil y en la página web de las sociedades involucradas o, en su defecto, en un diario de las provincias en
las que cada una de las sociedades tenga su domicilio, haciendo constar tanto el derecho de los socios y acreedores de
obtener el texto íntegro del acuerdo adoptado y del balance de fusión (art. 10 RDLey 5/2023, que permite sustituir la
publicación del anuncio por una comunicación escrita o electrónica a todos los socios y acreedores).
B) Bajo la antigua Ley de Modificaciones Estructurales, los acreedores de cada una de las sociedades participantes cuyo
crédito fuera anterior a la fecha de publicación o de depósito del proyecto de fusión disfrutaban del derecho a oponerse
a la fusión hasta que se les garantizasen debidamente sus créditos (art. 44.2 LME), en unos términos equivalentes al
supuesto –que vimos– de reducción del capital con restitución de aportaciones. Y es que la agrupación patrimonial que
es propia de estas operaciones, con la transmisión en bloque del activo y del pasivo de las sociedades que se extinguen
en favor de la sociedad nueva o absorbente, puede alterar la situación y el perfil de riesgo que los acreedores de las
distintas sociedades participantes tuvieron en cuenta en el momento de contratar y, con ello, afectar negativamente a la
situación jurídica y al riesgo económico de sus derechos de crédito. Pero el RDLey 5/2023 ha abolido el referido derecho
de oposición de los acreedores para atribuir a éstos la mera facultad de solicitar garantías para sus créditos, de
conformidad con el sistema previsto en la Directiva (UE) 2019/2121. En esencia, el proyecto de fusión puede –pero sin
que exista obligación ninguna– ofrecer garantías personales o reales a los acreedores, cuando las sociedades entiendan
que la fusión puede tener implicaciones para ellos [art. 4.1.4.º RDLey 5/2023]; de existir informe de experto, el mismo
podrá contener –aunque sólo cuando lo soliciten los administradores– una valoración sobre las garantías ofrecidas (art.
6.3 RDLey 5/2023); los acreedores cuyos créditos sean anteriores a la fecha de publicación del proyecto que no estén
conformes con las garantías ofrecidas o con la falta de ellas tienen entonces derecho a solicitar que se amplíen o que se
ofrezcan otras nuevas, a través de un procedimiento que se ejercita ante el Juzgado de lo Mercantil o el Registro
Mercantil en función de que el informe del experto –que en caso de ausencia podría también ser nombrado en tal caso–
considere las garantías como adecuadas o inadecuadas (art. 13 RDLey 5/2023); y los acreedores, para obtener nuevas
garantías o una ampliación de las ofrecidas, han de demostrar que la satisfacción de sus derechos está en riesgo por
causa de la fusión y que no han obtenido garantías adecuadas de las sociedades (art. 14 RDLey 5/2023). En todo caso, el
ejercicio de este derecho por los acreedores no paraliza la fusión ni impide su inscripción en el Registro Mercantil (art.
13.3 RDLey 5/2023).
La Ley atribuye también el mismo derecho a los obligacionistas, a menos que la fusión hubiese sido expresamente
aprobada por la asamblea de obligacionistas (art. 13.4 del RDLey 5/2023).
C) Una vez realizado el anuncio de fusión, es necesario otorgar la escritura pública e inscribirla en el Registro Mercantil. La
escritura debe contener el acuerdo de fusión aprobado por las juntas de las sociedades que se fusionan e incorporar el
balance de fusión o –en el caso de las cotizadas– el informe financiero semestral de todas ellas (art. 50.1 RDLey 5/2023).
Además, el contenido de la escritura viene en parte determinado por el procedimiento utilizado: en caso de fusión
mediante creación de nueva sociedad, debe incluir las menciones legalmente exigidas para la constitución de ésta; y en
caso de fusión por absorción, debe incluir las modificaciones estatutarias acordadas por la sociedad absorbente con
motivo de la fusión e identificar las acciones o participaciones que vayan a entregarse a los nuevos socios (art. 50.2
RDLey 5/2023, así como art. 227 y ss. RRM).
La escritura pública debe entonces inscribirse en el Registro Mercantil. Esta inscripción tiene carácter constitutivo, ya
que la eficacia de la fusión –como de las demás modificaciones estructurales– se hace depender legalmente de la
inscripción de la nueva sociedad o de la absorción (arts. 16.1 y 51.1 RDLey 5/2023). En consecuencia, es con la
inscripción cuando la fusión despliega los efectos jurídicos que le son propios en relación con la existencia de las
distintas sociedades (y de ahí que con la inscripción deban cancelarse los asientos registrales de las sociedades
extinguidas, según previene el art. 51.2 RDLey 5/2023), sus respectivos patrimonios y los socios de cada una de ellas.
9. FIRMEZA Y NULIDAD DE LA FUSIÓN
El RDLey 5/2023 no atribuye en caso de fusión el derecho de enajenación de sus acciones o participaciones a los socios
disconformes, a diferencia de otras modificaciones estructurales como las transformaciones internas o –como veremos– las
operaciones transfronterizas que impliquen la sujeción de los socios de una sociedad española a una ley extranjera. En
consecuencia, este derecho o el equivalente de separación sólo existirá cuando así se haya previsto estatutariamente ( v.art.
347.1 LSC) o, en su caso, cuando la fusión vaya acompañada de alguna modificación estatutaria que opere en sí misma
como causa legal de separación ( v. gr., sustitución o modificación sustancial del objeto social). Cabría decir que el sistema
legal de tutela de los socios en los procesos de fusión descansa en los distintos requisitos de carácter material y formal
exigidos para la realización de estas operaciones, que en su mayor parte se justifican por el propósito de preservar los
legítimos intereses de aquéllos.
En este sentido, el sistema de protección de los socios de las sociedades que se fusionan se completa con un régimen
especial de nulidad de la fusión, que es común a todas las modificaciones estructurales, y que se fundamenta en
consideraciones de seguridad del tráfico relacionadas con la imposibilidad de ignorar o deshacer las consecuencias jurídicas
de un proceso de fusión ya consumado. En efecto, con anterioridad a la inscripción de una fusión en el Registro Mercantil,
cabría ejercitar una acción de impugnación contra los actos y acuerdos adoptados por los diferentes órganos de las
sociedades participantes en la fusión (v. gr., el acuerdo de la junta general), de conformidad con el régimen general (aunque
la impugnación se excluye legalmente en caso de desacuerdo con la relación de canje o con la información facilitada sobre
ésta, de acuerdo con el art. 11 RDLey 5/2023). Pero una vez inscrita la fusión, y producidos por tanto los efectos jurídicos
que le son propios (extinción de alguna sociedad, agrupación de los socios en la sociedad nueva o absorbente, transmisión
a ésta del patrimonio de las sociedades extinguidas), no puede declararse la nulidad de la misma, sin perjuicio de las
acciones resarcitorias que pudieran corresponder a los socios y acreedores por los daños y perjuicios que se les puedan
haber causado (art. 16.2 RDLey). Además, como hemos ido viendo, ni el ejercicio por los acreedores de su derecho a
solicitar garantías, ni la impugnación del balance de fusión, ni la impugnación por los socios de la relación de canje
producen el efecto de suspender el proceso de fusión, ni impiden tampoco su inscripción en el Registro mercantil (arts.
13.3, 45 y 49.3 RDLey 5(2023).
IV. LA ESCISIÓN
1. CONCEPTO Y MODALIDADES
En una primera aproximación, cabría decir que la escisión es una operación inversa a la fusión: mientras que ésta implica
una combinación o integración de sociedades, y por tanto de sus respectivos patrimonios y actividades económicas, la
escisión se singulariza como figura jurídica por cumplir una función de reparto, separación o disgregación patrimonial en
procesos de reestructuración empresarial de muy diverso significado. La escisión sirve por lo general a objetivos de
desconcentración empresarial, típicamente relacionados con la búsqueda de una mayor especialización o con la separación
del riesgo jurídico de las distintas actividades económicas realizadas por una misma sociedad mediante su traspaso a
sociedades distintas. Pero la escisión no tiene por qué resultar necesariamente opuesta a la finalidad de concentración y
unificación que caracteriza a la fusión, al ser posible que la parte o partes escindidas de una sociedad sean transmitidas a
sociedades preexistentes.
La escisión puede revestir tres tipos o modalidades. El denominador común de todos ellos consiste en la transmisión en
bloque por una sociedad (la sociedad escindida) de todo o parte de su patrimonio a una o varias sociedades beneficiarias a
cambio de una contraprestación, que debe consistir necesariamente en acciones o participaciones en el capital de esta o
estas últimas (radicando aquí la principal diferencia entre la escisión y la cesión global de activo y pasivo, pues en esta
última –como veremos– la transmisión del patrimonio se realiza a cambio de una contraprestación distinta de acciones o
participaciones de la o las sociedades cesionarias, por ej. dinero). Pero al margen de este elemento común, existen
diferencias sustanciales entre las tres modalidades. Así, en la denominada escisión total, la sociedad escindida se extingue
y su patrimonio se divide en dos o más partes que se traspasan en bloque a otras tantas sociedades beneficiarias (que
pueden ser preexistentes o de nueva creación), recibiendo a cambio los socios de aquélla un número de acciones o
participaciones de estas últimas proporcional a las que tenían (art. 59 RDLey 5/2023). En la escisión parcial, por el
contrario, la sociedad escindida, que no se extingue, traspasa en bloque una o varias partes de su patrimonio –cada una de
las cuales debe formar una unidad económica– a una o más sociedades beneficiarias (que pueden ser también existentes o
de nueva creación), recibiendo los socios acciones o participaciones de estas últimas en proporción a las que tenían (art. 60
RDLey 5/2023). Y en la segregación se verifica también una transmisión en bloque por una sociedad –que no se extingue–
de una o varias partes de su patrimonio –cada una de las cuales debe formar una unidad económica– a una o más
sociedades beneficiarias (que pueden ser también existentes o de nueva creación), aunque en este caso –a diferencia de la
escisión parcial– las acciones o participaciones de estas últimas se atribuyen a la propia sociedad escindida o segregada, en
lugar de a sus socios (art. 61 RDLey 5/2023). Además, aunque no se trate propiamente de una modalidad autónoma de
escisión, las normas de ésta se declaran también aplicables –«en cuanto procedan»– a las conocidas como operaciones de
«filialización», en las que una sociedad transmite en bloque su patrimonio a otra sociedad de nueva creación a cambio de
todas las acciones o participaciones de esta última (art. 62 RDLey 5/2023); mediante esta operación una sociedad operativa
se convierte en sociedad holding o de cartera, pasando a desarrollar las actividades integrantes de su objeto social de
manera indirecta a través de una filial íntegramente participada.
De esta caracterización se infiere ya que dentro de la escisión existe una amplia variedad de supuestos, que además pueden
ser objeto de muy diversas combinaciones. Así, existen diferencias entre las distintas formas de escisión en función de que
la sociedad escindida se extinga, como en la escisión total, o de que por el contrario sobreviva al proceso, como ocurre en la
escisión parcial o en la segregación. Además, en todas las modalidades de escisión las sociedades beneficiarias –que
pueden tener una forma social distinta de la sociedad escindida (art. 58.2 RDLey 5/2023)– pueden ser sociedades nuevas
que se crean con motivo de la escisión con el patrimonio escindido o segregado, o sociedades ya existentes, que absorben
ese patrimonio (o sociedades de ambas clases, si distintas partes del patrimonio de la sociedad escindida se traspasan al
tiempo a una o varias sociedades preexistentes y a otra u otras de nueva creación). Y también existen importantes
diferencias estructurales en función de los destinatarios de las acciones o participaciones de la o las sociedades
beneficiarias, pues en la escisión total o parcial son los socios de la sociedad escindida y en la segregación esta última.
Todas estas combinaciones ilustran, en definitiva, la gran versatilidad de la escisión, por la posibilidad de poner esta figura al
servicio de una multitud de finalidades o propósitos económicos y societarios.
Así definida, la escisión presenta en su estructura y naturaleza un claro paralelismo con la figura de la fusión de sociedades.
Esta circunstancia determina que desde el punto de vista de su regulación ambas figuras planteen problemas similares,
tanto en lo que hace a la articulación de su procedimiento como a los mecanismos de tutela de los intereses afectados por
la operación. Y ello explica que la escisión, al margen de ciertas especialidades de régimen que se derivan de su propia
naturaleza y singularidad, se rija en todo lo demás de forma supletoria por las normas de la fusión, entendiéndose que las
referencias de éstas a la sociedad resultante de la fusión equivalen a referencias a las sociedades beneficiarias de la escisión
(art. 63 RDLey 5/2023).
2. PRESUPUESTOS
La caracterización jurídica de la escisión puede hacerse sobre la base de ciertos presupuestos, que permiten al tiempo
definir a la figura y diferenciar sus distintas modalidades. Pueden formularse como sigue:
A) Transmisión en bloque del patrimonio escindido . En cualquier supuesto de escisión, la sociedad escindida transmite
una parte o la totalidad de su patrimonio a una o varias sociedades beneficiarias, produciéndose esta transmisión en
bloque y por sucesión universal. Al igual que en la fusión, esta transmisión del patrimonio escindido tiene lugar en un
solo acto, por causa precisamente de la escisión, y sin necesidad de proceder a una multiplicidad y diversidad de
negocios jurídicos para la transmisión de los distintos elementos integrados en dicho patrimonio.
En los supuestos de escisión parcial y de segregación se exige por el legislador que la parte del patrimonio que se divida
o segregue por la sociedad escindida forme una «unidad económica» (arts. 60.1 y 61 RDLey 5/2023), a la vez que se
permite, en los supuestos de transmisión de una o varias empresas o establecimientos, atribuir a la sociedad
beneficiaria las deudas contraídas para la organización o puesta en funcionamiento de la empresa que se traspasa (art.
60.2 RDLey 5/2023). Se denota así que los elementos patrimoniales que conforman la parte escindida o segregada
deben ofrecer una cierta unidad o congruencia funcional, en el sentido de tratarse de elementos, no desvinculados o
heterogéneos, sino afectos al ejercicio de una misma actividad económica. Pero el requisito de unidad económica del
patrimonio transmitido, que sólo se formula de forma expresa para los supuestos de escisión parcial y segregación, debe
reputarse exigible también en el caso de la escisión total. Esta exigencia no sólo se deriva de la propia caracterización
económica de la operación, que postula que la parte escindida tenga una cierta autonomía económica, sino que así lo
imponen también razones de coherencia del propio sistema legal, considerando la unidad conceptual de la figura.
Por lo demás, el legislador ha previsto también determinadas reglas sobre el destino a dar a los elementos del
patrimonio de la sociedad escindida cuyo reparto se omita en el proyecto de escisión, cuando la interpretación de éste
no permita decidir sobre el reparto. La regla general es que los elementos del activo y del pasivo no atribuidos a
ninguna sociedad deben repartirse de forma proporcional entre todas las sociedades beneficiarias y, en su caso, la
sociedad escindida, en proporción al valor del activo atribuido a cada una de ellas (art. 65 RDLey 5/2023).
B) Contraprestación consistente en acciones o participaciones de las sociedades beneficiarias. Como hemos visto, la
contraprestación por la parte o las partes del patrimonio que se transmiten por la sociedad escindida ha de consistir
necesariamente en acciones o participaciones de la o las sociedades beneficiarias (a diferencia –como veremos– de la
cesión global de activo y pasivo). Pero mientras que en la escisión total y en la escisión parcial los destinatarios de estas
acciones o participaciones son los socios de la sociedad escindida, en la segregación es esta última –y no sus socios– la
que recibe la participación de las sociedades beneficiarias.
En la escisión total y en la escisión parcial, pues, se produce la incorporación de los socios de la sociedad escindida a la o
las sociedades beneficiarias. En ambos casos, la contraprestación por la atribución de una parte o de la totalidad del
patrimonio de la sociedad escindida corresponde directamente a sus socios, que han de recibir a cambio acciones o
participaciones de las sociedades beneficiarias de acuerdo con los criterios que se prevean en el proyecto de escisión
(art. 64.1.º RDLey 5/2023). Si la sociedad beneficiaria es de nueva creación, los socios pasarán a tener en ésta la misma
participación que tuvieran en la sociedad escindida. Si por el contrario la sociedad beneficiaria es una sociedad
preexistente, deberá establecerse una relación de canje –al igual que en la fusión– sobre la base de los respectivos
valores patrimoniales, a efectos de determinar la participación que ha de corresponder a los socios de la sociedad
escindida en el capital de la beneficiaria.
Cuando existan dos o más sociedades beneficiarias, la regla general es que los socios de la sociedad escindida deben
recibir acciones o participaciones de todas ellas. Sin embargo, es posible atribuir sólo acciones o participaciones de una
o varias de las sociedades beneficiarias, aunque únicamente cuando medie el consentimiento individual de los socios
afectados (art. 66 RDLey 5/2023). Se garantiza así la defensa de los intereses de los socios de la sociedad escindida, que
tienen derecho a mantener su participación en el conjunto de las sociedades beneficiarias. Pero la posible renuncia a
este derecho puede ser de gran utilidad en determinados supuestos de escisión, que podrían emplearse para dividir o
separar, no solo el patrimonio de una sociedad, sino también a sus socios, entre dos o más sociedades beneficiarias ( v.
gr., al objeto de superar una situación de enfrentamiento o desacuerdo personal).
En la segregación, por el contrario, los socios de la sociedad escindida no se incorporan al capital de la o las sociedades
beneficiarias, dado que las acciones o participaciones de éstas se atribuyen directamente a aquélla. En estos casos, la
sociedad escindida experimenta una simple alteración en la composición de su patrimonio, al sustituir la parte o partes
del patrimonio que segrega por una participación en el capital de la o las sociedades beneficiarias, sin que sus socios
experimenten cambio alguno en su situación jurídica.
C) Diversidad de efectos respecto de la extinción de la sociedad escindida . A diferencia de la fusión, la extinción de
alguna sociedad no constituye un presupuesto general de la escisión, al ser posible que ésta no afecte a la subsistencia
de la sociedad escindida. La extinción de esta última es un auténtico presupuesto de la escisión total (art. 59 RDLey
5/2023), cuando una sociedad divide todo su patrimonio en dos o más partes que se transmiten a las sociedades
beneficiarias, pero no de la escisión parcial ni de la segregación, que se definen precisamente por el hecho de que la
sociedad escindida sobrevive al proceso conservando su personalidad jurídica (arts. 60 y 61 RDLey 5/2023). De ahí que
la extinción de la sociedad escindida no sea un presupuesto general de la operación ni un elemento integrante de su
concepto.
Este mismo dato pone de manifiesto, además, que en la escisión total la existencia de una pluralidad de sociedades
beneficiarias constituye un presupuesto necesario del proceso, al producirse la extinción de la sociedad escindida y la
consiguiente transmisión de su patrimonio en favor de tantas sociedades como partes en que se divida. Pero no ocurre
así en la escisión parcial ni en la segregación, pues al subsistir la sociedad escindida con parte de su patrimonio puede
existir una única sociedad beneficiaria, que se constituya ex novo como sociedad resultante de la escisión o –cuando
sea una sociedad preexistente– que absorba la parte del patrimonio escindida o segregada.
3. EL PROCEDIMIENTO DE ESCISIÓN
El procedimiento de la escisión coincide en sus principales fases con el de la fusión, hasta el punto de que el RDLey 5/2023
se limita a prever –lo hemos visto– un conjunto de especialidades y se remite en lo demás al régimen legal de esta última
(art. 63).
A) El proceso de escisión propiamente dicho se inicia –como en la fusión– con el proyecto de escisión, que deben redactar
y firmar los administradores de las distintas sociedades que intervengan en la operación. En el proyecto deben incluirse
obligatoriamente, además de las menciones exigidas con carácter general para el proyecto de fusión, otras que son
específicas de la escisión, en tanto que operación de división societaria y patrimonial. Estas menciones van referidas a la
designación y reparto de los elementos patrimoniales que han de transmitirse a cada una de las sociedades
beneficiarias y, en el caso específico de la escisión total o parcial, al criterio de reparto entre los socios de la sociedad
escindida de las acciones o participaciones que les correspondan en el capital de las sociedades beneficiarias (art. 64
RDLey 5/2023). Esta última mención no se exige lógicamente en la segregación, dado que en ésta los socios de la
sociedad escindida no se incorporan al capital de las sociedades beneficiarias.
B) El proyecto de escisión debe someterse a informe de los administradores de las sociedades que participen en ella (art.
67 RDLey 5/2023), en analogía también con lo previsto para la fusión. Pero, además, cuando las sociedades que
participen en la escisión sean anónimas (o comanditarias por acciones), el proyecto de escisión deberá someterse al
informe de uno o varios expertos independientes designados por el registrador mercantil (art. 68 RDLey 5/2023). Este
informe, además de valorar –en su caso– los criterios de reparto de las acciones o participaciones de las sociedades
beneficiarias (la relación de canje), deberá comprender también una valoración del patrimonio no dinerario que se
transmita a cada sociedad (art. 68.1 RDLey 5/2023), con el fin de garantizar la correcta integración de su capital social;
además, de acuerdo con el régimen general que vimos para la fusión, cuando el proyecto de escisión contenga un
ofrecimiento de garantías reales o personales para los acreedores, el informe podrá contener también, «a solicitud de
los administradores», un juicio sobre la adecuación y suficiencia de las garantías ofrecidas (art. 6.3 RDLey 5/2023). Pero
este informe no es exigible en determinados supuestos. Así ocurre, con carácter general, cuando las sociedades
participantes no sean ni anónimas ni comanditarias por acciones. Y hay otros casos en los que la dispensa va referida
solo a la primera parte del informe relativa a la relación de canje: de un lado, cuando así se acuerde de forma unánime
por los socios con derecho de voto de cada una de las sociedades que participen en la escisión (art. 68.3 RDLey 5/2023),
en clara analogía con lo previsto en materia de fusión (art. 41.4 RDLey 5/2023); y de otro lado, cuando la participación
de los socios en la o las sociedades beneficiarias sea proporcional a la que tenían en la sociedad escindida, como
ocurrirá típicamente cuando aquélla o aquéllas sean sociedades de nueva creación (art. 71 RDLey 5/2023, que exime
también en estos casos del informe de administradores y del balance de escisión). En estos últimos supuestos, cuando
intervengan sociedades anónimas (o comanditarias por acciones), la dispensa del informe alcanza solo a la valoración de
la relación de canje entre las acciones o participaciones de la sociedad escindida y las de la o las sociedades
beneficiarias, pero no a la valoración del patrimonio no dinerario de la sociedad escindida que sirve de contravalor al
aumento de capital de la o las sociedades beneficiarias (la segunda parte del informe), de conformidad con el régimen
general de valoración de las aportaciones no dinerarias que rige en la sociedad anónima.
C) En relación con el balance de escisión, al no contemplarse de forma expresa por la Ley, deberán aplicarse las normas
previstas para la fusión en orden a la confección, verificación por auditores y aprobación por la junta general que
delibere sobre la escisión. Al igual también que en la fusión, la función de este balance es meramente informativa.
D) La aprobación de la escisión por las juntas generales de cada una de las sociedades que intervengan en la misma es
condición indispensable –como en las demás modificaciones estructurales– de la operación. A falta de disposiciones
especiales, habrá que estar también al régimen previsto para la fusión. En todo caso, los administradores están
obligados a informar a la junta general sobre cualquier modificación importante del patrimonio que pueda haber
acaecido con posterioridad a la elaboración del proyecto de escisión (art. 69 RDLey 5/2023, que reproduce lo previsto
por el art. 46.3 respecto de la fusión). Esta información, que debe proporcionarse por los administradores de la sociedad
escindida y, en caso de escisión por absorción, por los de las sociedades beneficiarias, tiene como función orientar a los
socios a efectos de emitir su voto en atención al posible impacto de dichas modificaciones sobre el tipo de canje
acordado en el proyecto de escisión (aunque podría servir también para enmendarlo, por la posibilidad general
reconocida por el RDLey 5/2023 –ya vista– de modificar el proyecto cuando así lo acuerden todas las sociedades y la
modificación no tenga carácter unilateral).
4. LA EJECUCIÓN DE LA ESCISIÓN. LA TUTELA DE LOS ACREEDORES
A) En lo que hace a las formalidades necesarias para la ejecución de la escisión acordada, se aplican también las
disposiciones de la fusión: publicación del acuerdo, escritura pública e inscripción en el Registro Mercantil.
B) También en la escisión opera un régimen de tutela de los acreedores de las sociedades participantes en la escisión, con
el fin de evitar que la separación o disgregación patrimonial que caracteriza a estas operaciones pueda operar en su
perjuicio. Este sistema descansa sobre dos piezas fundamentales.
La primera de ellas está constituida por el derecho de los acreedores que no estén conformes con las garantías que
pueda ofrecer la sociedad en el proyecto de escisión o con la falta de ellas a solicitarlas, en los términos que vimos para
la fusión (art. 13 RDLey 5/2023). En consecuencia, los acreedores de las sociedades participantes en la escisión (los de la
sociedad escindida, pero también los de las sociedades beneficiarias que no sean de nueva constitución) podrán
ejercitar este derecho, cuando consideren que la disgregación o división patrimonial que es característica de estas
operaciones incide negativamente sobre el nivel de riesgo de su crédito.
Pero el sistema de tutela se integra con un segundo elemento de mayor efectividad práctica que es específico de la
escisión, destinado a proteger tanto a los acreedores de la sociedad escindida cuyos derechos y créditos son
transmitidos a alguna de las sociedades beneficiarias como a los acreedores que lo sigan siendo de la propia sociedad
escindida. De acuerdo con este régimen, cuando una sociedad beneficiaria no cumpla una obligación que haya asumido
en virtud de la escisión, del cumplimiento de la misma responderán solidariamente las restantes sociedades
beneficiarias y, en caso de escisión parcial o segregación, la propia sociedad escindida, mientras que si el
incumplimiento es atribuible a la propia sociedad escindida serán las sociedades beneficiarias las que respondan
solidariamente; en ambos casos, la responsabilidad opera solo por el importe de los activos netos atribuidos a cada
sociedad y tiene una duración de cinco años (art. 70 RDLey 5/2023). De este modo, el efecto de separación patrimonial
que es propio de la escisión se compatibiliza con la subsistencia de la garantía que el patrimonio de la sociedad
escindida ofrecía a sus acreedores, el que éstos tuvieron presente al contratar, pues en caso de incumplimiento podrán
perseguirlo a pesar de su disgregación entre las sociedades beneficiarias y, de seguir existiendo, la propia sociedad
escindida.
C) Por último, la remisión general a las normas de la fusión comporta que también deba extenderse a la escisión el
particular régimen de nulidad previsto para aquélla y en general para todas las modificaciones estructurales, con los
peculiares efectos que la Ley atribuye a la inscripción registral de la escisión en orden al régimen de impugnación
aplicable.
V. LA CESIÓN GLOBAL DE ACTIVO Y PASIVO
1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO
Junto a la fusión y la escisión, la cesión global de activo y pasivo es otra modificación estructural que puede ser empleada
para la transmisión de una empresa.
Tradicionalmente, esta cesión se regulaba exclusivamente en relación con la liquidación de las sociedades de capital, como
un procedimiento «abreviado» de liquidación que permitía sustituir los distintos actos de liquidación del patrimonio de la
sociedad disuelta por un negocio unitario de cesión de todos los bienes, derechos y obligaciones de ésta en favor de uno o
varios socios o terceros. Pero el vigente RDLey 5/2023, como antes la antigua Ley de Modificaciones Estructurales, han
superado esta concepción restrictiva y parcial de la cesión global de activo y pasivo, al concebirla como una modificación
estructural más de la que con carácter general pueden servirse las sociedades mercantiles con fines corrientes de
reorganización empresarial.
En la cesión global, una sociedad transmite en bloque y por sucesión universal la totalidad de su patrimonio a uno o varios
socios o terceros, a cambio de una contraprestación que no puede consistir en acciones o participaciones del cesionario
(art. 72.1 RDLey 5/2023). De esta caracterización legal cabe colegir los presupuestos que delimitan la figura.
De un lado, la contraprestación recibida a cambio de la transmisión patrimonial debe consistir, no en acciones o
participaciones del cesionario (que podría ser incluso una persona física y no una sociedad), sino en dinero u otra clase de
activos. Aquí radica precisamente –como vimos– la principal diferencia estructural entre la escisión y la cesión global. En
esta última la transmisión de todo o partes del patrimonio tiene lugar a cambio de una contraprestación dineraria o de otro
tipo, por lo que no se verifica una atribución de acciones o participaciones del cesionario a la sociedad cedente –como en la
segregación– o a los socios de ésta –como en la escisión total o parcial–. Ello determina que la cesión global comporte un
cambio radical en la estructura patrimonial de la sociedad, que sustituye la empresa de la que era titular por dinero u otros
activos, de los que a partir de entonces deberá servirse para el desarrollo de su objeto social o, en su caso, para acometer
un cambio de éste.
También es presupuesto esencial de la cesión global, de otro lado, la transmisión en bloque y por sucesión universal de la
totalidad del patrimonio de la sociedad cedente. La transmisión puede hacerse en favor de un único cesionario o de varios,
aunque en este último caso se exige –al igual que en la escisión– que cada parte del patrimonio que se ceda constituya una
«unidad económica» (art. 73 RDLey 5/2023, que denomina a este supuesto como «cesión global plural»). Esta transmisión
global –que es característica de todas las modificaciones estructurales– singulariza a la cesión global frente a lo que sería la
compraventa o cesión de un bien o derecho singular, pues el cesionario se subroga por causa de la cesión global en el
conjunto de relaciones y de obligaciones jurídicas que anteriormente pertenecían al cedente (o, en su caso, de aquellas que
estén afectas a la «unidad económica» cedida). Y esta transmisión –al igual también que las demás modificaciones
estructurales– puede realizarse sin necesidad de contar con el consentimiento expreso de las contrapartes de esas
relaciones u obligaciones, al sustituirse las reglas generales sobre novación de los contratos (art. 1205 CC) por el
reconocimiento de diversas medidas de protección de los acreedores.
Pero la cesión global, además de poder emplearse como una genuina modificación estructural, puede también utilizarse
dentro del proceso de liquidación y de extinción de la sociedad cedente. De esta forma, la posibilidad de proceder a una
cesión global –como en general cualquier otra modificación estructural– se reconoce expresamente a las sociedades en
liquidación, aunque «siempre que no haya comenzado la distribución de su patrimonio entre los socios» (art. 3.1 RDLey
5/2023). La realización de la cesión global por una sociedad disuelta –lo hemos visto– simplifica enormemente el proceso
de liquidación, pues permite sustituir las tareas singulares de liquidación por un único acto de enajenación de todo el
patrimonio antes de proceder al reparto del haber social entre los socios. En relación con ello, la Ley prevé también que la
contraprestación por la transmisión del patrimonio pueda atribuirse, no a la sociedad cedente, sino directamente a los
socios, en cuyo caso «la sociedad cedente quedará extinguida» (art. 72.2 RDLey 5/2023). En este caso la contraprestación
no se atribuye a la sociedad disuelta para que proceda a su posterior distribución entre los socios, sino que se destina «total
y directamente» a estos últimos, en concepto de cuota de liquidación. Y ello determina que en este supuesto la realización
de la cesión global comporte la extinción automática de la sociedad, sin necesidad de proceder por tanto a la apertura de
fase de liquidación alguna.
2. PROCEDIMIENTO
La cesión global de activo y pasivo queda sometida a un procedimiento que coincide básicamente con el aplicable a la
fusión y la escisión. A diferencia de estas últimas, sin embargo, en la cesión global no se requiere en ningún caso el informe
del o de los expertos independientes, que tiene simple carácter facultativo (art. 76 RDLey 5/2023). Porque al exigirse que la
contraprestación sea en dinero u otros activos, en este caso no hay relación de canje alguna ni se verifica un aumento de
capital del cesionario a cambio de un patrimonio no dinerario (cuando sea una sociedad, pues podría ser también una
persona física), que son las cuestiones básicas sobre las que versa dicho informe.
De este modo, los administradores de la sociedad tienen que elaborar un «proyecto de cesión global» (art. 74.1 RDLey
5/2023), que debe ser depositado en el Registro Mercantil (art. 74.2 RDLey 5/2023), así como un informe explicando y
justificando detalladamente dicho proyecto (art. 75 RDLey 5/2023). El acuerdo de cesión global, una vez adoptado por la
junta general de la sociedad cedente (art. 77 RDLey 5/2023), queda sometido a un régimen de publicidad, al igual que los
demás acuerdos de modificación estructural (art. 10 RDLey 5/2023). Los acreedores de la sociedad cedente y los del
cesionario o cesionarios disponen del derecho a solicitar el otorgamiento o la ampliación de las garantías que en su caso se
hayan ofrecido en el proyecto, en los mismos términos que en las demás modificaciones estructurales (art. 13 RDLey
5/2023). Posteriormente, la cesión global debe hacerse constar en escritura pública (art. 78.1 RDLey 5/2023) e inscribirse
en el Registro Mercantil, que es el momento en que adquiere eficacia jurídica (arts. 16.1 y 78.2 RDLey 5/2023).
Además, en clara analogía con el régimen de responsabilidad solidaria que opera en la escisión (art. 70 RDLey 5/2023), en la
cesión global también se prevé –en defensa de los intereses de los acreedores de la sociedad cedente– un particular
régimen de responsabilidad para el caso de incumplimiento por un cesionario de las obligaciones que haya asumido. La
regla es que de este incumplimiento responden solidariamente los demás cesionarios, hasta el límite del activo neto
atribuido a cada uno de ellos, y, según los casos, la propia sociedad cedente cuando no se hubiera extinguido por el importe
de los activos netos que mantenga o, en caso contrario, los socios hasta el límite de lo que hubieran recibido como
contraprestación por la cesión (art. 79.1 RDLey 5/2023).
VI. LAS MODIFICACIONES ESTRUCTURALES TRANSFRONTERIZAS INTRAEUROPEAS
1. CONCEPTO Y RÉGIMEN LEGAL
Las modificaciones estructurales, que tienen carácter interno cuando involucran solo a sociedades de nacionalidad
española, pueden ser también transfronterizas o transnacionales, cuando alguna de las sociedades participantes sea
extranjera. Y dentro de estas modificaciones sobresalen las «intraeuropeas», que son aquellas que comprometen a una o
varias sociedades españolas (que han de ser necesariamente sociedades de capital: art. 80.2 RDLey 5/2023) con otra u
otras sometidas al Derecho de un Estado miembro del Espacio Económico Europeo («EEE»), que en gran medida han sido
objeto de armonización por Derecho europeo.
Las modificaciones intraeuropeas, que comprenden las mismas clases o modalidades que las internas, se caracterizan por
incorporar un elemento internacional, al involucrar a sociedades de distinta nacionalidad. Se incluyen así, por un lado, las
transformaciones
transfronterizas, cuando una sociedad de capital española se convierte en sociedad de capital de otro Estado miembro del
EEE con traslado a éste de su domicilio, así como las transformaciones de signo inverso, cuando es esta última la que se
transforma en una sociedad de capital española (art. 80.1.1.º RDLey 5/2023); en estos casos se verifica una sucesión de la
lex societatis o ley nacional aplicable, pues la sociedad habrá de aprobar la transformación de acuerdo con su propia ley
personal, la del denominado «Estado miembro de origen», para sujetarse luego a una ley distinta, que será la del «Estado
miembro de destino» (arts. 82 y 97 RDLey 5/2023). Y se incluyen también, por otro lado, las fusiones, escisiones y
cesiones globales de activo y pasivo , cuando intervengan al menos dos sociedades sujetas a la legislación de diferentes
Estados miembros del EEE y al menos una de ellas sea española (art. 80.1.2.º RDLey 5/2023); se produce aquí una
combinación o coordinación de las leyes aplicables, pues cada una de las sociedades participantes habrá de acomodar el
proceso de aprobación de la operación a su respectiva ley personal, aunque el proceso comporta que alguna de estas
sociedades –la sociedad resultante de la fusión o una o varias de las sociedades beneficiarias en la escisión o de las
cesionarias en la cesión global– pase de regirse por la ley de su «Estado miembro de origen» a la ley del «Estado miembro
de destino» (arts. 82, 101.1, 107 y 115 RDLey 5/2023).
Con carácter general, el procedimiento de las modificaciones transfronterizas intraeuropeas se corresponde con el de sus
homónimas figuras internas, cuyo régimen resulta de aplicación supletoria (art. 83 RDLey 5/2023), aunque con algunas
relevantes especialidades. Así, se refuerzan las medidas de protección de los socios, por la posibilidad de que la operación
comporte un cambio de nacionalidad para alguna o algunas de las sociedades intervinientes y por extensión de lex
societatis o ley aplicable a los socios de las mismas; de esta forma, los socios de las sociedades españolas que voten en
contra de una modificación estructural que comporte la sujeción de aquéllos a una ley extranjera (piénsese a modo de
ejemplo en los socios de una sociedad española que es absorbida por una sociedad extranjera, o que procede a una
escisión total o parcial en favor de sociedades beneficiarias también extranjeras) tienen reconocido el «derecho de
enajenación» de sus acciones o participaciones a cambio de una compensación en efectivo (arts. 12 y 86 del RDLey
5/2023), en los términos que vimos para la transformación interna. Y se refuerzan también notablemente los mecanismos
de información y participación de los trabajadores (v. arts. 85 y 88 RDLey 5/2023), por el riesgo de que el cambio de
nacionalidad y de ley aplicable pueda redundar negativamente sobre sus derechos y condiciones de empleo.
Estas modificaciones quedan también sujetas a un singular procedimiento de control de legalidad, destinado a garantizar el
cumplimiento de los trámites y requisitos que vengan impuestos por las distintas leyes aplicables a las sociedades
participantes. Desde el punto de vista del Derecho español, la verificación de la legalidad de la modificación transfronteriza
se articula por medio de un doble control. El primero va referido al proceso de preparación y aprobación de la modificación
estructural cuando España sea el Estado miembro de origen de alguna o algunas de las sociedades involucradas (por ej.,
una sociedad española que va a transformarse en sociedad extranjera o que va a ser absorbida por ésta), al exigirse que el
registrador mercantil del domicilio de éstas expida un certificado –a solicitud de la sociedad en cuestión, que debe aportar
la escritura pública de la modificación estructural además de otros documentos– acreditando «que se han cumplimentado
correctamente todos los procedimientos y formalidades necesarias» desde la perspectiva del Derecho español ( v. arts. 90 y
91 RDLey 5/2023). Y dicho certificado habrá de compartirse con la autoridad del Estado miembro de destino que bajo su
Derecho nacional sea también competente para el control de legalidad de la operación (art. 93 RDLey 5/2023), que de esta
forma podrá asegurarse la corrección del procedimiento en la parte sujeta al Derecho español a los efectos de inscribirla y
de reconocerle plena validez jurídica. Y el segundo control se verifica en sentido contrario, aunque de forma equivalente,
cuando sea una sociedad extranjera la que a través de la modificación estructural acaba sometiéndose al Derecho español
(por ej., sociedad extranjera que se transforma en sociedad española, o sociedad extranjera que es absorbida por otra
española). En estos casos, el registrador mercantil debe controlar esencialmente la legalidad bajo la ley española del
proceso de constitución de la nueva sociedad o sociedades o de las modificaciones de la sociedad absorbente, al ser
cuestiones sujetas al Derecho español; pero en cuanto a las fases del proceso regidas por el Derecho extranjero, se requiere
que las sociedades de que se trate remitan a aquél –entre otra documentación– el «certificado previo» antes referido
expedido por sus respectivas autoridades nacionales, que opera como «prueba concluyente de la correcta
cumplimentación de los procedimientos y formalidades exigidas en el Estado miembro de origen» (art. 94.6 RDLey 5/2023).
2. LA TRANSFORMACIÓN TRANSFRONTERIZA
La transformación transfronteriza supone la conversión de una sociedad de capital española en una sociedad de capital de
otro Estado miembro del EEE, sin ser disuelta ni liquidada y con mantenimiento de su personalidad jurídica, y con traslado
del domicilio social a dicho Estado, así como la operación de signo inverso, cuando es la sociedad extranjera la que se
convierte o transforma en una sociedad de capital española (art. 96 RDLey 5/2023). Si en la transformación interna se
verifica un simple cambio de tipo social, en la transformación transfronteriza lo que se produce esencialmente es un cambio
en la ley nacional aplicable a la sociedad y a sus socios (la lex societatis), que pasa a ser la del Estado miembro de destino.
En cambio, al no disolverse la sociedad y al mantener su personalidad jurídica, no se produce –a diferencia de las restantes
modificaciones estructurales– ninguna modificación ni alteración patrimonial. Se trata de una operación que la antigua Ley
de Modificaciones Estructurales regulaba bajo la denominación de «traslado internacional del domicilio social», que el
RDLey 5/2023, de conformidad con la Directiva UE 2019/2121 de «movilidad transfronteriza», contempla ahora bajo la
categoría de transformación transfronteriza.
Desde la perspectiva de los socios de la sociedad española que se transforma en una sociedad extranjera, aquellos que
voten en contra del proyecto de transformación y los titulares de acciones o participaciones sin voto tienen –como vimos–
el derecho de enajenación de sus acciones o participaciones a cambio de una compensación en efectivo. Por su parte, los
acreedores disfrutan de las medidas de protección que son comunes a todas las modificaciones estructurales, consistentes
–también lo hemos visto– en la facultad de solicitar el otorgamiento o la ampliación de las garantías que pueda ofrecer la
sociedad (arts. 13 y 87 RDLey 5/2023); pero además, como el domicilio social es uno de los criterios determinantes de la
competencia para demandar a una sociedad, se establece también una prórroga del foro general durante un plazo de dos
años, durante el cual los acreedores de la sociedad transformada podrán demandar a ésta ante los tribunales de su antiguo
domicilio en el Estado miembro de origen (art. 99 RDLey 5/2023), con el fin de evitar que tengan que hacerlo en el foro del
nuevo Estado de destino.
3. FUSIONES, ESCISIONES Y CESIONES TRANSFRONTERIZAS
En el caso de las fusiones transfronterizas intraeuropeas, las sociedades españolas que intervengan quedan sometidas en lo
esencial al régimen propio de las fusiones internas y a las especialidades –ya vistas– de las modificaciones estructurales
transfronterizas. Como singularidad, en estas operaciones se requiere siempre el informe del o de los expertos
independientes, aunque ninguna de las sociedades intervinientes sea anónima o comanditaria por acciones, salvo que así lo
acuerden todos los socios de la sociedad (art. 103.1 RDLey 5/2023).
Tampoco existen especialidades relevantes en materia de escisiones transfronterizas, al admitirse que las sociedades
beneficiarias sean sociedades de nueva creación constituidas con ocasión del proceso (arts. 107 y ss. RDLey 5/2023), que es
el único supuesto contemplado por la Directiva 2019/2121 de «movilidad transfronteriza», pero también sociedades
preexistentes (arts. 112 y ss. RDLey 5/2023). Y estas escisiones pueden revestir también la triple forma o modalidad de
escisión total, escisión parcial y segregación, con unos efectos materiales que en lo sustancial coinciden con los de las
operaciones internas (art. 111.2 RDLey 5/2023). En cuanto a las medidas específicas de protección de los acreedores que
rigen en la escisión, que en el ámbito interno se concretan –como vimos– en la responsabilidad solidaria de todas las
sociedades beneficiarias y de la propia sociedad escindida hasta el importe de los activos netos asignados a cada una de
ellas (art. 70 RDLey 5/2023), en las escisiones transfronterizas esta cuestión se determina de conformidad con la ley
personal de la sociedad escindida, que es por tanto la que ha de precisar la naturaleza y extensión de esta responsabilidad
(arts. 110 y 112.2 RDLey 5/2023).
En cuanto a la cesión global de activo y pasivo transfronteriza, se trata de una operación que no ha sido objeto de
armonización por el Derecho comunitario, lo que explica que solo sea posible cuando se admita por las leyes personales de
la sociedad cedente y de la sociedad o sociedades cesionarias (art. 115 RDLey 5/2023) o, si el cesionario fuera una persona
física, de esta última (art. 114.2 RDLey 5/2023).
VII. LAS MODIFICACIONES ESTRUCTURALES TRANSFRONTERIZAS EXTRAEUROPEAS
Las modificaciones estructurales transfronterizas pueden también tener carácter «extraeuropeo», cuando intervenga, junto
a alguna sociedad española, otra u otras sociedades constituidas de acuerdo con el Derecho de un Estado que no forme
parte del Espacio Económico Europeo (art. 121 RDLey 5/2023). Con carácter general, estas operaciones quedan sometidas
al mismo régimen que las modificaciones estructurales intraeuropeas (art. 122 RDLey 5/2023), aunque su viabilidad jurídica
dependerá en último término de su admisión por la lex societatis aplicable a la sociedad extranjera; así ocurre por ejemplo
con la transformación, que solo será posible si el Derecho del Estado que no forme parte del EEE la permite con
mantenimiento de la personalidad jurídica de la sociedad (art. 125 RDLey 5/2023), o con la cesión global de activo y pasivo
(art. 126 RDLey 5/2023). En el caso de las fusiones y escisiones, el régimen aplicable habrá de determinarse combinando y
coordinando, siempre que sea posible, las respectivas leyes personales aplicables a las sociedades intervinientes.
LECCIÓN 26 LA DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
Sumario: I. La disolución 1. Consideración general. Formas de disolución de las sociedades de capital 2. Disolución por
acuerdo de la junta general 3. Disolución de pleno derecho 4. Disolución por concurrencia de causa legítima A. Causas legales
y estatutarias de disolución B. Efectos de la concurrencia de una causa de disolución 5. Efectos de la disolución 6. La
reactivación de la sociedad disuelta
II. La liquidación 1. Concepto de liquidación 2. La figura jurídica de los liquidadores 3. Nombramiento y cese de los
liquidadores 4. Funciones de los liquidadores 5. Las operaciones de la liquidación 6. La insolvencia de la sociedad durante la
liquidación 7. La aprobación por la junta de las operaciones de liquidación: el balance final 8. División del patrimonio entre los
socios y cuota de liquidación 9. La extinción de la sociedad. Activo y pasivo sobrevenidos
I. LA DISOLUCIÓN
1. CONSIDERACIÓN GENERAL. FORMAS DE DISOLUCIÓN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
El proceso de extinción jurídica de una sociedad comprende tres fases o momentos, que tienen lugar de forma sucesiva.
Dicho proceso se inicia con la disolución, en virtud de la cual la sociedad sigue subsistiendo con su misma personalidad
jurídica, pero padece una modificación de su fin o actividad, pues abandona la explotación empresarial de su objeto social
para dedicarse a una actividad meramente conservativa y liquidatoria. La disolución abre así el período de liquidación,
durante el cual la sociedad disuelta lleva a cabo las operaciones necesarias para saldar y liquidar todas las relaciones
jurídicas a que haya dado lugar su actuación en el tráfico. Y sólo al cierre de la liquidación, con la distribución a los socios
del remanente patrimonial que pudiera existir, se produce propiamente la extinción de la sociedad, con la desaparición de
ésta del mundo del Derecho. Aunque en supuestos excepcionales estas tres fases podrían llegar a coincidir, cuando la
sociedad disuelta carezca de relaciones jurídicas que liquidar y se extinga uno actu, se trata en todo caso de figuras de
distinto significado que no deben confundirse.
En las sociedades anónima y limitada la disolución no tiene una estructura homogénea ni se produce de acuerdo con un
único procedimiento, sino que existen varias formas de disolución, en atención a las circunstancias y requisitos exigidos
para que ésta se produzca y para la consiguiente apertura de la liquidación. Con el fin de precisar de forma clara y segura el
momento en que la sociedad abandona el período de vida activa para entrar en la fase liquidatoria (en interés de los
terceros, pero también de los socios y de los propios administradores), la Ley prevé distintos supuestos de disolución que
no operan de un modo uniforme y que pueden clasificarse, por tanto, en función de la forma en que la disolución se
produce. Así, y en primer lugar, la sociedad se disuelve por decisión de los socios mediante un acuerdo social adoptado en
junta general, sin necesidad de que concurra ninguna causa particular. En segundo lugar, se disuelve automáticamente o de
pleno derecho por el transcurso del término eventualmente fijado en los estatutos (o, en el caso específico de las
sociedades declaradas en concurso, por la apertura de la fase de liquidación). Y en tercer lugar, se disuelve por la
concurrencia de una causa legal o estatutaria de disolución, cuando esa causa sea debidamente constatada por la junta
general o, en su defecto, por el juez. En unos casos, pues, la disolución resulta de la mera concurrencia de un acto (acuerdo
de la junta) o de un hecho jurídico (transcurso del plazo de duración de la sociedad o apertura de la fase de liquidación en el
concurso), mientras que en otros la disolución ofrece una estructura compleja y se integra por dos elementos distintos
(concurrencia de una causa legítima de disolución y acuerdo social o resolución judicial que la constate).
Con todo, aunque existan diferentes formas de disolución, debe tenerse presente que ésta tiene siempre el mismo
significado, pues produce en todo caso la apertura del período de liquidación.
2. DISOLUCIÓN POR ACUERDO DE LA JUNTA GENERAL
Una sociedad puede disolverse por acuerdo de la junta general, adoptado con los quórum y mayorías requeridos para la
modificación de estatutos (art. 368 LSC). Mientras que en las sociedades personalistas la disolución exige por regla general
–salvo previsión en contra del contrato– el acuerdo de todos los socios, en las sociedades de capital la misma se vincula a
un simple acuerdo mayoritario adoptado en junta, que puede tomarse en cualquier momento y sin necesidad de que exista
ninguna causa o razón concreta que la motive.
3. DISOLUCIÓN DE PLENO DERECHO
La disolución opera, en cambio, ipso iure o de pleno derecho en una serie de supuestos.
El primero se plantea en relación a las sociedades que hayan previsto en sus estatutos un plazo o término de duración
(aunque lo habitual es que las sociedades se constituyan por un período indefinido), pues en ese caso el vencimiento de
dicho término comporta la disolución de pleno derecho [art. 360.1. a) LSC]. La disolución se produce aquí de forma
automática, incluso frente a terceros, y sin necesidad por tanto de que se adopte ningún acuerdo específico de disolución
por la junta general. Esta forma de disolución podría evitarse por los socios prorrogando la vida de la sociedad, por medio
de un acuerdo de modificación del término estatutario de duración (que activaría como vimos un derecho de separación
para los socios disconformes, según resulta del art.346.1. b de la LSC); la única exigencia legal a este respecto es que el
acuerdo de prórroga se adopte e inscriba en el Registro Mercantil antes del vencimiento de dicho plazo, pues en caso
contrario se producirían los efectos automáticos de esta forma de disolución.
El segundo supuesto va referido a la hipótesis en que una sociedad se vea legalmente obligada a reducir su capital por
debajo del mínimo legal (por ej., en caso de amortización obligatoria de acciones o participaciones propias adquiridas por la
sociedad o de separación o exclusión de socios); en este caso, queda disuelta de pleno derecho si en el plazo de un año
desde la reducción no inscribe en el Registro Mercantil el correspondiente acuerdo de transformación, de disolución (que
en este caso sería voluntaria) o de aumento de capital hasta una cantidad igual o superior a dicho mínimo legal [art.
360.1.b) LSC]. Se admite así que las sociedades puedan incumplir de manera transitoria el deber de mantenimiento del
capital mínimo, aunque solamente cuando se vean impelidas a reducirlo por causa de una obligación legal; pero, a cambio,
de no eliminarse esa situación irregular en el plazo de un año a través de la recomposición del capital o de cualquier otra
forma, la sociedad se disuelve de pleno derecho por el simple transcurso de dicho plazo.
Y existe otro supuesto específicamente referido a las sociedades que hayan sido declaradas en concurso de acreedores, que
se disuelven de pleno derecho en caso de apertura de la fase de liquidación (art. 361.2 LSC, en relación con el art. 413.3 del
texto refundido de la Ley Concursal). Con carácter general, la declaración de concurso no constituye por sí sola un motivo
de disolución, que opere automáticamente o que obligue a la sociedad –al modo de las causas legales o estatutarias de
disolución– a adoptar el correspondiente acuerdo disolutorio; mientras el procedimiento concursal esté en la fase común o
desemboque en la fase de convenio, la sociedad concursada –como veremos– puede continuar ejercitando las actividades
propias de su objeto social (aunque siempre podría disolverse de acuerdo con cualquiera de las formas ordinarias, incluso
de pleno derecho si el término de duración expirara durante el concurso). Pero en el supuesto de que el concurso
desemboque en la fase de liquidación, en atención a las reglas que veremos, la sociedad queda automáticamente disuelta,
sin necesidad, por tanto, de que se adopte acuerdo social alguno. La principal especialidad de esta disolución radica en el
hecho de no colocar a la sociedad en el estado ordinario de liquidación societaria (y de ahí que –según disponen dichos
preceptos– no se nombren liquidadores), sino de sujetarla al procedimiento de liquidación que regula el propio texto
refundido de la Ley Concursal.
4. DISOLUCIÓN POR CONCURRENCIA DE CAUSA LEGÍTIMA
A. Causas legales y estatutarias de disolución
Así como las anteriores formas de disolución se vinculan a la concurrencia de un único acto o hecho jurídico, existen otras
de estructura más compleja que se verifican por la concurrencia de una causa legítima de disolución y de un acuerdo
social o decisión judicial que la constate. Estas causas de disolución pueden ser legales o estatutarias, según vengan
impuestas por la Ley o, en su caso, por los estatutos.
Las causas legales de disolución son las siguientes:
a) El cese en el ejercicio de la actividad o actividades que constituyan el objeto social, entendiéndose que concurre esta
situación tras un periodo de inactividad superior a un año [art. 363.1. a) LSC]. Cabe entender que la falta de desarrollo
del objeto social puede deberse tanto a la mera inactividad de la sociedad, cuando ésta deje sin más de operar en el
tráfico, como a la sustitución de hecho de aquél, cuando la sociedad pase a dedicarse de manera efectiva a actividades
distintas de las recogidas en sus estatutos.
b) La conclusión de la empresa que constituya el objeto social [art. 363.1. b) LSC]. Esta causa ha de operar cuando la
sociedad se constituya para desarrollar una actividad o negocio determinado ( v. gr., explotación de una concesión
administrativa), que por cualquier motivo se agote o desaparezca.
c) La imposibilidad manifiesta de conseguir el fin social [art. 363.1. c) LSC]. Esta causa se produce cuando por cualquier
motivo (natural, técnico, etc.) una sociedad se ve incapacitada de forma insuperable –no meramente transitoria– para
desarrollar su actividad.
d) La paralización de los órganos sociales, de modo que resulte imposible su funcionamiento [art. 363.1. d) LSC]. Cabría
decir que también en esta hipótesis se manifiesta la imposibilidad de conseguir el fin social, aunque en este caso por
motivos internos, cuando las diferencias o disensiones entre los socios impidan la adopción de acuerdos y paralicen la
actividad de la sociedad. Esta causa de disolución se reduce en realidad a la paralización de la junta general (cuando
ésta se vea imposibilitada para aprobar acuerdos necesarios para el funcionamiento de la sociedad, típicamente por
una situación de enfrentamiento entre socios que impida alcanzar los quorums o las mayorías exigidos legal o
estatutariamente), ya que la eventual inactividad del órgano de administración siempre podría ser paliada por los
socios mediante el nombramiento de nuevos administradores.
e) Las pérdidas graves. Mientras que las sociedades personalistas se disuelven por la «pérdida entera del capital» (art.
221.2.ª C. de C.), en las sociedades de capital el régimen de disolución por pérdidas es más estricto y riguroso, por la
función de garantía que desempeña el capital social. De ahí que en estas sociedades la causa de disolución se
produzca cuando las pérdidas dejen reducido el patrimonio neto a una cantidad inferior a la mitad de la cifra del
capital, salvo que ésta se aumente o se reduzca en la medida suficiente (y siempre que las pérdidas no hayan
conducido a la sociedad a una situación de insolvencia, pues entonces debería solicitarse –de acuerdo con lo previsto
en el texto refundido de la Ley Concursal– la declaración de concurso) [art. 363.1. e) LSC]. De forma excepcional, en
atención a las consecuencias económicas derivadas de la pandemia del Covid-19, la Ley 3/2020 (en la redacción dada
por el RD-Ley 20/2022) ha previsto que a los efectos de esta causa de disolución no se tengan en cuenta las pérdidas
de los ejercicios 2020 y 2021 hasta el cierre del ejercicio que se inicie en el año 2024 (art. 13).
Para constatar o reconocer la concurrencia de esta causa de disolución no es preciso esperar al cierre del ejercicio
social y, por consiguiente, a la formulación o aprobación de las cuentas anuales. Antes bien, debe estimarse que la
causa concurre en el momento en que los administradores conozcan (o hubieran debido conocer, de acuerdo con el
nivel de diligencia legalmente exigible) la existencia del referido desbalance o desequilibrio patrimonial. En todo caso,
una sociedad siempre puede evitar la disolución removiendo o eliminando esta situación de desbalance, para lo cual
dispone de una doble vía: aumentar el capital, con el fin de reintegrar el patrimonio neto por medio de nuevas
aportaciones de los socios o de terceros, o reducirlo, para enjugar las pérdidas y restablecer el equilibrio entre el
capital y el patrimonio neto disminuido por consecuencia de pérdidas (aunque reducción y aumento también podrían
combinarse, cuando se realice –según la fórmula que vimos– una operación «acordeón»).
Debe tenerse en cuenta, por lo demás, que la operatividad de esta causa de disolución se suspende para las
sociedades que comuniquen la apertura de negociaciones con los acreedores con el fin de alcanzar un plan de
reestructuración que les permita superar la situación de insolvencia (art. 613 TRLC). Y las denominadas «empresas
emergentes» (o start-ups) están exentas de la misma en los tres primeros años desde su constitución (art. 13 de la Ley
28/2022, de fomento del ecosistema de las empresas emergentes), por tratarse de sociedades que suelen arrostrar
importantes pérdidas en sus primeros años de vida y que habitualmente requieren un cierto plazo de tiempo para
poder asentarse y desarrollarse.
f) La reducción del capital por debajo del mínimo legal, cuando no sea consecuencia del cumplimiento de una ley [art.
363.1.f) LSC]. Las sociedades anónima y limitada no sólo tienen que constituirse con un capital mínimo, sino que
deben también mantenerlo a lo largo de toda la vida social. Y ello explica el fundamento de esta causa de disolución,
al no ser concebible la existencia de sociedades con cifras estatutarias de capital inferiores a las que impone la Ley.
Pero lo cierto es que esta causa apenas debe encontrar operatividad práctica, pues los requisitos formales que deben
cumplir los acuerdos de reducción de capital –con la calificación y control de legalidad que realizan tanto el notario en
la escritura de elevación a público del acuerdo como el registrador con motivo de la inscripción registral de éste–
hacen poco probable la adopción y consumación de un acuerdo que sería manifiestamente ilegal.
Al margen de las causas legales de disolución, que por su carácter mínimo e imperativo no pueden ser excluidas en
sede estatutaria (aunque sí cabría vincular la disolución a circunstancias menos exigentes que las legales, como podría
ser –a modo de ejemplo– la disolución en caso de pérdidas de un tercio del capital o la inactividad de la sociedad
durante un periodo inferior al año), los socios pueden incorporar a los estatutos otras causas distintas de las legales
[art. 363.1.h) LSC].
Esta habilitación estatutaria encuentra en todo caso un límite en el respeto a los denominados «principios
configuradores» del tipo social de que se trate (art. 28 LSC), que deben fijarse y valorarse en función de las
características tipológicas de la sociedad anónima y de la limitada. Por ejemplo, la previsión de causas estatutarias de
disolución vinculadas a circunstancias personales de los socios ( v. gr., fallecimiento, inhabilitación, etc.), que no parece
posible en una sociedad anónima por ser esta el arquetipo de sociedad de estructura corporativa desvinculada de las
vicisitudes de sus miembros, puede admitirse sin problemas en el caso de una sociedad de responsabilidad limitada,
ya que los principios configuradores de ésta permiten introducir mayores grados de personalización en la organización
social (en las sociedades personalistas, de hecho, la regla es que la muerte de uno de los socios colectivos comporta la
disolución de la sociedad, salvo previsión en contra: art. 222.1.ª C. de C.).
Al mismo tiempo, el principio mayoritario que rige tanto en la sociedad anónima como en la limitada excluye la
posibilidad de prever como causa estatutaria de disolución de estas sociedades la simple denuncia de cualquiera de
los socios o de un determinado porcentaje del capital social (a diferencia también de lo que ocurre en las sociedades
colectivas y comanditarias constituidas por tiempo indefinido, en las que cualquier socio tiene derecho a denunciar el
contrato de sociedad y a exigir la disolución: art. 224 C. de C.).
B. Efectos de la concurrencia de una causa de disolución
La concurrencia de una de estas causas legales o estatutarias de disolución no opera de forma automática y suficiente (a
diferencia de la disolución de pleno derecho), sino que debe ser necesariamente constatada por la junta general de la
sociedad o, en su defecto, por el juez. Cabría decir, incluso, que la concurrencia de una de estas causas ni siquiera obliga
propiamente a la sociedad a disolverse. Lo que hace la Ley es establecer un riguroso sistema que en esencia trata de
evitar que una sociedad incursa en causa de disolución pueda mantenerse indefinidamente en esta situación, con el fin de
que se disuelva o de que adopte al menos las medidas necesarias para salir de ella. Y a estos efectos se establece un
sistema común para las sociedades anónima y limitada, que se compone de tres elementos básicos: la necesaria
celebración de una junta general que acuerde la disolución o la remoción de la causa (salvo que lo procedente sea
solicitar la declaración de concurso, por estar la sociedad en situación de insolvencia); la posibilidad de acordar la
disolución judicialmente cuando la junta no lo haga, y la responsabilidad solidaria por las deudas sociales de los
administradores que incumplan cualquiera de los deberes legales que se les imponen a estos efectos.
a) Para lograr el acuerdo social de disolución, que tiene carácter necesario, los administradores deben convocar la junta
general en un plazo de dos meses desde la concurrencia de cualquiera de las causas previstas en la Ley o en los
estatutos, pudiendo cualquier socio requerir a los administradores para que convoquen cuando, a su juicio, exista una
causa de disolución (art. 365.1 LSC). Al tener carácter necesario, y a diferencia de los supuestos de disolución por
decisión voluntaria de la junta general (que como vimos deben aprobarse con los quórums y mayorías propios de las
modificaciones estatutarias), la disolución puede acordarse en este caso con los quórums y mayorías exigidos para los
acuerdos ordinarios (art. 364 LSC).
La junta general no está obligada a acordar la disolución, sino que puede optar también por adoptar los acuerdos
necesarios para eliminar o remover la causa que la provoque ( v. gr., aumento del capital u «operación acordeón» en el
supuesto de existencia de pérdidas graves, sustitución del objeto social en caso de conclusión de la empresa
originaria, etc.). Esta posibilidad requiere en todo caso, de acuerdo con las reglas generales, que dichos acuerdos se
hayan previsto en el orden del día de la junta (art. 365.2 LSC).
La obligación de los administradores de convocar junta general para aprobar la disolución o alternativamente la
remoción de la causa de disolución decae en los supuestos en que concurra un escenario concursal o preconcursal,
cuando la sociedad esté en situación de insolvencia (y no de simple desbalance patrimonial, como en el caso de las
pérdidas graves) y los administradores soliciten la declaración de concurso o comuniquen al juzgado el inicio de un
proceso de negociación con los acreedores para alcanzar un plan de reestructuración (art. 365.3 LSC), en los términos
que veremos. En estos supuestos –cabe decir– la normativa concursal y preconcursal resulta de aplicación prevalente
y desplaza la vigencia del régimen societario general.
b) Cuando la junta general no adopte el acuerdo de disolución ni el de remoción de la causa de disolución, ésta puede
ser declarada judicialmente (algo que en principio será necesario cuando la causa radique precisamente en la
imposibilidad de adoptar el correspondiente acuerdo de disolución por paralización de los órganos sociales). Para ello
se atribuye a cualquier interesado la legitimación para solicitar la disolución judicial de la sociedad en caso de falta de
convocatoria de la junta solicitada, de imposibilidad de alcanzar un acuerdo o de adopción de una decisión contraria a
la disolución (art. 366.1 LSC). Los administradores no sólo están facultados para instar la disolución judicial, sino que
están obligados a hacerlo en un plazo de dos meses cuando el acuerdo de la junta sea contrario a la disolución (salvo
que lo acordado sea, lógicamente, la remoción de la causa) o cuando el acuerdo no pudiera ser logrado (art. 366.2
LSC). La disolución judicial ha de tramitarse según lo previsto en la Ley 15/2015 de la Jurisdicción Voluntaria (art. 125 y
ss.).
c) Por último, con el fin de reforzar la efectividad de este régimen legal y de impeler a los administradores a adoptar las
medidas necesarias para su cumplimiento, el sistema se completa con una previsión que reviste una extraordinaria
importancia práctica: la imposición a los administradores que incumplan cualquiera de los deberes legalmente
impuestos (esto es, convocar la junta general en el plazo de dos meses cuando concurra una causa de disolución y, en
caso de que la junta no adopte el correspondiente acuerdo, solicitar la disolución judicial) de una responsabilidad
solidaria por las deudas sociales posteriores al acaecimiento de la causa de disolución (o, de ser posterior, a la fecha
de aceptación del cargo de administrador, como precisa el art. 367 LSC, en la redacción dada por la Ley 16/2022). No
se trata aquí de un supuesto de responsabilidad por daños, como en el caso de las acciones de responsabilidad que
pueden ejercitarse contra los administradores que de forma dolosa o negligente produzcan un perjuicio al patrimonio
de la sociedad o al de socios o terceros (art. 236 y ss. LSC). Se trata por el contrario de una sanción o pena de carácter
civil que se impone a los administradores por el hecho de incumplir los deberes que la Ley les atribuye ante la
concurrencia de una causa de disolución, consistente en hacerles personalmente responsables de las deudas de la
propia sociedad. La responsabilidad nace, pues, por el simple incumplimiento de estas obligaciones legales, sin que los
acreedores tengan que justificar o probar ninguna otra circunstancia adicional (como podría ser la causación de un
daño, la insuficiencia patrimonial de la sociedad, o la relación de causalidad entre la conducta de los administradores y
el posible perjuicio padecido, al modo de las acciones ordinarias de responsabilidad).
Aunque esta responsabilidad de los administradores se vincule al incumplimiento de cualquier causa legal o
estatutaria de disolución, su importancia se manifiesta fundamentalmente en los supuestos de pérdidas graves que
reduzcan el patrimonio neto por debajo de la mitad del capital social [art. 363.1. d) LSC]. Y es que esta responsabilidad
opera como un importante mecanismo de tutela de los acreedores sociales, que pueden dirigirse así contra los
administradores de sociedades insolventes o con graves pérdidas económicas que sigan operando en el tráfico sin
adoptar las medidas precisas para lograr la disolución o la remoción de la situación de desbalance (o que no soliciten
oportunamente la declaración de concurso o preconcurso, en su caso). Cabría decir, por ello, que esta norma opera
como un instrumento preconcursal, que aspira a garantizar que las sociedades se disuelvan mientras mantengan un
patrimonio suficiente para hacer frente a todas sus deudas (mientras el capital cuente con una cobertura patrimonial,
aunque sea parcial) y a evitar, en consecuencia, que acaben deslizándose hacia una situación irreversible de
insolvencia.
La sanción se impone a todos aquellos que integren el órgano de administración de la sociedad en el momento en que
la junta debió ser convocada o la disolución judicial instada, salvo a los que prueben que el incumplimiento del deber
no les es imputable. Además, esta responsabilidad por las deudas sociales tiene carácter ilimitado y solidario (entre los
propios administradores y en relación con la sociedad), aunque sólo alcanza a las obligaciones sociales que sean
posteriores a la concurrencia de la causa legal de disolución (v. art. 367.2 LSC, que traslada a los administradores la
carga de probar que las deudas reclamadas son de fecha anterior al acaecimiento de la causa de disolución o, en su
caso, a la aceptación de su nombramiento).
Por lo demás, al igual que la obligación de los administradores de convocar junta general decae –lo hemos visto–
cuando la sociedad esté en situación concursal o preconcursal, esta responsabilidad por las deudas sociales tampoco
rige si en el referido plazo de dos meses los administradores hubieran solicitado la declaración de concurso de la
sociedad o el inicio de negociaciones con los acreedores para aprobar un plan de reestructuración (art. 365.3 LSC).
5. EFECTOS DE LA DISOLUCIÓN
El hecho de que existan varias formas de disolución no implica –como vimos– que los efectos de ésta varíen en cada caso. Y
es que la disolución, cualquiera que sea el modo en que se produzca, comporta como principal efecto –y sin solución de
continuidad– la apertura del período de liquidación (art. 371.1 LSC).
Además, dado que –como vimos– la extinción de la sociedad sólo tiene lugar al cierre del proceso de liquidación, la
sociedad disuelta sigue subsistiendo y mantiene su personalidad jurídica (art. 371.2 LSC), con todos los atributos que le son
propios (domicilio, denominación, autonomía patrimonial, etc.). Pero aunque la sociedad subsista con su personalidad
durante el período de liquidación, no dejan de operarse en ella ciertos cambios de orden interno: a) la actividad social,
consistente en la explotación o desarrollo de una empresa, se suspende para dejar paso a una actividad puramente
liquidatoria, centrada en la realización de las operaciones que permitan conseguir la liquidación y posterior extinción de la
sociedad; la sociedad debe por tanto tender a abandonar el ejercicio del objeto social, aunque en rigor éste no desaparece
ni se sustituye; b) se modifica la estructura orgánica de la sociedad: los administradores son sustituidos por los
liquidadores, quienes como órgano de administración y de representación de la sociedad en liquidación asumen la totalidad
de sus funciones (arts. 374 y 375 LSC); en cuanto a la junta general, se mantiene inalterada como órgano social y queda
encargada de acordar lo que convenga al interés común en relación con la marcha de la liquidación (art. 371.3 LSC); c) por
último, se mantiene sustancialmente el régimen de la contabilidad social, pues en caso de que la liquidación se prolongue
por un plazo superior al previsto para la aprobación de las cuentas anuales, los liquidadores quedan obligados a presentar a
la junta dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio dichas cuentas anuales, junto a un informe pormenorizado
sobre el estado de la liquidación (art. 388.2 LSC).
La disolución también produce –como veremos– algunos efectos en relación a los socios: el derecho a participar en el
reparto de las ganancias sociales se sustituye por el derecho a participar en el patrimonio resultante de la liquidación. Pero
la disolución –a diferencia del concurso de acreedores– no modifica la posición jurídica de los acreedores sociales: no hace
exigibles las deudas sociales no vencidas, no extingue ni modifica los contratos que vinculen a la sociedad con terceros y no
priva a los acreedores de los medios ordinarios de protección de sus derechos.
6. LA REACTIVACIÓN DE LA SOCIEDAD DISUELTA
Dado que la sociedad disuelta subsiste durante el período de liquidación, es posible que aquélla decida revocar la
disolución y retornar a la vida activa para continuar con el ejercicio de las actividades propias de su objeto social. Pero las
condiciones de validez de esta posible reactivación no son comunes para cualquier supuesto de disolución, al depender en
gran medida de la forma en que ésta se haya producido.
Antes que nada, la posibilidad de que una sociedad salga del estado de liquidación para reanudar su actividad comercial se
excluye en las hipótesis de disolución de pleno derecho, como sería el caso del cumplimiento del término de duración fijado
en los estatutos (o en el supuesto de las sociedades declaradas en concurso, cuando se produzca la apertura de la fase de
liquidación). La imposibilidad de acordar la reactivación en estos supuestos (que declara expresamente el art. 370.1 LSC) se
deriva del peculiar rigor de esta forma de disolución, que produce sus efectos de forma automática y al margen de la propia
voluntad de la sociedad.
Y en las demás formas de disolución, en las que se admite una posible reactivación, ésta debe cumplir un conjunto de
requisitos, que establece el art. 370.1 LSC. El primero va referido a la desaparición de la causa de la disolución, de tal forma
que el propio acuerdo de reactivación debe adoptar, cuando sea procedente, las medidas necesarias para su remoción; así,
cuando la sociedad se disuelva por acuerdo de la junta general, la causa de disolución dejará de actuar si este acuerdo se
revoca con otro posterior tomado con los mismos requisitos legales; y si la disolución se deriva de la concurrencia de una
causa legítima de carácter legal o estatutario, la reactivación exigirá que previamente desaparezca o se elimine dicha causa
(v. gr., modificación del objeto social en caso de conclusión de la empresa, adopción de un acuerdo de aumento o de
transformación cuando la disolución provenga de la existencia de pérdidas que hayan reducido el patrimonio por debajo de
la mitad del capital social, etc.). En segundo lugar, la posibilidad de acordar la reactivación queda sujeta a un límite
temporal, pues sólo se permite mientras no haya comenzado el pago de la cuota de liquidación a los socios; en caso
contrario, la sociedad habría dispuesto ya del patrimonio resultante de la liquidación en favor de los socios y el derecho de
éstos sería irreversible. Y, por último, se exige también que el patrimonio contable de la sociedad que se reactiva no sea
inferior al capital social, con el fin de garantizar la integridad o cobertura patrimonial de éste en el momento en que la
sociedad retorna a su vida activa.
La cuestión más importante que suscita la reactivación es, con todo, la relativa a la tutela de los socios disconformes. A
estos efectos, la Ley reconoce expresamente –como vimos– el derecho de separación a los socios que no hayan votado a
favor del acuerdo [arts. 346.1.c) y 370.3 LSC], con el fin de que sus expectativas de obtener la cuota de liquidación no se
vean frustradas por una reactivación acordada sin su aquiescencia. Además, también se reconoce una protección a los
acreedores sociales, que podrán oponerse al acuerdo de reactivación en las mismas condiciones que en los supuestos de
reducción del capital (art. 370.4 LSC).
II. LA LIQUIDACIÓN
1. CONCEPTO DE LIQUIDACIÓN
La liquidación de la sociedad disuelta comprende la realización de las operaciones necesarias para satisfacer íntegramente a
los acreedores sociales y, en su caso, repartir el patrimonio resultante entre los socios, al objeto de conseguir así la
extinción de la propia sociedad. La liquidación es un procedimiento que comprende un conjunto de operaciones materiales
y jurídicas encaminadas a dicho fin (procedimiento de liquidación societaria que no debe confundirse con la liquidación
concursal que el texto refundido de la Ley Concursal prevé como una posible solución del concurso del acreedor insolvente,
alternativa al convenio, que se rige por sus propias reglas). Pero es también un estado jurídico, que se inicia con la
disolución y que acaba con la inscripción en el Registro Mercantil de la extinción de la sociedad, durante el cual ésta queda
sujeta a un régimen especial en relación al período de vida activa; y es que aunque la sociedad disuelta subsista con su
misma personalidad jurídica, la modificación que padece en su fin social comporta numerosos cambios tanto en el orden
interno como en el externo (y de ahí que las sociedades disueltas deban incluir en su denominación la expresión «en
liquidación» –art. 371.2 LSC–, con el fin de dar a conocer este hecho a los terceros).
2. LA FIGURA JURÍDICA DE LOS LIQUIDADORES
Los liquidadores son el órgano de gestión y de representación de la sociedad disuelta, y ocupan una posición jurídica
semejante a la de los administradores durante el período de vida social activa. Con la disolución, estos últimos cesan en sus
cargos (art. 374 LSC) y son sustituidos por los liquidadores, que asumen así las funciones gestoras y representativas de la
sociedad que resultan necesarias para llevar a cabo las operaciones de liquidación (art. 375 LSC).
De hecho, al margen de las diferencias que puedan existir entre ambos órganos por causa de la diversa situación de la
sociedad que gestionan, la similitud sustancial de sus respectivas funciones lleva incluso a la Ley a extender el régimen legal
de los administradores a los liquidadores, en todo aquello que no se encuentre expresamente previsto y que no sea
incompatible con su especial naturaleza (art. 375.2 LSC).
En particular, el órgano de liquidación podrá adoptar las distintas estructuras o formas de organización que se permiten
para los administradores, pudiendo consistir por tanto en un liquidador único, en varios liquidadores con facultades
conjuntas o solidarias, o en un órgano colegiado, que adopte sus decisiones por mayoría.
3. NOMBRAMIENTO Y CESE DE LOS LIQUIDADORES
La designación de las personas que hayan de ocupar el cargo de liquidador puede estar regulada en los estatutos, que
podrían prever una designación nominal o per relationem (v. gr., nombramiento como liquidadores de quienes sean
administradores al tiempo de la disolución, de los socios de mayor antigüedad, etc.) o establecer las condiciones subjetivas
que deberían reunir (por ej., que sean socios o profesionales de la auditoría). A falta de previsión estatutaria, la regla es que
el nombramiento de los liquidadores corresponde a la junta general, que en su caso debería ser aquella que acuerde la
disolución (arts. 376.1 LSC).
Pero estas previsiones básicas se completan con otra que trata de prevenir la posibilidad de que la designación no se realice
por cualquiera de estos dos modos y, por tanto, una posible situación de vacío en el órgano de liquidación. De esta forma, a
falta de nombramiento por los estatutos o por la junta, se prevé con carácter supletorio la conversión automática en
liquidadores de quienes fueran administradores de la sociedad al tiempo de la disolución (art. 376.1 LSC), sin necesidad de
ningún requisito especial de designación o de aceptación.
Además, con carácter general se contempla también la posibilidad de solicitar del secretario judicial o del registrador
mercantil del domicilio social la convocatoria de una junta general para el nombramiento de los liquidadores, en los
supuestos en que el órgano de liquidación existente quede inoperativo por cualquier motivo (art. 377.1 LSC), y hasta la
posibilidad de solicitar de dichos profesionales la designación cuando ésta no sea realizada por la junta (art. 377.2 LSC).
En principio, el nombramiento como liquidador se hace por tiempo indefinido y dura hasta la extinción de la sociedad, salvo
que los estatutos dispongan otra cosa (art. 378 LSC). Pero con independencia del período de nombramiento, y en clara
analogía con lo previsto para los administradores, el hecho de que los liquidadores ocupen un cargo de estricta confianza
permite que puedan ser separados o destituidos en cualquier momento por la junta general, que podría adoptar el acuerdo
sin necesidad de que concurra ninguna causa concreta y aunque la separación no figure en el orden del día (art. 380.1 LSC).
Estas causas generales de cese de los liquidadores se completan con otra específica, que en esencia trata de evitar que el
período de liquidación pueda prolongarse durante un período de tiempo excesivo. De esta forma, cuando transcurran tres
años desde la apertura de la liquidación sin que se someta a la junta general la aprobación del balance final de liquidación
(aprobación que, como veremos, cierra las operaciones liquidatorias), se faculta a cualquier socio o persona con interés
legítimo para solicitar del secretario judicial o del registrador mercantil la separación de los liquidadores (art. 389 LSC); en
estos casos, el juez debería acordar el cese cuando estime que no existen motivos que justifiquen la dilación y, al mismo
tiempo, proceder al nombramiento de unos nuevos liquidadores.
4. FUNCIONES DE LOS LIQUIDADORES
Como en el caso de los administradores, las funciones de los liquidadores son de dos clases: funciones de mera gestión
referidas al orden interno de la sociedad, y funciones de representación que afectan a la esfera externa de la sociedad y sus
relaciones con terceros. Todas estas funciones, en todo caso, están preordenadas al interés final de los socios y acreedores
de la sociedad disuelta, consistente en la realización de las oportunas operaciones de liquidación de las relaciones jurídicas
pendientes, la división y distribución del patrimonio resultante entre los socios y la cancelación final de los asientos
registrales de la sociedad.
En concreto, corresponde a los liquidadores la representación de la sociedad en todo aquello que sea necesario para los
fines de la liquidación (art. 379 LSC). Esta representación legal –similar a la que corresponde a los administradores– implica
que los liquidadores deben considerarse investidos de las más amplias facultades representativas para la realización de
todos los actos que sean precisos para el desarrollo de las operaciones de liquidación. Por ello, y en consonancia también
con la configuración legal del poder de representación de los administradores, cabe entender incluso que la sociedad
quedará obligada frente a los terceros de buena fe por los actos de los liquidadores que excedan de su ámbito de
representación (v. gr., realización de operaciones nuevas que no vengan requeridas por la liquidación), al margen de la
posible responsabilidad de éstos en el orden interno.
En lo que hace a las modalidades de atribución del poder de representación entre los integrantes del órgano de liquidación,
la regla es que el mismo se atribuye individualmente a cada liquidador, con independencia de cuál sea la estructura
adoptada por el órgano, y salvo disposición contraria de los estatutos (art. 379.1 LSC); de esta forma, lógicamente, se
pretende agilizar la realización de las operaciones de liquidación, atribuyendo a cada uno de los liquidadores las facultades
precisas para su válida realización. Como ocurre también con los administradores, la representación legal de los
liquidadores no excluye la posibilidad de servirse al tiempo de formas de representación voluntaria, cuando la sociedad
confiera apoderamientos aislados a cualquier persona para la realización de actos concretos dirigidos a facilitar la
realización de la liquidación.
Por lo demás, en la sociedad anónima es posible que la labor de los liquidadores en el ejercicio de sus funciones sea objeto
de fiscalización por parte de interventores, cuyo nombramiento puede realizarse por el secretario judicial o por el
registrador mercantil del domicilio social a instancia de accionistas que representen más de un 5 por 100 del capital social o
del 3 por 100 en las sociedades cotizadas (arts. 381.1 y 495.2 LSC) o, en su caso, por el Gobierno, cuando se trate de
liquidaciones que afecten a patrimonios cuantiosos o a un gran número de accionistas y obligacionistas o que por cualquier
otro motivo revistan una especial importancia (art. 382 LSC). Estos interventores tendrán una misión de vigilancia
permanente y están facultados para fiscalizar la actuación de los liquidadores, ocupando una posición similar a la de un
órgano de control durante el período de liquidación.
5. LAS OPERACIONES DE LA LIQUIDACIÓN
Las operaciones de liquidación comprenden tanto actuaciones orientadas a la conservación del patrimonio de la sociedad
durante el estado de liquidación, como otras de carácter dispositivo que tratan fundamentalmente de facilitar la posterior
distribución del eventual haber sobrante entre los socios, una vez saldadas todas las relaciones jurídicas pendientes. Estas
operaciones pueden sintetizarse como sigue:
A) Conservación del patrimonio y llevanza de la contabilidad . Como los liquidadores reciben los bienes sociales con la
finalidad de repartirlos entre los socios previa satisfacción de los acreedores, la primera obligación que les corresponde
es la de velar por la integridad y conservación del patrimonio social durante el período de liquidación (art. 375.1 LSC).
Aunque esta actividad de los liquidadores tenga que ser esencialmente conservativa, es claro que habrá de desarrollarse
de acuerdo con unos elementales criterios de dinamismo y de eficiencia empresarial, con el fin de evitar cualquier
menoscabo en el valor del patrimonio.
Además, como complemento de esta labor conservativa del patrimonio se encuentra la obligación de los liquidadores
de llevar la contabilidad de la sociedad (art. 386 LSC). De hecho, la sociedad sigue obligada durante el período de
liquidación a llevar una contabilidad ordenada, adecuada a la actividad desarrollada y que permita un seguimiento
cronológico de sus operaciones (art. 25.1 C. de C.), lo que exige que todos los actos propios de la liquidación tengan
necesariamente su oportuno reflejo contable.
Este deber legal se manifiesta antes que nada en la obligación de los liquidadores de confeccionar un inventario y un
balance inicial de la sociedad al tiempo de comenzar la liquidación (art. 383 LSC). Mientras que el inventario tiene como
finalidad establecer la relación de todos los bienes, valores y efectos que quedan confiados a los liquidadores, el balance
–balance inicial o de apertura de la liquidación– deberá reflejar la situación económica de la sociedad al inicio del
período liquidatorio.
Y en los supuestos en que la liquidación se prolongue por un plazo superior al previsto para la aprobación de las cuentas
anuales, los liquidadores quedan obligados a presentar a la junta general dentro de los seis primeros meses de cada
ejercicio las cuentas anuales de la sociedad, junto a un informe pormenorizado sobre el estado de la liquidación (art.
388.2 LSC). Estas cuentas anuales deberán elaborarse de conformidad con las reglas generales aunque con las
adaptaciones que vengan impuestas por las especiales características del periodo de liquidación, por lo que habrán de
reflejar con exactitud la situación contable de la empresa de acuerdo con el valor de realización de sus activos
(prescindiendo pues del criterio de «empresa en funcionamiento»).
B) Conclusión de operaciones pendientes y realización de las nuevas que sean necesarias para la liquidación . Los
liquidadores deben concluir las operaciones iniciadas y no terminadas al tiempo de disolverse la sociedad, pues el hecho
de que ésta entre en liquidación no interrumpe ni afecta de ningún modo a la ejecución y desarrollo de los contratos
que estén en curso (a diferencia –como veremos– de lo que ocurre en la liquidación concursal, que produce efectos
sobre los contratos en vigor). Pero además, los liquidadores pueden también concertar operaciones nuevas, cuando
sean necesarias para la liquidación (art. 384 LSC). Esta facultad debe interpretarse por principio en sentido amplio,
admitiendo la posible realización de cualquier operación nueva que, desde una perspectiva económica, facilite o agilice
de cualquier modo la liquidación de la sociedad. En el límite, cabe admitir incluso la posibilidad excepcional de que los
liquidadores continúen ejercitando el objeto social de forma provisional, cuando ello sea necesario para los fines de una
mejor liquidación (v. gr., cuando se pretenda realizar una transmisión de la empresa o cuando por cualquier motivo
resulte muy gravosa una cesación brusca de actividades).
C) Cobro de los créditos y pago de las deudas sociales . Con el fin de formar la masa o patrimonio que será objeto de
distribución entre los socios, los liquidadores deben proceder al cobro de los créditos que la sociedad tenga contra
terceros (art. 385.1 LSC), utilizando para ello todos los medios que el Derecho ofrece. En el caso de la sociedad anónima,
la labor de cobro se extiende también a los propios accionistas en relación a los desembolsos que puedan tener
pendientes, aunque solamente cuando éstos sean necesarios para satisfacer a los acreedores (art. 385.2 LSC).
En conexión con esta labor de cobro, los liquidadores deben proceder también al pago de las deudas de la sociedad (art.
385.1 LSC), considerando que las mismas no sufren ninguna modificación –en su integridad o vencimiento– por el hecho
de la liquidación. Cuando se trate de deudas vencidas, deberán satisfacerse por los liquidadores sin sujeción a orden ni
prelación alguna, del mismo modo que durante el período de vida social activa. Y en el supuesto de que se trate de
deudas no vencidas, es claro que la sociedad no puede imponer a los acreedores un reembolso anticipado (aunque
obviamente siempre podría negociarlo); pero en este caso, para evitar que la subsistencia de créditos contra la sociedad
pueda demorar excesivamente la conclusión de la liquidación, se admite la posibilidad de que los liquidadores procedan
a consignar el importe de dichos créditos en una entidad de crédito (art. 391.2 LSC), con el fin de que el proceso
liquidatorio pueda continuar sin esperar al vencimiento de las deudas.
D) Enajenación de los bienes sociales. El verdadero núcleo de la liquidación, y la principal manifestación de la actividad
de carácter dispositivo de los liquidadores, consiste en la enajenación por éstos de los bienes sociales (art. 387 LSC).
Todos los bienes integrantes del patrimonio social (muebles e inmuebles, derechos de propiedad industrial, efectos
mercantiles, etc.) podrán ser realizados, con el fin de convertirlos en numerario y de facilitar así la posterior labor de
división del haber social entre los socios. En todo caso, y al margen de la posibilidad de acordar una cesión global del
activo y del pasivo (v. Lec. 25, núm. 19), esta enajenación de los bienes no constituye propiamente una obligación, pues
siempre sería posible –como veremos– que todo o parte del patrimonio social fuese objeto de una división en especie
entre los socios.
En relación con la sociedad anónima, el legislador exigió tradicionalmente que la enajenación de los bienes inmuebles
se hiciera por medio de subasta pública. Pero esta exigencia terminó siendo derogada, no sólo por la mayor complejidad
procedimental de la subasta, sino también porque esta no siempre garantiza la obtención de las mejores condiciones
económicas. En consecuencia, tanto en la sociedad anónima como en la limitada los liquidadores podrán servirse del
procedimiento que consideren más adecuado para enajenar los bienes inmuebles, al igual que los restantes bienes
sociales, con el fin en particular de tratar de maximizar el precio de venta.
E) Comparecer en juicio y concertar transacciones y arbitrajes . Se trata de una manifestación de las facultades
representativas de los liquidadores, que pueden tanto comparecer en juicio para la defensa de la sociedad como
concertar transacciones y arbitrajes (art. 379.3 LSC), cuando ello convenga a los intereses sociales y a los fines de la
liquidación.
6. LA INSOLVENCIA DE LA SOCIEDAD DURANTE LA LIQUIDACIÓN
Al realizar las operaciones de liquidación, los liquidadores adquirirán un claro conocimiento de la situación económica de la
sociedad y podrán comprobar si ésta dispone de patrimonio suficiente para satisfacer todas las deudas que tenga
contraídas. De no ser así, cuando adviertan que la sociedad se encuentra en estado de insolvencia por no poder cumplir
regularmente sus obligaciones, los liquidadores deberán instar la declaración de concurso de acuerdo con las reglas
generales (art. 3.1.II TRLC), dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que hubieran conocido o debido conocer dicho
estado (art. 5.1 TRLC). En caso contrario, de incumplirse este deber, el concurso podría ser calificado como culpable (art.
444.1.º TRLC), con la consiguiente posibilidad de que los liquidadores quedaran sujetos a las correspondientes sanciones
legales (v. art. 455.2 TRLC).
Declarado el concurso, la regla es que los liquidadores continúan desempeñando sus funciones, aunque sujetos –de
acuerdo con el régimen general– a las medidas de suspensión o de intervención por los administradores concursales que
pueda acordar el juez (art. 106 TRLC). Pero de producirse la apertura de la fase de liquidación dentro del procedimiento
concursal, se verifica automáticamente el cese de los liquidadores, que serán sustituidos entonces por la administración
concursal (art. 413.3 TRLC). En estos casos, como vimos, lo característico es que la liquidación debe realizarse, no de
acuerdo con el régimen societario, sino de conformidad con el procedimiento de liquidación que regula el propio texto
refundido de la Ley Concursal (art. 406 y ss.).
7. LA APROBACIÓN POR LA JUNTA DE LAS OPERACIONES DE LIQUIDACIÓN: EL BALANCE FINAL
Una vez terminadas las operaciones de liquidación, los liquidadores están obligados a redactar un balance final, un informe
completo sobre dichas operaciones y un proyecto o propuesta de división del haber social entre los socios, que deben
someter a la aprobación de la junta general (art. 390.1 LSC).
El balance final de liquidación en realidad no constituye un verdadero balance, sino una cuenta de cierre que deberá
reflejar con exactitud y claridad el estado patrimonial de la sociedad tras la realización de las distintas operaciones de
liquidación. Y el proyecto de división del activo no deja de ser como un apéndice del balance final, pues extrae las
consecuencias que se derivan de éste para realizar una propuesta de división del patrimonio remanente entre los socios.
Por su parte, el informe completo de los liquidadores sobre las operaciones que hayan realizado busca ofrecer a los socios
una rendición de cuentas y una explicación detallada de la gestión llevada a cabo.
Dada la importancia del acuerdo de la junta general que apruebe estos documentos y, con ellos, la propia liquidación
realizada, se reconoce la posibilidad de los socios disconformes – pero no de los terceros, que deberían servirse de sus
medios de defensa ordinarios– de impugnarlo, de acuerdo con el régimen ordinario de impugnación de acuerdos sociales
(art. 390.2 LSC, que fija sin embargo a estos efectos un plazo de caducidad de dos meses, más reducido que el plazo general
de un año -o de tres meses en las sociedades cotizadas- que rige para la impugnación de los acuerdos sociales, para evitar
sin duda impugnaciones tardías que pudiesen comprometer o demorar la extinción de la sociedad).
8. DIVISIÓN DEL PATRIMONIO ENTRE LOS SOCIOS Y CUOTA DE LIQUIDACIÓN
Una vez extinguidas las relaciones jurídicas con los terceros, la sociedad puede proceder a la división del patrimonio
resultante entre los socios. El principal presupuesto sustantivo para acordar este reparto, en todo caso, consiste en la
necesidad de satisfacer previamente a todos los acreedores o, cuando menos, de consignar o asegurar el importe de sus
créditos (art. 391.2 LSC), ya que sólo entonces existiría un verdadero remanente patrimonial de libre disposición. Pero,
además, para el reparto se exige también que transcurra el término de impugnación del balance final (art. 394.1 LSC), con
el fin de garantizar la firmeza jurídica del acuerdo aprobatorio de la junta; de ahí que este plazo pueda evitarse cuando la
aprobación del balance final y de la división del activo se realice con el voto unánime de todos los socios, pues en este caso
no habría por regla ninguna persona legitimada para ejercitar una posible acción impugnatoria.
En principio, la fijación de la cuota de liquidación correspondiente a cada socio debe hacerse en proporción a su respectiva
participación en el capital. Pero esta regla tiene un simple carácter dispositivo, al ser posible que los estatutos prevean
privilegios para determinadas acciones o participaciones, que podrían tener derecho a una mayor cuota de liquidación o
una preferencia para ser reembolsadas con anterioridad a cualquier otra (art. 392 LSC). Al margen de la libertad de los
estatutos para configurar el contenido de estos privilegios, un ejemplo de privilegio legal se encuentra en las acciones o
participaciones sin voto que pueden emitir las sociedades anónimas y limitadas, que entre otras cosas confieren a su titular
el derecho en caso de liquidación de la sociedad a obtener el reembolso del valor desembolsado con anterioridad a la
distribución de cualquier otra cantidad al resto de las acciones o participaciones (art. 101 LSC). En la propia sociedad
anónima, además, en la que pueden existir acciones que no estén íntegramente liberadas, la distribución a los socios debe
hacerse descontando esta circunstancia, con el fin de ajustar las cantidades repartidas en función de la aportación que haya
sido efectivamente realizada por cada accionista (art. 392.2 LSC).
Por lo demás, aunque la cuota de liquidación se conciba en principio como el derecho a una suma de dinero, debe
admitirse –como vimos– la posibilidad de realizar una división in natura o en especie. Pero esta posibilidad se condiciona
legalmente al acuerdo unánime de todos los socios (art. 393.1 LSC), al margen de que los estatutos también pueden
reconocer el derecho de los socios a obtener en sede de liquidación –bajo ciertas cautelas legales– la restitución de las
aportaciones no dinerarias que hayan podido realizar o la entrega de cualquier otro bien social (art. 393.2 LSC).
9. LA EXTINCIÓN DE LA SOCIEDAD. ACTIVO Y PASIVO SOBREVENIDOS
Una vez satisfecha la cuota de liquidación a los socios, los liquidadores deben otorgar la escritura pública de extinción de la
sociedad (art. 395 LSC), en la que en esencia deben recogerse todos los presupuestos que permiten poner de manifiesto la
regularidad –cuando menos formal– del proceso de liquidación. Esta escritura debe entonces inscribirse en el Registro
Mercantil, en el que deben depositarse también los libros y documentación de la sociedad (art. 396 LSC). Y es con la
cancelación de los asientos registrales de la sociedad cuando se produce propiamente la extinción de ésta, sin que sea
posible una posterior reapertura de la liquidación ni siquiera en los casos en que la extinción no haya ido precedida de una
liquidación real de la totalidad de las relaciones jurídicas mantenidas por la sociedad.
En efecto, una vez cancelada la sociedad, es posible que existan activos y pasivos sobrevenidos, cuando aparezcan bienes
no repartidos o deudas que hayan quedado sin satisfacer. Pero ni siquiera en estos casos, que obviamente denotan la
comisión de defectos u omisiones en la liquidación, se permite la reapertura de ésta, pues el legislador ha dispuesto otras
medidas que salvaguardan la consolidación de la liquidación y extinción de la sociedad. Así, cuando aparezcan bienes que
no hayan sido objeto de reparto, los liquidadores deberán adjudicar a los antiguos socios la cuota adicional que les
corresponda, en su caso previa enajenación de los bienes y su conversión en dinero (art. 398 LSC). Y en caso de pasivos
sobrevenidos, cuando lo que existan sean deudas no satisfechas, se prevé la responsabilidad frente a los acreedores de los
antiguos socios hasta el límite de la cantidad que hubieran recibido como cuota de liquidación (art. 399 LSC), sin que se
obligue por tanto a aquéllos a solicitar la anulación de las operaciones de liquidación y de la consiguiente cancelación de la
sociedad. Adicionalmente, además, los acreedores podrían ejercitar también una acción de responsabilidad por daños
contra los liquidadores (art. 397 LSC), considerando que la existencia de pasivos sobrevenidos podría ser indicativa de una
negligencia en el ejercicio de sus funciones.
Al margen del régimen general, existe también un supuesto de extinción de la sociedad que es característico de la
normativa concursal. En efecto, cuando la sociedad haya sido declarada en concurso de acreedores y el procedimiento
concluya por liquidación o por inexistencia de bienes y derechos de la sociedad concursada, la propia resolución judicial
que declare la conclusión del concurso acordará la extinción de la sociedad y la cancelación de sus asientos registrales (art.
485 TRLC).
LECCIÓN 27 LAS SOCIEDADES COTIZADAS
Sumario: I. Noción, significado y régimen jurídico 1. Concepto y relevancia 2. Elementos del régimen de las sociedades
cotizadas
II. Especialidades de la junta general 1. Consideración general. El reglamento de la junta 2. Convocatoria de la junta 3.
Celebración de la junta, participación de los accionistas y derecho de información 4. Votación de acuerdos, acciones de lealtad
y asesores de voto
III. El consejo de administración 1. Especialidades normativas y reglas de buen gobierno 2. Competencias 3. El nombramiento
de los consejeros 4. Clases de consejeros 5. Las comisiones del consejo 6. Los cargos del consejo 7. La remuneración de los
consejeros
IV. Especialidades en materia de aumento de capital y obligaciones convertibles 1. Significado general 2. Aumentos de capital
A. Derecho de suscripción preferente B. Ejecución y aumento incompleto C. Las acciones rescatables 3. Obligaciones
convertibles
V. Instrumentos de información 1. Página web 2. Informes de gobierno corporativo y de remuneraciones de consejeros 3.
Información sobre operaciones vinculadas 4. El régimen de publicidad de los pactos parasociales VI. Las Sociedades Cotizadas
con Propósito para la Adquisición (SPACs)
I. CONSIDERACIONES GENERALES
Al lado de las formas sociales contempladas en los capítulos anteriores, hemos de contar también con las tradicionalmente
consideradas como sociedades de base mutualista. El Código de Comercio no regula ciertamente estas entidades, pero no
deja de referirse a dos viejos tipos de sociedades de base mutualista: las sociedades cooperativas y las mutualidades de
seguros (art. 124). Junto a ellas cabe incluir también la sociedad de garantía recíproca incorporada a nuestro ordenamiento
por el Real Decreto-ley 15/1977, de 25 de febrero.
Todas estas sociedades ofrecen unos rasgos comunes: el ejercicio y desarrollo de la empresa social, tiene como finalidad
propia la satisfacción de determinadas necesidades comunes a todos los socios; como consecuencia de ello son sociedades
de capital variable que permiten la entrada y salida de los socios, sin necesidad de acudir a los correspondientes
procedimientos de modificación de los estatutos sociales. De otro lado – como hemos de ver–, presentan características
especiales en relación con la posición jurídica de sus socios dentro de la estructura social. Por lo demás, pueden
considerarse próximas a estas formas sociales las sociedades laborales, reguladas hasta ahora por la Ley 4/1997, de 24 de
enero, derogada por la vigente Ley 44/2015, de 14 de octubre, de sociedades laborales y sociedades participadas, pues si
bien carecen de una base mutualista realizan también una función de promoción social. Hoy día estas sociedades se
integran junto con otras, calificadas también como entidades de «economía social» dentro del concepto de economía
social, y, sin perjuicio de su regulación específica se incluyen en el marco general de la nueva Ley 5/2011, de Economía
Social, de 29 de marzo, cuya finalidad fundamental es la de determinar las medidas de fomento a favor de estas entidades
en consideración a los fines y principios que les son propios.
Se trata, en todo caso, de entidades que realizan una actividad económica y empresarial, pero cuyas reglas de
funcionamiento vienen determinadas por unos principios orientadores que responden a la primacía de la persona y del
objeto social sobre el capital, la adhesión voluntaria y abierta, el control democrático por sus integrantes, conjunción de los
intereses de las personas usuarios y el interés social, aplicación de los principios de solidaridad y responsabilidad, y el
destino de los excedentes a la consecución de fines de interés social.
II. LAS SOCIEDADES COOPERATIVAS
1. SIGNIFICADO, CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
Las sociedades cooperativas tienen un reconocimiento específico en nuestro ordenamiento, en nuestra propia Constitución,
como instrumentos de promoción social. Pero de otro lado, es importante señalar que al haber asumido todas las
Comunidades Autónomas (con la salvedad de las Ciudades autonómicas de Ceuta y Melilla) competencia exclusiva en esta
materia, se trata de una forma especial de empresario social regulada por diferentes leyes autonómicas. Es más, en este
momento, prácticamente todas las Comunidades Autónomas han aprobado ya su propia Ley; de ahí que, no obstante su
limitado ámbito de aplicación (art. 2), la Ley estatal de Cooperativas, de 16 de junio de 1999, haya de servir de punto de
referencia básico en el examen de esta forma social frente a esa pluralidad legislativa autonómica. Es oportuno, a este
respecto saber que en el Ministerio de Justicia, a través de una Ponencia especial, dentro de la Sección de Derecho
Mercantil de la Comisión General de Codificación, se ha elaborado una Propuesta de Ley General para las sociedades
cooperativas en nuestro país, cuya justificación y fundamentación en su Exposición de Motivos puede ser cuando menos
interesante.
Estamos, por otro lado, ante una Ley que, si bien no supera plenamente ciertas deficiencias de técnica jurídica, ofrece
importantes innovaciones en su tratamiento positivo. La Ley estatal de la Sociedad Cooperativa, en efecto, no sólo ha
tratado de incorporar este tipo de sociedad a los cambios introducidos por las Directivas comunitarias en materia de
sociedades, sino que intenta favorecer su consolidación económica, abriendo por primera vez estas sociedades a nuevas
formas de captación de recursos patrimoniales en el mercado financiero; así sucede con la nueva figura de las
«participaciones especiales», y las llamadas partes sociales con voto propias de las llamadas cooperativas mixtas, que
podrán emitirse en serie para negociarse en el mercado de valores; y así sucede también con la propia figura de los «socios
colaboradores», o con el reconocimiento expreso de la fusión o la transformación de la sociedad cooperativa en otras
formas sociales, rompiendo con el criterio tradicional de su reconocimiento en el ámbito exclusivamente cooperativo. El
régimen de financiación de las sociedades cooperativas se ha flexibilizado últimamente a través de la Ley de 27 de abril de
2015, de fomento de la financiación empresarial, que modificando la Ley de Sociedades Cooperativas, establece que por
acuerdo del consejo rector, salvo disposición contraria de los estatutos, la sociedad podrá emitir obligaciones. Así mismo, el
consejo rector, podrá también acordar, cuando se trate de emisiones en serie, la admisión de financiación voluntaria de los
socios o de terceros no socio bajo cualquier modalidad jurídica y con los plazos y condiciones que se establezcan. La
emisión de obligaciones se regirá por el Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por Real Decreto
Legislativo 1/2010, de 2 de julio, con las adaptaciones que resulten necesarias.
En materia de concepto, la Ley define este tipo de sociedad de una manera descriptiva, señalando un doble dato: por un
lado, su significado como entidad al servicio del «movimiento cooperativo», desarrollado a través del asociacionismo
cooperativo (título III de la Ley), cuya promoción, difusión, formación, inspección y control se encomienda
fundamentalmente al Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social; y, por otro lado, estableciendo que la sociedad
cooperativa, capaz de organizar y desarrollar cualquier actividad económica lícita, se constituye por personas que se
asocian en régimen de adhesión y baja voluntaria para la realización de actividades empresariales encaminadas a satisfacer
sus necesidades económicas y sociales, con estructura y funcionamiento democrático, conforme a los principios de la
Alianza Cooperativa Internacional (art. 1.1 de la Ley).
Entendida en estos términos, tres son los principios fundamentales que caracterizan a la sociedad cooperativa: a) el
principio de puerta abierta, que se hace efectivo a través de la técnica del capital variable y que en buena medida ha sido
atemperado con las modificaciones que sobre la constitución del capital social ha establecido la disposición adicional cuarta
de la Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su
armonización con base en las normas de la Unión Europea y que se ha proyectado sobre el derecho del socio al reembolso
en caso de baja de la sociedad; b) el principio de fundamentación no capitalista de la condición de socio; y c) el principio de
autogobierno, gestión, y control democrático. Mas estas características no excluyen su calificación como sociedades
mercantiles. Así lo prevé el artículo 124 del Código de Comercio para las cooperativas que desarrollen actividades con
terceros; pero, además, y con carácter general, cabe señalar que de acuerdo con su propia regulación la sociedad
cooperativa realiza una actividad de empresa integrada en las reglas del mercado y en sus esquemas de rentabilidad y
competitividad, sometida al estatuto del empresario mercantil a través de las normas que establecen y regulan su deber de
contabilidad y su sumisión antes de la generalización del concurso a los procedimientos de suspensión de pagos y quiebra.
En cuanto se refiere a las clases de cooperativas, la Ley establece una clasificación extensa y no cerrada, algo que viene a
representar la proyección del movimiento cooperativo sobre los distintos sectores de la actividad económica (art. 6);
añadamos que algunas de esas cooperativas, como sucede con las cooperativas de crédito y las de seguros, están sometidas
a una regulación específica. De otro lado, las cooperativas pueden ser de primero y segundo grado, estando estas últimas
constituidas por al menos dos cooperativas, y pudiendo integrarse también en ellas en calidad de socios otras personas
jurídicas públicas o privadas, incluso empresarios individuales (art. 77).
2. CONSTITUCIÓN DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
De acuerdo con lo que dispone la Ley estatal (art. 7), la sociedad cooperativa se constituye a través de un proceso de
fundación simultánea, en escritura pública otorgada por todos los promotores y que deberá inscribirse en el Registro de
Cooperativas llevado por el Ministerio de Trabajo y asuntos sociales, cuyo Reglamento ha sido aprobado por Real Decreto
136/2002, de 1 de febrero. A partir de ese momento, la sociedad adquiere su personalidad jurídica y su calificación como
sociedad cooperativa, de la que podrá ser privada por las causas y a través del procedimiento previsto en la propia Ley (art.
116, debe tenerse en cuenta, no obstante que los artículos 114 y 115 relativos al régimen de infracciones y sanciones han
sido derogados por el Texto Refundido de la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social, aprobado por Real
Decreto Legislativo 5/2000, de 4 de agosto). Las cooperativas de crédito y las de seguros deberán además inscribirse en el
Registro Mercantil (arts. 254 a 258 RRM). Para la constitución de una sociedad cooperativa son necesarios al menos tres
socios si se trata de una cooperativa de primer grado y dos si es de segundo grado (art. 8).
3. POSICIÓN JURÍDICA DE LOS SOCIOS DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
Las características de la sociedad cooperativa explican las peculiaridades propias de la condición de socio, tanto por lo que
se refiere a la forma en que se establece la relación socio-sociedad, como en cuanto atañe al contenido de la condición de
socio.
Por lo que se refiere a la forma en que se entabla la relación del socio con la sociedad, cabe señalar como característica
específica que dada la función social de la sociedad cooperativa, no sólo es necesario que los socios reúnan determinadas
condiciones objetivas y subjetivas en función de la actividad que constituye el objeto social, sino que se produce también
una especial relación de subordinación del socio a la sociedad; hasta tal punto que a través de los acuerdos sociales se le
pueden imponer nuevas obligaciones (art. 14.4 de la Ley), quedando incluso sometido al poder disciplinario de la sociedad
(art. 18).
En cuanto atañe al contenido de la posición del socio, sus obligaciones y derechos, cabe destacar, como característica
específica, que el socio no sólo está obligado a efectuar el desembolso de sus aportaciones sociales, sino que está obligado
también a desarrollar una amplia colaboración en la vida económica y corporativa de la sociedad. Por lo que se refiere a sus
derechos, enumerados en el artículo 16 de la Ley, ofrecen las características siguientes: en primer lugar, la igualdad de los
derechos políticos expresada fundamentalmente (no obstante sus limitaciones) en el conocido principio general de «un
hombre, un voto»; en segundo lugar, las peculiaridades de sus derechos económicos que vienen dadas, tanto por las
especialidades que ofrece la aplicación de los llamados excedentes como por el singular reparto del retorno cooperativo
(forma especial de participación en los beneficios de la sociedad), como, en fin, por la forma especial y limitada en que se
prevé la participación del socio en la adjudicación del haber social; en tercer lugar, el derecho del socio a participar en la
actividad económica cooperativizada de la sociedad y la especial relevancia que se concede al derecho de información del
socio, así como el no menos importante derecho a la baja voluntaria del socio afectado de forma relevante por la ya citada
modificación de la Ley. Cerremos esta apretada referencia a sus obligaciones y derechos señalando, aunque no se trate de
una característica especial del tipo, que tal como se configura la sociedad cooperativa en nuestra Ley los socios no
responden personalmente de las deudas sociales.
La Ley prevé que al lado de los socios puedan existir también los llamados socios colaboradores, sean personas físicas o
jurídicas. Estos socios colaboradores, que han venido a sustituir a la figura de los asociados prevista en la Ley anterior,
constituyen una vía para estimular la aportación de recursos económicos a la sociedad; de ahí la peculiaridad de su
situación dentro de la cooperativa, en la que se les reconoce una integración mayor en su condición de socios que lo que
tradicionalmente se les permitía a los asociados. Sus aportaciones no podrán exceder, sin embargo, del 45 por 100 del total
de las aportaciones al capital social, ni la totalidad de votos de esta categoría de socios podrá superar el 35 por 100 del total
de votos en los órganos sociales.
4. ESTRUCTURA ORGANIZATIVA DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
Las sociedades cooperativas desarrollan su actividad interna y externa a través de cuatro órganos sociales:
a) La asamblea general. Es el órgano supremo de expresión de la voluntad social, cuyos acuerdos se imponen a todos los
socios, incluso a los disidentes, y a los que no hayan participado en la reunión. Está regulada por normas paralelas a las
que se establecen para la convocatoria, constitución, funcionamiento, impugnación de acuerdos y clases de juntas
generales en las sociedades mercantiles de capital, aunque con características propias.
La asamblea general presenta, en efecto, peculiaridades que derivan de la necesidad de hacer efectivo el principio de
máxima democratización y participación activa del socio en la vida social. Conviene advertir también que frente al poder
tradicionalmente más amplio de la asamblea general, su regulación actual establece que únicamente podrá tomar
acuerdos obligatorios en materias que la propia Ley no considere competencia exclusiva de otros órganos. En esta
misma línea, es de destacar que la asamblea general funciona con arreglo al principio de un hombre un voto; por lo
demás, se establece un riguroso régimen de limitaciones al ejercicio del voto por representación, y se consagran unos
quórum mínimos de asistencia y de votación para determinados acuerdos (arts. 25, 26, 27 y 28). Característica peculiar
de estas sociedades es, asimismo, la existencia de las llamadas asambleas generales de delegados, previstas en
atención a que pueden darse circunstancias que dificulten la presencia de todos los socios en la asamblea general y que
aconsejan su celebración por medio de delegados (art. 30).
b) El consejo rector. Es el órgano al que corresponde el gobierno, gestión y representación de la sociedad cooperativa. En
las sociedades cooperativas con un número de socios inferior a diez, este órgano podrá tener carácter unipersonal,
atribuyéndose todas las competencias y funciones de gestión y representación de la sociedad a un administrador único,
que habrá de ser persona física y tener la condición de socio. En materia de representación, ha de tenerse en cuenta
además que la Ley establece expresamente que, en todo caso, las facultades representativas del consejo rector se
extienden a todos los actos relacionados con las actividades de la cooperativa, sin que surtan efecto frente a terceros las
limitaciones que en cuanto a ellos pudieran contener los estatutos (art. 32).
En consonancia con las peculiaridades de este tipo de sociedades, y lo que tradicionalmente han sido las características
propias del consejo rector (integrado por consejeros socios y retribuidos en función de los resultados sociales), la Ley
actual da también un paso más de flexibilización hacia planteamientos de mayor apertura, permitiendo, dentro de
ciertos límites, el nombramiento como consejeros de personas cualificadas y expertos aunque no ostenten la condición
de socios, y la posibilidad de que los consejeros no socios sean retribuidos en la forma y con arreglo a los criterios
previstos en los estatutos de la sociedad. Siguiendo la línea del autogobierno propio de estas sociedades, se prevé, no
obstante, que los socios están obligados a aceptar los cargos sociales [art. 15.2. d)], prohibiendo a los consejeros que se
hagan representar en el consejo (art. 36.2). Por otro lado, se establece la posibilidad de que los estatutos sociales
reserven determinados puestos de vocales para su designación por determinados colectivos de socios, e incluso se
reconoce la presencia de un vocal en representación de los trabajadores, cuando el número de esos trabajadores sea
superior a cincuenta y esté constituido el comité de empresa (art. 33).
La Ley recoge una regulación detenida, tanto sobre el funcionamiento del consejo, como sobre la duración, revocación y
renovación del cargo de consejero, previéndose el mismo régimen de responsabilidad para los consejeros de la sociedad
cooperativa que el establecido en la Ley de Sociedades de Capital para los administradores de estas sociedades (art. 43).
Siguiendo de cerca lo previsto para las sociedades de capital, se regula también el régimen de impugnación de los
acuerdos del consejo rector (art. 37).
c) Los interventores. Las funciones de fiscalización de la sociedad cooperativa, en el caso de que no esté obligada a auditar
las cuentas, corresponden a los interventores, que tienen, además de otras funciones que les confieran la Ley o los
estatutos, la función específica consistente en la censura de las cuentas anuales (art. 38). El número de interventores,
que en principio deberán ser socios, será el establecido en los estatutos y nunca superior al de miembros del consejo.
Los interventores quedan sometidos al mismo régimen de responsabilidad que los consejeros, con la diferencia
importante de que su responsabilidad no tiene carácter solidario (art. 43).
d) El comité de recursos. En caso de que esté previsto en los estatutos, las cooperativas podrán constituir un comité de
recursos, que tramitará y resolverá los recursos contra las sanciones a los socios y los demás supuestos en los que así lo
prevean la Ley o los estatutos (art. 44).
5. RÉGIMEN ECONÓMICO Y CONTABLE
Aunque en la sociedad cooperativa el capital social carece del significado jurídico que tiene en las sociedades capitalistas
como instrumento de organización corporativa y económica de la sociedad, no deja por ello de tener importancia jurídica:
la sociedad cooperativa debe determinar en los estatutos sociales su cifra de capital mínimo, que deberá estar totalmente
desembolsado, y su disminución puede ser causa de disolución de la sociedad (art. 45, modificado por la disp. ad. cuarta de
la Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su armonización
con base en la normativa de la Unión Europea).
El capital social de la sociedad cooperativa está integrado por las aportaciones obligatorias y por aportaciones voluntarias
de los socios, incluso por las ya mencionadas participaciones especiales. Las aportaciones obligatorias representan la
aportación mínima al capital social para poder adquirir la condición de socio, distinguiéndose después de la modificación
que ha sufrido la ley entre aportaciones con derecho a reembolso en caso de baja del socio y aportaciones cuyo reembolso
en caso de baja del socio será decidido libremente por el Consejo Rector. Ha de advertirse, no obstante, que las
aportaciones al capital social no son las únicas prestaciones que el socio puede estar obligado a realizar a la sociedad; los
estatutos sociales o, en su caso, la asamblea general pueden establecer igualmente el pago de cuotas que no integran el
capital social (art. 52).
La sociedad cooperativa, como toda sociedad mercantil, está obligada a formular sus cuentas sociales y a llevar una
contabilidad ordenada y adecuada a su actividad, que se regirá por los principios más generales establecidos en la
anteriormente citada Ley de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable. La contabilidad de la
sociedad cooperativa está sometida a las normas generales de contabilidad establecidas en el Plan General de Contabilidad
aprobado por Real Decreto 1514/2007, de 16 de diciembre, y a las especiales que establece su propia Ley, debiendo llevar
además de los libros sociales establecidos en ella, el de inventarios y cuentas anuales y el diario, y los libros especiales
exigidos para cada clase de cooperativas. Todos estos libros sociales y contables deberán ser previamente diligenciados por
el Registro de Sociedades Cooperativas, en el que deberán depositarse y publicarse las cuentas anuales (art. 60 de la Ley y
arts. 27 y 28 del RRSC).
Características propias del régimen económico de la sociedad cooperativa son las siguientes:
1) La distinción entre los resultados de la actividad cooperativizada con los socios y los resultados extracooperativos
derivados de su actividad con terceros (art. 57.3).
2) La necesidad de destinar en primer lugar los excedentes o beneficios de la sociedad, en la forma y porcentajes
establecidos, a la constitución de un fondo de reserva obligatorio y un fondo de educación y promoción, que serán
irrepartibles entre los socios (art. 58.1).
3) El hecho de que el llamado retorno cooperativo (es decir, los excedentes y beneficios disponibles que la asamblea
general decida repartir entre los socios en cada ejercicio económico), se distribuirá en proporción a las actividades
cooperativizadas que cada socio realice con la cooperativa y no a sus aportaciones al capital social (art. 58.3 y 4). Se
presenta también con características propias el régimen de imputación y satisfacción de las pérdidas sociales que se
establece en la Ley (art. 59).
6. MODIFICACIÓN DE LOS ESTATUTOS SOCIALES. TRANSFORMACIÓN, FUSIÓN Y ESCISIÓN DE LA SOCIEDAD
De especial interés son igualmente todos aquellos aspectos de la vida social que introducen modificaciones en su estructura
y exceden de lo que puede considerarse su funcionamiento normal. Éste es el caso de la modificación de los estatutos, y de
aquellas otras figuras más complejas como son la transformación, la fusión o la escisión, que ofrecen ciertas peculiaridades
en este tipo social, y que han sido respetadas por la Ley de 3 de abril de 2009 sobre modificaciones estructurales de las
sociedades mercantiles (art. 2 párrafo segundo de dicha Ley).
En lo que toca a la modificación de estatutos, la Ley realiza únicamente una regulación fragmentaria, destacando tres
aspectos fundamentales: primero, que cualquier modificación de los estatutos sociales se hará constar en escritura pública
que se inscribirá en el Registro de Cooperativas, concediéndose un derecho de separación a los socios cuando la
modificación consista en un cambio de clase de cooperativa (art. 11.3); segundo, que la modificación debe ser decidida por
la asamblea general a través de un acuerdo adoptado por mayoría de dos tercios de los votos presentes o representados
(art. 28.2); y tercero, que será competencia del consejo rector la modificación de estatutos que consista en el cambio de
domicilio social dentro del mismo término municipal (art. 32.1).
En relación con las otras figuras más complejas como son la transformación, la fusión y la escisión de la sociedad, cabe
señalar con carácter general, y como dato relevante, el cambio de posición de la nueva Ley, ya que mientras con
anterioridad estas figuras solamente se habían venido reconociendo, salvo algunas excepciones, dentro de un proceso de
integración entre sociedades que actuaran en un ámbito cooperativo o mutualista, ahora el giro ha sido total. La nueva Ley
prevé claramente las fusiones mixtas, declarando que las sociedades cooperativas podrán fusionarse con sociedades civiles
o mercantiles de cualquier clase siempre que no haya una norma legal que lo prohíba (art. 67). Por otro lado, cualquier
sociedad, asociación o agrupación económica que no tenga carácter cooperativo puede transformarse en sociedad
cooperativa, y las sociedades cooperativas pueden transformarse en sociedades civiles y mercantiles de cualquier clase, sin
que sea necesaria su disolución y la creación de otra nueva sociedad.
Por lo que se refiere a estos procesos especiales, su regulación específica se realiza en la Ley de acuerdo con las normas
generales y las garantías formales y sustanciales establecidas para la sociedad anónima o para la sociedad de
responsabilidad limitada, con aquellas peculiaridades que supone la intervención en ellas de una sociedad cooperativa. Se
trata de especialidades que afectan fundamentalmente al régimen de las mayorías exigidas, al derecho de separación que
en estas sociedades se concede también a los socios en los supuestos de fusión y de escisión, y al destino que habrá que
dar, en su caso, a aquellos fondos patrimoniales que como los propios de la reserva obligatoria, el fondo de educación y
cualquier otro fondo o reserva que estatutariamente esté establecido, no sean repartibles entre los socios.
7. DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
Estas materias están reguladas en la Ley con un sistema de normas claramente inspiradas en las que rigen para las
sociedades anónimas. Cabe destacar, no obstante, estos tres aspectos generales: 1.º La formulación de las causas de
disolución se adapta a las características y finalidades propias de estas sociedades (art. 70.1). 2.º Se prevé expresamente la
posibilidad de reactivación de la sociedad cooperativa en liquidación (art. 70.5). 3.º Se somete a unas normas especiales el
reparto del haber social. Estas normas especiales suponen una importante modificación respecto de la regulación
tradicional de estas sociedades, permitiendo a los socios, por la vía de la liquidación del haber social, participar en los
resultados de la gestión social de forma más flexible que la permitida en la legislación anterior (art. 75).
Finalizada la liquidación, la Ley prevé que los liquidadores otorguen la escritura de extinción de la sociedad en los términos
establecidos en ella. La referida escritura se inscribirá en el Registro de Sociedades Cooperativas, debiendo solicitar los
liquidadores la cancelación de los asientos registrados (art. 76).
8. LA SOCIEDAD COOPERATIVA EUROPEA DOMICILIADA EN ESPAÑA
En la consideración de la sociedad cooperativa es imprescindible hacer una referencia a la sociedad cooperativa europea
con domicilio en España, regulada por la Ley 3/2011, de 4 de marzo, sobre la sociedad cooperativa europea domiciliada en
España, considerándose como tal aquella cooperativa europea cuya administración central se encuentre dentro del
territorio español. Esta regulación responde a la necesidad de ofrecer una adaptación del régimen de la Sociedad
Cooperativa Europea (SCE) a la legislación española. El Estatuto de la sociedad cooperativa europea, dentro de la política
general de la Comunidad Europea de ofrecer instrumentos jurídicos adecuados que permitan facilitar el desarrollo de
actividades transfronterizas, lo que ha pretendido ha sido dotar a las sociedades cooperativas de una forma jurídica de
alcance europeo que se base en principios comunes pero que tenga en cuenta las características especiales de estas
sociedades y que les permita actuar fuera de sus fronteras nacionales en todo o en parte del territorio de la comunidad. A
esta idea responde el Reglamento (CE) n.º 1435/2003 del Consejo, de 22 de julio de 2003, que regula los aspectos
societarios de la sociedad cooperativa europea, y la Directiva 2003/72/(CE) del Consejo, de 22 de julio de 2003, que
contempla la implicación de los trabajadores en la sociedad cooperativa europea. La Directiva fue transpuesta a nuestro
derecho interno por la Ley 31/2006, de 18 de octubre, sobre implicación de los trabajadores en las sociedades anónimas y
cooperativas europeas; pero el Reglamento, aunque de aplicación directa, remite en varios aspectos al desarrollo de la
legislación aplicable por la que corresponda al Estado miembro de que se trate, lo que hacía necesaria la correspondiente
adaptación, y a ello responde la Ley sobre Sociedad cooperativa Europea con domicilio en nuestro país.
Con carácter general cabe decir que se ha elaborado un texto normativo que respeta la estructura específica de la sociedad
cooperativa en nuestro país, con competencia atribuidas a las comunidades autónomas, manteniendo como norma
específica única, respecto de todo el derecho europeo, la de la principalidad de la actividad cooperativa en la determinación
de la legislación interna aplicable. Por otra parte se reconoce la competencia del Registro Mercantil en materia de
inscripción de la sociedad cooperativa europea con domicilio en España y se establece la necesidad de cooperación con los
registros de cooperativas competentes.
III. SOCIEDADES MUTUAS DE SEGUROS
1. CONCEPTO, CARACTERÍSTICAS Y CLASES: MUTUAS Y SOCIEDADES DE PREVISIÓN SOCIAL
Las sociedades mutuas de seguros constituyen una forma especial de organizar la empresa de seguros; de acuerdo con su
carácter mutualista, esa especialidad supone que se asegura a sus propios socios, quienes contribuyen a su financiación.
Están reguladas en los artículos 41 y 43 de la nueva Ley 20/2015, de 14 de julio, de Ordenación, Supervisión y Solvencia de
las entidades aseguradoras y reaseguradoras, como lo han estado en el Texto Refundido de la Ley de Ordenación y
Supervisión de los Seguros Privados de 2004 y su Reglamento, distinguiendo, en atención a su diferente objeto social, entre
mutualidades de previsión social y mutuas de seguros en sentido propio.
Unas y otras sociedades mutuas están sometidas a distinta regulación, pero unas y otras tienen unas características
comunes. En efecto, fundadas ambas sociedades en el principio de ayuda mutua, y carentes de ánimo de lucro, sus socios
ostentan la doble condición de socios y asegurados, lo que determina una doble relación asociativa y aseguradora. Por otro
lado, su estructura jurídica responde, como sucedía con las sociedades cooperativas, a unas características propias. Se trata
de sociedades que están sometidas al principio de igualdad de derechos y obligaciones de sus socios, sin que puedan
establecerse privilegios, organizándose su estructura sobre la base del principio «un hombre un voto». En la medida en que
desarrollan una actividad aseguradora, ambas sociedades están sometidas también a los requisitos generales que establece
la legislación mercantil de sociedades: constitución en escritura pública e inscripción en el Registro Mercantil (art. 28 de la
nueva Ley y art. 254 RRM), todo ello con independencia de su necesaria autorización administrativa y la inscripción de la
sociedad en el correspondiente registro administrativo.
Las mutualidades de previsión social se caracterizan por ejercer una actividad aseguradora de carácter voluntario,
complementaria al sistema de la seguridad social obligatoria, dentro de un ámbito y unos límites de cobertura que pueden
superar, si están autorizadas para ello, con el cumplimiento de determinadas garantías financieras, señalándose, también,
que aquellas mutualidades de previsión social que se encuentran reconocidas como alternativas a la Seguridad Social, en la
disposición adicional decimoquinta de la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros
Privados, ejercen además una modalidad aseguradora alternativa al alta en el Régimen Especial de la Seguridad Social de
los trabajadores por cuenta propia o autónomos. Las características generales de las mutualidades de previsión social están
reguladas en los artículos 43, 44 y 45 de la nueva Ley de Ordenación, Supervisión y Solvencia.
Las mutualidades de previsión social presentan como característica propia, tal como se reconoce en el artículo 43 de la
nueva Ley, el hecho de que en ellas, dentro de ciertos límites, al lado de los socios mutualistas, puede haber personas o
entidades que no son destinatarios de sus prestaciones, pero son titulares de ciertos derechos y obligaciones.
Las mutuas de seguros en sentido propio se reconocen en la Ley de Ordenación, Supervisión y Solvencia como una forma
social de ejercicio de la actividad aseguradora por entidades privadas. Estas sociedades están reguladas junto con las
cooperativas de seguros en los artículos 41 y 42 de la mencionada Ley. El artículo 41 establece que las mutuas de seguros
son sociedades mercantiles sin ánimo de lucro, que tienen por objeto la cobertura a los socios, sean personas físicas o
jurídicas, de los riesgos asegurados mediante una prima fija pagadera al comienzo del periodo en riesgo. Las mutuas podrán
constituir grupos mutuales conforme a los requisitos que reglamentariamente se establezcan.
IV. SOCIEDADES DE GARANTÍA RECÍPROCA
1. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS
Estas sociedades constituyen un tipo social de creación relativamente reciente. Introducidas en nuestro ordenamiento por
el Real Decreto-ley 15/1977, de 25 de febrero, su marco legal vigente está establecido en la Ley 1/1994, de 11 de marzo,
junto con el Real Decreto 2345/1996, de 8 de noviembre.
Se trata de sociedades integradas por pequeños y medianos empresarios individuales o sociales, que se asocian para buscar
mayores posibilidades de financiación a través de garantías o avales prestados a sus socios por la propia sociedad, que
además puede proporcionarles también servicios de asistencia y asesoramiento financiero. Ha de advertirse que la eficacia
real de la función económica propia de estas sociedades se hace efectiva a través de un sistema de reafianzamiento de las
mismas en el que participa la Administración pública; esa actividad se lleva a cabo a través de las llamadas sociedades de
reafianzamiento, cuya finalidad es precisamente la de reforzar la solvencia de las sociedades de garantía recíproca. La nueva
Ley de Fomento a la Financiación Empresarial ha flexibilizado también el régimen de la financiación prestada por estas
sociedades eliminando formalidades, y ha fortalecido la garantía de los avales de refinanciación, previendo además que
podrá constituirse hipoteca de máximo a favor de las sociedades de garantía recíproca.
De acuerdo con su propia función económica, se explica que la propia Ley califique a estas sociedades como entidades
financieras sometidas al registro, control, vigilancia e inspección del Banco de España (arts. 1 y 66); es más, las propias
reglas de contabilidad de estas sociedades se aproximan a las previstas para las entidades de crédito, así lo dispone el
artículo 4 del Real Decreto 2345/1996, de 8 de noviembre, relativo a las normas de autorización administrativa y requisitos
de solvencia de estas sociedades, estando prevista su regulación específica por la Orden EHA/327/2009, de 26 de mayo,
sobre normas especiales para la elaboración, documentación y presentación de la información contable de las sociedades
de garantía recíproca. De ahí también el significado especial que en estas sociedades tiene el patrimonio social como
garantía de terceros, algo que se hace efectivo a través de una serie de disposiciones como son fundamentalmente las
siguientes: las que sometiendo el capital social a unos principios semejantes a los que se siguen para las sociedades
anónimas, resaltan su función de retención de valores en el activo; las que prevén la necesidad de que la sociedad
constituya un fondo de provisiones técnicas, y todas aquellas normas que, limitando el reparto de beneficios, someten a
control la distribución de las reservas de libre disposición y aquellas otras que para garantizar un mínimo de solvencia de
estas sociedades regulan la composición de sus recursos propios y el régimen de los mismos. Así como también las
exigencias que la reciente Ley de fomento a la financiación ha establecido, exigiendo que todos los miembros del consejo
de administración de estas sociedades sean personas de reconocida honorabilidad comercial y profesional, posean
conocimientos y experiencia adecuados para ejercer sus funciones y estén en disposición de ejercer el buen gobierno de la
entidad. Honorabilidad, conocimiento y experiencia que deberán concurrir también en sus directores generales y
asimilados, así como en los responsables de las funciones de control interno y de las personas que ocupen puestos clave
para el ejercicio diario de la actividad de la entidad. La valoración de esta idoneidad se someterá a los procedimientos
establecidos con carácter general para las entidades de crédito, y las propias sociedades establecerán los procedimientos
adecuados para llevar a cabo la selección y la evaluación continuada. De otro lado, cabe señalar que las sociedades de
garantía recíproca constituyen un tipo social en el que, por una parte, el capital social, el régimen de responsabilidad de sus
socios y la estructura y funcionamiento de sus órganos sociales se rigen por normas semejantes a las de las sociedades
anónimas; y, por otra parte, que respecto de la posición de los socios prevalece su carácter mutualista.
Ese carácter mutualista de las sociedades de garantía recíproca se pone de manifiesto en las finalidades propias de estas
sociedades, bien alejadas de la obtención de un beneficio repartible entre los socios. Al propio tiempo, se da en ellas la
nota de variabilidad de su capital social, algo que permite la continua incorporación y separación de socios como una forma
clara de hacer efectiva su finalidad social. Es importante también la proclamación como principio general de la igualdad de
derechos de todas las participaciones sociales y un régimen de representación en la junta general en el que sólo se admite
la representación por medio de otro socio, a la vez que se ponen limitaciones al número de representaciones y a los votos
delegados. Característica propia de estas sociedades es igualmente el hecho de que en ellas aparece como dato esencial
que los socios partícipes de la sociedad son al propio tiempo clientes exclusivos de la misma; doble condición de socio y
cliente que se refleja en la estructura de las relaciones sociales y que la Ley tiene buen cuidado de que no se proyecte de
forma abusiva sobre el régimen de los avales y de las garantías que prestan.
Las sociedades de garantía recíproca, en cuya denominación social debe figurar necesariamente la indicación de «sociedad
de garantía recíproca», o bien la abreviatura SGR, se constituirá mediante escritura pública que se inscribirá en el Registro
Mercantil, debiendo acompañar para ello la correspondiente autorización del Ministerio de Economía y Empresa (art. 13).
V. SOCIEDADES LABORALES Y SOCIEDADES PARTICIPADAS
1. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS
Las sociedades laborales no son ciertamente, como ya se ha dicho, sociedades de base mutualista, pero –como ya hemos
indicado– responden también a una finalidad de promoción social.
Nacidas en los años 70 como una vía alternativa al autoempleo colectivo por parte de los trabajadores, tuvieron su
reconocimiento en el artículo 129.2 de la Constitución y reguladas hasta el momento por la Ley 4/1997, de 24 de marzo,
que las configuró como sociedades que pueden adoptar la forma de sociedad anónima o de responsabilidad limitada con
un régimen especial para facilitar el acceso de los trabajadores de la empresa social a la titularidad del capital social, es
preciso señalar que aunque con esta ley se logró un avance importante en su regulación, desde hace tiempo se ha venido
poniendo de manifiesto la urgencia de su actualización normativa, para lograr su necesaria adaptación a las últimas
reformas de las sociedades de capital, en cuya estructura se integran, y por supuesto para que puedan servir mejor y de
forma más útil a las necesidades promocionales que ellas deben cubrir. A esta idea responde su nueva regulación en la Ley
4/2015, de 14 de octubre, cuya finalidad fundamental en relación con la regulación anterior ha sido la de flexibilizar y
favorecer al máximo los requisitos especiales que deben cumplir estas sociedades para facilitar su utilización como
instrumento del autoempleo colectivo.
La Ley establece una serie de requisitos que se han exigido siempre pero que han sido parcialmente remodelados y que son
constitutivos de la calificación de estas sociedades como laborales. Estos requisitos se refieren al concepto mismo de
sociedad laboral, a la constitución del capital social y a la formación de un fondo especial de reserva.
En primer lugar, por lo que se refiere al concepto de sociedad laboral, en su artículo 1, la Ley define a las sociedades
laborales como aquellas sociedades anónimas y de responsabilidad limitada que cumplan los requisitos siguientes:
– que al menos la mayoría del capital social sea propiedad de los trabajadores que presten en la sociedad servicios
retribuidos de forma personal y directa en virtud de una relación laboral por tiempo indefinido.
– que ninguno de los socios sea titular de acciones o participaciones que representen más de la tercera parte del capital
social; salvo que la sociedad se constituya inicialmente con dos socios con contrato por tiempo indefinido, en la que
tanto el capital social como los derechos de voto estén distribuidos al cincuenta por ciento, y con la obligación de
ajustarse al límite establecido anteriormente en el plazo 36 meses; o salvo que se trate de socios entidades públicas, de
participación mayoritariamente pública, entidades no lucrativas o de la economía social, en cuyo caso su participación
podrá superar el límite fijado sin alcanzar el cincuenta por ciento.
– que el número de horas-año trabajadas por los trabajadores con contrato por tiempo indefinido que no sean socios, no
sea superior al cuarenta y nueve por ciento del conjunto global de horas-año trabajadas en la sociedad laboral por el
conjunto de los trabajadores. Se excluye del cómputo el trabajo realizado por los trabajadores con cualquier clase de
discapacidad igual o superior al treinta y tres por ciento. Si los límites no fueran alcanzados, se dan unos plazos en la Ley
con sus consiguientes prórrogas para lograrlos.
En segundo lugar, por lo que se refiere al capital social de la sociedad laboral, habrá de estar dividido en acciones
nominativas o en participaciones, que tendrán todas el mismo valor nominal y conferirán los mismos derechos económicos
sin que sea válida la creación de acciones o participaciones sin derecho de voto.
Las acciones y participaciones se dividirán en dos clases, las que sean propias de los trabajadores cuya relación laboral sea
por tiempo indefinido, y que constituyen las acciones o participaciones correspondientes a «la clase laboral», y las restantes
que constituyen «la clase general». La propia sociedad laboral podrá ser titular de acciones de una y otra clase.
En tercer lugar, por lo que se refiere a la reserva especial, la sociedad deberá constituir una reserva propia de estas
sociedades, a parte de las legales o estatutarias. Esta reserva se dotará con el diez por ciento del beneficio líquido de cada
ejercicio hasta alcanzar al menos una cifra superior al doble del capital social. Dicha reserva solo podrá destinarse a la
compensación de pérdidas, en el caso de que no existan otras reservas disponibles para este fin, y a la adquisición por la
sociedad de sus propias acciones o participaciones que deberán ser enajenadas a favor de los trabajadores de la sociedad
con contrato indefinido.
La calificación de sociedad laboral corresponde al Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social o a las
Comunidades Autónomas que hayan recibido el correspondiente traspaso de funciones y servicios (RD 2114/1998, de 2 de
octubre) y se inscribirá en un registro de sociedades laborales creado a efectos administrativos en dichos organismos. La
sociedad gozará de personalidad jurídica desde su inscripción en el Registro Mercantil, aunque para la inscripción en este
registro como sociedad laboral deberá aportarse el certificado que acredite su calificación como tal y su inscripción en el
registro administrativo correspondiente. Ha de advertirse que la calificación de una sociedad como laboral podrá solicitarse
tanto si es de nueva constitución, como si se trata de una sociedad anónima o limitada ya constituida, entendiéndose en
este caso que no hay transformación, ni se aplicarán las normas de la transformación.
En la denominación de estas sociedades deberá figurar la indicación «sociedad anónima laboral», «sociedad limitada
laboral», o «sociedad de responsabilidad limitada laboral» o sus abreviaturas «SAL» «SLL» o «SRL».
Cabe señalar, finalmente, en cuanto a su régimen jurídico, que las peculiaridades en la regulación de estas sociedades se
proyectan de una manera especial sobre el régimen propio de la transmisión de las acciones y de las participaciones
sociales y sobre el ejercicio del derecho de suscripción preferente, así como también sobre la incidencia de la extinción de
la relación laboral del socio trabajador sobre la titularidad de sus acciones o participaciones. En todos estos supuestos la ley
realiza una regulación muy precisa, en la que tratando de no perjudicar la posición de los socios titulares de las acciones o
participaciones y por supuesto ofreciendo garantías sobre su valoración económica, trata de potenciar al máximo su
adquisición por parte de los trabajadores por tiempo indefinido que no sean socios de la sociedad.
Se trata de sociedades a las que se les atribuye un sistema especial de beneficios fiscales.
La Ley 44/2015 de 14 de octubre, ha regulado junto a las sociedades laborales las llamadas sociedades participadas por los
trabajadores. En este caso no puede decirse que se haya configurado una categoría especial de sociedades con algunos
rasgos estructurales, sino sencillamente de consagrar una política social de participación de los trabajadores en la empresa
social aunque no lleguen a los términos ya flexibilizados al máximo de las sociedades laborales. La idea es promover la
creación y el desarrollo de sociedades que presente una especial sensibilización hacia la participación del trabajo en la
empresa y hacia compromisos de igualdad de trato, inserción social y otros propios de la economía social.
Se trata de sociedades anónimas y de responsabilidad limitada que cuenten con trabajadores que tengan participación en
el capital o en los resultados de la sociedad, participación en los derechos de voto, o en la toma de decisiones de la
sociedad, y que adopten una estrategia que fomente la incorporación de los trabajadores a la condición de socios. Estas
sociedades serán reconocidas como tales por el Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social de acuerdo con el
procedimiento que se establezca.
LECCIÓN 30 UNIONES DE EMPRESAS Y GRUPOS DE SOCIEDADES
Sumario: I. Tipología de las vinculaciones entre empresas 1. Consideraciones generales 2. Uniones consorciales 3. Sindicatos y
cárteles 4. Alianzas estratégicas, comunidades de intereses y grupos de sociedades 5. Referencia a la joint venture o sociedad
conjunta
II. Significado general de los grupos de sociedades 1. La noción de grupo de sociedad: unidad doctrinal versus variedad legal 2.
Tipología básica de los grupos de sociedades 3. Función económica de los grupos de sociedades
III. Problemática jurídica de los grupos de sociedades 1. Planteamiento de la cuestión: el desfase entre el derecho de
sociedades y la realidad de los grupos de sociedades 2. La formación del grupo de sociedades y la protección de los
accionistas de la sociedad dominante 3. La protección de los socios externos de las sociedades filiales 4. Especial referencia al
régimen de las operaciones vinculadas intragrupo 5. La protección de los acreedores de las sociedades filiales 6. Referencia a
la consolidación contable