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LECCIÓN 22 LOS ÓRGANOS DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL (II).

LOS
ADMINISTRADORES
Sumario: I. El órgano de administración 1. Significado y estructura 2. Competencias 3. El nombramiento de los
administradores 4. La separación de los administradores 5. La retribución de los administradores 6. La función de
representación de la sociedad
II. El consejo de administración 1. Organización y funcionamiento 2. Delegación de facultades 3. Impugnación de acuerdos
III. Los deberes de conducta de los administradores 1. Significado 2. El deber de diligencia 3. El deber de lealtad
IV. La responsabilidad de los administradores 1. Presupuestos 2. La acción social de responsabilidad 3. La acción individual de
responsabilidad

I. EL ÓRGANO DE ADMINISTRACIÓN
1. SIGNIFICADO Y ESTRUCTURA
Además de la junta general, que es un órgano de carácter deliberativo y decisorio, la estructura corporativa de las
sociedades anónima y limitada se completa con el órgano de administración, que es el encargado de la gestión ordinaria de
la sociedad y de representarla en sus relaciones jurídicas con terceros. La actuación de los administradores se proyecta así
en un doble plano: en el orden interno, por ser el órgano encargado de administrar la sociedad, al que corresponde la
realización de los actos de gestión necesarios para el desarrollo de las actividades empresariales que constituyan el objeto
social; y en el orden externo, por tratarse del órgano facultado para intervenir en el tráfico jurídico por cuenta de la
sociedad, representándola y vinculándola en todos sus contratos y relaciones con terceros.
La Ley no configura el órgano de administración con una estructura rígida y predeterminada. Antes bien, con carácter
general faculta a las sociedades para optar entre varias formas alternativas (art. 210.1 LSC), con el fin de que cada sociedad
pueda decantarse por la configuración que mejor convenga a sus necesidades organizativas y funcionales en función de su
tamaño, de la complejidad de su actividad y de otros eventuales factores. Es posible así nombrar a un administrador único,
cuando el órgano de administración se encarna en una sola persona que en consecuencia concentra todas las facultades y
competencias del mismo. Cabe también designar a varios administradores solidarios, con facultades individuales de cada
uno de ellos para tomar decisiones y obligar a la sociedad de manera independiente entre sí. Lo contrario sucede cuando la
administración se atribuye a varios administradores con facultades conjuntas o mancomunadas, pues en este caso
cualquier acto requiere por principio el concurso y
acuerdo de todos ellos. Y, por último, es posible también que el órgano de administración revista la forma de un consejo de
administración, que es un órgano de carácter colegiado en el que las decisiones se adoptan por mayoría de sus miembros, y
que es característico de las sociedades de mayor tamaño y complejidad organizativa (en el caso específico de las sociedades
anónimas, la constitución del consejo es obligatoria cuando la administración se confíe de forma mancomunada a más de
dos personas –art. 210.2 LSC–, pero esta exigencia no opera para las sociedades limitadas, que por tanto podrían tener un
número mayor de administradores mancomunados).
Con carácter general, una sociedad debe optar expresamente en sus estatutos por una determinada estructura del órgano
de administración [art. 23. e) LSC], de tal modo que cualquier cambio posterior exigiría proceder a la correspondiente
modificación de aquéllos. Pero es posible también que los estatutos prevean al mismo tiempo distintos modos de
organización del órgano de administración (por ej., previendo dos, tres o incluso las cuatro formas legalmente previstas), en
cuyo caso la junta general estaría capacitada para optar alternativamente por cualquiera de ellos, sin necesidad por tanto
de proceder a una modificación estatutaria [art. 23. e) y, en relación con la sociedad limitada, art. 210.3 LSC].
Existen con todo algunas sociedades en las que no se reconoce esta libertad para configurar la estructura del órgano de
administración y en las que se impone la existencia de un consejo de administración. Este es el caso de numerosas
sociedades anónimas especiales que operan en sectores regulados, como las entidades aseguradoras o los bancos. Y lo
mismo ocurre singularmente con las sociedades cotizadas, que están obligadas a disponer en todo caso de un consejo de
administración (art. 529 bis.1 LSC), que se sujeta además –como veremos (v. lección 27.ª)– a numerosas especialidades
normativas. El consejo resulta en efecto la forma más compleja y articulada que puede revestir el órgano de administración,
pues garantiza que las labores de administración sean el resultado de un proceso de deliberación, confrontación e
integración del criterio de una pluralidad de consejeros. Pero además, la imposición del consejo de administración en las
sociedades más relevantes, aquellas que afectan a mayores círculos de intereses, es también un trasunto de la creciente
conversión del mismo en un órgano al que tienden a asignarse funciones, no tanto de gestión y administración, sino de
supervisión y control de los equipos directivos y ejecutivos de la sociedad.
2. COMPETENCIAS
En lo que se refiere a la competencia de los administradores, existen algunas facultades y deberes que la Ley les
encomienda directamente, como la de convocar las juntas generales, someter a éstas determinados informes y propuestas,
atender al ejercicio del derecho de información de los socios, formular las cuentas anuales, depositarlas en el Registro
Mercantil una vez aprobadas, etc.. Pero además, los administradores han de entenderse facultados con carácter general
para realizar todas aquellas actividades u operaciones que sean idóneas para el desarrollo de las actividades integrantes del
objeto social, tanto desde el punto de vista interno y organizativo de la empresa como de las actuaciones de ésta frente a
terceros en el mercado o tráfico económico.
La actividad de gestión de la empresa comprende tanto los actos que podrían considerarse de gestión corriente u ordinaria
como aquellos que por su trascendencia o excepcionalidad tengan un carácter extraordinario; pero en este ámbito, lo
hemos visto, las competencias de los administradores no son del todo excluyentes, por la posibilidad de que los estatutos
reserven a la junta determinadas decisiones de gestión, por la necesidad de someter las operaciones de disposición de los
denominados «activos esenciales» a la aprobación de la junta general [art. 160. f) LSC] y por la competencia general de ésta
para impartir instrucciones o para someter a autorización las decisiones de los administradores sobre determinados
asuntos de gestión (art. 161 LSC). En cambio, la función de representación de la sociedad en sus relaciones con terceros es –
sobre ello volveremos– una competencia exclusiva de los administradores, vedada a la junta general, de la que aquéllos no
pueden ser desposeídos en ningún caso.
3. EL NOMBRAMIENTO DE LOS ADMINISTRADORES
Así como los primeros administradores deben ser designados al constituirse la sociedad y figurar en la escritura fundacional
[art. 22.1.e) LSC], la regla general es que todos los nombramientos ulteriores han de hacerse necesariamente por la junta
general (art. 214.1 LSC). En esta facultad de nombramiento de los administradores, que ha de ponerse en relación con la
correlativa facultad de destitución ad nutum, radica uno de los presupuestos esenciales del carácter soberano y
preeminente de la junta dentro de la estructura orgánica de la sociedad.
Este principio de elección de los administradores por la junta tiene un carácter absoluto en la sociedad limitada, en la que
no existe ningún procedimiento o mecanismo alternativo de designación. Pero el referido principio cuenta con dos
significativas excepciones en la sociedad anónima, específicamente referidas al nombramiento de los miembros del consejo
de administración (por lo que no son aplicables cuando el órgano de administración revista cualquier otra configuración).
La primera surge al instaurar la Ley un sistema de representación proporcional de los accionistas en el consejo de
administración, que aspira a garantizar el derecho de los socios más relevantes o significativos de la sociedad a intervenir en
la designación de sus miembros y por tanto a poder acceder al mismo. De esta forma, el accionista o los accionistas
agrupados que representen una cifra de capital igual o superior al cociente de dividir la cifra de capital por el número de
vocales del consejo dispondrán de la facultad de designar a un miembro de éste (art. 243 LSC, que es objeto de desarrollo
por el RD 821/1991, de 17 de mayo); a modo de ejemplo, en un consejo integrado por diez vocales, los accionistas con una
participación superior al 10 por 100 del capital tendrían derecho a designar directamente a uno de ellos, sin necesidad de
votación o aprobación de la junta general. Con carácter general, este sistema condensa un principio habitualmente seguido
en la práctica y que de hecho recomiendan las propias reglas de buen gobierno corporativo de las sociedades cotizadas,
consistente en que exista una correspondencia o proporcionalidad entre la participación en el capital social y la presencia o
representación en el consejo (en concreto, en el caso de las sociedades cotizadas a través de los denominados consejeros
«dominicales», que veremos). Pero lo cierto es que este principio tiende a cumplirse de manera voluntaria y sin necesidad
de que los accionistas ejerciten propiamente el derecho de representación proporcional, que tiene una muy limitada
vigencia práctica, y que sólo suele ejercitarse en aquellos casos en que un accionista se ve incapacitado para designar a un
consejero por la oposición de los demás accionistas o consejeros.
Mucha mayor trascendencia práctica tiene la segunda excepción, que va referida al llamado sistema de cooptación que la
Ley contempla para la cobertura de las vacantes anticipadas que puedan producirse por cualquier causa (dimisión,
fallecimiento, etc.) en el consejo de administración (art. 244 y, en relación con las sociedades cotizadas, art. 529 decies LSC).
En estos casos, con el fin de evitar la siempre costosa y compleja convocatoria de una junta, se faculta al propio consejo
para designar a las personas que hayan de ocupar dichas vacantes, aunque sólo hasta la reunión de la siguiente junta
general, que deberá pronunciarse necesariamente sobre la ratificación o no del referido consejero. Con carácter general,
este régimen se concibe como un mecanismo excepcional en relación con la competencia de la junta en materia de
designación de consejeros, que como tal debería ser objeto de una aplicación limitada y restrictiva. Pero no ocurre así en el
caso de las sociedades cotizadas, en las que la cooptación constituye el cauce habitual de nombramiento de los
administradores, y no tanto o no sólo por razones de auténtica necesidad, sino fundamentalmente porque en estos casos
es el propio consejo de administración el que en términos prácticos suele resolver sobre la selección y el nombramiento de
sus propios integrantes (y de ahí que la Ley prevea numerosas especialidades para las sociedades cotizadas –que veremos–
en materia de nombramiento de administradores que alcanzan también a la facultad de cooptación).
Para ser nombrado administrador no se exige ninguna condición especial (el art. 213 LSC se limita a establecer ciertas
«prohibiciones» negativas), y ni siquiera es preciso, salvo que los estatutos dispongan lo contrario, ostentar la cualidad de
socio (art. 212.2 LSC). Es posible incluso nombrar como administrador a una persona jurídica (arts. 212.1 y 212 bis LSC y art.
143 RRM), aunque esta posibilidad se excluye en el caso específico de las sociedades cotizadas (art. 529 bis, apdo. 1, LSC,
que encuentra una única excepción en las personas jurídicas que pertenezcan al sector público, de conformidad con la
disposición adicional 12.ª de la LSC); en estos supuestos, la persona jurídica debe designar necesariamente a una persona
natural como representante para el ejercicio permanente de las funciones propias del cargo. Aunque la condición de
administrador recaiga aquí sobre la persona jurídica y no sobre su representante persona física, la Ley exige que este reúna
los requisitos legales establecidos para los administradores y le somete a los mismos deberes que a estos (art. 236.5 LSC).
En la sociedad anónima, el nombramiento de administrador tiene carácter temporal. El plazo de duración del cargo, que
deben fijar los estatutos y que ha de ser igual para todos los administradores, no puede exceder de seis años con carácter
general y de cuatro años en las sociedades cotizadas, aunque la misma persona puede ser reelegida indefinidamente (arts.
221.2 y 529 undecies LSC). Al limitar el mandato de los administradores, se garantiza que la junta tenga que renovar
periódicamente su confianza en quienes ocupan los puestos de administración, lo que explica también que el plazo se
reduzca en las sociedades cotizadas. Pero en la sociedad limitada, por su condición de sociedad cerrada de mayor carácter
personalista, el legislador prima la estabilidad y permanencia en el ejercicio del cargo y la regla es que el nombramiento se
hace por tiempo indefinido, salvo que los estatutos establezcan un plazo determinado, en cuyo caso también podrían ser
reelegidos por períodos de igual duración (art. 221.2 LSC).
Es posible también que la junta nombre «administradores suplentes», con el fin de cubrir las vacantes que puedan
producirse de forma sobrevenida en el órgano de administración sin necesidad de proceder a un nuevo nombramiento (art.
216 LSC), aunque esta posibilidad se excluye en las sociedades cotizadas (art. 529 decies LSC).
Por último, debe destacarse que el nombramiento como administrador debe ser objeto de aceptación, momento en el cual
surte efecto (art. 214.3 LSC), e inscribirse en el Registro Mercantil (art. 215 LSC y arts. 138 y ss. y 191 y ss. RRM).
4. LA SEPARACIÓN DE LOS ADMINISTRADORES
Con independencia del tiempo por el que hayan sido nombrados, los administradores pueden ser separados del cargo en
cualquier momento por libre decisión de la junta general (art. 223.1 LSC). Este principio de libre destitución o de
revocabilidad ad nutum de los administradores se justifica por la relación de confianza que subyace a la designación de una
persona para el órgano de administración, lo que implica que la junta no necesite invocar o justificar causa alguna para la
remoción. De hecho, es posible acordar la destitución de un administrador –y el consiguiente nombramiento de su
sustituto, según suele entenderse– aunque tal cuestión no figure en el orden del día; se trata de una de las contadas
materias sobre las que puede decidir la junta sin figurar en el orden del día (junto a la aprobación de la acción social de
responsabilidad), que se justifica porque la elaboración de este corresponde a los propios administradores y porque la
pérdida de confianza podría llegar incluso a manifestarse y concretarse durante la propia junta.
En la sociedad anónima, caracterizada por su mayor diferenciación y especialización orgánica, es tradicional configurar esta
regla como un genuino elemento estructural o «principio configurador» del tipo, del que resultaría la invalidez de cualquier
cláusula estatutaria o convencional que de una u otra forma limitase o condicionase el ejercicio de esta facultad de
separación por parte de la junta ( v.gr., exigencia de quórums o mayorías reforzados para los acuerdos de destitución,
limitación de las posibles causas de remoción, etc.). Pero en la sociedad limitada, que tiene una división de órganos menos
marcada, el principio de libre revocabilidad no excluye la posible previsión en los estatutos de mayorías reforzadas para
adoptar el acuerdo de separación, con el fin de fortalecer la estabilidad del cargo de administrador (art. 223.2 LSC, que, sin
embargo, prohíbe que dicha mayoría sea superior a los dos tercios de los votos).
Al margen del principio de libre destitución, la Ley impone la remoción forzosa de los administradores que realicen
actividades en competencia con la sociedad, y en general de aquellos que tengan un conflicto de interés permanente con
ésta, cuando exista un riesgo relevante de perjuicio para el interés social. En estos casos, la junta de socios debe
pronunciarse sobre el cese del administrador afectado «a instancia de cualquier socio» (art. 230.3 LSC) y, de darse el
referido riesgo, estaría obligada a acordarlo, por lo que de no hacerlo el acuerdo social podría ser impugnado.
5. LA RETRIBUCIÓN DE LOS ADMINISTRADORES
Con carácter general, el cargo de administrador es gratuito, salvo que los estatutos establezcan lo contrario (art. 217.1 LSC).
En caso de establecer el carácter retribuido del cargo, no es preciso que los estatutos detallen la cuantía concreta de las
retribuciones, pues sólo se requiere la determinación concreta del «sistema» o sistemas de remuneración (asignación fija,
dietas de asistencia, participación en beneficios, retribución variable, u otros posibles sistemas que enumera a título
enunciativo el art. 217.2 LSC). En cuanto a la fijación del importe o cuantía de la retribución, se requiere por principio la
intervención sucesiva de los dos órganos sociales; la junta general debe aprobar el importe máximo global de la
remuneración anual del conjunto de los administradores «en su condición de tales» (lo que incluye, en función de cuál sea
la configuración del órgano de administración, al administrador único, a los administradores solidarios o mancomunados y,
en el caso del consejo de administración, a los consejeros por las labores generales que son propias del cargo), importe que
se mantiene en vigor mientras la junta no acuerde su modificación; y una vez determinada esta retribución máxima, su
distribución o reparto entre los distintos integrantes del órgano de administración corresponde por principio –salvo que la
junta disponga otra cosa– a los propios administradores, atendiendo a estos efectos a sus respectivas funciones y
responsabilidades (art. 217.3 LSC).
De los posibles sistemas de retribución, la Ley se ocupa específicamente del consistente en la participación en los beneficios
sociales, exigiendo que los estatutos fijen la participación o el porcentaje máximo de la misma y con distintas reglas para las
sociedades anónimas y limitadas que en esencia procuran evitar que la misma pueda anular o limitar de forma excesiva los
derechos económicos de los accionistas (art. 218 LSC). Y en el caso de la sociedad anónima, presta también especial
atención a las formas de remuneración que incluyan la entrega de acciones o de opciones sobre acciones ( stock-options) o
que de cualquier forma vayan referenciadas al valor de éstas, en consideración a la controversia que ha solido acompañar a
estas retribuciones en relación sobre todo con las sociedades cotizadas; con el fin de garantizar un mayor control de los
accionistas sobre este sistema retributivo, se exige, no sólo que se prevea expresamente en los estatutos sociales, sino
también la adopción de un acuerdo expreso por la junta general, que debe aprobar su aplicación práctica en cada caso, así
como los extremos más relevantes del mismo (número de acciones, precio de ejercicio, plazo de duración, etc.) (art. 219
LSC). En las sociedades limitadas, un régimen equivalente aplica también a aquellas que tengan la condición de «empresas
emergentes» (start-ups), cuando dispongan de planes de retribución de administradores y empleados que incluyan la
entrega de participaciones (art. 10.2 de la Ley 28/2022, de fomento del ecosistema de las empresas emergentes).
Estas reglas se completan con una importante especialidad cuando el órgano de administración reviste la forma de consejo
de administración. En este caso, la Ley establece una diferenciación entre dos clases de retribuciones: de un lado, las que
correspondan a los administradores por su condición de tales, que en el caso del consejo serían aquellas asociadas a las
funciones y cometidos de cualquier consejero (asistencia a las reuniones del consejo, participación en su caso en las
comisiones de este, ejercicio de labores de control y supervisión, etc.); y de otro lado, las remuneraciones que puedan
corresponder al consejero o consejeros que desempeñen funciones ejecutivas y se ocupen de la gestión efectiva de la
sociedad, como típicamente sería el caso del consejero delegado, que por el contrario se justifican como retribución por
estas labores de dirección adicionales o superpuestas a las de simple consejero. La primera categoría de retribuciones se
sujeta al régimen general, por lo que los sistemas retributivos deberán preverse en estatutos y su cuantía será la que
corresponda en función del importe máximo global aprobado por la junta y de la distribución acordada por el consejo. En
cuanto a la segunda categoría, la Ley parece sujetarla a un régimen distinto o alternativo, al exigir que todas las
remuneraciones por las que se retribuya el ejercicio de dichas funciones ejecutivas se recojan en un contrato que ha de
celebrar la sociedad con los consejeros ejecutivos, que debe ser aprobado por el propio consejo de administración con una
mayoría reforzada de dos terceras partes de sus miembros y con abstención de los consejeros afectados (art. 249, apdos. 3
y 4, LSC). Aunque parezca asumirse así que la determinación –cualitativa y cuantitativa– de estas remuneraciones
correspondería al propio consejo de administración, que por tanto podría fijar libremente la retribución del consejero
delegado y demás consejeros ejecutivos, el Tribunal Supremo (sentencia de 26 de febrero de 2018) ha entendido que estas
retribuciones también han de someterse al régimen general, por lo que los conceptos retributivos habrán de figurar en
estatutos y su cuantía tendrá que desenvolverse dentro del importe máximo aprobado por la junta. Además, la exigencia de
que la remuneración de los consejeros por el desempeño de funciones ejecutivas se ajuste a las previsiones estatutarias se
impone específicamente para las sociedades cotizadas (art. 529 octodecies, apdo. 1, LSC).
La Ley establece también unos principios generales en relación con la cuantía o importe de la remuneración de los
administradores, al exigir que guarde una proporción razonable con la importancia de la sociedad y su situación económica
y que se oriente a promover la rentabilidad y sostenibilidad de la sociedad a largo plazo (art. 217.4 LSC). Se trata de un
conjunto de criterios de carácter esencialmente programático e incierto contenido jurídico, que sin embargo puede servir
en casos extremos para impugnar y anular retribuciones excesivas que no guarden la debida proporción con la situación de
la empresa o con los beneficios obtenidos por los socios.
Como veremos, este régimen general se completa con importantes singularidades en relación con las sociedades cotizadas,
que fundamentalmente tratan de reforzar la transparencia de las retribuciones percibidas por los consejeros y de garantizar
una mayor capacidad de control y de decisión por parte de los accionistas.
6. LA FUNCIÓN DE REPRESENTACIÓN DE LA SOCIEDAD
La Ley confiere a los administradores la función de representar a la sociedad en juicio o fuera de él (art. 233.1 LSC) y, por
tanto, la capacidad de servirse de la firma social y de vincular a la sociedad en sus relaciones con terceros. Se trata de una
facultad exclusiva e inderogable, que en ningún caso puede ser asumida por la junta general ni sustraída al órgano de
administración.
Las formas de atribución del poder de representación varían en función de la configuración del órgano de administración (v.
art. 233.2 LSC), aunque la Ley procura que exista una correspondencia entre las facultades de gestión y las funciones
representativas, en el sentido de someter a unas y otras a un mismo régimen de ejercicio; así, en caso de administrador
único corresponderá a este el poder de representación, en caso de administradores solidarios a cada uno de ellos por
separado, si los administradores fueran mancomunados aquel habrá de ejercitarse de esta misma forma, etc. Se favorece
así la seguridad del tráfico, al permitirse que los terceros que se relacionen con la sociedad puedan identificar más
fácilmente a las personas legalmente capacitadas para vincularla, eximiéndoles de la necesidad de tener que indagar en
cada caso cuáles de los administradores tienen facultades expresas para hacerlo. La posibilidad más significativa de alterar
esta correlación natural entre gestión y representación se verifica en relación al consejo de administración, en cuyo caso el
poder de representación, además de corresponder al propio consejo de manera colegiada, puede atribuirse también por los
estatutos a uno o varios consejeros a título individual o conjunto [art. 233.2. d) LSC], como podría ser el caso del presidente
del consejo o del consejero delegado; esta excepción se justifica por elementales razones de agilidad, toda vez que las
exigencias de la actividad representativa se avienen mal con las reglas de funcionamiento propias de un órgano colegiado.
En lo que hace al ámbito o extensión del poder de representación, éste se extiende imperativamente a todos los actos
comprendidos en el objeto social delimitado en los estatutos, hasta el punto de que cualquier eventual limitación de este
contenido mínimo – aunque figurase inscrita en el Registro Mercantil– no sería oponible frente a terceros (art. 234.1 LSC).
De ello se deriva, en consecuencia, la vinculación orgánica de la sociedad por todos los actos que los administradores lleven
a cabo en el ejercicio de sus competencias y que guarden una relación objetiva con el desarrollo del objeto social. Si las
eventuales limitaciones de este contenido legal ( v.gr., cláusulas estatutarias que requieran la aprobación de la junta para
determinados asuntos de gestión, la decisión de la junta de someter a autorización o de impartir instrucciones sobre
cualquiera de estos asuntos, cualquier eventual limitación por los estatutos o por la junta de las facultades representativas
de los administradores, etc.), disfrutan de una eficacia meramente interna y no pueden hacerse valer frente a terceros, es
por elementales razones de seguridad del tráfico jurídico, pues de este modo los terceros se ven descargados de la
necesidad de tener que indagar y valorar en cada caso si las facultades representativas de los administradores con los que
contratan resultan o no suficientes a los efectos de poder celebrar el contrato y de vincular a la sociedad.
De hecho, este mismo principio explica también que la sociedad quede incluso obligada frente a los terceros que obren de
buena fe y sin culpa grave por los actos ajenos o contrarios al objeto social que puedan realizar los administradores, con
extralimitación por tanto de sus facultades (art. 234.2 LSC); si una sociedad queda vinculada por estos actos (al margen de
las consecuencias internas que puedan derivarse de la conducta de los administradores) es también por razones de
apariencia y de seguridad del tráfico, al excluirse así que quienes se relacionan con aquélla tengan que proceder igualmente
a valorar la mayor o menor adecuación de los actos realizados por los administradores con las actividades integrantes del
objeto social.
II. EL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN
1. ORGANIZACIÓN Y FUNCIONAMIENTO
Una de las formas que puede revestir el órgano de gestión y de representación –que como vimos resulta obligatoria entre
otras sociedades para las cotizadas (art. 529 bis LSC)– es el consejo de administración, que se define por ser un órgano
pluripersonal de carácter colegiado que adopta sus decisiones por mayoría de sus miembros. En la sociedad anónima, se
impone la constitución del consejo siempre que la administración de la sociedad se confíe de forma mancomunada –no
solidaria– a más de dos personas (art. 210.2 LSC), para evitar sin duda que la existencia de tres o más administradores
obligados a actuar conjuntamente pueda entorpecer el proceso de toma de decisiones y por ende la propia operatividad
del órgano de administración. Pero en la sociedad limitada, caracterizada por la mayor flexibilidad de su régimen jurídico,
no se restringe el número de administradores que pueden tener facultades mancomunadas, por lo que el consejo de
administración se presenta como una simple opción organizativa que con carácter general permite someter a los
administradores a un régimen de actuación colegiada (aunque en este caso –y a diferencia de la sociedad anónima– se
limita el número máximo de consejeros a doce: art. 242.2 LSC).
El consejo, como órgano colegiado, exige unas reglas de organización y de funcionamiento (en materia de convocatoria, de
constitución, de adopción de acuerdos, etc.), que en principio deben incluirse en los estatutos sociales y que, en defecto de
éstos, podrían ser acordadas por el propio consejo, al amparo de sus amplias facultades autoorganizativas. Estas reglas
pueden recogerse en un reglamento interno del propio consejo, que es una norma que –como veremos– las sociedades
cotizadas tienen obligación de aprobar y difundir, pero que puede ser adoptado por el consejo de cualquier otra sociedad.
Con todo, mientras que las sociedades limitadas disponen de una amplia autonomía estatutaria para regular el régimen
interno del consejo (art. 245.1 LSC), en la sociedad anónima existe un mayor número de reglas de carácter imperativo, que
restringen y condicionan esta libertad autoorganizativa; así, y entre otros extremos, destaca la necesidad de que el consejo
sea convocado por el presidente (o por un tercio de los consejeros, cuando el presidente no lo convoque sin causa
justificada previa solicitud de aquéllos), la previsión de un quórum de constitución mínimo consistente en la mitad más uno
de sus componentes o la exigencia general –que también podría reforzarse estatutariamente– de que los acuerdos del
consejo se adopten por una mayoría absoluta de los consejeros concurrentes a la reunión (arts. 246 a 248 LSC).
En el caso de las sociedades cotizadas, estas reglas generales se complementan –como veremos ( v. Lección 27.ª)– con una
regulación específica mucho más completa y detallada del consejo de administración, fundamentada en la relevancia y
preeminencia práctica que reviste éste dentro de la estructura orgánica y en general del sistema de «gobierno corporativo»
de estas sociedades.
2. DELEGACIÓN DE FACULTADES
Dado que las pautas de funcionamiento de un órgano colegiado no suelen ser compatibles con las exigencias operativas
que impone la gestión cotidiana de una sociedad, es posible – y muy frecuente en la práctica– que el consejo de
administración delegue el grueso de sus facultades de gestión y de representación en alguno o en varios de sus miembros.
Esta delegación, que se permite siempre que los estatutos no dispongan lo contrario, puede revestir distintas modalidades,
en función de las necesidades operativas de cada sociedad: cabe designar a un único consejero delegado o a varios de ellos,
que a su vez podrían tener facultades solidarias o mancomunadas; y adicionalmente, el consejo puede también delegar
parte de sus funciones en una comisión ejecutiva o comisión delegada, que se caracteriza por ser un órgano colegiado (art.
249.1 LSC). En cualquiera de los supuestos en que se desprende de una parte significativa de sus facultades, el consejo deja
de ser desde una perspectiva funcional un genuino órgano de gestión de la sociedad para asumir una función
preponderante de control y de supervisión de la actividad desplegada por los cargos delegados (o por los denominados
consejeros «ejecutivos», por emplear la categorización propia –que veremos– de las sociedades cotizadas).
En principio, la fijación del alcance concreto de la delegación queda remitida a la decisión del propio consejo, que puede
enumerar de forma particularizada las concretas facultades afectadas o –como es más habitual en la práctica– expresar que
se delegan todas las facultades legal y estatutariamente delegables (art. 149.1 RRM). Con todo, para garantizar la efectiva
dedicación e involucración del consejo y evitar que pueda desentenderse de las decisiones más relevantes de la sociedad,
existen numerosas facultades que la Ley considera indelegables, que en consecuencia deben ejercitarse por el consejo en
pleno; entre las mismas sobresalen la determinación de las políticas y estrategias generales de la sociedad, la supervisión
de la actuación de los órganos delegados y de los directivos que hubiera designado, la formulación de las cuentas anuales y
su presentación a la junta general, la convocatoria de esta última y la fijación de su orden del día, su propia organización y
funcionamiento, así como las facultades que la junta hubiera delegado en el propio consejo, salvo que le hubiera autorizado
para subdelegarlas (art. 249 bis LSC). Las facultades indelegables se amplían –como veremos– en el caso de las sociedades
cotizadas, por la especial relevancia orgánica y funcional que se atribuye al consejo de administración en esta clase de
sociedades.
Por la trascendencia que presenta la delegación permanente de facultades del consejo y la propia designación de los
consejeros que han de ocupar dichos cargos, se exige que estos acuerdos se adopten con el voto favorable de las dos
terceras partes de los consejeros (art. 249.2 LSC).
Por lo demás, no es preciso destacar que el consejo de administración –al igual claro que las demás modalidades del órgano
de administración– puede también otorgar apoderamientos generales o singulares a cualquier otra persona, al margen de
estas delegaciones permanentes de facultades en sus propios miembros (art. 249.1 LSC); a diferencia de la delegación
permanente de facultades, que tiene carácter orgánico, estas personas representarían a la sociedad de acuerdo con las
reglas generales de la representación voluntaria.
3. IMPUGNACIÓN DE ACUERDOS
En clara analogía con lo previsto para los acuerdos de la junta general, la Ley también prevé la posibilidad de impugnar los
acuerdos del consejo de administración o de cualquier otro órgano colegiado de administración, como podría ser la
comisión ejecutiva (art. 251 LSC). Se trata de un régimen vinculado a la naturaleza colegiada del órgano, que por tanto no
rige cuando la gestión social se atribuya a un órgano de distinta configuración (administrador único, administradores
solidarios, etc.), ni cuando la decisión de que se trate sea adoptada por un único consejero delegado o por varios
consejeros delegados con facultades conjuntas o solidarias.
Las posibles causas de impugnación son las mismas que para los acuerdos de la junta general, con la particularidad de que
en este caso la impugnación puede fundarse también en la infracción del reglamento del consejo (art. 251.2 LSC), aunque
este último solo resulta obligatorio –ya ha sido destacado– para las sociedades cotizadas. La legitimación para impugnar
corresponde en todo caso a los administradores y a los socios que representen un 1 por 100 del capital (o el 1 por 1000 en
las sociedades cotizadas, según resulta del art. 495.2.b) LSC). Y en ambos casos, la acción de impugnación queda sometida a
un breve plazo de caducidad de treinta días desde que tuvieren conocimiento de los acuerdos y siempre que no hubiera
transcurrido más de un año desde su adopción (art. 251.1 LSC). La previsión de un plazo tan breve responde al afán
normativo de garantizar la certidumbre y consolidación de las situaciones jurídicas y de evitar que la actuación del consejo
de administración al frente de la sociedad pueda verse comprometida en el tráfico con impugnaciones intempestivas o
tardías.
III. LOS DEBERES DE CONDUCTA DE LOS ADMINISTRADORES
1. SIGNIFICADO
El cargo de administrador comporta la sujeción de quien lo ocupa a un conjunto de «deberes». Estos deberes delimitan las
pautas o criterios de actuación que han de cumplir los administradores en el desempeño de sus funciones y sirven, en caso
de incumplimiento, para fundamentar su eventual responsabilidad. Son deberes de actuación o de conducta, conocidos a
menudo bajo el término anglosajón de deberes «fiduciarios», que se reducen a dos deberes básicos: el deber de diligencia
o de cuidado y el deber de lealtad o de fidelidad.
2. EL DEBER DE DILIGENCIA
El deber de diligencia o de cuidado se condensa en la necesidad de que los administradores actúen «con la diligencia de un
ordenado empresario» (art. 225.1 LSC). Este estándar jurídico alude al nivel de dedicación, de competencia, de previsión y
de conocimientos que requiere la gestión de cualquier empresa. Es un modelo equivalente al del «empresario razonable»
empleado por algunos instrumentos internacionales, que debe valorarse en función del tamaño de la empresa, del sector
en que opera y de la actividad desarrollada. El deber de diligencia se relaciona con la creación o maximización de valor para
los socios o accionistas, por la condición de los administradores como gestores de un patrimonio ajeno.
El deber general de diligencia de los administradores debe ponerse en relación con «la naturaleza del cargo y las funciones
atribuidas a cada uno de ellos» (art. 225.1 LSC), lo que ofrece una especial relevancia en el caso del consejo de
administración. Aunque éste tenga carácter colegiado y todos sus integrantes respondan por regla de forma solidaria (art.
237 LSC), se atiende así a la diferenciación o especialización de funciones que en la práctica es característica de las formas
más complejas de administración, como en el caso de las sociedades cotizadas. El nivel de competencia y de dedicación –la
diligencia requerida– no puede ser el mismo para un consejero ejecutivo, al que se confía la dirección efectiva de la
empresa, que para un consejero externo, cuyas funciones se desenvuelven sobre todo en el plano del control y de la
supervisión. El cometido de cada administrador, y por extensión la conducta exigible, puede verse también condicionado
por las comisiones del consejo en que participe o las funciones que se le encomienden y por la consiguiente división del
trabajo dentro del órgano. Todos los administradores quedan sometidos a un deber de diligencia. Pero este no es único y
uniforme para todos, sino que debe delimitarse por relación a las funciones efectivamente desempeñadas por cada uno.
La regla más relevante en materia de diligencia es la relativa a la «protección de la discrecionalidad empresarial» (art. 226
LSC), que incorpora a nuestro Derecho el principio procedente del Derecho anglosajón, y en particular del estadounidense,
conocido como «business judgement rule». Esta regla es de aplicación a los actos de gestión de la sociedad. Se entienden
por tales las decisiones estratégicas y de negocio, cuya adopción está presidida por criterios de discrecionalidad técnica y a
través de las cuales se canaliza la innovación y asunción de riesgos que es propia de la actividad empresarial (una
adquisición o inversión, el lanzamiento de un nuevo producto o servicio, etc.). Siempre que se cumplan determinados
presupuestos, estas decisiones se presumen congruentes con el estándar legal del ordenado empresario. Por tanto, aunque
con el tiempo se revelen como erróneas y hasta ruinosas para la sociedad, no pueden considerarse como negligentes ni, en
consecuencia, fundamentar responsabilidad jurídica alguna de los administradores. Se consagra así un espacio de
inmunidad judicial en relación con estos actos, fundamentado en la suposición de que estas decisiones empresariales, al
margen del riesgo intrínseco que las caracteriza, son generalmente adoptadas por los administradores de buena fe y en la
creencia de hacerlo en el mejor interés de la sociedad, aun en el caso de que acaben siendo fallidas o perjudiciales.
El fundamento de la regla de protección de la discrecionalidad empresarial se encuentra en consideraciones de distinto
orden. Se quiere evitar que un régimen severo de responsabilidad por negligencia opere como un freno u obstáculo a la
asunción de riesgos que es propia de cualquier actividad empresarial. Esta circunstancia se ve realzada considerando las
dificultades que suelen existir para discernir al cabo del tiempo si las hipotéticas pérdidas derivadas de una decisión
empresarial deben atribuirse al mero riesgo económico o a una actuación negligente. Y ello debe ponerse en relación
también con los peligros asociados al enjuiciamiento de estas decisiones, por la inexistencia de unas reglas técnicas ( lex
artis) que permita evaluarlas de forma objetiva, la habitual falta de capacitación técnica de los jueces en materia
empresarial y el acuciante riesgo de que su revisión incurra en sesgo retrospectivo, asociando a posteriori la causación de
pérdidas económicas al carácter negligente de la decisión que las motivó.
La aplicación de esta regla, con todo, se condiciona al cumplimiento de distintos presupuestos, que formula el artículo
226.1 de la Ley de Sociedades de Capital: (i) el administrador debe actuar con información suficiente, en el sentido de
tratarse de una decisión debidamente meditada y razonada y adoptada con los elementos de juicio adecuados; de hecho, la
obtención de la información necesaria para el correcto desempeño de sus funciones por un administrador no sólo es un
derecho de éste, sino también –como precisa el art. 225.3 LSC– un auténtico deber; (ii) el administrador debe actuar en el
marco de un procedimiento de decisión adecuado, esto es, de conformidad con las reglas societarias que regulen el proceso
de toma de decisiones; y (iii) el administrador debe también actuar de buena fe y sin interés personal en el asunto, lo que
excluye las decisiones en las que tenga cualquier interés directo o indirecto así como las que afecten –según precisa el art.
226.2 LSC– a otros administradores o personas vinculadas; en estos casos en los que podría verse comprometida la
imparcialidad del administrador, su actuación habría de enjuiciarse según los parámetros, no del deber de diligencia, sino
del deber de lealtad, que son más estrictos y rigurosos.
Del incumplimiento de estos presupuestos no se deriva sin más, en todo caso, la responsabilidad del administrador.
Simplemente, desaparecerá la inmunidad judicial que protege a los actos de gestión, por lo que el juez recuperará la
plenitud de sus facultades para enjuiciar el fondo de la decisión que generó el hipotético daño económico a la sociedad.
3. EL DEBER DE LEALTAD
El otro deber de conducta que configura el contenido del cargo de administrador es el deber de lealtad o de fidelidad, que
se condensa en la obligación de los administradores de actuar «con la lealtad de un fiel representante, obrando de buena
fe y en el mejor interés de la sociedad» (art. 227 LSC) o –como prescribe también el art. 226.1 LSC– subordinando «su
interés particular al interés de la empresa». Fiel representante, o representante leal, es el que orienta toda su actuación a
promover y defender los intereses de las personas a las que representa y el que antepone estos intereses por encima de los
suyos propios, en particular cuando unos y otros entran en conflicto. Así como el deber de diligencia se centra en la
creación de valor, el deber de lealtad se ocupa del reparto o distribución del valor, con el fin de evitar que los
administradores puedan ejercitar sus funciones con ánimo de beneficiarse personalmente y por extensión en perjuicio de
los socios o accionistas.
La Ley formula y sistematiza las principales manifestaciones o concreciones del deber de lealtad, distinguiendo (i) distintas
obligaciones «básicas» o sustantivas derivadas de este deber (art. 228 LSC), que configuran verdaderas prohibiciones
absolutas e incondicionales, y (ii) un conjunto de obligaciones instrumentales, referidas al «deber de evitar situaciones de
conflicto de interés» (art. 229 LSC), que por el contrario encierran prohibiciones relativas que como tales pueden ser objeto
de dispensa «en casos singulares» (art. 230.2 LSC).
Las obligaciones sustantivas incluyen (i) el deber de secreto sobre las informaciones y datos a los que el administrador
tenga acceso en el ejercicio de su cargo [art. 228. b) LSC], particularmente de las informaciones que sean más sensibles
desde una perspectiva comercial o estratégica; (ii) el deber de abstenerse en la deliberación y votación de los acuerdos o
decisiones en los que tenga un conflicto de interés directo o indirecto [art. 228. c) LSC], como sería el caso de cualquier
operación o transacción que la sociedad pudiera realizar con el administrador o una persona vinculada (con la especialidad
–que veremos– de la aprobación de las «operaciones intragrupo» cuando se trate de administradores vinculados a la
sociedad dominante); (iii) el deber general de no ejercitar las facultades «con fines distintos de aquellos para los que le han
sido concedidos» [art. 228. a) LSC], lo que engloba cualquier supuesto de abuso de facultades o –por emplear un término
propio del Derecho público– de desviación de poder; y (iv) la obligación de actuar en todo momento «bajo el principio de
responsabilidad personal con libertad de criterio o juicio e independencia respecto de instrucciones y vinculaciones de
terceros» [art. 228. d) LSC], que es una regla de especial relevancia en el caso de los administradores que representen a un
socio o a un tercero o que mantengan cualquier vinculación con éstos.
Además de las obligaciones básicas que configuran el núcleo imperativo e inderogable del deber de lealtad, este impone –
ya ha sido destacado– otra serie de obligaciones instrumentales, que se derivan del deber genérico de los administradores
de no colocarse en situaciones en las que sus intereses puedan entrar en colisión con el interés de la sociedad [art. 228. e)
LSC].
Entre estas obligaciones secundarias se encuentran ( i) la prohibición de realizar –aunque con algunas excepciones–
transacciones con la propia sociedad [art. 229.2.a) LSC]; (ii) la prohibición de utilizar el nombre de la sociedad y de invocar
la condición de administrador para beneficiarse indebidamente en la realización de operaciones privadas [art. 229.2. b)
LSC]; (iii) la prohibición de usar los activos sociales, incluida la información confidencial de la sociedad, con fines privados
[art. 229.2.c) LSC]; (iv) la prohibición de aprovecharse personalmente de las oportunidades de negocio de la sociedad [art.
229.2.d) LSC]; (v) la prohibición de obtener ventajas o remuneraciones de terceros asociadas al desempeño del cargo [art.
229.2.e) LSC], y (vi) la prohibición de desarrollar por cuenta propia o ajena actividades que supongan una competencia
efectiva con la sociedad o que de cualquier forma coloquen al administrador en una situación de conflicto permanente con
los intereses de la sociedad [art. 229.2. f) LSC].
Con el fin de garantizar el posible conocimiento y control de estas situaciones de conflicto por los demás administradores y
por los socios, los administradores afectados están obligados a comunicar a los restantes miembros del órgano de
administración, y en su caso a la junta, cualquier situación de conflicto directo o indirecto con el interés de la sociedad (art.
229.3 LSC). Además, la sociedad debe informar de estas situaciones en la memoria de las cuentas anuales (art. 229.3 LSC) y,
en el caso de las sociedades cotizadas, en el informe anual de gobierno corporativo.
Dado su carácter instrumental y accesorio, estas obligaciones –a diferencia de las obligaciones «básicas» formuladas por el
art. 228 LSC– pueden ser objeto de dispensa, aunque nunca con carácter general y sólo para «casos singulares» (art. 230
LSC). La junta general en unos casos, y en otros el órgano de administración (aunque en este caso sólo cuando se garantice
la independencia de los miembros que conceden la dispensa), pueden por tanto autorizar al administrador a realizar la
operación en la que se produce el conflicto de interés. Sería el caso, a título de ejemplo, de la autorización para usar los
activos sociales, para realizar una transacción con la sociedad o para aprovechar una oportunidad de negocio en caso de ser
desestimada por la sociedad.
Aunque sus implicaciones trasciendan del ámbito del deber de lealtad de los administradores, un régimen de aprobación
equivalente aplica en relación con las «operaciones intragrupo», entendiendo por tales aquellas que celebre una sociedad
con su sociedad dominante u otras sociedades del grupo (que generan el riesgo persistente de que puedan celebrarse en
condiciones que no sean de mercado y en beneficio exclusivo de la contraparte), que en función de su cuantía deben ser
aprobadas también por la junta general o por el órgano de administración (art. 231 bis LSC). En este último supuesto, los
administradores vinculados a la sociedad dominante quedan dispensados del deber de abstención por conflicto de interés y
pueden participar en la aprobación de la operación, con el fin de salvaguardar la unidad de gestión que es propia de los
grupos empresariales y de evitar que la capacidad de decisión acabe recayendo en último término en los administradores
que en su caso representen a los socios minoritarios; pero a cambio, la prueba de la conformidad del acuerdo en cuestión
con el interés social corresponderá a la sociedad en caso de impugnación del mismo y a los propios administradores si se
ejercitara contra ellos una acción de responsabilidad (art. 231 bis, que en el caso de las sociedades cotizadas se relaciona
con el singular régimen de «operaciones vinculadas» aplicable a estas últimas, que veremos).
IV. LA RESPONSABILIDAD DE LOS ADMINISTRADORES
1. PRESUPUESTOS
El incumplimiento de estos deberes de conducta, y en general la realización de cualquier acto en contravención de la ley o
de los estatutos, somete a los administradores a un peculiar régimen de responsabilidad, que busca el resarcimiento de los
daños patrimoniales que puedan derivarse de su actuación incorrecta o negligente. Se trata de una responsabilidad de
naturaleza civil, que no debe confundirse, por tanto, con la responsabilidad administrativa (como la prevista en el art. 157
LSC en relación con el incumplimiento del régimen relativo a los negocios sobre las propias acciones o participaciones, o la
aplicable en las sociedades cotizadas por la comisión de cualquier infracción bajo la LMVSI, fiscal, penal o de cualquier otro
orden a que puede dar lugar su actuación al frente de la sociedad. En concreto, la responsabilidad de los administradores se
vincula a los daños que causen por actos u omisiones que sean contrarios a la ley o a los estatutos o que supongan un
incumplimiento de los deberes inherentes al ejercicio del cargo, siempre y cuando intervenga dolo o culpa (art. 236.1 LSC).
Así, cualquier incumplimiento –aunque sea meramente culposo o negligente– por los administradores de este estándar de
actuación generará la pertinente obligación de resarcimiento por los daños patrimoniales que causen, tanto si se trata de la
realización de actos lesivos como de supuestos de negligencia por omisión, cuando sea su inhibición en el ejercicio de las
funciones propias del cargo lo que propicie la causación del perjuicio. Ello no implica en ningún caso –lo hemos visto– que
esta responsabilidad pueda exigirse por los actos de gestión que puedan acabar resultando inadecuados y perjudiciales
para la sociedad. La responsabilidad se vincula a los daños que los administradores ocasionen a través de un ejercicio
abusivo o negligente de sus competencias, pero no al mayor o menor éxito de su gestión al frente de la sociedad.
En todo caso, el sistema legal se fundamenta en que el régimen de responsabilidad de los administradores debe ser
benigno y tolerante con las infracciones del deber de diligencia, o con lo que sería el problema de la negligencia (y de ahí la
regla de la protección de la discrecionalidad empresarial), pero estricto y severo con el incumplimiento del deber de lealtad,
que se condensa en las conductas desleales (y de ahí por ejemplo que en estos casos se permita –como veremos– el
ejercicio directo por la minoría de la acción social de responsabilidad contra los administradores sin necesidad de someterlo
al previo acuerdo de la junta). Las razones tienen que ver sobre todo con la distinta gravedad objetiva que se atribuye a
ambas conductas y, en el orden práctico, con la mayor o menor probabilidad de su realización. Las infracciones del deber de
diligencia no sólo no reportan ningún beneficio a quien las comete, sino que en general son más visibles y pueden ser
conocidas y sancionadas por los socios y por el mercado. La consecuencia, pues, es que los administradores carecen por
principio de incentivos para realizarlas. Las conductas desleales, por el contrario, se caracterizan precisamente por reportar
a los administradores un beneficio o ganancia personal, aunque sea a costa de los socios, por lo que su puesta en práctica
resulta más probable o previsible. Y por su propia naturaleza tienden a enmascararse bajo transacciones corrientes y
formalmente correctas, lo que dificulta también su identificación y persecución.
La Ley declara la responsabilidad solidaria de todos los miembros del órgano de administración que realizó el acto o adoptó
el acuerdo lesivo, salvo de aquellos que prueben la concurrencia de una causa legal de exoneración (para lo cual –en los
términos del art. 237 LSC– deben acreditar que desconocían la existencia del acto, que se opusieron expresamente a él o
que hicieron todo lo conveniente para evitar el daño). Ello no equivale a instaurar una responsabilidad colectiva que recaiga
sobre el órgano de administración como tal, pues la responsabilidad tiene en todo caso un carácter personal y debe
individualizarse para cada uno de los administradores. Antes bien, esta previsión comporta una mera inversión de la carga
de la prueba en relación con el elemento de la culpabilidad, al presumirse que todos los administradores son igualmente
culpables, mientras no prueben la concurrencia de alguna de las causas de exoneración legalmente previstas.
Entre estas posibles causas de exoneración no se incluye la adopción, autorización o ratificación del acto o acuerdo lesivo
por la junta general (art. 236.2 LSC; la misma regla se prevé por el art. 238.4 LSC en relación con la aprobación de las
cuentas anuales, que no impedirá el ejercicio de la acción de responsabilidad). Se evita así que los administradores intenten
descargar su responsabilidad a través de un acuerdo expreso o tácito de exoneración por parte de la junta (junta que entre
otras cosas podrían controlar de forma directa o indirecta o que podría no disponer de toda la información necesaria), a la
vez que se refuerza la independencia y autonomía con que aquéllos han de ejercitar las competencias que legalmente les
corresponden.
Además, la responsabilidad se impone, no sólo a los integrantes del órgano de administración, sino también a los
«administradores de hecho» de la sociedad (art. 236.3 LSC). Esta categoría comprende tanto a los administradores
irregulares, aquellos que desempeñen el cargo con un título jurídico defectuoso (administradores incorrectamente
designados, con cargo caducado, etc.), como a los administradores ocultos, entendiendo por tales aquellos bajo cuyas
instrucciones actúen los administradores de la sociedad. La responsabilidad se extiende también a la persona que
desempeñe las funciones de más alta dirección cuando no exista una delegación permanente de facultades a favor de uno o
varios consejeros delegados (art. 236.4 LSC), y en el caso del administrador persona jurídica a la persona física que la
represente (art. 236.5 LSC).
2. LA ACCIÓN SOCIAL DE RESPONSABILIDAD
Cuando sea la sociedad la que padezca las consecuencias lesivas de la conducta negligente o dolosa de los administradores,
la responsabilidad de éstos puede exigirse a través de la denominada «acción social de responsabilidad» (art. 238 LSC), que
busca la protección y defensa del patrimonio de la sociedad mediante el resarcimiento del daño sufrido.
Ello explica que la legitimación para el ejercicio de esta acción se atribuya en primer término a la propia sociedad, que
puede decidir entablarla mediante un acuerdo de la junta general (art. 238.1 LSC, que además permite la posible adopción
de éste sin necesidad de que el asunto figure en el orden del día). Subsidiariamente, la legitimación se atribuye a los socios,
en su condición de titulares de un interés indirecto o derivado en la defensa del patrimonio social: en los términos legales,
los socios que representen un mínimo del 5 por 100 del capital social o del 3 por 100 en las sociedades cotizadas pueden
entablar por sí mismos la acción social de responsabilidad cuando no lo haga la propia sociedad; si la acción se fundamenta
en la infracción del deber de lealtad, no obstante, estos mismos socios pueden ejercitarla directamente, sin necesidad por
tanto de someterla a la previa aprobación de la junta general (art. 239.1 LSC). Además, la legitimación corresponde también
a los acreedores sociales cuando la acción no se ejercite por la sociedad o los socios y el patrimonio social resulte
insuficiente para la satisfacción de sus créditos (art. 240 LSC). Y, por último, en el caso concreto de las sociedades que estén
en concurso de acreedores, la legitimación se atribuye de forma exclusiva a los administradores concursales (art. 132.1
TRLC). En todos estos casos, cuando la acción es ejercitada subsidiariamente por los socios, los acreedores o los
administradores concursales, debe tenerse presente que no reclaman para sí, sino que actúan en interés y defensa de la
sociedad, con el fin de lograr la reintegración del patrimonio de ésta.
3. LA ACCIÓN INDIVIDUAL DE RESPONSABILIDAD
Esta última circunstancia es precisamente la que permite distinguir la acción social de la «acción individual de
responsabilidad», que corresponde a los socios y acreedores por los actos de los administradores que lesionen
directamente los intereses de aquéllos (art. 241 LSC). Mientras que la acción social busca el resarcimiento de los perjuicios
causados al patrimonio de la sociedad, los daños que los socios y los acreedores padezcan directamente en su propio
patrimonio como consecuencia de la conducta dolosa o negligente de los administradores han de exigirse a través de la
acción individual. En este caso, el perjudicado reclama para sí –no para la sociedad– la indemnización del daño sufrido
directamente en su propio patrimonio.
LECCIÓN 23 LAS CUENTAS ANUALES DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
Sumario: I. Consideraciones previas y régimen legal
II. Las cuentas anuales 1. Concepto y significado 2. Los documentos integrantes de las cuentas A. El balance B. Cuenta de
pérdidas y ganancias C. Estado de cambios en el patrimonio neto D. Estado de flujos de efectivo E. La memoria F. El informe de
gestión 3. La formulación de las cuentas 4. La verificación de las cuentas por auditores A. Introducción B. Los auditores de
cuentas a. Régimen general b. Nombramiento y revocación c. Remuneración d. Responsabilidad e. El informe de auditoría f.
Nombramiento voluntario 5. La aprobación de las cuentas 6. Depósito y publicidad de las cuentas
III. La aplicación del resultado del ejercicio 1. Consideración general. La constitución de reservas 2. La distribución de
beneficios 3. Los dividendos a cuenta

I. CONSIDERACIONES PREVIAS Y RÉGIMEN LEGAL


La obligación legal de todo empresario de llevar una contabilidad ordenada y adecuada a la actividad de su empresa (art.
25.1 C. de C.) es objeto de un desarrollo específico para las sociedades de capital en el Título VII («Las cuentas anuales») de
la Ley de Sociedades de Capital. Esta disciplina es común para las sociedades anónimas y para las sociedades de
responsabilidad limitada, que cuentan con un régimen jurídico común en materia de obligaciones contables.
Este régimen contable de las sociedades de capital, y en general el aplicable a cualquier otro empresario, tiene su origen y
fundamento en la política de armonización internacional de la información contable emprendida desde hace años por la
Unión Europea. En efecto, la gran trascendencia que reviste la información económica y financiera de las sociedades en una
situación de globalización e integración de los mercados contrastaba históricamente con la tradicional disparidad de los
sistemas contables existentes en el ámbito internacional e, incluso, en el propio continente europeo, lo que comprometía
seriamente las posibilidades de comprensión y de comparación de la información suministrada por las sociedades de los
distintos países. Esta circunstancia llevó a la Unión Europea a buscar una integración de la normativa contable con la que
impera en los principales mercados internacionales, y singularmente en los países anglosajones, con el fin de propiciar la
homogeneización y convergencia internacional de dicha información.
De esta forma, a partir del ejercicio de 2005 se impuso la obligación a las sociedades que cotizan en los mercados de valores
de elaborar sus cuentas anuales consolidadas de conformidad con las denominadas «normas internacionales de
contabilidad» (NIC) o «normas internacionales de información financiera» ( NIFF), que son unas normas contables
elaboradas por una organización privada (la International Accounting Standard Board). Esta obligación, que se deriva
directamente del Derecho comunitario (Regl. 1606/2002, de 19 de julio, que ha sido completado por numerosos
Reglamentos posteriores que proceden a adoptar algunas de dichas normas) y que también impone nuestro ordenamiento
(art. 43 bis C. de C.), se limitó en todo caso a las cuentas consolidadas de las sociedades cotizadas, con el fin de favorecer la
armonización de su información financiera y de evitar que las grandes empresas que operan en distintos países pudieran
verse obligadas a elaborar o reformular sus cuentas de acuerdo con sistemas contables diversos.
Al limitarse inicialmente a las cuentas consolidadas de las sociedades cotizadas, la adopción de las NIC no afectó ni a las
cuentas individuales de éstas ni a las cuentas anuales –individuales y consolidadas– de las restantes sociedades, que debían
elaborarse según las normas nacionales de contabilidad. Pero esta disparidad de regímenes contables se superó
extendiendo la misma normativa al sistema contable nacional y, singularmente, a las cuentas del conjunto de sociedades y
empresarios mercantiles. Ello se produjo con la Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación
mercantil en materia contable para su armonización internacional con base en la normativa de la Unión Europea, que dio
nueva redacción al régimen sobre cuentas anuales contenido en el Código de Comercio y en la entonces vigente Ley de
Sociedades Anónimas (y actualmente en la Ley de Sociedades de Capital). Dicha Ley ha sido objeto de desarrollo por el Plan
General de Contabilidad (RD 1514/2007). En esencia, la misma vino a ajustar el régimen contable a los criterios de las NIC
adoptados por la Unión Europea, aunque lo cierto es que éstos no siempre se acogen en su integridad y son objeto en
ocasiones de ciertas adaptaciones o variaciones.
Para delimitar las obligaciones contables de las sociedades de capital, debe tenerse presente también que muchos tipos
especiales de sociedades anónimas (cotizadas, de crédito, de seguros, eléctricas, etc.) quedan sometidos a un régimen
especial y reforzado en materia jurídico-contable, adaptado a las particulares características de las actividades económicas
que desempeñan o a sus peculiares exigencias de publicidad y transparencia, que de ordinario viene a completar las
normas generales del Código de Comercio y de la Ley de Sociedades de Capital. Al mismo tiempo, aunque en sentido
inverso, el legislador se ha preocupado también tradicionalmente por flexibilizar y aligerar las cargas contables de las
sociedades de menores dimensiones económicas; a esta finalidad responde el Plan General de Contabilidad de Pequeñas y
Medianas Empresas (RD 1515/2007), que en esencia simplifica los criterios de valoración y de registro de las operaciones
así como la propia información a suministrar.
Por lo demás, es obvio que la normativa contable de las sociedades de capital responde a los mismos fines que con carácter
general justifican el deber legal de contabilidad de los empresarios (v. Lec. 6.ª). En esencia, se busca así ofrecer un marco
jurídico que garantice una información contable exhaustiva y fiable sobre estas sociedades y sobre las actividades que
realizan, con el fin de que los socios y los terceros que se relacionen con ellas –y en su caso el Estado– puedan formarse una
opinión fundada sobre su situación económica y financiera a efectos de tomar cualquier tipo de decisión (en materia de
inversiones, de adquisición o venta de las acciones o participaciones, de concesión de créditos, etc.). Al mismo tiempo, es
claro también que estos deberes contables son indisociables del ejercicio organizado de cualquier actividad empresarial, ya
que la elaboración de las cuentas anuales permite a las sociedades conocer tanto su situación económica y patrimonial
como los resultados de cada ejercicio, a efectos de tomar una decisión fundada sobre su aplicación y destino.
II. LAS CUENTAS ANUALES
1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO
La obligación de todo empresario de formular las cuentas anuales de su empresa al cierre del ejercicio (art. 34 C. de C.) rige
también para las sociedades anónimas y limitadas –como no podía ser menos, considerando que por definición tienen
carácter mercantil–, las cuales están sujetas a un régimen equivalente al general aunque más amplio y completo.
Las cuentas anuales se integran con varios documentos, que son el balance, la cuenta de pérdidas y ganancias, el estado de
cambios en el patrimonio neto del ejercicio, el estado de flujos de efectivo y la memoria (art. 254.1 LSC; art. 34.1 C. de C.). Y
estos documentos, que forman una unidad, deben redactarse con claridad y mostrar la imagen fiel del patrimonio, de la
situación financiera y de los resultados de la sociedad, de acuerdo siempre con las disposiciones legales (art. 254.2 LSC; art.
34.2 C. de C.).
Tanto el Código de Comercio como la Ley de Sociedades de Capital consagran, en primer lugar, el principio de unidad de las
cuentas. Y es que estas, dentro de su diversidad, constituyen a efectos legales un conjunto o unidad contable, pues cada
uno de los documentos que las integran ofrece una información específica que se complementa para ofrecer una visión
global y completa de la situación financiera y patrimonial de la sociedad. De ahí que los cinco documentos (aunque el
estado de flujos de efectivo –como veremos– no siempre es obligatorio) sean partes o piezas de un mismo sistema de
información contable, que por este motivo –para su mayor claridad informativa– deben ajustarse a los modelos aprobados
reglamentariamente (art. 254.3 LSC; art. 35.7 C. de C.) y mantenerse invariados en su estructura de un ejercicio a otro, salvo
en casos excepcionales (art. 35.8 C. de C.). De esta forma se propicia la estandarización, no sólo de las cuentas que una
sociedad formule en los sucesivos ejercicios económicos, lo que resulta esencial para poder valorar la evolución de su
actividad y situación económica, sino también de las cuentas que presentan las distintas sociedades, para facilitar así la
comprensión y comparación de la información contable de todas ellas. No se trata, sin embargo, de normas rígidas e
inflexibles, pues bajo determinadas condiciones se permite tanto la separación o inserción de nuevas partidas (art. 255
LSC), como la posible agrupación de algunas partidas legalmente previstas (art. 256 LSC), atendiendo a las particularidades
de la actividad de cada sociedad y siempre que se propicie así una mayor claridad contable.
Y en segundo lugar, ambas normas afirman también la exigencia fundamental –a cuyo cumplimiento se orienta de hecho
toda la disciplina contable– de que las cuentas sean claras y veraces. Los distintos documentos contables deben redactarse
con claridad y mostrar esa «imagen fiel» de la situación patrimonial y financiera de la sociedad, a la que se refieren el
Código y la Ley. Este principio general de la «imagen fiel», cuyo origen se halla en la tradición jurídica anglosajona («true
and fair view»), lejos de expresar un simple propósito ideal carente de contenido normativo, constituye en nuestro
ordenamiento un objetivo que se condensa básicamente en la obligación de formular las cuentas anuales conforme a las
normas y principios contables que en cada caso sean aplicables, en la medida en que las normas singulares son un reflejo
del propio principio y concretan su significado. Pero además, este principio suministra un elemento de interpretación y de
integración en relación a las cuestiones que no sean objeto de una previsión legal específica o en las que se reconozca un
margen de discrecionalidad a las sociedades. De hecho, por la función dominante de este principio de la «imagen fiel»
dentro del conjunto del sistema informativo legal, se establece la obligación de ofrecer «informaciones complementarias» a
las legalmente previstas cuando sean necesarias para alcanzar ese resultado, a la vez que se prevé incluso la posible
inaplicación excepcional de cualquier disposición legal en materia de contabilidad cuando la misma impida o dificulte la
imagen veraz que deben proporcionar las cuentas anuales (art. 34 C. de C., apdos. 3 y 4).
Por lo demás, debe tenerse presente que el principio de integridad y de veracidad de la información recogida en las cuentas
anuales, que lógicamente opera respecto de todas las sociedades (v. art. 37.1 C. de C.), merece una especial atención
normativa en el caso de las sociedades cotizadas, por la obligación impuesta a los administradores de formular
declaraciones específicas de responsabilidad por su contenido (art. 99 LMVSI). Y el mismo principio se beneficia incluso de
una protección jurídico-penal, al sancionar el artículo 290 del Código Penal a los administradores «que falsearen las cuentas
anuales u otros documentos que deban reflejar la situación jurídica o económica» de una sociedad.
2. LOS DOCUMENTOS INTEGRANTES DE LAS CUENTAS
A. El balance
El documento contable de mayor importancia es el balance, que consiste en la cuenta general de la sociedad
correspondiente a un ejercicio económico en la que han de figurar «de forma separada el activo, el pasivo y el patrimonio
neto» (art. 35.1 C. de C.). El balance refleja así la situación y composición exacta del patrimonio social, de forma estática y
en relación con una fecha determinada. En el activo se recogen los bienes, derechos y recursos controlados
económicamente por la empresa o, lo que es lo mismo, el uso o destino que ha dado a sus recursos (los elementos
patrimoniales de su propiedad, pero también otros gastos e inversiones a los que se atribuye un valor económico por su
idoneidad para generar beneficios en el futuro). Por su parte, en el pasivo aparecen, además de los fondos propios de la
sociedad, incluyendo la cifra de capital y las reservas, sus deudas y obligaciones, lo que refleja la fuente o procedencia de
dichos recursos (incluyendo aquí, pues, tanto las aportaciones realizadas por los socios como los fondos generados por la
propia empresa o aportados por terceros a título de crédito).
Por otro lado, debe destacarse que, junto al denominado «balance de ejercicio», que es el que debe elaborarse al cierre
de cada ejercicio social y que se integra en las cuentas anuales, la Ley se ocupa en ocasiones de otros tipos de balances
que responden a finalidades específicas, como pueden ser los de «situación» (que determinan la situación económica y
financiera de la sociedad en un momento anterior al cierre del ejercicio, y que la Ley exige para la realización de ciertas
operaciones) o los de liquidación (que básicamente fijan el valor de liquidación del patrimonio de la sociedad a efectos de
su eventual reparto entre los socios, y que por tanto no valoran a la sociedad como una empresa en funcionamiento).
No es preciso analizar separadamente las distintas partidas agrupadas en el activo y el pasivo, que conforman el esquema
legal del balance. En todo caso, en el activo figura un conjunto de partidas relativas a elementos patrimoniales que,
fundamentalmente por estar destinados a la explotación de la empresa, se caracterizan por su permanencia y estabilidad
(concesiones, patentes, marcas, el fondo de comercio, terrenos y construcciones, instalaciones y maquinaria,
participaciones en otras empresas y otros bienes similares) y que constituyen el denominado en términos contables
activo fijo o no corriente, por tratarse de bienes empleados como factores de producción en la actividad empresarial. Y
existen otras partidas del activo que, por ir generalmente referidas a bienes que entran y salen del patrimonio social en
función de la actividad y de las operaciones ordinarias del tráfico de la empresa, se agrupan bajo el llamado activo
circulante o corriente (así, créditos frente a terceros, existencias, inversiones a corto plazo, efectos mercantiles,
tesorería) (v. art. 35.1 C. de C.).
En lo que hace al pasivo del balance, que como hemos visto refleja la estructura financiera de la sociedad, comprende
tres grandes partidas, que son el patrimonio neto, en el que a su vez se incluyen los fondos propios (capital
desembolsado, primas de emisión, reservas, resultados del ejercicio y de ejercicios anteriores, otras aportaciones de los
socios), el pasivo circulante o corriente, entendiendo por tal las obligaciones cuyo vencimiento o extinción ha de
producirse durante el ciclo normal de explotación o en el plazo máximo de un año (deudas a corto plazo, provisiones a
corto plazo), y el pasivo no corriente, que comprende las demás obligaciones (v. art. 35.1 C. de C.). El asiento del capital
como primera partida del pasivo resulta fundamental –lo hemos visto– en tanto que elemento de retención de
patrimonio en el activo, al evitar que la sociedad pueda repartir beneficios con cargo a bienes que estén afectos a la
cobertura patrimonial de aquél. El mismo significado tienen las partidas o cuentas relativas a las reservas, que
lógicamente deberán equilibrarse con la presencia de otros elementos patrimoniales en el activo con un valor suficiente
para cubrir su importe.
Pero junto al balance ordinario, está también el «balance abreviado», que básicamente aspira a simplificar los deberes
contables de las empresas de menor tamaño. La formulación de balance abreviado es una facultad pensada por la Ley de
Sociedades de Capital para las empresas de menor relevancia económica, limitada a las sociedades que durante dos
ejercicios consecutivos cumplan un conjunto de condiciones en relación con el importe de las partidas del activo, la cifra
anual de negocios y el número de trabajadores (v. art. 257, aunque la formulación de balance abreviado se excluye en
todo caso –según prescribe el art. 536 LSC– para las sociedades cotizadas). La principal especialidad del balance abreviado
estriba en su mayor sencillez, ya que las sociedades facultadas para formularlo no quedan sometidas a los desgloses de
las partidas del balance que se exigen para el balance ordinario y pueden presentarlas agrupadas. Se añade a ello que las
sociedades que presentan balance abreviado no tienen obligación de formular –y sobre ello volveremos– el estado de
flujos de efectivo ni el informe de gestión. Pero además, como también veremos, la formulación del balance abreviado, al
estar prevista para las sociedades de menor relevancia económica, coincidirá a menudo con la falta de obligación de
someter las cuentas anuales a revisión por auditores de cuentas (aunque los criterios o condiciones exigidos en ambos
casos no son del todo coincidentes).
B. Cuenta de pérdidas y ganancias
El siguiente documento contable es la cuenta de pérdidas y ganancias. Mientras que el balance refleja la situación
patrimonial de la sociedad en un momento dado, este documento recoge los resultados económicos generados por la
actividad social a lo largo de un ejercicio. En esencia, esta cuenta debe comprender, también con la debida separación,
tanto los ingresos como los gastos del ejercicio social y distinguir los resultados de explotación de los que no lo sean; en
concreto, dentro de esta cuenta debe figurar la cifra de negocios, que comprende básicamente los importes de la venta
de los productos y de la prestación de servicios u otros ingresos correspondientes a las actividades ordinarias de la
empresa (art. 35.2 C. de C.).
Al igual que ocurre con el balance, la Ley establece también una cuenta de pérdidas y ganancias abreviada para las
sociedades de menores dimensiones económicas, con el siempre recurrente propósito de aligerar sus cargas contables.
Este esquema puede ser empleado por las sociedades que cumplan una serie de requisitos referidos al importe de las
partidas del activo, la cifra de negocios y el número de trabajadores, más elevados que los previstos en relación con el
balance abreviado (art. 258 LSC, aunque la facultad de formular cuenta de pérdidas y ganancias abreviada se excluye
también para las sociedades cotizadas, según dispone el art. 536 LSC). La cuenta abreviada implica básicamente la
agrupación de una serie importante de partidas que de otra forma deberían presentarse desglosadas, lo que simplifica
considerablemente su confección.
C. Estado de cambios en el patrimonio neto
El tercer documento que integra las cuentas anuales es un estado que refleje los cambios en el patrimonio neto del
ejercicio. El patrimonio neto, que se define como la parte residual de los activos de la empresa una vez deducidos todos
sus pasivos [art. 36.1.c) C. de C.], es una magnitud a la que el legislador societario atribuye una gran relevancia, pues
determina –como veremos– las posibilidades de distribución de beneficios de una sociedad y la eventual obligación de
ésta de reducir su capital y hasta de disolverse por la existencia de pérdidas. De ahí la relevancia de este documento, que
se integra de dos partes distintas: una que refleja los ingresos y gastos generados por la actividad de la empresa durante
el ejercicio, distinguiendo entre los reconocidos en la cuenta de pérdidas y ganancias (como el resultado del ejercicio o las
transferencias realizadas a esta cuenta) y los registrados directamente en el patrimonio neto, y otra que comprende todos
los movimientos habidos en el patrimonio neto, incluyendo en su caso los procedentes de operaciones realizadas con los
socios y los derivados de cambios en los criterios contables (art. 35.3 C. de C.).
De forma equivalente a lo previsto para el balance y la cuenta de pérdidas y ganancias, y pensando siempre en las
necesidades de las pequeñas y medianas empresas, existe también un modelo abreviado del estado de cambios en el
patrimonio neto, al que pueden acogerse las mismas empresas que cumplan los requisitos para formular balance
abreviado (art. 257 LSC).
D. Estado de flujos de efectivo
El siguiente documento contable es el estado de flujos de efectivo, que sin embargo no es obligatorio para las sociedades
autorizadas a formular en modelo abreviado el balance y el estado de cambios en el patrimonio neto (art. 257.3 LSC). La
finalidad de este documento es la de informar sobre las variaciones experimentadas en el ejercicio por el efectivo y demás
activos líquidos de la empresa, precisando tanto su origen como su aplicación; a estos efectos, debe poner de manifiesto
los cobros y los pagos realizados por la empresa, debidamente ordenados y agrupados por categorías o tipos de
actividades (art. 35.4 C. de C.).
E. La memoria
El último documento integrante de las cuentas es la memoria. Es un documento contable que tiene por objeto completar
y aclarar la información incluida en los demás documentos integrantes de las cuentas anuales (art. 35.5 C. de C.; art. 259
LSC) y que cumple por ello una importante función complementaria en relación con el objetivo básico de que las cuentas
reflejen la imagen fiel (aunque la Ley obliga también a incluir en la memoria otras informaciones adicionales que no
tienen propiamente un carácter financiero y contable). Entre las menciones obligatorias que debe contener destacan –
entre otras muchas– la relativa a los criterios de valoración aplicados a las diferentes partidas de las cuentas anuales y los
métodos de cálculo de las correcciones de valor; el importe de las deudas de la sociedad con duración residual superior a
cinco años, así como todas las que tengan garantía real; el importe global de las garantías comprometidas con terceros;
las transacciones significativas con terceros vinculados a la empresa; la distribución del importe neto de la cifra de
negocios por actividades y mercados geográficos; el número de empleados y los gastos de personal; el importe de las
remuneraciones de cualquier clase concedidas a los altos directivos y a los miembros del órgano de administración de la
sociedad, así como el importe de los anticipos y créditos que se les hayan concedido (art. 260 LSC); o el periodo medio de
pago a proveedores (disp. adic. 3.ª Ley 15/2010). Además, la memoria debe informar sobre las actividades de los
administradores que puedan entrar en conflicto con el interés de la sociedad (art. 229.3 LSC) y, en el caso concreto de las
entidades cotizadas, sobre las operaciones realizadas por aquellos con la propia sociedad cuando sean ajenas al tráfico
ordinario de esta o no se realicen en condiciones normales de mercado (art. 99.3 LMVSI).
Al igual que ocurre con los demás documentos que integran las cuentas, la amplitud legal de la memoria ha llevado al
legislador a permitir la reducción y simplificación de su contenido en el caso de las sociedades que están autorizadas para
formular balance y estado de cambios en el patrimonio abreviados (art. 261 LSC), y que pueden así preparar una
«memoria abreviada» con omisión de varias de las informaciones que de otra forma serían obligatorias.
F. El informe de gestión
En fin, existe también otra pieza documental que en rigor no forma parte integrante de las cuentas anuales, sino que las
complementa, que es el informe de gestión. Es un documento cuya formulación corresponde también a los
administradores (art. 253.1 LSC), en el que estos deben exponer fielmente la evolución de los negocios y la situación de la
sociedad, junto con una descripción de los principales riesgos e incertidumbres a los que se enfrenta, así como aquellos
acontecimientos relevantes para la sociedad que hayan tenido lugar tras el cierre del ejercicio, la evolución previsible de
aquella o las actividades desarrolladas en materia de investigación y desarrollo; además, la Ley también exige que, en su
caso, se incluyan en él determinadas informaciones relativas a las adquisiciones de acciones propias (art. 262 LSC).
Este contenido se amplía en el caso de las compañías cotizadas, que deben incluir en una sección separada del informe de
gestión los informes anuales de gobierno corporativo y de remuneraciones de los consejeros (art. 538 LSC). Y se amplía
también para las denominadas por la legislación de auditoría de cuentas «entidades de interés público» (que comprenden
en esencia a las sociedades cotizadas, a las entidades de crédito y a las aseguradoras – v. art. 3.5 de la Ley de Auditoría de
Cuentas–) y para las sociedades de capital de mayor significación económica por el volumen de sus activos, cifra de
negocios o número de empleados, por la obligación que se les impone de incluir en el informe de gestión un «estado de
información no financiera» con información relativa a los riesgos y políticas aplicadas por la sociedad en cuestiones
medioambientales y sociales, personal, respeto a los derechos humanos y lucha contra el soborno y la corrupción (art.
262.5 LSC, así como art. 49, apdos. 5 a 9, del C. de C. en relación con las sociedades que formulen cuentas consolidadas).
La elaboración del informe de gestión, en todo caso, no es obligatoria para las sociedades que puedan formular balance y
estado de cambios en el patrimonio neto en modelo abreviado, por el recurrente propósito de simplificar las cargas
contables exigidas a las sociedades de menor tamaño económico (art. 262.3 LSC).
3. LA FORMULACIÓN DE LAS CUENTAS
En las sociedades anónimas y limitadas, las cuentas anuales pasan por varias fases o etapas con la intervención sucesiva de
los administradores y de la junta general: aquéllos han de encargarse de su formulación, mientras que ésta disfruta de
competencias exclusivas para proceder a su aprobación. Además, en las sociedades que están obligadas a someter las
cuentas a revisión o verificación contable, este proceso se completa con la intervención de los auditores de cuentas, que
cronológicamente se produce entre las actuaciones de los dos órganos sociales.
La formulación de las cuentas anuales de la sociedad –acompañadas del informe de gestión y de la propuesta de aplicación
del resultado y, en su caso, de las cuentas y el informe de gestión consolidados– corresponde a los administradores de la
sociedad, que disponen para ello de un plazo máximo de tres meses a contar del cierre del ejercicio social (art. 253.1 LSC);
transcurrido este plazo, la formulación de las cuentas seguirá siendo obligatoria, aunque los administradores podrían tener
que responder de los eventuales perjuicios causados a la sociedad –o a los socios– en caso de serles imputable el
incumplimiento.
Este deber de formulación de las cuentas anuales no debe entenderse en su significado material, comprensivo de la
actividad –normalmente desarrollada por los servicios administrativos o de contabilidad de la sociedad– de redacción y
confección de los documentos contables. Ha de interpretarse en su significado jurídico tanto de asunción del contenido de
esos documentos, que expresan la situación patrimonial y financiera de la sociedad y los resultados del ejercicio, como de
concreción del deber general de rendición de cuentas que incumbe a todo administrador.
Por esta razón, y sin perjuicio de que las cuentas anuales deban aprobarse en cada caso por el órgano de administración de
acuerdo con sus reglas de funcionamiento propias (por ej., cuando exista consejo de administración el cumplimiento de
este deber legal exigirá que dicho órgano adopte un acuerdo mayoritario en tal sentido), aquellas han de ir firmadas por
todos los administradores (art. 253.2 LSC). La Ley da mucha importancia a esta circunstancia –aunque no constituya
propiamente un requisito de validez–, considerando que las cuentas reflejan y condensan los resultados de la gestión social
y que esta es responsabilidad de todos los integrantes del órgano de administración; de ahí que se prevea incluso que,
cuando falte la firma de alguno de los administradores, deba señalarse este hecho en cada uno de los documentos en que
falte, con expresa indicación de la causa.
Por lo demás, merece destacarse que las sociedades cotizadas y en general las consideradas «entidades de interés público»
por la legislación de auditoría de cuentas están obligadas a tener una «comisión de auditoría», a la que se atribuyen
importantes competencias en materia de información contable y de relación con los auditores (art. 529 quaterdecies de la
LSC y disposición adicional tercera de la Ley de Auditoría de Cuentas).
4. LA VERIFICACIÓN DE LAS CUENTAS POR AUDITORES
A. Introducción
Por regla general, las cuentas anuales, una vez formuladas por los administradores de la sociedad, tienen que ser
verificadas o revisadas por auditores de cuentas (arts. 263.1 LSC y, en relación con las sociedades cotizadas, art. 99.1
LMVSI). Históricamente, hasta la Ley de Sociedades Anónimas de 1989, la censura de las cuentas se encomendaba a
accionistas designados por la junta general. Pero en la actualidad la función de revisión y de verificación de las cuentas se
confía a los auditores, en su condición de profesionales independientes y externos a la sociedad que han de reunir una
específica formación técnica y capacidad profesional, a los que corresponde la tarea de comprobar si la información
contable presentada por la sociedad refleja de forma fiel la verdadera situación económica y patrimonial de ésta.
De la obligación legal de revisión por auditores quedan exceptuadas, sin embargo, las sociedades que no alcancen unos
umbrales mínimos sobre valor del activo, cifra anual de negocios y número de trabajadores (art. 263.2 LSC); de esta forma,
la Ley trata de aliviar las cargas jurídico-contables de las pequeñas sociedades, limitando la intervención preceptiva de los
auditores a las empresas que, por su mayor dimensión económica, ofrezcan una contabilidad más compleja y afecten en su
actividad a mayores círculos de intereses.
B. Los auditores de cuentas
a. Régimen general
Los auditores, que pueden ser tanto personas físicas como jurídicas (sociedades de auditoría), tienen que desempeñar su
labor de conformidad con las normas legales y profesionales que rigen la auditoría (básicamente, la Ley 22/2015, de 20 de
julio, de Auditoría de Cuentas, y el Reglamento (UE) n.º 537/2014, de 16 de abril de 2014, sobre auditoría legal de las
denominadas «entidades de interés público»). Han de ser, por ello, personas con la capacidad profesional y formación
técnica exigidas por la Ley de Auditoría de Cuentas, debiendo estar inscritas en el Registro Oficial de auditores de cuentas
del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas (art. 8 LAC).
Al regular la verificación contable de las cuentas anuales, la Ley de Sociedades de Capital se ocupa fundamentalmente de
las cuestiones relativas a la relación entre la sociedad y los auditores, bajo el dominante propósito de garantizar la
independencia y objetividad de éstos en el ejercicio de su labor. Y es que la tarea legalmente encomendada a los
auditores de cuentas, centrada en la consecución de la fiabilidad y transparencia de la información contable de las
sociedades, exige y presupone necesariamente una situación de independencia en relación a éstas, que garantice su
libertad de criterio y el ejercicio regular de sus funciones revisoras (el art. 14.1 de la LAC dispone que los auditores de
cuentas y las sociedades de auditoría «deberán ser independientes, en el ejercicio de su función, de las entidades
auditadas», a cuyos efectos establece un severo régimen de incompatibilidades).
b. Nombramiento y revocación
Esta preocupación se manifiesta antes que nada en el régimen de nombramiento de los auditores de cuentas por la
sociedad. Así, la competencia ordinaria para el nombramiento no corresponde a los administradores, que son quienes
formulan los documentos contables que han de someterse a revisión, sino a los socios o accionistas reunidos en junta.
Además, la junta de socios debe designarlos necesariamente antes de que finalice el ejercicio a auditar (antes, por tanto,
del cierre de éste y de la propia formulación de las cuentas) y por un determinado período de tiempo que no podrá ser
inferior a tres años ni superior a nueve; una vez finalizado este período inicial, la junta general puede reelegirlos, pero
habrá de hacerlo entonces por períodos máximos de tres años (art. 264.1 LSC y art. 22 LAC). Al exigirse que el
nombramiento se haga por un número de años predeterminado, se permite que los auditores puedan alcanzar un
conocimiento preciso de la situación económica y empresarial de la sociedad auditada a la vez que se refuerza su
independencia profesional, pues la estabilidad de que disfrutan debe contribuir por principio –en la presunción legal– a
reforzar su libertad de criterio. La junta general puede designar uno o varios auditores, que en este último caso actuarán
conjuntamente y, en el caso de que los auditores sean personas físicas, ha de nombrar tantos suplentes como titulares
(art. 264.2 LSC).
En las sociedades legalmente obligadas al nombramiento de auditores de cuentas, es posible que la junta general retrase
o incumpla la obligación de designarlos o que aquellos que hayan sido elegidos no puedan cumplir sus funciones por
cualquier motivo; en estos casos, una vez transcurrido el plazo que marca la Ley para el nombramiento ( v. gr., por haber
finalizado el ejercicio a auditar), la designación de la persona o personas que deban realizar la auditoría de cuentas deja
de ser competencia de la junta y deberá solicitarse del secretario judicial o del registrador mercantil del domicilio social
por los administradores o por cualquier socio (art. 265.1 LSC; del procedimiento de nombramiento de los auditores por el
Registro Mercantil se ocupan los arts. 350 y ss. RRM, y del nombramiento por el secretario judicial los arts. 120 y ss. de la
Ley 15/2015, de la Jurisdicción Voluntaria). Dado que la falta de nombramiento de los auditores o la incapacidad de éstos
para cumplir su labor impediría la realización de la preceptiva auditoría de las cuentas, que constituye una auténtica
exigencia legal, se establece así un procedimiento supletorio para la designación de aquéllos, del que pueden servirse
tanto los administradores como, en caso de inactividad de éstos, cualquier socio o accionista. Si a pesar de todo, ninguna
de las personas legitimadas instase el nombramiento del auditor, la falta de elaboración del preceptivo informe de
auditoría viciaría de nulidad al eventual acuerdo de aprobación de las cuentas que pudiese adoptarse por la sociedad.
Una vez nombrados los auditores de cuentas, la junta general –que como hemos visto es el órgano competente para
designarlos– puede también revocarlos, pero no de forma libre o ad nutum, sino únicamente cuando concurra justa
causa (art. 264.3 LSC). También en esta previsión se trasluce el propósito legal de garantizar que los auditores puedan
ejercitar sus funciones desde una situación de independencia, que podría resentirse si la sociedad dispusiese de la
facultad de destituirlos libremente. Se añade a ello que la revocación sólo puede acordarse por los socios reunidos en
junta y en ningún caso por los administradores, ya que estos –que son quienes preparan y formulan las cuentas anuales–
siempre podrían mostrarse más propicios a destituir a los auditores por simples diferencias de criterio. Y en el supuesto
de que concurra una causa justa pero la junta general no acuerde la revocación, los administradores y cualquiera de las
personas que están legitimadas para solicitar el nombramiento del auditor podrán pedir su revocación al secretario
judicial o al registrador mercantil y el nombramiento de otro (art. 266 LSC).
La relación de auditoría establecida entre la sociedad y el auditor en virtud del nombramiento de este, que tiene
naturaleza contractual, puede extinguirse también por otras causas distintas de la revocación. Entre ellas cabe destacar,
además del transcurso del plazo de nombramiento sin producirse la reelección por la junta general, la renuncia unilateral
por el auditor cuando el desarrollo de su función se haga imposible por causas ajenas a su voluntad, así como el mutuo
acuerdo entre la sociedad y el auditor, que no requeriría entonces la concurrencia de justa causa.
c. Remuneración
Es preciso también que la remuneración de los auditores –o los criterios para su determinación– venga fijada antes del
comienzo de sus funciones y para todo el período de éstas, prohibiéndose además que puedan percibir cualquier otra
remuneración o ventaja de la sociedad auditada (art. 267 LSC y art. 24 LAC). La exigencia de que el acuerdo económico
con el auditor se verifique antes del inicio de sus actividades profesionales y para todo el período de nombramiento
aspira también a reforzar la independencia de este, al evitarse así que su libertad de juicio pueda quedar condicionada
por la necesidad de ir acordando las retribuciones para cada uno de los sucesivos ejercicios a auditar.
Además, con el fin de garantizar la transparencia de esta remuneración, la sociedad está obligada a informar en la
memoria de las cuentas anuales sobre los honorarios satisfechos a los auditores, distinguiendo los que correspondan a
servicios de auditoría y a otros posibles servicios (art. 260.11.ª LSC).
d. Responsabilidad
En caso de incumplir las normas técnicas y profesionales que rigen la labor de auditoría de cuentas, los auditores de
cuentas –que están sujetos a un particular régimen de supervisión administrativa– pueden ser objeto de sanciones
disciplinarias por parte del Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas (arts. 68 y ss. LAC). Pero además, y de forma
añadida, los auditores responden también «por los daños y perjuicios que se deriven del incumplimiento de sus
obligaciones según las reglas generales del Código Civil» (art. 26.1 LAC). De esta forma, además de la responsabilidad
contractual en la que pueden incurrir frente a la sociedad en caso de incumplimiento de las obligaciones dimanantes de la
relación de auditoría (falta de entrega del informe, inclusión en este de errores u omisiones, violación del deber de
secreto, etc.), los auditores de cuentas pueden tener que responder también frente a terceros por los perjuicios que
lleguen a causarles con su conducta profesional dolosa o negligente. La cuestión más incierta a este respecto suele
plantearse en el caso de las sociedades aparentemente solventes que cuentan con informes favorables de auditoría y que
de forma más o menos inmediata se manifiestan en estado de insolvencia, en el sentido de determinar si los acreedores
de aquéllas –aun no siendo propiamente los destinatarios naturales de dichos informes– pueden exigir responsabilidades
al auditor, por no haber advertido la verdadera situación económica de la sociedad y haber contribuido indirectamente a
generar una falsa apariencia de solvencia. La Ley de Auditoría de Cuentas establece en todo caso alguna limitación a esta
posible responsabilidad civil de auditores y sociedades de auditoría, al exigir que sea proporcional a la responsabilidad
«directa» por los daños y perjuicios económicos causados (art. 26.2).
e. El informe de auditoría
La función de los auditores consiste en comprobar –siempre de acuerdo con las normas legales, técnicas y profesionales
que disciplinan la labor auditora– si las cuentas anuales ofrecen o no la imagen fiel del patrimonio, de la situación
financiera y de los resultados de la sociedad, así como la concordancia del informe de gestión con las cuentas anuales del
ejercicio (art. 268 LSC). Han de comprobar, en definitiva, la veracidad y fiabilidad de los documentos contables,
garantizando que éstos reflejan de forma fidedigna el verdadero estado económico de la sociedad.
A estos efectos, los auditores de cuentas han de exponer su juicio u opinión técnica en un informe escrito detallado (el
«informe de auditoría») en el que, aparte de otros extremos, han de recoger su opinión sobre si las cuentas ofrecen esa
«imagen fiel», de acuerdo con el marco normativo de información financiera que resulte aplicable y, en concreto, con los
principios y criterios contables contenidos en el mismo. La opinión puede ser favorable, desfavorable o con reservas; estas
reservas o salvedades pueden ir referidas a cuestiones menores, de tal forma que no impidan que el informe en su
conjunto sea favorable, o presentar tal envergadura que comprometan el principio de «imagen fiel» de las cuentas, en
cuyo caso la opinión global habría de ser desfavorable. Es posible también que el auditor se vea incapacitado por
cualquier motivo para emitir un juicio fundado sobre las cuentas sometidas a su consideración, en cuyo caso habría de
emitir un informe con opinión «denegada» [art. 5.1.e) LAC].
El plazo mínimo del que disponen los auditores para emitir su informe es de un mes desde el momento de la entrega de
las cuentas anuales firmadas por los administradores (art. 270.1 LSC). Además, si a consecuencia del informe los
administradores se vieran obligados a modificar las cuentas anuales, los auditores habrían de ampliar su informe con los
cambios producidos (art. 270.2 LSC).
f. Nombramiento voluntario
Las sociedades que no cumplan determinados criterios cuantitativos sobre partidas del activo, cifra de negocios y número
medio de trabajadores están eximidas –lo hemos visto– de la obligación de someter sus cuentas anuales a verificación por
auditores, y no quedan sometidas a ningún otro sistema general de control o de censura de las cuentas. En estos casos,
una sociedad siempre puede optar por designar a un auditor de cuentas, incluso en ausencia de previsión estatutaria y de
forma puramente voluntaria. Pero además, y entendiendo sin duda que la verificación de las cuentas puede convenir a los
intereses de la sociedad y de los socios, se ha previsto también en la Ley la facultad de determinadas minorías cualificadas
de instar el nombramiento de un auditor para que revise las cuentas de la sociedad (art. 265.2 LSC). Este derecho se
reconoce al socio o socios que representen, al menos, el 5 por 100 del capital social, que pueden solicitar del secretario
judicial o del registrador mercantil del domicilio social el nombramiento de un auditor con cargo a la propia sociedad (este
procedimiento es objeto de desarrollo en los arts. 120 y ss. de la Ley 15/2015 de la Jurisdicción Voluntaria y en los arts.
359 y ss. del RRM, en función de que el nombramiento se solicite del secretario judicial o del registrador mercantil). El
nombramiento del auditor no se hace en este caso para un determinado período de tiempo más o menos extenso, como
ocurre con las sociedades obligadas a verificación contable, sino únicamente para que efectúe la revisión de las cuentas
anuales de un determinado ejercicio (de ahí, precisamente, que el art. 265.2 LSC exija que el nombramiento se solicite en
los tres meses siguientes a la fecha de cierre de dicho ejercicio). Esta facultad legal constituye un instrumento esencial de
defensa de los socios minoritarios, que pueden servirse de ella por su propia iniciativa y sin necesidad de invocar causa o
interés alguno, con el fin de obtener una revisión por auditores de los documentos contables de la sociedad.
5. LA APROBACIÓN DE LAS CUENTAS
Las cuentas anuales, acompañadas en su caso del informe de auditoría, deben someterse al conocimiento y aprobación de
la junta general (art. 272.1 LSC); tanto en las sociedades anónimas como limitadas, la Ley obliga –como sabemos– a
celebrar una junta ordinaria a tal efecto dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio social (art. 164 LSC).
Dado que las cuentas anuales reflejan la situación económica y los resultados obtenidos por la sociedad en un determinado
ejercicio, y con el fin de permitir que los socios puedan valorarlas adecuadamente y tomar una decisión reflexiva e
informada sobre ellas, la Ley les atribuye un derecho de información reforzado en relación con el ordinario o general
(derecho cuya violación sería por principio –según una constante jurisprudencia– motivo de nulidad del eventual acuerdo
de aprobación de las cuentas).
Tanto en la sociedad anónima como en la sociedad limitada, los socios tienen derecho a obtener de la sociedad, «de forma
inmediata y gratuita», una copia de los documentos que deben someterse a la aprobación de la junta, incluyendo, en su
caso, el informe de gestión y el informe de los auditores de cuentas (en el caso concreto de las sociedades cotizadas, estos
documentos deben también ponerse a disposición de los accionistas e inversores a través de la página web: art. 539 LSC y
normativa de desarrollo); además, para reforzar la efectividad práctica de este derecho, debe hacerse una mención expresa
del mismo –a modo de recordatorio– en el anuncio de la convocatoria de la junta (art. 272.2 LSC). El socio puede así realizar
un examen directo y personal de las cuentas anuales, pero además –de acuerdo con el régimen ordinario del derecho de
información (arts. 196 y 197 LSC)– podrá solicitar también las aclaraciones o informaciones adicionales que considere
pertinentes en relación con los documentos presentados, antes de la reunión de la junta o verbalmente durante la misma.
Al margen de este derecho, en el caso concreto de las sociedades de responsabilidad limitada los socios que representen al
menos el 5 por 100 del capital social disfrutan también del derecho a examinar directamente –por sí o en unión de un
experto contable– todos los documentos que sirvan de soporte y de antecedente de las cuentas anuales, con el fin de
comprobar la corrección y veracidad de éstas (art. 272.3 LSC); mientras que en la sociedad anónima los accionistas sólo
tienen derecho a obtener un ejemplar de las cuentas anuales y a solicitar de los administradores eventuales aclaraciones o
informaciones («derecho de pregunta»), en la sociedad limitada los socios pueden acceder por sí mismos y de forma
directa a todos los documentos y antecedentes que justifican y respaldan los resultados reflejados en dichas cuentas (en
clara analogía con el derecho de examen de la contabilidad que el art. 133 C. de C. reconoce a los socios de una sociedad
colectiva). En todo caso, este derecho de minoría –que es independiente del derecho a solicitar del registrador mercantil el
nombramiento de un auditor para que revise las cuentas de un ejercicio social, en el sentido de que ambos se
complementan– no se impone de forma imperativa, pues la Ley, pensando seguramente en las sociedades de muchos
socios e importante actividad económica, lo atribuye «salvo disposición contraria de los estatutos».
La junta general es libre y soberana en lo que hace a la aprobación o no de las cuentas anuales sometidas a su
consideración. De no aprobarlas, los administradores estarían obligados a revisarlas o reformularlas, al objeto de
someterlas nuevamente a la junta. Y en caso de aprobación, la junta general deberá resolver además sobre la aplicación del
resultado –positivo o negativo– del ejercicio, de acuerdo con el balance aprobado (art. 273.1 LSC), determinando en
particular el uso o destino de las eventuales ganancias obtenidas por la sociedad. Aunque el tema es discutido, no parece
que la competencia de la junta se extienda a la posible modificación o alteración de las cuentas presentadas (salvo que se
trate de la corrección de simples errores materiales), por lo que en caso de discrepancia debería rechazarlas para que los
administradores se encarguen de revisarlas y de someterlas a la aprobación de una nueva junta.
6. DEPÓSITO Y PUBLICIDAD DE LAS CUENTAS
Dentro del mes siguiente a la aprobación por la junta general, las sociedades están obligadas a depositar en el Registro
Mercantil un ejemplar de cada una de las cuentas (balance, cuenta de pérdidas y ganancias, estado de cambios en el
patrimonio neto, estado de flujos de efectivo y memoria) y, en su caso, del informe de gestión (que incluirá el estado de
información no financiera cuando proceda) y del informe de auditoría, junto a una certificación acreditativa de los acuerdos
de aprobación y de aplicación de resultados (art. 279 LSC). El informe de auditoría, en particular, debe depositarse también
por las sociedades que no estén legalmente obligadas a verificación contable, en los supuestos en que aquél haya sido
elaborado por un auditor designado por el registrador mercantil a solicitud de los accionistas minoritarios (art. 366.1.5.º
RRM).
El registrador, en el momento del depósito, no efectúa ningún enjuiciamiento ni valoración material sobre la corrección o
fiabilidad de los documentos presentados y se limita a hacer un control meramente formal y externo, calificando si los
documentos presentados son los que exige la Ley y si han sido debidamente aprobados por la junta general (art. 280.1 LSC
y art. 368 RRM); esta calificación, pues, no prejuzga en absoluto el contenido y la veracidad de las cuentas depositadas. El
Registro Mercantil no cumple en este caso ninguna de las funciones propias de la publicidad registral, al no haber
calificación como tal de los documentos contables de la que se deriven efectos jurídicos de ningún tipo; por el contrario, el
Registro opera aquí como la oficina pública a través de la cual se garantiza la difusión de la referida información contable y a
la que se encarga, pues, una función de publicidad meramente material.
Con esta obligación de depósito de las cuentas anuales, que procede del Derecho comunitario, la Ley quiere garantizar la
publicidad material y la libertad de acceso a los documentos contables de las sociedades, con el fin de que los terceros que
se relacionan con ellas puedan formarse un juicio fundado sobre su situación económica y financiera. De ahí que se
reconozca el derecho de «cualquier persona» de obtener información del Registro Mercantil de todos los documentos
depositados, sin necesidad por tanto de invocar ninguna legitimación o interés especial (art. 281 LSC; y sobre las formas de
hacer efectiva esta publicidad, v. art. 369 RRM). Para reforzar este derecho, además, se establece la obligación del Registro
Mercantil de conservar los documentos depositados durante un plazo de seis años (art. 280.2 LSC).
Una de las cuestiones jurídicas más relevantes que suscita esta disciplina es la referida al régimen sancionador,
considerando que la práctica tiende a mostrar un cierto grado de incumplimiento de la obligación de depósito. A estos
efectos, la Ley prevé la imposición de sanciones administrativas en forma de multas a las sociedades que incumplan esta
obligación, multas que se impondrán por el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas en función de la dimensión de
la sociedad, del importe total de las partidas del activo y de su cifra de ventas (art. 283 LSC). Pero además, y con el ánimo
de reforzar este régimen sancionador, la Ley ha previsto también el denominado «cierre registral» para las sociedades
incumplidoras. Y es que el incumplimiento de la obligación de depósito de los documentos integrantes de las cuentas
anuales dentro del plazo legal produce el cierre del Registro para la sociedad incumplidora, de tal forma que no podrá
inscribirse ningún documento referido a la misma mientras persista el incumplimiento; de este cierre registral quedan
excluidas, sin embargo, determinadas inscripciones, como las relativas al cese o dimisión de administradores, gerentes,
directores generales o liquidadores, la revocación o renuncia de poderes, así como la disolución de la sociedad y el
nombramiento de liquidadores y los asientos ordenados por la autoridad judicial o administrativa (arts. 282 LSC y 378
RRM). Ello implica, pues, que cualquier otro título o acuerdo (de nombramiento de administradores, de modificación de
estatutos, de fusión, etc.) no podría ser inscrito por la sociedad, que en consecuencia no estaría en condiciones de
beneficiarse en relación con los mismos de los efectos que comporta la inscripción en el Registro Mercantil y que se
encontraría así con graves problemas operativos en su funcionamiento jurídico (y frente a terceros, por la publicidad
negativa que siempre se deriva del cierre del Registro).
En todo caso, estas sanciones administrativas y civiles sólo se prevén para el supuesto de que la falta de depósito en el
Registro afecte a unas cuentas anuales debidamente aprobadas; en consecuencia, el cierre registral no procede cuando las
cuentas no son depositadas porque no han sido formuladas o aprobadas (art. 378.5 RRM). Además, al margen de estas
sanciones generales, la falta de depósito de las cuentas en el Registro Mercantil también merece otras sanciones específicas
en la normativa concursal, en caso de que la sociedad incumplidora sea declarada en concurso de acreedores (arts.
335.1.2.º y 444.3.º del Texto refundido de la Ley Concursal).
Por último, ha de tenerse en cuenta que este régimen societario de publicidad se completa en el caso de las sociedades
cotizadas con unas obligaciones especialmente reforzadas de transparencia y de comunicación al mercado en materia de
información contable; destaca aquí, en particular, la obligación de estas compañías de difundir en un plazo máximo de
cuatro meses desde el cierre del ejercicio el denominado «informe financiero anual», que comprende las cuentas anuales y
el informe de gestión revisados por el auditor de cuentas y las declaraciones de responsabilidad de los administradores por
su contenido (art. 99 LMVSI), así como informes financieros semestrales (art. 100 LMVSI).
III. LA APLICACIÓN DEL RESULTADO DEL EJERCICIO
1. CONSIDERACIÓN GENERAL. LA CONSTITUCIÓN DE RESERVAS
Como vimos, la junta general que aprueba las cuentas anuales debe resolver también, en su caso, sobre la aplicación del
resultado del ejercicio (art. 273.1 LSC), determinando por tanto el uso o destino de los beneficios obtenidos por la sociedad.
Aunque la «aplicación del resultado» es un concepto que incluye la posible distribución de beneficios a los socios, tiene un
contenido más amplio, ya que la sociedad puede disponer de las ganancias del ejercicio de muy distintas formas.
En efecto, incluso cuando el resultado del ejercicio sea positivo, cabe que la sociedad destine una parte de las ganancias a la
constitución de reservas, ya sea por exigencia legal o estatutaria o, en su caso, por libre decisión de la junta general. En
esencia, las reservas son partidas del pasivo que recogen fondos propios, que al operar como cifras de retención añadidas
al capital social refuerzan la consistencia económica y patrimonial de la sociedad. Pero al igual que el capital, son simples
cuentas o partidas contables: permiten sujetar una parte abstracta del patrimonio al riesgo de pérdidas, pero carecen como
tales de cualquier entidad real, ya que no se incorporan ni materializan en ningún activo o elemento patrimonial en
particular.
Antes que nada, la sociedad está obligada a constituir la denominada «reserva legal», que viene impuesta por la Ley y que
grava necesariamente el beneficio líquido del ejercicio económico. A este efecto debe destinarse a la reserva legal una cifra
igual, al menos, al 10 por 100 del beneficio del ejercicio, hasta que la misma alcance el 20 por 100 del capital social (art.
274.1 LSC). La obligación legal de dotar esta reserva con cargo a los beneficios cesa, pues, cuando haya alcanzado la quinta
parte del capital social, pero resurge en caso de descender por debajo de este límite por cualquier causa. La función de la
reserva legal viene marcada por la Ley, ya que mientras no supere el límite del 20 por 100 del capital sólo puede ser
destinada a la compensación de pérdidas, en caso de no existir otras reservas disponibles que sean suficientes para este fin
(art. 274.2 LSC). Es una reserva que tiene por misión absorber y compensar las eventuales pérdidas padecidas por la
sociedad en años desfavorables, evitando que éstas incidan directamente sobre la parte del patrimonio afecta a la
cobertura del capital (adicionalmente, y como veremos, la reserva legal podría emplearse también para aumentar el capital;
de esta forma, la parte de la reserva legal que fuese imputada a capital seguiría sujeta al régimen de indisponibilidad que
caracteriza a éste, sin perjuicio de que la sociedad debería incrementar aquélla para adaptarla a la nueva cifra del capital).
Esta denominada «reserva legal» debe constituirse por todas las sociedades anónimas y limitadas cualquiera que sea su
objeto y «en todo caso» (art. 274.1 LSC); no debe confundirse, por tanto, con las demás reservas que la propia Ley de
Sociedades de Capital obliga a constituir en determinados supuestos ( v. gr., la reserva que impone el art. 142.2 por el
importe de las participaciones propias computado en el activo, o la reserva de participaciones recíprocas prevista en el art.
153), ni con las demás reservas obligatorias que se exigen de numerosas sociedades especiales, de acuerdo con su
normativa específica.
Es posible también que existan reservas estatutarias, cuando los estatutos obliguen a la sociedad a mantener una parte de
las ganancias en concepto de recursos propios a través de la correspondiente cuenta de pasivo. En este caso, las reservas se
regirían en cuanto a su constitución y destino por lo previsto en los estatutos, que en todo caso siempre podrían ser
modificados por la sociedad.
Por último, las reservas facultativas o voluntarias, que son creadas por el simple acuerdo de la junta general, ofrecen como
especial característica jurídica la de su libre disponibilidad, en el sentido de no quedar afectas a ninguna finalidad
predeterminada. Por este motivo, se crean por lo general para que la sociedad pueda disponer posteriormente de ellas en
la forma más conveniente para los intereses sociales (por ej., para reinvertirlas en la actividad social, evitando la necesidad
de recabar nueva financiación de los socios o de terceros, o como previsión para un posible reparto de dividendos en
ejercicios sociales desfavorables). Y al igual que se constituyen por libre decisión social, la junta general podrá también
disponer generalmente de ellas, atendiendo a motivos de simple conveniencia.
2. LA DISTRIBUCIÓN DE BENEFICIOS
Una vez cubiertas las atenciones previstas por la Ley o los estatutos, la junta general debe fijar el dividendo repartible, que
podrá pagarse con cargo al beneficio del ejercicio social o, cuando éste sea inexistente o insuficiente, con cargo a reservas
voluntarias de libre disposición (esto es, con cargo a beneficios no repartidos de ejercicios anteriores).
En la distribución de dividendos se materializa el derecho del socio a participar en el reparto de las ganancias sociales, que
constituye uno de los derechos básicos atribuidos por la titularidad de la acción y de la participación social [art. 93. a) LSC].
Pero legalmente no existe un verdadero derecho subjetivo del socio al reparto anual de beneficios, en el sentido de que la
sociedad tenga que repartir forzosamente las ganancias obtenidas en cada ejercicio. La sociedad puede destinar una parte
de las ganancias repartibles – acabamos de verlo– a la constitución de reservas voluntarias, y hasta suspender del todo la
distribución de dividendos cuando las necesidades de la empresa lo requieran, incluso durante varios ejercicios. De ahí que
deba distinguirse el derecho a participar en las ganancias, como derecho abstracto que no atribuye al socio ninguna acción
de pago de cantidad, y el derecho al dividendo repartible en un determinado ejercicio económico, que deriva del anterior,
pero que es el único que hace nacer en favor de los socios un crédito concreto sobre la parte proporcional de los beneficios
que la junta general haya acordado repartir.
Aun así, para evitar que la facultad soberana de la junta en materia de aplicación del resultado pueda hacer ilusorio el
derecho de los socios a participar en el reparto de las ganancias sociales, la Ley atribuye a estos un derecho de separación
en el supuesto de que la sociedad, a partir del quinto ejercicio social desde su constitución, no acuerde repartir un
dividendo mínimo de al menos el 25 por 100 de los beneficios obtenidos durante el ejercicio anterior que sean legalmente
repartibles y siempre que –entre otras condiciones– la sociedad haya obtenido beneficios durante los tres ejercicios
anteriores (art. 348 bis LSC, en la redacción dada por el RDLey 7/2021). Este derecho no es de aplicación a determinadas
sociedades, como las cotizadas, las sociedades en concurso o las sociedades anónimas deportivas (art. 348 bis, apdo. 5,
LSC), ni tampoco a las entidades de crédito y otras entidades financieras (disp. adic. 11.ª LSC). Pero además puede ser
excluido por los estatutos sociales, aunque para la supresión o modificación del mismo se requiere el consentimiento de
todos los socios (apdo. 2). El reconocimiento de este singular derecho de separación busca combatir posibles conductas
abusivas de «opresión económica» de los socios minoritarios por parte de los mayoritarios, evitando que estos puedan
negarse de forma infundada y reiterada al reparto de dividendos cuando la sociedad obtenga beneficios recurrentes. Pero
la misma ha generado desde su promulgación una notable controversia (como revela que su vigencia fuera objeto de
sucesivas suspensiones hasta el 31 de diciembre de 2016 y que desde entonces haya merecido distintas reformas), como
consecuencia fundamentalmente de la rigidez y generalidad con que se formula y de su incapacidad para atender a la
infinita variedad de supuestos que pueden verificarse en la práctica; es posible, por ejemplo, que sociedades que obtengan
beneficios carezcan sin embargo de liquidez para poder abonar este dividendo mínimo o menos aún para hacer frente al
ejercicio del referido derecho de separación, con la consiguiente incertidumbre que puede comportar en casos extremos en
cuanto a la propia continuidad de la empresa.
En cualquier caso, y en consonancia con la función de garantía que cumple el capital, la Ley prohíbe que puedan repartirse
dividendos en el supuesto de que el valor del patrimonio neto [entendiendo por tal la parte residual de los activos de la
empresa, una vez deducidos todos sus pasivos, según resulta del art. 36.1. c) del C. de C.] sea o, a consecuencia del reparto,
resulte ser inferior al capital social; de esta forma, si la sociedad arrojase pérdidas de ejercicios anteriores que hubiesen
colocado el valor del patrimonio neto por debajo de la cifra del capital social, «el beneficio se destinará a la compensación
de estas pérdidas» (art. 273.2 LSC). La Ley quiere evitar así –en consonancia con la función primigenia del capital como cifra
de retención– que las sociedades que se encuentren en situación de desbalance patrimonial puedan repartir a los socios los
eventuales beneficios obtenidos en un ejercicio social, mientras no sean enjugadas las pérdidas acumuladas de los años
anteriores y no se restablezca, pues, el correspondiente equilibrio entre capital y patrimonio neto.
También prohíbe la Ley repartir beneficios mientras el importe de las reservas disponibles no sea igual o superior al importe
de los gastos de investigación y desarrollo que figuren en el activo del balance (art. 273.3 LSC). Además, la sociedad debe
también dotar una reserva indisponible equivalente al fondo de comercio que aparezca en el activo del balance, a cuyo
efecto debe destinar una cifra del beneficio (o de las reservas disponibles, en caso de inexistencia o insuficiencia de aquel)
que represente al menos un 5 por 100 del importe del citado fondo de comercio (art. 273.4 LSC).
La Ley, pensando en los accionistas o socios ordinarios, prevé como regla la distribución de dividendos en proporción a su
participación en el capital social (art. 265 LSC). Pero es claro que cuando existan acciones o participaciones que otorguen
algún privilegio en el reparto de los beneficios, éste habrá de hacerse de acuerdo con el régimen legal o estatutario que
resulte aplicable. Además, de acordarse la distribución de dividendos, la junta general deberá fijar la forma y el momento
del pago, dentro del plazo máximo de un año (no siendo infrecuente que la fijación de estos extremos se delegue en los
administradores); de no acordarse nada al respecto, se entiende que el dividendo será pagadero a partir del siguiente día al
del acuerdo en el propio domicilio social (art. 276 LSC).
Por supuesto, el acuerdo de la junta general que decida repartir dividendos cuando no se cumplan los presupuestos
legalmente exigidos (por falta de aprobación de las cuentas, por insuficiente dotación de la reserva legal, por una situación
de desbalance patrimonial, etc.) sería nulo. Pero además, la Ley trata de garantizar en estos casos la correcta reintegración
del capital social, obligando a los accionistas a restituir las cantidades percibidas con el interés legal correspondiente,
aunque solamente cuando la sociedad pruebe que los perceptores eran conocedores o no podían ignorar la irregularidad
de la distribución (art. 278 LSC). De este modo, el legislador parece proteger a los accionistas que perciban los dividendos
ficticios de buena fe, quienes podrían incluso haber dispuesto de las cantidades recibidas, eximiéndoles de la
correspondiente obligación de restitución.
3. LOS DIVIDENDOS A CUENTA
Aunque la decisión sobre el reparto de dividendos corresponde con carácter general a la junta de socios que aprueba las
cuentas del ejercicio, la Ley admite la posibilidad de que cualquier otra junta general o –lo que es más relevante– los
propios administradores distribuyan entre los socios, antes del cierre y aprobación de los resultados del ejercicio social,
«cantidades a cuenta de dividendos» (art. 277 LSC). Estos llamados dividendos a cuenta se presentan como meros anticipos
o adelantos, que son repartidos a los socios con anterioridad a la aprobación de las cuentas del ejercicio y «a cuenta», pues,
de los dividendos que la junta general acuerde repartir en su momento. De esta forma se atiende al posible interés de los
socios en adelantar el cobro de una parte de los dividendos y en percibir un rendimiento a su inversión con una frecuencia
inferior a la anual. Ello explica que la distribución de dividendos a cuenta se encuentre particularmente difundida entre las
grandes sociedades anónimas cotizadas (que en ocasiones realizan incluso varias distribuciones en cada ejercicio), al
garantizarse así una política de remuneración más constante y continuada en el tiempo que contribuye por principio a
reforzar el interés financiero de las acciones como instrumento de inversión.
Con todo, la Ley somete esta práctica a dos condiciones, para intentar conjurar los principales riesgos que suscita. De un
lado, los administradores tienen que formular con carácter previo un estado contable (que se incluirá posteriormente en la
memoria), en el que se ponga de manifiesto que existe liquidez suficiente para la distribución «a cuenta»; con este estado
contable, que debe reflejar la situación patrimonial de la sociedad y, en particular, la existencia tanto de ganancias –y su
cuantía– durante el ejercicio en curso como de fondos suficientes para realizar el pago, se impide esencialmente que la
sociedad pueda proceder a la enajenación de elementos de su activo para hacer frente al pago de estas cantidades, en el
supuesto de carecer de la liquidez necesaria. Y de otro lado, la Ley limita también el importe por el que pueden acordarse
estos dividendos, que no podrá exceder de la cuantía de los resultados obtenidos desde el fin del último ejercicio previa
deducción de las cantidades que legalmente no sean distribuibles (pérdidas procedentes de ejercicios anteriores y
cantidades necesarias para la dotación de las reservas obligatorias por ley o por disposición estatutaria, así como la
estimación del impuesto a pagar sobre dichos resultados); de esta forma se garantiza que las cantidades «a cuenta»
recaigan sobre beneficios realmente obtenidos y de los que la sociedad puede por principio disponer libremente.
El incumplimiento de estas condiciones legales obligaría a la restitución de los dividendos indebidamente percibidos, en los
términos que ya hemos visto (art. 278 LSC).
LECCIÓN 24 LA MODIFICACIÓN DE LOS ESTATUTOS SOCIALES. AUMENTO Y REDUCCIÓN
DEL CAPITAL. SEPARACIÓN Y EXCLUSIÓN DE SOCIOS
Sumario: I. La modificación de los Estatutos Sociales 1. Concepto y significado 2. Requisitos generales 3. Supuestos especiales.
Exigencia de consentimiento de los socios o de la clase afectada
II. El aumento del capital 1. Concepto, requisitos y procedimientos 2. Modalidades y función económica A. Consideración
general B. Aumento del capital con aportaciones dinerarias C. Aumento del capital con aportaciones no dinerarias D. Aumento
del capital con cargo a reservas E. Aumento del capital por compensación de créditos 3. La delegación del aumento en los
administradores 4. Ejecución del aumento; el aumento incompleto 5. El derecho de suscripción y de asunción preferente de
los socios 6. La exclusión del derecho
III. La reducción del capital 1. Concepto, modalidades y función económica 2. Procedimientos y requisitos 3. Reducción de
capital con restitución de aportaciones 4. Reducción de capital por pérdidas 5. Reducción y aumento de capital simultáneos
IV. Separación y exclusión de socios 1. Causas legales de separación en las sociedades anónima y limitada 2. Causas
estatutarias de separación 3. La exclusión de socios 4. Aspectos comunes del régimen de separación y exclusión de socios

I. LA MODIFICACIÓN DE LOS ESTATUTOS SOCIALES


1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO
Al regular los estatutos numerosos aspectos de la organización y del funcionamiento de las sociedades, estas pueden verse
inducidas a su modificación con el fin de adaptarlos a las nuevas necesidades de la actividad social o económica. La
modificación de los estatutos es objeto de una especial atención por el ordenamiento, que en esencia procura conciliar la
posibilidad de alterar los estatutos a través del acuerdo mayoritario de los socios con el respeto de los derechos
individuales de éstos.
Por modificación de estatutos debe entenderse cualquier alteración de éstos, con independencia de que afecte a su
contenido o forma y de su verdadero alcance y trascendencia. Una sociedad puede modificar los estatutos, pero mientras
no lo haga debe regirse necesariamente por ellos (en caso contrario, los acuerdos serían impugnables: art. 204.1 LSC).
2. REQUISITOS GENERALES
Dada la trascendencia de los acuerdos de modificación estatutaria, la Ley los somete en todo caso a unos requisitos
imperativos de distinta naturaleza.
a) Tanto en la sociedad anónima como en la limitada, la competencia para modificar los estatutos se atribuye a la junta
general (art. 285.1 LSC), como órgano soberano en el que se forma y expresa la voluntad social. Este principio no tiene
más excepción general que el cambio del domicilio social dentro del territorio nacional, que en principio –salvo
disposición contraria de los estatutos– puede ser acordada por los administradores (arts. 285.2 LSC). Además, en la
sociedad anónima se permite también que la junta delegue la decisión sobre el aumento de capital en el órgano de
administración, en los términos que veremos.
b) La modificación de estatutos queda sometida también a unos requisitos especiales de forma y publicidad, que en
esencia pretenden reforzar el derecho de información de los socios y que tienen por ello un marcado carácter
imperativo (su cumplimiento sólo podría obviarse en los supuestos de junta universal, pues las condiciones exigidas para
la válida constitución de ésta permiten garantizar en mayor medida los derechos de los socios).
Antes que nada, la convocatoria de la junta debe expresar, «con la debida claridad», los extremos de los estatutos que
quieran modificarse (art. 287 LSC), con el fin de que los socios puedan conocer el alcance o trascendencia de la
modificación propuesta. Una vez convocada la junta, los socios disponen de un derecho de información reforzado,
consistente en el derecho a examinar el texto íntegro de la modificación propuesta y, en el caso concreto de la sociedad
anónima, el informe justificativo de la modificación que en este caso deben elaborar los administradores o los accionistas
autores de la propuesta (arts. 286 y 287 LSC). En la junta, los acuerdos de modificación deben adoptarse con los quórums y
mayorías exigidos por la Ley –o los estatutos, cuando los refuercen– para cada clase de sociedad (arts. 194 y 199 LSC). Y una
vez adoptados, los acuerdos quedan sometidos a un régimen especial de publicidad, pues han de hacerse constar en
escritura pública, inscribirse en el Registro Mercantil y publicarse en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (art. 290 LSC).
3. SUPUESTOS ESPECIALES. EXIGENCIA DE CONSENTIMIENTO DE LOS SOCIOS O DE LA CLASE AFECTADA
a) Tanto en la sociedad anónima como en la limitada hay determinadas modificaciones de estatutos que no pueden
adoptarse con un simple acuerdo mayoritario y que exigen adicionalmente el consentimiento individual y expreso de los
socios afectados. Así ocurre con las modificaciones que impliquen «nuevas obligaciones» para los socios (arts. 291 LSC),
como podría ser la obligación de efectuar nuevas aportaciones a la sociedad. Y por motivos similares, también se exige
el consentimiento de los interesados para la creación, modificación y extinción anticipada de la obligación de realizar
prestaciones accesorias (art. 89.1 LSC), al tratarse de acuerdos que no pueden imponerse a un socio por decisión de la
mayoría.
Aunque en ambos supuestos la Ley parece erigir el consentimiento de los socios afectados en presupuesto general de
eficacia del acuerdo en su conjunto, de tal forma que la oposición de cualquiera de ellos impediría a la sociedad llevar a
cabo la modificación acordada, cabe entender que aquellos acuerdos que resulten inocuos para el socio disconforme
serían válidos, aunque inoponibles frente a este.
b) Al margen de las modificaciones que implican nuevas obligaciones para los socios, puede haber otras que afecten de
forma negativa solo a determinados socios o a los derechos de algunos de éstos dentro de la sociedad, como en el caso
de alterarse las reglas estatutarias que determinen el régimen de una clase de acciones o participaciones dotadas de
algún privilegio. De esta forma, y para evitar que los derechos de los socios puedan anularse o alterarse por simples
decisiones mayoritarias, también en estos casos el cambio estatutario debe ir acompañado del asentimiento de los
afectados, aunque bajo fórmulas distintas para las sociedades anónimas y limitadas. En estas últimas, la necesidad de
recabar el consentimiento individual –en los términos que hemos visto– se extiende también a las modificaciones que
afecten a los «derechos individuales» de los socios (art. 292 LSC), por lo que cada uno de estos deberá prestar su
aquiescencia por separado. Pero en la sociedad anónima, por el contrario, los cambios de estatutos que incidan
negativamente sobre los derechos de una clase de acciones, o incluso de una parte de las acciones de una misma clase,
exigen solo el acuerdo de la mayoría de las acciones afectadas (art. 293 LSC; una concreción de este régimen se
encuentra en las modificaciones estatutarias que lesionen directa o indirectamente los derechos de las acciones o
participaciones sin voto, en los términos del art. 103). En consecuencia, en la sociedad anónima las modificaciones que
alteren los privilegios reconocidos en favor de una clase, y en general aquellas que supongan un trato discriminatorio
entre accionistas de una misma clase, requieren un doble acuerdo: el de la junta general de accionistas, y otro que
deben tomar separadamente –en la misma junta o en otra junta especial– los titulares de las acciones que resulten
afectadas. Otro ejemplo se encuentra en los acuerdos –que veremos– de reducción «efectiva» del capital que afecten
de manera desigual a las acciones o participaciones de una sociedad, que en la sociedad anónima requieren el acuerdo
separado de la mayoría de los accionistas afectados, pero que en la sociedad limitada se condicionan –por el distinto
régimen de tutela de los socios en ambos tipos sociales– al consentimiento individual de los socios afectados (art. 327
LSC).
II. EL AUMENTO DEL CAPITAL
1. CONCEPTO, REQUISITOS Y PROCEDIMIENTOS
Por aumento de capital hay que entender la operación jurídica consistente en elevar la cifra de capital social que figura en
los estatutos. Al ser el capital una mención indispensable de éstos, cualquier elevación de dicha cifra implica antes que
nada una modificación estatutaria, que deberá adoptarse, por tanto, con los requisitos generales de esta clase de acuerdos
(art. 296.1 LSC). Pero estos requisitos generales se completan con otros, que dependen de las distintas modalidades que
pueden revestir los aumentos.
El aumento de capital –cualquiera que sea su finalidad económica– puede realizarse a través de un doble procedimiento:
mediante la emisión o creación de nuevas acciones o participaciones, o elevando el valor nominal de las ya existentes (art.
295.1 LSC). Porque al reflejar la cifra de capital la suma de los valores nominales de las acciones o participaciones en que se
divide, el incremento de aquella puede efectuarse incidiendo sobre cualquiera de estos dos elementos. Aunque en principio
la sociedad es libre de decantarse por una u otra modalidad, la elevación del valor nominal de las acciones o participaciones
ya existentes se condiciona expresamente al «consentimiento» de todos los socios (art. 296.2 LSC), dado que éstos
quedarían obligados a efectuar nuevas aportaciones al patrimonio social para desembolsar el nuevo valor nominal
aumentado; sólo cuando el aumento se haga íntegramente con cargo a reservas o beneficios de la sociedad –de acuerdo
con la fórmula que veremos– puede la sociedad elevar el valor nominal de las acciones o participaciones sin necesidad de
recabar la aprobación de todos los socios, ya que estos no tendrían entonces que efectuar aportación alguna.
Además, cualquiera que sea el procedimiento seguido, en sede de aumento deben cumplirse también las reglas legales
sobre desembolso del capital: así, mientras que en la sociedad anónima el valor nominal de cada una de las acciones, una
vez efectuado el aumento, debe estar desembolsado en al menos un 25 por 100 (art. 296.3 LSC, que reproduce la regla del
art. 79), en la sociedad de responsabilidad limitada es preciso que la nueva cifra de capital sea totalmente desembolsada
(art. 78 LSC).
2. MODALIDADES Y FUNCIÓN ECONÓMICA
A. Consideración general
Normalmente una sociedad recurre al aumento del capital para obtener nuevos fondos e incrementar, de esta forma, su
patrimonio. Y es que las sociedades necesitadas de financiación disponen por regla general de dos posibilidades: acudir al
crédito, obteniendo recursos ajenos que deberán restituir en su momento, o aumentar el capital, para recabar nuevos
fondos propios que por principio quedan afectos de manera permanente a la explotación de la actividad social. Con todo,
es importante aclarar que no siempre la ampliación de capital comporta un correlativo aumento del patrimonio de la
sociedad, al ser posible que los fondos o aportaciones con que se desembolsa el nuevo capital –el contravalor del
aumento– estén integrados en el patrimonio social con anterioridad a la operación. De ahí que existan distintas
modalidades de aumento, en función de que su contravalor consista en nuevas aportaciones dinerarias o no dinerarias,
en la aportación o compensación de créditos contra la propia sociedad, o en la transformación de reservas o beneficios
que ya figuraban en el patrimonio (art. 295.2 LSC).
B. Aumento del capital con aportaciones dinerarias
Es el supuesto más frecuente en la práctica, al que acuden las sociedades que aumentan su capital con fines de
financiación. Desde el punto de vista material, la realización de estas aportaciones en sede de aumento se rige por las
mismas normas –que vimos– aplicables al desembolso del capital fundacional. Existe con todo una particularidad para la
sociedad anónima, en la que esta clase de aumento requiere el total desembolso de las acciones anteriormente emitidas
(art. 299 LSC, que, sin embargo, dulcifica el rigor de esta regla permitiendo la existencia de una cantidad pendiente de
desembolso mientras sea inferior al 3 por 100 del capital). De este modo, se trata básicamente de evitar que una sociedad
pueda requerir nuevas aportaciones a través de una ampliación de capital mientras existan dividendos pasivos y, por
tanto, aportaciones ya comprometidas pendientes de desembolso.
C. Aumento del capital con aportaciones no dinerarias
Cuando el contravalor del aumento esté formado por aportaciones no dinerarias, éstas deberán someterse al régimen
que resulte aplicable en función del tipo social de que se trate. Así, en la sociedad anónima habrán de ser objeto por
principio de un informe pericial elaborado por uno o varios expertos independientes (art. 67 y ss. LSC), al igual que en fase
de constitución. En la sociedad limitada, en cambio, regirá el particular régimen de responsabilidad de aportantes, socios
y administradores por la realidad y valoración de estas aportaciones, responsabilidad que en todo caso podría excluirse –
de acuerdo siempre con las reglas generales– sometiendo la aportación voluntariamente a valoración pericial (art. 73 y ss.
LSC).
Al margen de este régimen material, y con el fin de reforzar la información de los socios, se exige que los administradores
pongan a disposición de éstos al tiempo de convocar la junta que haya de deliberar sobre el aumento un informe
describiendo las aportaciones proyectadas, las personas que vayan a efectuarlas, así como el número de acciones o de
participaciones a entregar a cambio (art. 300 LSC).
D. Aumento del capital con cargo a reservas
A diferencia de las anteriores, esta modalidad de ampliación no comporta la entrada de nuevos bienes en la sociedad ni
afecta, por tanto, a la situación patrimonial de esta. La operación se reduce a una transformación de reservas sociales en
capital mediante un simple traspaso o transferencia contable, verificándose en consecuencia una reestructuración –pero
no un incremento– de los recursos propios de la sociedad. Aunque este aumento carezca de efectos económicos sobre el
patrimonio social (y, por tanto, sobre el patrimonio de los socios, pues el valor real o razonable de su total participación
en la sociedad se mantiene inalterado), sin embargo comporta notables consecuencias jurídicas, ya que los fondos
transformados –que como reservas serían de libre distribución– quedan imputados a capital y se convierten por ello en
indisponibles. Es habitual hablar en estos casos de aumento «gratuito» del capital, ya que los socios no tienen que realizar
ninguna aportación y el desembolso de las nuevas acciones o participaciones es realizado por la propia sociedad con
cargo a reservas integradas en su propio patrimonio.
Para la realización de esta modalidad de aumento, cabe utilizar las reservas de libre disposición e incluso –aunque con
algunas diferencias entre la sociedad anónima y limitada– la reserva legal (v. art. 303 LSC). Además, con el fin de
garantizar la realidad de los fondos o partidas que son traspasados a capital, es necesario que la ampliación se realice en
atención a un balance aprobado dentro de los seis meses inmediatamente anteriores que, en el caso específico de la
sociedad anónima, debe ser objeto de verificación por auditores de cuentas (art. 303.2 LSC). En caso de realizarse el
aumento mediante la creación de nuevas acciones o participaciones, los socios disponen del derecho de asignación
«gratuita» de las mismas (art. 306.2 LSC) que, a diferencia del derecho de preferencia que rige en los aumentos
dinerarios, no puede ser excluido en ningún caso por acuerdo de la junta general; y de llevarse a cabo mediante elevación
del valor nominal de las acciones o participaciones antiguas, como vimos, el aumento podría acordarse sin necesidad de
recabar el consentimiento de todos los socios.
E. Aumento del capital por compensación de créditos
En esta modalidad de ampliación, generalmente conocida como capitalización de deuda, las nuevas acciones o
participaciones son suscritas o asumidas por uno o varios acreedores de la sociedad, que no realizan propiamente nuevas
aportaciones, sino que compensan su derecho de crédito frente a aquélla con la correspondiente obligación de
aportación o de desembolso. Este aumento, que permite convertir en socios a los acreedores que acepten sustituir su
derecho de crédito por una participación en la sociedad, presenta como principal especialidad la relativa a su desembolso,
que tiene lugar mediante compensación y sin necesidad por tanto de efectuar aportación alguna. Aunque no comporte
propiamente la obtención de nuevos recursos, esta operación puede resultar muy beneficiosa para la sociedad, que
reduce su pasivo o endeudamiento a la vez que incrementa su capital o fondos propios por la cantidad que sea
compensada y que podrá disponer así libremente de los recursos que en caso contrario habría tenido que emplear para
atender al pago de sus obligaciones. Ello explica que esta clase de aumento sea característica –aunque en absoluto
exclusiva– de las sociedades endeudadas con dificultades para hacer frente al pago de sus obligaciones (y de ahí que el
Texto refundido de la Ley Concursal contemple la conversión de los créditos en acciones o participaciones como posible
contenido tanto del convenio concursal –arts. 327 y 328– como de los acuerdos homologados de refinanciación –arts. 624
y 625–).
En consonancia con el distinto régimen sobre desembolso de capital, los requisitos que debe cumplir este aumento varían
en la sociedad anónima y en la limitada; en la primera los créditos a compensar deben ser líquidos, vencidos y exigibles en
al menos un 25 por 100, con el fin de preservar el régimen general sobre desembolso mínimo de las acciones (de tal
forma que los sucesivos desembolsos del accionista se irían compensando con los vencimientos de su propio crédito);
pero en la segunda, al exigirse que la sociedad tenga el capital desembolsado en su integridad, es preciso que los créditos
sean totalmente líquidos y exigibles (art. 301.1 LSC).
Además, con el fin de garantizar la realidad de los créditos a compensar y de reforzar la información de los socios, se exige
poner a disposición de éstos un informe de los administradores (art. 301.2 LSC), que en el caso concreto de la sociedad
anónima debe ir acompañado de una certificación del auditor de cuentas que justifique la exactitud de los datos
empleados para la realización del aumento (art. 301.3 LSC).
En la sociedad anónima, una particular modalidad de aumento por compensación de créditos se verifica en los supuestos
de conversión de obligaciones en acciones (pues la sociedad limitada –como hemos visto– tiene prohibida la emisión de
obligaciones convertibles). Y es que en estos casos el desembolso de las nuevas acciones se hace con cargo al crédito
incorporado a las obligaciones que son objeto de conversión y sin necesidad, pues, de que el obligacionista efectúe
ninguna nueva aportación.
3. LA DELEGACIÓN DEL AUMENTO EN LOS ADMINISTRADORES
En la sociedad de responsabilidad limitada, la exigencia de un acuerdo de junta para «cualquier modificación de los
estatutos» (art. 285.1 LSC) no encuentra ninguna excepción en materia de aumento de capital. Este deberá acordarse por
los socios reunidos en junta, sin que sea posible en ningún caso delegar la decisión sobre la realización del aumento en el
órgano de administración.
Pero no ocurre así en la sociedad anónima, que consagra la institución del denominado «capital autorizado», permitiendo a
la junta general delegar en los administradores la facultad de acordar el aumento [art. 297.1. b) LSC]. En este caso, los
administradores pueden ampliar el capital una o varias veces sin necesidad de consultar a la junta general, y en el momento
y en la cuantía que –dentro de los márgenes fijados por la junta– libremente decidan. Esta delegación de facultades, al
permitir a los administradores elegir el momento más propicio para el aumento, resulta de especial utilidad en las
sociedades cotizadas, que se benefician así de una mayor flexibilidad para adaptar los procesos de captación de recursos
propios a la evolución y situación de los mercados.
Esta delegación se sujeta por la Ley a un doble límite cuantitativo, pues su importe no puede exceder de la mitad del capital
de la sociedad en el momento de la autorización, y temporal, ya que sólo puede otorgarse por un plazo máximo de cinco
años. Pero requiere también que el contravalor del aumento que puedan acordar los administradores consista
necesariamente en aportaciones dinerarias; el «capital autorizado» se concibe así como un mecanismo de financiación de
la sociedad, al que no cabe acudir para las restantes modalidades de aumento por su significado más complejo.
En el caso específico de las sociedades cotizadas, se permite que la junta pueda delegar, junto a la decisión sobre el
aumento del capital, la facultad de excluir el derecho de suscripción preferente de los antiguos accionistas (art. 506 LSC), en
los términos que veremos.
Al margen de la posibilidad de delegar la decisión sobre el aumento, cabe también que la junta general adopte el acuerdo
de ampliar el capital y delegue en los administradores la fijación de determinadas condiciones del mismo [art. 297.1. a) LSC,
que somete esta delegación a un plazo máximo de un año]. En el «capital autorizado» los administradores son libres de
servirse o no de la autorización, pudiendo hacer uso de ella en el momento y la cuantía que estimen oportunos. Pero en
este caso la delegación va referida a la ejecución de un acuerdo de aumento adoptado por la propia junta, que por regla
vincula a los administradores y que estos han de limitarse a completar en los extremos no fijados (fecha, precio de emisión,
plazo de suscripción, etc.). De hecho, debe entenderse que esta posibilidad también es posible en la sociedad limitada, a
falta incluso de cualquier previsión legal específica, mientras la junta general fije las condiciones esenciales del acuerdo de
ampliación y delegue en el órgano de administración la determinación de sus aspectos secundarios o accidentales.
4. EJECUCIÓN DEL AUMENTO; EL AUMENTO INCOMPLETO
El aumento de capital, una vez acordado, comprende una fase de ejecución, en la que se verifica la suscripción o asunción y
el desembolso de las nuevas acciones o participaciones y que culmina con la inscripción en el Registro Mercantil.
En relación con esta última, la regla es que el acuerdo de aumento y la ejecución del mismo deben inscribirse
simultáneamente en el Registro Mercantil (arts. 315 LSC). Se busca evitar así que se beneficien de los efectos de la
publicidad registral acuerdos tomados pero pendientes de ejecución, pues sólo con ésta adquiere plena efectividad el
aumento y el consiguiente incremento de la cifra del capital. Pero este principio es objeto de excepción – como veremos–
para las sociedades cotizadas, que bajo ciertas condiciones pueden inscribir los acuerdos de aumento antes de su ejecución
(art. 508 LSC).
Al propio tiempo, y con el fin de garantizar la inscripción de los aumentos una vez ejecutados, se reconoce el derecho de las
personas que hayan suscrito o asumido la ampliación de capital a solicitar la resolución de su obligación y la restitución de
las aportaciones realizadas en caso de que los documentos acreditativos de la ejecución no se presenten por la sociedad en
el Registro Mercantil en los plazos legales (art. 316 LSC).
Por lo demás, como los aumentos de capital tienen que acordarse por una cifra determinada, se suscita la cuestión relativa
a la efectividad de los mismos cuando no sean suscritos o asumidos íntegramente dentro del plazo fijado para ello. A este
respecto, existen reglas dispares para las sociedades anónimas y para las sociedades limitadas: mientras que en aquéllas la
suscripción incompleta determina que el aumento quede sin efecto, a menos que la sociedad hubiera acordado lo contrario
en las condiciones de la emisión (art. 311 LSC), en la sociedad limitada el principio es el opuesto, de tal forma que el
aumento se ejecutará en la cuantía desembolsada salvo previsión contraria de la junta (arts. 310 y 507 LSC). Este mismo
principio rige también –como veremos– para las sociedades cotizadas (art.507 LSC). En último caso, ambas reglas tienen un
carácter dispositivo, por lo que cualquier sociedad –sea anónima, cotizada o no, o limitada– puede optar libremente por el
régimen que estime más conveniente, en el sentido de vincular la suerte del aumento a su íntegra colocación y de excluir
una posible suscripción o asunción parcial o, por el contrario, de prever la ejecución y efectividad de la ampliación incluso
cuando no sea enteramente cubierta.
5. EL DERECHO DE SUSCRIPCIÓN Y DE ASUNCIÓN PREFERENTE DE LOS SOCIOS
Los socios tienen derecho a concurrir a los aumentos de capital antes que cualquier tercero en virtud del denominado
«derecho de preferencia», que comprende el «derecho de suscripción preferente» de las nuevas acciones en la sociedad
anónima y el «derecho de asunción preferente» de las nuevas participaciones en la sociedad limitada (art. 304 LSC). Pero
este derecho sólo se les atribuye en los aumentos de capital que se realicen «con cargo a aportaciones dinerarias», por lo
que no opera en las restantes modalidades de aumento, como serían en particular los aumentos con cargo a aportaciones
no dinerarias o por compensación de créditos (en los aumentos con cargo a reservas con emisión de nuevas acciones o
participaciones los socios disfrutan en cambio –lo hemos visto– del derecho de asignación gratuita). Ello se explica porque
estas últimas modalidades de aumento suelen ser incompatibles por su propia naturaleza con la atribución de un derecho
de preferencia a los socios, pues las nuevas acciones o participaciones se destinan a quienes vayan a realizar la aportación
no dineraria de que se trate o a los titulares de los derechos de crédito frente a la sociedad que son objeto de
compensación.
La función de este derecho consiste en proteger a los socios frente a los efectos de una ampliación de capital, evitando que
ésta pueda diluir el valor relativo de su participación social. Esto se advierte fácilmente en el plano corporativo, pues a
través de este derecho los socios pueden mantener invariado el porcentaje de capital poseído (y, con ello, la extensión de
sus derechos políticos). Pero la misma protección se verifica en el terreno económico y patrimonial, ya que los derechos
latentes o indirectos de los socios sobre el patrimonio y las reservas sociales –el valor real o razonable de su participación–
podrían verse perjudicados si las nuevas acciones o participaciones son emitidas o creadas a un precio que no se
corresponda con el verdadero valor económico o patrimonial de las antiguas (éstas padecerían un «aguamiento» o dilución
económica, pues pasarían a representar una cuota inferior sobre un patrimonio que en términos relativos habría
aumentado en menor medida que el capital).
El valor de las acciones o participaciones nuevas que corresponde a cada socio ha de ser rigurosamente proporcional al
valor nominal de las que posea, sin que quepa atribuir posibles privilegios en este terreno a determinados socios (así se
formula expresamente por el art. 96, apdos. 2 y 3, LSC, tanto para las sociedades anónimas como limitadas).
Para el ejercicio de este derecho de preferencia, la sociedad debe fijar un plazo que no puede ser inferior a un mes (art.
305.3 LSC), aunque este plazo se reduce a catorce días – como veremos– para las sociedades cotizadas (art. 503 LSC).
Con el fin de prevenir una posible falta de suscripción o de asunción íntegra del aumento, es posible que las acciones o
participaciones que puedan quedar pendientes tras el plazo de ejercicio del derecho de preferencia sean ofrecidas –a modo
de «segunda vuelta»– a los socios que además de ejercitar su derecho preferente soliciten acciones o participaciones
adicionales; y además, cabe también habilitar una «tercera vuelta» subsidiaria, autorizando al órgano de administración
para adjudicar a terceros las acciones o participaciones que no hayan sido adquiridas por los socios (así lo previene
expresamente el art. 307.1 LSC para las sociedades limitadas, «salvo que los estatutos dispongan otra cosa», pero el mismo
régimen puede preverse por una sociedad anónima en el acuerdo de aumento).
El derecho de preferencia de los socios tiene carácter transmisible. Como el ejercicio de este derecho y la consiguiente
participación en el aumento implica la obligación de efectuar nuevos desembolsos, la Ley faculta a los socios que no
quieran o no puedan realizarlos para transmitir al menos el derecho que les corresponde, con el fin de movilizar el valor
patrimonial de éste y de compensar así la dilución que pueda experimentar su participación social por causa del aumento
(en las sociedades cotizadas, por ej., los derechos de suscripción preferente son objeto de negociación en bolsa). Con todo,
la enajenación de estos derechos debe hacerse por principio de acuerdo con las reglas – legales o estatutarias–aplicables a
la transmisión de las acciones o participaciones de la sociedad de que se trate, en lo que hace particularmente a las
posibles restricciones que pudiesen existir para la circulación de éstas (art. 306 LSC).
6. LA EXCLUSIÓN DEL DERECHO
El derecho de preferencia de los socios viene excluido por la propia Ley en ciertos supuestos de aumento de capital, en los
que las nuevas acciones o participaciones se crean con unos destinatarios determinados. Al margen de los supuestos ya
vistos de los aumentos con cargo a aportaciones no dinerarias o por compensación de créditos, lo mismo ocurre con los
aumentos que tengan como objeto atender a la conversión de obligaciones en acciones o con los que se deriven de la
fusión por absorción de otra sociedad (art. 304.2LSC), en los términos que veremos. Pero al margen de estos supuestos, y
de los previstos en otras leyes especiales (como los aumentos de las sociedades profesionales que sirvan de cauce a la
promoción profesional –art. 17.1.b de la Ley 2/2007– o los aumentos acordados en el contexto de un plan homologado de
reestructuración de la sociedad deudora que se encuentre en estado de insolvencia actual o inminente –art. 631.4 del
TRLC–), es posible también que una sociedad acuerde la supresión total o parcial del derecho preferente de suscripción o
de asunción en relación a aumentos determinados del capital.
La decisión de excluir el derecho de suscripción preferente sólo es posible «en los casos en que el interés de la sociedad así
lo exija» (art. 308.1 LSC). Y es que pueden existir supuestos en que una sociedad, por razones de política empresarial, esté
interesada en incorporar a su capital social a determinados terceros y, por tanto, en ofrecer a éstos las acciones o
participaciones de nueva emisión (alguien que aporte oportunidades de negocio a la sociedad o que vincule a ésta a un
grupo empresarial relevante, los trabajadores de la empresa, etc.). De ahí que deba entenderse que el requisito material
relativo al «interés social» se cumple cuando la sociedad justifique la mayor razonabilidad o conveniencia de la supresión
del derecho para alcanzar un determinado objetivo en relación a otras eventuales alternativas, sin que sea necesario que
dicha medida sea la única posible.
En cualquier caso, el acuerdo de supresión del derecho preferente debe adoptarse con un conjunto de requisitos. Así, se
exige una mención especial a la propuesta de exclusión y al tipo de emisión o de creación de las nuevas acciones o
participaciones en la convocatoria de la junta que vaya a aprobar el aumento [art. 308.2. b) LSC], así como la elaboración de
un informe por los administradores [art. 308.2. a) LSC], en el que deben justificar –entre otras cuestiones– los motivos que
fundamentan la exclusión del derecho de preferencia y el precio de emisión o de creación de las nuevas acciones o
participaciones. Pero el principal requisito tiene que ver con este precio de emisión o de creación de las nuevas acciones o
participaciones, que debe corresponderse con su valor real o razonable [art. 308.2. c) LSC]; en el caso concreto de la
sociedad anónima, además, el tipo de emisión debe ser confirmado o validado por un auditor de cuentas distinto del
auditor de la sociedad y nombrado a estos efectos por el Registro Mercantil, que debe emitir un informe sobre el valor
razonable de las acciones de la sociedad y sobre la razonabilidad de los datos contenidos en el informe de los
administradores [art.308.2.a) LSC]. De esta forma se pretende evitar la posible dilución económica –el «aguamiento»– de la
participación ostentada por los antiguos socios, que en caso contrario perderían parte de sus derechos latentes e indirectos
sobre las reservas y sobre el patrimonio de la sociedad en favor de las personas que suscribiesen o asumiesen las nuevas
acciones o participaciones a un precio que fuese inferior a su verdadero valor económico.
Este régimen general presenta –como veremos– importantes singularidades en el caso de las sociedades cotizadas, en lo
que hace concretamente a los órganos facultados para acordar la exclusión del derecho de suscripción preferente (por la
posibilidad de que la junta general delegue la decisión sobre la exclusión en el consejo de administración cuando le atribuya
la facultad de aumentar el capital) y al precio de emisión de las nuevas acciones (por la posibilidad de que las nuevas
acciones puedan emitirse bajo ciertas condiciones a un precio inferior a su valor razonable).
III. LA REDUCCIÓN DEL CAPITAL
1. CONCEPTO, MODALIDADES Y FUNCIÓN ECONÓMICA
La reducción de capital se presenta lógicamente como una operación de signo inverso al aumento, consistente en la rebaja
o disminución de la cifra de capital que figure en los estatutos. Y al igual que ocurre con el aumento, esta reducción puede
responder a distintas finalidades o razones de orden económico-financiero, que en esencia se reducen a dos.
a) Hay ocasiones en que el capital suscrito o asumido resulta excesivo para las necesidades de la empresa social ( v. gr., por
un cambio de objeto o por el agotamiento de un negocio) y en las que puede resultar conveniente devolver a los socios
una parte de las aportaciones realizadas. Suele hablarse aquí de reducción real o efectiva del capital, porque la rebaja de
éste comporta una disminución correlativa del patrimonio de la sociedad. De ahí que en estos casos la reducción tenga
como «finalidad» o función económica la devolución o restitución del valor de las aportaciones (art. 317.1 LSC).
En la sociedad anónima, esta modalidad de reducción también puede articularse a través de la «condonación de la
obligación de realizar las aportaciones pendientes» (art. 317.1 LSC), cuando la reducción implique, no una devolución de
aportaciones, sino la condonación o liberación de la obligación de realizar aportaciones previamente comprometidas
por los accionistas (en la sociedad limitada, en cambio, esta modalidad de reducción es incompatible con el principio de
desembolso íntegro del capital que consagra el art. 78 LSC).
Además, también se traduce en una reducción efectiva del capital aquella que tenga por objeto la constitución o el
incremento de reservas voluntarias; porque aun no verificándose en estos casos un desplazamiento patrimonial en favor
de los socios, la conversión de capital en reservas implica alterar el régimen de disponibilidad de parte del patrimonio,
que de estar afecto a la cobertura del capital pasaría a ser libremente distribuible entre los socios.
b) Otras veces, sin embargo, la operación de reducción responde a motivos de saneamiento financiero, cuando una
sociedad experimenta pérdidas que sitúan su patrimonio neto por debajo de la cifra de capital. En estos casos de
desbalance, puede ser conveniente rebajar el capital hasta una cifra que coincida con el valor del patrimonio neto, al
objeto de enjugar las pérdidas acumuladas y de restablecer el «equilibrio entre el capital y el patrimonio neto de la
sociedad disminuido por consecuencia de pérdidas» (art. 317.1 LSC). Se trata aquí de la denominada reducción por
pérdidas, nominal o contable, pues carece de incidencia sobre el patrimonio de la sociedad y se condensa en una simple
operación contable, consistente en rebajar el importe de la cuenta de capital.
También hay reducción meramente nominal cuando se reduce el capital con la finalidad de constituir o de incrementar
la reserva legal; en este caso la reducción no implica restitución o liberación de aportaciones realizadas por los socios, ya
que la reserva legal –a diferencia de las reservas voluntarias– se caracteriza legalmente por su naturaleza indisponible.
La distinción entre estos dos tipos de reducción comporta –como veremos– significativas diferencias de régimen
jurídico, fundamentalmente en lo que hace a los mecanismos de defensa de los acreedores sociales. Además, debe
destacarse que junto a estas modalidades básicas de reducción de capital, que responden a circunstancias sobrevenidas
e imprevistas con que se encuentra una sociedad, existen otras que en cierta forma se presentan como una
consecuencia o efecto accesorio de algunas operaciones societarias de significado más complejo ( v. gr., reducción de
capital por amortización de acciones o de participaciones propias –arts. 139, 141 y 147 LSC–, reducción en caso de
separación o exclusión de socios –art. 358 LSC–, amortización de acciones rescatables por una sociedad anónima
cotizada –art. 501 LSC–, etc.).
2. PROCEDIMIENTOS Y REQUISITOS
Cualquiera que sea su finalidad, una reducción de capital puede articularse tanto a través de la amortización de acciones o
participaciones como de la disminución del valor nominal de unas u otras. Porque siendo el capital social el producto de la
suma de los valores nominales de las acciones o participaciones en que se divida, la reducción de aquél puede efectuarse
respetando el número de éstas y rebajando su valor nominal o, por el contrario, manteniendo éste y amortizando una parte
de dichas acciones o participaciones. También cabe combinar ambos procedimientos cuando se acuerde la agrupación de
acciones o participaciones para sustituirlas por otras que en conjunto tengan un valor nominal inferior al de las antiguas
(art. 317.2 LSC).
La facultad de una sociedad para optar por cualquiera de estos procedimientos de reducción se ve condicionada por el tipo
de sociedad de que se trate y por la propia modalidad de la reducción. En efecto, en la sociedad limitada, la regla general es
que cualquier reducción de capital que no afecte por igual a todas las participaciones ( v. gr., por preverse sólo la
amortización de algunas de ellas) únicamente es posible cuando medie el consentimiento individual de todos los socios
(art. 292 LSC), evitándose así una posible desigualdad de trato entre éstos. Pero en la sociedad anónima, por el contrario,
las reglas varían en función de la modalidad de reducción. De esta forma, los supuestos de reducción por pérdidas deben
efectuarse necesariamente mediante reducción del valor nominal de las acciones (art. 320 LSC), con el fin de que todos los
accionistas padezcan el menoscabo patrimonial sufrido por la sociedad en unos mismos términos. Pero los acuerdos de
reducción de capital efectiva con reembolso a los accionistas que no afecten a todas las acciones por igual se condicionan,
no a la aprobación individual, sino al acuerdo de la mayoría de los accionistas interesados (art. 338.2 LSC); bastaría, pues, el
consentimiento mayoritario de los tenedores de las acciones afectadas (que serían tanto los accionistas cuyas acciones
fueran amortizadas como aquellos que por el contrario no se vieran afectados, por la disparidad de efectos de la reducción
sobre unos y otros) para que la reducción pudiese recaer de forma desigual sobre las distintas acciones en que se divida el
capital.
En cuanto a los requisitos generales de la reducción de capital, cabe destacar:
a) Los acuerdos de reducción, al implicar una alteración de la cifra de capital recogida en los estatutos, deben tomarse por
la junta general (sin que exista aquí –a diferencia de lo previsto en la sociedad anónima para el aumento– posibilidad de
delegación en el órgano de administración), con los requisitos generales de la modificación de estatutos (art. 318.1 LSC).
b) Estos acuerdos, además, deben pronunciarse sobre los extremos sustanciales de la reducción acordada, precisando el
importe de la reducción, la finalidad perseguida, el procedimiento escogido para efectuarla, y cualquier otra mención
que resulte imprescindible para delimitar su contenido y naturaleza (art. 318.2 LSC).
c) En la sociedad anónima, además, los acuerdos de reducción –por su trascendencia para los acreedores sociales– quedan
sometidos a un régimen especial de publicidad, debiendo publicarse en el Boletín Oficial del Registro Mercantil y en la
página web de la sociedad o, en defecto de ésta, en un periódico de gran circulación en la provincia del domicilio social
(art. 319 LSC). Al no distinguir la Ley, debe entenderse que este requisito es aplicable a cualquier modalidad de
reducción del capital, incluyendo, por tanto, las que carecen propiamente de cualquier efecto patrimonial.
d) También se prevén unos requisitos especiales para el supuesto de que la reducción se articule mediante la adquisición
de acciones o participaciones propias a efectos de su amortización (art. 339 LSC). Este régimen se aplica sólo cuando la
sociedad formula una oferta a los socios para adquirir sus acciones o participaciones a los efectos de amortizarlas, pero
no en las demás hipótesis de reducción mediante amortización de acciones o participaciones que no vayan precedidas
de dicho llamamiento (v. gr., amortización de acciones o participaciones propias poseídas por la sociedad en
autocartera). La principal exigencia en este caso estriba en la necesidad de ofrecer la adquisición «a todos los socios»
(art. 338.1 LSC), con el fin de preservar la igualdad de oportunidades de éstos y de evitar un posible trato
discriminatorio. La sociedad debe dirigir a los socios una oferta de adquisición de sus acciones o participaciones
(sometida en el caso de las sociedades cotizadas a la normativa sobre OPAs; v. art. 12 del RD 1066/2007) que, al margen
de cumplir con un régimen especial de publicidad, exige garantizar un prorrateo entre los socios cuando las acciones o
participaciones ofrecidas excedan del número fijado por la sociedad (art. 340 LSC).
3. REDUCCIÓN DE CAPITAL CON RESTITUCIÓN DE APORTACIONES
En cualquiera de las modalidades de reducción real o efectiva del capital se produce una disminución correlativa del
patrimonio de la sociedad (o de su régimen de disponibilidad, como en la reducción para la constitución de reservas
voluntarias), susceptible de afectar negativamente a la garantía de los acreedores sociales. Porque al operar la cifra de
capital –primera partida del pasivo– como factor de retención de bienes y elementos en el patrimonio, la reducción de
aquélla permitirá a la sociedad disponer de unos bienes o activos que de otra forma contribuirían a reforzar la garantía de
sus deudas frente a terceros. De ahí que la Ley instaure un régimen de protección de los acreedores sociales en relación con
estas modalidades de reducción, aunque con significativas diferencias entre la sociedad anónima y la sociedad limitada.
a) En la sociedad anónima, los riesgos potenciales de cualquier reducción de capital con devolución del valor de las
aportaciones se abordan con la atribución a los acreedores sociales del llamado derecho de oposición (art. 334 LSC). A
estos efectos, los acreedores ordinarios –no aquellos cuyos créditos se encuentren suficientemente garantizados, que
lógicamente no se ven afectados por la disminución patrimonial– tienen el derecho a oponerse a la reducción en el plazo
de un mes desde la publicación de los anuncios relativos a la misma, mientras la sociedad no les garantice los créditos
no vencidos. De ejercitarse esta oposición, la sociedad debe prestar garantía a satisfacción del acreedor o, en su defecto,
notificarle la prestación de una fianza solidaria por la cuantía del crédito en favor de la sociedad y por parte de una
entidad de crédito (art. 337 LSC). El derecho de oposición decae, pues, cuando el crédito de quien lo ejercita resulta
garantizado (o satisfecho), momento en el cual la reducción podría llevarse a término.
Debe destacarse, con todo, que la sociedad puede evitar el derecho de oposición de los acreedores cuando se sirva de
beneficios o de reservas disponibles para la restitución de aportaciones a los socios y constituya al tiempo una reserva
indisponible por el importe de la reducción de capital [art. 335. c) LSC]. Si los acreedores carecen en este caso del
derecho de oposición es porque bajo estas condiciones la reducción no puede producirles ningún perjuicio: es necesario
de un lado que la sociedad se sirva de fondos libres, sobre los que ostenta por principio un derecho de disposición y
reparto, lo que evita que la operación pueda suponer una merma de los recursos afectos a la cobertura del capital; y, de
otro lado, la constitución de una reserva indisponible por un importe equivalente al de la propia reducción permite
garantizar la permanencia en el pasivo de la cifra de retención del patrimonio social que existía en el momento en que
los acreedores contrataron con la sociedad (pues esta reserva compensa o anula la disminución experimentada por el
capital).
b) En la sociedad limitada, por el contrario, el sistema legal de tutela de los acreedores en los supuestos de reducción de
capital por restitución del valor de las aportaciones es más complejo, al preverse al tiempo un régimen de protección
legal y otro voluntario, que puede ser adoptado por cualquier sociedad a través de una previsión estatutaria expresa.
El régimen de protección legal se traduce en la imposición de una responsabilidad personal a los socios a quienes se
hubiera restituido la totalidad o una parte del valor de sus aportaciones por las deudas sociales anteriores a la reducción
(art. 331 LSC). Esta responsabilidad patrimonial de los socios, que tiene como límite la cantidad que hayan percibido en
concepto de restitución de aportaciones y que prescribe a los cinco años, se adiciona lógicamente a la responsabilidad
de la propia sociedad, que al fin y al cabo es la titular de las deudas y que por ello quedaría sujeta a la acción de regreso
que –en el ámbito de las relaciones internas– pudiese ejercitar el socio que se viese compelido a pagar al acreedor.
Por lo demás, y de forma similar a lo previsto para la sociedad anónima, una sociedad limitada puede también excluir
este peculiar régimen de protección legal si al acordar la reducción dota voluntariamente una reserva con cargo a
beneficios o reservas libres por un importe equivalente al de las aportaciones restituidas a los socios (art. 332.1 LSC). Sin
embargo, así como en la sociedad anónima la reserva equivalente queda sujeta de forma permanente al régimen de
indisponibilidad que caracteriza al capital social [art. 335. c) LSC], en la sociedad limitada el carácter indisponible de esta
reserva se establece por un plazo máximo de 5 años, que se reduciría incluso si con anterioridad fuesen satisfechas
todas las deudas sociales existentes en la fecha de oponibilidad de la reducción (art. 332.2 LSC).
Pero junto a este sistema legal de tutela de los acreedores, se permite también que los estatutos de una sociedad
limitada se decanten por un régimen distinto de carácter voluntario (art. 333 LSC), que en esencia viene a coincidir con
el derecho de oposición que de forma general rige en la sociedad anónima (al margen de algunas diferencias menores,
como la obligación de notificar personalmente la reducción a los acreedores o el plazo de ejercicio del derecho de
oposición, que en este caso se establece en tres meses). Aunque la Ley no lo aclare, debe entenderse que este sistema
de protección –de establecerse estatutariamente– no tiene un carácter complementario o cumulativo respecto del
régimen de protección legal, sino alternativo o sustitutivo, en el sentido de excluirlo. La introducción de este derecho de
oposición por vía estatutaria sirve así para desactivar el régimen más severo de responsabilidad personal de los socios
por las cantidades que sean objeto de restitución, que tiene en consecuencia un carácter meramente dispositivo.
4. REDUCCIÓN DE CAPITAL POR PÉRDIDAS
Se trata aquí de los supuestos de reducción que tienden a equilibrar la cifra del capital social con el valor del patrimonio
neto reducido por consecuencia de pérdidas (o, en su caso, a constituir o incrementar la reserva legal), y en los que, por
tanto, no se verifica restitución de aportaciones a los socios ni alteración del régimen de disponibilidad de parte del activo
social. La reducción se traduce entonces en una operación meramente contable (rebaja de la cifra estatutaria del capital en
el primer caso, acompañada en el segundo del incremento correlativo de la partida de la reserva legal), que no afecta como
tal a la situación patrimonial de la sociedad. Es precisamente la falta de incidencia de esta modalidad de reducción sobre el
patrimonio de la sociedad lo que explica que en este caso no resulten aplicables los mecanismos de protección de
acreedores previstos para las hipótesis de reducción real o efectiva [art. 331.1 y 335. a) LSC], al no verificarse ningún acto de
disposición patrimonial que pudiese afectar negativamente a la garantía de pago de las deudas sociales.
Dadas las especiales características de esta modalidad de reducción, la Ley la somete a determinados requisitos que
básicamente tratan de garantizar el respeto de su auténtica finalidad y significado legal. Así, de un lado, se prohíbe la
posibilidad de realizar una reducción nominal del capital cuando la sociedad disponga de cualquier clase de reservas (art.
322 LSC), pues en este caso las pérdidas sociales deberían enjugarse previamente con cargo a esas reservas y sin necesidad
de alterar la cifra de capital. Y, de otro lado, con el fin de garantizar la realidad de las pérdidas que dan lugar a la operación
de reducción, se exige que esta se realice sobre la base de un balance –el de ejercicio o uno de situación– que debe ser
verificado por un auditor de cuentas y aprobado por la junta general (art. 323 LSC).
Por lo demás, aunque cualquier sociedad puede adoptar voluntariamente un acuerdo de reducción del capital por pérdidas,
en la sociedad anónima esta reducción tiene carácter forzoso u obligatorio cuando las pérdidas hayan disminuido el
patrimonio neto por debajo de las dos terceras partes de la cifra del capital social y transcurra un ejercicio social sin haberse
recuperado el patrimonio neto (art. 327 LSC). De esta forma, la Ley trata de evitar que las sociedades con pérdidas
acumuladas puedan mantener cifras de capital carentes de una suficiente cobertura patrimonial, que en el límite podrían
inducir a error a los acreedores en cuanto a la solvencia de la sociedad. Pero en la sociedad limitada, sin embargo, falta
cualquier obligación equivalente, por lo que la reducción por pérdidas resultará, por principio, de una decisión voluntaria de
la sociedad y vendrá motivada por motivos libremente apreciados de saneamiento financiero.
5. REDUCCIÓN Y AUMENTO DE CAPITAL SIMULTÁNEOS
Una sociedad no puede adoptar un acuerdo de reducción que sitúe su capital por debajo de la cifra mínima legal, a no ser
que acuerde de forma simultánea la transformación de la sociedad o el aumento del capital hasta una cantidad igual o
superior a dicha cifra mínima (art. 343.1 LSC).
La hipótesis de reducción y de aumento de capital simultáneos, que se conoce en la práctica como «operación acordeón»,
atiende generalmente a un propósito de saneamiento financiero y de reintegración del capital. De esta forma, a través de la
reducción la sociedad restablece el equilibrio entre el capital y el valor del patrimonio neto (en el límite, reduciendo el
capital a cero) y enjuga las pérdidas acumuladas, mientras que con el aumento recaba nuevas aportaciones y reconstruye
con ellas su patrimonio neto. Pero la «operación acordeón» podría emplearse también en cualquier otro supuesto en que
una sociedad se vea obligada a reducir su capital por debajo del mínimo legal ( v. gr., como consecuencia de la exclusión o
separación de socios) o, incluso, en casos de reducción efectiva, si por ejemplo se amortizan las acciones o participaciones
de un socio que quiera desligarse de la sociedad y se compensa esta reducción con un aumento para allegar nuevas
aportaciones.
En cualquiera de estos supuestos, la reducción del capital por debajo del mínimo legal puede ir acompañada, no de un
aumento simultáneo, sino de la transformación de la sociedad, cuando ésta acuerde adoptar una nueva forma societaria
que no requiera ninguna cifra mínima de capital ( v. gr., sociedad colectiva o comanditaria) o –lo que será más frecuente–
que lo exija, pero por un importe inferior (por ej., sociedad anónima que por causa de pérdidas se ve obligada a reducir su
cifra de capital por debajo del mínimo legal y que opta por transformarse en sociedad de responsabilidad limitada).
En cualquier caso, debe tenerse presente que esta reducción de capital y el aumento o la transformación simultáneos no
integran propiamente dos operaciones distintas, que se sucedan en el tiempo, sino un todo unitario e indisoluble, en el que
ambos acuerdos aparecen recíprocamente vinculados y enlazados. Así se encarga de subrayarlo la Ley, que condiciona la
eficacia del acuerdo de reducción a la ejecución del acuerdo de aumento del capital (art. 344 LSC), y que obliga a inscribir
simultáneamente en el Registro Mercantil el acuerdo de reducción de capital y el acuerdo de transformación o de aumento,
así como, en este último caso, su ejecución (art. 345 LSC). Y es que la cifra de capital mínimo debe respetarse a lo largo de
toda la vida de la sociedad, lo que explica que no pueda darse eficacia a un acuerdo de reducción del capital por debajo de
dicha cifra si no se acredita al tiempo la ejecución de un acuerdo simultáneo de aumento o la decisión de adoptar una
forma social distinta.
Además, en los supuestos en que la reducción del capital a cero o por debajo de la cifra mínima legal se integre con un
aumento simultáneo del capital, es necesario mantener el derecho de preferencia de los socios para la suscripción o
asunción de las nuevas acciones o participaciones (art. 343.2 LSC; este derecho se excluye sin embargo por el art. 631.4
TRLC para las sociedades en estado de insolvencia actual o inminente que soliciten la homologación de un plan de
reestructuración, en los términos que veremos); se evita así que esta operación pueda emplearse para alterar la
composición personal de la sociedad, al garantizarse el derecho de los socios a concurrir al aumento y a mantener invariada
su cuota de participación en el nuevo capital reconstruido (en caso contrario, de reducirse el capital a cero y suscribirse o
asumirse las nuevas acciones o participaciones por un tercero, los antiguos socios quedarían excluidos de la sociedad).
IV. SEPARACIÓN Y EXCLUSIÓN DE SOCIOS
1. CAUSAS LEGALES DE SEPARACIÓN EN LAS SOCIEDADES ANÓNIMA Y LIMITADA
Tanto en la sociedad anónima como en la limitada existen determinados acuerdos de modificación de estatutos en los que
se reconoce el derecho de los socios que no hayan votado a favor de los mismos a separarse de la sociedad. No se trata
aquí del derecho a «salir» o a «separarse» de la sociedad mediante la transmisión de las propias acciones o participaciones,
derecho del que en principio disfrutan todos los socios, sino del derecho a obtener de la sociedad el reembolso o
liquidación del contenido patrimonial de la propia participación. El ejercicio de este derecho trae consigo la disolución del
vínculo jurídico societario del socio que se separa, a la vez que obliga por regla a la sociedad a reducir su cifra de capital en
la medida correspondiente (aunque la Ley permite obviar esta reducción del capital cuando la junta general acuerde
adquirir las acciones o participaciones del socio afectado: art. 358 LSC). El derecho de separación opera así como una
corrección del principio mayoritario, pues la posibilidad de la junta general de adoptar cualquier acuerdo por mayoría se ve
contrapesada por el derecho de los socios disconformes a abandonar la sociedad.
Entre las causas legales de separación, existen algunas que son comunes a la sociedad anónima y a la sociedad limitada:
a) La «sustitución o modificación sustancial del objeto social» [art. 346.1. a) LSC], que, al suponer un cambio en cuanto a
las actividades a desarrollar por la sociedad, puede afectar profundamente a las bases que tuvieron presentes los socios
para ingresar en la misma. Se incluye aquí, no cualquier modificación del objeto social estatutariamente previsto
(adición de nuevas actividades, por ej.), sino el cambio de éste por otro nuevo y distinto o, en su caso, la alteración
«sustancial» del mismo, cuando se vean afectadas las actividades principales o dominantes de la sociedad.
b) La «prórroga de la sociedad» [art. 346.1.b) LSC]. Como veremos al tratar de la disolución de las sociedades, la prórroga
es el acuerdo tomado por una sociedad para prolongar el término o plazo de duración previsto en los estatutos, cuando
no se haya constituido con caracter indefinido.
c) La «reactivación de la sociedad» [arts. 346.1. c) y 370.3 LSC]. Como también veremos, la reactivación tiene lugar cuando
una sociedad disuelta opta por remover la causa de disolución para evitar la liquidación y continuar desarrollando su
actividad. Junto a la prórroga, ambas decisiones implican modificar un extremo importante de la vida de la sociedad y
pueden frustrar legítimas expectativas de los socios disconformes, algo que justifica que la Ley les atribuya el derecho
de separación.
d) La «creación, modificación o extinción anticipada de la obligación de realizar prestaciones accesorias, salvo disposición
contraria de los estatutos» [art. 346.1.d) LSC]. También en este caso los términos legales parecen dar a entender que el
derecho de separación opera en relación a cualquier modificación estatutaria que afecte a dichos extremos, incluso
cuando ésta no implique ningún perjuicio para la sociedad ni para el socio que pretenda separarse. Quizás por ello esta
causa legal no se configura en términos inderogables, al prever la Ley la posibilidad de que los estatutos la supriman
total o parcialmente.
También se concibe como causa común de separación –según vimos con ocasión de la aplicación del resultado– el hecho de
que una sociedad, a partir del quinto ejercicio social a contar desde su constitución, no acuerde repartir un dividendo
mínimo de al menos un veinticinco por ciento de los beneficios del ejercicio anterior que sean legalmente repartibles (art.
348 bis LSC). El legislador busca así dotar de efectividad al derecho de los socios a participar en el reparto de las ganancias
sociales [art. 93.a) LSC], facultando a los socios minoritarios para separarse cuando la junta general que resuelva sobre la
aplicación del resultado decida destinar todos o la mayor parte de los beneficios sociales a fines distintos de la distribución
de dividendos.
Hay además otras causas legales de separación específicas de la sociedad limitada, como es el caso en particular de la
«modificación del régimen de transmisión de las participaciones sociales» (art. 346.2 LSC). Aunque las modificaciones de
este régimen pueden tener muy distinto alcance y trascendencia, los términos en que se expresa el legislador permiten
entender que el derecho de separación se activa con cualquier modificación estatutaria que afecte a dicho régimen, con
independencia de su verdadera relevancia objetiva y de su sentido.
En lo que hace a la forma de ejercicio del derecho de separación, debe destacarse que éste corresponde a los socios «que
no hubieran votado a favor» del acuerdo (aquellos que no hubieran asistido a la junta, hubieran votado en contra o se
hubieran abstenido), quienes deben ejercitarlo en el plazo de un mes desde la publicación del acuerdo en el Boletín Oficial
del Registro Mercantil o –en el caso específico de la sociedad limitada– de la comunicación que les dirija el órgano de
administración (art. 348 LSC).
Estas causas legales de separación previstas en la Ley de Sociedades de Capital deben completarse con los supuestos en
que la normativa sobre modificaciones estructurales atribuye a los socios el «derecho de enajenación» de sus acciones o
participaciones a cambio de una compensación en efectivo, que al margen de algunas diferencias formales es un derecho
sustancialmente equivalente. Como veremos más adelante, este derecho de enajenación se reconoce a los socios
disconformes en los casos de transformación por cambio de tipo social, en alguna fusión especial o abreviada, y con
carácter general en todas las modificaciones estructurales transfronterizas que comporten la sujeción del socio a una ley
extranjera (art. 12 del RDLey 5/2023). Y al margen de estos supuestos generales, existen otros –aunque análogos– que son
específicos de los procedimientos de constitución de una sociedad anónima europea (arts. 461, 468 y 473 LSC).
2. CAUSAS ESTATUTARIAS DE SEPARACIÓN
Tanto en la sociedad anónima como en la limitada se permite expresamente que los estatutos puedan establecer «otras
causas de separación» distintas o adicionales a las causas legales (art. 347.1 LSC). Los estatutos podrían así reconocer este
derecho en caso de adopción de cualquier modificación estatutaria distinta de las previstas en la Ley. Pero además, debe
admitirse la posibilidad de vincular el derecho de separación a la adopción de cualquier otro acuerdo social e incluso a la
producción de determinados hechos que se consideren relevantes para la vida social y la posición de los distintos socios
(como podría ser, por ej., la adquisición por cualquier socio de una posición mayoritaria en el capital social), al no exigirse
que la causa determinante de la separación tenga que ser necesariamente un acuerdo social.
En todos estos casos, los estatutos deben determinar el modo de acreditar la existencia de la causa (exigencia que adquiere
una especial importancia cuando ésta no se vincule propiamente a la adopción de un acuerdo), así como la forma de
ejercitar el derecho de separación y el plazo de ejercicio. Además, la incorporación, modificación o supresión de cualquier
causa estatutaria de separación exige, junto a los requisitos generales de cualquier modificación estatutaria, el
consentimiento de todos los socios (art. 347.2 LSC).
3. LA EXCLUSIÓN DE SOCIOS
Junto al derecho de separación, que es un instrumento de defensa de los socios minoritarios, la Ley regula también la figura
de la exclusión de socios, que opera básicamente como un mecanismo de protección del interés de la mayoría frente a la
conducta de determinados socios que incumplan las obligaciones derivadas de su pertenencia a la sociedad. Al igual que
con el derecho de separación, existen unas causas legales de exclusión que, en su caso, podrían completarse con la
previsión de otras causas estatutarias. Mientras que las primeras son de aplicación exclusiva a las sociedades de
responsabilidad limitada, la posibilidad de incorporar a los estatutos supuestos concretos de exclusión se reconoce con
carácter general para todas las sociedades de capital.
Las causas legales, que aparentemente se configuran en términos imperativos e inderogables y que sólo operan respecto de
las sociedades limitadas, son tres: a) el incumplimiento de la obligación de realizar prestaciones accesorias; b) la violación
de la prohibición de competencia por el socio-administrador, cuando el administrador que contravenga la prohibición de
competencia sea al tiempo socio de la sociedad afectada; y c) la condena a un socio-administrador a indemnizar daños y
perjuicios a la sociedad, de acuerdo con el régimen de responsabilidad a que están sujetos los administradores en el
desempeño del cargo (art. 350 LSC).
Pero junto a estas causas legales, tanto en la sociedad limitada como en la anónima se permite que los estatutos puedan
prever otras causas de exclusión de socios, siempre que se determinen «concreta y precisamente» (art. 207.1 RRM). La
única exigencia a este respecto consiste en la necesidad de obtener el consentimiento de todos los socios para la previsión
de nuevas causas o la supresión o modificación de las existentes (art. 351 LSC); se garantiza así, lógicamente, que los socios
no vean alterada por una decisión mayoritaria la disciplina sobre exclusión de socios que tuvieron presente al ingresar en la
sociedad.
Por lo demás, y con el fin de salvaguardar los derechos de los socios excluidos, merece destacarse que la exclusión –tanto si
se deriva de una causa legal como estatutaria– debe decidirse en todo caso mediante acuerdo de la junta general, que en
determinados supuestos debe incluso ir acompañado de una resolución judicial firme (v. art. 352 LSC).
4. ASPECTOS COMUNES DEL RÉGIMEN DE SEPARACIÓN Y EXCLUSIÓN DE SOCIOS
Al margen de su distinto significado, el hecho de que tanto la separación como la exclusión de socios impliquen por
principio la liquidación de las acciones o participaciones del socio afectado determina que ambas figuras se sujeten a una
disciplina común a este respecto.
A) Desde el punto de vista de la valoración de las acciones o participaciones del socio separado o excluido, deberán
reembolsarse antes que nada por el valor que éste pueda convenir con la sociedad; pero a falta de acuerdo, será un
auditor de cuentas –distinto del auditor de la sociedad y designado por el Registro Mercantil– quien determine el valor
«razonable» de las acciones o participaciones (art. 352 LSC).
B) En el sistema legal, la separación o exclusión de un socio se traduce generalmente en la amortización de sus acciones o
participaciones y, por consiguiente, en la correlativa reducción de capital por el valor nominal de éstas. Así, la regla es
que, una vez efectuado el reembolso de las acciones o participaciones del socio separado o excluido, los
administradores pueden otorgar escritura pública de reducción de capital, «sin necesidad de acuerdo específico de la
junta general» (art. 358.1 LSC). Sin embargo, es posible también que la junta general autorice la adquisición por la
sociedad de las acciones o participaciones de los socios afectados, en cuyo caso no se verificaría una reducción de
capital (art. 359 LSC).
C) Por último, dado que el reembolso de las acciones o participaciones de los socios separados o excluidos implica una
restitución de aportaciones y, por consiguiente, una disminución patrimonial de la sociedad, la Ley se ha preocupado
también por extender a estos supuestos los instrumentos de protección de los acreedores sociales que son propios de la
reducción efectiva del capital. De esta forma, cuando los acreedores de la sociedad tuvieran derecho de oposición, el
reembolso sólo puede efectuarse una vez transcurrido el plazo de ejercicio de éste (art. 356.3 LSC).

LECCIÓN 25 LAS MODIFICACIONES ESTRUCTURALES DE LAS SOCIEDADES


Sumario: I. Consideración general II. La transformación 1. Concepto y significado 2. Supuestos de transformación 3.
Procedimiento y requisitos de la transformación 4. Los efectos de la transformación
III. La fusión 1. Concepto, modalidades y régimen legal 2. Presupuestos y efectos legales de la fusión 3. El procedimiento de
fusión 4. El proyecto de fusión 5. El informe de los expertos 6. El balance de fusión 7. Los acuerdos de fusión 8. La ejecución
de la fusión. La protección de los acreedores 9. Firmeza y nulidad de la fusión
IV. La escisión 1. Concepto y modalidades 2. Presupuestos 3. El procedimiento de escisión 4. La ejecución de la escisión. La
tutela de los acreedores
V. La cesión global de activo y pasivo 1. Concepto y significado 2. Procedimiento
VI. Las modificaciones estructurales transfronterizas intraeuropeas 1. Concepto y régimen legal 2. La transformación
transfronteriza 3. Fusiones, escisiones y cesiones transfronterizas
VII. Las modificaciones estructurales transfronterizas extraeuropeas

I. CONSIDERACIÓN GENERAL
Por modificaciones estructurales se entienden ciertas decisiones u operaciones de reestructuración o de reorganización que
comportan una alteración sustancial de las características de la sociedad, por afectar a la base patrimonial o personal de
ésta. A diferencia de las modificaciones de estatutos, que limitan sus efectos al marco estatutario por el que se rige una
sociedad pero sin afectar propiamente a su identidad o naturaleza, las modificaciones estructurales de las sociedades se
caracterizan por suponer un cambio en la estructura de éstas y, por extensión, en la posición jurídica –patrimonial y
administrativa– de los socios.
De estas operaciones se ocupó hasta hace poco la Ley 3/2009, sobre Modificaciones Estructurales de las Sociedades
Mercantiles, que por vez primera en nuestro ordenamiento ofreció un tratamiento unitario y orgánico de estas figuras
aplicable al conjunto de las sociedades mercantiles, y no solo a las de capital. Pero esta Ley ha sido recientemente
sustituida por el RDLey 5/2023, de 28 de junio, justificado por la necesidad de trasponer la Directiva (UE) 2019/2121 (la
conocida como Directiva de «movilidad» o de «movilidad transfronteriza»), pero que ha venido a establecer una nueva
regulación completa y orgánica de las modificaciones estructurales (Libro primero, arts. 1 a 126). En concreto, el RDLey
5/2023 incluye dentro de esta categoría cuatro operaciones distintas, que son la transformación, la fusión, la escisión y la
cesión global de activo y pasivo , operaciones que además pueden tener carácter interno, cuando involucren solo a
sociedades españolas, o transfronterizo, cuando intervenga también alguna sociedad extranjera (pudiendo a su vez las
modificaciones transfronterizas ser «intraeuropeas» o «extraeuropeas», en función de la nacionalidad de dicha sociedad).
Se trata de un conjunto heterogéneo de supuestos cuya regulación conjunta se justifica por su incidencia sobre los
elementos estructurales y organizativos de las sociedades, pues ello determina que susciten cuestiones similares en materia
de procedimiento y de protección de socios y acreedores.
II. LA TRANSFORMACIÓN
1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO
En virtud de la transformación, legalmente denominada «transformación por cambio de tipo social», una sociedad modifica
su forma o tipo legal (v. gr., una sociedad colectiva se transforma en anónima, una sociedad anónima se transforma en
limitada, etc.), aunque conservando su misma identidad o personalidad jurídica (art. 17 del RDLey 5/2023). Supone el
abandono por una sociedad de su anterior forma jurídica para adoptar un tipo social distinto, que a partir de entonces será
el que rija su estructura y funcionamiento. Y aunque formalmente la transformación se circunscriba a un simple cambio de
forma, ésta determina en muchos extremos la organización de poderes de la sociedad y la naturaleza de sus relaciones con
los socios y con los terceros, lo que justifica su consideración normativa como modificación estructural.
Así entendida, la transformación se justifica normalmente por el ánimo de los socios de acogerse a un marco societario que
resulte más ventajoso o que se ajuste mejor a las exigencias de la actividad o de la vida social. En atención a las
disparidades estructurales existentes entre los diversos tipos societarios y a las diferencias que de ello resultan en
cuestiones como la organización, las reglas internas de funcionamiento o la posición jurídica de los socios, una sociedad
puede optar voluntariamente por cambiar de forma para adaptarse a nuevas circunstancias de la empresa o para adoptar
una estructura organizativa que satisfaga más adecuadamente los intereses de los socios. En algunas ocasiones, sin
embargo, la transformación viene impuesta por el legislador –aunque ello no exima de la necesidad de adoptar el
correspondiente acuerdo social de transformación–, con el fin de evitar que puedan mantener una determinada forma
social las sociedades que pierdan alguno de sus elementos definitorios ( v. gr., sociedad anónima o limitada que reduce su
capital a cero o por debajo del mínimo legal sin realizar un aumento simultáneo – art. 343.1 LSC–).

2. SUPUESTOS DE TRANSFORMACIÓN
Históricamente, la transformación sólo se permitía cuando el tránsito se producía entre sociedades de una misma
naturaleza (civiles o mercantiles); a este modelo respondía por ejemplo la antigua Ley de Sociedades Anónimas, que
limitaba las posibilidades de transformación de este tipo social a las otras formas clásicas de sociedades mercantiles
(colectiva, comanditaria y de responsabilidad limitada). Pero el RDLey 5/2023, como anteriormente la Ley de
Modificaciones Estructurales, amplía notablemente los distintos supuestos de transformación, en el sentido de permitirla
incluso cuando se vean involucrados tipos de distinta naturaleza. De esta forma, las sociedades mercantiles pueden
transformarse en cualquier otro tipo de sociedad mercantil (art. 18.1 RDLey 5/2023), así como en agrupación de interés
económico (art. 18.2 RDLey 5/2023, que prevé también la transformación de signo inverso). Pero además, se permiten los
procesos de transformación en ambos sentidos entre las sociedades mercantiles y las sociedades cooperativas (art. 18.5
RDLey 5/2023), de la misma forma que se reconoce la posible transformación de las sociedades civiles en cualquier tipo de
sociedad mercantil (art. 18.3 RDLey 5/2023, que parece excluir en cambio –al no contemplarlo– el proceso contrario de
transformación de sociedades mercantiles en sociedades civiles). Y a estos supuestos se añaden los de transformación de
sociedad anónima en sociedad anónima europea y viceversa, que en todo caso quedan sometidos a su normativa específica
(arts. 18.4 y 19 RDLey 5/2023).
Bajo esta admisión de las transformaciones heterogéneas o mixtas subyace la tendencia a desdibujar los elementos
causales que tradicionalmente han informado el sistema de ordenación de los tipos societarios y a convertir a éstos en
técnicas o instrumentos neutros de organización predispuestos por el legislador para el ejercicio de actividades económicas,
que prácticamente pueden escogerse y descartarse por motivos de oportunidad o conveniencia.
3. PROCEDIMIENTO Y REQUISITOS DE LA TRANSFORMACIÓN
Con carácter general, la transformación exige seguir un procedimiento corporativo que combina las reglas del tipo social
que se abandona, que son las que determinan el proceso de aprobación del acuerdo de transformación, con las del nuevo
tipo social que se adopta, por la necesidad de garantizar el cumplimiento de los requisitos de constitución de este último. El
RDLey 5/2023 establece a estos efectos un procedimiento que se aplica con carácter general a todas las sociedades
mercantiles, aunque el mismo habrá de completarse con lo que resulte del régimen específico de cada tipo social.
A) Como en todas las modificaciones estructurales, el proceso se inicia con la elaboración y suscripción por los
administradores de la sociedad que vaya a transformarse de un « proyecto de transformación», en el que deben
incluirse –entre otras menciones– una descripción de la transformación propuesta y del calendario indicativo para su
realización, los estatutos previstos para la sociedad resultante, y los detalles de la oferta de compensación en efectivo
para los socios que disfruten –en los términos que veremos– del derecho de enajenación de sus acciones o
participaciones (arts. 4 y 20 RDLey 5/2023). El proyecto debe acompañarse –entre otra documentación– de un balance
de la sociedad cerrado en los seis meses previos a la fecha prevista para la reunión de la junta general, junto al informe
del auditor cuando la sociedad esté obligada a verificación contable (art. 20.3 RDLey 5/2023).
Los administradores deben elaborar también un informe para los socios y los trabajadores (o en su caso dos informes
separados), explicando y justificando los aspectos jurídicos y económicos de la transformación propuesta, así como sus
consecuencias para los trabajadores (que en principio deberían ser inexistentes, al condensarse la transformación en un
simple cambio de forma social carente de todo efecto sobre el patrimonio o la actividad empresarial de la sociedad); la
sección dedicada a los socios no se exige, sin embargo, cuando así lo acuerden todos los socios con derecho de voto de
la sociedad (v. art. 5, que permite también prescindir de la sección relativa a los trabajadores en determinados casos, y
art. 21 del RDLey 5/2023). Y solo cuando la sociedad vaya a transformarse en sociedad anónima (o comanditaria por
acciones), se requerirá también el informe de un experto independiente designado por el Registro Mercantil, con el
fin de valorar las aportaciones no dinerarias y con ello la correcta integración del capital de la sociedad resultante (art.
22, en relación con el art. 6, del RDLey 5/2023), en consonancia con el sistema general de valoración de estas
aportaciones que rige en esta forma societaria.
B) La transformación exige también –como todas las modificaciones estructurales– el acuerdo de la junta general, que
deberá adoptarse con los requisitos y formalidades del tipo de sociedad que se transforma (arts. 8 y 23 RDLey 5/2023).
En la sociedad anónima, por ejemplo, el acuerdo de transformación debe adoptarse por la junta general con los
requisitos –de quórum y mayorías– de la modificación de estatutos (art. 194 LSC y art. 8.4 RDLey 5/2023), mientras que
en la sociedad de responsabilidad limitada se exige una mayoría reforzada –más elevada a la exigida para las
modificaciones estatutarias– de dos tercios del total de los votos [art. 199. b) LSC y art. 8.5 RDLey 5/2023], aunque estos
quórums y mayorías pueden elevarse estatutariamente (art. 8.6 RDLey 5/2023).
Los socios disfrutan de un derecho de información reforzado en relación con la adopción del acuerdo, con el fin de que
puedan formarse un juicio fundado sobre la oportunidad y conveniencia de la transformación. Se exige así que con un
mes mínimo de antelación a la fecha de la junta general y antes del anuncio de convocatoria de ésta los administradores
de la sociedad inserten en la página web, o en defecto de ésta depositen en el Registro Mercantil, un conjunto de
documentos, como el proyecto de transformación, el informe de administradores y, en su caso, el informe del experto
independiente (art. 7 del RDLey 5/2023, así como art. 5.6 respecto del informe de administradores). La necesidad de
publicar, depositar o remitir estos documentos –aunque no la de elaborarlos– decae sin embargo cuando el acuerdo de
transformación se adopte en junta universal y por unanimidad (arts. 9 y 21.3 RDLey 5/2023), pues esta doble exigencia
garantiza mejor que cualquier otra los derechos de los socios en el proceso de formación de la voluntad social.
El acuerdo de transformación deberá incluir –entre otros extremos– las menciones exigidas para la constitución de la
sociedad cuyo tipo se adopte (art. 23.2 RDLey 5/2023). Además, cuando en conexión con la transformación se adopten
otras modificaciones estatutarias que no vengan propiamente exigidas por ésta ( v. gr., sustitución del objeto, cambio de
domicilio o modificación del capital), deberán cumplirse también los requisitos específicos de las mismas, conforme a la
normativa aplicable al nuevo tipo social (art. 29.2 RDLey 5/2023).
C) El hecho de que la transformación se apruebe por acuerdo mayoritario y no requiera el consentimiento individual de los
socios se compensa con la atribución a éstos de un singular « derecho de enajenación» de sus acciones o
participaciones a la sociedad o a los socios o terceros que ésta proponga a cambio de una compensación en efectivo
(arts. 12 y 24.1 RDLey 5/2023), que es un derecho que se corresponde en lo sustancial –al margen de algunas cuestiones
atinentes a la forma de ejercicio y de ejecución– con el derecho de separación previsto para determinados supuestos en
la Ley de Sociedades de Capital. Este derecho se reconoce en cualquier hipótesis de transformación, con independencia
de cuales sean los tipos sociales involucrados y, por tanto, de su mayor o menor afinidad estructural. Aunque no todos
los supuestos de transformación inciden por igual sobre la posición de los socios (no es lo mismo, por ej., que una
sociedad anónima se transforme en limitada o en colectiva, por el distinto régimen de responsabilidad de los socios por
las deudas sociales), el legislador ha considerado sin duda que la modificación de la forma jurídica de la sociedad ofrece
la suficiente relevancia estructural como para justificar en todo caso la atribución del derecho de enajenación a los
socios disconformes.
El derecho de enajenación se atribuye a los «socios que hayan votado en contra» del acuerdo de transformación y a los
titulares de acciones o participaciones sin voto, quienes deberán ejercitarlo en un plazo de 20 días desde la junta
general (art. 12 RDLey 5/2023). Es necesario por tanto que el derecho de enajenación se ejercite activamente por los
socios, pues de no hacerlo seguirán perteneciendo a la sociedad transformada. Pero esta regla se invierte en el caso de
los socios que hubieran de asumir una responsabilidad personal por las deudas sociales por efecto de la transformación
(v. gr., en caso de transformación de una sociedad anónima o limitada en colectiva); y es que en este supuesto los socios
que no hubieran votado a favor del acuerdo quedan automáticamente separados de la sociedad, a menos que se
adhieran expresamente al mismo (art. 24.2 RDLey 5/2023). En este último caso, de acuerdo con el régimen general –que
vimos– del derecho de separación, la sociedad deberá por regla liquidar o amortizar la participación de los socios
separados y reducir el capital en la medida correspondiente.
D) Una vez adoptado, el acuerdo de transformación queda sometido –como las demás modificaciones estructurales– a un
régimen específico de publicidad (art. 10 RDLey 5/2023), con el fin de informar a los socios y demás interesados y de
que éstos puedan ejercitar, en su caso, las medidas de tutela que puedan corresponderles. Posteriormente la
transformación debe hacerse constar en escritura pública, que habrá de contener la relación de socios que en su caso
hubieran quedado separados y el capital que representen, las acciones o participaciones que se atribuyan a cada socio
en la sociedad transformada, así como las menciones exigidas para la constitución de la sociedad resultante, con el
evidente propósito de evitar que a través de la transformación puedan eludirse los requisitos para la creación de esta
última (art. 30 RDLey 5/2023). Esta misma finalidad explica que a la escritura de transformación deba incorporarse el
informe del experto independiente sobre el patrimonio social no dinerario cuando la sociedad resultante sea anónima (o
comanditaria por acciones), al exigirlo así –como ya sabemos– las normas de constitución de esta forma social. Y una vez
otorgada, la escritura pública debe presentarse a inscripción en el Registro Mercantil , momento en que concluye el
proceso de transformación. En clara analogía con el régimen de constitución de la sociedad, la inscripción tiene efectos
constitutivos (arts. 16.1 y 31 RDLey 5/2023), por lo que sólo a partir de ese momento adquirirá plena eficacia el cambio
de forma jurídica.
4. LOS EFECTOS DE LA TRANSFORMACIÓN
Los principales efectos jurídicos de la transformación pueden sintetizarse como sigue:
A) Continuidad de la personalidad jurídica . La transformación no supone la extinción de una sociedad y la subsiguiente
constitución de otra, sino un simple cambio de forma jurídica que no afecta –como vimos– ni a la identidad ni a la
personalidad jurídica de la sociedad transformada (art. 17 RDLey 5/2023). En consecuencia, al seguir subsistiendo la
misma sociedad aunque bajo una nueva forma o tipo social, la transformación no implica ningún cambio o novación en
las relaciones jurídicas mantenidas por aquélla, por lo que no se exige el consentimiento de los acreedores por
sustitución del deudor.
Evidentemente, la continuidad de la personalidad no se produce si una sociedad acuerda, no la transformación, sino la
disolución y la posterior constitución de una nueva sociedad de distinta forma. Pero en esta hipótesis no habría
propiamente transformación por cambio de tipo social, sino dos operaciones sucesivas de disolución y de constitución
de nueva sociedad que habrían de regirse, es claro, por su normativa específica.
B) Invariabilidad de la participación social . Para evitar que el cambio de forma pueda alterar la posición jurídica de los
socios dentro de la sociedad, la transformación exige preservar la equivalencia o invariabilidad de la respectiva
proporción con que cada uno de ellos participe en el capital. De ahí que el acuerdo de transformación no pueda
modificar la participación social de los socios, salvo que sea con el consentimiento de todos los que permanezcan en la
sociedad (art. 26.1 RDLey 5/2023). Los socios, pues, deberán recibir en la nueva forma social acciones, participaciones o
cuotas de forma rigurosamente proporcional a las que poseían con anterioridad a la transformación. Se trata de un
principio consustancial al significado mismo de la transformación, que rige cualquiera que sea la amplitud de la
transformación y las modificaciones que pueda comportar en los estatutos o en el contrato social.
C) Responsabilidad de los socios por las deudas sociales . La Ley se ocupa también de los efectos de la transformación
sobre la responsabilidad de los socios por las deudas sociales, para el caso de que aquélla involucre a formas sociales
con regímenes diversos en este terreno. Así, cuando en virtud de la transformación los socios pasen a responder de
forma personal e ilimitada por las deudas sociales (si, por ej., una sociedad anónima o limitada se transforma en
colectiva o en agrupación de interés económico), la regla es que esta responsabilidad alcanza, no sólo a las deudas que
surjan con posterioridad a la transformación, sino también a las anteriores (art. 32.1 RDLey 5/2023); se protege así a los
acreedores sociales anteriores a la transformación, que pierden las garantías ofrecidas por la disciplina del capital que es
propia de las sociedades capitalistas, pero que a cambio se benefician del nuevo régimen de responsabilidad de los
socios. Y en los procesos de transformación de signo inverso (por ej., sociedad colectiva o comanditaria que se
transforma en anónima o limitada), los socios que respondían personalmente de las deudas sociales siguen
respondiendo durante un plazo de cinco años por aquellas que sean anteriores a la transformación, salvo que ésta sea
consentida expresamente por los acreedores sociales (art. 32.2 RDLey 5/2023); también de este modo se protege a
quienes contrataron con la sociedad antes de la transformación, que pudieron hacerlo contando con la responsabilidad
personal de los socios.
III. LA FUSIÓN
1. CONCEPTO, MODALIDADES Y RÉGIMEN LEGAL
En una aproximación económica, la fusión no es sino una manifestación del fenómeno de concentración de empresas, que
permite a éstas combinar e integrar sus actividades con el fin de alcanzar una mayor dimensión y de adaptarse a las
exigencias cambiantes del mercado. Pero en su concepción legal, la fusión es una operación jurídica que, afectando a dos o
más sociedades, comporta la extinción de todas o de alguna o algunas de ellas y la integración de sus respectivos socios y
patrimonios en una sola sociedad, que puede ser tanto una de las sociedades afectadas como una sociedad de nueva
creación (art. 33 RDLey 5/2023). De aquí se infiere ya la existencia de dos modalidades o procedimientos de fusión: la
fusión por creación de nueva sociedad, cuando dos o más sociedades se fusionan dando lugar a una sociedad nueva (art.
34.1 RDLey 5/2023), y la fusión por absorción, cuando una sociedad existente absorbe a una o más sociedades (art. 34.2
RDLey 5/2023). Pero la diferencia entre estos dos procedimientos es puramente externa y formal, pues en ambos casos se
produce el mismo fenómeno jurídico de unificación de patrimonios, de socios y de relaciones jurídicas que es propio de la
fusión.
Así entendida, debe destacarse que el RDLey 5/2023 establece una disciplina general de la fusión, que resulta aplicable –
como el régimen de modificaciones estructurales en su conjunto– a todas las sociedades mercantiles (art. 2). El RDLey
5/2023 disciplina también – como veremos– las fusiones transfronterizas intraeuropeas y extraeuropeas, cuando involucren
a una o más sociedades españolas con otra u otras sociedades extranjeras. El régimen de la Ley en materia de fusión habrá
de completarse con las reglas propias de las formas societarias que se vean afectadas, que serán por ejemplo las que
presidan el proceso de formación de la voluntad social de fusionarse. Además, existen también reglas aplicables a la
constitución de una sociedad anónima europea mediante fusión (art. 467 y ss. LSC), que en todo caso ofrecen una clara
analogía con las aplicables a las fusiones transfronterizas intraeuropeas.
Por otra parte, en la medida en que –como se ha indicado– la fusión es una manifestación del fenómeno de concentración
de empresas, debe tenerse en cuenta que en determinados casos las operaciones de fusión pueden verse sometidas a las
normas de la Ley de Defensa de la Competencia sobre concentraciones económicas ( v. Lec. 13) o, en función del sector
económico afectado, a la legislación sectorial que en su caso resulte aplicable (art. 38 y, en relación con las entidades de
crédito y aseguradoras, disposición adicional tercera del RDLey 5/2023).
2. PRESUPUESTOS Y EFECTOS LEGALES DE LA FUSIÓN
Jurídicamente, la fusión descansa siempre –tanto en los supuestos de fusión por creación de nueva sociedad como en los
de fusión por absorción– en tres presupuestos distintos, que pueden considerarse al tiempo como efectos legales de la
misma al producirse ministerio legis. Son los siguientes:
A) Extinción de alguna sociedad. La fusión exige en todo caso la extinción de alguna –al menos– de las sociedades
participantes en la operación. En la fusión por creación de nueva sociedad se extinguen todas las sociedades fusionadas
(art. 34.1 RDLey 5/2023), ya que éstas integran sus socios y patrimonios en la nueva sociedad resultante. Y en la fusión
por absorción se extinguen únicamente la o las sociedades absorbidas (art. 34.2 RDLey 5/2023), de tal forma que la
absorbente –que pasa a integrar a los socios y patrimonios de aquéllas– sobrevive al proceso con su propia identidad y
personalidad jurídica. Esta extinción, en todo caso, es distinta de la extinción ordinaria que tiene lugar a través de la
disolución y liquidación, pues la misma se inscribe en el propio proceso de la fusión y comporta –como veremos– una
sucesión universal en el conjunto de relaciones jurídicas de la o las sociedades extinguidas.
La necesaria extinción de al menos una sociedad es una circunstancia que permite distinguir la fusión de otras figuras
que, aun comportando unos efectos económicos parecidos, revisten un distinto significado jurídico. Sería este el caso,
en particular, de la adquisición por una sociedad de todas o de la mayoría de las acciones o participaciones de otra: en
este caso, la operación se reduce a un simple cambio de titularidad del capital de una sociedad que no afecta como tal a
su subsistencia o personalidad jurídica, por mucho que económicamente pase a estar dominada o controlada por la
sociedad adquirente.
B) Transmisión en bloque de los patrimonios de las sociedades extinguidas . En cualquier supuesto de fusión, los
patrimonios de las sociedades que se extinguen en el proceso se transmiten en bloque a la nueva sociedad (fusión por
creación de nueva sociedad) o a la sociedad absorbente (fusión por absorción). Lo característico de esta transmisión es
que se produce a título universal, de tal modo que la sociedad resultante sucede a las extinguidas en el conjunto de sus
relaciones jurídicas (arts. 33 y 34 RDLey 5/2023). En consecuencia, los distintos bienes, derechos y obligaciones
integrados en el patrimonio de la o las sociedades extinguidas se transmiten uno actu y en virtud de la propia fusión, sin
necesidad de proceder a la transmisión separada de cada uno de dichos elementos a través de los correspondientes
negocios jurídicos (compraventa, cesión de créditos, endoso, etc.). La sucesión universal se produce en el momento en
que se cumplen todos los requisitos de forma y publicidad requeridos para la válida realización de la fusión y, en
particular, con la inscripción de ésta en el Registro Mercantil, que –como veremos– goza de eficacia constitutiva.
C) Incorporación de los socios de las sociedades extinguidas a la sociedad nueva o absorbente . La fusión no sólo
implica la confusión de los patrimonios de las sociedades participantes, sino también la unión o integración de sus
respectivos socios o accionistas. Los socios de cada una de las sociedades fusionadas se reagrupan así en la sociedad
nueva o absorbente, como consecuencia natural de la propia operación. Y esta agrupación personal sólo puede lograrse
por un procedimiento: la entrega o atribución a los socios de la o las sociedades extinguidas de acciones o
participaciones de la sociedad nueva o absorbente, en proporción a las que tenían en aquéllas (art. 35.1 RDLey 5/2023).
Lo característico de la fusión es que la contraprestación por la transmisión del patrimonio de la o las sociedades
extinguidas la reciben directamente los socios de éstas, en forma de acciones o participaciones de la sociedad nueva o
absorbente. No existe por ello fusión cuando una sociedad transmite la totalidad o una parte de su patrimonio a cambio
de dinero u otros activos (como en el caso de la cesión global de activo y pasivo, que veremos) o si la aporta en
concepto de aportación no dineraria al aumento de capital de otra sociedad a cambio de acciones o participaciones de
ésta, pues en cualquiera de estos casos la contraprestación es recibida por la propia sociedad cedente y no se verifica
ninguna integración de los socios de las entidades involucradas.
Evidentemente, al producirse con la fusión la agrupación o integración de los socios de las sociedades fusionadas, es
necesario determinar los criterios por los cuales éstos van a participar en el capital de la sociedad nueva o absorbente.
Esto se concreta a través del tipo o relación de canje, que expresa el número de acciones o participaciones de la
sociedad nueva o absorbente que ha de corresponder a los socios de la o las sociedades extinguidas por cada acción o
participación de éstas (v. gr., 1 acción o participación por cada 3), y que al determinar la posición relativa que ha de
corresponder en aquélla a los socios de las distintas sociedades fusionadas constituye una de las cuestiones más
relevantes y delicadas de cualquier fusión. La principal exigencia legal a este respecto es que la relación de canje se
establezca sobre la base del «valor real» del patrimonio de las sociedades participantes (art. 36.1 RDLey 5/2023), por lo
que el reparto del capital de la sociedad nueva o absorbente entre los socios de las distintas sociedades fusionadas debe
hacerse atendiendo exclusivamente al valor patrimonial de cada una de ellas (prescindiendo, pues, de posibles criterios
alternativos, como cifras de capital, número de socios, valores contables, etc.). Por su importancia, la relación de canje
no sólo debe incluirse como mención obligatoria en el proyecto de fusión, sino que además –como veremos– debe ser
objeto de valoración especial en el informe de los administradores y, en su caso, en el informe del experto
independiente sobre dicho proyecto. Además, los socios disconformes con la relación de canje tienen reconocido el
derecho a impugnarla y reclamar un pago en efectivo ante el Juzgado de lo Mercantil (o el tribunal arbitral que en su
caso prevean los estatutos), aunque esta impugnación no paraliza la fusión ni impide su inscripción en el Registro
Mercantil (49 RDLey 5/2023).
Aunque en la fusión la contraprestación que reciben los socios de las sociedades extinguidas debe consistir en acciones
o participaciones de la sociedad nueva o absorbente, es posible ajustar o completar el tipo de canje con una
compensación en dinero, que no puede exceder del 10 por 100 del valor nominal de las acciones o participaciones
atribuidas (art. 36.2 RDLey 5/2023). Con ello se permite –en los términos legales– «ajustar el tipo de canje» y salvar la
posible falta de correspondencia entre las acciones o participaciones de la o las sociedades disueltas y las de la sociedad
nueva o absorbente, cuando la proporción entre sus respectivos valores patrimoniales no pueda reducirse a una cifra
exacta; aun así, para evitar que se desvirtúe la esencia jurídica de la fusión, se limita el importe del metálico que cabe
utilizar para compensar estos posibles restos o picos de la relación de canje.
Por lo demás, estas reglas legales encuentran una especialidad en varios supuestos especiales o abreviados de fusión. El
primero consiste en la absorción de una sociedad íntegramente participada, cuando la sociedad absorbente sea titular
de forma directa o indirecta de todas las acciones o participaciones de la sociedad absorbida (arts. 53 y 56 RDLey
5/2023); porque en este caso, al no tener la sociedad absorbida más socio que la propia sociedad absorbente, no se
requiere ninguna relación de canje ni la realización de un aumento de capital (en caso contrario, la sociedad absorbente
debería entregarse a sí misma sus propias acciones o participaciones), ni tampoco la elaboración de los informes de
administradores y expertos sobre el proyecto de fusión. A esta hipótesis se equiparan otras dos: cuando la sociedad
absorbida sea titular de forma directa o indirecta de todo el capital de la absorbente (la conocida como «fusión
inversa»), pues en este caso la fusión se reduce en esencia a convertir a los socios de la sociedad absorbida (la matriz)
en titulares directos de las acciones o participaciones de la sociedad absorbente (la filial) que anteriormente
correspondían a aquélla; y la hipótesis en que las sociedades fusionadas estén íntegramente participadas de forma
directa o indirecta por un mismo socio o por socios que tengan idéntica participación en todas ellas, en cuyo caso el o
los socios preexistentes habrán de seguir manteniendo la misma participación en la sociedad nueva o en la absorbente
(art. 56 RDLey 5/2023). Y también se verifica una especialidad en relación con el canje en el supuesto de que existan
acciones o participaciones de las sociedades que se fusionan en poder de cualquiera de ellas (art. 37 RDLey 5/2023); en
estos casos, se prohíbe el canje por acciones o participaciones de la sociedad nueva o absorbente ( v. gr., si esta última
tiene una participación en el capital de la sociedad absorbida, no puede canjearla por acciones o participaciones
propias), por lo que debería procederse a su amortización de acuerdo con el régimen general aplicable a las acciones y
participaciones propias.
3. EL PROCEDIMIENTO DE FUSIÓN
Cualquiera que sea la modalidad de fusión, ésta comprende tres fases o etapas sucesivas. En la primera fase, esencialmente
preparatoria, priman las decisiones de los administradores de las sociedades que pretendan fusionarse, que deben preparar
el proyecto de fusión, los balances de fusión y los informes sobre dicho proyecto. La segunda fase va referida a la
aprobación de la fusión por los socios de las sociedades participantes, a través de los correspondientes acuerdos de fusión
que han de tomar sus respectivas juntas generales. Y la tercera fase tiene una naturaleza ejecutiva, con el cumplimiento de
distintos requisitos que culminan con la inscripción de la fusión en el Registro Mercantil, que es el momento en que ésta
adquiere plena eficacia jurídica. Se trata en todo caso de un procedimiento general, que se simplifica o modula en
determinados supuestos de fusión, como las ya referidas «fusiones especiales» o abreviadas, que en esencia comprenden
supuestos de fusión entre sociedades pertenecientes a un mismo grupo (absorción de sociedad íntegramente participada o
participada al 90 por 100 y supuestos asimilados, como la fusión inversa; v. art. 53 y ss. RDLey 5/2023); o, de conformidad
con el régimen general aplicable a todas las modificaciones estructurales, las fusiones que sean aprobadas en junta
universal y por acuerdo unánime de todos los socios (art. 9 del RDLey 5/2023).
4. EL PROYECTO DE FUSIÓN
Aunque la aprobación de la fusión corresponda a los socios, la preparación de la misma se encomienda legalmente a los
administradores de las sociedades participantes, que están obligados a redactar y suscribir un «proyecto común de fusión»
(arts. 4 y 39 RDLey 5/2023).
Este documento debe incluir una serie de menciones obligatorias, referidas básicamente a los principales términos y
condiciones de la fusión proyectada. Destaca a este respecto – entre otras menciones– el tipo de canje de las acciones o
participaciones y la compensación complementaria en dinero que en su caso pueda establecerse, los estatutos de la
sociedad resultante de la fusión, la información sobre la valoración del patrimonio transmitido a esta última por las
sociedades extinguidas o las fechas de las cuentas empleadas para establecer las condiciones de la fusión (art. 40 RDLey
5/2023). Estas menciones obligatorias no agotan el contenido del proyecto de fusión, ya que los administradores siempre
pueden incluir en él cualesquiera otras menciones, pactos o condiciones. Pero la Ley exige en todo caso que el proyecto sea
«común» a todas las sociedades, por la necesidad de que la fusión se plantee sobre unas mismas bases y presupuestos.
El proyecto de fusión, que debe ser formulado y suscrito por los órganos de administración de todas las sociedades
involucradas, no vincula propiamente a éstas mientras no sea aprobado por sus respectivas juntas generales. Pero ello no
implica que no comporte ningún tipo de efecto jurídico, pues obliga a los administradores a actuar de conformidad con lo
acordado y, en particular, a llevar a cabo todos los actos necesarios para que los socios puedan resolver en su momento. De
ahí que, una vez suscrito el proyecto común de fusión, los administradores deban abstenerse de realizar cualquier acto o
contrato que pudiera comprometer la aprobación del proyecto o implicar una modificación sustancial de la relación de
canje acordada (art. 39.2 RDLey 5/2023), como podrían ser operaciones susceptibles de afectar a la situación patrimonial
de la sociedad o que impliquen especiales riesgos económicos.
Una vez formulado, los administradores deben insertar el proyecto de fusión en la página web de las sociedades
participantes o, en su defecto, depositarlo en el Registro Mercantil correspondiente a cada una de éstas, debiendo
publicarse el hecho de la inserción o del depósito en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (art. 7 RDLey 5/2023). Pero
además, para mayor garantía de socios y terceros, el proyecto de fusión debe ser objeto de distintos informes escritos,
según el tipo de fusión y la forma de las sociedades involucradas, que por regla deben ponerse a disposición de los socios
de las distintas sociedades.
El primero se elabora por los administradores de cada una de las sociedades que se fusionen y –como vimos respecto de la
transformación– debe incluir una sección destinada a los socios y otra a los trabajadores (aunque podrían ser dos informes
separados); básicamente, en el informe deben explicarse y justificarse detalladamente los aspectos jurídicos y económicos
del proyecto de fusión, con especial referencia al tipo de canje de las acciones y a los criterios de valoración empleados
para su determinación, así como las eventuales consecuencias de la fusión para los trabajadores y sus condiciones de
empleo (art. 5 RDLey 5/2023).
Este informe no se exige en varios supuestos, como la absorción de sociedad íntegramente participada y demás «fusiones
especiales», pues en estos casos –como vimos– no hay aumento de capital ni tipo de canje ni por tanto necesidad de fijar
los valores reales de los patrimonios; además, cabe prescindir de la sección destinada a los socios cuando así lo acuerden
todos los socios con derecho de voto de las sociedades participantes (art. 5 RDLey 5/2023, que en determinados casos
permite también omitir la sección destinada a los trabajadores). En cambio, el contenido del informe se amplía en los casos
de «fusión posterior a una adquisición de sociedad con endeudamiento de la adquirente» (art. 42 RDLey 5/2023). El
supuesto se verifica típicamente cuando una sociedad se sirve de financiación a crédito para adquirir el control de otra con
la que de forma más o menos inmediata procede a fusionarse, de tal modo que el patrimonio de ésta –por la subrogación
de la sociedad resultante de la fusión en el conjunto de relaciones jurídicas de las sociedades extinguidas– acaba
respondiendo de la deuda de adquisición contraída por la adquirente (se trata de las conocidas como «fusiones
apalancadas», en las que es habitual emplear para la adquisición del control una sociedad instrumental creada
específicamente con tal objeto, que es la que posteriormente se fusiona con la sociedad adquirida). En estos casos, al
margen de ampliarse el contenido del proyecto de fusión, se exige también –con el fin de reforzar la información a los
accionistas– que el informe de los administradores se pronuncie sobre el plan de pagos de la deuda de adquisición y sobre
las razones justificativas de la adquisición del control y de la propia fusión.
Y el segundo informe debe elaborarse por uno o varios expertos independientes designados por el Registrador Mercantil,
aunque sólo cuando alguna de las sociedades que participen en la fusión sea anónima o comanditaria por acciones (art.
41.1 RDLey 5/2023), en los términos que se analizan a continuación.
5. EL INFORME DE LOS EXPERTOS
La designación del o de los expertos que han de emitirlo ha de hacerse por el Registrador Mercantil correspondiente al
domicilio social; en principio, cada sociedad debe solicitar la designación de uno o varios expertos para que emitan por
separado un informe sobre el proyecto común de fusión, aunque los administradores de todas las sociedades pueden pedir
–lo que es más habitual en la práctica– la designación de uno o varios expertos para la elaboración de un único informe
(art. 41.1 RDLey 5/2023).
En su informe, el o los expertos independientes deben pronunciarse sobre diversas cuestiones: en primer lugar, sobre la
adecuación y justificación del tipo de canje previsto en el proyecto de fusión, valorando la idoneidad de los métodos
seguidos para establecerlo y las eventuales dificultades de valoración que pudiesen existir [art. 6, apdos. 1.2.º y 4, y art.
41.3 RDLey 5/2023]; y en segundo lugar, los expertos deben manifestar también si el patrimonio aportado por las
sociedades extinguidas se corresponde, al menos, con la cifra de capital de la nueva sociedad o con el importe del aumento
de la sociedad absorbente, en el caso de que una u otra sea una sociedad anónima (o comanditaria por acciones) (arts. 6.2
y 41.3 RDLey 5/2023). La valoración del tipo de canje se realiza en interés de los socios de las entidades que se fusionan,
garantizando que el mismo se fije sobre la base del valor real del patrimonio aportado por cada una de ellas, lo que explica
que esta parte del informe pueda omitirse cuando así lo acuerden todos los socios con derecho de voto de las sociedades
participantes en la fusión (arts. 6.7 y 41.4 RDLey 5/2023). La segunda parte del informe aspira en cambio a garantizar la
correcta integración del capital social de la sociedad nueva o absorbente cuando ésta sea una sociedad anónima (o
comanditaria por acciones), en clara analogía con las normas de valoración de las aportaciones no dinerarias que rigen en
esta forma social.
El contenido del informe se amplía en determinados supuestos. Así ocurre con la «fusión posterior a una adquisición de
sociedad con endeudamiento de la adquirente», pues en este caso el informe de los expertos –que se exige incluso cuando
haya acuerdo unánime de fusión– debe contener un juicio sobre la razonabilidad de las indicaciones incluidas en el
proyecto y en el informe de los administradores sobre el plan de pagos y los motivos de la operación (art. 42 RDLey
5/2023). Y además, cuando en el proyecto de fusión se ofrezcan garantías personales o reales a los acreedores de las
sociedades involucradas, el informe «podrá contener, a solicitud de los administradores, una valoración sobre la
adecuación» de dichas garantías (art. 6.3 RDLey 5/2023), aunque de esta cuestión nos ocuparemos al tratar de las medidas
de tutela reconocidas en favor de los acreedores.
En todo caso, como hemos visto, el informe de los expertos se exige, no en cualquier supuesto de fusión, sino sólo cuando
alguna de las sociedades que «participen» en la misma sea anónima o comanditaria por acciones (y la segunda parte del
informe únicamente cuando esta condición recaiga precisamente en la sociedad nueva o absorbente). En consecuencia, el
informe no se precisa si todas las sociedades participantes en la fusión revisten una forma distinta, como sería el caso en
particular de las sociedades de responsabilidad limitada, sin duda por el propósito de simplificar el procedimiento de fusión
aplicable a los tipos societarios que son característicos de las empresas de menor tamaño y complejidad organizativa.
6. EL BALANCE DE FUSIÓN
Entre los distintos documentos e informes que los administradores de las sociedades participantes en la fusión deben
preparar y en su caso –salvo acuerdo unánime de fusión– poner a disposición de los socios se encuentra el balance de
fusión (art. 43 RDLey 5/2023). Este balance desempeña una función esencialmente informativa, pues a través suyo los
socios podrán tomar conocimiento de la situación económica y financiera de las sociedades involucradas y, con ello, valorar
la justificación y fundamento de la relación de canje que haya sido prevista.
Ello explica que este balance no tenga que ser específicamente elaborado para la fusión, al poder utilizarse como tal el
último balance anual aprobado siempre que haya sido cerrado dentro de los seis meses anteriores a la fecha del proyecto
de fusión; en caso contrario, deberá elaborarse un nuevo balance, de acuerdo con los métodos y criterios de presentación
del último balance anual (art. 43.1 RDLey 5/2023). En las sociedades cotizadas, además, se permite sustituir el balance de
fusión por el denominado informe financiero semestral (art. 43.3 RDLey 5/2023), que es un informe exigido por la
normativa del mercado de valores (art. 100 LMVSI y normativa de desarrollo). El balance de fusión debe someterse a
verificación por el auditor de la sociedad cuando exista obligación de auditar y someterse a aprobación de la junta general
que resuelva sobre la fusión, hasta el punto de tener que mencionarse expresamente en el orden del día (art. 44 y, sobre la
posible impugnación de este balance, art. 45 RDLey 5/2023).
7. LOS ACUERDOS DE FUSIÓN
Una vez culminada la fase preparatoria, es necesario que la fusión sea aprobada por las juntas generales de cada una de las
sociedades participantes (arts. 8 y 47 RDLey 5/2023), en un plazo máximo de seis meses desde la fecha del proyecto de
fusión (art. 39.3 RDLey 5/2023). Las juntas generales, evidentemente, son soberanas para aprobar o no la fusión,
ajustándose al contenido del proyecto común de fusión. Pero podrían también acordar un cambio del proyecto, mientras
exista conformidad de todas las sociedades y no se trate de una modificación unilateral de cualquiera de ellas, lo que
equivaldría a su rechazo (arts. 8.7 y 47.1 RDLey 5/2023) y obligaría a reiniciar el proceso; este posible cambio, que en
principio habría de limitarse –cabe entender– a extremos secundarios o accesorios del proyecto sin afectar a la naturaleza o
características esenciales de la operación planteada, podría servir por ejemplo para acoger las observaciones al proyecto
que en su caso pudieran haber formulado los socios, los acreedores o los representantes de los trabajadores ( v. art. 7.1.2.ª
RDLey 5/2023).
Dada la trascendencia de los acuerdos de fusión, es necesario que los administradores, al convocar la junta general,
inserten en la página web de la sociedad o, en su defecto, pongan a disposición de los socios –así como de los
obligacionistas y de los representantes de los trabajadores– una extensa serie de documentos, que refuerzan notablemente
el contenido ordinario del derecho de información. Entre estos documentos sobresalen el proyecto común de fusión, los
informes de los administradores y en su caso del o de los expertos independientes, las cuentas anuales de los tres últimos
ejercicios y los balances de fusión (o informes financieros semestrales) de cada una de las sociedades, los estatutos de la
sociedad nueva o absorbente, así como la identidad de los administradores de las sociedades participantes y de aquellos
que eventualmente vayan a ser propuestos como consecuencia de la fusión (arts. 7.1 y 46.1 RDLey 5/2023). Pero además,
con el fin siempre de ofrecer a los socios toda la información necesaria para poder valorar la operación de fusión y, en
particular, la justificación de la relación de canje, los administradores están obligados a informar a las juntas generales de
todas las sociedades que se fusionan de las modificaciones importantes que puedan haberse producido en el activo o
pasivo de cualquiera de ellas entre la fecha del proyecto de fusión y la celebración de las juntas (art. 46.3 RDLey 5/2023).
También la convocatoria de la junta que debe aprobar la fusión está sujeta a un régimen más estricto en relación al
ordinario, no sólo porque debe hacerse en todo caso con un mes de antelación como mínimo a la fecha de celebración de
la junta, sino también porque debe incluir –entre otros elementos– las menciones mínimas legalmente exigidas para el
proyecto de fusión (art. 47.2 RDLey 5/2023).
El acuerdo de fusión habrá de aprobarse por cada sociedad de conformidad con los requisitos de quórum y mayorías que le
sean aplicables. Pero se exige también el consentimiento individual de todos los socios que, en su caso, pasen a responder
ilimitadamente de las deudas sociales (si, por ej., una sociedad limitada es absorbida por una colectiva) y de aquellos que
hayan de asumir obligaciones personales en la sociedad resultante (art. 48.1 RDLey 5/2023). Además, como ya ha sido
señalado, el procedimiento se simplifica si la fusión se aprueba en junta universal y con el acuerdo unánime de los socios de
todas las sociedades participantes, pues en tal caso no se exige el informe de administradores ni aplican tampoco las reglas
sobre convocatoria de la junta e información de los socios (art. 42 LME).
8. LA EJECUCIÓN DE LA FUSIÓN. LA PROTECCIÓN DE LOS ACREEDORES
Una vez que la fusión ha sido acordada por todas las sociedades participantes, es preciso cumplir ciertos requisitos de
publicidad y de forma de los que depende su eficacia jurídica.
A) Antes que nada, el acuerdo de fusión –como los demás acuerdos de modificación estructural– queda sujeto a un
régimen reforzado de publicidad, con el fin de facilitar su conocimiento por los socios y por los terceros que se
relacionen con las sociedades afectadas y, en concreto, por sus acreedores. Debe publicarse en el Boletín Oficial del
Registro Mercantil y en la página web de las sociedades involucradas o, en su defecto, en un diario de las provincias en
las que cada una de las sociedades tenga su domicilio, haciendo constar tanto el derecho de los socios y acreedores de
obtener el texto íntegro del acuerdo adoptado y del balance de fusión (art. 10 RDLey 5/2023, que permite sustituir la
publicación del anuncio por una comunicación escrita o electrónica a todos los socios y acreedores).
B) Bajo la antigua Ley de Modificaciones Estructurales, los acreedores de cada una de las sociedades participantes cuyo
crédito fuera anterior a la fecha de publicación o de depósito del proyecto de fusión disfrutaban del derecho a oponerse
a la fusión hasta que se les garantizasen debidamente sus créditos (art. 44.2 LME), en unos términos equivalentes al
supuesto –que vimos– de reducción del capital con restitución de aportaciones. Y es que la agrupación patrimonial que
es propia de estas operaciones, con la transmisión en bloque del activo y del pasivo de las sociedades que se extinguen
en favor de la sociedad nueva o absorbente, puede alterar la situación y el perfil de riesgo que los acreedores de las
distintas sociedades participantes tuvieron en cuenta en el momento de contratar y, con ello, afectar negativamente a la
situación jurídica y al riesgo económico de sus derechos de crédito. Pero el RDLey 5/2023 ha abolido el referido derecho
de oposición de los acreedores para atribuir a éstos la mera facultad de solicitar garantías para sus créditos, de
conformidad con el sistema previsto en la Directiva (UE) 2019/2121. En esencia, el proyecto de fusión puede –pero sin
que exista obligación ninguna– ofrecer garantías personales o reales a los acreedores, cuando las sociedades entiendan
que la fusión puede tener implicaciones para ellos [art. 4.1.4.º RDLey 5/2023]; de existir informe de experto, el mismo
podrá contener –aunque sólo cuando lo soliciten los administradores– una valoración sobre las garantías ofrecidas (art.
6.3 RDLey 5/2023); los acreedores cuyos créditos sean anteriores a la fecha de publicación del proyecto que no estén
conformes con las garantías ofrecidas o con la falta de ellas tienen entonces derecho a solicitar que se amplíen o que se
ofrezcan otras nuevas, a través de un procedimiento que se ejercita ante el Juzgado de lo Mercantil o el Registro
Mercantil en función de que el informe del experto –que en caso de ausencia podría también ser nombrado en tal caso–
considere las garantías como adecuadas o inadecuadas (art. 13 RDLey 5/2023); y los acreedores, para obtener nuevas
garantías o una ampliación de las ofrecidas, han de demostrar que la satisfacción de sus derechos está en riesgo por
causa de la fusión y que no han obtenido garantías adecuadas de las sociedades (art. 14 RDLey 5/2023). En todo caso, el
ejercicio de este derecho por los acreedores no paraliza la fusión ni impide su inscripción en el Registro Mercantil (art.
13.3 RDLey 5/2023).
La Ley atribuye también el mismo derecho a los obligacionistas, a menos que la fusión hubiese sido expresamente
aprobada por la asamblea de obligacionistas (art. 13.4 del RDLey 5/2023).
C) Una vez realizado el anuncio de fusión, es necesario otorgar la escritura pública e inscribirla en el Registro Mercantil. La
escritura debe contener el acuerdo de fusión aprobado por las juntas de las sociedades que se fusionan e incorporar el
balance de fusión o –en el caso de las cotizadas– el informe financiero semestral de todas ellas (art. 50.1 RDLey 5/2023).
Además, el contenido de la escritura viene en parte determinado por el procedimiento utilizado: en caso de fusión
mediante creación de nueva sociedad, debe incluir las menciones legalmente exigidas para la constitución de ésta; y en
caso de fusión por absorción, debe incluir las modificaciones estatutarias acordadas por la sociedad absorbente con
motivo de la fusión e identificar las acciones o participaciones que vayan a entregarse a los nuevos socios (art. 50.2
RDLey 5/2023, así como art. 227 y ss. RRM).
La escritura pública debe entonces inscribirse en el Registro Mercantil. Esta inscripción tiene carácter constitutivo, ya
que la eficacia de la fusión –como de las demás modificaciones estructurales– se hace depender legalmente de la
inscripción de la nueva sociedad o de la absorción (arts. 16.1 y 51.1 RDLey 5/2023). En consecuencia, es con la
inscripción cuando la fusión despliega los efectos jurídicos que le son propios en relación con la existencia de las
distintas sociedades (y de ahí que con la inscripción deban cancelarse los asientos registrales de las sociedades
extinguidas, según previene el art. 51.2 RDLey 5/2023), sus respectivos patrimonios y los socios de cada una de ellas.
9. FIRMEZA Y NULIDAD DE LA FUSIÓN
El RDLey 5/2023 no atribuye en caso de fusión el derecho de enajenación de sus acciones o participaciones a los socios
disconformes, a diferencia de otras modificaciones estructurales como las transformaciones internas o –como veremos– las
operaciones transfronterizas que impliquen la sujeción de los socios de una sociedad española a una ley extranjera. En
consecuencia, este derecho o el equivalente de separación sólo existirá cuando así se haya previsto estatutariamente ( v.art.
347.1 LSC) o, en su caso, cuando la fusión vaya acompañada de alguna modificación estatutaria que opere en sí misma
como causa legal de separación ( v. gr., sustitución o modificación sustancial del objeto social). Cabría decir que el sistema
legal de tutela de los socios en los procesos de fusión descansa en los distintos requisitos de carácter material y formal
exigidos para la realización de estas operaciones, que en su mayor parte se justifican por el propósito de preservar los
legítimos intereses de aquéllos.
En este sentido, el sistema de protección de los socios de las sociedades que se fusionan se completa con un régimen
especial de nulidad de la fusión, que es común a todas las modificaciones estructurales, y que se fundamenta en
consideraciones de seguridad del tráfico relacionadas con la imposibilidad de ignorar o deshacer las consecuencias jurídicas
de un proceso de fusión ya consumado. En efecto, con anterioridad a la inscripción de una fusión en el Registro Mercantil,
cabría ejercitar una acción de impugnación contra los actos y acuerdos adoptados por los diferentes órganos de las
sociedades participantes en la fusión (v. gr., el acuerdo de la junta general), de conformidad con el régimen general (aunque
la impugnación se excluye legalmente en caso de desacuerdo con la relación de canje o con la información facilitada sobre
ésta, de acuerdo con el art. 11 RDLey 5/2023). Pero una vez inscrita la fusión, y producidos por tanto los efectos jurídicos
que le son propios (extinción de alguna sociedad, agrupación de los socios en la sociedad nueva o absorbente, transmisión
a ésta del patrimonio de las sociedades extinguidas), no puede declararse la nulidad de la misma, sin perjuicio de las
acciones resarcitorias que pudieran corresponder a los socios y acreedores por los daños y perjuicios que se les puedan
haber causado (art. 16.2 RDLey). Además, como hemos ido viendo, ni el ejercicio por los acreedores de su derecho a
solicitar garantías, ni la impugnación del balance de fusión, ni la impugnación por los socios de la relación de canje
producen el efecto de suspender el proceso de fusión, ni impiden tampoco su inscripción en el Registro mercantil (arts.
13.3, 45 y 49.3 RDLey 5(2023).
IV. LA ESCISIÓN
1. CONCEPTO Y MODALIDADES
En una primera aproximación, cabría decir que la escisión es una operación inversa a la fusión: mientras que ésta implica
una combinación o integración de sociedades, y por tanto de sus respectivos patrimonios y actividades económicas, la
escisión se singulariza como figura jurídica por cumplir una función de reparto, separación o disgregación patrimonial en
procesos de reestructuración empresarial de muy diverso significado. La escisión sirve por lo general a objetivos de
desconcentración empresarial, típicamente relacionados con la búsqueda de una mayor especialización o con la separación
del riesgo jurídico de las distintas actividades económicas realizadas por una misma sociedad mediante su traspaso a
sociedades distintas. Pero la escisión no tiene por qué resultar necesariamente opuesta a la finalidad de concentración y
unificación que caracteriza a la fusión, al ser posible que la parte o partes escindidas de una sociedad sean transmitidas a
sociedades preexistentes.
La escisión puede revestir tres tipos o modalidades. El denominador común de todos ellos consiste en la transmisión en
bloque por una sociedad (la sociedad escindida) de todo o parte de su patrimonio a una o varias sociedades beneficiarias a
cambio de una contraprestación, que debe consistir necesariamente en acciones o participaciones en el capital de esta o
estas últimas (radicando aquí la principal diferencia entre la escisión y la cesión global de activo y pasivo, pues en esta
última –como veremos– la transmisión del patrimonio se realiza a cambio de una contraprestación distinta de acciones o
participaciones de la o las sociedades cesionarias, por ej. dinero). Pero al margen de este elemento común, existen
diferencias sustanciales entre las tres modalidades. Así, en la denominada escisión total, la sociedad escindida se extingue
y su patrimonio se divide en dos o más partes que se traspasan en bloque a otras tantas sociedades beneficiarias (que
pueden ser preexistentes o de nueva creación), recibiendo a cambio los socios de aquélla un número de acciones o
participaciones de estas últimas proporcional a las que tenían (art. 59 RDLey 5/2023). En la escisión parcial, por el
contrario, la sociedad escindida, que no se extingue, traspasa en bloque una o varias partes de su patrimonio –cada una de
las cuales debe formar una unidad económica– a una o más sociedades beneficiarias (que pueden ser también existentes o
de nueva creación), recibiendo los socios acciones o participaciones de estas últimas en proporción a las que tenían (art. 60
RDLey 5/2023). Y en la segregación se verifica también una transmisión en bloque por una sociedad –que no se extingue–
de una o varias partes de su patrimonio –cada una de las cuales debe formar una unidad económica– a una o más
sociedades beneficiarias (que pueden ser también existentes o de nueva creación), aunque en este caso –a diferencia de la
escisión parcial– las acciones o participaciones de estas últimas se atribuyen a la propia sociedad escindida o segregada, en
lugar de a sus socios (art. 61 RDLey 5/2023). Además, aunque no se trate propiamente de una modalidad autónoma de
escisión, las normas de ésta se declaran también aplicables –«en cuanto procedan»– a las conocidas como operaciones de
«filialización», en las que una sociedad transmite en bloque su patrimonio a otra sociedad de nueva creación a cambio de
todas las acciones o participaciones de esta última (art. 62 RDLey 5/2023); mediante esta operación una sociedad operativa
se convierte en sociedad holding o de cartera, pasando a desarrollar las actividades integrantes de su objeto social de
manera indirecta a través de una filial íntegramente participada.
De esta caracterización se infiere ya que dentro de la escisión existe una amplia variedad de supuestos, que además pueden
ser objeto de muy diversas combinaciones. Así, existen diferencias entre las distintas formas de escisión en función de que
la sociedad escindida se extinga, como en la escisión total, o de que por el contrario sobreviva al proceso, como ocurre en la
escisión parcial o en la segregación. Además, en todas las modalidades de escisión las sociedades beneficiarias –que
pueden tener una forma social distinta de la sociedad escindida (art. 58.2 RDLey 5/2023)– pueden ser sociedades nuevas
que se crean con motivo de la escisión con el patrimonio escindido o segregado, o sociedades ya existentes, que absorben
ese patrimonio (o sociedades de ambas clases, si distintas partes del patrimonio de la sociedad escindida se traspasan al
tiempo a una o varias sociedades preexistentes y a otra u otras de nueva creación). Y también existen importantes
diferencias estructurales en función de los destinatarios de las acciones o participaciones de la o las sociedades
beneficiarias, pues en la escisión total o parcial son los socios de la sociedad escindida y en la segregación esta última.
Todas estas combinaciones ilustran, en definitiva, la gran versatilidad de la escisión, por la posibilidad de poner esta figura al
servicio de una multitud de finalidades o propósitos económicos y societarios.
Así definida, la escisión presenta en su estructura y naturaleza un claro paralelismo con la figura de la fusión de sociedades.
Esta circunstancia determina que desde el punto de vista de su regulación ambas figuras planteen problemas similares,
tanto en lo que hace a la articulación de su procedimiento como a los mecanismos de tutela de los intereses afectados por
la operación. Y ello explica que la escisión, al margen de ciertas especialidades de régimen que se derivan de su propia
naturaleza y singularidad, se rija en todo lo demás de forma supletoria por las normas de la fusión, entendiéndose que las
referencias de éstas a la sociedad resultante de la fusión equivalen a referencias a las sociedades beneficiarias de la escisión
(art. 63 RDLey 5/2023).

2. PRESUPUESTOS
La caracterización jurídica de la escisión puede hacerse sobre la base de ciertos presupuestos, que permiten al tiempo
definir a la figura y diferenciar sus distintas modalidades. Pueden formularse como sigue:
A) Transmisión en bloque del patrimonio escindido . En cualquier supuesto de escisión, la sociedad escindida transmite
una parte o la totalidad de su patrimonio a una o varias sociedades beneficiarias, produciéndose esta transmisión en
bloque y por sucesión universal. Al igual que en la fusión, esta transmisión del patrimonio escindido tiene lugar en un
solo acto, por causa precisamente de la escisión, y sin necesidad de proceder a una multiplicidad y diversidad de
negocios jurídicos para la transmisión de los distintos elementos integrados en dicho patrimonio.
En los supuestos de escisión parcial y de segregación se exige por el legislador que la parte del patrimonio que se divida
o segregue por la sociedad escindida forme una «unidad económica» (arts. 60.1 y 61 RDLey 5/2023), a la vez que se
permite, en los supuestos de transmisión de una o varias empresas o establecimientos, atribuir a la sociedad
beneficiaria las deudas contraídas para la organización o puesta en funcionamiento de la empresa que se traspasa (art.
60.2 RDLey 5/2023). Se denota así que los elementos patrimoniales que conforman la parte escindida o segregada
deben ofrecer una cierta unidad o congruencia funcional, en el sentido de tratarse de elementos, no desvinculados o
heterogéneos, sino afectos al ejercicio de una misma actividad económica. Pero el requisito de unidad económica del
patrimonio transmitido, que sólo se formula de forma expresa para los supuestos de escisión parcial y segregación, debe
reputarse exigible también en el caso de la escisión total. Esta exigencia no sólo se deriva de la propia caracterización
económica de la operación, que postula que la parte escindida tenga una cierta autonomía económica, sino que así lo
imponen también razones de coherencia del propio sistema legal, considerando la unidad conceptual de la figura.
Por lo demás, el legislador ha previsto también determinadas reglas sobre el destino a dar a los elementos del
patrimonio de la sociedad escindida cuyo reparto se omita en el proyecto de escisión, cuando la interpretación de éste
no permita decidir sobre el reparto. La regla general es que los elementos del activo y del pasivo no atribuidos a
ninguna sociedad deben repartirse de forma proporcional entre todas las sociedades beneficiarias y, en su caso, la
sociedad escindida, en proporción al valor del activo atribuido a cada una de ellas (art. 65 RDLey 5/2023).
B) Contraprestación consistente en acciones o participaciones de las sociedades beneficiarias. Como hemos visto, la
contraprestación por la parte o las partes del patrimonio que se transmiten por la sociedad escindida ha de consistir
necesariamente en acciones o participaciones de la o las sociedades beneficiarias (a diferencia –como veremos– de la
cesión global de activo y pasivo). Pero mientras que en la escisión total y en la escisión parcial los destinatarios de estas
acciones o participaciones son los socios de la sociedad escindida, en la segregación es esta última –y no sus socios– la
que recibe la participación de las sociedades beneficiarias.
En la escisión total y en la escisión parcial, pues, se produce la incorporación de los socios de la sociedad escindida a la o
las sociedades beneficiarias. En ambos casos, la contraprestación por la atribución de una parte o de la totalidad del
patrimonio de la sociedad escindida corresponde directamente a sus socios, que han de recibir a cambio acciones o
participaciones de las sociedades beneficiarias de acuerdo con los criterios que se prevean en el proyecto de escisión
(art. 64.1.º RDLey 5/2023). Si la sociedad beneficiaria es de nueva creación, los socios pasarán a tener en ésta la misma
participación que tuvieran en la sociedad escindida. Si por el contrario la sociedad beneficiaria es una sociedad
preexistente, deberá establecerse una relación de canje –al igual que en la fusión– sobre la base de los respectivos
valores patrimoniales, a efectos de determinar la participación que ha de corresponder a los socios de la sociedad
escindida en el capital de la beneficiaria.
Cuando existan dos o más sociedades beneficiarias, la regla general es que los socios de la sociedad escindida deben
recibir acciones o participaciones de todas ellas. Sin embargo, es posible atribuir sólo acciones o participaciones de una
o varias de las sociedades beneficiarias, aunque únicamente cuando medie el consentimiento individual de los socios
afectados (art. 66 RDLey 5/2023). Se garantiza así la defensa de los intereses de los socios de la sociedad escindida, que
tienen derecho a mantener su participación en el conjunto de las sociedades beneficiarias. Pero la posible renuncia a
este derecho puede ser de gran utilidad en determinados supuestos de escisión, que podrían emplearse para dividir o
separar, no solo el patrimonio de una sociedad, sino también a sus socios, entre dos o más sociedades beneficiarias ( v.
gr., al objeto de superar una situación de enfrentamiento o desacuerdo personal).
En la segregación, por el contrario, los socios de la sociedad escindida no se incorporan al capital de la o las sociedades
beneficiarias, dado que las acciones o participaciones de éstas se atribuyen directamente a aquélla. En estos casos, la
sociedad escindida experimenta una simple alteración en la composición de su patrimonio, al sustituir la parte o partes
del patrimonio que segrega por una participación en el capital de la o las sociedades beneficiarias, sin que sus socios
experimenten cambio alguno en su situación jurídica.
C) Diversidad de efectos respecto de la extinción de la sociedad escindida . A diferencia de la fusión, la extinción de
alguna sociedad no constituye un presupuesto general de la escisión, al ser posible que ésta no afecte a la subsistencia
de la sociedad escindida. La extinción de esta última es un auténtico presupuesto de la escisión total (art. 59 RDLey
5/2023), cuando una sociedad divide todo su patrimonio en dos o más partes que se transmiten a las sociedades
beneficiarias, pero no de la escisión parcial ni de la segregación, que se definen precisamente por el hecho de que la
sociedad escindida sobrevive al proceso conservando su personalidad jurídica (arts. 60 y 61 RDLey 5/2023). De ahí que
la extinción de la sociedad escindida no sea un presupuesto general de la operación ni un elemento integrante de su
concepto.
Este mismo dato pone de manifiesto, además, que en la escisión total la existencia de una pluralidad de sociedades
beneficiarias constituye un presupuesto necesario del proceso, al producirse la extinción de la sociedad escindida y la
consiguiente transmisión de su patrimonio en favor de tantas sociedades como partes en que se divida. Pero no ocurre
así en la escisión parcial ni en la segregación, pues al subsistir la sociedad escindida con parte de su patrimonio puede
existir una única sociedad beneficiaria, que se constituya ex novo como sociedad resultante de la escisión o –cuando
sea una sociedad preexistente– que absorba la parte del patrimonio escindida o segregada.
3. EL PROCEDIMIENTO DE ESCISIÓN
El procedimiento de la escisión coincide en sus principales fases con el de la fusión, hasta el punto de que el RDLey 5/2023
se limita a prever –lo hemos visto– un conjunto de especialidades y se remite en lo demás al régimen legal de esta última
(art. 63).
A) El proceso de escisión propiamente dicho se inicia –como en la fusión– con el proyecto de escisión, que deben redactar
y firmar los administradores de las distintas sociedades que intervengan en la operación. En el proyecto deben incluirse
obligatoriamente, además de las menciones exigidas con carácter general para el proyecto de fusión, otras que son
específicas de la escisión, en tanto que operación de división societaria y patrimonial. Estas menciones van referidas a la
designación y reparto de los elementos patrimoniales que han de transmitirse a cada una de las sociedades
beneficiarias y, en el caso específico de la escisión total o parcial, al criterio de reparto entre los socios de la sociedad
escindida de las acciones o participaciones que les correspondan en el capital de las sociedades beneficiarias (art. 64
RDLey 5/2023). Esta última mención no se exige lógicamente en la segregación, dado que en ésta los socios de la
sociedad escindida no se incorporan al capital de las sociedades beneficiarias.
B) El proyecto de escisión debe someterse a informe de los administradores de las sociedades que participen en ella (art.
67 RDLey 5/2023), en analogía también con lo previsto para la fusión. Pero, además, cuando las sociedades que
participen en la escisión sean anónimas (o comanditarias por acciones), el proyecto de escisión deberá someterse al
informe de uno o varios expertos independientes designados por el registrador mercantil (art. 68 RDLey 5/2023). Este
informe, además de valorar –en su caso– los criterios de reparto de las acciones o participaciones de las sociedades
beneficiarias (la relación de canje), deberá comprender también una valoración del patrimonio no dinerario que se
transmita a cada sociedad (art. 68.1 RDLey 5/2023), con el fin de garantizar la correcta integración de su capital social;
además, de acuerdo con el régimen general que vimos para la fusión, cuando el proyecto de escisión contenga un
ofrecimiento de garantías reales o personales para los acreedores, el informe podrá contener también, «a solicitud de
los administradores», un juicio sobre la adecuación y suficiencia de las garantías ofrecidas (art. 6.3 RDLey 5/2023). Pero
este informe no es exigible en determinados supuestos. Así ocurre, con carácter general, cuando las sociedades
participantes no sean ni anónimas ni comanditarias por acciones. Y hay otros casos en los que la dispensa va referida
solo a la primera parte del informe relativa a la relación de canje: de un lado, cuando así se acuerde de forma unánime
por los socios con derecho de voto de cada una de las sociedades que participen en la escisión (art. 68.3 RDLey 5/2023),
en clara analogía con lo previsto en materia de fusión (art. 41.4 RDLey 5/2023); y de otro lado, cuando la participación
de los socios en la o las sociedades beneficiarias sea proporcional a la que tenían en la sociedad escindida, como
ocurrirá típicamente cuando aquélla o aquéllas sean sociedades de nueva creación (art. 71 RDLey 5/2023, que exime
también en estos casos del informe de administradores y del balance de escisión). En estos últimos supuestos, cuando
intervengan sociedades anónimas (o comanditarias por acciones), la dispensa del informe alcanza solo a la valoración de
la relación de canje entre las acciones o participaciones de la sociedad escindida y las de la o las sociedades
beneficiarias, pero no a la valoración del patrimonio no dinerario de la sociedad escindida que sirve de contravalor al
aumento de capital de la o las sociedades beneficiarias (la segunda parte del informe), de conformidad con el régimen
general de valoración de las aportaciones no dinerarias que rige en la sociedad anónima.
C) En relación con el balance de escisión, al no contemplarse de forma expresa por la Ley, deberán aplicarse las normas
previstas para la fusión en orden a la confección, verificación por auditores y aprobación por la junta general que
delibere sobre la escisión. Al igual también que en la fusión, la función de este balance es meramente informativa.
D) La aprobación de la escisión por las juntas generales de cada una de las sociedades que intervengan en la misma es
condición indispensable –como en las demás modificaciones estructurales– de la operación. A falta de disposiciones
especiales, habrá que estar también al régimen previsto para la fusión. En todo caso, los administradores están
obligados a informar a la junta general sobre cualquier modificación importante del patrimonio que pueda haber
acaecido con posterioridad a la elaboración del proyecto de escisión (art. 69 RDLey 5/2023, que reproduce lo previsto
por el art. 46.3 respecto de la fusión). Esta información, que debe proporcionarse por los administradores de la sociedad
escindida y, en caso de escisión por absorción, por los de las sociedades beneficiarias, tiene como función orientar a los
socios a efectos de emitir su voto en atención al posible impacto de dichas modificaciones sobre el tipo de canje
acordado en el proyecto de escisión (aunque podría servir también para enmendarlo, por la posibilidad general
reconocida por el RDLey 5/2023 –ya vista– de modificar el proyecto cuando así lo acuerden todas las sociedades y la
modificación no tenga carácter unilateral).
4. LA EJECUCIÓN DE LA ESCISIÓN. LA TUTELA DE LOS ACREEDORES
A) En lo que hace a las formalidades necesarias para la ejecución de la escisión acordada, se aplican también las
disposiciones de la fusión: publicación del acuerdo, escritura pública e inscripción en el Registro Mercantil.
B) También en la escisión opera un régimen de tutela de los acreedores de las sociedades participantes en la escisión, con
el fin de evitar que la separación o disgregación patrimonial que caracteriza a estas operaciones pueda operar en su
perjuicio. Este sistema descansa sobre dos piezas fundamentales.
La primera de ellas está constituida por el derecho de los acreedores que no estén conformes con las garantías que
pueda ofrecer la sociedad en el proyecto de escisión o con la falta de ellas a solicitarlas, en los términos que vimos para
la fusión (art. 13 RDLey 5/2023). En consecuencia, los acreedores de las sociedades participantes en la escisión (los de la
sociedad escindida, pero también los de las sociedades beneficiarias que no sean de nueva constitución) podrán
ejercitar este derecho, cuando consideren que la disgregación o división patrimonial que es característica de estas
operaciones incide negativamente sobre el nivel de riesgo de su crédito.
Pero el sistema de tutela se integra con un segundo elemento de mayor efectividad práctica que es específico de la
escisión, destinado a proteger tanto a los acreedores de la sociedad escindida cuyos derechos y créditos son
transmitidos a alguna de las sociedades beneficiarias como a los acreedores que lo sigan siendo de la propia sociedad
escindida. De acuerdo con este régimen, cuando una sociedad beneficiaria no cumpla una obligación que haya asumido
en virtud de la escisión, del cumplimiento de la misma responderán solidariamente las restantes sociedades
beneficiarias y, en caso de escisión parcial o segregación, la propia sociedad escindida, mientras que si el
incumplimiento es atribuible a la propia sociedad escindida serán las sociedades beneficiarias las que respondan
solidariamente; en ambos casos, la responsabilidad opera solo por el importe de los activos netos atribuidos a cada
sociedad y tiene una duración de cinco años (art. 70 RDLey 5/2023). De este modo, el efecto de separación patrimonial
que es propio de la escisión se compatibiliza con la subsistencia de la garantía que el patrimonio de la sociedad
escindida ofrecía a sus acreedores, el que éstos tuvieron presente al contratar, pues en caso de incumplimiento podrán
perseguirlo a pesar de su disgregación entre las sociedades beneficiarias y, de seguir existiendo, la propia sociedad
escindida.
C) Por último, la remisión general a las normas de la fusión comporta que también deba extenderse a la escisión el
particular régimen de nulidad previsto para aquélla y en general para todas las modificaciones estructurales, con los
peculiares efectos que la Ley atribuye a la inscripción registral de la escisión en orden al régimen de impugnación
aplicable.
V. LA CESIÓN GLOBAL DE ACTIVO Y PASIVO
1. CONCEPTO Y SIGNIFICADO
Junto a la fusión y la escisión, la cesión global de activo y pasivo es otra modificación estructural que puede ser empleada
para la transmisión de una empresa.
Tradicionalmente, esta cesión se regulaba exclusivamente en relación con la liquidación de las sociedades de capital, como
un procedimiento «abreviado» de liquidación que permitía sustituir los distintos actos de liquidación del patrimonio de la
sociedad disuelta por un negocio unitario de cesión de todos los bienes, derechos y obligaciones de ésta en favor de uno o
varios socios o terceros. Pero el vigente RDLey 5/2023, como antes la antigua Ley de Modificaciones Estructurales, han
superado esta concepción restrictiva y parcial de la cesión global de activo y pasivo, al concebirla como una modificación
estructural más de la que con carácter general pueden servirse las sociedades mercantiles con fines corrientes de
reorganización empresarial.
En la cesión global, una sociedad transmite en bloque y por sucesión universal la totalidad de su patrimonio a uno o varios
socios o terceros, a cambio de una contraprestación que no puede consistir en acciones o participaciones del cesionario
(art. 72.1 RDLey 5/2023). De esta caracterización legal cabe colegir los presupuestos que delimitan la figura.
De un lado, la contraprestación recibida a cambio de la transmisión patrimonial debe consistir, no en acciones o
participaciones del cesionario (que podría ser incluso una persona física y no una sociedad), sino en dinero u otra clase de
activos. Aquí radica precisamente –como vimos– la principal diferencia estructural entre la escisión y la cesión global. En
esta última la transmisión de todo o partes del patrimonio tiene lugar a cambio de una contraprestación dineraria o de otro
tipo, por lo que no se verifica una atribución de acciones o participaciones del cesionario a la sociedad cedente –como en la
segregación– o a los socios de ésta –como en la escisión total o parcial–. Ello determina que la cesión global comporte un
cambio radical en la estructura patrimonial de la sociedad, que sustituye la empresa de la que era titular por dinero u otros
activos, de los que a partir de entonces deberá servirse para el desarrollo de su objeto social o, en su caso, para acometer
un cambio de éste.
También es presupuesto esencial de la cesión global, de otro lado, la transmisión en bloque y por sucesión universal de la
totalidad del patrimonio de la sociedad cedente. La transmisión puede hacerse en favor de un único cesionario o de varios,
aunque en este último caso se exige –al igual que en la escisión– que cada parte del patrimonio que se ceda constituya una
«unidad económica» (art. 73 RDLey 5/2023, que denomina a este supuesto como «cesión global plural»). Esta transmisión
global –que es característica de todas las modificaciones estructurales– singulariza a la cesión global frente a lo que sería la
compraventa o cesión de un bien o derecho singular, pues el cesionario se subroga por causa de la cesión global en el
conjunto de relaciones y de obligaciones jurídicas que anteriormente pertenecían al cedente (o, en su caso, de aquellas que
estén afectas a la «unidad económica» cedida). Y esta transmisión –al igual también que las demás modificaciones
estructurales– puede realizarse sin necesidad de contar con el consentimiento expreso de las contrapartes de esas
relaciones u obligaciones, al sustituirse las reglas generales sobre novación de los contratos (art. 1205 CC) por el
reconocimiento de diversas medidas de protección de los acreedores.
Pero la cesión global, además de poder emplearse como una genuina modificación estructural, puede también utilizarse
dentro del proceso de liquidación y de extinción de la sociedad cedente. De esta forma, la posibilidad de proceder a una
cesión global –como en general cualquier otra modificación estructural– se reconoce expresamente a las sociedades en
liquidación, aunque «siempre que no haya comenzado la distribución de su patrimonio entre los socios» (art. 3.1 RDLey
5/2023). La realización de la cesión global por una sociedad disuelta –lo hemos visto– simplifica enormemente el proceso
de liquidación, pues permite sustituir las tareas singulares de liquidación por un único acto de enajenación de todo el
patrimonio antes de proceder al reparto del haber social entre los socios. En relación con ello, la Ley prevé también que la
contraprestación por la transmisión del patrimonio pueda atribuirse, no a la sociedad cedente, sino directamente a los
socios, en cuyo caso «la sociedad cedente quedará extinguida» (art. 72.2 RDLey 5/2023). En este caso la contraprestación
no se atribuye a la sociedad disuelta para que proceda a su posterior distribución entre los socios, sino que se destina «total
y directamente» a estos últimos, en concepto de cuota de liquidación. Y ello determina que en este supuesto la realización
de la cesión global comporte la extinción automática de la sociedad, sin necesidad de proceder por tanto a la apertura de
fase de liquidación alguna.
2. PROCEDIMIENTO
La cesión global de activo y pasivo queda sometida a un procedimiento que coincide básicamente con el aplicable a la
fusión y la escisión. A diferencia de estas últimas, sin embargo, en la cesión global no se requiere en ningún caso el informe
del o de los expertos independientes, que tiene simple carácter facultativo (art. 76 RDLey 5/2023). Porque al exigirse que la
contraprestación sea en dinero u otros activos, en este caso no hay relación de canje alguna ni se verifica un aumento de
capital del cesionario a cambio de un patrimonio no dinerario (cuando sea una sociedad, pues podría ser también una
persona física), que son las cuestiones básicas sobre las que versa dicho informe.
De este modo, los administradores de la sociedad tienen que elaborar un «proyecto de cesión global» (art. 74.1 RDLey
5/2023), que debe ser depositado en el Registro Mercantil (art. 74.2 RDLey 5/2023), así como un informe explicando y
justificando detalladamente dicho proyecto (art. 75 RDLey 5/2023). El acuerdo de cesión global, una vez adoptado por la
junta general de la sociedad cedente (art. 77 RDLey 5/2023), queda sometido a un régimen de publicidad, al igual que los
demás acuerdos de modificación estructural (art. 10 RDLey 5/2023). Los acreedores de la sociedad cedente y los del
cesionario o cesionarios disponen del derecho a solicitar el otorgamiento o la ampliación de las garantías que en su caso se
hayan ofrecido en el proyecto, en los mismos términos que en las demás modificaciones estructurales (art. 13 RDLey
5/2023). Posteriormente, la cesión global debe hacerse constar en escritura pública (art. 78.1 RDLey 5/2023) e inscribirse
en el Registro Mercantil, que es el momento en que adquiere eficacia jurídica (arts. 16.1 y 78.2 RDLey 5/2023).
Además, en clara analogía con el régimen de responsabilidad solidaria que opera en la escisión (art. 70 RDLey 5/2023), en la
cesión global también se prevé –en defensa de los intereses de los acreedores de la sociedad cedente– un particular
régimen de responsabilidad para el caso de incumplimiento por un cesionario de las obligaciones que haya asumido. La
regla es que de este incumplimiento responden solidariamente los demás cesionarios, hasta el límite del activo neto
atribuido a cada uno de ellos, y, según los casos, la propia sociedad cedente cuando no se hubiera extinguido por el importe
de los activos netos que mantenga o, en caso contrario, los socios hasta el límite de lo que hubieran recibido como
contraprestación por la cesión (art. 79.1 RDLey 5/2023).
VI. LAS MODIFICACIONES ESTRUCTURALES TRANSFRONTERIZAS INTRAEUROPEAS
1. CONCEPTO Y RÉGIMEN LEGAL
Las modificaciones estructurales, que tienen carácter interno cuando involucran solo a sociedades de nacionalidad
española, pueden ser también transfronterizas o transnacionales, cuando alguna de las sociedades participantes sea
extranjera. Y dentro de estas modificaciones sobresalen las «intraeuropeas», que son aquellas que comprometen a una o
varias sociedades españolas (que han de ser necesariamente sociedades de capital: art. 80.2 RDLey 5/2023) con otra u
otras sometidas al Derecho de un Estado miembro del Espacio Económico Europeo («EEE»), que en gran medida han sido
objeto de armonización por Derecho europeo.
Las modificaciones intraeuropeas, que comprenden las mismas clases o modalidades que las internas, se caracterizan por
incorporar un elemento internacional, al involucrar a sociedades de distinta nacionalidad. Se incluyen así, por un lado, las
transformaciones
transfronterizas, cuando una sociedad de capital española se convierte en sociedad de capital de otro Estado miembro del
EEE con traslado a éste de su domicilio, así como las transformaciones de signo inverso, cuando es esta última la que se
transforma en una sociedad de capital española (art. 80.1.1.º RDLey 5/2023); en estos casos se verifica una sucesión de la
lex societatis o ley nacional aplicable, pues la sociedad habrá de aprobar la transformación de acuerdo con su propia ley
personal, la del denominado «Estado miembro de origen», para sujetarse luego a una ley distinta, que será la del «Estado
miembro de destino» (arts. 82 y 97 RDLey 5/2023). Y se incluyen también, por otro lado, las fusiones, escisiones y
cesiones globales de activo y pasivo , cuando intervengan al menos dos sociedades sujetas a la legislación de diferentes
Estados miembros del EEE y al menos una de ellas sea española (art. 80.1.2.º RDLey 5/2023); se produce aquí una
combinación o coordinación de las leyes aplicables, pues cada una de las sociedades participantes habrá de acomodar el
proceso de aprobación de la operación a su respectiva ley personal, aunque el proceso comporta que alguna de estas
sociedades –la sociedad resultante de la fusión o una o varias de las sociedades beneficiarias en la escisión o de las
cesionarias en la cesión global– pase de regirse por la ley de su «Estado miembro de origen» a la ley del «Estado miembro
de destino» (arts. 82, 101.1, 107 y 115 RDLey 5/2023).
Con carácter general, el procedimiento de las modificaciones transfronterizas intraeuropeas se corresponde con el de sus
homónimas figuras internas, cuyo régimen resulta de aplicación supletoria (art. 83 RDLey 5/2023), aunque con algunas
relevantes especialidades. Así, se refuerzan las medidas de protección de los socios, por la posibilidad de que la operación
comporte un cambio de nacionalidad para alguna o algunas de las sociedades intervinientes y por extensión de lex
societatis o ley aplicable a los socios de las mismas; de esta forma, los socios de las sociedades españolas que voten en
contra de una modificación estructural que comporte la sujeción de aquéllos a una ley extranjera (piénsese a modo de
ejemplo en los socios de una sociedad española que es absorbida por una sociedad extranjera, o que procede a una
escisión total o parcial en favor de sociedades beneficiarias también extranjeras) tienen reconocido el «derecho de
enajenación» de sus acciones o participaciones a cambio de una compensación en efectivo (arts. 12 y 86 del RDLey
5/2023), en los términos que vimos para la transformación interna. Y se refuerzan también notablemente los mecanismos
de información y participación de los trabajadores (v. arts. 85 y 88 RDLey 5/2023), por el riesgo de que el cambio de
nacionalidad y de ley aplicable pueda redundar negativamente sobre sus derechos y condiciones de empleo.
Estas modificaciones quedan también sujetas a un singular procedimiento de control de legalidad, destinado a garantizar el
cumplimiento de los trámites y requisitos que vengan impuestos por las distintas leyes aplicables a las sociedades
participantes. Desde el punto de vista del Derecho español, la verificación de la legalidad de la modificación transfronteriza
se articula por medio de un doble control. El primero va referido al proceso de preparación y aprobación de la modificación
estructural cuando España sea el Estado miembro de origen de alguna o algunas de las sociedades involucradas (por ej.,
una sociedad española que va a transformarse en sociedad extranjera o que va a ser absorbida por ésta), al exigirse que el
registrador mercantil del domicilio de éstas expida un certificado –a solicitud de la sociedad en cuestión, que debe aportar
la escritura pública de la modificación estructural además de otros documentos– acreditando «que se han cumplimentado
correctamente todos los procedimientos y formalidades necesarias» desde la perspectiva del Derecho español ( v. arts. 90 y
91 RDLey 5/2023). Y dicho certificado habrá de compartirse con la autoridad del Estado miembro de destino que bajo su
Derecho nacional sea también competente para el control de legalidad de la operación (art. 93 RDLey 5/2023), que de esta
forma podrá asegurarse la corrección del procedimiento en la parte sujeta al Derecho español a los efectos de inscribirla y
de reconocerle plena validez jurídica. Y el segundo control se verifica en sentido contrario, aunque de forma equivalente,
cuando sea una sociedad extranjera la que a través de la modificación estructural acaba sometiéndose al Derecho español
(por ej., sociedad extranjera que se transforma en sociedad española, o sociedad extranjera que es absorbida por otra
española). En estos casos, el registrador mercantil debe controlar esencialmente la legalidad bajo la ley española del
proceso de constitución de la nueva sociedad o sociedades o de las modificaciones de la sociedad absorbente, al ser
cuestiones sujetas al Derecho español; pero en cuanto a las fases del proceso regidas por el Derecho extranjero, se requiere
que las sociedades de que se trate remitan a aquél –entre otra documentación– el «certificado previo» antes referido
expedido por sus respectivas autoridades nacionales, que opera como «prueba concluyente de la correcta
cumplimentación de los procedimientos y formalidades exigidas en el Estado miembro de origen» (art. 94.6 RDLey 5/2023).
2. LA TRANSFORMACIÓN TRANSFRONTERIZA
La transformación transfronteriza supone la conversión de una sociedad de capital española en una sociedad de capital de
otro Estado miembro del EEE, sin ser disuelta ni liquidada y con mantenimiento de su personalidad jurídica, y con traslado
del domicilio social a dicho Estado, así como la operación de signo inverso, cuando es la sociedad extranjera la que se
convierte o transforma en una sociedad de capital española (art. 96 RDLey 5/2023). Si en la transformación interna se
verifica un simple cambio de tipo social, en la transformación transfronteriza lo que se produce esencialmente es un cambio
en la ley nacional aplicable a la sociedad y a sus socios (la lex societatis), que pasa a ser la del Estado miembro de destino.
En cambio, al no disolverse la sociedad y al mantener su personalidad jurídica, no se produce –a diferencia de las restantes
modificaciones estructurales– ninguna modificación ni alteración patrimonial. Se trata de una operación que la antigua Ley
de Modificaciones Estructurales regulaba bajo la denominación de «traslado internacional del domicilio social», que el
RDLey 5/2023, de conformidad con la Directiva UE 2019/2121 de «movilidad transfronteriza», contempla ahora bajo la
categoría de transformación transfronteriza.
Desde la perspectiva de los socios de la sociedad española que se transforma en una sociedad extranjera, aquellos que
voten en contra del proyecto de transformación y los titulares de acciones o participaciones sin voto tienen –como vimos–
el derecho de enajenación de sus acciones o participaciones a cambio de una compensación en efectivo. Por su parte, los
acreedores disfrutan de las medidas de protección que son comunes a todas las modificaciones estructurales, consistentes
–también lo hemos visto– en la facultad de solicitar el otorgamiento o la ampliación de las garantías que pueda ofrecer la
sociedad (arts. 13 y 87 RDLey 5/2023); pero además, como el domicilio social es uno de los criterios determinantes de la
competencia para demandar a una sociedad, se establece también una prórroga del foro general durante un plazo de dos
años, durante el cual los acreedores de la sociedad transformada podrán demandar a ésta ante los tribunales de su antiguo
domicilio en el Estado miembro de origen (art. 99 RDLey 5/2023), con el fin de evitar que tengan que hacerlo en el foro del
nuevo Estado de destino.
3. FUSIONES, ESCISIONES Y CESIONES TRANSFRONTERIZAS
En el caso de las fusiones transfronterizas intraeuropeas, las sociedades españolas que intervengan quedan sometidas en lo
esencial al régimen propio de las fusiones internas y a las especialidades –ya vistas– de las modificaciones estructurales
transfronterizas. Como singularidad, en estas operaciones se requiere siempre el informe del o de los expertos
independientes, aunque ninguna de las sociedades intervinientes sea anónima o comanditaria por acciones, salvo que así lo
acuerden todos los socios de la sociedad (art. 103.1 RDLey 5/2023).
Tampoco existen especialidades relevantes en materia de escisiones transfronterizas, al admitirse que las sociedades
beneficiarias sean sociedades de nueva creación constituidas con ocasión del proceso (arts. 107 y ss. RDLey 5/2023), que es
el único supuesto contemplado por la Directiva 2019/2121 de «movilidad transfronteriza», pero también sociedades
preexistentes (arts. 112 y ss. RDLey 5/2023). Y estas escisiones pueden revestir también la triple forma o modalidad de
escisión total, escisión parcial y segregación, con unos efectos materiales que en lo sustancial coinciden con los de las
operaciones internas (art. 111.2 RDLey 5/2023). En cuanto a las medidas específicas de protección de los acreedores que
rigen en la escisión, que en el ámbito interno se concretan –como vimos– en la responsabilidad solidaria de todas las
sociedades beneficiarias y de la propia sociedad escindida hasta el importe de los activos netos asignados a cada una de
ellas (art. 70 RDLey 5/2023), en las escisiones transfronterizas esta cuestión se determina de conformidad con la ley
personal de la sociedad escindida, que es por tanto la que ha de precisar la naturaleza y extensión de esta responsabilidad
(arts. 110 y 112.2 RDLey 5/2023).
En cuanto a la cesión global de activo y pasivo transfronteriza, se trata de una operación que no ha sido objeto de
armonización por el Derecho comunitario, lo que explica que solo sea posible cuando se admita por las leyes personales de
la sociedad cedente y de la sociedad o sociedades cesionarias (art. 115 RDLey 5/2023) o, si el cesionario fuera una persona
física, de esta última (art. 114.2 RDLey 5/2023).
VII. LAS MODIFICACIONES ESTRUCTURALES TRANSFRONTERIZAS EXTRAEUROPEAS
Las modificaciones estructurales transfronterizas pueden también tener carácter «extraeuropeo», cuando intervenga, junto
a alguna sociedad española, otra u otras sociedades constituidas de acuerdo con el Derecho de un Estado que no forme
parte del Espacio Económico Europeo (art. 121 RDLey 5/2023). Con carácter general, estas operaciones quedan sometidas
al mismo régimen que las modificaciones estructurales intraeuropeas (art. 122 RDLey 5/2023), aunque su viabilidad jurídica
dependerá en último término de su admisión por la lex societatis aplicable a la sociedad extranjera; así ocurre por ejemplo
con la transformación, que solo será posible si el Derecho del Estado que no forme parte del EEE la permite con
mantenimiento de la personalidad jurídica de la sociedad (art. 125 RDLey 5/2023), o con la cesión global de activo y pasivo
(art. 126 RDLey 5/2023). En el caso de las fusiones y escisiones, el régimen aplicable habrá de determinarse combinando y
coordinando, siempre que sea posible, las respectivas leyes personales aplicables a las sociedades intervinientes.
LECCIÓN 26 LA DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
Sumario: I. La disolución 1. Consideración general. Formas de disolución de las sociedades de capital 2. Disolución por
acuerdo de la junta general 3. Disolución de pleno derecho 4. Disolución por concurrencia de causa legítima A. Causas legales
y estatutarias de disolución B. Efectos de la concurrencia de una causa de disolución 5. Efectos de la disolución 6. La
reactivación de la sociedad disuelta
II. La liquidación 1. Concepto de liquidación 2. La figura jurídica de los liquidadores 3. Nombramiento y cese de los
liquidadores 4. Funciones de los liquidadores 5. Las operaciones de la liquidación 6. La insolvencia de la sociedad durante la
liquidación 7. La aprobación por la junta de las operaciones de liquidación: el balance final 8. División del patrimonio entre los
socios y cuota de liquidación 9. La extinción de la sociedad. Activo y pasivo sobrevenidos

I. LA DISOLUCIÓN
1. CONSIDERACIÓN GENERAL. FORMAS DE DISOLUCIÓN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
El proceso de extinción jurídica de una sociedad comprende tres fases o momentos, que tienen lugar de forma sucesiva.
Dicho proceso se inicia con la disolución, en virtud de la cual la sociedad sigue subsistiendo con su misma personalidad
jurídica, pero padece una modificación de su fin o actividad, pues abandona la explotación empresarial de su objeto social
para dedicarse a una actividad meramente conservativa y liquidatoria. La disolución abre así el período de liquidación,
durante el cual la sociedad disuelta lleva a cabo las operaciones necesarias para saldar y liquidar todas las relaciones
jurídicas a que haya dado lugar su actuación en el tráfico. Y sólo al cierre de la liquidación, con la distribución a los socios
del remanente patrimonial que pudiera existir, se produce propiamente la extinción de la sociedad, con la desaparición de
ésta del mundo del Derecho. Aunque en supuestos excepcionales estas tres fases podrían llegar a coincidir, cuando la
sociedad disuelta carezca de relaciones jurídicas que liquidar y se extinga uno actu, se trata en todo caso de figuras de
distinto significado que no deben confundirse.
En las sociedades anónima y limitada la disolución no tiene una estructura homogénea ni se produce de acuerdo con un
único procedimiento, sino que existen varias formas de disolución, en atención a las circunstancias y requisitos exigidos
para que ésta se produzca y para la consiguiente apertura de la liquidación. Con el fin de precisar de forma clara y segura el
momento en que la sociedad abandona el período de vida activa para entrar en la fase liquidatoria (en interés de los
terceros, pero también de los socios y de los propios administradores), la Ley prevé distintos supuestos de disolución que
no operan de un modo uniforme y que pueden clasificarse, por tanto, en función de la forma en que la disolución se
produce. Así, y en primer lugar, la sociedad se disuelve por decisión de los socios mediante un acuerdo social adoptado en
junta general, sin necesidad de que concurra ninguna causa particular. En segundo lugar, se disuelve automáticamente o de
pleno derecho por el transcurso del término eventualmente fijado en los estatutos (o, en el caso específico de las
sociedades declaradas en concurso, por la apertura de la fase de liquidación). Y en tercer lugar, se disuelve por la
concurrencia de una causa legal o estatutaria de disolución, cuando esa causa sea debidamente constatada por la junta
general o, en su defecto, por el juez. En unos casos, pues, la disolución resulta de la mera concurrencia de un acto (acuerdo
de la junta) o de un hecho jurídico (transcurso del plazo de duración de la sociedad o apertura de la fase de liquidación en el
concurso), mientras que en otros la disolución ofrece una estructura compleja y se integra por dos elementos distintos
(concurrencia de una causa legítima de disolución y acuerdo social o resolución judicial que la constate).
Con todo, aunque existan diferentes formas de disolución, debe tenerse presente que ésta tiene siempre el mismo
significado, pues produce en todo caso la apertura del período de liquidación.
2. DISOLUCIÓN POR ACUERDO DE LA JUNTA GENERAL
Una sociedad puede disolverse por acuerdo de la junta general, adoptado con los quórum y mayorías requeridos para la
modificación de estatutos (art. 368 LSC). Mientras que en las sociedades personalistas la disolución exige por regla general
–salvo previsión en contra del contrato– el acuerdo de todos los socios, en las sociedades de capital la misma se vincula a
un simple acuerdo mayoritario adoptado en junta, que puede tomarse en cualquier momento y sin necesidad de que exista
ninguna causa o razón concreta que la motive.
3. DISOLUCIÓN DE PLENO DERECHO
La disolución opera, en cambio, ipso iure o de pleno derecho en una serie de supuestos.
El primero se plantea en relación a las sociedades que hayan previsto en sus estatutos un plazo o término de duración
(aunque lo habitual es que las sociedades se constituyan por un período indefinido), pues en ese caso el vencimiento de
dicho término comporta la disolución de pleno derecho [art. 360.1. a) LSC]. La disolución se produce aquí de forma
automática, incluso frente a terceros, y sin necesidad por tanto de que se adopte ningún acuerdo específico de disolución
por la junta general. Esta forma de disolución podría evitarse por los socios prorrogando la vida de la sociedad, por medio
de un acuerdo de modificación del término estatutario de duración (que activaría como vimos un derecho de separación
para los socios disconformes, según resulta del art.346.1. b de la LSC); la única exigencia legal a este respecto es que el
acuerdo de prórroga se adopte e inscriba en el Registro Mercantil antes del vencimiento de dicho plazo, pues en caso
contrario se producirían los efectos automáticos de esta forma de disolución.
El segundo supuesto va referido a la hipótesis en que una sociedad se vea legalmente obligada a reducir su capital por
debajo del mínimo legal (por ej., en caso de amortización obligatoria de acciones o participaciones propias adquiridas por la
sociedad o de separación o exclusión de socios); en este caso, queda disuelta de pleno derecho si en el plazo de un año
desde la reducción no inscribe en el Registro Mercantil el correspondiente acuerdo de transformación, de disolución (que
en este caso sería voluntaria) o de aumento de capital hasta una cantidad igual o superior a dicho mínimo legal [art.
360.1.b) LSC]. Se admite así que las sociedades puedan incumplir de manera transitoria el deber de mantenimiento del
capital mínimo, aunque solamente cuando se vean impelidas a reducirlo por causa de una obligación legal; pero, a cambio,
de no eliminarse esa situación irregular en el plazo de un año a través de la recomposición del capital o de cualquier otra
forma, la sociedad se disuelve de pleno derecho por el simple transcurso de dicho plazo.
Y existe otro supuesto específicamente referido a las sociedades que hayan sido declaradas en concurso de acreedores, que
se disuelven de pleno derecho en caso de apertura de la fase de liquidación (art. 361.2 LSC, en relación con el art. 413.3 del
texto refundido de la Ley Concursal). Con carácter general, la declaración de concurso no constituye por sí sola un motivo
de disolución, que opere automáticamente o que obligue a la sociedad –al modo de las causas legales o estatutarias de
disolución– a adoptar el correspondiente acuerdo disolutorio; mientras el procedimiento concursal esté en la fase común o
desemboque en la fase de convenio, la sociedad concursada –como veremos– puede continuar ejercitando las actividades
propias de su objeto social (aunque siempre podría disolverse de acuerdo con cualquiera de las formas ordinarias, incluso
de pleno derecho si el término de duración expirara durante el concurso). Pero en el supuesto de que el concurso
desemboque en la fase de liquidación, en atención a las reglas que veremos, la sociedad queda automáticamente disuelta,
sin necesidad, por tanto, de que se adopte acuerdo social alguno. La principal especialidad de esta disolución radica en el
hecho de no colocar a la sociedad en el estado ordinario de liquidación societaria (y de ahí que –según disponen dichos
preceptos– no se nombren liquidadores), sino de sujetarla al procedimiento de liquidación que regula el propio texto
refundido de la Ley Concursal.
4. DISOLUCIÓN POR CONCURRENCIA DE CAUSA LEGÍTIMA
A. Causas legales y estatutarias de disolución
Así como las anteriores formas de disolución se vinculan a la concurrencia de un único acto o hecho jurídico, existen otras
de estructura más compleja que se verifican por la concurrencia de una causa legítima de disolución y de un acuerdo
social o decisión judicial que la constate. Estas causas de disolución pueden ser legales o estatutarias, según vengan
impuestas por la Ley o, en su caso, por los estatutos.
Las causas legales de disolución son las siguientes:
a) El cese en el ejercicio de la actividad o actividades que constituyan el objeto social, entendiéndose que concurre esta
situación tras un periodo de inactividad superior a un año [art. 363.1. a) LSC]. Cabe entender que la falta de desarrollo
del objeto social puede deberse tanto a la mera inactividad de la sociedad, cuando ésta deje sin más de operar en el
tráfico, como a la sustitución de hecho de aquél, cuando la sociedad pase a dedicarse de manera efectiva a actividades
distintas de las recogidas en sus estatutos.
b) La conclusión de la empresa que constituya el objeto social [art. 363.1. b) LSC]. Esta causa ha de operar cuando la
sociedad se constituya para desarrollar una actividad o negocio determinado ( v. gr., explotación de una concesión
administrativa), que por cualquier motivo se agote o desaparezca.
c) La imposibilidad manifiesta de conseguir el fin social [art. 363.1. c) LSC]. Esta causa se produce cuando por cualquier
motivo (natural, técnico, etc.) una sociedad se ve incapacitada de forma insuperable –no meramente transitoria– para
desarrollar su actividad.
d) La paralización de los órganos sociales, de modo que resulte imposible su funcionamiento [art. 363.1. d) LSC]. Cabría
decir que también en esta hipótesis se manifiesta la imposibilidad de conseguir el fin social, aunque en este caso por
motivos internos, cuando las diferencias o disensiones entre los socios impidan la adopción de acuerdos y paralicen la
actividad de la sociedad. Esta causa de disolución se reduce en realidad a la paralización de la junta general (cuando
ésta se vea imposibilitada para aprobar acuerdos necesarios para el funcionamiento de la sociedad, típicamente por
una situación de enfrentamiento entre socios que impida alcanzar los quorums o las mayorías exigidos legal o
estatutariamente), ya que la eventual inactividad del órgano de administración siempre podría ser paliada por los
socios mediante el nombramiento de nuevos administradores.
e) Las pérdidas graves. Mientras que las sociedades personalistas se disuelven por la «pérdida entera del capital» (art.
221.2.ª C. de C.), en las sociedades de capital el régimen de disolución por pérdidas es más estricto y riguroso, por la
función de garantía que desempeña el capital social. De ahí que en estas sociedades la causa de disolución se
produzca cuando las pérdidas dejen reducido el patrimonio neto a una cantidad inferior a la mitad de la cifra del
capital, salvo que ésta se aumente o se reduzca en la medida suficiente (y siempre que las pérdidas no hayan
conducido a la sociedad a una situación de insolvencia, pues entonces debería solicitarse –de acuerdo con lo previsto
en el texto refundido de la Ley Concursal– la declaración de concurso) [art. 363.1. e) LSC]. De forma excepcional, en
atención a las consecuencias económicas derivadas de la pandemia del Covid-19, la Ley 3/2020 (en la redacción dada
por el RD-Ley 20/2022) ha previsto que a los efectos de esta causa de disolución no se tengan en cuenta las pérdidas
de los ejercicios 2020 y 2021 hasta el cierre del ejercicio que se inicie en el año 2024 (art. 13).
Para constatar o reconocer la concurrencia de esta causa de disolución no es preciso esperar al cierre del ejercicio
social y, por consiguiente, a la formulación o aprobación de las cuentas anuales. Antes bien, debe estimarse que la
causa concurre en el momento en que los administradores conozcan (o hubieran debido conocer, de acuerdo con el
nivel de diligencia legalmente exigible) la existencia del referido desbalance o desequilibrio patrimonial. En todo caso,
una sociedad siempre puede evitar la disolución removiendo o eliminando esta situación de desbalance, para lo cual
dispone de una doble vía: aumentar el capital, con el fin de reintegrar el patrimonio neto por medio de nuevas
aportaciones de los socios o de terceros, o reducirlo, para enjugar las pérdidas y restablecer el equilibrio entre el
capital y el patrimonio neto disminuido por consecuencia de pérdidas (aunque reducción y aumento también podrían
combinarse, cuando se realice –según la fórmula que vimos– una operación «acordeón»).
Debe tenerse en cuenta, por lo demás, que la operatividad de esta causa de disolución se suspende para las
sociedades que comuniquen la apertura de negociaciones con los acreedores con el fin de alcanzar un plan de
reestructuración que les permita superar la situación de insolvencia (art. 613 TRLC). Y las denominadas «empresas
emergentes» (o start-ups) están exentas de la misma en los tres primeros años desde su constitución (art. 13 de la Ley
28/2022, de fomento del ecosistema de las empresas emergentes), por tratarse de sociedades que suelen arrostrar
importantes pérdidas en sus primeros años de vida y que habitualmente requieren un cierto plazo de tiempo para
poder asentarse y desarrollarse.
f) La reducción del capital por debajo del mínimo legal, cuando no sea consecuencia del cumplimiento de una ley [art.
363.1.f) LSC]. Las sociedades anónima y limitada no sólo tienen que constituirse con un capital mínimo, sino que
deben también mantenerlo a lo largo de toda la vida social. Y ello explica el fundamento de esta causa de disolución,
al no ser concebible la existencia de sociedades con cifras estatutarias de capital inferiores a las que impone la Ley.
Pero lo cierto es que esta causa apenas debe encontrar operatividad práctica, pues los requisitos formales que deben
cumplir los acuerdos de reducción de capital –con la calificación y control de legalidad que realizan tanto el notario en
la escritura de elevación a público del acuerdo como el registrador con motivo de la inscripción registral de éste–
hacen poco probable la adopción y consumación de un acuerdo que sería manifiestamente ilegal.
Al margen de las causas legales de disolución, que por su carácter mínimo e imperativo no pueden ser excluidas en
sede estatutaria (aunque sí cabría vincular la disolución a circunstancias menos exigentes que las legales, como podría
ser –a modo de ejemplo– la disolución en caso de pérdidas de un tercio del capital o la inactividad de la sociedad
durante un periodo inferior al año), los socios pueden incorporar a los estatutos otras causas distintas de las legales
[art. 363.1.h) LSC].
Esta habilitación estatutaria encuentra en todo caso un límite en el respeto a los denominados «principios
configuradores» del tipo social de que se trate (art. 28 LSC), que deben fijarse y valorarse en función de las
características tipológicas de la sociedad anónima y de la limitada. Por ejemplo, la previsión de causas estatutarias de
disolución vinculadas a circunstancias personales de los socios ( v. gr., fallecimiento, inhabilitación, etc.), que no parece
posible en una sociedad anónima por ser esta el arquetipo de sociedad de estructura corporativa desvinculada de las
vicisitudes de sus miembros, puede admitirse sin problemas en el caso de una sociedad de responsabilidad limitada,
ya que los principios configuradores de ésta permiten introducir mayores grados de personalización en la organización
social (en las sociedades personalistas, de hecho, la regla es que la muerte de uno de los socios colectivos comporta la
disolución de la sociedad, salvo previsión en contra: art. 222.1.ª C. de C.).
Al mismo tiempo, el principio mayoritario que rige tanto en la sociedad anónima como en la limitada excluye la
posibilidad de prever como causa estatutaria de disolución de estas sociedades la simple denuncia de cualquiera de
los socios o de un determinado porcentaje del capital social (a diferencia también de lo que ocurre en las sociedades
colectivas y comanditarias constituidas por tiempo indefinido, en las que cualquier socio tiene derecho a denunciar el
contrato de sociedad y a exigir la disolución: art. 224 C. de C.).
B. Efectos de la concurrencia de una causa de disolución
La concurrencia de una de estas causas legales o estatutarias de disolución no opera de forma automática y suficiente (a
diferencia de la disolución de pleno derecho), sino que debe ser necesariamente constatada por la junta general de la
sociedad o, en su defecto, por el juez. Cabría decir, incluso, que la concurrencia de una de estas causas ni siquiera obliga
propiamente a la sociedad a disolverse. Lo que hace la Ley es establecer un riguroso sistema que en esencia trata de
evitar que una sociedad incursa en causa de disolución pueda mantenerse indefinidamente en esta situación, con el fin de
que se disuelva o de que adopte al menos las medidas necesarias para salir de ella. Y a estos efectos se establece un
sistema común para las sociedades anónima y limitada, que se compone de tres elementos básicos: la necesaria
celebración de una junta general que acuerde la disolución o la remoción de la causa (salvo que lo procedente sea
solicitar la declaración de concurso, por estar la sociedad en situación de insolvencia); la posibilidad de acordar la
disolución judicialmente cuando la junta no lo haga, y la responsabilidad solidaria por las deudas sociales de los
administradores que incumplan cualquiera de los deberes legales que se les imponen a estos efectos.
a) Para lograr el acuerdo social de disolución, que tiene carácter necesario, los administradores deben convocar la junta
general en un plazo de dos meses desde la concurrencia de cualquiera de las causas previstas en la Ley o en los
estatutos, pudiendo cualquier socio requerir a los administradores para que convoquen cuando, a su juicio, exista una
causa de disolución (art. 365.1 LSC). Al tener carácter necesario, y a diferencia de los supuestos de disolución por
decisión voluntaria de la junta general (que como vimos deben aprobarse con los quórums y mayorías propios de las
modificaciones estatutarias), la disolución puede acordarse en este caso con los quórums y mayorías exigidos para los
acuerdos ordinarios (art. 364 LSC).
La junta general no está obligada a acordar la disolución, sino que puede optar también por adoptar los acuerdos
necesarios para eliminar o remover la causa que la provoque ( v. gr., aumento del capital u «operación acordeón» en el
supuesto de existencia de pérdidas graves, sustitución del objeto social en caso de conclusión de la empresa
originaria, etc.). Esta posibilidad requiere en todo caso, de acuerdo con las reglas generales, que dichos acuerdos se
hayan previsto en el orden del día de la junta (art. 365.2 LSC).
La obligación de los administradores de convocar junta general para aprobar la disolución o alternativamente la
remoción de la causa de disolución decae en los supuestos en que concurra un escenario concursal o preconcursal,
cuando la sociedad esté en situación de insolvencia (y no de simple desbalance patrimonial, como en el caso de las
pérdidas graves) y los administradores soliciten la declaración de concurso o comuniquen al juzgado el inicio de un
proceso de negociación con los acreedores para alcanzar un plan de reestructuración (art. 365.3 LSC), en los términos
que veremos. En estos supuestos –cabe decir– la normativa concursal y preconcursal resulta de aplicación prevalente
y desplaza la vigencia del régimen societario general.
b) Cuando la junta general no adopte el acuerdo de disolución ni el de remoción de la causa de disolución, ésta puede
ser declarada judicialmente (algo que en principio será necesario cuando la causa radique precisamente en la
imposibilidad de adoptar el correspondiente acuerdo de disolución por paralización de los órganos sociales). Para ello
se atribuye a cualquier interesado la legitimación para solicitar la disolución judicial de la sociedad en caso de falta de
convocatoria de la junta solicitada, de imposibilidad de alcanzar un acuerdo o de adopción de una decisión contraria a
la disolución (art. 366.1 LSC). Los administradores no sólo están facultados para instar la disolución judicial, sino que
están obligados a hacerlo en un plazo de dos meses cuando el acuerdo de la junta sea contrario a la disolución (salvo
que lo acordado sea, lógicamente, la remoción de la causa) o cuando el acuerdo no pudiera ser logrado (art. 366.2
LSC). La disolución judicial ha de tramitarse según lo previsto en la Ley 15/2015 de la Jurisdicción Voluntaria (art. 125 y
ss.).
c) Por último, con el fin de reforzar la efectividad de este régimen legal y de impeler a los administradores a adoptar las
medidas necesarias para su cumplimiento, el sistema se completa con una previsión que reviste una extraordinaria
importancia práctica: la imposición a los administradores que incumplan cualquiera de los deberes legalmente
impuestos (esto es, convocar la junta general en el plazo de dos meses cuando concurra una causa de disolución y, en
caso de que la junta no adopte el correspondiente acuerdo, solicitar la disolución judicial) de una responsabilidad
solidaria por las deudas sociales posteriores al acaecimiento de la causa de disolución (o, de ser posterior, a la fecha
de aceptación del cargo de administrador, como precisa el art. 367 LSC, en la redacción dada por la Ley 16/2022). No
se trata aquí de un supuesto de responsabilidad por daños, como en el caso de las acciones de responsabilidad que
pueden ejercitarse contra los administradores que de forma dolosa o negligente produzcan un perjuicio al patrimonio
de la sociedad o al de socios o terceros (art. 236 y ss. LSC). Se trata por el contrario de una sanción o pena de carácter
civil que se impone a los administradores por el hecho de incumplir los deberes que la Ley les atribuye ante la
concurrencia de una causa de disolución, consistente en hacerles personalmente responsables de las deudas de la
propia sociedad. La responsabilidad nace, pues, por el simple incumplimiento de estas obligaciones legales, sin que los
acreedores tengan que justificar o probar ninguna otra circunstancia adicional (como podría ser la causación de un
daño, la insuficiencia patrimonial de la sociedad, o la relación de causalidad entre la conducta de los administradores y
el posible perjuicio padecido, al modo de las acciones ordinarias de responsabilidad).
Aunque esta responsabilidad de los administradores se vincule al incumplimiento de cualquier causa legal o
estatutaria de disolución, su importancia se manifiesta fundamentalmente en los supuestos de pérdidas graves que
reduzcan el patrimonio neto por debajo de la mitad del capital social [art. 363.1. d) LSC]. Y es que esta responsabilidad
opera como un importante mecanismo de tutela de los acreedores sociales, que pueden dirigirse así contra los
administradores de sociedades insolventes o con graves pérdidas económicas que sigan operando en el tráfico sin
adoptar las medidas precisas para lograr la disolución o la remoción de la situación de desbalance (o que no soliciten
oportunamente la declaración de concurso o preconcurso, en su caso). Cabría decir, por ello, que esta norma opera
como un instrumento preconcursal, que aspira a garantizar que las sociedades se disuelvan mientras mantengan un
patrimonio suficiente para hacer frente a todas sus deudas (mientras el capital cuente con una cobertura patrimonial,
aunque sea parcial) y a evitar, en consecuencia, que acaben deslizándose hacia una situación irreversible de
insolvencia.
La sanción se impone a todos aquellos que integren el órgano de administración de la sociedad en el momento en que
la junta debió ser convocada o la disolución judicial instada, salvo a los que prueben que el incumplimiento del deber
no les es imputable. Además, esta responsabilidad por las deudas sociales tiene carácter ilimitado y solidario (entre los
propios administradores y en relación con la sociedad), aunque sólo alcanza a las obligaciones sociales que sean
posteriores a la concurrencia de la causa legal de disolución (v. art. 367.2 LSC, que traslada a los administradores la
carga de probar que las deudas reclamadas son de fecha anterior al acaecimiento de la causa de disolución o, en su
caso, a la aceptación de su nombramiento).
Por lo demás, al igual que la obligación de los administradores de convocar junta general decae –lo hemos visto–
cuando la sociedad esté en situación concursal o preconcursal, esta responsabilidad por las deudas sociales tampoco
rige si en el referido plazo de dos meses los administradores hubieran solicitado la declaración de concurso de la
sociedad o el inicio de negociaciones con los acreedores para aprobar un plan de reestructuración (art. 365.3 LSC).
5. EFECTOS DE LA DISOLUCIÓN
El hecho de que existan varias formas de disolución no implica –como vimos– que los efectos de ésta varíen en cada caso. Y
es que la disolución, cualquiera que sea el modo en que se produzca, comporta como principal efecto –y sin solución de
continuidad– la apertura del período de liquidación (art. 371.1 LSC).
Además, dado que –como vimos– la extinción de la sociedad sólo tiene lugar al cierre del proceso de liquidación, la
sociedad disuelta sigue subsistiendo y mantiene su personalidad jurídica (art. 371.2 LSC), con todos los atributos que le son
propios (domicilio, denominación, autonomía patrimonial, etc.). Pero aunque la sociedad subsista con su personalidad
durante el período de liquidación, no dejan de operarse en ella ciertos cambios de orden interno: a) la actividad social,
consistente en la explotación o desarrollo de una empresa, se suspende para dejar paso a una actividad puramente
liquidatoria, centrada en la realización de las operaciones que permitan conseguir la liquidación y posterior extinción de la
sociedad; la sociedad debe por tanto tender a abandonar el ejercicio del objeto social, aunque en rigor éste no desaparece
ni se sustituye; b) se modifica la estructura orgánica de la sociedad: los administradores son sustituidos por los
liquidadores, quienes como órgano de administración y de representación de la sociedad en liquidación asumen la totalidad
de sus funciones (arts. 374 y 375 LSC); en cuanto a la junta general, se mantiene inalterada como órgano social y queda
encargada de acordar lo que convenga al interés común en relación con la marcha de la liquidación (art. 371.3 LSC); c) por
último, se mantiene sustancialmente el régimen de la contabilidad social, pues en caso de que la liquidación se prolongue
por un plazo superior al previsto para la aprobación de las cuentas anuales, los liquidadores quedan obligados a presentar a
la junta dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio dichas cuentas anuales, junto a un informe pormenorizado
sobre el estado de la liquidación (art. 388.2 LSC).
La disolución también produce –como veremos– algunos efectos en relación a los socios: el derecho a participar en el
reparto de las ganancias sociales se sustituye por el derecho a participar en el patrimonio resultante de la liquidación. Pero
la disolución –a diferencia del concurso de acreedores– no modifica la posición jurídica de los acreedores sociales: no hace
exigibles las deudas sociales no vencidas, no extingue ni modifica los contratos que vinculen a la sociedad con terceros y no
priva a los acreedores de los medios ordinarios de protección de sus derechos.
6. LA REACTIVACIÓN DE LA SOCIEDAD DISUELTA
Dado que la sociedad disuelta subsiste durante el período de liquidación, es posible que aquélla decida revocar la
disolución y retornar a la vida activa para continuar con el ejercicio de las actividades propias de su objeto social. Pero las
condiciones de validez de esta posible reactivación no son comunes para cualquier supuesto de disolución, al depender en
gran medida de la forma en que ésta se haya producido.
Antes que nada, la posibilidad de que una sociedad salga del estado de liquidación para reanudar su actividad comercial se
excluye en las hipótesis de disolución de pleno derecho, como sería el caso del cumplimiento del término de duración fijado
en los estatutos (o en el supuesto de las sociedades declaradas en concurso, cuando se produzca la apertura de la fase de
liquidación). La imposibilidad de acordar la reactivación en estos supuestos (que declara expresamente el art. 370.1 LSC) se
deriva del peculiar rigor de esta forma de disolución, que produce sus efectos de forma automática y al margen de la propia
voluntad de la sociedad.
Y en las demás formas de disolución, en las que se admite una posible reactivación, ésta debe cumplir un conjunto de
requisitos, que establece el art. 370.1 LSC. El primero va referido a la desaparición de la causa de la disolución, de tal forma
que el propio acuerdo de reactivación debe adoptar, cuando sea procedente, las medidas necesarias para su remoción; así,
cuando la sociedad se disuelva por acuerdo de la junta general, la causa de disolución dejará de actuar si este acuerdo se
revoca con otro posterior tomado con los mismos requisitos legales; y si la disolución se deriva de la concurrencia de una
causa legítima de carácter legal o estatutario, la reactivación exigirá que previamente desaparezca o se elimine dicha causa
(v. gr., modificación del objeto social en caso de conclusión de la empresa, adopción de un acuerdo de aumento o de
transformación cuando la disolución provenga de la existencia de pérdidas que hayan reducido el patrimonio por debajo de
la mitad del capital social, etc.). En segundo lugar, la posibilidad de acordar la reactivación queda sujeta a un límite
temporal, pues sólo se permite mientras no haya comenzado el pago de la cuota de liquidación a los socios; en caso
contrario, la sociedad habría dispuesto ya del patrimonio resultante de la liquidación en favor de los socios y el derecho de
éstos sería irreversible. Y, por último, se exige también que el patrimonio contable de la sociedad que se reactiva no sea
inferior al capital social, con el fin de garantizar la integridad o cobertura patrimonial de éste en el momento en que la
sociedad retorna a su vida activa.
La cuestión más importante que suscita la reactivación es, con todo, la relativa a la tutela de los socios disconformes. A
estos efectos, la Ley reconoce expresamente –como vimos– el derecho de separación a los socios que no hayan votado a
favor del acuerdo [arts. 346.1.c) y 370.3 LSC], con el fin de que sus expectativas de obtener la cuota de liquidación no se
vean frustradas por una reactivación acordada sin su aquiescencia. Además, también se reconoce una protección a los
acreedores sociales, que podrán oponerse al acuerdo de reactivación en las mismas condiciones que en los supuestos de
reducción del capital (art. 370.4 LSC).
II. LA LIQUIDACIÓN
1. CONCEPTO DE LIQUIDACIÓN
La liquidación de la sociedad disuelta comprende la realización de las operaciones necesarias para satisfacer íntegramente a
los acreedores sociales y, en su caso, repartir el patrimonio resultante entre los socios, al objeto de conseguir así la
extinción de la propia sociedad. La liquidación es un procedimiento que comprende un conjunto de operaciones materiales
y jurídicas encaminadas a dicho fin (procedimiento de liquidación societaria que no debe confundirse con la liquidación
concursal que el texto refundido de la Ley Concursal prevé como una posible solución del concurso del acreedor insolvente,
alternativa al convenio, que se rige por sus propias reglas). Pero es también un estado jurídico, que se inicia con la
disolución y que acaba con la inscripción en el Registro Mercantil de la extinción de la sociedad, durante el cual ésta queda
sujeta a un régimen especial en relación al período de vida activa; y es que aunque la sociedad disuelta subsista con su
misma personalidad jurídica, la modificación que padece en su fin social comporta numerosos cambios tanto en el orden
interno como en el externo (y de ahí que las sociedades disueltas deban incluir en su denominación la expresión «en
liquidación» –art. 371.2 LSC–, con el fin de dar a conocer este hecho a los terceros).
2. LA FIGURA JURÍDICA DE LOS LIQUIDADORES
Los liquidadores son el órgano de gestión y de representación de la sociedad disuelta, y ocupan una posición jurídica
semejante a la de los administradores durante el período de vida social activa. Con la disolución, estos últimos cesan en sus
cargos (art. 374 LSC) y son sustituidos por los liquidadores, que asumen así las funciones gestoras y representativas de la
sociedad que resultan necesarias para llevar a cabo las operaciones de liquidación (art. 375 LSC).
De hecho, al margen de las diferencias que puedan existir entre ambos órganos por causa de la diversa situación de la
sociedad que gestionan, la similitud sustancial de sus respectivas funciones lleva incluso a la Ley a extender el régimen legal
de los administradores a los liquidadores, en todo aquello que no se encuentre expresamente previsto y que no sea
incompatible con su especial naturaleza (art. 375.2 LSC).
En particular, el órgano de liquidación podrá adoptar las distintas estructuras o formas de organización que se permiten
para los administradores, pudiendo consistir por tanto en un liquidador único, en varios liquidadores con facultades
conjuntas o solidarias, o en un órgano colegiado, que adopte sus decisiones por mayoría.
3. NOMBRAMIENTO Y CESE DE LOS LIQUIDADORES
La designación de las personas que hayan de ocupar el cargo de liquidador puede estar regulada en los estatutos, que
podrían prever una designación nominal o per relationem (v. gr., nombramiento como liquidadores de quienes sean
administradores al tiempo de la disolución, de los socios de mayor antigüedad, etc.) o establecer las condiciones subjetivas
que deberían reunir (por ej., que sean socios o profesionales de la auditoría). A falta de previsión estatutaria, la regla es que
el nombramiento de los liquidadores corresponde a la junta general, que en su caso debería ser aquella que acuerde la
disolución (arts. 376.1 LSC).
Pero estas previsiones básicas se completan con otra que trata de prevenir la posibilidad de que la designación no se realice
por cualquiera de estos dos modos y, por tanto, una posible situación de vacío en el órgano de liquidación. De esta forma, a
falta de nombramiento por los estatutos o por la junta, se prevé con carácter supletorio la conversión automática en
liquidadores de quienes fueran administradores de la sociedad al tiempo de la disolución (art. 376.1 LSC), sin necesidad de
ningún requisito especial de designación o de aceptación.
Además, con carácter general se contempla también la posibilidad de solicitar del secretario judicial o del registrador
mercantil del domicilio social la convocatoria de una junta general para el nombramiento de los liquidadores, en los
supuestos en que el órgano de liquidación existente quede inoperativo por cualquier motivo (art. 377.1 LSC), y hasta la
posibilidad de solicitar de dichos profesionales la designación cuando ésta no sea realizada por la junta (art. 377.2 LSC).
En principio, el nombramiento como liquidador se hace por tiempo indefinido y dura hasta la extinción de la sociedad, salvo
que los estatutos dispongan otra cosa (art. 378 LSC). Pero con independencia del período de nombramiento, y en clara
analogía con lo previsto para los administradores, el hecho de que los liquidadores ocupen un cargo de estricta confianza
permite que puedan ser separados o destituidos en cualquier momento por la junta general, que podría adoptar el acuerdo
sin necesidad de que concurra ninguna causa concreta y aunque la separación no figure en el orden del día (art. 380.1 LSC).
Estas causas generales de cese de los liquidadores se completan con otra específica, que en esencia trata de evitar que el
período de liquidación pueda prolongarse durante un período de tiempo excesivo. De esta forma, cuando transcurran tres
años desde la apertura de la liquidación sin que se someta a la junta general la aprobación del balance final de liquidación
(aprobación que, como veremos, cierra las operaciones liquidatorias), se faculta a cualquier socio o persona con interés
legítimo para solicitar del secretario judicial o del registrador mercantil la separación de los liquidadores (art. 389 LSC); en
estos casos, el juez debería acordar el cese cuando estime que no existen motivos que justifiquen la dilación y, al mismo
tiempo, proceder al nombramiento de unos nuevos liquidadores.
4. FUNCIONES DE LOS LIQUIDADORES
Como en el caso de los administradores, las funciones de los liquidadores son de dos clases: funciones de mera gestión
referidas al orden interno de la sociedad, y funciones de representación que afectan a la esfera externa de la sociedad y sus
relaciones con terceros. Todas estas funciones, en todo caso, están preordenadas al interés final de los socios y acreedores
de la sociedad disuelta, consistente en la realización de las oportunas operaciones de liquidación de las relaciones jurídicas
pendientes, la división y distribución del patrimonio resultante entre los socios y la cancelación final de los asientos
registrales de la sociedad.
En concreto, corresponde a los liquidadores la representación de la sociedad en todo aquello que sea necesario para los
fines de la liquidación (art. 379 LSC). Esta representación legal –similar a la que corresponde a los administradores– implica
que los liquidadores deben considerarse investidos de las más amplias facultades representativas para la realización de
todos los actos que sean precisos para el desarrollo de las operaciones de liquidación. Por ello, y en consonancia también
con la configuración legal del poder de representación de los administradores, cabe entender incluso que la sociedad
quedará obligada frente a los terceros de buena fe por los actos de los liquidadores que excedan de su ámbito de
representación (v. gr., realización de operaciones nuevas que no vengan requeridas por la liquidación), al margen de la
posible responsabilidad de éstos en el orden interno.
En lo que hace a las modalidades de atribución del poder de representación entre los integrantes del órgano de liquidación,
la regla es que el mismo se atribuye individualmente a cada liquidador, con independencia de cuál sea la estructura
adoptada por el órgano, y salvo disposición contraria de los estatutos (art. 379.1 LSC); de esta forma, lógicamente, se
pretende agilizar la realización de las operaciones de liquidación, atribuyendo a cada uno de los liquidadores las facultades
precisas para su válida realización. Como ocurre también con los administradores, la representación legal de los
liquidadores no excluye la posibilidad de servirse al tiempo de formas de representación voluntaria, cuando la sociedad
confiera apoderamientos aislados a cualquier persona para la realización de actos concretos dirigidos a facilitar la
realización de la liquidación.
Por lo demás, en la sociedad anónima es posible que la labor de los liquidadores en el ejercicio de sus funciones sea objeto
de fiscalización por parte de interventores, cuyo nombramiento puede realizarse por el secretario judicial o por el
registrador mercantil del domicilio social a instancia de accionistas que representen más de un 5 por 100 del capital social o
del 3 por 100 en las sociedades cotizadas (arts. 381.1 y 495.2 LSC) o, en su caso, por el Gobierno, cuando se trate de
liquidaciones que afecten a patrimonios cuantiosos o a un gran número de accionistas y obligacionistas o que por cualquier
otro motivo revistan una especial importancia (art. 382 LSC). Estos interventores tendrán una misión de vigilancia
permanente y están facultados para fiscalizar la actuación de los liquidadores, ocupando una posición similar a la de un
órgano de control durante el período de liquidación.
5. LAS OPERACIONES DE LA LIQUIDACIÓN
Las operaciones de liquidación comprenden tanto actuaciones orientadas a la conservación del patrimonio de la sociedad
durante el estado de liquidación, como otras de carácter dispositivo que tratan fundamentalmente de facilitar la posterior
distribución del eventual haber sobrante entre los socios, una vez saldadas todas las relaciones jurídicas pendientes. Estas
operaciones pueden sintetizarse como sigue:
A) Conservación del patrimonio y llevanza de la contabilidad . Como los liquidadores reciben los bienes sociales con la
finalidad de repartirlos entre los socios previa satisfacción de los acreedores, la primera obligación que les corresponde
es la de velar por la integridad y conservación del patrimonio social durante el período de liquidación (art. 375.1 LSC).
Aunque esta actividad de los liquidadores tenga que ser esencialmente conservativa, es claro que habrá de desarrollarse
de acuerdo con unos elementales criterios de dinamismo y de eficiencia empresarial, con el fin de evitar cualquier
menoscabo en el valor del patrimonio.
Además, como complemento de esta labor conservativa del patrimonio se encuentra la obligación de los liquidadores
de llevar la contabilidad de la sociedad (art. 386 LSC). De hecho, la sociedad sigue obligada durante el período de
liquidación a llevar una contabilidad ordenada, adecuada a la actividad desarrollada y que permita un seguimiento
cronológico de sus operaciones (art. 25.1 C. de C.), lo que exige que todos los actos propios de la liquidación tengan
necesariamente su oportuno reflejo contable.
Este deber legal se manifiesta antes que nada en la obligación de los liquidadores de confeccionar un inventario y un
balance inicial de la sociedad al tiempo de comenzar la liquidación (art. 383 LSC). Mientras que el inventario tiene como
finalidad establecer la relación de todos los bienes, valores y efectos que quedan confiados a los liquidadores, el balance
–balance inicial o de apertura de la liquidación– deberá reflejar la situación económica de la sociedad al inicio del
período liquidatorio.
Y en los supuestos en que la liquidación se prolongue por un plazo superior al previsto para la aprobación de las cuentas
anuales, los liquidadores quedan obligados a presentar a la junta general dentro de los seis primeros meses de cada
ejercicio las cuentas anuales de la sociedad, junto a un informe pormenorizado sobre el estado de la liquidación (art.
388.2 LSC). Estas cuentas anuales deberán elaborarse de conformidad con las reglas generales aunque con las
adaptaciones que vengan impuestas por las especiales características del periodo de liquidación, por lo que habrán de
reflejar con exactitud la situación contable de la empresa de acuerdo con el valor de realización de sus activos
(prescindiendo pues del criterio de «empresa en funcionamiento»).
B) Conclusión de operaciones pendientes y realización de las nuevas que sean necesarias para la liquidación . Los
liquidadores deben concluir las operaciones iniciadas y no terminadas al tiempo de disolverse la sociedad, pues el hecho
de que ésta entre en liquidación no interrumpe ni afecta de ningún modo a la ejecución y desarrollo de los contratos
que estén en curso (a diferencia –como veremos– de lo que ocurre en la liquidación concursal, que produce efectos
sobre los contratos en vigor). Pero además, los liquidadores pueden también concertar operaciones nuevas, cuando
sean necesarias para la liquidación (art. 384 LSC). Esta facultad debe interpretarse por principio en sentido amplio,
admitiendo la posible realización de cualquier operación nueva que, desde una perspectiva económica, facilite o agilice
de cualquier modo la liquidación de la sociedad. En el límite, cabe admitir incluso la posibilidad excepcional de que los
liquidadores continúen ejercitando el objeto social de forma provisional, cuando ello sea necesario para los fines de una
mejor liquidación (v. gr., cuando se pretenda realizar una transmisión de la empresa o cuando por cualquier motivo
resulte muy gravosa una cesación brusca de actividades).
C) Cobro de los créditos y pago de las deudas sociales . Con el fin de formar la masa o patrimonio que será objeto de
distribución entre los socios, los liquidadores deben proceder al cobro de los créditos que la sociedad tenga contra
terceros (art. 385.1 LSC), utilizando para ello todos los medios que el Derecho ofrece. En el caso de la sociedad anónima,
la labor de cobro se extiende también a los propios accionistas en relación a los desembolsos que puedan tener
pendientes, aunque solamente cuando éstos sean necesarios para satisfacer a los acreedores (art. 385.2 LSC).
En conexión con esta labor de cobro, los liquidadores deben proceder también al pago de las deudas de la sociedad (art.
385.1 LSC), considerando que las mismas no sufren ninguna modificación –en su integridad o vencimiento– por el hecho
de la liquidación. Cuando se trate de deudas vencidas, deberán satisfacerse por los liquidadores sin sujeción a orden ni
prelación alguna, del mismo modo que durante el período de vida social activa. Y en el supuesto de que se trate de
deudas no vencidas, es claro que la sociedad no puede imponer a los acreedores un reembolso anticipado (aunque
obviamente siempre podría negociarlo); pero en este caso, para evitar que la subsistencia de créditos contra la sociedad
pueda demorar excesivamente la conclusión de la liquidación, se admite la posibilidad de que los liquidadores procedan
a consignar el importe de dichos créditos en una entidad de crédito (art. 391.2 LSC), con el fin de que el proceso
liquidatorio pueda continuar sin esperar al vencimiento de las deudas.
D) Enajenación de los bienes sociales. El verdadero núcleo de la liquidación, y la principal manifestación de la actividad
de carácter dispositivo de los liquidadores, consiste en la enajenación por éstos de los bienes sociales (art. 387 LSC).
Todos los bienes integrantes del patrimonio social (muebles e inmuebles, derechos de propiedad industrial, efectos
mercantiles, etc.) podrán ser realizados, con el fin de convertirlos en numerario y de facilitar así la posterior labor de
división del haber social entre los socios. En todo caso, y al margen de la posibilidad de acordar una cesión global del
activo y del pasivo (v. Lec. 25, núm. 19), esta enajenación de los bienes no constituye propiamente una obligación, pues
siempre sería posible –como veremos– que todo o parte del patrimonio social fuese objeto de una división en especie
entre los socios.
En relación con la sociedad anónima, el legislador exigió tradicionalmente que la enajenación de los bienes inmuebles
se hiciera por medio de subasta pública. Pero esta exigencia terminó siendo derogada, no sólo por la mayor complejidad
procedimental de la subasta, sino también porque esta no siempre garantiza la obtención de las mejores condiciones
económicas. En consecuencia, tanto en la sociedad anónima como en la limitada los liquidadores podrán servirse del
procedimiento que consideren más adecuado para enajenar los bienes inmuebles, al igual que los restantes bienes
sociales, con el fin en particular de tratar de maximizar el precio de venta.
E) Comparecer en juicio y concertar transacciones y arbitrajes . Se trata de una manifestación de las facultades
representativas de los liquidadores, que pueden tanto comparecer en juicio para la defensa de la sociedad como
concertar transacciones y arbitrajes (art. 379.3 LSC), cuando ello convenga a los intereses sociales y a los fines de la
liquidación.
6. LA INSOLVENCIA DE LA SOCIEDAD DURANTE LA LIQUIDACIÓN
Al realizar las operaciones de liquidación, los liquidadores adquirirán un claro conocimiento de la situación económica de la
sociedad y podrán comprobar si ésta dispone de patrimonio suficiente para satisfacer todas las deudas que tenga
contraídas. De no ser así, cuando adviertan que la sociedad se encuentra en estado de insolvencia por no poder cumplir
regularmente sus obligaciones, los liquidadores deberán instar la declaración de concurso de acuerdo con las reglas
generales (art. 3.1.II TRLC), dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que hubieran conocido o debido conocer dicho
estado (art. 5.1 TRLC). En caso contrario, de incumplirse este deber, el concurso podría ser calificado como culpable (art.
444.1.º TRLC), con la consiguiente posibilidad de que los liquidadores quedaran sujetos a las correspondientes sanciones
legales (v. art. 455.2 TRLC).
Declarado el concurso, la regla es que los liquidadores continúan desempeñando sus funciones, aunque sujetos –de
acuerdo con el régimen general– a las medidas de suspensión o de intervención por los administradores concursales que
pueda acordar el juez (art. 106 TRLC). Pero de producirse la apertura de la fase de liquidación dentro del procedimiento
concursal, se verifica automáticamente el cese de los liquidadores, que serán sustituidos entonces por la administración
concursal (art. 413.3 TRLC). En estos casos, como vimos, lo característico es que la liquidación debe realizarse, no de
acuerdo con el régimen societario, sino de conformidad con el procedimiento de liquidación que regula el propio texto
refundido de la Ley Concursal (art. 406 y ss.).
7. LA APROBACIÓN POR LA JUNTA DE LAS OPERACIONES DE LIQUIDACIÓN: EL BALANCE FINAL
Una vez terminadas las operaciones de liquidación, los liquidadores están obligados a redactar un balance final, un informe
completo sobre dichas operaciones y un proyecto o propuesta de división del haber social entre los socios, que deben
someter a la aprobación de la junta general (art. 390.1 LSC).
El balance final de liquidación en realidad no constituye un verdadero balance, sino una cuenta de cierre que deberá
reflejar con exactitud y claridad el estado patrimonial de la sociedad tras la realización de las distintas operaciones de
liquidación. Y el proyecto de división del activo no deja de ser como un apéndice del balance final, pues extrae las
consecuencias que se derivan de éste para realizar una propuesta de división del patrimonio remanente entre los socios.
Por su parte, el informe completo de los liquidadores sobre las operaciones que hayan realizado busca ofrecer a los socios
una rendición de cuentas y una explicación detallada de la gestión llevada a cabo.
Dada la importancia del acuerdo de la junta general que apruebe estos documentos y, con ellos, la propia liquidación
realizada, se reconoce la posibilidad de los socios disconformes – pero no de los terceros, que deberían servirse de sus
medios de defensa ordinarios– de impugnarlo, de acuerdo con el régimen ordinario de impugnación de acuerdos sociales
(art. 390.2 LSC, que fija sin embargo a estos efectos un plazo de caducidad de dos meses, más reducido que el plazo general
de un año -o de tres meses en las sociedades cotizadas- que rige para la impugnación de los acuerdos sociales, para evitar
sin duda impugnaciones tardías que pudiesen comprometer o demorar la extinción de la sociedad).
8. DIVISIÓN DEL PATRIMONIO ENTRE LOS SOCIOS Y CUOTA DE LIQUIDACIÓN
Una vez extinguidas las relaciones jurídicas con los terceros, la sociedad puede proceder a la división del patrimonio
resultante entre los socios. El principal presupuesto sustantivo para acordar este reparto, en todo caso, consiste en la
necesidad de satisfacer previamente a todos los acreedores o, cuando menos, de consignar o asegurar el importe de sus
créditos (art. 391.2 LSC), ya que sólo entonces existiría un verdadero remanente patrimonial de libre disposición. Pero,
además, para el reparto se exige también que transcurra el término de impugnación del balance final (art. 394.1 LSC), con
el fin de garantizar la firmeza jurídica del acuerdo aprobatorio de la junta; de ahí que este plazo pueda evitarse cuando la
aprobación del balance final y de la división del activo se realice con el voto unánime de todos los socios, pues en este caso
no habría por regla ninguna persona legitimada para ejercitar una posible acción impugnatoria.
En principio, la fijación de la cuota de liquidación correspondiente a cada socio debe hacerse en proporción a su respectiva
participación en el capital. Pero esta regla tiene un simple carácter dispositivo, al ser posible que los estatutos prevean
privilegios para determinadas acciones o participaciones, que podrían tener derecho a una mayor cuota de liquidación o
una preferencia para ser reembolsadas con anterioridad a cualquier otra (art. 392 LSC). Al margen de la libertad de los
estatutos para configurar el contenido de estos privilegios, un ejemplo de privilegio legal se encuentra en las acciones o
participaciones sin voto que pueden emitir las sociedades anónimas y limitadas, que entre otras cosas confieren a su titular
el derecho en caso de liquidación de la sociedad a obtener el reembolso del valor desembolsado con anterioridad a la
distribución de cualquier otra cantidad al resto de las acciones o participaciones (art. 101 LSC). En la propia sociedad
anónima, además, en la que pueden existir acciones que no estén íntegramente liberadas, la distribución a los socios debe
hacerse descontando esta circunstancia, con el fin de ajustar las cantidades repartidas en función de la aportación que haya
sido efectivamente realizada por cada accionista (art. 392.2 LSC).
Por lo demás, aunque la cuota de liquidación se conciba en principio como el derecho a una suma de dinero, debe
admitirse –como vimos– la posibilidad de realizar una división in natura o en especie. Pero esta posibilidad se condiciona
legalmente al acuerdo unánime de todos los socios (art. 393.1 LSC), al margen de que los estatutos también pueden
reconocer el derecho de los socios a obtener en sede de liquidación –bajo ciertas cautelas legales– la restitución de las
aportaciones no dinerarias que hayan podido realizar o la entrega de cualquier otro bien social (art. 393.2 LSC).
9. LA EXTINCIÓN DE LA SOCIEDAD. ACTIVO Y PASIVO SOBREVENIDOS
Una vez satisfecha la cuota de liquidación a los socios, los liquidadores deben otorgar la escritura pública de extinción de la
sociedad (art. 395 LSC), en la que en esencia deben recogerse todos los presupuestos que permiten poner de manifiesto la
regularidad –cuando menos formal– del proceso de liquidación. Esta escritura debe entonces inscribirse en el Registro
Mercantil, en el que deben depositarse también los libros y documentación de la sociedad (art. 396 LSC). Y es con la
cancelación de los asientos registrales de la sociedad cuando se produce propiamente la extinción de ésta, sin que sea
posible una posterior reapertura de la liquidación ni siquiera en los casos en que la extinción no haya ido precedida de una
liquidación real de la totalidad de las relaciones jurídicas mantenidas por la sociedad.
En efecto, una vez cancelada la sociedad, es posible que existan activos y pasivos sobrevenidos, cuando aparezcan bienes
no repartidos o deudas que hayan quedado sin satisfacer. Pero ni siquiera en estos casos, que obviamente denotan la
comisión de defectos u omisiones en la liquidación, se permite la reapertura de ésta, pues el legislador ha dispuesto otras
medidas que salvaguardan la consolidación de la liquidación y extinción de la sociedad. Así, cuando aparezcan bienes que
no hayan sido objeto de reparto, los liquidadores deberán adjudicar a los antiguos socios la cuota adicional que les
corresponda, en su caso previa enajenación de los bienes y su conversión en dinero (art. 398 LSC). Y en caso de pasivos
sobrevenidos, cuando lo que existan sean deudas no satisfechas, se prevé la responsabilidad frente a los acreedores de los
antiguos socios hasta el límite de la cantidad que hubieran recibido como cuota de liquidación (art. 399 LSC), sin que se
obligue por tanto a aquéllos a solicitar la anulación de las operaciones de liquidación y de la consiguiente cancelación de la
sociedad. Adicionalmente, además, los acreedores podrían ejercitar también una acción de responsabilidad por daños
contra los liquidadores (art. 397 LSC), considerando que la existencia de pasivos sobrevenidos podría ser indicativa de una
negligencia en el ejercicio de sus funciones.
Al margen del régimen general, existe también un supuesto de extinción de la sociedad que es característico de la
normativa concursal. En efecto, cuando la sociedad haya sido declarada en concurso de acreedores y el procedimiento
concluya por liquidación o por inexistencia de bienes y derechos de la sociedad concursada, la propia resolución judicial
que declare la conclusión del concurso acordará la extinción de la sociedad y la cancelación de sus asientos registrales (art.
485 TRLC).
LECCIÓN 27 LAS SOCIEDADES COTIZADAS
Sumario: I. Noción, significado y régimen jurídico 1. Concepto y relevancia 2. Elementos del régimen de las sociedades
cotizadas
II. Especialidades de la junta general 1. Consideración general. El reglamento de la junta 2. Convocatoria de la junta 3.
Celebración de la junta, participación de los accionistas y derecho de información 4. Votación de acuerdos, acciones de lealtad
y asesores de voto
III. El consejo de administración 1. Especialidades normativas y reglas de buen gobierno 2. Competencias 3. El nombramiento
de los consejeros 4. Clases de consejeros 5. Las comisiones del consejo 6. Los cargos del consejo 7. La remuneración de los
consejeros
IV. Especialidades en materia de aumento de capital y obligaciones convertibles 1. Significado general 2. Aumentos de capital
A. Derecho de suscripción preferente B. Ejecución y aumento incompleto C. Las acciones rescatables 3. Obligaciones
convertibles
V. Instrumentos de información 1. Página web 2. Informes de gobierno corporativo y de remuneraciones de consejeros 3.
Información sobre operaciones vinculadas 4. El régimen de publicidad de los pactos parasociales VI. Las Sociedades Cotizadas
con Propósito para la Adquisición (SPACs)

I. NOCIÓN, SIGNIFICADO Y RÉGIMEN JURÍDICO


1. CONCEPTO Y RELEVANCIA
Por sociedades cotizadas o sociedades bursátiles se entienden, en los términos del artículo 495.1 de la Ley de Sociedades
de Capital, las sociedades anónimas «cuyas acciones estén admitidas a negociación en un mercado regulado español».
Aunque la Ley aluda específicamente a las sociedades anónimas, también podrían ser cotizadas las sociedades
comanditarias por acciones (aunque apenas tengan relevancia en nuestra práctica societaria), cuyo capital se divide
igualmente en acciones (art. 1.4 LSC) y que, al margen de alguna especialidad relativa a la condición de sus administradores
(art. 252 LSC), se rigen en todo lo demás por las normas aplicables a las sociedades anónimas (art. 3.2 LSC). En cambio, no
pueden ser cotizadas –ya ha sido destacado– las sociedades de responsabilidad limitada, pues su capital se divide en
participaciones que –a diferencia de las acciones– no pueden representarse por medio de títulos o de anotaciones en
cuenta y que en ningún caso pueden tener la consideración de valores mobiliarios (art. 92.2 LSC) o –en la terminología
propia del mercado de valores– de valores negociables [art. 2.1.a) de la LMVSI y art. 3 del RD 1310/2005].
La cotización o negociación de las acciones tiene que producirse en un mercado regulado u «oficial» (art. 57 y sigs. y disp.
adic. 8.ª LMVSI), que en el caso específico de las acciones son las Bolsas de Valores. En cambio, no tienen la consideración
legal de cotizadas las sociedades cuyas acciones se negocien, no en un mercado regulado u oficial, sino en otros mercados
«alternativos» o sistemas multilaterales de negociación (SMN), como sería el caso del mercado conocido como BME
Growth (lo que no excluye que el legislador extienda a estas últimas sociedades algunas piezas o elementos propios del
régimen de las sociedades cotizadas, como en materia de aumentos de capital -disp. adic. 13.ª y 14.ª LSC-, de exclusión de
cotización –art.65.6 LMVSI- o de OPAs -art.109.1 LMVSI–). De la misma forma, tampoco tienen la consideración de cotizadas
las sociedades anónimas que coticen en un mercado regulado valores distintos de las acciones, como podrían ser en
particular bonos u obligaciones (aunque las mismas quedan también sujetas a algunas obligaciones propias de las
sociedades cotizadas, como la relativa a las comisiones del consejo de administración: v. disp. adic. 9.ª LSC). Además, el
mercado regulado u oficial en que coticen las acciones tiene que ser un mercado español, al ser posible que una sociedad
anónima de nacionalidad española cotice sus valores en un mercado regulado extranjero (de este supuesto se ocupa el art.
495.3 LSC, que en esencia remite algunas cuestiones del régimen de estas sociedades a las reglas propias del mercado
extranjero).
La condición de cotizada se adquiere cuando una sociedad decide salir al mercado bursátil a través de la admisión a
cotización de sus acciones. Entre otras condiciones, esta admisión requiere que las acciones disfruten de una determinada
difusión o liquidez por estar repartidas entre un número mínimo de accionistas, lo que generalmente se consigue tras la
realización previa de una oferta pública de venta (cuando se venden acciones «viejas» por uno o varios accionistas) o de
suscripción (cuando lo que se ofrecen son acciones de nueva emisión procedentes de un aumento de capital). Y la
condición de cotizada se pierde, en sentido contrario, cuando la sociedad opta por abandonar el mercado de valores,
generalmente como consecuencia de cambios significativos en su estructura de propiedad, para recuperar la condición –y
el régimen jurídico– de sociedad «privada» o no cotizada; como veremos en su momento (vol. II, Lección 41), la exclusión
de cotización exige por regla que la sociedad promueva una oferta pública de adquisición dirigida a los accionistas afectados
por la misma (art. 65 LMVSI), aunque en determinados supuestos excepcionales puede ser acordada por la propia CNMV
(art. 64 LMVSI).
Aunque el número de sociedades cotizadas sea muy reducido en relación con el número global de sociedades de capital, su
trascendencia resulta básicamente de una doble circunstancia. De un lado, porque las sociedades bursátiles agrupan por lo
general –con algunas excepciones– a las empresas de mayor tamaño y significación económica dentro del sistema
empresarial, cuya actividad tiene un gran impacto sobre amplios círculos de intereses. Y de otro lado, porque estas
sociedades agrupan en su seno a enormes cantidades de accionistas, tanto cualificados o institucionales (fondos de
inversión o de pensiones, aseguradoras, etc.) como minoristas, por la especial idoneidad de la sociedad anónima para
allegar y recolectar financiación del conjunto de los inversores y reunir así a una multitud de socios.
2. ELEMENTOS DEL RÉGIMEN DE LAS SOCIEDADES COTIZADAS
Las sociedades cotizadas quedan sujetas a un estatuto jurídico particular, que se integra antes que nada con un extenso
conjunto de especialidades jurídico-societarias, que básicamente recoge el Título XIV de la LSC (arts. 495 y sigs.). Este
régimen se conforma con numerosas reglas especiales, muchas de las cuales hemos ido destacando (como la exigencia de
que sus acciones estén representadas por anotaciones en cuenta, ciertas especialidades en relación con las acciones
privilegiadas o sin voto, la reducción de los plazos de impugnación de sus acuerdos, la fijación de un límite más bajo de
autocartera, etc.), que vienen a completar o a modular la disciplina general de las sociedades anónimas. Aunque muy
variadas, estas especialidades responden en términos generales a un triple orden de consideraciones. Antes que nada, en lo
que representa la nota más característica y distintiva de estas sociedades, atienden esencialmente a su régimen de
gobernanza o de gobierno corporativo, mediante la previsión de un régimen más completo y detallado tanto de la junta
general de accionistas como del órgano de administración, que en estas sociedades debe revestir necesariamente la forma
–ya ha sido destacado– de consejo de administración. Igualmente, procuran ajustar las reglas societarias que tienen una
incidencia sobre los mecanismos de financiación de las sociedades a las peculiares exigencias operativas y económicas que
experimentan éstas por el hecho de la cotización en Bolsa, como en materia singularmente de aumentos de capital y
obligaciones convertibles. Y por último, imponen obligaciones de transparencia y publicidad mucho más extensas que las
aplicables a las demás sociedades, con carácter general y en relación específicamente con las juntas generales, con el fin de
que los accionistas y los inversores dispongan de toda la información necesaria para poder evaluar la situación financiera y
patrimonial de la sociedad, su estructura de propiedad, así como sus reglas y prácticas en materia de gobierno corporativo.
La preocupación por las cuestiones del buen gobierno corporativo de las sociedades cotizadas, que se ha erigido
últimamente en nuestro país y en los principales mercados internacionales en uno de los principales focos de atención del
legislador societario, se fundamenta a su vez en motivos de distinto orden. En estas sociedades, la dispersión de los
accionistas y su habitual absentismo y desinterés por el ejercicio de los derechos políticos (la conocida como «apatía
racional»), junto al control por los administradores de los mecanismos de delegación de los derechos de voto, determinan
que la junta general apenas cumpla la función que le asignan las normas societarias de control y de supervisión del órgano
de administración, y que este último pase a ostentar por ello una situación de poder o de dominio casi absoluto sobre el
proceso de formación de la voluntad social y sobre la marcha general de la sociedad. Este dato está en el origen de la
separación de propiedad y gestión que caracteriza a muchas de las grandes sociedades que cotizan en bolsa, en particular
de aquellas que tienen un capital disperso y atomizado, toda vez que el poder social tiende a concentrarse de manera
efectiva en los administradores y altos directivos encargados de la gestión social, aun careciendo de cualquier participación
significativa en el capital social. Ello explica que el movimiento del gobierno corporativo conciba al consejo de
administración de las sociedades cotizadas, no tanto como un órgano de gestión, sino como un órgano cuyas funciones
esenciales han de consistir en la fijación de las políticas y estrategias generales de la sociedad (de inversiones, de negocio,
de control y gestión de riesgos, de gobierno corporativo, etc.) y en el control, supervisión y vigilancia de los gestores.
Merece destacarse, además, que la preocupación por el gobierno corporativo de estas sociedades no solo se manifiesta en
las numerosas especialidades de régimen previstas en la Ley de Sociedades de Capital. Porque estas normas, de carácter
esencialmente imperativo, se completan con la existencia de un «Código de buen gobierno de las sociedades cotizadas»,
aprobado en 2015 y revisado en 2020 –después de otros antecedentes– por la Comisión Nacional del Mercado de Valores.
Este Código incluye un extenso conjunto de recomendaciones sobre numerosas cuestiones relativas a estas sociedades,
aunque dedicadas en su mayoría a la estructura y funcionamiento del consejo de administración y sus comisiones
(estructura y composición, funcionamiento, cargos, etc.), que en esencia vienen a desarrollar y complementar el régimen
legal condensando las que se consideran mejores prácticas en materia de gobierno corporativo. Se trata con todo de
recomendaciones de carácter voluntario carentes de eficacia jurídica vinculante, que las sociedades son libres de seguir o
no en función de sus propias características organizativas y funcionales, fundadas como tales en el principio de «cumplir o
explicar»: las sociedades son libres de cumplirlas, pero de no hacerlo deben explicar al menos las razones que fundamentan
su decisión (esencialmente a través del informe anual de gobierno corporativo, que veremos).
Junto a estas reglas –legales y voluntarias– de carácter societario, para aprehender en su conjunto el régimen aplicable a las
sociedades cotizadas debe tenerse en cuenta que el mismo se integra por otro conjunto de piezas normativas impuestas
por la regulación del mercado de valores, que en gran medida inciden también sobre aspectos esenciales del
funcionamiento y la organización de estas sociedades. A modo de ejemplo, y sin ánimo exhaustivo, estas sociedades se
someten a unas obligaciones más estrictas –como vimos– en materia de información contable y financiera, por las
obligaciones de «información financiera periódica» que se les imponen, que incluyen la elaboración y difusión de un
informe financiero anual y de informes financieros semestrales (arts. 99 y 100 LMVSI y RD 1362/2007). Se sujetan también
a un singular régimen de «participaciones significativas», por el que cualquier accionista que adquiera o transmita acciones
y cuyos derechos de voto alcancen, superen o bajen de ciertos porcentajes (3%, 5%, 10%, etc.) debe realizar una
notificación al emisor y a la CNMV para su difusión al mercado (art. 105 LMVSI y RD 1362/2007). Las sociedades cotizadas
se someten por igual a un régimen en materia de ofertas públicas de adquisición (OPAs), que entre otras cuestiones exige la
formulación de una OPA obligatoria a cualquier persona que alcance o supere el 30% de los derechos de voto de un emisor
(art. 108 y sigs. LMVSI y RD 1066/2007). Y se rigen también –aunque no solo ellas– por la normativa sobre abuso de
mercado, contenida básicamente en el Reglamento (UE) n.º 596/2014, que en esencia se ocupa de la información
privilegiada, desde la doble perspectiva de los deberes de difusión de esta información por parte de los emisores y de la
prohibición de realizar operaciones con ella por los sujetos iniciados, así como de las prácticas de manipulación de mercado
(sobre estas cuestiones, v. Lecciones 40 y 41).
El estatuto jurídico de las sociedades cotizadas se integra así, junto a las reglas generales y especiales contenidas en la Ley
de Sociedades de Capital, con otras normas de innegable impronta pública que son propias del mercado de valores, que
sujetan a aquéllas en numerosos aspectos de su organización y funcionamiento a las facultades de supervisión y de sanción
que en este ámbito corresponden a la Comisión Nacional del Mercado de Valores. De hecho, la propia Ley de Sociedades de
Capital atribuye a numerosos preceptos de los que dedica a las sociedades cotizadas la consideración de normas de
ordenación y disciplina del mercado de valores (en cuestiones como reglamento de la junta, publicidad y anuncio de
convocatoria de las juntas generales, reglamento del consejo, comisiones del consejo, operaciones vinculadas, etc.), lo que
equivale a investir a la CNMV con la capacidad para supervisar su correcto cumplimiento y, en caso de infracción, para
imponer las correspondientes sanciones administrativas (disp. adic. 7.ª de la LSC).
II. ESPECIALIDADES DE LA JUNTA GENERAL
1. CONSIDERACIÓN GENERAL. EL REGLAMENTO DE LA JUNTA
La junta general de accionistas es una de las materias que en los últimos tiempos más ha centrado la atención del legislador
societario en relación con las sociedades cotizadas, con distintas medidas que generalmente buscan revitalizarla y
reactivarla como órgano efectivo de decisión y de control. La tradicional pasividad de los accionistas minoritarios en el
ejercicio de sus derechos, y el habitual control por los administradores de los mecanismos de delegación del voto, hacen
que en las sociedades con un capital disperso las juntas apenas cumplan de manera efectiva la labor de órgano «soberano»
que le asignan las normas societarias y que su función se limite por lo general a aprobar y formalizar las decisiones
adoptadas por el órgano de administración. De ahí que muchas de estas medidas se orienten a fomentar la «implicación»
efectiva de los accionistas con la sociedad en la que participan, en el caso de los pequeños accionistas, pero también de los
grandes inversores cualificados o institucionales (como las sociedades gestoras de instituciones de inversión colectiva o de
capital riesgo o las empresas de servicios de inversión, que están obligadas a desarrollar y difundir una «política de
implicación» como accionistas o gestores de las sociedades en que invierten – v. art. 47 ter de la Ley 35/2003, art. 67 bis de
la Ley 22/2014 y art. 224 de la LMVSI–).
Existen así, junto a la regulación básica de la junta general, que es común para todas las sociedades, numerosas previsiones
específicas para las sociedades cotizadas. En concreto, la Ley de Sociedades de Capital incluye para éstas distintas
«especialidades de la junta general de accionistas» (arts. 511 bis a 527 undecies), con un conjunto de reglas –que iremos
viendo– que básicamente vienen a reforzar y desarrollar el régimen general en atención a las singularidades de estas
sociedades en cuestiones como publicidad de la convocatoria, información a los accionistas, formas de participación en la
junta o ejercicio del voto por medio de representante. Pero además, la Ley obliga a estas sociedades a aprobar un
reglamento específico para la junta general, en el que deben regularse – respetando siempre el marco legal y estatutario–
todas las cuestiones relativas a su operativa y funcionamiento (arts. 512 y 513 LSC). El reglamento sirve para agrupar y
difundir a través de un único texto el conjunto de reglas atinentes al desarrollo y celebración de las juntas, incluyendo las
que dimanen de la Ley y de los estatutos, pero también todas las restantes normas de carácter procedimental y organizativo
de que se dote cada sociedad para disciplinar su funcionamiento. Al obligar a las sociedades cotizadas a integrar todas estas
reglas en el reglamento, se busca esencialmente facilitar la participación de los accionistas –sobre todo de los pequeños–
en las juntas generales, evitando que su posible inasistencia pueda venir motivada por razones de simple ignorancia o
desconocimiento sobre la forma de ejercicio de sus derechos. El reglamento, que tiene que ser aprobado por la propia junta
general, debe ser objeto de comunicación a la CNMV e inscribirse en el Registro Mercantil (art. 513 LSC).
Con el ánimo siempre de fomentar la involucración y participación activa de los accionistas en la vida de la sociedad, y aun
siendo una cuestión que trasciende a la celebración de las juntas generales, debe destacarse igualmente que las sociedades
cotizadas tienen derecho a obtener en cualquier momento de la entidad encargada del registro de anotaciones de cuentas
(el denominado depositario central de valores, que es la denominada Sociedad de Sistemas o Iberclear) información sobre
la identidad de sus accionistas, «con vistas a facilitar el ejercicio de sus derechos y su implicación en la sociedad» (art. 497.1
LSC). El mismo derecho se reconoce a las asociaciones de accionistas de la sociedad emisora que representen al menos el 1
por 100 del capital y a los accionistas que tengan una participación igual o superior al 3 por 100, aunque en este caso solo
cuando la información se solicite para coordinar el ejercicio de sus derechos y la mejor defensa de sus intereses comunes
(art. 497.2 LSC). Además, este derecho de información alcanza también a los denominados «beneficiarios últimos», que son
los inversores finales (a menudo internacionales) que no poseen las acciones de forma directa, sino a través de una cadena
de entidades depositarias o «intermediarios» que son los que formalmente figuran como accionistas en el registro de
anotaciones en cuenta, pese a tener las acciones por cuenta de aquéllos; en estos casos, se establece la obligación de las
entidades intermediarias de colaborar y de transmitirse entre sí la correspondiente información sobre los referidos
beneficiarios últimos con el fin de hacérsela llegar al emisor o a la asociación o accionista que la haya solicitado (art. 497 bis
LSC). Partiendo de esta realidad económica, la Ley incluye también distintas medidas obligando a dichos intermediarios a
transmitir a los beneficiarios últimos la información relativa a las juntas generales y a permitir el ejercicio del derecho de
voto por parte de aquéllos (arts. 520 bis, 520 ter, 522 bis y 524 bis LSC).
2. CONVOCATORIA DE LA JUNTA
La convocatoria de las juntas de accionistas de las sociedades cotizadas se rige con carácter general por el régimen
ordinario, en cuestiones como la competencia del órgano de administración para convocar, la obligación de éste de
convocar una junta extraordinaria cuando lo soliciten accionistas titulares de un porcentaje mínimo del capital (3% en las
cotizadas, por el 5% que rige con carácter general), el plazo general de convocatoria de la junta (aunque con la especialidad
del art. 515 LSC, de limitada relevancia práctica), las menciones mínimas del anuncio de convocatoria, el régimen de doble
convocatoria, el lugar de celebración de la junta, la posible celebración de juntas telemáticas o las propias competencias de
la junta (al margen de alguna competencia adicional que prevé el art. 511 bis LSC).
Algunos de estos requisitos generales se refuerzan sin embargo para las sociedades cotizadas, considerando
fundamentalmente el elevado número y las singularidades de los accionistas de estas entidades. Este es el caso por ejemplo
del régimen de publicidad de la convocatoria, que se acentúa en estos casos: si con carácter general las juntas se convocan
mediante anuncio publicado en la página web o, en defecto de ésta, en el BORME y en un periódico, salvo que los estatutos
prevean un sistema de comunicación individual y escrita (art. 173.2 LSC), en las cotizadas se exige que el anuncio se
difunda, al menos, en su página web (que recordemos es obligatoria para estas sociedades), en la página web de la CNMV
(lo que suele hacerse mediante la comunicación de una «información relevante» de las reguladas en el art. 227 LMVSI), así
como en el Boletín Oficial del Registro Mercantil o, alternativamente a este, en uno de los diarios de mayor circulación en
España (art. 516 LSC), con el fin de asegurar la mayor difusión pública a la convocatoria y su conocimiento por el conjunto
de los accionistas e inversores.
También se amplía de forma significativa el contenido del anuncio de convocatoria respecto del régimen común: junto a las
menciones generales (como el orden del día o la fecha y hora de la reunión), el anuncio debe informar –entre otras
cuestiones– del lugar y la forma en que puede obtenerse el texto completo de los documentos y propuestas de acuerdo, de
la dirección de la página web de la sociedad en que estará disponible la información, del sistema y procedimiento para la
emisión del voto por representación, y de los requisitos y trámites a cumplir por los accionistas para poder participar y
emitir su voto en la junta general (art. 517 LSC). Además, desde la publicación del anuncio de convocatoria y hasta la
celebración de la junta general, estas sociedades están obligadas a difundir a través de su página web una extensa
información en relación con la misma, entre la que se incluyen las propuestas de acuerdo sobre los distintos puntos del
orden del día, los informes de administradores, auditores o expertos independientes que en su caso se presenten a la junta,
o los formularios para poder votar por representación o a distancia (art. 518 LSC).
Por su parte, los accionistas que representen al menos el 3% del capital tienen derecho a solicitar la publicación de un
complemento de convocatoria, con el fin de incluir uno o más puntos en el orden del día de una junta convocada, al igual
que en el régimen común (art. 172 LSC); pero a diferencia de este, en las cotizadas el derecho a completar el orden del día
se reconoce solo para las juntas generales ordinarias (art. 519.1 LSC), aunque los accionistas titulares de ese mismo
porcentaje del capital podrían siempre requerir en su caso la convocatoria de una junta extraordinaria. Esos mismos
accionistas disfrutan adicionalmente del derecho a presentar propuestas alternativas a las del consejo de administración
sobre los puntos que figuren en el orden del día de una junta convocada, en cuyo caso la sociedad debe asegurar la difusión
de las mismas incluyéndolas en la documentación sobre la junta que ha de incluir en su página web (art. 519.3 LSC); se trata
aquí de un derecho de propuesta reforzado o cualificado, en atención a esta obligación de difusión impuesta a la propia
sociedad, que no excluye como tal –hay que entender– el derecho de esos accionistas o de cualquier otro a formular
propuestas alternativas a las del consejo dentro de la propia junta (en materia de distribución de dividendos, de nombramiento
de administradores, etc.).

3. CELEBRACIÓN DE LA JUNTA, PARTICIPACIÓN DE LOS ACCIONISTAS Y DERECHO DE INFORMACIÓN


Las reglas de constitución, de quórums y mayorías y de adopción de acuerdos por la junta general se corresponden también
con las aplicables al conjunto de las sociedades anónimas, al margen de algunas especialidades relativas al derecho de
asistencia y de participación de los accionistas.
Así, los estatutos de las sociedades cotizadas pueden también condicionar el derecho de asistencia a la tenencia de un
número mínimo de acciones, aunque este no puede exceder de mil acciones (art. 521 bis LSC, que contrasta con la regla
general –más lógica, al ir referida a un porcentaje del capital– del art. 179.2 LSC). Y los accionistas pueden igualmente
delegar su voto y hacerse representar en la junta general. Pero atendiendo a la trascendencia práctica que tiene esta forma
de participación en las sociedades cotizadas (al no ser habitual que los accionistas minoritarios asistan presencialmente a
las juntas), el legislador establece un conjunto de especialidades destinadas a facilitarla y promoverla. Antes que nada, la
facultad de los accionistas de hacerse representar en la junta «por cualquier persona» no puede ser objeto de ningún tipo
de limitación estatutaria (art. 522.1 LSC), a diferencia del régimen general (art. 184.1 LSC). Con el ánimo siempre de facilitar
esta forma de participación y de combatir el tradicional absentismo de los pequeños accionistas, se exige que la
designación del representante y su notificación a la sociedad pueda realizarse por escrito o por medios electrónicos (art.
522.3 LSC). Se permite también el denominado «voto divergente» de los representantes que representen a distintos
accionistas, que deben poder emitir votos de signo diverso para atender a las instrucciones de voto recibidas de estos
últimos (art. 522.4 LSC); la misma posibilidad se reconoce a las denominadas «entidades intermediarias» que, apareciendo
formalmente legitimadas como accionistas en el registro contable de anotaciones en cuenta, posean en realidad las
acciones por cuenta de distintos «beneficiarios últimos», que deben poder también ejercitar el derecho de voto en sentido
divergente cuando sea preciso para dar cumplimiento a las instrucciones de voto de cada uno de éstos (art. 524.1 LSC). Y en
los supuestos en que el representante se encuentre en una posible situación de conflicto de interés, como en el caso de ser
un administrador o empleado de la sociedad, deberá informar de tal circunstancia al accionista y, de no recibir instrucciones
de voto precisas de este, abstenerse de emitir el voto (art. 523.1 LSC y, en relación específicamente con los administradores
que formulen solicitud pública de representación, art. 526 LSC).
En lo que hace al derecho de los accionistas a participar «a distancia» en la junta general, en el sentido de poder asistir
telemáticamente y ejercitar su voto por medios electrónicos, por correo o medios similares, sin necesidad por tanto de
asistir presencialmente o de delegar su voto, lo cierto es que las sociedades cotizadas no están propiamente obligadas a
reconocerlo, al remitirse la Ley –al igual que en el régimen general (art. 182)– a lo que prevean los estatutos y el
reglamento de la junta (art. 521, apdos.1 y 2, de la LSC). Otro tanto ocurre con las juntas exclusivamente telemáticas, que
fueron habituales durante la pandemia del Covid al amparo de la normativa excepcional aprobada con ocasión de ésta,
pero que en la actualidad se remiten también a lo que prevean los estatutos (art. 182 bis y art. 521.3 LSC, que establece
algunas especialidades en relación con estas juntas en las sociedades cotizadas).
En lo atinente al derecho de información de los accionistas, se amplía también su ámbito en relación con las demás
sociedades. Si con carácter general las informaciones o aclaraciones que soliciten los accionistas han de ir referidas a los
«asuntos comprendidos en el orden del día» (art. 197.1 LSC), en las sociedades cotizadas el derecho de información tiene
un contenido más extenso, al alcanzar también a cualquier información que la sociedad hubiera comunicado a la CNMV y
difundido al mercado desde la celebración de la última junta general o relativa al informe del auditor (art. 520.1 LSC); se
alude así a cualquier información «privilegiada» o «relevante» difundida por la sociedad (según la categorización de los
arts. 226 y 227 de la LMVSI), pero también a las demás informaciones reguladas que las sociedades cotizadas tiene
obligación de publicar (información financiera periódica, operaciones de autocartera, etc.), lo que refuerza la consideración
del derecho de información, no solo como un derecho accesorio e instrumental del derecho de voto, sino como un derecho
de mayor alcance relacionado con los deberes generales de transparencia o de « disclosure» que son característicos de
estas sociedades. En la misma línea, las contestaciones por escrito que faciliten los administradores a los accionistas que
ejerciten su derecho de información no solo deben proporcionarse a éstos, sino que deben incluirse en la página web de la
sociedad (art. 520.2 LSC), para su conocimiento por el conjunto de accionistas e inversores.
4. VOTACIÓN DE ACUERDOS, ACCIONES DE LEALTAD Y ASESORES DE VOTO
En materia de derecho de voto de los accionistas, en las cotizadas rige también el principio general de proporcionalidad
entre este último y el valor nominal de la acción (art. 188.2 LSC), por lo que la potencia del voto de un accionista ha de
corresponderse por regla con su participación en el capital. Pero este principio de proporcionalidad («una acción, un voto»)
admite, junto a las posibles excepciones generales, otra que es específica de las sociedades cotizadas.
Entre las primeras se encuentran –como vimos– las acciones sin voto, que conforman una clase especial de acciones (arts.
98 a 103 y art. 499.2 LSC), y las limitaciones estatutarias al número máximo de votos que puede emitir un accionista. Estas
últimas se permiten para cualquier sociedad anónima (art. 188.3 LSC) pero en la práctica tienden a emplearse por algunas
sociedades cotizadas de capital disperso y carentes de socio de control, que las utilizan con el fin de disuadir posibles OPAs
indeseadas (aunque el art. 527 LSC somete las limitaciones a un singular régimen de «neutralización» en caso de OPA) y
más generalmente de limitar la capacidad de influencia de los accionistas relevantes o significativos (aunque la LSC las
permite, el Código de buen gobierno de las sociedades cotizadas las desaconseja en su recomendación 1.ª).
Y la tercera excepción, que solo se contempla para las sociedades cotizadas, consiste en las denominadas acciones de
lealtad o «acciones con voto adicional doble por lealtad» (art. 527 ter y sigs. de la LSC, introducidos por la Ley 5/2021). En
esencia son acciones que atribuyen un voto doble (o el doble de los votos que correspondan a la acción en función de su
valor nominal) a los accionistas que mantengan la titularidad de las mismas de manera ininterrumpida durante dos años
consecutivos. Estas acciones encuentran su fundamento en el propósito del legislador de combatir el supuesto
«cortoplacismo» que aquejaría a los mercados de valores y de fomentar la «implicación» y la inversión a largo plazo de los
accionistas por la vía de premiarles con la atribución de un mayor derecho de voto. Se trata con todo de una figura
voluntaria, que solo aplica a las sociedades que opten por incorporarla a sus estatutos. Estas acciones no constituyen una
clase (art. 527 ter, apdo. 4, LSC), pues el voto doble se atribuye solo al titular de las acciones que lo solicite (inscribiéndose
en el libro registro especial que deben llevar las sociedades que las permitan) y que mantenga la titularidad de aquéllas
durante un periodo mínimo de dos años. Pero el voto doble no se integra en el contenido objetivo de derechos de las
acciones, como evidencia que el mismo se pierda en caso de cesión o transmisión de éstas (art. 527 decies LSC).
Precisamente por suponer una excepción al principio de proporcionalidad, su aprobación se somete a un régimen de
mayorías reforzadas (art. 527 quater LSC), a la vez que se exige que la previsión estatutaria de voto doble por lealtad sea
«renovada» por la junta a los cinco años desde su aprobación (art. 527 sexies LSC).
Por lo demás, en las sociedades cotizadas ofrecen gran relevancia los denominados «asesores de voto» o « proxy advisors»,
que son empresas de servicios que asesoran a los inversores «en el ejercicio de sus derechos de voto mediante análisis,
asesoramiento o recomendaciones de voto» (art. 118.2 de la LMVSI). Sus principales clientes o destinatarios son los
grandes inversores internacionales que, por manejar amplias carteras diversificadas de valores en numerosos países, suelen
tener dificultades para conocer el concreto régimen legal aplicable en cada uno de ellos y para seguir y valorar las políticas
de gobierno corporativo aplicadas por las distintas sociedades en cuyo capital participan. Ello hace que, a efectos de decidir
el sentido de su derecho de voto, se guíen a menudo por las recomendaciones emitidas por dichos asesores, que valoran
las propuestas de acuerdo sometidas a las juntas de las distintas sociedades y que, sobre la base de los criterios y prácticas
de buen gobierno corporativo que consideran aconsejables o preferibles, emiten las oportunas recomendaciones de voto.
Tras la celebración de la junta, las sociedades cotizadas están además obligadas a publicar en su página web los acuerdos
aprobados y el resultado de las votaciones dentro de los cinco días siguientes a la finalización de aquélla (art. 525.2 LSC).
III. EL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN
1. ESPECIALIDADES NORMATIVAS Y REGLAS DE BUEN GOBIERNO
Como ya ha sido destacado, en las sociedades cotizadas el consejo de administración –que en estos casos tiene carácter
necesario (art. 529 bis.1 LSC), por lo que el órgano de administración no puede revestir ninguna otra forma (administrador
único, etc.)– ocupa una posición de gran relevancia y preeminencia práctica dentro de la estructura corporativa de estas
entidades, en gran medida por la habitual inoperancia práctica de las juntas de accionistas como órgano de dirección y
control. De ahí que, junto a las medidas destinadas a tratar de vigorizar y revitalizar las juntas generales, el movimiento del
buen gobierno corporativo se haya centrado esencialmente en la ordenación del consejo de administración de estas
sociedades, mediante un extenso conjunto de reglas que tienden a concebirlo, no como un órgano de gestión, sino como
un órgano fundamentalmente encargado de fijar las políticas y estrategias generales de la sociedad y de controlar y
supervisar a sus equipos ejecutivos y directivos (consejero delegado, altos directivos, etc.). Este régimen se conforma así
con numerosas reglas especiales contenidas en la Ley de Sociedades de Capital, que complementan y desarrollan el
estatuto jurídico general –ya visto– del órgano de administración. Pero el mismo se integra también con las
recomendaciones –voluntarias– que el Código de buen gobierno de las sociedades cotizadas dedica al consejo de
administración, en cuestiones como las atinentes a su estructura y composición (cuantitativa y cualitativa), a su
funcionamiento, a las comisiones, a los cargos del consejo o a la remuneración de los consejeros.
Precisamente por la importancia que se atribuye a su régimen de gobierno corporativo, el consejo de administración de las
sociedades cotizadas está obligado a aprobar un reglamento interno con sus normas de organización y funcionamiento,
incluyendo –en los expresivos términos del artículo 528 de la Ley– «las medidas concretas tendentes a garantizar la mejor
administración de la sociedad». El reglamento del consejo debe comunicarse a la CNMV e inscribirse en el Registro
Mercantil (art. 529 LSC), y difundirse también a través de la página web de la sociedad. La facultad general del consejo de
administración de cualquier sociedad anónima –cotizada o no– de «regular su propio funcionamiento» (art. 245.2 LSC)
enlaza antes que nada con el carácter colegiado de este órgano, que postula por principio la existencia de unas reglas
mínimas de organización y funcionamiento (en asuntos como convocatoria, constitución, etc.) en las materias a las que no
alcancen los estatutos sociales. Pero la aprobación del reglamento, que en las sociedades cotizadas se configura –a
diferencia del régimen general– como una verdadera obligación jurídica, trata en este caso de forzar al consejo de
administración a fijar y formalizar las reglas que van a guiar su actuación al frente de la sociedad y a difundirlas al mercado,
para su conocimiento y valoración por el conjunto de los accionistas e inversores. De esta forma, la amplia capacidad de
que disfrutan los consejos para dotarse de las reglas organizativas que estimen apropiadas en función de las circunstancias
propias de cada sociedad, dentro lógicamente del respeto a la Ley y a los estatutos, se combina con la correlativa sujeción
de dichas reglas a un amplio régimen de publicidad, a los efectos de permitir su evaluación por el mercado.
2. COMPETENCIAS
La posición central ocupada por el consejo de administración en las sociedades cotizadas, y la singular función que se le
asigna en estos casos de fijación de las políticas generales de la sociedad y de control y supervisión de sus equipos gestores,
justifican que la Ley le atribuya, junto a las que son propias de cualquier consejo (art. 249 bis LSC), unas facultades
indelegables adicionales, que el consejo debe por tanto ejercitar activamente y de las que en ningún caso puede
desprenderse (art. 529 ter LSC). Estas competencias van referidas, entre otras cuestiones, a materias relativas a la
organización de la sociedad y de su grupo empresarial (como la definición de la estructura del grupo), a su estrategia
empresarial y de negocio (plan estratégico o de negocio, objetivos de gestión y presupuesto anuales, política de inversiones
y de financiación, etc.), a las políticas de gobernanza de la sociedad (gobierno corporativo y responsabilidad social
corporativa) o a la política de control y gestión de riesgos (incluyendo los fiscales).
Entre las competencias que por principio corresponden al consejo de las sociedades cotizadas se encuentra la aprobación
de las conocidas como «operaciones vinculadas», entendiendo por tales las que realice una sociedad (o sus sociedades
dependientes) con consejeros, con accionistas titulares de más del 10% del capital o representados en el consejo, o con otra
serie de personas o entidades con capacidad de decisión o de influencia sobre la propia sociedad (art. 529 vicies.1 LSC).
Estas operaciones son muy habituales en el tráfico económico, particularmente dentro de los grupos de sociedades. Pero
presentan sin embargo algunos peligros por la situación intrínseca de conflicto de interés que las caracteriza, por el riesgo
de que se concierten, o de que las condiciones de las mismas se establezcan, en beneficio sobre todo de la parte vinculada
y en detrimento de la propia sociedad. De ahí que la Ley establezca una disciplina singular para la aprobación de estas
operaciones por el consejo (aunque las de mayor cuantía se remiten a la aprobación de la junta general), que en lo
sustancial se corresponde con el régimen –que vimos– de aprobación de las operaciones intragrupo (art. 231 bis LSC), y que
entre otros requisitos requiere la emisión de un informe previo de la comisión de auditoría, que habrá de evaluar si la
operación es «justa y razonable» para la sociedad y el conjunto de sus accionistas (art. 529 duovicies LSC). Este régimen se
completa –como veremos– con la sujeción de las principales operaciones vinculadas a unos deberes específicos de
publicidad, con el fin de que puedan ser conocidas por accionistas e inversores.
3. EL NOMBRAMIENTO DE LOS CONSEJEROS
Al igual que en las demás sociedades anónimas, en las cotizadas el nombramiento de los consejeros corresponde a la junta
general o, en caso de vacante anticipada, al propio consejo por medio de la facultad de cooptación. Pero esta última
facultad, que en el régimen general reviste un cierto carácter excepcional, se coloca en las sociedades cotizadas en un plano
de igualdad con la designación por la junta (art. 529 decies.1 LSC), por el hecho de representar la forma más habitual y
difundida en la práctica para el nombramiento de los consejeros, y no tanto por motivos de verdadera necesidad, sino –
como vimos– por la tradicional inoperatividad de la junta y la natural tendencia de los consejos de estas sociedades a
autoseleccionar a sus propios miembros. Ello explica que en las sociedades cotizadas no se requiera –a diferencia del
régimen general (art. 244 LSC)– que el consejero designado por cooptación tenga que ser necesariamente accionista [art.
529 decies.2.a) LSC], que es un requisito carente de cualquier significado en sociedades abiertas como por definición son
las cotizadas, o que se permita incluso que el consejo pueda ejercitar la facultad de cooptación una vez convocada la junta
general y antes de su celebración [art. 529 decies.2.b) LSC]. Pero se exige en cualquier caso, de acuerdo con la regla
general, que el consejero designado por cooptación sea expresamente ratificado por la junta general de accionistas (la
primera que se celebre o, cuando la cooptación se ejercite tras la convocatoria de una junta, la siguiente).
Atendiendo siempre a la realidad práctica de las sociedades cotizadas en materia de selección de consejeros, la Ley se
ocupa también del órgano competente para formular las correspondientes propuestas de nombramiento o de reelección de
aquéllos. Así, en el caso de los consejeros independientes –que veremos– la propuesta tiene que proceder necesariamente
de la comisión de nombramientos y retribuciones, que es de constitución obligatoria en estas sociedades y que ha de
integrarse en exclusiva –como también veremos– por consejeros no ejecutivos; para los restantes consejeros, la propuesta
ha de formularse por el consejo en pleno (art. 529 decies.4 LSC), aunque en este caso previo informe de la referida
comisión (art. 529 decies.6 LSC). Y en todos los casos, la propuesta de nombramiento o de reelección de cualquier
consejero debe ir acompañada de un informe justificativo del consejo, valorando la competencia, experiencia y méritos del
candidato propuesto (art. 529 decies.5 LSC).
Debe recordarse, además, que en las sociedades cotizadas el consejo debe estar integrado exclusivamente por personas
físicas (art. 529 bis.1 LSC), por lo que no es posible designar como administrador –a diferencia del régimen común– a una
persona jurídica (con la excepción de las personas jurídicas que pertenezcan al sector público, de acuerdo con lo previsto en
la disp.adic.12.ª.1 de la LSC). Se trata de una previsión que responde –en los términos del preámbulo de la Ley 5/2021, que
la introdujo– «a razones de transparencia y buen gobierno corporativo», fundada en el propósito de facilitar una clara
imputación de las concretas atribuciones y responsabilidades de los consejeros de estas sociedades y de evitar que las
mismas puedan diluirse u ocultarse detrás de una sociedad u otra persona jurídica. Además, en las sociedades cotizadas se
acorta también la duración máxima del mandato de los consejeros, que los estatutos no pueden fijar en más de cuatro años
por los seis que rigen con carácter general, sin perjuicio de la posibilidad de reelección (arts. 529 undecies.1 y 221.2 LSC);
se garantiza así que la junta tenga que pronunciarse sobre la continuidad de los consejeros y por tanto renovar su confianza
en ellos cuando menos con dicha periodicidad mínima.
4. CLASES DE CONSEJEROS
Dada la relevancia que reviste el consejo en las sociedades cotizadas y la necesidad de que pueda desarrollar de manera
efectiva las funciones que se le asignan, el movimiento del gobierno corporativo se ha preocupado tradicionalmente por la
cuestión relativa a la composición cualitativa de aquél, desde la perspectiva de la distinción o diferenciación de distintas
categorías de consejeros. La contraposición fundamental a estos efectos es la que distingue a los consejeros en ejecutivos o
internos, de un lado, y en no ejecutivos o externos, de otro, categoría esta última que a su vez comprende a los consejeros
independientes y a los consejeros dominicales.
La Ley suministra definiciones vinculantes de las distintas clases de consejeros, por lo que las sociedades cotizadas están
obligadas a cumplirlas a efectos de la información que suministren al mercado sobre la composición de su consejo (en el
informe anual de gobierno corporativo, en su página web o de cualquier otra forma). Así, son consejeros ejecutivos
aquellos que desempeñen funciones de dirección dentro de la empresa, como típicamente sería el caso del consejero
delegado o de cualquier otro consejero al que se atribuyan funciones ejecutivas por delegación de facultades o en virtud de
cualquier otro título (art. 529 duodecies.1 LSC). Los consejeros dominicales son aquellos que representan a un accionista
significativo dentro del consejo y que son designados por iniciativa de éste (art. 529 duodecies.3 LSC). Por su parte, los
consejeros independientes son aquellos que pueden desarrollar sus funciones sin verse condicionados por relaciones con la
sociedad, sus accionistas relevantes o directivos y que son designados en atención a sus condiciones personales y
profesionales; la Ley no establece los requisitos o condiciones que ha de reunir un consejero para ser calificado como tal,
sino que por el contrario establece distintos supuestos en los que un consejero no podría ser considerado «en ningún caso»
como independiente (art. 529 duodecies.4 LSC). Estas categorías se completan además con la de «otros externos», que es
una clase residual que engloba a los consejeros que sin ser ejecutivos no puedan calificarse tampoco como dominicales o
como independientes.
La Ley no obliga en cambio a las sociedades a componer el consejo de administración con consejeros de las distintas
categorías o a designar un determinado número o proporción de cualquiera de ellos (más allá de la obligación de disponer
al menos de dos consejeros independientes a los efectos de poder cumplir el régimen relativo a la composición –que
veremos– de las comisiones del consejo). La composición cualitativa del consejo, en lo que hace concretamente al número
y proporción de las distintas clases de consejeros, se remite así a la libertad organizativa de cada sociedad, que podrá fijarla
en función de sus propias características o necesidades (tamaño de la empresa, existencia o no de un socio de control o de
otros accionistas significativos, etc.). Existen con todo distintas recomendaciones del Código de buen gobierno de las
sociedades cotizadas a este respecto, como que los consejeros dominicales e independientes constituyan una amplia
mayoría dentro del consejo, que el número de consejeros ejecutivos sea el mínimo necesario, que la proporción de
consejeros dominicales se corresponda con la participación en el capital de los socios a los que representen, o que el
número de independientes represente al menos la mitad del total de consejeros (recomendaciones 15.ª y sigs.).
La composición cualitativa del consejo también ha merecido la atención del movimiento del gobierno corporativo desde la
perspectiva de la diversidad personal de sus integrantes, en cuestiones como edad, género o formación y experiencia
profesionales (art. 529 bis.2 LSC), con la finalidad de garantizar dentro del consejo una pluralidad de valores, opiniones y
competencias que contribuya a reforzar su operatividad y funcionamiento.
5. LAS COMISIONES DEL CONSEJO
El consejo de administración de cualquier sociedad está capacitado, al amparo de sus facultades de autoorganización, para
crear en su seno comisiones especializadas con algunos de sus miembros, con las funciones o cometidos que considere
convenientes. Pero en las sociedades cotizadas, el consejo de administración está obligado a constituir al menos dos
comisiones: la comisión de auditoría y la comisión –que podrían ser dos distintas, si así lo decidiera la sociedad– de
nombramientos y de retribuciones (art. 529 terdecies.2 LSC).
La comisión de auditoría (que se requiere también para las entidades emisoras de valores distintos de las acciones
admitidos a negociación en mercados secundarios oficiales –disp. adic. 9.ª de la LSC– y para las conocidas por la legislación
de auditoría como «entidades de interés público» –disp. adic. 3.ª LAC–, que comprenden entre otras a las entidades de
crédito y aseguradoras) disfruta de numerosas funciones en materia de cuentas anuales, información financiera, relación
con los auditores y sistemas de control de riesgos (art. 529 quaterdecies LSC). Por su parte, las funciones asignadas a la
comisión de nombramientos y de retribuciones van referidas a estas dos materias, al corresponderle un importante
cometido en relación tanto con la selección y el nombramiento de los consejeros (debe por ejemplo elevar al consejo –ya
ha sido destacado– las propuestas de nombramiento o reelección de los consejeros independientes e informar las
propuestas relativas a los restantes consejeros) como con la retribución de los propios consejeros y altos directivos (así,
entre otras facultades, proponiendo al consejo la política de retribuciones de los consejeros y, en particular, de los
consejeros ejecutivos) (art. 529 quindecies LSC).
Con el fin de garantizar su autonomía y libertad de criterio, ambas comisiones deben estar integradas exclusivamente por
consejeros no ejecutivos nombrados por el consejo de administración, de los cuales al menos dos han de ser
independientes, y presididas por uno de estos últimos. La exigencia de constitución de estas comisiones y las reglas
relativas a su composición atienden esencialmente a un doble propósito normativo. Se garantiza de un lado que las
decisiones sobre las materias propias de las competencias de ambas comisiones, como son la información financiera y la
designación y retribución de los consejeros, puedan ser debatidas y acordadas al margen de las posibles presiones o
interferencias de los consejeros ejecutivos. Y se busca también, de otro lado, una mayor especialización funcional y
operativa en el tratamiento de dichas cuestiones dentro del propio consejo de administración, en el marco siempre de las
funciones de control y supervisión de los equipos gestores que se encomiendan a este último.
6. LOS CARGOS DEL CONSEJO
La Ley también se ocupa de determinados cargos del consejo de administración que, siendo característicos de este órgano
en cualquier clase de sociedad, revisten sin embargo una especial trascendencia en las sociedades cotizadas, por su
relevancia a efectos del correcto funcionamiento del consejo de administración y del cumplimiento efectivo por éste de las
funciones que le corresponden.
Sobresale la figura del presidente del consejo, en su condición –en los expresivos términos del art. 529 sexies.2 – de
«máximo responsable del eficaz funcionamiento del consejo de administración». Además de las facultades más
tradicionales, como la de convocar las reuniones del consejo y presidir tanto éstas como –salvo disposición estatutaria en
contra– las de la junta general, entre las funciones principales del presidente destacan las de velar por que los consejeros
reciban toda la información oportuna sobre los puntos del orden del día y estimular el debate y la libre toma de posición
por parte de los consejeros. En concreto, la necesidad de que los consejeros dispongan oportunamente de toda la
información necesaria para la deliberación y adopción de acuerdos dentro del consejo, que representa una de las
principales manifestaciones del deber de diligencia de los administradores (art. 225.3 LSC), se configura en las sociedades
cotizadas como una obligación por la que debe velar específicamente el presidente del consejo (art. 529 quinquies LSC).
Tanto la Ley como el Código de buen gobierno de las sociedades cotizadas contemplan la posibilidad de que el cargo de
presidente del consejo pueda recaer tanto en un consejero ejecutivo como en un consejero externo (aunque los estatutos
siempre podrían disponer otra cosa, exigiendo por ejemplo la designación de un consejero independiente), por lo que no
excluyen la posibilidad de simultanear ambos cargos o funciones. Sin embargo, cuando el presidente del consejo ostente al
tiempo la condición de consejero ejecutivo se suscita un riesgo de excesiva concentración de poder en manos de aquél, que
podría menoscabar la función de control y supervisión de los gestores y directivos que corresponde al consejo en esta clase
de sociedades. De ahí que la Ley prevea para estos casos dos importantes cautelas, con el fin de compensar los referidos
riesgos. De un lado, la designación del presidente, que con carácter general se concibe como un acuerdo ordinario del
consejo, se somete en este caso a una mayoría reforzada de dos tercios de los consejeros (art. 529 septies.1 LSC). Y de otro
lado, el consejo debe designar también un denominado «consejero coordinador» entre los consejeros independientes (art.
529 septies.1 LSC), con el fin de que sirva de contrapeso a la figura del presidente; para ello se le atribuyen importantes
funciones, como la de poder solicitar la convocatoria del consejo o la inclusión de nuevos puntos en el orden del día, o la de
coordinar y reunir a los consejeros no ejecutivos (art. 529 septies.2 LSC).
También destaca la figura del secretario del consejo de administración, que entre otras funciones debe velar por que las
actuaciones de éste se ajusten a la normativa y a los estatutos sociales y que debe asistir al presidente en la función de
suministro de la información necesaria a los consejeros (art. 529 octies LSC).
7. LA REMUNERACIÓN DE LOS CONSEJEROS
El régimen general sobre remuneración de los administradores –que vimos– se completa en las sociedades cotizadas con
importantes singularidades de régimen, que en esencia buscan reforzar la capacidad de decisión y de control de los
accionistas y la transparencia de las retribuciones percibidas por los miembros del consejo.
Antes que nada, en las sociedades cotizadas se presume –en contraposición a las restantes sociedades de capital (art. 217.1
LSC)– que el cargo de administrador es retribuido (art. 529 sexdecies LSC), en atención a la responsabilidad y dedicación
que en estos casos se exige a los consejeros y a la propia realidad práctica de estas sociedades. Pero esta presunción no
exime de la necesidad de concretar el correspondiente sistema retributivo en los estatutos sociales, al requerirse –de
acuerdo con el régimen general– que los distintos conceptos retributivos de los administradores tanto «en su condición de
tales» como por «el desempeño de funciones ejecutivas» se recojan en los mismos.
La principal especialidad va referida con todo a la necesidad de que cualquier retribución percibida por los administradores
sea conforme con la «política de remuneraciones de los consejeros». La política de remuneraciones, que ha de ser acorde
con las previsiones estatutarias, debe ser aprobada por la junta general como punto separado del orden del día para su
aplicación durante un periodo máximo de tres ejercicios, a propuesta motivada del consejo de administración y previo
informe de la comisión de nombramientos y retribuciones (art. 529 novodecies LSC y disposición transitoria primera, apdo.
1, de la Ley 5/2021). Esta política debe establecer la remuneración que corresponda a los consejeros en su condición de
tales, como miembros del consejo o sus comisiones, a cuyos efectos ha de incluir –en línea con lo previsto por el art. 217.3
LSC– el importe máximo de la retribución anual que corresponda a los consejeros por este concepto y los criterios para su
distribución (art. 529 septdecies LSC); pero debe determinar también los principales elementos de la retribución que
pueda corresponder a los consejeros ejecutivos por el desempeño de funciones de esta naturaleza (cuantía máxima de la
retribución fija, parámetros de la retribución variable y criterios financieros y no financieros a los que se vincule, pagos por
terminación del contrato, etc.), de tal forma que el contrato que suscriba la sociedad con estos consejeros y que debe
aprobar el consejo –según el régimen que vimos– habrá de ajustarse necesariamente a la política de remuneraciones
aprobada por la junta (arts. 249.4 y 529 octodecies LSC).
Además, las sociedades cotizadas están obligadas a elaborar y difundir todos los años – como veremos– un informe anual
sobre remuneraciones de los consejeros (art. 541 LSC). Y deben disponer también –ya ha sido destacado– de una comisión
de nombramientos y retribuciones, a la que se atribuyen importantes funciones en este ámbito, como la de proponer al
consejo de administración la política de retribuciones de los consejeros y de los altos directivos y la retribución individual y
demás condiciones contractuales de los consejeros ejecutivos [art. 529 quindecies.3.g) de la LSC].
IV. ESPECIALIDADES EN MATERIA DE AUMENTO DE CAPITAL Y OBLIGACIONES CONVERTIBLES
1. SIGNIFICADO GENERAL
Otra materia que merece diversas especialidades de régimen para las sociedades cotizadas es la relativa a los aumentos de
capital y a la emisión de obligaciones convertibles, por la incidencia que sobre ambas operaciones de financiación tienen
tanto las características estructurales de estas sociedades, con una multitud de accionistas y pequeños inversores, como las
propias exigencias y servidumbres económicas que para las mismas se derivan del hecho de cotizar sus acciones en un
mercado de valores. Estas sociedades están necesitadas por un lado de una mayor flexibilidad, con el fin de poder ajustar
las características y el desarrollo de sus procesos de financiación a las condiciones económicas y a la volatilidad
característica de los mercados. Y por otro lado, la existencia de un precio de mercado o de cotización de las acciones, que
representa el indicador más fiable y objetivo de su valor razonable, es otra circunstancia que también condiciona
económicamente la realización de estos procesos, al forzar a las sociedades a fijar el tipo de emisión de las nuevas acciones
(o el precio de conversión de las obligaciones convertibles) por referencia a la cotización bursátil.
2. AUMENTOS DE CAPITAL
A. Derecho de suscripción preferente
En las sociedades cotizadas, los antiguos accionistas disfrutan –de acuerdo con el régimen general (art. 304.1 LSC)– del
derecho de suscripción preferente en los aumentos del capital con emisión de nuevas acciones con cargo a aportaciones
dinerarias. Pero en estas sociedades, lo cierto es que el derecho de preferencia tiene un menor significado institucional
que en las sociedades cerradas, a la vez que introduce importantes limitaciones económicas en cuanto a sus posibilidades
de financiación. En las sociedades cerradas la supresión de este derecho es una decisión que en términos generales
comporta graves riesgos, por la posibilidad de que la suscripción o asunción de las nuevas acciones o participaciones por
un tercero produzca una alteración o dilución irreversible de los porcentajes de capital poseídos por los distintos socios.
Pero en las sociedades cotizadas, los accionistas no atribuyen en su mayoría valor alguno a la concreta extensión –
generalmente infinitesimal– de sus derechos políticos, y disponen además en todo momento de la posibilidad de
reconstruir o de incrementar su participación comprando en bolsa, a un precio objetivamente fijado por el mercado. Se
añade a ello que las sociedades cotizadas que realizan aumentos con derecho de suscripción preferente se encuentran
económicamente impelidas a emitir las nuevas acciones con significativos descuentos sobre su precio de mercado, con el
fin de prevenir el riesgo de exposición al mercado durante la fase de suscripción del aumento y de incentivar a los
antiguos accionistas para el ejercicio de sus derechos y la suscripción de las nuevas acciones. Estas circunstancias
justifican la previsión legal de distintas especialidades de régimen para las sociedades cotizadas, que en términos
generales buscan flexibilizar la realización de los aumentos con derecho de suscripción preferente y las posibilidades de
exclusión de este último.
La primera finalidad se evidencia en la previsión para estas sociedades de un plazo mínimo de catorce días para el
ejercicio del referido derecho (art. 503 LSC), que contrasta con el plazo general de un mes que aplica a las restantes
sociedades (art. 305.2 LSC). Esta reducción permite a las sociedades beneficiarse de un acortamiento del plazo de
colocación del aumento y con ello reducir los riesgos económicos que para el mismo se derivan de la volatilidad de la
cotización bursátil, pues el aumento previsiblemente fracasaría –lo hemos visto– si el precio de mercado de las viejas
acciones llegara a situarse por debajo del tipo de emisión de las nuevas durante el plazo de ejercicio del derecho de
suscripción preferente.
En cuanto a la posible exclusión del derecho de suscripción preferente, se simplifica y agiliza también desde una doble
perspectiva.
Así, a diferencia del régimen común, que reserva la decisión sobre la exclusión del derecho a la junta general, en las
sociedades cotizadas se permite que ésta pueda atribuir al órgano de administración, junto a la facultad de aumentar el
capital (al amparo de la figura –ya examinada– del «capital autorizado»), la facultad adicional de suprimir el derecho de
suscripción preferente en relación a los aumentos de capital que pueda acordar, aunque solo hasta un máximo del 20%
del capital de la sociedad en el momento de la autorización (art. 506 LSC).
Y existen también importantes singularidades en cuanto al precio al que deben emitirse las nuevas acciones en caso de
exclusión del derecho. Bajo el régimen general, el tipo de emisión ha de corresponderse –como vimos– con el valor
razonable de las acciones, que en el caso concreto de las sociedades anónimas debe además ser confirmado o validado
por un informe de un experto independiente designado por el Registro Mercantil [art. 308.2. a) de la LSC]. Pero en las
sociedades cotizadas se excluye la necesidad del informe del experto independiente para los aumentos con exclusión del
derecho de suscripción preferente que se realicen por un importe inferior al 20% del capital y en los que las nuevas
acciones se emitan a su valor razonable, presumiéndose esta circunstancia siempre que las mismas se emitan con un
descuento que no exceda del 10% sobre el valor de la cotización bursátil (art. 504 LSC). Además, se permite incluso la
emisión de las nuevas acciones a un precio inferior a su valor razonable, aunque solo cuando la exclusión del derecho sea
acordada por la junta general (no por el consejo de administración); en estos casos, el informe de los administradores
deberá justificar el tipo de emisión propuesto y las razones en que se basa, al margen de requerirse en todo caso el
informe de un experto independiente (504.4 LSC).
La facultad del consejo de acordar la exclusión del derecho de suscripción preferente cuando la junta se la haya delegado,
junto a la posibilidad de prescindir del informe del experto independiente en los aumentos inferiores al 20% del capital
cuando las nuevas acciones se emitan con un descuento sobre la cotización inferior al 10%, facilitan y simplifican la
posible realización de aumentos en forma de «colocación acelerada» o « accelerated bookbuilding», que son frecuentes
en las sociedades cotizadas. En estos aumentos, la emisión de las acciones va precedida de un proceso previo de
«prospección de la demanda» entre inversores cualificados con el fin de conocer su interés por adquirir las nuevas
acciones y el precio al que lo harían, lo que permite a la sociedad fijar el tipo de emisión en el nivel que garantice la
íntegra colocación del aumento; se trata de aumentos que generalmente se cierran en un solo día y que, al reducir el
riesgo de exposición al mercado, permiten a la sociedad emitir las nuevas acciones a un precio cercano a la cotización
bursátil, con un descuento muy inferior al que es característico de los aumentos con derecho de suscripción preferente (al
margen de que estos aumentos, al colocarse exclusivamente entre inversores cualificados, no precisan de la elaboración y
registro de un folleto informativo ante la CNMV, a diferencia también de los aumentos con derecho de suscripción
preferente, lo que facilita su rápida realización y la posibilidad de aprovechar «ventanas de mercado»). De hecho, la
propia Ley otorga cobertura expresa a este mecanismo de fijación del precio, al prever que el consejo de administración
podrá determinarlo directamente o acordar el procedimiento para su determinación, «siempre y cuando sea adecuado,
de acuerdo con las prácticas aceptadas del mercado, para asegurar que el precio de emisión resultante se corresponda
con el valor razonable» (art. 505 LSC); se alude así a los procedimientos de «prospección de la demanda» o de
«bookbuilding», en los que el precio de emisión de las nuevas acciones se determina, no por anticipado, sino después de
haber sondeado a los inversores para conocer su interés real por participar en el aumento.
B. Ejecución y aumento incompleto
La regla general –que vimos– es que el acuerdo de aumento del capital y la ejecución del mismo deben inscribirse
simultáneamente en el Registro Mercantil (art. 315 LSC). Pero este principio es objeto de excepción para las sociedades
cotizadas, que bajo ciertas condiciones pueden inscribir los acuerdos de aumento antes de su ejecución (art. 508.1 LSC).
Esta previsión responde al propósito de agilizar la admisión a cotización de las acciones de nueva emisión y permitir su
negociabilidad inmediata –su liquidez– una vez cerrado el período de suscripción, al depender de la inscripción registral
del aumento la transmisibilidad de las acciones (art. 34 LSC) y la creación de las mismas en el registro de anotaciones en
cuenta (art. 7 LMVSI). De ahí que en estos casos, una vez inscrito el acuerdo de aumento y otorgada la escritura de
ejecución del mismo, las acciones puedan ser «entregadas y transmitidas» (art. 508.2 LSC), sin necesidad por tanto de
esperar a la inscripción de esta última.
En caso de suscripción incompleta de un aumento de capital, la regla en las sociedades cotizadas es que el aumento será
eficaz en la cuantía efectivamente suscrita, salvo que el acuerdo de emisión haya previsto lo contrario (art. 507 LSC). Se
trata de una regla contraria a la prevista para las sociedades anónimas no cotizadas (art. 311.1 LSC) y coincidente con la
aplicable a las sociedades de responsabilidad limitada (art. 310.1 LSC), que parece contravenir la previsión de la Directiva
(UE) 2017/1132 (art. 71). En último término la regla tiene un mero carácter dispositivo, pues la sociedad siempre puede
prever en las condiciones del acuerdo de aumento del capital si este ha de ejecutarse parcialmente o quedar sin efecto en
caso de suscripción incompleta.
C. Las acciones rescatables
Junto a las especialidades relativas a los aumentos de capital, la Ley regula también una clase especial de acciones
consistente en las acciones rescatables o redimibles, para cuya emisión se autoriza solo –por motivos inciertos– a las
sociedades anónimas cotizadas (art. 500 LSC). Estas acciones se definen en esencia por el hecho de emitirse para ser
rescatadas o amortizadas por la sociedad en unas condiciones predeterminadas, que han de establecerse en los estatutos.
Aunque todas las acciones y participaciones de una sociedad pueden ser amortizadas a través de un acuerdo de
reducción de capital (en los términos ya vistos), lo que define a las acciones rescatables es precisamente el hecho de ser
emitidas con esta característica, pues su rescate se encuentra previsto de antemano y bajo unas condiciones
predeterminadas. Todo ello supone que la aportación del accionista, y con ello el vínculo societario establecido, tiene un
carácter temporal y no indefinido, al comportar el rescate de las acciones una restitución de la inversión realizada.
Las acciones rescatables pueden servir así a una diversidad de funciones. Con carácter general, la emisión de estas
acciones se justifica para las sociedades que por las características de la actividad desarrollada tengan interés en obtener
fondos propios de forma temporal (fondos que se restituirían a los accionistas a través del rescate) o en atraer a
inversores ofreciéndoles una determinada rentabilidad (por la posibilidad de prever que el rescate se realice a un precio
prefijado). Además, la cláusula de rescate encuentra una clara justificación económica en las emisiones de acciones
privilegiadas o de acciones sin voto, pues la sociedad puede reservarse así la facultad de amortizarlas para refinanciarse,
en su caso, mediante la emisión de nuevas clases de acciones (en caso contrario, necesitaría el acuerdo mayoritario de los
titulares de las acciones que fueran a ser amortizadas, de conformidad con lo previsto en los arts. 293 y 338.2 LSC)
La principal exigencia legal consiste en la obligación de fijar las condiciones del rescate de las acciones en el acuerdo de
emisión (art. 500.1 LSC). La facultad de rescate puede reconocerse a la sociedad emisora, a los titulares de las acciones o a
ambos. Cabría también vincular el rescate al simple cumplimiento de un determinado plazo o condición. Además, entre
las circunstancias que han de preverse en el acuerdo de emisión se encuentra el precio que habrá de abonarse por las
acciones rescatadas, fijándolo de forma rígida y predeterminada o mediante cualquier otro criterio que permita
establecerlo de forma objetiva y sin necesidad de acuerdo ulterior ( v. gr., cotización bursátil en un determinado período
anterior al rescate).
La Ley se encarga también de establecer un régimen especial para la amortización de estas acciones (art. 501 LSC), que en
esencia se corresponde con la disciplina general –que ya hemos visto– de la reducción de capital.
3. OBLIGACIONES CONVERTIBLES
En relación con las obligaciones convertibles, la Ley establece también algunas especialidades de régimen para las
sociedades cotizadas, que en lo sustancial se corresponden con las previstas para los aumentos de capital (lo que no es de
extrañar, al comportar la emisión de obligaciones convertibles un aumento de capital indirecto en caso de ejercicio del
derecho de conversión).
Por un lado, para las emisiones que no alcancen –atendiendo al número máximo de acciones que puedan emitirse en
función del tipo de conversión– el 20% del capital social se elimina la necesidad del informe de un experto independiente
sobre las bases y modalidades de la conversión que se exige con carácter general en cualquier emisión de obligaciones
convertibles, pero también –al igual que en los aumentos de capital– el informe de experto específicamente requerido para
los supuestos de exclusión del derecho de suscripción preferente (art. 510 LSC).
Y por otro lado, en correspondencia también con lo previsto para las ampliaciones de capital, se permite que la decisión
sobre la exclusión del derecho de suscripción preferente sea adoptada por el consejo de administración, cuando la junta
general le delegue dicha facultad junto a la propia facultad de emisión, aunque solo hasta un límite del 20% del capital
sumando las acciones que puedan emitirse indirectamente a través de las obligaciones convertibles con las acciones que el
consejo pueda emitir también sin derecho de suscripción preferente al amparo de la delegación equivalente para aumentar
el capital (art. 511 LSC).
De hecho, lo habitual en las emisiones de obligaciones convertibles realizadas por sociedades cotizadas es que las mismas
se realicen con exclusión del derecho de suscripción preferente, al tratarse de valores de cierta complejidad financiera que
no suelen ser apropiados para pequeños accionistas y que por lo general se colocan –tras un proceso de « bookbuilding» o
de «prospección de la demanda»– entre inversores altamente especializados.
V. INSTRUMENTOS DE INFORMACIÓN
1. PÁGINA WEB
La existencia de una página web corporativa, que con carácter general es facultativa para el conjunto de las sociedades de
capital, constituye una obligación para las sociedades cotizadas (art. 11 bis.1). En la página web deben incluirse numerosas
informaciones sobre la propia sociedad, como –entre otras– los estatutos sociales, los reglamentos de junta y del consejo,
los informes de gobierno corporativo y de remuneraciones de los consejeros, la información financiera periódica, las
informaciones privilegiadas y relevantes comunicadas a la CNMV, las participaciones significativas y la autocartera ( v. Orden
ECC/461/2013 y Circular 3/2015 de la CNMV), o el periodo medio de pago a los proveedores (disp. adic. 3.ª de la Ley
15/2010). Y debe incluir también –lo hemos visto– una extensa información sobre las juntas generales, incluyendo el
anuncio de convocatoria, las propuestas de acuerdo, los informes de administradores, auditores y expertos independientes,
los formularios para el voto a distancia o la delegación del voto, etc.
En la página web debe habilitarse también un «foro electrónico de accionistas», con el fin de facilitar con carácter previo a
la celebración de las juntas generales la comunicación entre los accionistas y las asociaciones voluntarias que puedan
constituir (v. art. 539.2 LSC). La Ley se ocupa de estas posibles asociaciones de accionistas, que pueden constituirse con el
fin de ejercer la representación de los accionistas en las juntas generales y los demás derechos que corresponden a éstos
(art. 539.4 LSC).
2. INFORMES DE GOBIERNO CORPORATIVO Y DE REMUNERACIONES DE CONSEJEROS
Las sociedades cotizadas están obligadas a elaborar y hacer público todos los años un denominado informe anual de
gobierno corporativo (art. 540 LSC). Este informe debe ser objeto de comunicación a la CNMV, para su difusión al público,
como información relevante, e incluirse también en el informe de gestión que integra las cuentas anuales (art. 538 LSC) y en
la página web de la sociedad. La finalidad del informe es esencialmente informativa, al tener como finalidad informar a los
accionistas y al conjunto de los inversores sobre las principales circunstancias y prácticas de la sociedad en materia de
gobierno corporativo. El contenido del informe abarca cuestiones como la estructura de propiedad de la sociedad
(participaciones significativas, participaciones de los consejeros, etc.), posibles restricciones del voto (limitaciones
estatutarias o restricciones de carácter regulatorio), estructura y composición del consejo de administración y de sus
comisiones (identidad de los consejeros, cargos, criterios de diversidad, etc.), entre otras muchas materias. Pero es también
en el informe donde las sociedades deben explicar el grado de seguimiento de las recomendaciones del Código de buen
gobierno de las sociedades cotizadas y, en su caso, los motivos para la falta de cumplimiento de las mismas, de acuerdo con
el principio –que vimos– de «cumplir o explicar» que preside dichas recomendaciones (sobre el contenido y estructura del
informe, v. art. 510.4 LSC, Orden ECC/461/2013 y Circular 5/2013 de la CNMV).
Las sociedades cotizadas deben elaborar y difundir igualmente todos los años –como vimos– un informe anual sobre
remuneraciones de los consejeros (art. 541 LSC). Este informe debe también comunicarse como información relevante a la
CNMV para su difusión al público e incluirse tanto en el informe de gestión (art. 538 LSC) como en la web de la sociedad.
Pero además, a diferencia del informe de gobierno corporativo, debe someterse a votación de la junta general de
accionistas como punto separado del orden del día, aunque solo con carácter consultivo (art. 541.4 LSC); la falta de
aprobación del informe, en todo caso, comportaría que la sociedad solo pudiera seguir aplicando la política de
remuneraciones de los consejeros que estuviera en vigor hasta la siguiente junta general [art. 529 novodecies.7.b) LSC],
junta en la que se vería obligada por tanto a aprobar una nueva política. El informe sobre remuneraciones debe incluir una
información exhaustiva sobre todas las retribuciones percibidas por los consejeros «en su condición de tales» y por el
desempeño de funciones ejecutivas, incluyendo la remuneración total devengada por todos los consejeros pero también
información detallada sobre la remuneración recibida por cada uno de éstos a título individual, así como sobre los distintos
sistemas retributivos aplicados (v. art. 541.5 LSC, Orden ECC/461/2013 y Circular 4/2013 de la CNMV).
3. INFORMACIÓN SOBRE OPERACIONES VINCULADAS
La Ley somete la aprobación de las operaciones vinculadas –lo hemos visto– a un régimen especial de aprobación (art. 529
duovicies LSC), con el fin de desactivar los riesgos que se derivan de la situación de conflicto de interés que las caracteriza.
Pero somete además estas operaciones a un régimen específico y reforzado de publicidad, que no tiene alcance general y
rige solo para aquellas cuyo valor supere determinados umbrales cuantitativos. A diferencia de la obligación impuesta por la
normativa contable de informar de las principales operaciones vinculadas en la memoria de las cuentas anuales (art.
260.16.ª LSC), que opera a posteriori y que disfruta por ello de escasa eficacia preventiva, dicho régimen obliga a la
sociedad a anunciar públicamente las referidas operaciones «a más tardar en el momento de su celebración», a través de
su página web y mediante una comunicación a la Comisión Nacional del Mercado de Valores, con información sobre la
naturaleza de la operación, la identidad de la parte vinculada, el valor o importe de la contraprestación y cualquier otra
información que permita valorar si la misma es «justa y razonable» desde la perspectiva de la sociedad y del conjunto de los
accionistas, acompañando además el informe previo de la comisión de auditoría (art. 529 unvicies LSC). Esta publicidad,
además de sus efectos disuasorios en relación con la posible celebración de operaciones que pudieran no responder al
verdadero interés de la sociedad, se presenta también como un instrumento orientado a facilitar las posibilidades de
control y en su caso de reacción por parte de los accionistas.
4. EL RÉGIMEN DE PUBLICIDAD DE LOS PACTOS PARASOCIALES
En las sociedades cotizadas, es posible como en cualquier otra sociedad que los accionistas suscriban entre ellos acuerdos
de socios o pactos parasociales, regulando cuestiones relativas al ejercicio de sus derechos en la sociedad. Estos acuerdos
producen los efectos generales que les son propios, en el sentido de vincular solo a quienes los suscriben y de no ser
oponibles a la sociedad (art. 29 LSC). Pero sin perjuicio de ello, en las sociedades cotizadas los pactos parasociales se
someten a un régimen especial de publicidad, orientado a que los socios e inversores puedan conocer las posiciones
significativas o de control de la sociedad fundadas, no en la titularidad directa de acciones (de lo que informa el régimen de
participaciones significativas previsto en el art. 105 LMVSI y en el RD 1362/2007), sino en simples acuerdos de naturaleza
contractual entre varios accionistas. Ello explica que los deberes de publicidad alcancen, no a cualquier clase de acuerdo o
pacto parasocial entre accionistas, sino solamente a los «que incluyan la regulación del ejercicio del derecho de voto en las
juntas generales», por su capacidad para afectar al proceso de decisión y de formación de mayorías en la sociedad, y a
aquellos «que restrinjan o condicionen la libre transmisibilidad de las acciones» (art. 530.1 LSC), dado que éstos pueden
incidir también sobre las posibilidades de adquisición o de transmisión del control dentro de la sociedad.
La celebración, prórroga o modificación de cualquier pacto parasocial con este contenido debe comunicarse a la propia
sociedad y a la Comisión Nacional del Mercado de Valores y publicarse como información relevante, debiendo depositarse
el correspondiente documento en el Registro mercantil (art. 531 LSC). La falta de cumplimiento de estos deberes de
publicidad se sanciona con la ineficacia del pacto parasocial, que no produciría efecto alguno sobre las referidas materias
(art. 533 LSC).
VI. LAS SOCIEDADES COTIZADAS CON PROPÓSITO PARA LA ADQUISICIÓN (SPACS)
Las SPACs o «Special Purpose Acquisition Companies » son una modalidad singular de sociedad cotizada, que ha merecido
un reciente reconocimiento legal en nuestro ordenamiento bajo la denominación de «Sociedad cotizada con propósito para
la adquisición» (art. 535 bis y sigs. de la LSC, introducidos por la Ley 6/2023, de los Mercados de Valores y de los Servicios
de Inversión). Se trata de sociedades de nueva creación que no realizan ningún tipo de actividad económica o empresarial y
que salen a Bolsa a los solos efectos de recabar financiación de los inversores, con el fin de destinar posteriormente los
fondos obtenidos a la realización de una operación de adquisición o de fusión con otra sociedad operativa, cuya identidad
se desconoce en el momento inicial. Esta última circunstancia, y el hecho de que la SPAC no desarrolle ninguna actividad
previa, justifican que sus promotores o « sponsors» suelan ser gestores reconocidos y con una sólida reputación en una
determinada industria o sector económico, capaces de concitar y de atraer el interés de los inversores. La operación de
adquisición o fusión a realizar por la SPAC (la generalmente conocida como « business combination» o «de-SPAC») se
presenta además como una forma indirecta para que la sociedad adquirida, que generalmente no es cotizada, pase a
negociar sus acciones en un mercado regulado o SMN a través de la propia SPAC, lo que puede contribuir a simplificar el
proceso tradicional de la salida a Bolsa.
Estas características se recogen en la definición de «Sociedad cotizada con propósito para la adquisición» que proporciona
la LSC: se trata de una sociedad constituida «con el objeto de adquirir la totalidad de una participación en el capital de otra
sociedad o sociedades», ya sea por compraventa, fusión, escisión u otras operaciones análogas, «y cuyas únicas actividades
hasta ese momento sean la oferta pública de valores inicial, la solicitud de admisión a negociación y las conducentes a la
adquisición» (art. 535 bis.1).
La operación de fusión o adquisición tiene que realizarse en un plazo máximo que han de prever los estatutos, que
legalmente ha de ser inferior a 36 meses, aunque el mismo puede ser extendido –con los requisitos propios de cualquier
modificación de estatutos– 18 meses adicionales (art. 535 bis.4). Lo característico, además, es que la operación de
adquisición requiere la aprobación de la junta general (art. 535 bis.1 LSC). Y una vez aprobada la adquisición, pero también
en caso de falta de realización de la misma dentro del plazo estatutario o de extensión de este último, todos los accionistas
–con independencia del sentido de su voto– tienen el derecho a solicitar el reembolso o rescate de su inversión. A estos
efectos, la LSC prevé distintos mecanismos de reembolso, como el reconocimiento de un derecho estatutario de
separación, la emisión de acciones rescatables o la realización de una reducción de capital mediante la adquisición de las
propias acciones para su amortización, con algunas especialidades respecto del régimen general de cada uno de ellos (art.
535 ter LSC). Y una vez formalizada, en su caso, la operación de adquisición o de fusión, dejan de aplicarse las
especialidades de régimen propias de las SPAcs, en el sentido de que la sociedad quedará sujeta a partir de ese momento al
régimen ordinario de cualquier otra sociedad cotizada.
LECCIÓN 28 LAS SOCIEDADES PROFESIONALES
Sumario: I. Introducción. Las principales fórmulas asociativas profesionales 1. Sociedades de o entre profesionales 2.
Sociedades de intermediación profesional 3. Sociedades de servicios profesionales 4. Sociedades profesionales en sentido
estricto
II. Las sociedades profesionales 1. Definición legal 2. Sujeción obligatoria a la ley 3. La libertad de elección del tipo
III. Especialidades del régimen legal 1. El objeto social 2. Composición subjetiva profesional 3. La denominación social 4.
Requisitos de forma y publicidad
IV. Estatuto jurídico del socio profesional 1. Identificación permanente de los socios profesionales 2. La obligación de aportar
la actividad profesional 3. La intransmisibilidad de la condición de socio profesional 4. Régimen de participación de los socios
en los beneficios y pérdidas de la sociedad 5. Sistema de promoción profesional 6. Régimen de responsabilidad
V. Separación y exclusión de los socios profesionales 1. Separación 2. Exclusión 3. Importe de la cuota de liquidación del socio
separado o excluido

I. INTRODUCCIÓN. LAS PRINCIPALES FÓRMULAS ASOCIATIVAS PROFESIONALES


La actividad profesional ha sido concebida tradicionalmente como una actividad individual y el derecho de los profesionales
ha sido el derecho de profesional individual. No es de extrañar por ello que las notas que configuran la concepción clásica
del profesional tales como, el carácter personalizado de la profesión, la necesidad de titulación y colegiación, el ejercicio
independiente o la responsabilidad personal de los profesionales, tomen como presupuesto el ejercicio individual de la
profesión.
La figura del profesional que ejerce individualmente su actividad no ha desaparecido. Sin embargo, resulta evidente que,
desde hace años, la prestación de servicios profesionales por organizaciones colectivas constituye una de las tendencias
más acentuadas en el mercado de estos servicios. El origen de esta evolución se encuentra en la creciente complejidad de
las actividades profesionales y en las ventajas que se derivan de la especialización y división de trabajo.
En el marco de esta generalizada tendencia a la utilización de fórmulas asociativas para el ejercicio de la actividad
profesional se promulgó la Ley 2/2007, de 15 de marzo, de sociedades profesionales (LSP) que posibilita a los profesionales
la constitución de sociedades para el ejercicio colectivo de su profesión dotándolas de un régimen jurídico adecuado a sus
particularidades. Como se señala en la propia Exposición de Motivos, el objeto de la Ley es « posibilitar una nueva clase de
profesional colegiado, que es la propia sociedad profesional, mediante su constitución con arreglo a esta Ley e inscripción
en el Registro de Sociedades Profesionales del Colegio Profesional correspondiente».
Con todo, ha de advertirse que la sociedad profesional no es la única manifestación del fenómeno de agrupación
profesional. Son muchas las estructuras organizativas que permiten a los profesionales desarrollar su actividad en
cooperación o colaboración con otros profesionales. Y cada una de las formas de organización plantean al Derecho de
Sociedades problemas diferentes, por lo que resulta esencial identificar cuál de todas ellas es la sociedad objeto de
regulación por la Ley (la «sociedad profesional» o sociedad profesional en sentido estricto) y qué otras fórmulas asociativas
quedan excluidas de su régimen jurídico por no tener la consideración de sociedades profesionales en el sentido de la Ley.
1. SOCIEDADES DE O ENTRE PROFESIONALES
Una primera categoría está constituida por las que se han dado en llamar sociedades de o entre profesionales. Con ello se
hace referencia a sociedades integradas por socios profesionales (abogados, médicos, arquitectos, etc.) que se asocian con
la finalidad en facilitar el ejercicio individual de cada uno de sus miembros. Típicamente se constituyen como sociedades
internas estructuradas como una mera relación obligatoria entre los socios profesionales en las que ejercicio profesional se
realiza en todas ellas a título individual, esto es, los resultados de la actividad profesional se imputan directamente a los
profesionales actuantes y no a la sociedad a la que se priva de relevancia ad extra (v. Lección 15).
Lo que distingue unas sociedades entre profesionales de otras es la finalidad práctica o causa objetiva de su constitución.
Así las denominadas sociedades de medios se constituyen con el objeto de poner en común y compartir los medios
materiales y personales necesarios (inmuebles, oficinas, equipos, personal auxiliar, etc.) para el desempeño individual de la
profesión permitiendo a los profesionales obtener las ventajas de escala derivadas de la utilización conjunta de dichos
medios. A ellas se refiere, por ejemplo, el artículo 35.3 del Estatuto General de la Abogacía que autoriza a los abogados « a
compartir locales, instalaciones, servicios u otros medios con otros profesionales de la Abogacía, manteniendo la
independencia de sus bufetes y sin identificación conjunta ante los clientes».
El que en la normalidad de los casos las sociedades de medios se constituyan como sociedades internas no significa que no
puedan hacerlo como sociedades externas, dotadas de personalidad jurídica (v. Lección 15). Dentro de nuestro
ordenamiento el tipo societario más idóneo para facilitar la actividad individual de quienes ejerzan profesiones liberales es
la Agrupación de Interés Económico, cuya finalidad es precisamente facilitar el desarrollo o mejorar la actividad de sus
socios (art. 2.1 LAIE), realizando exclusivamente una actividad económica auxiliar respecto del ejercicio individual de sus
miembros (art. 3.1 LAIE).
En la práctica de algunas profesiones es muy frecuente que las sociedades de medios entre profesionales se constituyan,
además, como sociedades de comunicación de ganancias para, además de los gastos, compartir los resultados prósperos
y adversos que resulten del ejercicio individual de sus miembros. Tal es el caso de los «despachos convenidos» entre
notarios (art. 42 del Reglamento Notarial). Como sucede con la mayoría de las sociedades de medios nos encontramos, de
nuevo, ante una sociedad interna cuya regulación se encuentra en las normas generales del Código civil (v. Lección 15).
2. SOCIEDADES DE INTERMEDIACIÓN PROFESIONAL
Cuando se habla de sociedades de intermediación suele hacerse referencia a sociedades que sin tener por objeto el
ejercicio de la profesión son «más bien mediadoras, en el sentido de no proporcionar al solicitante la prestación que está
reservada al profesional, sino servir de intermediaria» (RDGRN de 2 de junio de 1986).
Aunque en la práctica apenas existen sociedades dedicadas a actuar como mediadoras en el ámbito profesional, lo cierto es
que el recurso a esta fórmula de intermediación prolifera desde hace años como una estratagema de los particulares para
evitar la aplicación de la Ley de sociedades profesionales al estar expresamente excluidas de su ámbito de aplicación ( v.
Exposición de Motivos).
3. SOCIEDADES DE SERVICIOS PROFESIONALES
Una tercera categoría es la formada por las que, de forma descriptiva, se han dado en llamar sociedades de producción de
servicios profesionales, o más recientemente,
sociedades cuasiprofesionales. Se trata de sociedades cuyo objeto social consiste en la prestación de servicios
profesionales en el mercado (son objetivamente profesionales) pero sin servirse para ello de sus socios ( subjetivamente
no profesionales) sino de profesionales empleados o contratados a tal efecto por la sociedad.
Ejemplos de este tipo son multitud de sociedades que se dedican a la prestación de servicios médicos en las que los
propietarios de los edificios e instalaciones son «socios inversores» (que no ostentan título facultativo alguno) que ofrecen
y prestan los servicios a los que se dedica la entidad a través de los facultativos y el personal sanitario correspondiente. ( v.
SAP de Barcelona (secc. 15.ª) de 30 de noviembre de 2017).
Otra variedad dentro de este grupo lo constituyen sociedades de capital de estructura compleja que ofrecen servicios
relacionados con el sector industrial (energía, electricidad, telecomunicaciones, etc.) y con la construcción de grandes obras
(como autopistas, carreteras, líneas férreas, aeropuertos, instalaciones industriales, promoción inmobiliaria, etc.) para cuya
realización es necesario, solo en algunos de sus aspectos, la participación de profesionales titulados y colegiados
(fundamentalmente ingenieros), adquiriendo la actividad profesional un mero carácter instrumental (no principal) respecto
al complejo objeto social dentro del cual se inserta. (RDGSJFP de 3 de enero de 2022).
Asimismo, dentro de esta tercera categoría se encuadrarían también multitud de sociedades de capital que prestan
asesoramiento jurídico a sus clientes en el sector económico o comercial al que se dedican; asesoramiento que es prestado
por los abogados integrados en los departamentos jurídicos de estas empresas y que están contratados, en la generalidad
de los casos, bajo un régimen laboral o de colaboración. Un buen ejemplo de este tipo lo ilustran, entre muchas, las
compañías de seguros.
4. SOCIEDADES PROFESIONALES EN SENTIDO ESTRICTO
Junto a las recién indicadas se sitúan las sociedades profesionales en sentido estricto. En términos generales se trata de
sociedades cuyo objeto es la prestación de servicios profesionales a través del ejercicio en común de la profesión por sus
socios. Los tres elementos característicos que las distinguen de las otras formas de agrupación profesionales son los
siguientes:
a) Se trata de sociedades externas dotadas de personalidad jurídica (v. Lección 15). En esto se diferencian de las
sociedades de medios y de comunicación de ganancias.
b) Son sociedades objetivamente profesionales en el sentido de que su objeto social consiste en la prestación de servicios
profesionales en el mercado. En esto se diferencian de las sociedades de intermediación que se limitan a actuar como
simples mediadoras en la prestación de estos servicios.
c) Son también sociedades subjetivamente profesionales pues están compuestas por socios profesionales cuya obligación
principal consiste en la aportación de su actividad profesional a la sociedad con la finalidad de prestarla conjuntamente
a terceros. En esto se diferencian de las sociedades de servicios profesionales en las que, como se ha advertido, la figura
de sus socios (inversores no profesionales) no coincide con la de los prestadores de la actividad profesional (contratados
o empleados de la sociedad).
De la amplia variedad fenomenológica asociada al sector de los servicios profesionales, la Ley de sociedades profesionales
se ocupa únicamente de la regulación de las sociedades profesionales disponiendo para ellas del régimen jurídico societario
que veremos a continuación.
II. LAS SOCIEDADES PROFESIONALES
1. DEFINICIÓN LEGAL
La Ley comienza con una definición legal de la figura señalando en su artículo 1 que se trata de «sociedades que tienen por
objeto social el ejercicio en común de una actividad profesional».
A los efectos de la Ley, se entiende por «actividad profesional» aquella que únicamente puede ser llevada a cabo por
personas que cuentan con una específica cualificación profesional demostrada por la posesión de una titulación
universitaria oficial y la inscripción obligatoria en un Colegio profesional. Esto es, actividades para cuyo ejercicio existe una
«reserva de actividad» (como son la abogacía, medicina, arquitectura, etc.). A estos efectos, la consultoría y gestoría no son
actividades profesionales (RRDGSJFP de 10 de marzo de 2021 y de 14 de febrero de 2022).
Por su parte, hay «ejercicio en común» de una actividad profesional «cuando los actos propios de la misma sean ejecutados
directamente bajo la razón o denominación social y le sean atribuidos a la sociedad los derechos y obligaciones inherentes
al ejercicio de la actividad profesional como titular de la relación jurídica establecida con el cliente» (art. 1.1 in fine LSP).
Que el legislador se haya centrado en el aspecto objetivo de la sociedad profesional al referir la imputación de la actividad
profesional a la propia sociedad resulta comprensible. Antes de la promulgación de la Ley el ejercicio societario de la
profesión se contemplaba con cierta sospecha por la supuesta incompatibilidad de la personificación jurídica con los rasgos
que configuran el estatuto jurídico de los profesionales liberales; rasgos que se venía entendiendo sólo podían predicarse
de individuos personas físicas y no de sociedades (RDGRN 2 de junio de 1986, 23 de abril de 1993, y 26 de mayo de 1995).
La consagración legal de las sociedades profesionales como sociedades externas dotadas de personalidad jurídica ha sido la
forma de superar definitivamente los obstáculos y las reticencias que tradicionalmente se venían oponiendo contra la
admisibilidad de esta clase de sociedades.
Más allá de este reconocimiento legal, lo que tampoco debe ofrecer duda es que la expresión «ejercicio en común»
proviene precisamente de que se trata de sociedades
subjetivamente profesionales en las que la actividad profesional que se imputa a la sociedad profesional proviene
precisamente de la aportación de actividad que realizan sus socios profesionales a la sociedad en ejecución de su deber
societario de contribuir a la consecución del fin común (art. 1665 CC). En este sentido la configuración de estas sociedades
como subjetivamente profesionales constituye también un presupuesto conceptual básico de la figura. Así se estipula de
forma expresa en otros artículos de la Ley (art. 4 y 17.2 LSP) y es también el presupuesto de hecho que inspira buena parte
del régimen jurídico de las sociedades profesionales construido precisamente a partir de la aportación de actividad
profesional de sus socios profesionales a la sociedad.
2. SUJECIÓN OBLIGATORIA A LA LEY
La «actividad profesional» y el «ejercicio en común» son requisitos imperativos que obligan a los socios a sujetarse a las
prescripciones de la Ley. Así lo dispone el legislador en la propia definición legal cuando indica que «las sociedades que
tengan por objeto social el ejercicio en común de una actividad profesional deberán constituirse como sociedades
profesionales a efectos de esta ley».
La importancia de la delimitación del concepto se comprende bien si se observan, además, las consecuencias legales de su
incumplimiento. Las sociedades que, con arreglo a los requisitos legales, deban considerarse profesionales a efectos de esta
Ley y no se constituyan como tales (o habiéndose constituido con anterioridad a la entrada en vigor de esta Ley no se
hubieran adaptado en tiempo y forma a la misma) se considerarán disueltas de pleno derecho debiendo los registradores
cancelar de oficio sus asientos registrales (Disposición Transitoria 1.ª LSP). Como se ve, se trata de una sanción
extraordinariamente grave que justifica la importancia de la correcta delimitación conceptual de la figura.
Naturalmente, la consideración de sociedad profesional a los efectos de la Ley no impide el reconocimiento y viabilidad
jurídica de otros fenómenos asociativos profesionales constituidos con una estructura y finalidades diferentes que queden
fuera de la regulación legal (v. supra I). Así sucede con las sociedades de medios, las sociedades de comunicación y
ganancias y las sociedades de intermediación, expresamente excluidas en la Exposición de Motivos del ámbito de aplicación
de la Ley.
Asimismo, y aunque es una cuestión controvertida ( cfr. STS de 18 de julio de 2012) tampoco son sociedades profesionales
en el sentido de la Ley las sociedades de servicios profesionales (v. supra I.3) dado que en ellas la actividad profesional
desarrollada por la sociedad no es el producto de la aportación de sus socios (no profesionales) a la sociedad, sino
resultado de la prestación de la actividad profesional realizada por profesionales contratados o empleados de la sociedad.
(v. SAP de Barcelona (secc. 15.ª) de 30 de noviembre de 2017, RDGRN de 12 de junio de 2019 y RDGSJFP de 3 de enero de
2022).
3. LA LIBERTAD DE ELECCIÓN DEL TIPO
En cuanto al régimen jurídico aplicable, lo primero que ha de advertirse es que las sociedades profesionales no constituyen
un tipo societario especial creado ad hoc el ejercicio colectivo de la profesión. La Ley de sociedades profesionales permite
que los profesionales se acojan a cualquiera de los tipos legales que conoce nuestro ordenamiento.
A primera vista, de todas las estructuras societarias disponibles, las más idóneas para el ejercicio de una profesión son las
propias de las sociedades de personas: en particular, la sociedad civil, reconocida expresamente por nuestro legislador
como prototipo social para «el ejercicio de una profesión o arte» (art. 1678 CC) y también la sociedad colectiva (arts. 125 y
ss. C de C). Las razones no se esconden. El carácter intuitu personae con el que legislativamente aparecen configuradas, se
encuentra en perfecta sintonía con el carácter personal que define la prestación de servicios profesionales. Además, la
consideración típica de las sociedades profesionales como comunidades de trabajo entre sus socios permiten articular de
forma más simple y directa la que constituye principal aportación en estas sociedades: la prestación de actividad
profesional de sus socios. La especial adecuación del régimen aplicable a las sociedades de personas se manifiesta, entre
muchas cuestiones, en el llamamiento de todos los socios para ejercer la administración (v., art. 1695 CC y art. 129 C de C);
en el régimen de modificación subjetiva del mismo con la disolución por muerte, incapacitación o concurso de todos los
socios (art. 1700 CC y art. 222 C de C); en el régimen de intransmisibilidad de la condición de socio sin que preceda el
consentimiento unánime de los socios (art. 143 C de C); en la responsabilidad personal e ilimitada de todos los socios (art.
1698 CC y art. 127 C de C), etc. Todas ellas son reglas que reflejan lo que tradicionalmente se han venido considerando
como las expectativas típicas de quienes forman una sociedad profesional.
Mayores problemas de adaptación al ejercicio en común de la profesión presentan las sociedades de capitales (sociedades
anónimas y sociedades limitadas). Y ello porque los principios que inspiran la regulación de sociedades de estructura
corporativa, en especial la de sociedades anónimas, se encuentran muy alejados de los que informan el ejercicio de la
actividad profesional (v. Lecciones 17 y 19). En este sentido no parece necesario recordar que, en las sociedades anónimas,
la atribución de la posición de socio se articula sobre la aportación de capital, y no sobre las condiciones personales de los
socios. Y que, junto a su constitución intuitu pecuniae, estas sociedades se configuran con un carácter abierto
manifestado en el principio de libre transmisibilidad de las acciones lo que, unido a la posibilidad de emisión de acciones al
portador, permite que la composición pueda cambiar de manera opaca. A ello debe añadirse que en las sociedades
anónimas y, también en las sociedades limitadas, ley asume como punto de partida que la gestión no sea encomendada,
por principio, a los socios y que el régimen de limitación de responsabilidad de sus socios encuentra, a priori, difícil encaje
con la responsabilidad personal de los profesionales consustancial al ejercicio de la actividad profesional.
Con todo, como se ha advertido, el legislador extiende al máximo la posibilidad de elección de los tipos societarios por los
profesionales, incluidas las sociedades de capitales. La generalización de estas sociedades en el tráfico y el interés mostrado
por los profesionales por acogerse a estos tipos societarios parecen haber influido en el reconocimiento legal de esta
libertad de elección. Así se explica en la Exposición de Motivos de la Ley cuando se señala que uno de sus objetivos
fundamentales ha sido tratar de asegurar la flexibilidad organizativa de las sociedades profesionales con la finalidad de
facilitar y garantizar la competitividad del sector profesional en el mercado.
Ahora bien, partiendo de la regla de la libre elección del tipo, la especialidad del régimen de sociedades profesionales
consiste precisamente en la intervención del legislador en aquellos aspectos del régimen jurídico de cada uno de los tipos
societarios (de personas y, sobre todo, del tipo de sociedades de capital) que ha considerado necesitaban de una
adaptación en atención a la cualificación profesional de esta clase de sociedades, siéndoles de aplicación, en el resto, el
régimen del tipo societario escogido (art. 1.3 LSP). Lo anterior significa que, por ejemplo, una sociedad limitada profesional
(que es el tipo societario más frecuente en la práctica profesional) se regirá por las disposiciones contenidas en la Ley de
sociedades profesionales y, supletoriamente, por las disposiciones previstas para las sociedades limitadas en la Ley de
Sociedades de Capital Conforme a lo que el propio legislador señala en la Exposición de Motivos de la Ley, las
especialidades normativas del régimen legal de las sociedades profesionales se manifiestan en dos órdenes de
consideraciones distintas.
Por una parte, de conformidad con su propósito de asegurar la flexibilidad organizativa de las sociedades profesionales, la
Ley reconoce amplios poderes de configuración a la autonomía privada de los socios. Este reforzamiento de la libertad
contractual se comprueba, sobre todo, en relación con el régimen de las sociedades de capitales en las que se flexibilizan
algunos aspectos del régimen jurídico de las sociedades anónimas y limitadas reconociendo expresamente su carácter
dispositivo en el caso de su aplicación a los socios profesionales.
Por otra parte, en garantía de terceros, el legislador introduce numerosas normas cuya finalidad última es tratar de
asegurar la conexión de las sociedades profesionales con los correspondientes Colegios Profesionales y sus ordenamientos
corporativos con el objetivo de asegurar el cumplimiento de las normas y principios deontológicos propios de la profesión.
Estos dos grandes objetivos que inspiran la regulación legal se concretan en las especiales normativas que se explican a
continuación.
III. ESPECIALIDADES DEL RÉGIMEN LEGAL
1. EL OBJETO SOCIAL
Las primeras normas especiales de las sociedades profesionales afectan a la propia definición del objeto social de estas
sociedades. Por una parte, el legislador establece una regla de exclusividad profesional al disponer que «las sociedades
profesionales únicamente podrán tener por objeto el ejercicio en común de actividades profesionales». Naturalmente la
reserva de la sociedad profesional para el ejercicio de actividades profesionales no impide que puedan desarrollar
cualesquiera otras actividades de gestión, mediación, asesoramiento, consulta, información, etc., que tengan conexión con
el núcleo de su objeto profesional (art. 2 LSP). (cfr. RDGSJFP de 14 de junio de 2021).
En todo caso, el carácter exclusivamente profesional de estas sociedades no constituye un obstáculo para la posibilidad de
constituir sociedades profesionales multidisciplinares. Dentro de ellas cabrían no solo aquellas compuestas por miembros
de una misma profesión con especialidades diferentes –por ejemplo, una sociedad de médicos constituida entre un
radiólogo y un traumatólogo–, sino también aquellas formadas por profesionales de disciplinas diversas –por ejemplo, una
sociedad constituida por ingenieros y arquitectos–. La admisibilidad de las sociedades multidisciplinares se sujeta a una
condición: que el desempeño conjunto de las profesiones no se haya declarado incompatible por rango de norma legal (art.
3 LSP).
En el caso de la abogacía y la procura, y como excepción a la regla legal de la incompatibilidad del ejercicio simultáneo de
ambas actividades por un mismo profesional ( v. Ley 15/2021, de 23 de octubre por la que se modifica la Ley sobre el
acceso a las profesiones de Abogado y Procurador y la Ley de sociedades profesionales ) la Ley autoriza expresamente la
constitución de sociedades profesionales cuyo objeto social consista en la prestación de servicios jurídicos integrales de
defensa y representación, admitiendo en ellas como socios profesionales tanto a abogados como a procuradores
(Disposición adicional 8.ª LSP). Las razones que justifican esta excepción legal se justifican por las ventajas económicas
anudadas a la especialización y división de trabajo, ventajas que se aprovechan no solo por los abogados y procuradores
que deciden constituirlas, sino también por los clientes que contratan con las mismas ( v. Exposición de Motivos de la Ley
15/2021). En todo caso, el legislador modera el alcance de la admisibilidad de estas sociedades de prestación de servicios
integrales de defensa y representación disponiendo que la sociedad deberá adoptar las medidas necesarias para asegurar la
autonomía y el ejercicio independiente de ambas profesiones e inscribirse en los registros de sus respectivos Colegios
profesionales.
2. COMPOSICIÓN SUBJETIVA PROFESIONAL
A) Los socios
En línea con los objetivos indicados en la Exposición de Motivos de la Ley, la norma que regula la composición subjetiva
de las sociedades profesionales se inspira en un criterio liberal matizado con ciertas medidas en garantía de la integridad
profesional de la sociedad. El criterio liberal se traduce en la admisibilidad de las llamadas sociedades profesionales
mixtas, compuestas por profesionales y por socios de capital. Ello puede resultar de especial interés para facilitar la
financiación económica de ciertas firmas profesionales que requieran importantes inversiones de capital (como pueden
ser, entre otras, las sociedades médicas, de ingenieros, etc.).
Por su parte, el carácter profesional de la sociedad se concreta en dos exigencias legales. La primera es que la sociedad
profesional únicamente puede prestar las actividades profesionales que constituyan su objeto social a través de personas
debidamente habilitadas para el ejercicio de la profesión (art. 5.1 LSP), impidiendo con ello el intrusismo profesional. La
segunda estriba en la exigencia de que el control de propiedad y de la mayoría de los derechos de voto esté siempre en
manos de los socios profesionales (art. 4.2 LSP). En las sociedades profesionales de capital, el cumplimiento de estos
requisitos estructurales se controla individualizando en el Registro Mercantil las acciones y participaciones sociales
atribuidas a los socios profesionales (art. 23.d LSC).
En cuanto a quienes pueden tener la condición de socio-profesional, interesa poner de relieve que, en el caso de las
personas físicas, el legislador exige no solo que los profesionales ostenten la pertinente cualificación profesional y
colegial; requiere también que ejerzan su profesión en el seno de la sociedad. Esto es, se exige la condición de colegiado y
ejerciente en la sociedad, lo que confirma que en las sociedades profesionales la prestación de la actividad profesional a
la sociedad constituye la principal aportación de sus socios (v. supra IV.2).
B) Los administradores
El control del órgano de administración debe hallarse igualmente en manos de socios profesionales. Esto quiere decir
que, como mínimo, la mitad más uno de los miembros del órgano de administración de las sociedades profesionales
deben ser socios profesionales.
Si el órgano de administración fuera unipersonal, o tratándose de un consejo, existieran consejeros delegados, dichas
funciones deberán ser desempeñadas necesariamente por un socio profesional (art. 4.3 LSP).
Todos los requisitos de control profesional tanto en la propiedad de la sociedad como en el órgano de administración
deberán cumplirse a lo largo de toda la vida de la sociedad profesionales, constituyendo causa de disolución obligatoria su
incumplimiento sobrevenido, a no ser que la situación se regularice en el plazo máximo de seis meses contados desde el
momento en que se produjo el incumplimiento (art. 4.5 LSP).
3. LA DENOMINACIÓN SOCIAL
Las sociedades profesionales pueden tener una denominación objetiva o subjetiva. Cuando la denominación sea subjetiva
deberá formarse con el nombre de todos, de varios o de algunos de sus socios profesionales permitiéndose en estos casos
que la sociedad la sociedad pueda conservar en la denominación social el nombre de un socio que ha causado baja en la
sociedad, si se cuenta con el consentimiento del interesado (art. 6 LSP).
Como puede advertirse, estas reglas representan una innovación respecto de las sociedades colectivas en las que, como es
sabido, el legislador se preocupa especialmente de que la razón social sea exacta y veraz prohibiendo la inclusión en ella del
nombre de personas que no pertenezcan a la sociedad y obligando a la sociedad a modificar la razón social cada vez que
cause baja un socio que figure en ella (v. Lección 16).
No puede negarse que, desde el punto de vista de la veracidad, la admisibilidad de denominaciones objetivas en sociedades
colectivas profesionales presenta inconvenientes en términos de claridad y transparencia. Sin embargo, ha de reconocerse
que su admisibilidad permite la obtención de indudables ventajas reputacionales que, en otro caso, se disiparían. Y ello
porque en muchas ocasiones la reputación profesional de una sociedad suele estar anudada a denominaciones sociales que
se han podido consagrar en el tráfico y su modificación (cambiando el nombre cada vez que cause baje un socio que figure
en ella) podría acabar provocando la dispersión de la clientela que se hubiese ido acumulado en torno a ella.
Sin perjuicio de lo anterior, y con el fin de advertir a terceros de las peculiaridades jurídicas a que están sometidas esta clase
de sociedades, la Ley exige que, en la denominación social, tras forma social adoptada, se incluya siempre la expresión
«profesional» y, que, en la forma abreviada, a continuación de las siglas propias de la forma social adoptada se añada la
letra «p», correspondiente al calificativo de «profesional» (por ejemplo, SAP, SLP, etc.).
Fuera de estas reglas especiales dispuestas ad hoc para las sociedades profesionales, en lo demás, resultarán de aplicación
las reglas generales sobre la composición de la denominación social (arts. 398 a 408 RRM). En la praxis societaria la
cuestión que con más frecuencia ha sido objeto de atención por la doctrina registral ha sido la relativa a la confusión que
puede generar la inclusión de alguna profesión en la denominación social en relación con el carácter profesional o no de la
sociedad (v. RDGRN de 6 de septiembre de 2016 o las RRDGSJFP de 3 de enero y 14 de febrero de 2022).
4. REQUISITOS DE FORMA Y PUBLICIDAD
El contrato de sociedad profesional se debe formalizar en escritura pública. La escritura deberá expresar, en todo caso: la
identificación de los otorgantes, indicando si son o no profesionales; el Colegio Profesional al que pertenecen y número de
colegiado; la actividad o actividades profesionales que constituyen el objeto social, así como la identificación de los
administradores de la sociedad expresando también la condición de socio profesional o no de cada uno de ellos (art. 7 LSP).
En el resto, deberá incluir las menciones exigidas en la normativa que regule la forma social adoptada por los profesionales.
La escritura de constitución deberá ser inscrita en el Registro Mercantil y posteriormente en el Registro de Sociedades
Profesionales del Colegio Profesional que corresponda a su domicilio (art. 8 LSP). El establecimiento de esta nueva
obligación de registro profesional es la fórmula ideada por el legislador para permitir la sociedad profesional se configure
como una nueva clase de profesional colegiado , y con ello, asegurar su sujeción a la disciplina corporativa de su Colegio
profesional. La finalidad última es garantizar que los Colegios profesionales puedan ejercer sobre las sociedades
profesionales las competencias que le otorga el ordenamiento jurídico sobre los profesionales colegiados.
IV. ESTATUTO JURÍDICO DEL SOCIO PROFESIONAL
1. IDENTIFICACIÓN PERMANENTE DE LOS SOCIOS PROFESIONALES
La relevancia de la persona de los socios profesionales se traduce, entre otras, en la necesidad permanente de su
identificación, cualquiera que sea el tipo societario escogido. Ello exige básicamente el cumplimiento de dos obligaciones.
En primer lugar, como se acaba de advertir, haciendo constar desde el otorgamiento de la escritura de constitución la
condición profesional o no de cada uno de los otorgantes. En segundo término, mediante la obligación añadida de que
cualquier cambio de socios y administradores deba constar también en escritura pública y ser objeto de inscripción en el
Registro Mercantil (art. 8.3 LSP).
2. LA OBLIGACIÓN DE APORTAR LA ACTIVIDAD PROFESIONAL
A) Aportación de industria y prestaciones accesorias
Como en cualquier sociedad, la principal obligación de los socios en una sociedad profesional es su obligación de aportar,
la cual se configura como presupuesto jurídico para adquirir la condición de socio. En este punto, como venimos
insistiendo, la especialidad de las sociedades profesionales viene dada, por el hecho de que la principal obligación de los
socios profesionales consiste precisamente en la prestación de sus servicios profesionales a la sociedad.
A partir de aquí, la diferencias entre sociedades profesionales tienen que ver con el tipo societario escogido y,
directamente vinculado a lo anterior, con la forma de articulación jurídica de la prestación de los servicios profesionales
por sus socios. Conforme a lo previsto en el régimen societario general, en las sociedades profesionales de personas la
prestación de actividad deberá realizarse a través de la institución de la aportación de industria medio por el cual el
profesional adquiere la condición de socio (v. Lección 16).
En las sociedades profesionales de capital, sin embargo, la prohibición de realizar una aportación de actividad o industria
con cargo al capital social obliga a que la misma deba realizarse indirectamente con cargo al patrimonio social a través del
mecanismo de las prestaciones accesorias. Así se desprende del régimen aplicable a las sociedades de capital en las que
las prestaciones de actividad se configuran como obligaciones sociales técnicamente accesorias de la obligación principal
que todo socio tiene que realizar en el capital social ( v. Lección 18). Y así se dispone expresamente en la Ley de
sociedades profesionales cuando señala que las acciones y participaciones correspondientes a los socios profesionales
llevarán aparejada la obligación de realizar prestaciones accesorias al ejercicio de la actividad profesional que constituya
el objeto social (art. 17.2 LSP).
Como puede imaginarse, en sociedades anónimas o limitadas profesionales, lo anterior provoca que lo que es accesorio
desde el punto de vista jurídico (la obligación de prestación de servicios profesionales a la sociedad) sea principal
económicamente. Y también, que la supremacía del capital humano de sus socios profesionales (con un valor económico
muy superior al que representan las aportaciones de capital físico) se traduzca en que, en ellas, el capital de la sociedad
suela aprovecharse simplemente para regular la posición de los socios profesionales dentro de la sociedad, esto es,
cumpla una finalidad meramente regulatoria de los derechos administrativos y patrimoniales de los socios profesionales.
De ahí la importancia de la regulación estatutaria de las prestaciones accesorias en toda sociedad profesional de capital.
Dada la generalización de sociedades profesionales de capital en el tráfico no resulta extraño que el legislador se haya
referido a la regulación de las prestaciones accesorias en otros aspectos de su régimen jurídico. Así, en materia de
retribución, el artículo 17.1 f) de la Ley prevé la posibilidad de aplicar a las prestaciones accesorias las mismas reglas
previstas en el artículo 10.2 de la Ley para la participación de los socios profesionales en beneficios y pérdidas ( art. 17.1 f
LSP), es decir, «puede basarse o modularse en función de la contribución efectuada por cada socio a la buena marcha de la sociedad,
siendo necesario en estos supuestos que el contrato recoja los criterios cualitativos y/o cuantitativos aplicables» (v. infra IV, 5, B).
Por otro lado, en la medida que el legislador establece la posibilidad de excluir al socio profesional « cuando infrinja
gravemente sus deberes para con la sociedad o los deontológicos » (art. 14 LSP), debe considerarse que el
incumplimiento de la obligación de los socios profesionales de prestar sus servicios profesionales a la sociedad a través de
prestaciones accesorias, se configura legalmente como causa legal de exclusión en los mismos términos establecidos en la
norma de exclusión de los socios profesionales (v. infra V.2).
Pero no solo la regla de la exclusión. Dado su carácter obligatorio, ha de entenderse que en las sociedades profesionales
de capital todas las normas previstas en la Ley referidas al desempeño de la actividad profesional resultan directamente
aplicables al cumplimiento de las prestaciones accesorias a las que están obligados los socios profesionales.
B) Desarrollo de la actividad profesional y régimen deontológico
El legislador se encarga de recordar expresamente que la actividad profesional debe desarrollarse siempre con arreglo a
las normas y principios deontológicos propios de la correspondiente actividad profesional (art. 9 LSC). Lo que en este
momento conviene destacar es que la exigencia de sujeción al régimen deontológico profesional se predica no solo de los
socios profesionales (y, por tanto, de su obligación de realizar sus prestaciones accesorias) sino de todos los
profesionales que ejercen su actividad en el seno de la sociedad (sean socios, asociados o trabajadores de la sociedad).
Esto es, su cumplimiento no es una norma que cualifique de modo particular el estatuto jurídico de los profesionales
socios, sino que afecta por entero a la prestación de la actividad profesional por la propia sociedad profesional. Dicho en
otros términos, el ejercicio de actividad profesional a través de una sociedad no puede ser un obstáculo para la efectiva
aplicación a todos los profesionales de las normas que configuran su estatuto jurídico, en especial al mantenimiento de su
independencia técnica en el ejercicio de su profesión y el de su correlativa responsabilidad personal por las consecuencias
derivadas de su actuación profesional. Y ello con independencia del vínculo jurídico con el que actúe el profesional en la
sociedad. Un ejemplo ilustrativo de lo anterior se comprueba, en particular, con la regla de responsabilidad prevista en el
artículo 9 de la Ley para todos los profesionales miembros, la cual se repite posteriormente para los socios profesionales
en el artículo 11 dedicado al régimen de responsabilidad patrimonial de la sociedad profesional y de los socios
profesionales.
3. LA INTRANSMISIBILIDAD DE LA CONDICIÓN DE SOCIO PROFESIONAL
La Ley dispone la intransmisibilidad de la condición de socio profesional como regla dispositiva general para todas las
sociedades profesionales con independencia del tipo al que se hayan acogido los profesionales (art. 12 LSP).
La regla pretende reflejar la voluntad hipotética de los socios de las sociedades profesionales. En ellas las participaciones no
representan una participación del capital que pueda circular libremente sino más bien una participación de trabajo que se
atribuye en atención a las personalísimas condiciones que concurren en el socio (habilitación profesional, reputación,
capacidad de atracción de clientela, etc.). Y como se ha visto, la consideración de la persona del profesional es el dato
determinante que permite la adquisición de la participación y su entrada a la sociedad. De ahí la presunción de
infungibilidad de la condición de socio.
Como excepción a la regla general de intransmisibilidad es posible que en los estatutos sociales la transmisión pueda ser
autorizada por la mayoría de los socios profesionales (art. 12 LSP).
Cabe plantearse si es posible la transmisión de la posición de un socio profesional a sujetos no profesionales y viceversa. Lo
anterior lleva directamente a la cuestión de distintas clases de acciones o participaciones ( v. Lección 19). La Ley no se
refiere expresamente a ellas, pero nada impide la configuración de dos clases de acciones o participaciones en sociedades
profesionales de capital: las de «clase profesional» y «clase general» o «no profesional» (RDGRSJFP de 29 de junio de 2021).
En ese caso, deberá regularse en estatutos si la autorización para su transmisión solo se refiere a acciones o participaciones
pertenecientes a una misma clase o si, por el contrario, es posible la transmisión de acciones o participaciones de socios no
profesionales a profesionales o viceversa. En función de lo anterior y de cómo estén configuradas las prestaciones
accesorias relativas al ejercicio profesional, esto es, si su realización se vincula a la titularidad de una o varias acciones o
participaciones concretamente determinadas (configuración objetiva) o a la condición de socio profesional ( configuración
subjetiva), ello implicará (o no) la necesidad de modificar los estatutos por «cambio de clase» profesional y no profesional.
Recuérdese en todo caso que, sin perjuicio de que la transmisión de acciones o participaciones pueda suponer o no un
«cambio de clase» profesional y no profesional que obligue (o no) a una modificación de los estatutos sociales, cualquier
cambio de socios (profesional o no) debe hacerse constar en escritura pública y ser objeto de inscripción en el Registro
Mercantil (art. 8.3 LSP).
Como no puede ser de otra manera, las transmisiones de acciones o participaciones deberán respetar los límites marcados
en la Ley asegurando que el control de la propiedad de la sociedad profesional esté siempre en manos de socios
profesionales. Y también el régimen legal previsto para los acuerdos que impliquen la extinción de prestaciones accesorias
(art. 89 LSC) relativas en este caso al ejercicio de la actividad profesional que constituya el objeto social (art. 17.2 LSP).
4. RÉGIMEN DE PARTICIPACIÓN DE LOS SOCIOS EN LOS BENEFICIOS Y PÉRDIDAS DE LA SOCIEDAD
La Ley establece un amplio margen de libertad a los socios para que regulen esta materia como deseen. En concreto, se
permite que los estatutos encomienden a la mayoría cómo ha de hacerse el reparto del resultado del ejercicio en función
de la calidad y cantidad de esfuerzo aportado por cada socio a la buena marcha de la sociedad, permitiendo con ello la
aplicación de un régimen desigual en la participación en beneficios (art. 10 LSP). Como puede apreciarse, la norma en este
punto supone una innovación en relación con las sociedades colectivas en las cuales el legislador dispone que la retribución
del socio de industria sea la que corresponda al socio capitalista de menor participación (v. art. 140 C de C y Lección 16).
Que en las sociedades profesionales el legislador haya confiado a la autonomía privada la configuración del régimen de
aplicación del resultado no significa que la determinación sea enteramente libre. Con el fin de preservar a las minorías
frente a la arbitrariedad y el abuso en que, eventualmente, pudieran incurrir las mayorías, la Ley dispone dos cautelas o
garantías. La primera es que los estatutos deben fijar los criterios generales objetivos con arreglo a los cuales deba
determinarse el reparto (facturación, aportación de clientes, capital reputacional, antigüedad, etc.). La segunda es que, en
cualquier caso, el acuerdo de reparto deba ser respaldado, al menos, por una doble mayoría: absoluta de capital y simple
de los derechos de voto correspondiente a los socios profesionales.
5. SISTEMA DE PROMOCIÓN PROFESIONAL
En cuanto a la promoción profesional, lo habitual es que la atribución de la condición de socio profesional se articule a
través de un aumento de capital que, en el caso de sociedades capitalistas, suele producirse mediante la emisión de
acciones o participaciones destinadas a los profesionales a los que se quiere atribuir la condición de socio. Para estos casos,
el legislador ha adoptado dos medidas que suponen una desregulación del régimen de suscripción preferente de las
sociedades de capital (v. arts. 304-308 LSC y Lección 25). La finalidad pretendida es tratar de asegurar el funcionamiento de
los sistemas de promoción profesional de asociados (a socios) y de socios (a socios de mejor condición).
En primer lugar, se prevé como norma dispositiva general para todas las sociedades profesionales, la exclusión del derecho
de suscripción preferente de los socios en los aumentos de capital que sirvan de cauce a la promoción profesional , ya
sea para atribuir a un profesional la condición de socio profesional, ya para incrementar la participación societaria de los
socios profesionales que tengan tal condición (art. 17.1 b LSP). La ratio de la medida se comprende fácilmente. Es evidente
que la suscripción de capital por parte de los «promocionados» solo es posible si los socios no gozan de derecho de
preferencia. En caso contrario, la promoción podría verse frustrada. Bastaría que algún antiguo socio decidiese no renunciar
a su derecho para impedir la promoción. De ahí que para asegurar el normal funcionamiento de los sistemas de promoción
profesional se permita expresamente que los socios puedan derogar en estatutos su derecho de preferencia.
Además, como complemento de la anterior, se sanciona la plena libertad de la sociedad para determinar el valor de
emisión de las nuevas participaciones que estime por conveniente, siempre y cuando sea igual o superior al valor nominal
(art. 17 1.c LSP). La norma supone una derogación de la regla del valor razonable prevista para las sociedades de capital en
los supuestos de exclusión por la junta del derecho de preferencia (art. 308 LSC). La especialidad de esta segunda norma se
justifica también como una forma de asegurar la promoción profesional. De no admitirse, el asociado o socio al que se
destinasen las nuevas participaciones quedaría obligado a desembolsar no solo su valor nominal, sino también una prima
que cubriese la diferencia entre el valor nominal y el valor razonable, (en cuyo cómputo entrarían reservas ocultas,
goodwill, etc.) lo que en última instancia podría acabar frustrando la finalidad promocional de la operación. La exigencia de
una prima de esta naturaleza, en la medida que contradice la finalidad «promocional» de la operación, condenaría al
fracaso al sistema. Si las participaciones se emitieran en por su valor razonable, serían pocos los que estarían dispuestos o
en condiciones de pagarlas (v. infra. V.3).
6. RÉGIMEN DE RESPONSABILIDAD
La responsabilidad ha sido uno de los aspectos más conflictivos y debatidos del régimen jurídico de las sociedades
profesionales. Como se explica en la Exposición de motivos de la Ley, la raíz del problema se ha centrado en la necesidad de
preservar el principio de responsabilidad personal del profesional configurado como uno de los rasgos definitorios del
ejercicio profesional. El legislador se ha ocupado de asegurar su exigencia añadiendo al régimen de responsabilidad de la
sociedad, el régimen de responsabilidad del profesional que presta el servicio estableciendo entre ellos un mecanismo de
conexión.
Conforme a lo previsto en el artículo 11 de la Ley, de las deudas sociales (tengan o no su origen en la prestación de
actividades profesionales) responderá la sociedad con todo su patrimonio presente y futuro. En este sentido, los
profesionales, en su condición de socios, responderán de acuerdo con la normativa societaria que corresponda a cada
tipo: en la sociedad civil, responderán con su patrimonio personal subsidiaria y mancomunadamente (art. 1.698 Código
Civil); en la sociedad colectiva, responderán con su patrimonio personal subsidiaria y solidariamente (art. 127 Código de
Comercio); y en las sociedades limitadas y anónimas, simplemente no responderán porque la responsabilidad de los socios
o accionistas en estas sociedades se limita al importe de su aportación al capital social (arts. 1.2 y 1.3 Ley de Sociedades de
Capital).
El régimen de responsabilidad personal de los profesionales por su actuación profesional, en su condición de
profesionales, se regula separadamente. El legislador establece que los profesionales que hayan actuado, «socios o no»
(esto es, sean socios, asociados o trabajadores), deben responder directamente de los daños ocasionados por sus faltas. En
realidad, la no se trata de ninguna novedad. Se trata más bien una norma declarativa con la que se nos recuerda que el
ejercicio societario de una profesión no puede constituir un obstáculo a la aplicación de las reglas que configuran el
estatuto jurídico de la profesión, en particular, de la regla de responsabilidad personal. Responsabilidad directa de los
profesionales que, con independencia la naturaleza jurídica de su vinculación a la sociedad (sea socio, asociado o
empleado), es la contrapartida necesaria al principio de independencia técnica en la actuación profesional y encuentra su
razón de ser en la importancia social de los bienes jurídicos que se salvaguardan mediante el ejercicio profesional (salud,
libertad, honor, etc.).
Establecida la concurrencia de dos responsabilidades distintas pero dotadas de una misma finalidad (que no es sino la de
resarcir el daño causado al cliente o al tercero de que se trate), el legislador arbitra un mecanismo de coordinación entre
ellas, estableciendo el principio de la responsabilidad directa y solidaria de la sociedad y el profesional, de manera que el
cliente pueda dirigirse contra quien desee e, incluso, conjuntamente contra ambos responsables por el importe íntegro de
la deuda.
Pero la preocupación del legislador por asegurar la aplicación de este régimen de responsabilidad no se limita únicamente a
los supuestos en los que los profesionales se constituyan en sociedades profesionales para el ejercicio en común de su
profesión. El régimen de responsabilidad se extiende en los mismos términos a todos aquellos supuestos en que dos o más
profesionales ejerzan colectivamente su actividad adoptando una forma
societaria, pero sin haberse constituido en sociedad profesional con arreglo a la Ley (Disposición adicional segunda LSP). La
extensión del régimen de responsabilidad se justifica como una contrapartida a la confianza que esa forma de ejercicio
colectivo ha podido generar en el demandante de los servicios; confianza que el legislador quiere evitar que se vea
defraudada en el momento en que las responsabilidades, si existieran, deban ser exigidas (v. Exposición de motivos).
Para los supuestos en los que el ejercicio por un colectivo de la actividad profesional no adopte forma societaria, en tanto
no exista un centro subjetivo de imputación, la regla dispuesta es que todos los profesionales que lo desarrollen
responderán solidariamente de las deudas. A tal efecto, se presume la existencia de un ejercicio colectivo siempre que el
ejercicio de la actividad se desarrolle públicamente bajo una denominación común o colectiva, o se emitan documentos,
facturas, minutas o recibos bajo dicha denominación.
V. SEPARACIÓN Y EXCLUSIÓN DE LOS SOCIOS PROFESIONALES
1. SEPARACIÓN
La Ley establece un régimen específico de separación y exclusión para los socios profesionales con independencia de la
forma social adoptada (arts. 13 y 14 LSP). A los socios no profesionales les resultarán de aplicación las normas generales
del tipo societario escogido, las cuales actuarán de forma supletoria para los socios profesionales siempre que resulten
compatibles las previstas en la Ley.
En términos generales, el régimen previsto de separación y exclusión se caracteriza por facilitar la salida voluntaria y
forzosa de los socios profesionales en todas las sociedades profesionales.
En materia de separación la mayor facilidad de salida de los socios profesionales se advierte, tanto en sociedades
constituidas por tiempo indefinido, como en aquellas constituidas por tiempo determinado. En las primeras, la Ley permite
que los socios profesionales puedan separarse en cualquier momento de la sociedad (separación ad nutum) sin necesidad
de alegar causa alguna (art. 13.1 LSP). Este reconocimiento legal puede justificarse por la especial naturaleza de las
sociedades profesionales y su configuración típica como comunidades de trabajo, cualquiera que sea la forma social
adoptada (sociedad colectiva, limitada o anónima). Su carácter eminentemente personalista se refleja en la regla general de
intransmisibilidad de la condición de socio profesional (art. 12 LSP) y, sobre todo, porque en ellas pesa sobre los socios
profesionales la obligación personal de prestar su actividad profesional a la sociedad (sea a través del mecanismo de la
aportación industria, sea a través de prestaciones accesorias) que suele realizarse, además, en régimen de exclusiva. En
estas circunstancias, el reconocimiento de un derecho de separación ad nutum en sociedades constituidas por tiempo
indefinido se configura como un mecanismo de salida que permite a los socios profesionales liberarse de su vínculo
personal evitando que su permanencia en la sociedad devenga en una vinculación obligatoria opresiva.
A la vez, dado que el efecto societario de la separación es la disolución parcial o extinción del vínculo de socio, pero no la
disolución total o extinción de la sociedad, su ejercicio por un socio profesional no impedirá que el vínculo societario se
mantenga entre el resto de los socios. En este sentido puede afirmarse que el derecho de separación ad nutum de los
socios profesionales sirve al mismo fin que el derecho de denuncia ordinaria previsto por el legislador en las sociedades
de personas de duración indefinida (art. 1705 CC y 224 C e C) pero sin provocar la disolución de la sociedad. En el caso de
sociedades profesionales anónimas o limitadas de duración indefinida el reconocimiento legal de este derecho de
separación ad nutum facilita considerablemente su ejercicio por los socios profesionales dado que en el sistema legalmente
diseñado para las sociedades de capital el reconocimiento del derecho de separación se dificulta considerablemente si no
es por causas legales o previstas por los socios en los estatutos (arts. 346 y 347 LSC).
Naturalmente, como todos los derechos, el ejercicio de separación ad nutum habrá de realizarse de conformidad con la
buena fe (art. 13.1 LSP) lo que, en la práctica debe traducirse en que debe comunicarse a la sociedad con un preaviso
razonable (RDGRN de 7 de febrero de 2012).
En las sociedades profesionales constituidas por tiempo determinado el legislador reconoce expresamente el derecho de
los socios profesionales a separarse cuando concurra una justa causa (art. 13.2 LSP). Y ello, como venimos advirtiendo, con
independencia de la forma social adoptada. La regla cumple el mismo fin de la denuncia extraordinaria por justos motivos
de las relaciones de duración determinada (art. 1707 CC) evitándose a través del mecanismo de la separación el efecto de la
disolución total propio del derecho de denuncia. En la práctica los problemas vendrán por las dificultades de determinar la
existencia o no de una justa causa que permita a los socios profesionales resolver su vinculación personal de una sociedad
constituida ab initio con una duración determinada sin que ello pueda considerarse una violación del principio general en
virtud del cual el cumplimiento de un contrato no puede dejarse a la mera voluntad de una de las partes (art. 1256 CC).
El ejercicio de derecho de separación de los socios profesionales (sea ad nutum o ad causam) será eficaz desde el
momento en que este lo notifique a la sociedad (art. 13.1 LSP). A estos efectos parece conveniente recordar que su ejercicio
por un socio profesional no puede suponer el incumplimiento por parte de la sociedad del mantenimiento de su carácter
profesional (v. supra III 2). De ser así la sociedad deberá regularizar la situación en el plazo máximo de seis meses. En otro
caso deberá disolverse (art. 4.5 LSP).
2. EXCLUSIÓN
La Ley establece también una disciplina especial sobre la exclusión aplicable a los socios profesionales de todas las
sociedades profesional con independencia de la forma social adoptada (art. 14 LSP). Lo mismo que en el derecho de
separación, este régimen no resulta de aplicación a quienes no sean socios profesionales. Estos quedarán sujetos al
régimen del tipo societario que corresponda.
En términos generales, el régimen de exclusión de socios profesionales está concebido más que como un poder
(sancionatorio) de la mayoría, como un mecanismo de defensa del interés social orientado a poner fin cualquier
comportamiento o circunstancia que perturbe o ponga en peligro el buen funcionamiento de la sociedad y la consecución
del fin común (art. 14 LSP). Desde este punto de vista puede hablarse de la configuración legal de un régimen de exclusión
por justos motivos. Lo anterior se advierte al comprobar las causas que permiten su exclusión de la sociedad, entre las que
se incluyen no solo incumplimientos imputables a los socios profesionales (como la infracción grave de sus deberes para
con la sociedad, el incumplimiento de sus deberes deontológicos o su inhabilitación para el ejercicio de la actividad
profesional) sino también, situaciones o circunstancias no imputables directamente (como sufrir una incapacidad
permanente para el ejercicio de la actividad profesional). Con ello el legislador facilita la salida forzosa de la sociedad de
todo aquél cuyo comportamiento o circunstancias particulares hagan inexigible a los demás la continuación en la sociedad
con él.
Sin duda, dentro de los incumplimientos graves de los deberes societarios, el más significativo es el de la prestación de la
actividad profesional, pues es la conducta en que se resume la obligación de los socios profesionales de promover el fin
común. Esta afirmación es válida aun cuando dicha actividad venga articulada a través de prestaciones accesorias ( v. supra
IV.3). Y ello, no parece necesario insistir más, se trate de un incumplimiento voluntario o involuntario, siempre y cuando su
entidad sea de tal consideración que pueda poner en peligro la consecución del fin profesional de la sociedad. En el caso de
incumplimiento involuntario (como puede ser una enfermedad o padecimiento físico o psíquico) su consideración como
justa causa de exclusión ocurrirá, sin duda, cuando implique una «incapacidad permanente para el desarrollo de la
actividad profesional» (prevista expresamente como causa legal de exclusión) pero también cuando atendidas las
circunstancias del caso a la mayoría no le sea exigible permanecer en la sociedad con el socio profesional afectado. (Nótese
que en relación con el incumplimiento involuntario de prestaciones accesorias la regulación de las sociedades profesionales
descrita presenta algunas particularidades en relación con el régimen general de las sociedades de capital ( v. art. 89 LSC y
Lección 18).
En materia de procedimental la Ley previene la necesidad de motivar el acuerdo de exclusión, así como el voto favorable de
la mayoría de capital y de los derechos de voto de los socios profesionales, siendo eficaz desde el momento en que se
notifique al socio afectado (art. 14.3 LSP).
El legislador también se encarga de recalcar que la pérdida de la condición de socio, como la separación, cualquiera que sea
su causa no liberará al socio profesional de la responsabilidad derivada de la actuación profesional desarrollada durante el
tiempo que fue socio (arts. 11.2 y 14.4 LSP).
3. IMPORTE DE LA CUOTA DE LIQUIDACIÓN DEL SOCIO SEPARADO O EXCLUIDO
El socio separado o excluido tienen derecho al reembolso del valor de sus participaciones. A tal efecto, en línea con lo
dispuesto en la supresión del derecho de suscripción preferente los aumentos de capital promocional (v. supra IV.5.B) la Ley
parte del principio de libertad de valoración, reconociendo a los socios un amplio margen para fijar los criterios con
arreglo a los cuales determinar el importe de la cuota de liquidación del socio que causa baja.
Lo anterior significa la abierta admisión por el legislador profesional de cláusulas estatutarias que no se adecúen al llamado
criterio del «valor razonable» al que se alude en la regla de valoración de las sociedades anónimas y limitadas (art. 353 LSC)
y cuya naturaleza jurídica ha venido siendo una cuestión discutida.
En el caso de las sociedades profesionales, su configuración como norma de carácter dispositivo (en la línea que, con
carácter general, apuntan las RRDGRN de 15 de noviembre y 2 de diciembre de 2016 y las SSAP de Madrid, de 24 de julio de
2015 y 14 de octubre de 2021), además de consagrarse positivamente en la Ley, resulta especialmente adecuada. Las
razones son fáciles de comprender. Si se tiene en cuenta que el valor de estas se debe de modo fundamental al trabajo
personal de los socios parece razonable afirmar que cuando un socio deja de aportar su actividad a la sociedad, no haya
ninguna razón para atribuirle como liquidación una cantidad de dinero que refleje la parte proporcional del valor actual de
la empresa social (el valor razonable) ya que el mismo depende críticamente de la actividad personal de los socios en
activo. En este sentido si tenemos en cuenta que el socio de una sociedad profesional aporta un pequeño capital y su
trabajo puede convenirse que lo justo es que cuando se vaya reciba, como liquidación –además de los beneficios que ya ha
percibido y de los que estén pendientes de liquidar–, la parte que le corresponda por su participación en el capital social y
la fuerza de su trabajo que podrá aplicar libremente en otras industrias.
Por lo demás, la práctica profesional muestra que lo frecuente en este tipo de sociedades, es que el socio que ahora sale de
la sociedad no haya pagado el «valor razonable» de su participación cuando ingresó en la misma puesto que no se incluyó
el valor de mercado de la sociedad para calcular su aportación. Por tanto, lo inequitativo sería permitirle en la hora de su
baja una parte del patrimonio que él o contribuyó a constituir en modo alguno.
En materia procedimental la Ley permite hacer efectiva la exclusión y la separación (también el fallecimiento de un socio)
tanto por vía de amortización de las participaciones del socio que causa baja, como de la adjudicación de estas a otras
personas, incluida la propia sociedad siempre que ello resulte admisible de conformidad con las normas legales o
contractuales aplicables a la sociedad, o bien exista consentimiento expreso de todos los socios profesionales (art. 16.2
LSP).
En sociedades profesionales de responsabilidad limitada, la ampliación de las causas legales de separación y exclusión de
socios profesionales (arts. 13 y 14 LSP) en relación con las previstas con carácter general para sociedades limitadas, se
traduce, en la práctica, en un régimen más amplio de autocartera que el previsto para las sociedades limitadas ( cfr. 140.1
LSC y Lección 18).
En sociedades anónimas profesionales, la articulación de la salida de un socio a través de la adquisición de sus acciones por
la sociedad, en el caso de que exista consentimiento de todos los socios profesionales (art. 16.2 LSP) puede interpretarse
también como una ampliación de la posibilidad de autocartera. Y ello porque, en el régimen general aplicable a las
sociedades anónimas se considera nula la adquisición derivativa de acciones propias cuando estas llevan aparejadas la
obligación de prestaciones accesorias (v. art. 146.4 LSC y Lección 20).
LECCIÓN 29 LAS SOCIEDADES COOPERATIVAS
Sumario: I. Consideraciones generales
II. Las sociedades cooperativas 1. Significado, concepto y características de la sociedad cooperativa 2. Constitución de la
sociedad cooperativa 3. Posición jurídica de los socios de la sociedad cooperativa 4. Estructura organizativa de la sociedad
cooperativa 5. Régimen económico y contable 6. Modificación de los estatutos sociales. Transformación, fusión y escisión de la
sociedad 7. Disolución y liquidación de la sociedad cooperativa 8. La sociedad cooperativa europea domiciliada en España
III. Sociedades mutuas de seguros 1. Concepto, características y clases: mutuas y sociedades de previsión social
IV. Sociedades de garantía recíproca 1. Concepto y características
V. Sociedades laborales y sociedades participadas 1. Concepto y características

I. CONSIDERACIONES GENERALES
Al lado de las formas sociales contempladas en los capítulos anteriores, hemos de contar también con las tradicionalmente
consideradas como sociedades de base mutualista. El Código de Comercio no regula ciertamente estas entidades, pero no
deja de referirse a dos viejos tipos de sociedades de base mutualista: las sociedades cooperativas y las mutualidades de
seguros (art. 124). Junto a ellas cabe incluir también la sociedad de garantía recíproca incorporada a nuestro ordenamiento
por el Real Decreto-ley 15/1977, de 25 de febrero.
Todas estas sociedades ofrecen unos rasgos comunes: el ejercicio y desarrollo de la empresa social, tiene como finalidad
propia la satisfacción de determinadas necesidades comunes a todos los socios; como consecuencia de ello son sociedades
de capital variable que permiten la entrada y salida de los socios, sin necesidad de acudir a los correspondientes
procedimientos de modificación de los estatutos sociales. De otro lado – como hemos de ver–, presentan características
especiales en relación con la posición jurídica de sus socios dentro de la estructura social. Por lo demás, pueden
considerarse próximas a estas formas sociales las sociedades laborales, reguladas hasta ahora por la Ley 4/1997, de 24 de
enero, derogada por la vigente Ley 44/2015, de 14 de octubre, de sociedades laborales y sociedades participadas, pues si
bien carecen de una base mutualista realizan también una función de promoción social. Hoy día estas sociedades se
integran junto con otras, calificadas también como entidades de «economía social» dentro del concepto de economía
social, y, sin perjuicio de su regulación específica se incluyen en el marco general de la nueva Ley 5/2011, de Economía
Social, de 29 de marzo, cuya finalidad fundamental es la de determinar las medidas de fomento a favor de estas entidades
en consideración a los fines y principios que les son propios.
Se trata, en todo caso, de entidades que realizan una actividad económica y empresarial, pero cuyas reglas de
funcionamiento vienen determinadas por unos principios orientadores que responden a la primacía de la persona y del
objeto social sobre el capital, la adhesión voluntaria y abierta, el control democrático por sus integrantes, conjunción de los
intereses de las personas usuarios y el interés social, aplicación de los principios de solidaridad y responsabilidad, y el
destino de los excedentes a la consecución de fines de interés social.
II. LAS SOCIEDADES COOPERATIVAS
1. SIGNIFICADO, CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
Las sociedades cooperativas tienen un reconocimiento específico en nuestro ordenamiento, en nuestra propia Constitución,
como instrumentos de promoción social. Pero de otro lado, es importante señalar que al haber asumido todas las
Comunidades Autónomas (con la salvedad de las Ciudades autonómicas de Ceuta y Melilla) competencia exclusiva en esta
materia, se trata de una forma especial de empresario social regulada por diferentes leyes autonómicas. Es más, en este
momento, prácticamente todas las Comunidades Autónomas han aprobado ya su propia Ley; de ahí que, no obstante su
limitado ámbito de aplicación (art. 2), la Ley estatal de Cooperativas, de 16 de junio de 1999, haya de servir de punto de
referencia básico en el examen de esta forma social frente a esa pluralidad legislativa autonómica. Es oportuno, a este
respecto saber que en el Ministerio de Justicia, a través de una Ponencia especial, dentro de la Sección de Derecho
Mercantil de la Comisión General de Codificación, se ha elaborado una Propuesta de Ley General para las sociedades
cooperativas en nuestro país, cuya justificación y fundamentación en su Exposición de Motivos puede ser cuando menos
interesante.
Estamos, por otro lado, ante una Ley que, si bien no supera plenamente ciertas deficiencias de técnica jurídica, ofrece
importantes innovaciones en su tratamiento positivo. La Ley estatal de la Sociedad Cooperativa, en efecto, no sólo ha
tratado de incorporar este tipo de sociedad a los cambios introducidos por las Directivas comunitarias en materia de
sociedades, sino que intenta favorecer su consolidación económica, abriendo por primera vez estas sociedades a nuevas
formas de captación de recursos patrimoniales en el mercado financiero; así sucede con la nueva figura de las
«participaciones especiales», y las llamadas partes sociales con voto propias de las llamadas cooperativas mixtas, que
podrán emitirse en serie para negociarse en el mercado de valores; y así sucede también con la propia figura de los «socios
colaboradores», o con el reconocimiento expreso de la fusión o la transformación de la sociedad cooperativa en otras
formas sociales, rompiendo con el criterio tradicional de su reconocimiento en el ámbito exclusivamente cooperativo. El
régimen de financiación de las sociedades cooperativas se ha flexibilizado últimamente a través de la Ley de 27 de abril de
2015, de fomento de la financiación empresarial, que modificando la Ley de Sociedades Cooperativas, establece que por
acuerdo del consejo rector, salvo disposición contraria de los estatutos, la sociedad podrá emitir obligaciones. Así mismo, el
consejo rector, podrá también acordar, cuando se trate de emisiones en serie, la admisión de financiación voluntaria de los
socios o de terceros no socio bajo cualquier modalidad jurídica y con los plazos y condiciones que se establezcan. La
emisión de obligaciones se regirá por el Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por Real Decreto
Legislativo 1/2010, de 2 de julio, con las adaptaciones que resulten necesarias.
En materia de concepto, la Ley define este tipo de sociedad de una manera descriptiva, señalando un doble dato: por un
lado, su significado como entidad al servicio del «movimiento cooperativo», desarrollado a través del asociacionismo
cooperativo (título III de la Ley), cuya promoción, difusión, formación, inspección y control se encomienda
fundamentalmente al Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social; y, por otro lado, estableciendo que la sociedad
cooperativa, capaz de organizar y desarrollar cualquier actividad económica lícita, se constituye por personas que se
asocian en régimen de adhesión y baja voluntaria para la realización de actividades empresariales encaminadas a satisfacer
sus necesidades económicas y sociales, con estructura y funcionamiento democrático, conforme a los principios de la
Alianza Cooperativa Internacional (art. 1.1 de la Ley).
Entendida en estos términos, tres son los principios fundamentales que caracterizan a la sociedad cooperativa: a) el
principio de puerta abierta, que se hace efectivo a través de la técnica del capital variable y que en buena medida ha sido
atemperado con las modificaciones que sobre la constitución del capital social ha establecido la disposición adicional cuarta
de la Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su
armonización con base en las normas de la Unión Europea y que se ha proyectado sobre el derecho del socio al reembolso
en caso de baja de la sociedad; b) el principio de fundamentación no capitalista de la condición de socio; y c) el principio de
autogobierno, gestión, y control democrático. Mas estas características no excluyen su calificación como sociedades
mercantiles. Así lo prevé el artículo 124 del Código de Comercio para las cooperativas que desarrollen actividades con
terceros; pero, además, y con carácter general, cabe señalar que de acuerdo con su propia regulación la sociedad
cooperativa realiza una actividad de empresa integrada en las reglas del mercado y en sus esquemas de rentabilidad y
competitividad, sometida al estatuto del empresario mercantil a través de las normas que establecen y regulan su deber de
contabilidad y su sumisión antes de la generalización del concurso a los procedimientos de suspensión de pagos y quiebra.
En cuanto se refiere a las clases de cooperativas, la Ley establece una clasificación extensa y no cerrada, algo que viene a
representar la proyección del movimiento cooperativo sobre los distintos sectores de la actividad económica (art. 6);
añadamos que algunas de esas cooperativas, como sucede con las cooperativas de crédito y las de seguros, están sometidas
a una regulación específica. De otro lado, las cooperativas pueden ser de primero y segundo grado, estando estas últimas
constituidas por al menos dos cooperativas, y pudiendo integrarse también en ellas en calidad de socios otras personas
jurídicas públicas o privadas, incluso empresarios individuales (art. 77).
2. CONSTITUCIÓN DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
De acuerdo con lo que dispone la Ley estatal (art. 7), la sociedad cooperativa se constituye a través de un proceso de
fundación simultánea, en escritura pública otorgada por todos los promotores y que deberá inscribirse en el Registro de
Cooperativas llevado por el Ministerio de Trabajo y asuntos sociales, cuyo Reglamento ha sido aprobado por Real Decreto
136/2002, de 1 de febrero. A partir de ese momento, la sociedad adquiere su personalidad jurídica y su calificación como
sociedad cooperativa, de la que podrá ser privada por las causas y a través del procedimiento previsto en la propia Ley (art.
116, debe tenerse en cuenta, no obstante que los artículos 114 y 115 relativos al régimen de infracciones y sanciones han
sido derogados por el Texto Refundido de la Ley sobre Infracciones y Sanciones en el Orden Social, aprobado por Real
Decreto Legislativo 5/2000, de 4 de agosto). Las cooperativas de crédito y las de seguros deberán además inscribirse en el
Registro Mercantil (arts. 254 a 258 RRM). Para la constitución de una sociedad cooperativa son necesarios al menos tres
socios si se trata de una cooperativa de primer grado y dos si es de segundo grado (art. 8).
3. POSICIÓN JURÍDICA DE LOS SOCIOS DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
Las características de la sociedad cooperativa explican las peculiaridades propias de la condición de socio, tanto por lo que
se refiere a la forma en que se establece la relación socio-sociedad, como en cuanto atañe al contenido de la condición de
socio.
Por lo que se refiere a la forma en que se entabla la relación del socio con la sociedad, cabe señalar como característica
específica que dada la función social de la sociedad cooperativa, no sólo es necesario que los socios reúnan determinadas
condiciones objetivas y subjetivas en función de la actividad que constituye el objeto social, sino que se produce también
una especial relación de subordinación del socio a la sociedad; hasta tal punto que a través de los acuerdos sociales se le
pueden imponer nuevas obligaciones (art. 14.4 de la Ley), quedando incluso sometido al poder disciplinario de la sociedad
(art. 18).
En cuanto atañe al contenido de la posición del socio, sus obligaciones y derechos, cabe destacar, como característica
específica, que el socio no sólo está obligado a efectuar el desembolso de sus aportaciones sociales, sino que está obligado
también a desarrollar una amplia colaboración en la vida económica y corporativa de la sociedad. Por lo que se refiere a sus
derechos, enumerados en el artículo 16 de la Ley, ofrecen las características siguientes: en primer lugar, la igualdad de los
derechos políticos expresada fundamentalmente (no obstante sus limitaciones) en el conocido principio general de «un
hombre, un voto»; en segundo lugar, las peculiaridades de sus derechos económicos que vienen dadas, tanto por las
especialidades que ofrece la aplicación de los llamados excedentes como por el singular reparto del retorno cooperativo
(forma especial de participación en los beneficios de la sociedad), como, en fin, por la forma especial y limitada en que se
prevé la participación del socio en la adjudicación del haber social; en tercer lugar, el derecho del socio a participar en la
actividad económica cooperativizada de la sociedad y la especial relevancia que se concede al derecho de información del
socio, así como el no menos importante derecho a la baja voluntaria del socio afectado de forma relevante por la ya citada
modificación de la Ley. Cerremos esta apretada referencia a sus obligaciones y derechos señalando, aunque no se trate de
una característica especial del tipo, que tal como se configura la sociedad cooperativa en nuestra Ley los socios no
responden personalmente de las deudas sociales.
La Ley prevé que al lado de los socios puedan existir también los llamados socios colaboradores, sean personas físicas o
jurídicas. Estos socios colaboradores, que han venido a sustituir a la figura de los asociados prevista en la Ley anterior,
constituyen una vía para estimular la aportación de recursos económicos a la sociedad; de ahí la peculiaridad de su
situación dentro de la cooperativa, en la que se les reconoce una integración mayor en su condición de socios que lo que
tradicionalmente se les permitía a los asociados. Sus aportaciones no podrán exceder, sin embargo, del 45 por 100 del total
de las aportaciones al capital social, ni la totalidad de votos de esta categoría de socios podrá superar el 35 por 100 del total
de votos en los órganos sociales.
4. ESTRUCTURA ORGANIZATIVA DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
Las sociedades cooperativas desarrollan su actividad interna y externa a través de cuatro órganos sociales:
a) La asamblea general. Es el órgano supremo de expresión de la voluntad social, cuyos acuerdos se imponen a todos los
socios, incluso a los disidentes, y a los que no hayan participado en la reunión. Está regulada por normas paralelas a las
que se establecen para la convocatoria, constitución, funcionamiento, impugnación de acuerdos y clases de juntas
generales en las sociedades mercantiles de capital, aunque con características propias.
La asamblea general presenta, en efecto, peculiaridades que derivan de la necesidad de hacer efectivo el principio de
máxima democratización y participación activa del socio en la vida social. Conviene advertir también que frente al poder
tradicionalmente más amplio de la asamblea general, su regulación actual establece que únicamente podrá tomar
acuerdos obligatorios en materias que la propia Ley no considere competencia exclusiva de otros órganos. En esta
misma línea, es de destacar que la asamblea general funciona con arreglo al principio de un hombre un voto; por lo
demás, se establece un riguroso régimen de limitaciones al ejercicio del voto por representación, y se consagran unos
quórum mínimos de asistencia y de votación para determinados acuerdos (arts. 25, 26, 27 y 28). Característica peculiar
de estas sociedades es, asimismo, la existencia de las llamadas asambleas generales de delegados, previstas en
atención a que pueden darse circunstancias que dificulten la presencia de todos los socios en la asamblea general y que
aconsejan su celebración por medio de delegados (art. 30).
b) El consejo rector. Es el órgano al que corresponde el gobierno, gestión y representación de la sociedad cooperativa. En
las sociedades cooperativas con un número de socios inferior a diez, este órgano podrá tener carácter unipersonal,
atribuyéndose todas las competencias y funciones de gestión y representación de la sociedad a un administrador único,
que habrá de ser persona física y tener la condición de socio. En materia de representación, ha de tenerse en cuenta
además que la Ley establece expresamente que, en todo caso, las facultades representativas del consejo rector se
extienden a todos los actos relacionados con las actividades de la cooperativa, sin que surtan efecto frente a terceros las
limitaciones que en cuanto a ellos pudieran contener los estatutos (art. 32).
En consonancia con las peculiaridades de este tipo de sociedades, y lo que tradicionalmente han sido las características
propias del consejo rector (integrado por consejeros socios y retribuidos en función de los resultados sociales), la Ley
actual da también un paso más de flexibilización hacia planteamientos de mayor apertura, permitiendo, dentro de
ciertos límites, el nombramiento como consejeros de personas cualificadas y expertos aunque no ostenten la condición
de socios, y la posibilidad de que los consejeros no socios sean retribuidos en la forma y con arreglo a los criterios
previstos en los estatutos de la sociedad. Siguiendo la línea del autogobierno propio de estas sociedades, se prevé, no
obstante, que los socios están obligados a aceptar los cargos sociales [art. 15.2. d)], prohibiendo a los consejeros que se
hagan representar en el consejo (art. 36.2). Por otro lado, se establece la posibilidad de que los estatutos sociales
reserven determinados puestos de vocales para su designación por determinados colectivos de socios, e incluso se
reconoce la presencia de un vocal en representación de los trabajadores, cuando el número de esos trabajadores sea
superior a cincuenta y esté constituido el comité de empresa (art. 33).
La Ley recoge una regulación detenida, tanto sobre el funcionamiento del consejo, como sobre la duración, revocación y
renovación del cargo de consejero, previéndose el mismo régimen de responsabilidad para los consejeros de la sociedad
cooperativa que el establecido en la Ley de Sociedades de Capital para los administradores de estas sociedades (art. 43).
Siguiendo de cerca lo previsto para las sociedades de capital, se regula también el régimen de impugnación de los
acuerdos del consejo rector (art. 37).
c) Los interventores. Las funciones de fiscalización de la sociedad cooperativa, en el caso de que no esté obligada a auditar
las cuentas, corresponden a los interventores, que tienen, además de otras funciones que les confieran la Ley o los
estatutos, la función específica consistente en la censura de las cuentas anuales (art. 38). El número de interventores,
que en principio deberán ser socios, será el establecido en los estatutos y nunca superior al de miembros del consejo.
Los interventores quedan sometidos al mismo régimen de responsabilidad que los consejeros, con la diferencia
importante de que su responsabilidad no tiene carácter solidario (art. 43).
d) El comité de recursos. En caso de que esté previsto en los estatutos, las cooperativas podrán constituir un comité de
recursos, que tramitará y resolverá los recursos contra las sanciones a los socios y los demás supuestos en los que así lo
prevean la Ley o los estatutos (art. 44).
5. RÉGIMEN ECONÓMICO Y CONTABLE
Aunque en la sociedad cooperativa el capital social carece del significado jurídico que tiene en las sociedades capitalistas
como instrumento de organización corporativa y económica de la sociedad, no deja por ello de tener importancia jurídica:
la sociedad cooperativa debe determinar en los estatutos sociales su cifra de capital mínimo, que deberá estar totalmente
desembolsado, y su disminución puede ser causa de disolución de la sociedad (art. 45, modificado por la disp. ad. cuarta de
la Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su armonización
con base en la normativa de la Unión Europea).
El capital social de la sociedad cooperativa está integrado por las aportaciones obligatorias y por aportaciones voluntarias
de los socios, incluso por las ya mencionadas participaciones especiales. Las aportaciones obligatorias representan la
aportación mínima al capital social para poder adquirir la condición de socio, distinguiéndose después de la modificación
que ha sufrido la ley entre aportaciones con derecho a reembolso en caso de baja del socio y aportaciones cuyo reembolso
en caso de baja del socio será decidido libremente por el Consejo Rector. Ha de advertirse, no obstante, que las
aportaciones al capital social no son las únicas prestaciones que el socio puede estar obligado a realizar a la sociedad; los
estatutos sociales o, en su caso, la asamblea general pueden establecer igualmente el pago de cuotas que no integran el
capital social (art. 52).
La sociedad cooperativa, como toda sociedad mercantil, está obligada a formular sus cuentas sociales y a llevar una
contabilidad ordenada y adecuada a su actividad, que se regirá por los principios más generales establecidos en la
anteriormente citada Ley de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable. La contabilidad de la
sociedad cooperativa está sometida a las normas generales de contabilidad establecidas en el Plan General de Contabilidad
aprobado por Real Decreto 1514/2007, de 16 de diciembre, y a las especiales que establece su propia Ley, debiendo llevar
además de los libros sociales establecidos en ella, el de inventarios y cuentas anuales y el diario, y los libros especiales
exigidos para cada clase de cooperativas. Todos estos libros sociales y contables deberán ser previamente diligenciados por
el Registro de Sociedades Cooperativas, en el que deberán depositarse y publicarse las cuentas anuales (art. 60 de la Ley y
arts. 27 y 28 del RRSC).
Características propias del régimen económico de la sociedad cooperativa son las siguientes:
1) La distinción entre los resultados de la actividad cooperativizada con los socios y los resultados extracooperativos
derivados de su actividad con terceros (art. 57.3).
2) La necesidad de destinar en primer lugar los excedentes o beneficios de la sociedad, en la forma y porcentajes
establecidos, a la constitución de un fondo de reserva obligatorio y un fondo de educación y promoción, que serán
irrepartibles entre los socios (art. 58.1).
3) El hecho de que el llamado retorno cooperativo (es decir, los excedentes y beneficios disponibles que la asamblea
general decida repartir entre los socios en cada ejercicio económico), se distribuirá en proporción a las actividades
cooperativizadas que cada socio realice con la cooperativa y no a sus aportaciones al capital social (art. 58.3 y 4). Se
presenta también con características propias el régimen de imputación y satisfacción de las pérdidas sociales que se
establece en la Ley (art. 59).
6. MODIFICACIÓN DE LOS ESTATUTOS SOCIALES. TRANSFORMACIÓN, FUSIÓN Y ESCISIÓN DE LA SOCIEDAD
De especial interés son igualmente todos aquellos aspectos de la vida social que introducen modificaciones en su estructura
y exceden de lo que puede considerarse su funcionamiento normal. Éste es el caso de la modificación de los estatutos, y de
aquellas otras figuras más complejas como son la transformación, la fusión o la escisión, que ofrecen ciertas peculiaridades
en este tipo social, y que han sido respetadas por la Ley de 3 de abril de 2009 sobre modificaciones estructurales de las
sociedades mercantiles (art. 2 párrafo segundo de dicha Ley).
En lo que toca a la modificación de estatutos, la Ley realiza únicamente una regulación fragmentaria, destacando tres
aspectos fundamentales: primero, que cualquier modificación de los estatutos sociales se hará constar en escritura pública
que se inscribirá en el Registro de Cooperativas, concediéndose un derecho de separación a los socios cuando la
modificación consista en un cambio de clase de cooperativa (art. 11.3); segundo, que la modificación debe ser decidida por
la asamblea general a través de un acuerdo adoptado por mayoría de dos tercios de los votos presentes o representados
(art. 28.2); y tercero, que será competencia del consejo rector la modificación de estatutos que consista en el cambio de
domicilio social dentro del mismo término municipal (art. 32.1).
En relación con las otras figuras más complejas como son la transformación, la fusión y la escisión de la sociedad, cabe
señalar con carácter general, y como dato relevante, el cambio de posición de la nueva Ley, ya que mientras con
anterioridad estas figuras solamente se habían venido reconociendo, salvo algunas excepciones, dentro de un proceso de
integración entre sociedades que actuaran en un ámbito cooperativo o mutualista, ahora el giro ha sido total. La nueva Ley
prevé claramente las fusiones mixtas, declarando que las sociedades cooperativas podrán fusionarse con sociedades civiles
o mercantiles de cualquier clase siempre que no haya una norma legal que lo prohíba (art. 67). Por otro lado, cualquier
sociedad, asociación o agrupación económica que no tenga carácter cooperativo puede transformarse en sociedad
cooperativa, y las sociedades cooperativas pueden transformarse en sociedades civiles y mercantiles de cualquier clase, sin
que sea necesaria su disolución y la creación de otra nueva sociedad.
Por lo que se refiere a estos procesos especiales, su regulación específica se realiza en la Ley de acuerdo con las normas
generales y las garantías formales y sustanciales establecidas para la sociedad anónima o para la sociedad de
responsabilidad limitada, con aquellas peculiaridades que supone la intervención en ellas de una sociedad cooperativa. Se
trata de especialidades que afectan fundamentalmente al régimen de las mayorías exigidas, al derecho de separación que
en estas sociedades se concede también a los socios en los supuestos de fusión y de escisión, y al destino que habrá que
dar, en su caso, a aquellos fondos patrimoniales que como los propios de la reserva obligatoria, el fondo de educación y
cualquier otro fondo o reserva que estatutariamente esté establecido, no sean repartibles entre los socios.
7. DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LA SOCIEDAD COOPERATIVA
Estas materias están reguladas en la Ley con un sistema de normas claramente inspiradas en las que rigen para las
sociedades anónimas. Cabe destacar, no obstante, estos tres aspectos generales: 1.º La formulación de las causas de
disolución se adapta a las características y finalidades propias de estas sociedades (art. 70.1). 2.º Se prevé expresamente la
posibilidad de reactivación de la sociedad cooperativa en liquidación (art. 70.5). 3.º Se somete a unas normas especiales el
reparto del haber social. Estas normas especiales suponen una importante modificación respecto de la regulación
tradicional de estas sociedades, permitiendo a los socios, por la vía de la liquidación del haber social, participar en los
resultados de la gestión social de forma más flexible que la permitida en la legislación anterior (art. 75).
Finalizada la liquidación, la Ley prevé que los liquidadores otorguen la escritura de extinción de la sociedad en los términos
establecidos en ella. La referida escritura se inscribirá en el Registro de Sociedades Cooperativas, debiendo solicitar los
liquidadores la cancelación de los asientos registrados (art. 76).
8. LA SOCIEDAD COOPERATIVA EUROPEA DOMICILIADA EN ESPAÑA
En la consideración de la sociedad cooperativa es imprescindible hacer una referencia a la sociedad cooperativa europea
con domicilio en España, regulada por la Ley 3/2011, de 4 de marzo, sobre la sociedad cooperativa europea domiciliada en
España, considerándose como tal aquella cooperativa europea cuya administración central se encuentre dentro del
territorio español. Esta regulación responde a la necesidad de ofrecer una adaptación del régimen de la Sociedad
Cooperativa Europea (SCE) a la legislación española. El Estatuto de la sociedad cooperativa europea, dentro de la política
general de la Comunidad Europea de ofrecer instrumentos jurídicos adecuados que permitan facilitar el desarrollo de
actividades transfronterizas, lo que ha pretendido ha sido dotar a las sociedades cooperativas de una forma jurídica de
alcance europeo que se base en principios comunes pero que tenga en cuenta las características especiales de estas
sociedades y que les permita actuar fuera de sus fronteras nacionales en todo o en parte del territorio de la comunidad. A
esta idea responde el Reglamento (CE) n.º 1435/2003 del Consejo, de 22 de julio de 2003, que regula los aspectos
societarios de la sociedad cooperativa europea, y la Directiva 2003/72/(CE) del Consejo, de 22 de julio de 2003, que
contempla la implicación de los trabajadores en la sociedad cooperativa europea. La Directiva fue transpuesta a nuestro
derecho interno por la Ley 31/2006, de 18 de octubre, sobre implicación de los trabajadores en las sociedades anónimas y
cooperativas europeas; pero el Reglamento, aunque de aplicación directa, remite en varios aspectos al desarrollo de la
legislación aplicable por la que corresponda al Estado miembro de que se trate, lo que hacía necesaria la correspondiente
adaptación, y a ello responde la Ley sobre Sociedad cooperativa Europea con domicilio en nuestro país.
Con carácter general cabe decir que se ha elaborado un texto normativo que respeta la estructura específica de la sociedad
cooperativa en nuestro país, con competencia atribuidas a las comunidades autónomas, manteniendo como norma
específica única, respecto de todo el derecho europeo, la de la principalidad de la actividad cooperativa en la determinación
de la legislación interna aplicable. Por otra parte se reconoce la competencia del Registro Mercantil en materia de
inscripción de la sociedad cooperativa europea con domicilio en España y se establece la necesidad de cooperación con los
registros de cooperativas competentes.
III. SOCIEDADES MUTUAS DE SEGUROS
1. CONCEPTO, CARACTERÍSTICAS Y CLASES: MUTUAS Y SOCIEDADES DE PREVISIÓN SOCIAL
Las sociedades mutuas de seguros constituyen una forma especial de organizar la empresa de seguros; de acuerdo con su
carácter mutualista, esa especialidad supone que se asegura a sus propios socios, quienes contribuyen a su financiación.
Están reguladas en los artículos 41 y 43 de la nueva Ley 20/2015, de 14 de julio, de Ordenación, Supervisión y Solvencia de
las entidades aseguradoras y reaseguradoras, como lo han estado en el Texto Refundido de la Ley de Ordenación y
Supervisión de los Seguros Privados de 2004 y su Reglamento, distinguiendo, en atención a su diferente objeto social, entre
mutualidades de previsión social y mutuas de seguros en sentido propio.
Unas y otras sociedades mutuas están sometidas a distinta regulación, pero unas y otras tienen unas características
comunes. En efecto, fundadas ambas sociedades en el principio de ayuda mutua, y carentes de ánimo de lucro, sus socios
ostentan la doble condición de socios y asegurados, lo que determina una doble relación asociativa y aseguradora. Por otro
lado, su estructura jurídica responde, como sucedía con las sociedades cooperativas, a unas características propias. Se trata
de sociedades que están sometidas al principio de igualdad de derechos y obligaciones de sus socios, sin que puedan
establecerse privilegios, organizándose su estructura sobre la base del principio «un hombre un voto». En la medida en que
desarrollan una actividad aseguradora, ambas sociedades están sometidas también a los requisitos generales que establece
la legislación mercantil de sociedades: constitución en escritura pública e inscripción en el Registro Mercantil (art. 28 de la
nueva Ley y art. 254 RRM), todo ello con independencia de su necesaria autorización administrativa y la inscripción de la
sociedad en el correspondiente registro administrativo.
Las mutualidades de previsión social se caracterizan por ejercer una actividad aseguradora de carácter voluntario,
complementaria al sistema de la seguridad social obligatoria, dentro de un ámbito y unos límites de cobertura que pueden
superar, si están autorizadas para ello, con el cumplimiento de determinadas garantías financieras, señalándose, también,
que aquellas mutualidades de previsión social que se encuentran reconocidas como alternativas a la Seguridad Social, en la
disposición adicional decimoquinta de la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros
Privados, ejercen además una modalidad aseguradora alternativa al alta en el Régimen Especial de la Seguridad Social de
los trabajadores por cuenta propia o autónomos. Las características generales de las mutualidades de previsión social están
reguladas en los artículos 43, 44 y 45 de la nueva Ley de Ordenación, Supervisión y Solvencia.
Las mutualidades de previsión social presentan como característica propia, tal como se reconoce en el artículo 43 de la
nueva Ley, el hecho de que en ellas, dentro de ciertos límites, al lado de los socios mutualistas, puede haber personas o
entidades que no son destinatarios de sus prestaciones, pero son titulares de ciertos derechos y obligaciones.
Las mutuas de seguros en sentido propio se reconocen en la Ley de Ordenación, Supervisión y Solvencia como una forma
social de ejercicio de la actividad aseguradora por entidades privadas. Estas sociedades están reguladas junto con las
cooperativas de seguros en los artículos 41 y 42 de la mencionada Ley. El artículo 41 establece que las mutuas de seguros
son sociedades mercantiles sin ánimo de lucro, que tienen por objeto la cobertura a los socios, sean personas físicas o
jurídicas, de los riesgos asegurados mediante una prima fija pagadera al comienzo del periodo en riesgo. Las mutuas podrán
constituir grupos mutuales conforme a los requisitos que reglamentariamente se establezcan.
IV. SOCIEDADES DE GARANTÍA RECÍPROCA
1. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS
Estas sociedades constituyen un tipo social de creación relativamente reciente. Introducidas en nuestro ordenamiento por
el Real Decreto-ley 15/1977, de 25 de febrero, su marco legal vigente está establecido en la Ley 1/1994, de 11 de marzo,
junto con el Real Decreto 2345/1996, de 8 de noviembre.
Se trata de sociedades integradas por pequeños y medianos empresarios individuales o sociales, que se asocian para buscar
mayores posibilidades de financiación a través de garantías o avales prestados a sus socios por la propia sociedad, que
además puede proporcionarles también servicios de asistencia y asesoramiento financiero. Ha de advertirse que la eficacia
real de la función económica propia de estas sociedades se hace efectiva a través de un sistema de reafianzamiento de las
mismas en el que participa la Administración pública; esa actividad se lleva a cabo a través de las llamadas sociedades de
reafianzamiento, cuya finalidad es precisamente la de reforzar la solvencia de las sociedades de garantía recíproca. La nueva
Ley de Fomento a la Financiación Empresarial ha flexibilizado también el régimen de la financiación prestada por estas
sociedades eliminando formalidades, y ha fortalecido la garantía de los avales de refinanciación, previendo además que
podrá constituirse hipoteca de máximo a favor de las sociedades de garantía recíproca.
De acuerdo con su propia función económica, se explica que la propia Ley califique a estas sociedades como entidades
financieras sometidas al registro, control, vigilancia e inspección del Banco de España (arts. 1 y 66); es más, las propias
reglas de contabilidad de estas sociedades se aproximan a las previstas para las entidades de crédito, así lo dispone el
artículo 4 del Real Decreto 2345/1996, de 8 de noviembre, relativo a las normas de autorización administrativa y requisitos
de solvencia de estas sociedades, estando prevista su regulación específica por la Orden EHA/327/2009, de 26 de mayo,
sobre normas especiales para la elaboración, documentación y presentación de la información contable de las sociedades
de garantía recíproca. De ahí también el significado especial que en estas sociedades tiene el patrimonio social como
garantía de terceros, algo que se hace efectivo a través de una serie de disposiciones como son fundamentalmente las
siguientes: las que sometiendo el capital social a unos principios semejantes a los que se siguen para las sociedades
anónimas, resaltan su función de retención de valores en el activo; las que prevén la necesidad de que la sociedad
constituya un fondo de provisiones técnicas, y todas aquellas normas que, limitando el reparto de beneficios, someten a
control la distribución de las reservas de libre disposición y aquellas otras que para garantizar un mínimo de solvencia de
estas sociedades regulan la composición de sus recursos propios y el régimen de los mismos. Así como también las
exigencias que la reciente Ley de fomento a la financiación ha establecido, exigiendo que todos los miembros del consejo
de administración de estas sociedades sean personas de reconocida honorabilidad comercial y profesional, posean
conocimientos y experiencia adecuados para ejercer sus funciones y estén en disposición de ejercer el buen gobierno de la
entidad. Honorabilidad, conocimiento y experiencia que deberán concurrir también en sus directores generales y
asimilados, así como en los responsables de las funciones de control interno y de las personas que ocupen puestos clave
para el ejercicio diario de la actividad de la entidad. La valoración de esta idoneidad se someterá a los procedimientos
establecidos con carácter general para las entidades de crédito, y las propias sociedades establecerán los procedimientos
adecuados para llevar a cabo la selección y la evaluación continuada. De otro lado, cabe señalar que las sociedades de
garantía recíproca constituyen un tipo social en el que, por una parte, el capital social, el régimen de responsabilidad de sus
socios y la estructura y funcionamiento de sus órganos sociales se rigen por normas semejantes a las de las sociedades
anónimas; y, por otra parte, que respecto de la posición de los socios prevalece su carácter mutualista.
Ese carácter mutualista de las sociedades de garantía recíproca se pone de manifiesto en las finalidades propias de estas
sociedades, bien alejadas de la obtención de un beneficio repartible entre los socios. Al propio tiempo, se da en ellas la
nota de variabilidad de su capital social, algo que permite la continua incorporación y separación de socios como una forma
clara de hacer efectiva su finalidad social. Es importante también la proclamación como principio general de la igualdad de
derechos de todas las participaciones sociales y un régimen de representación en la junta general en el que sólo se admite
la representación por medio de otro socio, a la vez que se ponen limitaciones al número de representaciones y a los votos
delegados. Característica propia de estas sociedades es igualmente el hecho de que en ellas aparece como dato esencial
que los socios partícipes de la sociedad son al propio tiempo clientes exclusivos de la misma; doble condición de socio y
cliente que se refleja en la estructura de las relaciones sociales y que la Ley tiene buen cuidado de que no se proyecte de
forma abusiva sobre el régimen de los avales y de las garantías que prestan.
Las sociedades de garantía recíproca, en cuya denominación social debe figurar necesariamente la indicación de «sociedad
de garantía recíproca», o bien la abreviatura SGR, se constituirá mediante escritura pública que se inscribirá en el Registro
Mercantil, debiendo acompañar para ello la correspondiente autorización del Ministerio de Economía y Empresa (art. 13).
V. SOCIEDADES LABORALES Y SOCIEDADES PARTICIPADAS
1. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS
Las sociedades laborales no son ciertamente, como ya se ha dicho, sociedades de base mutualista, pero –como ya hemos
indicado– responden también a una finalidad de promoción social.
Nacidas en los años 70 como una vía alternativa al autoempleo colectivo por parte de los trabajadores, tuvieron su
reconocimiento en el artículo 129.2 de la Constitución y reguladas hasta el momento por la Ley 4/1997, de 24 de marzo,
que las configuró como sociedades que pueden adoptar la forma de sociedad anónima o de responsabilidad limitada con
un régimen especial para facilitar el acceso de los trabajadores de la empresa social a la titularidad del capital social, es
preciso señalar que aunque con esta ley se logró un avance importante en su regulación, desde hace tiempo se ha venido
poniendo de manifiesto la urgencia de su actualización normativa, para lograr su necesaria adaptación a las últimas
reformas de las sociedades de capital, en cuya estructura se integran, y por supuesto para que puedan servir mejor y de
forma más útil a las necesidades promocionales que ellas deben cubrir. A esta idea responde su nueva regulación en la Ley
4/2015, de 14 de octubre, cuya finalidad fundamental en relación con la regulación anterior ha sido la de flexibilizar y
favorecer al máximo los requisitos especiales que deben cumplir estas sociedades para facilitar su utilización como
instrumento del autoempleo colectivo.
La Ley establece una serie de requisitos que se han exigido siempre pero que han sido parcialmente remodelados y que son
constitutivos de la calificación de estas sociedades como laborales. Estos requisitos se refieren al concepto mismo de
sociedad laboral, a la constitución del capital social y a la formación de un fondo especial de reserva.
En primer lugar, por lo que se refiere al concepto de sociedad laboral, en su artículo 1, la Ley define a las sociedades
laborales como aquellas sociedades anónimas y de responsabilidad limitada que cumplan los requisitos siguientes:
– que al menos la mayoría del capital social sea propiedad de los trabajadores que presten en la sociedad servicios
retribuidos de forma personal y directa en virtud de una relación laboral por tiempo indefinido.
– que ninguno de los socios sea titular de acciones o participaciones que representen más de la tercera parte del capital
social; salvo que la sociedad se constituya inicialmente con dos socios con contrato por tiempo indefinido, en la que
tanto el capital social como los derechos de voto estén distribuidos al cincuenta por ciento, y con la obligación de
ajustarse al límite establecido anteriormente en el plazo 36 meses; o salvo que se trate de socios entidades públicas, de
participación mayoritariamente pública, entidades no lucrativas o de la economía social, en cuyo caso su participación
podrá superar el límite fijado sin alcanzar el cincuenta por ciento.
– que el número de horas-año trabajadas por los trabajadores con contrato por tiempo indefinido que no sean socios, no
sea superior al cuarenta y nueve por ciento del conjunto global de horas-año trabajadas en la sociedad laboral por el
conjunto de los trabajadores. Se excluye del cómputo el trabajo realizado por los trabajadores con cualquier clase de
discapacidad igual o superior al treinta y tres por ciento. Si los límites no fueran alcanzados, se dan unos plazos en la Ley
con sus consiguientes prórrogas para lograrlos.
En segundo lugar, por lo que se refiere al capital social de la sociedad laboral, habrá de estar dividido en acciones
nominativas o en participaciones, que tendrán todas el mismo valor nominal y conferirán los mismos derechos económicos
sin que sea válida la creación de acciones o participaciones sin derecho de voto.
Las acciones y participaciones se dividirán en dos clases, las que sean propias de los trabajadores cuya relación laboral sea
por tiempo indefinido, y que constituyen las acciones o participaciones correspondientes a «la clase laboral», y las restantes
que constituyen «la clase general». La propia sociedad laboral podrá ser titular de acciones de una y otra clase.
En tercer lugar, por lo que se refiere a la reserva especial, la sociedad deberá constituir una reserva propia de estas
sociedades, a parte de las legales o estatutarias. Esta reserva se dotará con el diez por ciento del beneficio líquido de cada
ejercicio hasta alcanzar al menos una cifra superior al doble del capital social. Dicha reserva solo podrá destinarse a la
compensación de pérdidas, en el caso de que no existan otras reservas disponibles para este fin, y a la adquisición por la
sociedad de sus propias acciones o participaciones que deberán ser enajenadas a favor de los trabajadores de la sociedad
con contrato indefinido.
La calificación de sociedad laboral corresponde al Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social o a las
Comunidades Autónomas que hayan recibido el correspondiente traspaso de funciones y servicios (RD 2114/1998, de 2 de
octubre) y se inscribirá en un registro de sociedades laborales creado a efectos administrativos en dichos organismos. La
sociedad gozará de personalidad jurídica desde su inscripción en el Registro Mercantil, aunque para la inscripción en este
registro como sociedad laboral deberá aportarse el certificado que acredite su calificación como tal y su inscripción en el
registro administrativo correspondiente. Ha de advertirse que la calificación de una sociedad como laboral podrá solicitarse
tanto si es de nueva constitución, como si se trata de una sociedad anónima o limitada ya constituida, entendiéndose en
este caso que no hay transformación, ni se aplicarán las normas de la transformación.
En la denominación de estas sociedades deberá figurar la indicación «sociedad anónima laboral», «sociedad limitada
laboral», o «sociedad de responsabilidad limitada laboral» o sus abreviaturas «SAL» «SLL» o «SRL».
Cabe señalar, finalmente, en cuanto a su régimen jurídico, que las peculiaridades en la regulación de estas sociedades se
proyectan de una manera especial sobre el régimen propio de la transmisión de las acciones y de las participaciones
sociales y sobre el ejercicio del derecho de suscripción preferente, así como también sobre la incidencia de la extinción de
la relación laboral del socio trabajador sobre la titularidad de sus acciones o participaciones. En todos estos supuestos la ley
realiza una regulación muy precisa, en la que tratando de no perjudicar la posición de los socios titulares de las acciones o
participaciones y por supuesto ofreciendo garantías sobre su valoración económica, trata de potenciar al máximo su
adquisición por parte de los trabajadores por tiempo indefinido que no sean socios de la sociedad.
Se trata de sociedades a las que se les atribuye un sistema especial de beneficios fiscales.
La Ley 44/2015 de 14 de octubre, ha regulado junto a las sociedades laborales las llamadas sociedades participadas por los
trabajadores. En este caso no puede decirse que se haya configurado una categoría especial de sociedades con algunos
rasgos estructurales, sino sencillamente de consagrar una política social de participación de los trabajadores en la empresa
social aunque no lleguen a los términos ya flexibilizados al máximo de las sociedades laborales. La idea es promover la
creación y el desarrollo de sociedades que presente una especial sensibilización hacia la participación del trabajo en la
empresa y hacia compromisos de igualdad de trato, inserción social y otros propios de la economía social.
Se trata de sociedades anónimas y de responsabilidad limitada que cuenten con trabajadores que tengan participación en
el capital o en los resultados de la sociedad, participación en los derechos de voto, o en la toma de decisiones de la
sociedad, y que adopten una estrategia que fomente la incorporación de los trabajadores a la condición de socios. Estas
sociedades serán reconocidas como tales por el Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social de acuerdo con el
procedimiento que se establezca.
LECCIÓN 30 UNIONES DE EMPRESAS Y GRUPOS DE SOCIEDADES
Sumario: I. Tipología de las vinculaciones entre empresas 1. Consideraciones generales 2. Uniones consorciales 3. Sindicatos y
cárteles 4. Alianzas estratégicas, comunidades de intereses y grupos de sociedades 5. Referencia a la joint venture o sociedad
conjunta
II. Significado general de los grupos de sociedades 1. La noción de grupo de sociedad: unidad doctrinal versus variedad legal 2.
Tipología básica de los grupos de sociedades 3. Función económica de los grupos de sociedades
III. Problemática jurídica de los grupos de sociedades 1. Planteamiento de la cuestión: el desfase entre el derecho de
sociedades y la realidad de los grupos de sociedades 2. La formación del grupo de sociedades y la protección de los
accionistas de la sociedad dominante 3. La protección de los socios externos de las sociedades filiales 4. Especial referencia al
régimen de las operaciones vinculadas intragrupo 5. La protección de los acreedores de las sociedades filiales 6. Referencia a
la consolidación contable

I. TIPOLOGÍA DE LAS VINCULACIONES ENTRE EMPRESAS


1. CONSIDERACIONES GENERALES
La fenomenología de las uniones o vinculaciones entre empresas que registra la vida de los negocios presenta tal riqueza y
variedad que no es posible clasificarla con arreglo a un único criterio o explicarla en atención a un único factor. Ni siquiera la
idea de concentración económica, que suele adoptarse como rúbrica genérica para el encuadramiento de todos estos
fenómenos, cumple satisfactoriamente ese cometido. La experiencia muestra, en efecto, que no todas las vinculaciones son
concentrativas en el sentido de dirigirse a una integración empresarial de sus miembros. A menudo, obedecen a propósitos
de otra naturaleza: de cooperación (agrupación de esfuerzos para mejorar las actividades propias); de coordinación
(regulación de las relaciones de competencia); o de simple racionalización (reestructuración de la organización
empresarial). No hay que descartar, sin embargo, que en muchos casos esos objetivos –cooperación, coordinación,
racionalización y concentración– se solapen o superpongan.
Partiendo de esta premisa, y renunciando de antemano a definir un cuadro cerrado de las formas de vinculación
empresarial, podemos ensayar una ordenación descriptiva de su fenomenología en función de la intensidad del vínculo
establecido entre las empresas agrupadas. Si definimos la intensidad del vínculo atendiendo al grado de unificación de la
política empresarial que entraña, observaremos que, normalmente, las uniones que tienen una finalidad estrictamente
cooperativa son más débiles que las inspiradas en una finalidad de coordinación; y éstas, a su vez, suelen ser menos fuertes
que las motivadas por razones de integración o de reorganización empresarial.
2. UNIONES CONSORCIALES
Las denominadas uniones consorciales son probablemente las formas de vinculación empresarial menos intensas. No
tienen por objetivo unificar las políticas empresariales de las empresas agrupadas, sino arbitrar mecanismos de
cooperación aptos para promover o facilitar el desarrollo de sus propias actividades. Los consorcios se constituyen, en
efecto, para abaratar determinados costes de explotación de las empresas asociadas (por ej., los costes relativos a la
comercialización de un producto o a la implantación de un sistema informático) o para afrontar inversiones que exceden de
la capacidad financiera o del nivel de riesgo que puede asumir cada una de ellas (por ej., un programa de investigación en I
+ D o la apertura de una oficina común en el extranjero). La causa que los anima es de apoyo mutuo, y ello con
independencia de la forma jurídica que adopten, que puede ser muy variada:
a) El ordenamiento societario cuenta con algunas figuras ad hoc, específicamente pensadas para cumplir fines
consorciales. Una de ellas es la cooperativa de empresarios (por ej., las cooperativas farmacéuticas o de minoristas);
pero aquí hemos de destacar sobre todo la agrupación de interés económico, cuya finalidad legal típica es
precisamente «facilitar el desarrollo o mejorar los resultados de la actividad de sus socios» (art. 2.1 LAIE). Piénsese en
ese sentido, por ejemplo, en una Agrupación de Interés Económico que agrupando a empresas y entidades públicas
tenga por finalidad la elaboración y desarrollo de acciones de promoción y potenciación de la actividad y competitividad
de un puerto o de un sector económico regional.
b) Otra figura que merece ser recordada en este contexto es la unión temporal de empresas (UTE). Prevista en el artículo
7 de la Ley 18/1982, de 26 de mayo, sobre Régimen Fiscal de Agrupaciones y Uniones Temporales de Empresas, su
cometido es arbitrar un «sistema de colaboración entre empresarios (...) para el desarrollo o ejecución de una obra,
servicio o suministro». Dentro de las distintas formas de consorcios, la unión temporal está orientada a facilitar aquellas
modalidades de cooperación interempresarial necesarias para llevar a cabo obras que, por su envergadura, sobrepasan
las capacidades individuales de quienes la forman. No es de extrañar, por ello, que se hayan desarrollado especialmente
en el sector de las obras públicas y construcción de grandes infraestructuras.
c) Como figura consorcial, cabe destacar igualmente la sociedad civil, que ofrece cobertura a las modalidades de
cooperación interempresarial más rudimentarias y también más difundidas en la práctica: las ocasionales y las no
necesitadas de una organización compleja ( v.gr., el acuerdo de dos empresas para realizar conjuntamente una campaña
publicitaria o para adquirir y usar en común maquinaria muy costosa). La vida de los negocios registra, en efecto, una
incontable variedad de acuerdos de cooperación entre empresas que, no obstante el silencio de los contratos, debe
reconducirse al esquema de la sociedad civil interna (art. 1669 CC). Por su interés para el estudioso del Derecho
mercantil, habría que destacar los llamados «créditos sindicados» y los «consorcios de emisión», cuyas variantes
fenomenológicas son innumerables. Se trata básicamente de supuestos en que dos o más bancos se asocian a fin de
realizar operaciones propias de su actividad: por ejemplo, la concesión de un crédito por lo general muy cuantioso o la
colocación de emisiones de acciones u obligaciones. Aun cuando no siempre se reconoce así, la naturaleza societaria de
estas operaciones parece indiscutible a la vista del fin común consorcial que las anima y de la circunstancia de que el
resultado negocial perseguido sólo puede alcanzarse mediante la colaboración de todos. En todo caso, se trata de una
sociedad interna sin personalidad jurídica, meramente ocasional y que carece de patrimonio común.
d) Finalmente, ha de recordarse que las uniones consorciales pueden arbitrarse, además, a través de cualquiera de los
tipos societarios generales que conoce el Derecho mercantil, desde la sociedad colectiva a la sociedad anónima.
3. SINDICATOS Y CÁRTELES
Los sindicatos y cárteles entrañan un grado mayor de unificación de las políticas empresariales de las sociedades que los
suscriben, puesto que sus objetivos típicos son coordinar las estrategias de las empresas con el fin de regular y, en
definitiva, de reducir o excluir la competencia entre ellas. Las modalidades de aparición son muy variadas, en función de
que busquen establecer precios (cárteles de precios) o condiciones de venta unitarias; limitar la producción o asignar a cada
empresa una determinada cuota de producción (cárteles de contingentación); distribuir territorialmente los mercados
(cárteles de reparto de mercados); estandarizar los productos (cárteles de racionalización); repartirse la actividad dentro de
un proceso productivo (cárteles de especialización); organizar la venta en el extranjero (cárteles de exportación); etc.
Bajo el cártel se esconde normalmente, aunque no necesariamente, un contrato de sociedad. La razón de esta calificación
se halla en la existencia de un fin común, que se cifra en la intención de influir sobre el mercado (el hecho de que cada
partícipe aspire a obtener una ventaja individual no es incompatible con la existencia de un fin común stricto sensu). La
sociedad civil (interna) constituye la forma usual de los cárteles simples dirigidos a fijar precios y condiciones unitarias o a
repartirse los mercados a través de acuerdos meramente obligatorios que no trascienden al exterior. No obstante, en
algunas ocasiones, cuando el cártel está llamado a tener relaciones externas, las partes suelen recurrir a formas societarias
con personalidad jurídica y, en especial, a la sociedad anónima y la sociedad limitada. Esto ocurre normalmente cuando el
cártel o sindicato se constituye con un órgano central de vigilancia y control, de distribución de productos, de centralización
de ventas, etc. En tales supuestos, el grado de unificación de las empresas vinculadas es mayor, puesto que su autonomía se
supedita a las directrices y consignas de ese órgano central.
No hace falta decir que la sociedad normalmente será nula por infracción de la prohibición de las prácticas colusorias
contenida en el artículo 1 de la Ley de Defensa de la Competencia. Quedan a salvo, no obstante, las hipótesis en que el
cártel se halle autorizado o exento en los términos previstos en los artículos 2 a 5 de la citada Ley (v. art. 1.2 LDC).
4. ALIANZAS ESTRATÉGICAS, COMUNIDADES DE INTERESES Y GRUPOS DE SOCIEDADES
De todas las figuras anteriores han de separarse aquellas uniones de empresas directamente establecidas con el fin de
influir en la gestión y, por tanto, con el efecto de reducir la autonomía económica y organizativa de sus miembros. Aun
cuando el objetivo explícito de estas uniones es la unificación de las políticas empresariales, pueden distinguirse diversos
grados de intensidad. Cabe mencionar, en primer lugar, las comunidades de ganancias o pools, en cuya virtud dos o más
empresas acuerdan poner en común sus ganancias durante un determinado período contable o de manera indefinida y
distribuirlas de conformidad a determinados criterios. Las ganancias objeto del acuerdo pueden ser todas, aunque a
menudo se limitan a las generadas en una determinada rama de actividad. Frecuentemente, también se complementa la
pura comunidad de ganancias con acuerdos de intercambio de información, de clientes o de tecnología, con el
establecimiento de participaciones recíprocas, con el nombramiento de administradores cruzados e incluso con el
compromiso de gestionar en común las distintas empresas.
De esas comunidades de ganancias y comunidades de intereses no es fácil separar lo que en medios financieros
acostumbran a denominarse alianzas estratégicas, cuya finalidad consiste normalmente en sentar las bases de políticas
empresariales –sectoriales o generales– comunes. Los acuerdos que están en la base de dichas alianzas, especialmente
conocidas en el caso de líneas aéreas, suelen reforzarse con intercambios de información, de administradores, de
participaciones o de activos industriales especialmente valiosos y, con frecuencia, constituyen el primer paso en el camino
hacia una mayor integración a través de la fusión o de la creación de un grupo de empresas.
Desde el punto de vista jurídico, todas estas combinaciones –comunidades de ganancias, comunidades de intereses,
alianzas estratégicas, etc.–, en la medida en que normalmente se reflejan en acuerdos puramente obligatorios entre las
partes, deben calificarse como sociedades civiles internas. No hay que descartar, sin embargo, que se recurra a tipos
societarios externos, sean consorciales (por ej., la agrupación de interés económico) o generales (sociedad anónima o
limitada), con el fin de crear un órgano de gestión común.
En el tramo final de la escala de las vinculaciones empresariales encontramos el grupo de sociedades, que se caracteriza
precisamente por un mayor grado de unificación de la política empresarial de las empresas agrupadas. De esta figura nos
ocuparemos por extenso en las secciones II y III de la presente lección.
5. REFERENCIA A LA JOINT VENTURE O SOCIEDAD CONJUNTA
Las distintas formas de integración empresarial que hemos descrito para ordenar las vinculaciones entre empresas son
parte de una tipología fluida donde no es fácil trazar fronteras. De hecho, según advertíamos, los fines buscados con las
distintas formas de vinculación a menudo se solapan o superponen. Una muestra muy ilustrativa de esta polivalencia
funcional de las formas de vinculación nos la ofrece la joint venture o sociedad conjunta, que puede constituirse tanto con
fines de cooperación, como de coordinación, como de concentración stricto sensu. Por esta razón, desde el punto de vista
del Derecho de la competencia, el problema característico que presentan las sociedades conjuntas consiste en determinar
si están fuera de la disciplina protectora de la libre competencia, si quedan comprendidas en el ámbito de las prácticas
colusorias o si caen bajo el control de concentraciones (resulta instructiva a este respecto la Comunicación de la Comisión
Europea sobre operaciones de concentración y de cooperación de 2 de marzo de 1998).
La figura de la joint venture abarca una gama amplísima de acuerdos de colaboración entre empresas y puede dar lugar a
acuerdos de naturaleza puramente contractual o dar origen a una nueva sociedad. Éste último es el caso de lo que se
conoce como filiales comunes. En su expresión más típica, la filial común constituye una sociedad –generalmente una
sociedad anónima o de responsabilidad limitada– constituida y participada al 50 por 100 por dos empresas o grupos de
empresas con el objeto de introducirse en un nuevo mercado (por ej., una compañía extranjera se asocia con un socio
«local» para aprovechar su red de distribución); para desarrollar un nuevo producto (dos compañías automovilísticas se
asocian para desarrollar un nuevo prototipo); o para cualquier otro fin de interés común. La sociedad conjunta constituye a
menudo un reto para el abogado o profesional del Derecho, pues ha de elaborar los estatutos de la sociedad y, en su caso,
los pactos parasociales de los socios, con el fin de reglamentar el reparto de los poderes de gestión, de los beneficios (que a
menudo no coinciden con la proporcionalidad del voto), los derechos de veto y las formas arbitrales para salir de las
situaciones de bloqueo en las votaciones.
La constitución de la joint venture viene precedida de ordinario por un acuerdo entre las partes en el que establecen las
bases de la colaboración (joint venture agreement). El acuerdo recoge la decisión de crear la nueva sociedad, sus objetivos
y las reglas básicas de su organización y funcionamiento. Este acuerdo preliminar –un verdadero precontrato– debe
calificarse como sociedad civil interna, que tiene por objeto la fundación de la sociedad conjunta. La sociedad civil se
extingue, como es natural, cuando se cumple el fin social, es decir, cuando se constituye la joint venture, aun cuando es
posible que esa sociedad pueda subsistir en cuanto contenga pactos parasociales referidos al funcionamiento y gestión de
la filial común.
II. SIGNIFICADO GENERAL DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES
1. LA NOCIÓN DE GRUPO DE SOCIEDAD: UNIDAD DOCTRINAL VERSUS VARIEDAD LEGAL
Como hemos anticipado, la figura prominente dentro de la fenomenología de las vinculaciones empresariales es, sin duda
alguna, el grupo de sociedades, que puede definirse como la organización de varias sociedades jurídicamente
independientes bajo una dirección económica unitaria. Los elementos básicos de esta definición son dos. El primero viene
dado por la independencia jurídica de las sociedades que forman parte del grupo; las sociedades agrupadas mantienen, en
efecto, su autonomía jurídica tanto en el ámbito patrimonial como en el ámbito organizativo. El segundo elemento –el
elemento verdaderamente decisivo– consiste en la unidad de la dirección económica de las sociedades agrupadas; sólo
cabe hablar de grupo, en efecto, cuando la diversidad de sus miembros está efectivamente sujeta a la unidad de dirección,
de tal modo que, en realidad, existe una estrategia general del conjunto fijada por el núcleo dirigente que articula la
actividad de todas las sociedades.
La dirección unitaria determina la sujeción de las empresas agrupadas a una política empresarial común, que puede afectar
a uno o más aspectos de la actividad (política de producción, política comercial, política de personal, etc.) en función de los
grados de centralización o descentralización del grupo, que en la práctica son muy variados. En todo caso, para que
efectivamente pueda hablarse de una dirección unitaria parece necesario que al menos se hallen centralizadas las
decisiones financieras (decisiones sobre necesidades de capital y modos de cubrirlas, sobre políticas de dividendos y
reservas, sobre redistribución de recursos financieros del grupo entre unos y otros proyectos presentados por las distintas
sociedades, etc.). Conviene advertir que, con arreglo a este planteamiento, que en general es pacífico en la doctrina, lo
específico del grupo de sociedades no se halla propiamente en la existencia de una situación de dominio o control de unas
sociedades por parte de otras (sociedades dominantes y sociedades dependientes), sino en la existencia de una efectiva
dirección económica unitaria.
Es cierto, sin embargo, que los textos legales más relevantes que delimitan en nuestro ordenamiento la noción de grupo no
exigen la «dirección económica unitaria», sino que se conforman con la existencia de una «relación de dominio o control».
Es ilustrativo en este aspecto el artículo 18 de la Ley de Sociedades de Capital o el artículo 42 del Código de Comercio
después de la reforma obrada por la Ley 16/2007, de 4 de julio. La noción de grupo que recoge esta última norma no se
funda ya –como sucedía en la versión anterior– en la dirección unitaria (o en la «unidad de decisión»), sino en la mera
posibilidad de dirección unitaria que brinda la existencia de control. Así se deduce del tenor de la norma que vincula la
existencia de grupo al hecho de que una sociedad «ostente o pueda ostentar directa o indirectamente el control de otra u
otras». La existencia de control se presume en aquellos casos en los que una sociedad –la sociedad dominante– se
encuentra en alguna de las siguientes situaciones en relación con otra sociedad –la sociedad dependiente–: a) poseer la
mayoría de los derechos de voto; b) tener la facultad de nombrar o destituir a la mayoría de los miembros del órgano de
administración; c) poder disponer, en virtud de acuerdos celebrados con terceros, de la mayoría de los derechos de voto; o
d) haber designado con sus votos a la mayoría de los miembros del órgano de administración, que desempeñen su cargo en
el momento en que deban formularse las cuentas consolidadas y durante los dos ejercicios inmediatamente anteriores. En
particular, se presumirá esta circunstancia cuando la mayoría de los miembros del órgano de administración de la sociedad
dominada sean miembros del órgano de administración o altos directivos de la sociedad dominante o de otra dominada por
ésta.
Otros preceptos, sin embargo, delimitan la noción de grupo atendiendo al criterio de la dirección unitaria efectiva. Son
paradigmáticos en este sentido el artículo 7 de la Ley de Defensa de la Competencia, el artículo 78.1 de la Ley de
Cooperativas o el antiguo artículo 4 de la Ley del Mercado de Valores, antes de la modificación operada en su redacción por
la Ley 47/2007, de 19 de diciembre.
2. TIPOLOGÍA BÁSICA DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES
Si reservamos la noción de grupo para referirnos, con las cautelas antes establecidas, a aquellos supuestos en que una
pluralidad de empresas queda sujeta a una dirección económica común, resulta claro que la tipología básica de los grupos
de sociedades ha de ordenarse en función del origen y naturaleza de esa dirección económica común o unitaria. Bajo esta
perspectiva, pueden ensayarse varias clasificaciones.
a) La primera distingue entre grupos de derecho y grupos de hecho . Los grupos de derecho serían aquellos que resultan
de la adopción de los cauces jurídicos específicos eventualmente previstos para la creación del grupo (por ej., un
contrato de dominación), y a cuya organización y funcionamiento se ha de aplicar un régimen jurídico excepcional que
deroga ciertas reglas generales del Derecho de sociedades (se legitima el poder de dirección de la sociedad dominante;
se subordina el interés de las sociedades al interés del grupo), estableciendo, en contrapartida, mecanismos de
protección para los socios minoritarios y los acreedores sociales. A diferencia de lo que sucede en otros ordenamientos,
en nuestro Derecho no están regulados estos cauces con carácter general y, por tanto, en rigor, tiene poco sentido
hablar de grupos de derecho –hecha excepción del «grupo de cooperativas» ya referido o sobre su modelo, de los
llamados Sistemas Institucionales de Protección (SIP) en el caso de las cajas de ahorro previstos en el Real Decreto-ley
6/2010–. En realidad, la única figura relevante en nuestro tráfico es la del grupo de hecho. Los grupos de hecho, como
se ha dicho con acierto, se definen negativamente por fundarse en circunstancias de variada índole –participaciones
mayoritarias, acuerdos parasociales, uniones personales, etc.– a los cuales la Ley no asocia, en principio, ningún régimen
jurídico específico sobre esos grupos.
b) Más significativa es la clasificación basada en la naturaleza de las relaciones de las que nace o en las que se apoya la
dirección común. Bajo esta perspectiva, pueden distinguirse los grupos dominicales, los grupos contractuales y los
grupos personales. Los más importantes son, sin vacilación alguna, los grupos dominicales, así llamados por fundarse
el control y la efectiva dirección de la sociedad matriz en la propiedad de las participaciones de las sociedades
dependientes. Lo distintivo en ellos es que la sociedad dominante ostenta, directa o indirectamente, la titularidad del
paquete de control.
Los grupos contractuales se caracterizan porque en ellos la dirección común o unitaria tiene su origen en relaciones
contractuales entre la sociedad dominante y las sociedades dependientes. La tipología de esos contratos es muy
variada. De un lado, han de incluirse en esta categoría los denominados contratos de empresa, como el contrato de
atribución de ganancias (por el cual una sociedad se obliga a transferir sus ganancias a otra sociedad, a cambio de que
aquélla le asegure ciertos rendimientos), el contrato de arrendamiento o cesión de la explotación de la empresa (por el
cual una sociedad cede a otra la explotación y disfrute de la empresa contra un determinado precio), el contrato de
gestión de empresa (por el cual una sociedad se obliga a gestionar los negocios de otra sociedad en nombre y por
cuenta de ésta), entre otros. De otro lado, también pueden integrarse en esta categoría aquellos contratos ordinarios
que, en casos concretos, son igualmente susceptibles de crear relaciones de dependencia o sumisión a una dirección
económica única entre sociedades (contratos de licencia, contratos de suministro, contratos de préstamo, contratos de
distribución, etc.). Y, del mismo modo, deben incluirse en esta categoría los contratos que están en la base de buena
parte de los llamados grupos de coordinación, a los que aludiremos en seguida.
Los grupos personales se distinguen, en fin, por tener su origen en relaciones personales. La dirección económica
unitaria se funda en la identidad o comunidad de los administradores. No es que los administradores coincidan porque
hay grupo. Antes al contrario: hay grupo porque los administradores coinciden. La coincidencia se basa normalmente en
razones familiares o financieras. Algunos preceptos de nuestra legislación contemplan esta hipótesis al presumir,
adecuadamente, la existencia de un grupo cuando se produce una comunidad de la mayoría de administradores (v. arts.
42.2 C. de C. y el derogado 4.II LMV, ambos in fine).
c) Una tercera clasificación, fundada en la estructura de la dirección común, distingue entre los grupos de subordinación
y los grupos de coordinación. El grupo de subordinación –o grupo vertical– es el grupo por excelencia y, de hecho, la
mayor parte de la fenomenología que nos muestra la práctica se ajusta a este modelo de organización. Estos grupos se
caracterizan por hallarse las sociedades agrupadas en una relación jerárquica de dependencia entre sí. Hay una sociedad
dominante y, por debajo, están las sociedades dependientes. En cambio, lo específico de los grupos de coordinación –o
grupos horizontales– es su estructura democrática o, si se prefiere, paritaria. En este caso, en efecto, las sociedades
agrupadas, aun cuando se hallan sujetas a una dirección económica unitaria, se mantienen independientes y, como
tales, participan en la definición de la política empresarial común. Las sociedades transfieren voluntariamente las
competencias decisorias a una instancia superior de dirección de la que forman parte en pie de igualdad. Y la forma de
articulación de esa instancia central, a la que se responsabiliza de la coordinación de las actividades de las sociedades
agrupadas, puede traducirse en la creación de una sociedad, que actuará como órgano especial de dirección o asumirá
modalidades más discretas con eficacia meramente interna, en cuyo caso nos hallaremos nuevamente ante una
sociedad civil interna.
3. FUNCIÓN ECONÓMICA DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES
En muchos casos, la formación del grupo de sociedades es el resultado de un proceso de concentración económica
(integración lateral, vertical u horizontal). Así sucede, desde luego, cuando el grupo se forma externamente, es decir,
cuando una sociedad adquiere el control sobre otras sociedades mediante la adquisición de la mayoría del capital (por ej.,
mediante una OPA) o mediante otras técnicas contractuales o personales. Sin embargo, no hay en rigor integración o
concentración económica cuando el grupo se origina internamente, mediante la reorganización de una sociedad en filiales
(filialización o segregación de activos) o por medio de la paulatina constitución de nuevas sociedades para diversificar el
crecimiento de la empresa y encauzar la explotación de las nuevas oportunidades de negocio que van presentándose. Por
tanto, frente a lo que a menudo se afirma, el fenómeno de los grupos no puede asociarse exclusivamente a la
concentración económica. De hecho, incluso en los supuestos de génesis externa, el grupo no se caracteriza propiamente
por su función concentrativa, ya que ésta puede realizarse o alcanzarse a través de otras vías alternativas y, señaladamente,
a través de la fusión. La específicidad del grupo es organizativa. Con frecuencia el grupo se nos presenta como una
estructura híbrida o intermedia entre la empresa y el mercado cuya raciionalidad es reducir los costes de transacción y,
específicamente, los asociados a las inversiones específicas o idiosincráticas (la dirección unitaria asegura la estabilidad y
adaptabilidad de los contratos a largo plazo y evita el riesgo de hold-up).
En otras ocasiones, en cambio, el grupo de sociedades ha de verse sobre todo como una forma de empresa –la empresa
policorporativa– y, bajo ese punto de vista, entenderse como una respuesta organizativa de las fuerzas del mercado a las
exigencias de racionalización que impone el crecimiento de las empresas en dimensión, complejidad, nivel de actividades e
implantación territorial.
Los factores que intervienen en ese proceso de racionalización son de muy diversa índole. Entre ellos destacan, en primer
lugar, la diversificación de riesgos. Los grupos se forman a menudo con el fin de reducir el riesgo empresarial:
fragmentando la empresa en distintas unidades, con personalidad jurídica propia, se crean compartimentos estancos y se
aminora el riesgo general de insolvencia (el concurso de una unidad no contagia a las demás). No obstante, la
diversificación de riesgos puede ser también geográfica. Y en este caso, la organización del grupo mediante sociedades
«nacionales» o «regionales» limita los riesgos asociados a cada de una de las economías nacionales o regionales a las
filiales que operan en ellas. Otro factor a tener en cuenta en la génesis de los grupos es la especialización de actividades.
Las estructuras de grupo se revelan, en efecto, especialmente indicadas para los llamados «conglomerados empresariales»,
pues las exigencias de dirección y de circulación separada de las múltiples y distintas actividades económicas pueden
atenderse mejor mediante estructuras jurídicas independientes. Y, finalmente, también suele ser determinante en la
formación de los grupos la flexibilización de la organización. Ello es así, de modo especial porque la división de la empresa
en unidades jurídicas independientes facilita la descentralización de la administración (la cercanía de las decisiones a los
centros de interés).
III. PROBLEMÁTICA JURÍDICA DE LOS GRUPOS DE SOCIEDADES
1. PLANTEAMIENTO DE LA CUESTIÓN: EL DESFASE ENTRE EL DERECHO DE SOCIEDADES Y LA REALIDAD DE LOS
GRUPOS DE SOCIEDADES
Una vez delimitados los contornos económicos del fenómeno de los grupos, hemos de analizar su problemática jurídica, y la
primera cuestión que se suscita en este ámbito consiste precisamente en discernir por qué resulta jurídicamente relevante
el grupo de sociedades. La respuesta a este interrogante tiene que ver con el desfase existente entre la estructura del
Derecho de sociedades y la realidad organizativa y patrimonial de las sociedades que forman parte de un grupo. El Derecho
de sociedades ha sido construido tradicionalmente bajo el modelo de una sociedad independiente, con una voluntad social
propia formada en el seno de sus órganos y actuando en persecución de un interés social autónomo. Al introducirse el
grupo en este escenario, se producen algunas distorsiones que es necesario reajustar y algunas deficiencias que es
necesario suplir. Un buen ejemplo de las primeras son las distorsiones contables, que –como veremos más adelante– tratan
de reajustarse o corregirse mediante la obligación de consolidar las cuentas (v. núm. 6). Pero es probablemente en el
terreno de las deficiencias donde se sitúan los problemas más graves. La intervención del grupo determina importantes
lagunas de protección que, como frecuentemente sucede en la experiencia jurídica, están llamadas a ser colmadas por la
doctrina y la jurisprudencia en el ámbito del desarrollo del Derecho secundum legem. Las mencionadas lagunas de
protección se registran tanto en el centro como en la periferia del grupo:
a) En el centro –en la sociedad dominante–, porque la organización de la empresa bajo la estructura de grupo erosiona
intensamente las competencias de la junta general y, por tanto, el papel de los accionistas. La razón de ello se
comprende fácilmente: la transferencia de la explotación empresarial a sociedades filiales desapodera a la junta general
de accionistas de la sociedad matriz de las decisiones de su incumbencia sobre esos activos. Las competencias pasan al
órgano de administración de esa sociedad dominante, órgano que concurre a las juntas generales de las sociedades
dependientes en representación de la matriz. Esta circunstancia determina la necesidad de configurar instrumentos de
protección de los accionistas de la sociedad matriz.
b) En la periferia del grupo, las lagunas de protección surgen como consecuencia de la quiebra de la autonomía de las
sociedades filiales. Esta quiebra se advierte tanto en el plano organizativo como en el plano patrimonial. En el plano
organizativo, porque la sociedad se ve sujeta a una dirección externa, cuya determinación queda en buena medida fuera
de la esfera de influencia y decisión de sus órganos de gobierno. La junta general queda vaciada de contenido; es como
un órgano fantasma, la longa manus del órgano de administración central. Algo similar ocurre con el órgano de
administración, que queda muy limitado o mediatizado por su dependencia jerárquica de la dirección del grupo.
También corre riesgo de alterarse la ley que preside la organización y gestión de la sociedad filial –el interés social– a
manos de la ley que preside la organización y gestión del conjunto –el interés del grupo–.
En el plano patrimonial, la autonomía de cada sociedad queda también expuesta al riesgo permanente de resultar
desbaratada por las políticas de transferencias que tienen lugar en ese mercado interno que surge dentro del grupo:
transferencias de activos de una sociedad a otra; transferencias de capitales; transferencias de actividad; transferencias
de personal; transferencias de pérdidas o de ganancias. Es sabido que, de manera abierta u oculta, los grupos suelen
ajustar los intercambios y transferencias en función de conveniencias estratégicas, que generalmente coinciden con los
intereses de la sociedad dominante.
Esta ruptura de la autonomía organizativa y patrimonial desemboca en la imperiosa necesidad de buscar mecanismos
de protección para los socios externos de las sociedades filiales (es decir, para los socios minoritarios de las sociedades
filiales) y, en ocasiones también, para los propios acreedores de las sociedades filiales. Y éstos son los retos o desafíos
que plantea al jurista el Derecho de grupos. Con frecuencia, nuestros tratadistas se muestran pesimistas respecto a la
capacidad de la doctrina y de la jurisprudencia para construir mecanismos de protección eficaces en los intersticios del
Derecho en vigor y, por ello, reclaman insistentemente la intervención de legislador. Nuestro punto de vista es algo más
optimista respecto de la labor de la doctrina y también algo más desconfiado acerca de la capacidad del legislador para
regular de manera precisa y correcta cuestiones tan complejas.
2. LA FORMACIÓN DEL GRUPO DE SOCIEDADES Y LA PROTECCIÓN DE LOS ACCIONISTAS DE LA SOCIEDAD
DOMINANTE
Como ya hemos insinuado, la formación del grupo de sociedades tiene lugar a menudo mediante la fundación de nuevas
sociedades o la adquisición de otras ya preexistentes que explotan negocios incluidos en el objeto social. El crecimiento de
la empresa por esta vía determina una cierta limitación de las competencias de la Junta General y, por tanto, de los
derechos administrativos de los accionistas de la sociedad matriz, toda vez que las decisiones soberanas en relación a esas
sociedades del grupo quedan de hecho transferidas al órgano de administración. Consciente de los riesgos que pueden
entrañar estas prácticas, el ordenamiento disponía hasta hace poco de una cautela ad hoc, a decir verdad más formal que
material. Nos referimos a la denominada cláusula de objeto indirecto recogida en el artículo 117.4 del Reglamento del
Registro Mercantil de 1989, en cuya virtud la posibilidad de desarrollar la empresa mediante sociedades filiales quedaba
supeditada a la existencia previa de la correspondiente autorización estatutaria. Pero la cláusula fue suprimida en la
reforma reglamentaria de 1995, por lo que ahora ha de entenderse –de conformidad con la doctrina tradicional– que el
órgano de administración está sin más facultado para fundar o adquirir sociedades filiales, siempre y cuando su objeto
coincida con el de la sociedad dominante (v. STS de 9 de mayo de 1986; Ress. DGRN de 6 de diciembre de 1954 y de 18 de
mayo de 1986). La reforma de la reforma, controvertida sobre todo por aquellos que veían en el viejo artículo 117.4 del
Reglamento del Registro Mercantil una pieza adelantada del Derecho de grupos por venir, ha de considerarse acertada. Los
inconvenientes prácticos que ocasionaba la cláusula de objeto indirecto eran muy superiores a sus ventajas. El problema
que trataba de atajar no reviste, por lo demás, especial gravedad, puesto que al fin y al cabo la formación del grupo por esa
vía no afecta al corazón del negocio, que continúa en manos de la sociedad matriz.
El verdadero problema se presenta cuando la formación del grupo afecta al corazón del negocio, es decir, cuando conduce a
hurtar a la sociedad matriz y, por tanto, a sus accionistas el control directo de partes sustanciales de la explotación. El
supuesto paradigmático se presenta con las llamadas operaciones de «filialización», que tienen lugar cuando una sociedad
operativa se reestructura como sociedad holding. La estrategia empleada a tal fin consiste en segregar los activos
industriales o comerciales que constituyen la base de la explotación a favor de una o varias filiales de nueva constitución. La
sociedad aporta sus activos y, a cambio, obtiene las acciones o participaciones de las filiales.
Los riesgos asociados a estas operaciones de reorganización son manifiestos. El origen de todos ellos, según se ha
recordado ya, radica en la alteración material de la distribución de competencias entre los órganos de la sociedad que traen
consigo. Dicha alteración se traduce en el incremento de los poderes del órgano administrativo y en el correlativo
debilitamiento de las facultades de la junta general, a la que de este modo se sustraen, por ejemplo, las decisiones sobre
política del capital o sobre política de dividendos. En efecto, si la sociedad matriz queda reducida a una pura sociedad
holding, la captación de recursos para acometer nuevos proyectos de inversión a través de las oportunas ampliaciones de
capital se decidirá en las sociedades industriales operativas y, por tanto, la decisión quedará en manos de los
administradores, que son los encargados de gestionar las participaciones de la sociedad matriz. Lo propio sucederá con la
política de dividendos. Si el órgano de administración pretende no distribuir dividendos, le bastará con reservar en la filial
todos sus beneficios. De esta manera, no lucirán en el balance de la holding y, por tanto, no podrán ser distribuidos. Los
accionistas quedan privados de su facultad de aplicar el resultado.
Esta notable laguna de protección debe ser colmada por la doctrina del Derecho de grupos, y a tal efecto parece
imprescindible devolver a la competencia de los accionistas de la sociedad matriz las decisiones de filialización. En este
sentido, es obligado entender que la segregación de activos sustanciales de la explotación no es un simple acto de gestión
empresarial que pueda ser decidido por los administradores de la sociedad. Es un acto de reorganización empresarial y,
siendo así, las más elementales exigencias de la razón jurídica están a favor de que sea la junta general el órgano
competente para aprobarlo, máxime si se tienen en cuenta sus consecuencias limitativas de los derechos y poderes de los
accionistas. Así lo reconoció en su momento, aunque fuera obiter dicta, la propia Dirección General de los Registros y del
Notariado (v. Ress. DGRN de 10 de junio y 4 de octubre de 1994) y así lo reconoce ahora la propia ley [v. arts. 160 f) y 511-
bis.1 a) LSC].
No obstante, una adecuada protección de los accionistas exige, a nuestro modo de ver, alguna garantía adicional.
Conscientes de ello, algunos tratadistas y algún pronunciamiento jurisprudencial han considerado que la filialización, en la
medida en que determina la transformación de una sociedad operativa en sociedad holding, comporta una alteración
radical del objeto social –la sustitución de un objeto de explotación industrial por un objeto de administración de
participaciones– y que, por tanto, hace merecedores a los accionistas de la protección dispensada por el ordenamiento
para el caso de sustitución del objeto social. De acuerdo con este planteamiento, a los accionistas ausentes o disidentes
debería reconocérseles el derecho de separación en los términos previstos por los artículos 346 y siguientes de la Ley de
Sociedades de Capital. Este punto de vista, aun cuando ciertamente se halla bienintencionado, presenta sin embargo
algunos flancos a la crítica. Resulta cuando menos artificioso considerar que la conversión de una sociedad operativa en
holding entraña una sustitución del objeto social. El objeto sigue siendo el mismo, aunque se desarrolle de modo indirecto.
Esto no quiere decir, sin embargo, que la operación pueda ser acordada por los administradores al amparo de la cláusula de
objeto indirecto o que no merezca más garantías que las de un simple acuerdo de la junta general. El problema ha de
discutirse en otra sede que guarde relación material con la sustancia de la operación. Y puesto que la filialización mediante
la segregación de los activos esenciales de la explotación constituye – a diferencia de una simple adquisición o disposición
de activos, aunque sean también esenciales– una reorganización empresarial, esa sede no puede ser otra –a nuestro juicio–
más que la de las denominadas modificaciones estructurales de la sociedad. La Ley de Modificaciones Estructurales de las
Sociedades Mercantiles ha contemplado expresamente algunas de estas modificaciones (fusión, escisión, transformación,
cesión global de activo y pasivo, etc.), pero guarda silencio sobre otras que igualmente implican una mutación sustancial de
la estructura de la empresa y, entre ellas, sobre la que aquí nos ocupa. Y siendo ello así, el silencio o la inadvertencia del
legislador ha de suplirse, de conformidad con los procedimientos analógicos establecidos en el Código Civil (art. 4.1),
recurriendo a esta normativa y observando, en particular, las garantías de convocatoria, publicidad y quórum establecidos
para el supuesto similar de la fusión (arts. 194 LSC y 39 a 44 LME).
Éste es, por lo demás, el punto de vista que parece ir afianzándose en nuestra doctrina.
3. LA PROTECCIÓN DE LOS SOCIOS EXTERNOS DE LAS SOCIEDADES FILIALES
El segundo problema fundamental del Derecho de grupos viene dado por la laguna de protección de los socios de la
sociedad filial y, en particular, de los denominados socios externos. Los grupos de sociedades se caracterizan por la
heterogeneidad de su masa social: de un lado, están los socios internos o socios de control, cuyo interés es maximizar el
beneficio del grupo y, de otro, los socios externos, normalmente apartados de la gestión, cuyo interés consiste en
maximizar el rendimiento de la sociedad en la que han hecho sus inversiones. Todos los problemas que se presentan en
este contexto tienen su origen, en última instancia, en las dificultades existentes para conciliar el interés social y el interés
del grupo. Es cierto que en muchos casos no tiene por qué haber oposición: una manera de maximizar el interés del grupo
es maximizando el interés de todas sus unidades. Pero no lo es menos que en muchos otros surgirá la tensión, y cuando ello
suceda la junta general y el órgano de administración de la sociedad filial se verán inclinados, cuando no impelidos, a
adoptar acuerdos o a realizar transacciones – v. gr.: transferencias intragrupo– que, por más que beneficien al grupo,
resultan lesivos para la sociedad filial y, consiguientemente, para los socios externos. Por ello, es también misión de la
doctrina de los grupos de sociedades ponderar el alcance de estos posibles conflictos y elaborar los remedios de que echar
mano cuando se presenten. En nuestra opinión, hay que considerar por lo menos las siguientes posibilidades:
a) La primera se funda en las acciones de impugnación de los acuerdos y en las acciones de responsabilidad de los
administradores reconocidas en el Derecho de sociedades anónimas. Es obvio, en principio, que los socios externos
pueden recurrir a estos mecanismos generales de protección para instar la anulación de las decisiones de la junta
contrarias al interés social (art. 204 LSC) o para exigir de los administradores los daños causados por los actos lesivos
para la filial (arts. 236 y ss. LSC). El hecho de que tales actuaciones perjudiciales para la sociedad puedan justificarse en
atención al interés del grupo no excluye la procedencia de los remedios generales, aunque quepa condicionarla o
constreñirla en algunos casos.
En este aspecto, pueden distinguirse dos grandes tipos de acuerdos o de actos contrarios al interés de la sociedad filial:
los puramente distributivos, es decir, aquellos que no incrementan el valor del conjunto, sino que se limitan a
desplazarlo de la filial a la sociedad dominante u otras sociedades del grupo (por ej., la fijación de precios de
transferencia fuera de criterios de mercado), y los realmente productivos, que se caracterizan por incrementar el
rendimiento total del grupo, de tal manera que el perjuicio que experimenta la filial es inferior al beneficio que se logra
en otras unidades (por ej., la decisión de cerrar una fábrica rentable por existir otras dentro del grupo que operan de
modo más eficiente). Las normas de impugnación y responsabilidad deben aplicarse incondicionadamente a los
primeros, pero no a los segundos.
No quiere decirse con ello que los actos productivos contrarios al interés de la sociedad filial y, específicamente, lesivos
de los intereses de los socios externos no sean impugnables o no hagan surgir la responsabilidad de los administradores.
Lo que se pretende significar es que, bajo determinadas condiciones, la eficacia de tales acciones de impugnación o de
responsabilidad puede quedar enervada. Esas condiciones vienen dadas por la previsión de medidas efectivas e
inmediatas de compensación adecuada de la sociedad filial o incluso de los socios externos (por ej., el pago de una
indemnización suficiente o incluso el ofrecimiento a los socios externos de la posibilidad de canjear sus acciones por
acciones de la sociedad dominante). El fundamento dogmático de esta solución puede encuadrarse en las exigencias de
la buena fe y en la doctrina del abuso del derecho (art. 7 CC). En casos de esta naturaleza bien puede afirmarse, en
efecto, que la existencia de medidas de compensación adecuadas hace decaer el interés del socio externo a litigar y,
consiguientemente, convierte en abusivo el ejercicio de las acciones de impugnación o de responsabilidad.
b) Los remedios ordinarios proporcionados por las acciones de impugnación y de responsabilidad no son siempre
suficientes para satisfacer cumplidamente los intereses de los socios externos. En muchos casos, la única tutela efectiva
es la que va directamente a la raíz del problema, es decir, la que se dirige contra la sociedad dominante (que es el socio
que controla las decisiones de la junta de la sociedad filial) o contra los administradores de la sociedad dominante (que
es la instancia que de hecho dirige la gestión de la sociedad filial). Las técnicas que pueden articularse a tal efecto se
fundan en el deber de fidelidad del socio de control y en la doctrina de los administradores de hecho.
En el primer aspecto, conviene no olvidar que también en el Derecho de las sociedades de capital pesan sobre los socios
–específicamente, sobre los socios de mayoría– deberes de lealtad o fidelidad, que les impiden ejercitar sus
prerrogativas desconsiderando los intereses de la sociedad y de sus consocios. El alcance de estos deberes, cuyo
fundamento normativo reside en el artículo 1258 del Código Civil, debe definirse con cierta generosidad en el Derecho
de grupos, y así lo tiene establecido la jurisprudencia comparada, que ha abierto la posibilidad de que por esta vía los
socios externos de la sociedad filial puedan dirigirse contra el socio interno o de control –contra la sociedad dominante–
con el fin de que les indemnice directamente los daños ocasionados por algunas de sus decisiones o incluso con el fin de
que cese en algunas actividades. El remedio parece especialmente indicado para combatir las transferencias intragrupo
hechas en perjuicio de los socios externos.
Adicionalmente, ha de reconocerse también la posibilidad de que los socios externos puedan ejercitar la acción social –
y, en su caso, la acción individual– de responsabilidad contra los administradores de la sociedad dominante. La base
para ello reside en la consideración de tales administradores como administradores de hecho de la sociedad filial. Es de
advertir a este respecto que el administrador de la sociedad dominante puede administrar la sociedad filial bien de
forma indirecta, impartiendo instrucciones al órgano de gestión de la filial, bien de forma directa, al decidir los asuntos
de la filial en el curso ordinario de la administración de la dominante. Uno de los principales cauces a cuyo través puede
lograrse dicho resultado en el ordenamiento vigente nos lo proporciona la doctrina del administrador de hecho –y,
concretamente, del administrador oculto definido por el art. 236.3 LSC–, que resulta sin duda aplicable a los grupos
cualificados, no a los simples.
4. ESPECIAL REFERENCIA AL RÉGIMEN DE LAS OPERACIONES VINCULADAS INTRAGRUPO
La reforma obrada por la flamante Ley 5/2021 ha previsto una disciplina específica para las operaciones vinculadas
intragrupo en el art. 231 bis LSC. El objetivo es evitar la aplicación a dichas operaciones o transacciones del régimen general
de las operaciones vinculadas [arts. 228 c), 229.1 a) y 230 LSC y concordantes], que ciertamente no se adapta a la economía
de los grupos, basada en gran medida en intercambios internos por medio de los cuales se articula la producción conjunta.
La aplicación del régimen general se evita básicamente a través de un doble expediente. El primero consiste en sustituir la
regla de abstención por la regla de la inversión. De acuerdo con el régimen general, los administradores dominicales de la
matriz deberían abstenerse de participar en el consejo de administración de la filial [v. art. 231.1 e) LSC], lo que implicaría
dejar la decisión en manos de la minoría (es decir, de los administradores representantes de la minoría), Como esta regla no
parece apropiada para los grupos, cuya estrategia de «mercados internos» debe ser fijada por la sociedad dominante, el
legislador, con buen criterio, ha decidido reemplazarla por una regla procesal de inversión de la carga de la prueba, que
ofrece protección a los accionistas externos por otra vía. Conforme a dicha regla, se presumirá a los efectos tanto de
impugnación como de exigencia de responsabilidad referidos en el apartado anterior que el acuerdo es contrario al interés
social o ha sido adoptado sin la diligencia debida cuando haya sido aprobado con el voto decisivo de los administradores
dominicales de la matriz.
El segundo expediente consiste en sustituir la regla de la indelegabilidad por la regla de la supervisión. La frecuencia con
que se realizan las operaciones intragrupo ordinarias determina la improcedencia de reservar la competencia para su
aprobación al consejo, como procedería con arreglo al régimen general [v. arts. 230.2 y 249-bis c) LSC]. Los costes
administrativos y de información serían elevadísimos para el buen funcionamiento de los grupos. Precisamente por ello, el
art. 231 bis.3 LSC permite que tales operaciones puedan delegarse «en órganos delegados o en miembros de la alta
dirección siempre y cuando se trate de operaciones celebradas en el curso ordinario de la actividad empresarial [...] y
concluidas en condiciones de mercado». A cambio, se instituye la regla de la supervisión («El órgano de administración
deberá implantar –dice el último inciso del citado precepto– un procedimiento interno para la evaluación periódica del
cumplimiento de los mencionados requisitos»).
5. LA PROTECCIÓN DE LOS ACREEDORES DE LAS SOCIEDADES FILIALES
El tercero de los problemas clásicos del Derecho de los grupos es el que suscita la protección de los acreedores de las
sociedades filiales. Sin embargo, a diferencia de los anteriormente considerados, constituye en buena medida un falso
problema o, mejor dicho, un problema que no es específico de los grupos de sociedades. La tendencia que se registra en las
discusiones legislativas, que aflora en buena parte de las más recientes decisiones judiciales y que, ciertamente, cuenta con
un amplio apoyo de la doctrina consiste en reconocer a los acreedores de las sociedades filiales un derecho prácticamente
ilimitado o incondicionado a recuperar sus créditos frente al propio grupo y, específicamente, frente a la sociedad
dominante (son reveladoras al respecto, entre otras, las SSTS de 25 de enero de 1988, 16 de octubre de 1989, 3 de julio de 1991, 13 de
diciembre de 1996 y 7 de abril de 2001). Se trata, sin embargo, de una tendencia para la que no es fácil encontrar una
justificación plausible. En efecto, ¿por qué ha de tratarse mejor al acreedor de una sociedad que forma parte de un grupo
que al acreedor de una sociedad normal?; ¿por qué se hace de peor condición a la sociedad dominante que a cualquier
otro socio o socios que ostenten posiciones de control en compañías independientes? En ocasiones, estos interrogantes
pretenden resolverse apelando al interés del grupo. La responsabilidad ha de comunicarse –se afirma– porque la sociedad
filial no es gestionada en interés propio (interés social), sino en interés del conjunto del que forma parte (interés del grupo).
Justo es, por tanto, que, de acuerdo con la vieja máxima ubi commoda, ibi incommoda, sea también el conjunto –el
grupo– el que soporte el riesgo financiero y, en definitiva, las deudas de las sociedades insolventes. La tesis, sin embargo,
no resulta del todo convincente, y ello porque los acreedores no tienen frente a los administradores de la sociedad ni frente
a sus socios una pretensión a que la sociedad se conduzca de conformidad con el interés social. La única pretensión que
tienen los acreedores es a que la sociedad observe las normas sobre defensa del capital (evitando su descapitalización). De
hecho, si los socios están de acuerdo en que la sociedad actúe en beneficio del grupo, los acreedores nada pueden
reprocharle.
Siendo ello así, la comunicación generalizada de responsabilidad no resulta fácilmente comprensible ni admisible ( es
acertado, en este sentido, el flamante art. 78.6 LGC ). La razón fundamental se halla, en última instancia, en su contradicción con
los principios de separación patrimonial y de responsabilidad limitada de cada sociedad, que es lo que –salvo circunstancias
especiales– toman en consideración los acreedores en el momento de contratar. Es más, en este contexto, la comunicación
de responsabilidad –y su corolario, la extensión del concurso dentro del grupo– representan una transferencia injustificada
de riqueza de los accionistas a los acreedores.
Nada de lo anterior debe entenderse, sin embargo, en el sentido de que resulte siempre improcedente la comunicación de
responsabilidad. Antes al contrario, son muchas las ocasiones en que la medida se revela adecuada, pero ello poco tiene
que ver con la existencia de un grupo de sociedades, sino con la concurrencia de circunstancias específicas –ciertamente
frecuentes en la vida de estas organizaciones– que justifican el
levantamiento del velo de la persona jurídica: infracapitalización, confusión de esferas, confusión de patrimonios, etc. La
jurisprudencia ha acertado en numerosas ocasiones al excluir un principio general de comunicación de responsabilidad y
condicionar la extensión de responsabilidad a la efectiva verificación de los presupuestos generales de la doctrina del
levantamiento del velo. Es significativa en este aspecto la reciente sentencia del Tribunal Supremo de 26 de enero de 1998
(dictada por la Sala de lo Social, tradicionalmente más proclive a la comunicación indiscriminada de responsabilidad). En
ella, el alto Tribunal considera que la imputación de responsabilidad solidaria a varias sociedades requiere no sólo que
todas ellas se encuentren sometidas a una dirección común o unitaria –es decir, que formen parte de un grupo–, sino
también que exista «confusión de plantillas y de patrimonios entre ellas, así como prestaciones de trabajo comunes,
simultáneas o sucesivas de los empleados para varias empresas, así como una apariencia externa de unidad de empresa»
(son también muy ilustrativas las SSTS de 30 de junio de 1993 y 29 de octubre de 1997, ambas pronunciadas por la Sala de
lo Social en sendos recursos de casación para la unificación de doctrina).
6. REFERENCIA A LA CONSOLIDACIÓN CONTABLE
En los grupos de sociedades en los que una sociedad ostente o pueda ostentar, directa o indirectamente, el control de otra
u otras, la sociedad dominante está obligada a formular las cuentas anuales y el informe de gestión consolidados (art. 42.1
C. de C.). Esta obligación legal no exime a las sociedades integrantes del grupo de formular sus propias cuentas anuales y el
informe de gestión correspondiente (art. 42.2). la junta general de la sociedad obligada a formular las cuentas anuales
consolidadas debe designar al auditor de esas cuentas consolidadas (art. 42.4), que deberán someterse a la aprobación de
la junta general de la sociedad obligada a consolidar simultáneamente con las cuentas anuales de esta sociedad (art. 42.5).
Sobre el régimen de la consolidación, nos remitimos a la Lección 6.ª.

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