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LECCIÓN 1 INTRODUCCIÓN

S u m a r i o : I. El concepto de Derecho mercantil 1.El Derecho mercantil como Derecho privado especial
II. La historia del Derecho mercantil 1. El ius mercatorum 2. El Derecho mercantil de la Edad Moderna 3. La
codificación mercantil
III. El Derecho mercantil contemporáneo 1. Las características del Derecho mercantil contemporáneo
IV. Constitución y Derecho mercantil 1. La «Constitución económica» 2. La «legislación mercantil» como competencia
exclusiva del Estado
V. La aplicación del Derecho mercantil

I. EL CONCEPTO DE DERECHO MERCANTIL


1. EL DERECHO MERCANTIL COMO DERECHO PRIVADO ESPECIAL
La asignatura de Derecho mercantil está constituida por un conjunto heterogéneo de materias que se han ido añadiendo,
desde el Código de comercio de 1829, a lo que se consideraba como Derecho privado especial del comercio. Esas materias
heterogéneas que integran en la actualidad el Derecho mercantil obedecen a principios distintos y persiguen finalidades
también distintas. Por lo general, con un criterio meramente descriptivo, se suele entender que el Derecho mercantil es aquel
Derecho privado especial que tiene por objeto al empresario, al estatuto jurídico de ese empresario y a la peculiar actividad
que este desarrolla en el mercado. Por empresario se entiende aquella persona, ya sea natural o jurídica, que ejercita en
nombre propio una actividad empresarial; y por actividad empresarial un modo especial de desarrollar, dentro del mercado,
una actividad económica cualificada. Más adelante volveremos con mayor precisión a estos conceptos.
Por el momento, procede señalar que el Derecho mercantil es Derecho privado, distinto y separado del Derecho civil. Ese
Derecho privado especial se contiene en el ordenamiento jurídico español en el Código de Comercio de 1885 y, sobre todo,
en las leyes mercantiles posteriores. En este sentido, el Derecho español pertenece a los denominados sistemas dualistas,
caracterizados por la división interna dentro del Derecho privado, en cuyo seno conviven el Derecho civil o común y el Derecho
mercantil como Derecho especial frente al anterior.
La actividad empresarial se desarrolla en un determinado marco constitucional, administrativo y fiscal, radicalmente distinto
de la existente en la época de la codificación. Mientras en el siglo XIX en que tiene lugar la codificación del Derecho mercantil
el Derecho público relativo al empresario tenía muy escasa relevancia, en la época actual es el Derecho público el que
determina el modelo constitucional en el que el empresario desarrolla su actividad (sistema de economía social y de mercado,
entre nosotros), el que establece los requisitos y los límites para operar en un determinado sector económico y el que, con
el régimen tributario, condiciona, en ocasiones, las opciones de los protagonistas del tráfico en la toma de decisiones relativas
al ejercicio de su actividad económica.
De la definición ofrecida se desprende también que el objeto de este Derecho privado especial es –como antes decíamos– el
empresario y la actividad empresarial. Frente a lo que sucedió en sus orígenes, en el momento actual el Derecho mercantil
es mucho más que el Derecho privado del comerciante y de la actividad comercial; lo que originariamente era específico del
comerciante y del comercio se ha extendido, primero, al industrial y a la actividad de fabricación de bienes (lo que se podría
calificar como la «industrialización» del Derecho mercantil de los siglos XIX y XX) y, en las décadas más modernas o recientes,
a los empresarios de servicios y a las actividades por ellos desarrolladas. A todos estos sectores comercial, industrial y de
servicios se extiende, pues, la «actividad empresarial», expresión que preferimos a la de «empresa», porque si bien las leyes
y los mismos profesionales del tráfico utilizan, a veces, el término «empresa» como sinónimo de «actividad empresarial», no
es menos cierto que con frecuencia se habla de «empresa» para aludir al empresario, es decir, a la empresa en sentido
subjetivo; y otras veces, con ese mismo término de empresa se hace referencia a lo que nosotros denominamos
«establecimiento mercantil», esto es, a la empresa en sentido objetivo como conjunto de elementos materiales y personales
organizados por el empresario para el ejercicio de la actividad empresarial.
II. LA HISTORIA DEL DERECHO MERCANTIL
1. EL IUS MERCATORUM
Como sucede con otras ramas del Derecho, el Derecho mercantil se nos presenta como un fenómeno esencialmente histórico.
Con ello se quiere significar que su formación como un ordenamiento autónomo, distinto y separado del Derecho privado
general, tiene lugar en un momento histórico determinado y queda luego sometido a los cambios y vicisitudes propias de
toda realidad de contenido histórico. El Derecho mercantil surge, en efecto, en la Edad Media (siglos XI y XII), como
consecuencia de la inadaptación del Derecho común o del ordenamiento entonces vigente (Derecho romano recibido,
Derecho germánico y Derecho canónico) a las necesidades de una nueva economía urbana y comercial que se va abriendo
paso frente a la economía feudal y esencialmente agraria de la Alta Edad Media.
Ese Derecho nuevo (ius mercatorum) aparece con unos caracteres muy peculiares que conviene destacar: a) Así, en primer
lugar, es un Derecho de los comerciantes, agrupados en gremios o corporaciones, un Derecho corporativo, creado por los
comerciantes para regular las diferencias o cuestiones surgidas en razón del trato o comercio que profesionalmente
realizaban. b) En segundo lugar, es un Derecho usual, en el sentido de que la costumbre, el uso de comercio (usus
mercatorum), se presenta como fuente primordial de creación del nuevo Derecho. c) Por ello, el Derecho es, en tercer lugar,
un Derecho de producción autónoma y un Derecho de aplicación autónoma: pues, ciertamente, el reconocimiento y
elaboración de los usos comerciales a través de los tribunales de mercaderes y los estatutos de los gremios –y
eventualmente de los estatutos u ordenanzas de las propias ciudades o municipios– consolidan la significación del Derecho
mercantil como un Derecho surgido del tráfico mismo, bien alejado entonces de la idea de un Derecho emanado del poder
legislativo del Estado. d) Un Derecho a la vez –como vemos– de aplicación autónoma: las corporaciones –que en los territorios
españoles se denominaban «consulados»– instituyeron tribunales de mercaderes (jurisdicción consular), que resolvían las
cuestiones o conflictos surgidos entre los asociados, administrando justicia según los usos o costumbres del comercio. e) Ese
Derecho mercantil es, en fin, un Derecho sustancialmente uniforme, como consecuencia tanto de la comunidad de
necesidades de los comerciantes, como de las permanentes relaciones entre ciudad y ciudad, la concurrencia general a las
ferias y mercados y el constante tráfico mercantil terrestre, fluvial y, sobre todo, marítimo.
La primera manifestación de ese Derecho mercantil medieval se encuentra en el llamado Derecho estatutario italiano; es
obra de un gran impulso de ciertas ciudades italianas que rivalizaron en el desarrollo del tráfico comercial (Venecia, Génova,
Pisa, Florencia, Amalfi, Siena, Milán). El movimiento se extiende más tarde a otros países, donde se desarrollan también las
corporaciones de mercaderes y la jurisdicción consular; así sucede en las ciudades francesas del mediodía (Marsella, Arles,
Montpellier), españolas (principalmente Barcelona en este momento) y posteriormente en algunas ciudades flamencas
(Brujas y Amberes) y las llamadas ciudades hanseáticas alemanas (Lübeck, Hamburgo y Bremen).
2. EL DERECHO MERCANTIL DE LA EDAD MODERNA
Las líneas evolutivas de ese Derecho nuevo se van alterando poco a poco en la etapa más moderna y próxima a la codificación
(siglos XVI a XVIII). En efecto, el Derecho mercantil de los siglos XVI a XVIII, sin dejar de ser un Derecho profesional de los
comerciantes, inicia un doble proceso de objetivación y de estatalización: a) El proceso de objetivación consiste sencillamente
en que el ordenamiento jurídico-mercantil se aplicará a las relaciones del tráfico, no en función de la intervención de una
persona que sea comerciante, sino simplemente de que una determinada relación del tráfico pueda ser calificada como «acto
de comercio», sean o no comerciantes quienes los realicen; escondiéndose esta evolución bajo una fórmula artificiosa y
formalista, cual es la de presumir la cualidad de comerciante en quien no lo era (sirve de ejemplo el noble o el clérigo) cuando
realizaba alguno de los actos (actos de comercio) que debían quedar sometidos a la jurisdicción consular (por ej. una
compraventa de mercancías con finalidad lucrativa). b) De otro lado, el proceso de estatalización significa que el Estado
reivindica para sí el monopolio de la función legislativa, pasando el Derecho mercantil a formar parte del Derecho estatal en
Ordenanzas dictadas o refrendadas por la autoridad central. Este fenómeno de centralización es gradual y de alcance variable,
según los países, pero en todo caso repercute en el sistema de fuentes: la ley toma primacía sobre el uso, de tal suerte que
el Derecho mercantil se presenta cada vez más como un Derecho legislativo y no como un Derecho usual o consuetudinario.
Se trata de un proceso que alcanza particular significación en las dos grandes Ordenanzas francesas de Luis XIV, la del
Comercio terrestre de 1673 y la de la Marina de 1681, ambas con un acento estatal muy acusado y con una gran influencia
en la Codificación mercantil del siglo XIX. Es justo señalar, sin embargo, que estas Ordenanzas recogen el Derecho elaborado
por el mismo tráfico mercantil; en este sentido se sigue manifestando la importancia de los usos como fuente creadora de
las normas mercantiles, y se sigue mostrando la significación sustancialmente uniforme del ordenamiento mercantil
sistematizado en las referidas Ordenanzas.
3. LA CODIFICACIÓN MERCANTIL
A comienzos del siglo XIX ya es posible percibir con claridad el giro histórico del Derecho mercantil preparado en la etapa
anterior y encontrar las bases de una nueva orientación en consonancia con la ideología liberal triunfante. La tendencia hacia
la asunción por el Estado del monopolio de la función legislativa tiene ahora una expresión positiva de especial significación:
frente a las Ordenanzas de los siglos anteriores, surge la idea de la Codificación, que se presenta como un instrumento de la
unidad nacional y responde al ideal de transformar la razón en Ley escrita e igual para todos: en el ámbito del Derecho
mercantil, la primera codificación de la materia se produce con el Código de Comercio francés de 1807, que tendrá una
influencia decisiva en las posteriores codificaciones mercantiles de otros países europeos y americanos.
Suprimido el régimen gremial o corporativo, el Código de Comercio francés delimita la competencia de los tribunales de
comercio con arreglo al sistema objetivo. Estos tribunales decidirán en lo sucesivo sobre las discusiones en orden a los «actos
de comercio», sean o no comerciantes los que los ejecuten, y sin necesidad de acudir a la ficción de presumir la condición
de comerciante en quien no lo sea. En atención preferente a los artículos 631, 632 y 633 del Código de Comercio relativos a
«los actos de comercio entre toda clase de personas», la doctrina francesa posterior convertirá el acto de comercio no solo
en una técnica para delimitar la competencia de los tribunales de comercio, sino para ser utilizado en la delimitación de la
«materia mercantil», construyendo un Derecho privado especial que encuentra en el «acto de comercio» objetivamente
considerado la justificación de su existencia y de su autonomía.
Mientras que el Código de Comercio francés (1807) es posterior al Código Civil (1804), en España la codificación mercantil se
consigue mucho antes que la codificación civil. El problema foral retrasó extraordinariamente la promulgación del primer y
único Código Civil (1889), al que preceden dos Códigos de Comercio: el de 1829 y el todavía vigente de 1885.
El primer Código de Comercio español, el de 1829, obra de un solo y gran jurista, Pedro Sainz de Andino, ha sido considerado
como el mejor Código de su tiempo, sigue de modo notable la orientación del Código francés y fue objeto posteriormente a
su promulgación de un intenso proceso de elaboración de leyes especiales complementarias que culminará en el segundo y
vigente Código de 1885. Este Código se compone de cuatro libros («De los comerciantes y del comercio en general», «De los
contratos especiales de comercio», «Del comercio marítimo» y «De la suspensión de pagos, de las quiebras y de las
prescripciones») subdivididos en títulos, secciones, párrafos y 955 artículos. Precedido de una amplia Exposición de Motivos,
en la que se dice que responde a una concepción objetiva, es lo cierto que el articulado posterior del Código exige, con
frecuencia la participación de un comerciante para calificar como mercantiles ciertos «actos de comercio» (arts. 239, 244,
303, 311 y 349).
En la fecha en que se promulgó, el Código de Comercio de 1885 respondía sustancialmente a las necesidades de la vida
económica de la época. El Código era, en efecto, un «Código de la tienda y el almacén»: el modelo ideal de comerciante era
el comerciante individual, y el acto de comercio por excelencia era la compraventa mercantil. Hoy, por el contrario, el Código
de Comercio, vigente desde hace más de un siglo a pesar de las reformas en él introducidas, ha perdido esa correspondencia
con la realidad social y económica. Para conocer el Derecho mercantil de hoy es preciso conocer las leyes, especiales o no,
que se han promulgado desde entonces, y sobre todo la realidad del tráfico, que crea incesantemente nuevos instrumentos
al servicio de las cambiantes necesidades de los operadores económicos.
Se comprende así que la materia mercantil contenida en el Código de comercio de 1885 haya experimentado un extenso
proceso de descodificación. En la actualidad, materias enteras (sociedades de capital; cheque, pagaré y letra de cambio;
seguro; transporte terrestre; comercio marítimo) han emigrado a leyes específicas, concebidas desde postulados mucho más
modernos y complejos; otras instituciones (corredores de comercio, agentes de cambio y bolsa, suspensiones de pagos,
quiebras) han dejado de existir al haber sido sustituidas por otras nuevas; e, incluso, materias que continúan estando en el
Código de comercio han sido objeto de sustanciales reformas. Por estas razones, el Código de comercio es sólo una más de
las muchas leyes mercantiles vigentes, una ley que se ocupa de unas pocas materias (el empresario individual, el régimen
general de las sociedades mercantiles, la contabilidad, el Registro mercantil y los más antiguos contratos). Incluso, algunas de
las materias que permanecen dentro del Código han sido objeto de sustanciales modificaciones (como es el caso del régimen
de la contabilidad y del régimen del Registro mercantil).
En fin, materias mercantiles codificadas, a la vez que han salido del Código, se han «desmercantilizado» formalmente, de
modo tal que el régimen jurídico, aplicable tanto a sujetos mercantiles como no mercantiles (como sucede con el contrato de
seguro y con el contrato de transporte, y con el concurso de acreedores que ha sustituido a las antiguas suspensiones de
pagos y quiebras), aunque continúen enseñándose dentro de la asignatura de «Derecho mercantil».
Si se compara el Código de Comercio de 1885 con una legislación especial que iremos viendo en su momento, se percibe un
considerable incremento de la imperatividad de las normas. Este carácter imperativo deriva de la generación de aquel
postulado por virtud del cual las normas jurídicas deben tratar de conseguir un adecuado grado de tutela del contratante
más débil (sirvan de ejemplo la Ley 7/1998, de 13 de abril, sobre Condiciones Generales de la Contratación, y las Leyes
50/1980, de 8 de octubre, de Contrato de Seguro, y 12/1992, de 27 de mayo, sobre el Régimen Jurídico del Contrato de
Agencia) o la tutela del consumidor (objeto fundamental del Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los
Consumidores y Usuarios y otras leyes complementarias, aprobado por Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre)
o, en fin, una nueva disciplina sobre la insolvencia del deudor sea o no empresario (Ley 22/2003, de 3 de julio, Concursal), y
sobre el derecho marítimo (Ley 14/2014, de 24 de julio, de Navegación Marítima). Todo ello muestra la importancia de la
descodificación de la «materia mercantil», algo que da lugar a que el «desguace» del Código de Comercio sea cada vez más
rápido.
III. EL DERECHO MERCANTIL CONTEMPORÁNEO
1. LAS CARACTERÍSTICAS DEL DERECHO MERCANTIL CONTEMPORÁNEO
La revolución industrial, primero, y la revolución postindustrial después han influido extraordinariamente en el Derecho
mercantil contemporáneo.
De un lado, la globalización de la economía ha dado lugar al nacimiento de una nueva lex mercatoria que recuerda el proceso
formativo del viejo ius mercatorum como Derecho consuetudinario de vigencia universal. De otra parte, en el ámbito
continental, el Tratado de Roma por el que se constituyó la Comunidad Europea (CEE) y el Tratado de Maastricht de 1992, de
constitución de la Unión Europea (UE), ambos modificados por el Tratado de Niza de 2001, así como el Tratado de Lisboa,
firmado el 13 de diciembre de 2007, han incidido íntimamente en el Derecho mercantil de los Estados miembros (así, desde
el ingreso del Reino de España en la Comunidad Europea en 1986 se han producido notables y progresivos cambios de la
legislación mercantil española). De otro lado, en fin, esa tendencia a la unificación, tanto a nivel mundial como comunitario,
va unida a una incesante creación de nuevas instituciones e instrumentos jurídicos. Nuevas formas societarias (como las
sociedades de garantía recíproca; las agrupaciones de interés económico o la sociedad anónima europea), nuevos contratos
(como el «leasing», el «factoring», los contratos de «engineering», etcétera) y, en fin, nuevos instrumentos jurídicos
(especialmente los nuevos valores mobiliarios) han multiplicado los activos financieros que se ofrecen al inversor y van dando una
imagen nueva del Derecho mercantil.
IV. CONSTITUCIÓN Y DERECHO MERCANTIL
1. LA «CONSTITUCIÓN ECONÓMICA»
Se denomina «Constitución económica» a aquellos artículos de la Constitución de 1978 que configuran el modelo económico
español. En este sentido, el artículo 38 reconoce «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado», y al lado
de ese fundamental postulado de libertad de empresa destaca también el artículo 33.1, que reconoce con carácter general
el derecho a la propiedad privada. Estas son las libertades económicas imprescindibles para que exista una economía de
mercado. Mas al lado de esas dos normas básicas, el inciso final del citado artículo 38 añade que los poderes públicos
garantizan y protegen el ejercicio de la libertad de empresa y la defensa de la productividad, «de acuerdo con las exigencias
de la economía general y, en su caso, de la planificación». Con todo ello se viene a significar que la declaración constitucional
no delimita exclusivamente el principio de la economía de mercado, sino que ese principio deberá atemperarse o
subordinarse, en su caso, a la tutela del interés general (art. 128CE).
Junto a estas normas básicas, la Constitución recoge normas más alejadas de una pura economía liberal de mercado y que
vienen a establecer límites en la garantía y protección del ejercicio de dicha libertad. Esos preceptos van dirigidos a promover:
a) las condiciones favorables a una política de estabilidad económica y pleno empleo (art. 40.1);
b) la educación y defensa de los consumidores y usuarios (art. 51.1 y 2);
c) el reconocimiento de la «iniciativa pública en la actividad económica» (art. 128.2);
d) la subordinación de toda la riqueza del país al interés general (art. 128.1);
e) el fomento de las sociedades cooperativas y el establecimiento de los medios de acceso de los trabajadores a la propiedad
de los medios de producción (art. 129.2); y,
f) la facultad de planificación de la actividad económica general (art. 131).
Dentro de este contexto, el artículo 51 de la Constitución otorgó rango constitucional a la protección de los intereses
económicos de los consumidores y/o usuarios, motivando el desarrollo y delimitación de esos derechos por medio de la
posterior Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, de 19 de julio de 1984, norma polémica que fue objeto
de múltiples modificaciones posteriores, hasta su derogación por el Texto Refundido (aprobado por Real Decreto Legislativo
1/2007, de 16 de noviembre), que incorpora a nuestro ordenamiento jurídico una serie de directivas comunitarias en el
ámbito de determinadas modalidades de contratación con los consumidores, como son los contratos celebrados a distancia
y los celebrados fuera del establecimiento mercantil; la regulación sobre garantías en la venta de bienes de consumo; el
régimen jurídico en materia de viajes combinados, así como la regulación sobre la responsabilidad civil por daños causados
por productos defectuosos. A su lado han de ser consideradas toda una serie de disposiciones generales que pretenden de
modo especial la protección de determinados intereses de consumidores y usuarios en el mercado (v. entre otras las lecciones
15 en la parte relativa a la Ley de Competencia Desleal y Ley General de Publicidad; 30, en cuanto se refiere a la Ley sobre
Condiciones Generales de la Contratación; y 31 en la parte referente a la Ley de Ordenación del Comercio Minorista).
2. LA «LEGISLACIÓN MERCANTIL» COMO COMPETENCIA EXCLUSIVA DEL ESTADO
En la actual configuración constitucional, la competencia legislativa en materia de Derecho civil aparece repartida entre el
Estado y las Comunidades Autónomas: A) Al Estado corresponde la competencia para fijar las reglas relativas a la aplicación
y eficacia de las normas jurídicas; a las relaciones jurídico-civiles relativas a las formas del matrimonio; a la ordenación de los
Registros e instrumentos públicos; a las bases de las obligaciones contractuales; a las normas para resolver los conflictos de
leyes; y a la determinación de las fuentes del Derecho (art. 139.1-8.º CE). La Sentencia del Pleno del Tribunal Constitucional
número 132/2019, de 13 de noviembre, ha declarado que, cuando la Constitución reserva al Estado la fijación de las bases
de las obligaciones contractuales «no se la otorga para regular concreta y detalladamente un determinado tipo contractual,
sino para dictar aquellas normas que sean esenciales para preservar una estructura de relaciones contractuales con idéntica
lógica interna, auspiciada por los mismos principios materiales e igual para todos los agentes económicos en todo el territorio
nacional. Las bases, por tanto, deben referirse con carácter general y común a todos los contratos o categorías amplias de los
mismos (STC 71/1982, de 30 de noviembre) y no pueden comprender la regulación de cada tipo contractual, salvo en la parte
y medida que esta suponga una concreción complementaria de las reglas generales o generalizables a la clase a que por su
naturaleza jurídica pertenece y, en todo caso, deben quedar opciones diversas para que el legislador autonómico pueda
ejercitar su competencia». B) En relación con el resto de las materias que integran el Derecho civil, la competencia del Estado
está en función de que en el territorio de una determinada Comunidad Autónoma exista o no Derecho foral. Si existe ese
Derecho foral, la conservación, la modificación y el desarrollo de ese Derecho corresponde a la propia Comunidad Autónoma.
Si no existe Derecho foral, entonces el resto de las materias civiles son de competencia exclusiva del Estado. Esta distribución
de competencias en materia de Derecho civil tiene importancia para el Derecho mercantil porque (sin perjuicio de las
matizaciones que señalaremos en la Lección 31.ª), el régimen jurídico supletorio de segundo grado de los contratos
mercantiles es precisamente el Derecho civil común o autonómico (art. 2, párrafo primero, y art. 50 C. de C.).
Por el contrario, el Estado tiene competencia exclusiva en materia de legislación mercantil (art. 149.1-6.º) y en materia de
legislación sobre propiedad intelectual e industrial (art. 149.1-9.º). De este modo, la Constitución trata de preservar la
imprescindible unidad del Derecho privado del mercado. Sin embargo, de un lado, hay materias que podrían considerarse
integrantes del Derecho mercantil que han sido asumidas por las Comunidades Autónomas, como ha sucedido con el régimen
jurídico de las sociedades cooperativas (v. Lección 29.ª); y, de otro, no ha faltado alguna Comunidad Autónoma que ha
considerado civiles normas contenidas en el Código de comercio (como la relativa a la adquisición a non domino de las
mercaderías compradas en establecimientos abiertos al público: art. 85 C. de C.).
V. LA APLICACIÓN DEL DERECHO MERCANTIL
A) LOS JUZGADOS DE LO MERCANTIL.
Durante mucho tiempo la historia del Derecho mercantil ha estado ligada indisolublemente a los Tribunales de comercio,
unos Tribunales integrados por comerciantes, y no por jueces profesionales, que resolvían de forma rápida y ágil las
controversias que se planteaban en asuntos de comercio entre los comerciantes. Sin embargo, a partir el sigo XVIII, a medida
que el tráfico económico iba alcanzando mayor complejidad, fueron muchas las críticas contra esta jurisdicción especial. Los
frecuentes conflictos de competencia entre los distintos consulados y la paradójica obsesión de los integrantes de esos
Tribunales por las formalidades jurídicas, que terminaron por repercutir en la rapidez y en la economía del proceso eran
también otros factores que contribuyeron a esas críticas. La Ley de enjuiciamiento sobre los negocios y causas de comercio,
de 2 de julio de 1830, promulgada inmediatamente después de Código de comercio de 1829, intentó solucionar el problema
atribuyendo a la jurisdicción ordinaria el conocimiento de los recursos de apelación contra las sentencias de los Tribunales
de comercio. Pero desde el mismo momento en que la jurisdicción civil pasó a ocuparse de los asuntos mercantiles en
segunda instancia, no había motivo suficiente que justificara el mantenimiento de la jurisdicción especial en la primera. El
Decreto de Unificación de Fueros de 6 de diciembre de 1868, aprobado en el marco del proceso revolucionario iniciado en
España en septiembre de ese año, suprimió los Tribunales de comercio.
Aunque a lo largo del siglo XIX no faltaron voces autorizadas que propugnaron el restablecimiento de la jurisdicción especial,
el siglo XX no supuso alteración alguna e la atribución a los Tribunales del orden civil de la competencia para conocer de
asuntos mercantiles. Sin embargo, en el cambio de siglo, cuando se afronta la gran reforma de la legislación en materia de
quiebras y suspensiones de pagos, que habría cristalizar en la Ley 22/2003, de 9 de julio de concurso de acreedores, que
instauró un procedimiento único, aplicable a los deudores civiles y mercantiles, se decide que de estos nuevos concursos
conozcan jueces especializados. La Ley Orgánica 2/2003, de 9 de julio, por la que se modifica la Ley Orgánica del Poder Judicial
procedió a la creación de los denominados Juzgados de lo mercantil, con jurisdicción en toda la provincia y sede en su capital,
si bien autoriza a que también se creen en poblaciones distintas de la capital cuando un municipio distinto de aquel en que
radique la capital, que no sea limítrofe con éste, tenga más de 250.000 habitantes (art. 86 LOPJ en la redacción dada por la
Ley 7/2022, de 27 de julio). Se trata de juzgados de primera instancia, a cuyo frente está en juez especializado en las materias
propias de la competencia de este juzgados –lo que no siempre acontece–, y no de una jurisdicción especial, separada de la
jurisdicción civil.
Pero los Juzgados de lo mercantil no sólo se ocupan de cuantas cuestiones se susciten en materia de concurso de acreedores
de toda clase de personas naturales o jurídicas, cualquiera que sea la condición civil o mercantil del deudor; no sólo se ocupan
de la homologación de los denominados «planes de reestructuración» y del procedimiento especial para las microempresas
(art. 86 ter, apartado primero, LOPJ), sino también de un amplio elenco de materias mercantiles que enumera la Ley (art. 86
bis LOPJ, en la redacción dada por la Ley 7/2022, de 27 de julio): de las demandas en las que se ejerciten acciones relativas a
competencia desleal, propiedad industrial, propiedad intelectual y publicidad; sociedades mercantiles y cooperativas,
agrupaciones de interés económico, transporte, nacional o internacional (con algunas excepciones); Derecho marítimo y
Derecho aéreo (art. 86 bis.1); de las acciones relativas a la aplicación de los artículos 101 y 102 del Tratado de Funcionamiento
de la Unión Europea y de los artículos 1 y 2 de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia, así como de las
pretensiones de resarcimiento del perjuicio ocasionado por la infracción del Derecho de la competencia (art. 86 bis.2); y de
los recursos contra las calificaciones negativas de los Registradores Mercantiles y, en su caso, contra las resoluciones expresas
o presuntas de la Dirección General de Seguridad Jurídica y de Fe Pública relativa a esas calificaciones (art. 86.3).
Además, los Juzgados de lo mercantil con sede en la ciudad de Alicante tienen competencia exclusiva para conocer en primera
instancia, con jurisdicción en todo el territorio nacional, de aquellas acciones que se ejerciten al amparo de lo establecido en
el Reglamento (UE) 2017/1001, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 14 de junio de 2017, sobre la marca de la Unión
Europea, y del Reglamento (CE) 6/2002, del Consejo, de 12 de diciembre de 2001, sobre dibujos y modelos comunitarios (art.
86 quinquies).
Se da así la paradoja de que la competencia para conocer de una parte sustancial de la materia mercantil ( v. gr.: contrato de
compraventa mercantil, contratos de distribución, contratos de seguros, títulos de crédito, etc.) sigue correspondiendo a los
Tribunales de primera instancia, mientras que la competencia para conocer de esa otra parte, antes señalada, aunque se
mantenga dentro del orden jurisdiccional civil, se ha trasladado a los Juzgados de lo mercantil, que no son Juzgados especiales,
sino Juzgados civiles especializados.
B) LA JURISPRUDENCIA EUROPEA.
El Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) es la institución sobre la que recae la potestad jurisdiccional de la Unión
Europea con arreglo a lo previsto por los artículos 251 a 281 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (versión
consolidada), para dirimir todo tipo de controversias que surgieran en la aplicación del Derecho comunitario, tanto por los
ciudadanos como por los Estados miembros. Su régimen jurídico (composición del Tribunal, organización y funcionamiento)
se desarrolla en el Estatuto del Tribunal, cuyo Protocolo es un anexo a los Tratados.
C) OTROS MECANISMOS DE RESOLUCIÓN DE CONFLICTOS: ARBITRAJE Y MEDIACIÓN.
Por regla general, la resolución de controversias en el ámbito mercantil precisa de gran celeridad, pues nos hallamos en
presencia de una disciplina muy dinámica. Debido a esta circunstancia, no es infrecuente que los empresarios procuren acudir
a vías más rápidas que la ofrecida por los tribunales ordinarios de justicia para resolver sus conflictos. Una de ellas es el
Arbitraje, procedimiento desarrollado en la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, reformada por la Ley 11/2011, de 20 de mayo,
que reconoce como materias susceptibles de arbitraje «las controversias sobre materias de libre disposición conforme a
derecho» (art. 2). Los arbitrajes pueden ser nacionales o internacionales y se resolverán en equidad o en derecho, por medio
de un laudo dictado por los árbitros. El arbitraje de derecho deberá constar por escrito y estar motivado (art. 37). El laudo
firme produce efectos de cosa juzgada y frente a él solo cabe ejercitar la acción de anulación, y, en su caso, solicitar la revisión
con arreglo a lo previsto por la Ley de Enjuiciamiento Civil para las sentencias firmes (art. 43).
Por último, hemos de hacer referencia a otro mecanismo de resolución extrajudicial de conflictos, más reciente, con
importante utilidad práctica, como es la Mediación en asuntos mercantiles. Definida como «aquel medio de solución de
controversias, cualquiera que sea su denominación, en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí
mismas un acuerdo con la intervención de un mediador» (art. 1 de la Ley 5/2012, de 6 de julio), consiste en un
procedimiento sencillo, rápido, eficaz y económico, que se configura como una alternativa a los tribunales ordinarios para
dirimir asuntos en sesiones conjuntas de las partes en litigio con el mediador, para solucionar sus conflictos, de manera que
alcancen por sí solos un acuerdo al que se otorga fuerza de cosa juzgada, y por lo que, gozará de la misma validez de una
sentencia judicial. la citada Ley 5/2012 incorpora al Derecho español la Directiva 2008/52/CE del Parlamento Europeo y del
Consejo, de 21 de mayo de 2008, y se establece para asuntos civiles y mercantiles en conflictos nacionales o transfronterizos,
excluyéndose expresamente la mediación laboral, penal, en materia de consumo y con las Administraciones Públicas (art. 2).
El desarrollo más significativo que, hasta ahora, se ha producido en materia de mediación, se ha dado con la denominada
mediación concursal, reconocida expresamente por el art. 233 de la Ley concursal, y que ha adquirido especial relevancia por
tratarse de la institución llamada a intervenir en los procedimientos para alcanzar un acuerdo extrajudicial de pagos.
PRIMERA PARTE. EL EMPRESARIO
LECCIÓN 2. EL EMPRESARIO (ÁNGEL ROJO)
Sumario: I. El empresario 1. Concepto de empresario 2. Empresarios y profesionales
II. Clases de empresarios 1. Empresarios por razón de la actividad y empresarios por razón de la forma 2. Pequeños y
grandes empresarios. El artesano 3. Empresario aparente y empresario oculto 4. Empresarios privados y empresarios
públicos
III. Empresarios individuales y empresarios sociales 1. Empresarios individuales y empresarios sociales
IV. El empresario individual 1. El concepto de empresario individual 2. La capacidad para ser empresario individual 3. El
menor empresario 4.El empresario casado 5.Las prohibiciones para el ejercicio de la actividad empresarial
6.Adquisición, prueba y pérdida de la condición de empresario individual 7.El domicilio del empresario individual
V. El empresario persona jurídica 1. Las sociedades mercantiles 2. El ejercicio de la actividad mercantil por asociaciones
y por fundaciones
VI. La responsabilidad civil del empresario 1. El principio de la responsabilidad patrimonial universal 2. La
responsabilidad contractual del empresario 3.La responsabilidad extracontractual del empresario 4.La responsabilidad
extracontractual del empresario por hechos de los dependientes 5.La responsabilidad extracontractual del empresario
industrial 6.La responsabilidad extracontractual del empresario comercial

I. EL EMPRESARIO
1. CONCEPTO DE EMPRESARIO
El Código de Comercio –que formalmente sigue siendo la «primera ley mercantil»– no define al empresario, sino que
comienza el articulado con la enumeración de los sujetos mercantiles –el comerciante individual y el empresario social o
sociedades mercantiles– y con la definición de comerciante (art. 1). Pero, en la realidad actual, ya no existe esa
correspondencia entre comercio y actividad mercantil. El comercio es solo un sector de esa actividad; y el comerciante una
clase de empresario. Es necesario, pues, ofrecer un concepto general de empresario que se desvincule de la primera
manifestación histórica de esta figura, el comerciante, de modo tal que ese concepto sea válido con independencia del sector
de la actividad económica –comercio, industria o servicios– en el que el sujeto opere.
De otro lado, la definición de comerciante –o, más exactamente, de comerciante individual– que contiene el Código (art. 1-
1.º) es una definición que peca por defecto y por exceso. En el primer sentido, porque no contiene elementos esenciales del
concepto, sino solo algunos de ellos, como es la «habitualidad»; en el segundo sentido, porque –como veremos más
adelante– la referencia a la capacidad para actuar en el tráfico no es un requisito específico del concepto de empresario,
existiendo empresarios que carecen de esa capacidad (art. 5).
Esto no significa que no sea posible encontrar un concepto jurídico de empresario en el Derecho mercantil vigente. Cierto
que no existe norma legal que contenga una definición completa y apropiada; pero no es menos cierto que ese concepto
puede deducirse del análisis sistemático de la normativa en vigor. En este sentido, es empresario la persona natural o jurídica
que, por sí o por medio de representantes, ejercita en nombre propio una actividad económica de producción o de
distribución de bienes o de servicios en el mercado, adquiriendo la titularidad de las obligaciones y derechos nacidos de esa
actividad.
El concepto jurídico de empresario es distinto del concepto económico o vulgar, del cual, sin embargo, aquél deriva. En un
sentido económico suele identificarse al empresario con la persona que directamente y por sí misma coordina y dirige
diferentes factores de la producción, interponiéndose entre ellos para ajustar el proceso productivo a un plan o programa
determinado. En el desarrollo de esa función de intermediación, el empresario organiza y dirige el proceso asumiendo el
riesgo de empresa, es decir, el riesgo de que los costes de la actividad sean superiores a los ingresos que se obtengan de la
misma. En los sistemas capitalistas es precisamente la asunción del riesgo de empresa por parte del empresario lo que
justifica el poder de dirección de los elementos personales y materiales integrados en la empresa (en sentido objetivo) y lo
que legitima la apropiación de las ganancias que eventualmente se obtengan en el ejercicio de la actividad empresarial.
Pero entre el concepto jurídico de empresario y el concepto económico existe una diferencia fundamental. El Derecho no
exige en el empresario un despliegue de actividad directa y personal; es suficiente con que la actividad empresarial se ejercite
en su nombre, aunque de hecho venga desarrollada por personas delegadas. De ahí que puedan tener la condición de
empresarios los menores, las personas con discapacidad los incapacitados o los ausentes, en cuyo nombre actúan sus
representantes, y las personas jurídicas, que necesariamente han de valerse de personas naturales para el desarrollo directo
e inmediato de la actividad empresarial. La exigencia de que la actividad empresarial se ejercite en nombre propio permite,
de una parte, separar y distinguir la figura jurídica del empresario de aquellas otras personas que en nombre de él (factor,
administrador de sociedad, representante legal, etc.) dirigen y organizan, de hecho, la actividad propia de la empresa; y de
otra, atribuir al empresario la titularidad de cuantas relaciones jurídicas con terceros genere el ejercicio de esa actividad. El
empresario, actúe o no personalmente, es quien responde frente a terceros y quien adquiere para sí los beneficios que la
empresa produzca. No hay derechos y obligaciones de la empresa, sino obligaciones y derechos del empresario.
En sentido jurídico, empresario es, pues, quien ejercita en nombre propio una actividad empresarial. Esa actividad es una
actividad profesional, es decir, habitual y no ocasional. En el propio Código de Comercio late esta idea al definir al
comerciante individual, exigiendo la dedicación habitual al comercio (art. 1-1.º) y al referirse a la «profesión mercantil» (art.
14): para el Código de Comercio habitualidad y profesionalidad son términos sinónimos. No hay ejercicio profesional si la
actividad no es sistemática con tendencia a durar (una mercantia non facit mercatorem). De ahí que la realización de un
singular «acto de comercio» no permita atribuir al sujeto la condición de empresario. Ahora bien, la profesionalidad no exige
que la actividad se desarrolle de modo continuado y sin interrupciones: existen actividades cíclicas o estacionales (v. gr.: la
explotación de un hotel durante los veranos) que son empresariales.
Naturalmente, una persona puede tener varias profesiones. La actividad empresarial tampoco tiene por qué ser única y
exclusiva. Ni siquiera tiene que ser la actividad principal. Significa ello que el empresario puede ejercer al mismo tiempo una
distinta actividad, salvo la ley –normalmente por razón de incompatibilidad– lo prohíba de forma expresa.
Esa actividad es también una actividad económica, esto es, una actividad que se realiza con método económico, procurando
al menos la cobertura de los costes con los ingresos que se obtienen. No es, pues, la clase de actividad el criterio determinante
de la «empresarialidad» y, por ende, de la mercantilidad de esa actividad, sino el modo en que la misma se ejercita. Así, no
es empresario el ente público o la asociación privada que gestiona gratuitamente o a precio simbólico un hospital o una
clínica, pero lo es quien gestiona esos establecimientos sanitarios con un método apto para conseguir la autosuficiencia
económica. En este sentido, hay que aclarar que actividad económica no significa necesariamente actividad lucrativa. Puede
existir actividad económica que no sea lucrativa en cuanto que los ingresos que se obtienen no permiten la remuneración de
los factores de producción y, en definitiva, la obtención de ganancias por el empresario. Por supuesto, lo normal es que el
empresario persiga el lucro. Pero, en el Derecho español, no se niega la condición de empresario a aquella persona natural o
jurídica que opera en el mercado sin ánimo de lucro. De lo contrario, las sociedades de base mutualista –que no persiguen la
obtención de ganancias repartibles, sino un ahorro o una ventaja patrimonial– y algunas empresas públicas no serían
empresarios en sentido técnico-jurídico.
Se trata de una actividad para el mercado, en cuanto que está dirigida a la satisfacción de necesidades de terceros. No es
concebible un empresario sin la existencia del mercado: la actividad de producción o de distribución de bienes o de servicios
se organiza en función de un mercado concreto, que, en definitiva, determinará el éxito o el fracaso de ese empresario. Es
indiferente que el empresario tenga varios clientes o que solo trabaje para uno. En ambos casos la actividad se realiza para
el mercado en la medida en que está dirigida a la satisfacción de necesidades ajenas.
Precisamente por estar dirigida al mercado, la actividad debe ser actividad organizada. No es concebible la actividad del
empresario sin la planificación, sin un programa racional en el que se contemplen los aspectos técnicos y económicos de esa
actividad, y sin la coordinación de los elementos necesarios para el ejercicio de la misma. El hecho de que el empresario
pueda no ser titular de un establecimiento industrial, comercial o de servicios no significa que no exista organización. Así, por
regla general, esos elementos organizados por el empresario suelen ser bienes físicos (locales, maquinaria, mobiliario) que
forman un establecimiento, pero no es imprescindible que así sea: la organización puede ser simplemente de medios
financieros propios o ajenos, como sucede en determinadas actividades de financiación o de inversión. Tampoco es necesario
que la organización incluya la prestación de trabajo ajeno. Es también empresario quien utiliza únicamente el propio trabajo
sin recurrir al auxilio de trabajadores o de cualquier otra clase de colaboradores.
2. EMPRESARIOS Y PROFESIONALES
Dentro del género de los profesionales, ese profesional que es el empresario constituye una especie. El profesional y el
empresario comparten una característica común: la actividad que ambos desarrollan es una actividad profesional.
Los profesionales pueden clasificarse en dos grandes grupos. Están, en primer lugar, los «profesionales liberales» (médicos,
arquitectos, ingenieros, abogados, etc.); y están, en segundo lugar, los «demás profesionales» (enfermeros, fisioterapeutas,
peluqueros, ebanistas, fontaneros, electricistas, etc.). Los primeros se correspondían con las tradicionales titulaciones
universitarias oficiales. Pero la ampliación de las titulaciones (como consecuencia de la conversión de algunas titulaciones
de la denominada «formación profesional» en titulaciones universitarias, ha difuminado sensiblemente esa distinción.
En todo caso, los profesionales han permanecido tradicionalmente al margen del Derecho mercantil. La razón por la cual una
determinada clase de profesionales (los comerciantes, primero, los industriales, después, y, en fin, quienes prestan en el
mercado determinados servicios) está sometida a un estatuto jurídico especial, mientras que los demás profesionales
permanecen en el ámbito del Derecho general, es exclusivamente histórica. En el momento en que nace el ius mercatorum
y aun en el momento de la codificación, los «profesionales liberales» no coordinaban diferentes factores de la producción
con la finalidad de intermediar en el mercado de servicios. La actividad que realizaban no requería el grado de organización
ni tenía el mismo grado de complejidad que la que llevaban a cabo los protagonistas del tráfico mercantil; los profesionales
liberales se limitaban entonces a trabajar para la propia subsistencia y la de su familia, sin ánimo especulativo, y, además, en
cuanto meros prestadores de servicios, no recurrían al crédito para financiar la actividad que desarrollaban, presentándose
en el mercado más como acreedores de «honorarios» por la prestación de servicios que como partes activas y pasivas de un
más o menos complejo haz de relaciones jurídicas, como sucedía con los comerciantes medievales.
Pero, en el momento presente, al lado de profesionales que conservan sustancialmente las características tradicionales,
existen otros que coordinan y organizan los factores de la producción. Estos profesionales contemporáneos o bien se
organizan de modo semejante al de los empresarios, o bien incluso utilizan formas jurídicas mercantiles para el ejercicio de
la actividad profesional, como, por ejemplo, las sociedades anónimas o de responsabilidad limitada, que se califican como
mercantiles incluso cuando su objeto social no sea, propiamente, una actividad empresarial (art. 2 del Real Decreto Legislativo
1/2010, de 2 de julio, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Sociedades de Capital]. Incluso, en el Derecho
español, cabe constituir «sociedades profesionales» para el ejercicio en común de una «actividad profesional», que se define
como «aquella para cuyo desempeño se requiere titulación universitaria oficial o titulación profesional para cuyo ejercicio
sea necesario acreditar una titulación universitaria oficial, y, además, inscripción en el correspondiente colegio profesional»
[art. 1.1 Ley 2/2007, de 15 de marzo, de Sociedades Profesionales, que permite la constitución de estas sociedades especiales
«con arreglo a cualquiera de las formas societarias previstas en las leyes»: art. 1.2, incluidas las sociedades de capital]. Se
asiste así a un proceso de convergencia que quizá en el futuro suponga la extensión del Derecho especial nacido para los
comerciantes a toda clase de profesionales o, al menos, la creación de un nuevo y alternativo Derecho especial. No deja de
ser significativo que la Ley 3/1991, de 10 de enero, de Competencia Desleal, haya extendido su ámbito tradicional de
aplicación para incluir también a los profesionales (art. 3.1).
Con todo, en el Derecho español vigente todavía permanecen nítidas las diferencias entre los sujetos mercantiles y quienes
ejercen otras profesiones. El profesional que se limita a desarrollar la actividad que le es propia no es empresario, por muchos
que sean los medios materiales que utilice (v. gr.: aparataje de un médico) y por muchas que sean las personas que le auxilien
en el ejercicio de esa actividad; y lo mismo sucede si varios profesionales constituyen una sociedad civil con el objeto de
ejercitarla (arts. 1665 y ss. CC). La condición mercantil únicamente se adquiere cuando esos profesionales opten
expresamente por alguno de los tipos sociales que la Ley declara empresarios por razón de la forma (v. infra II.3). Ahora bien,
tanto las sociedades civiles profesionales (art. 8LSP) como las mercantiles (arts. 19.2 y 119 C. de C.) están sujetas a inscripción
en el Registro Mercantil, de manera que este último se amplía a sujetos civiles en ese proceso de convergencia antes señalado.
No obstante, nada impide que un profesional sea simultáneamente empresario, salvo incompatibilidad legal de ambas
profesiones. A la profesión particular que ejerza ese sujeto se añadirá entonces la profesión mercantil, o viceversa. Así
acontece, por ejemplo, en el caso del licenciado en farmacia que, previos los trámites administrativos correspondientes, abre
al público una oficina de farmacia. El farmacéutico no es comerciante en cuanto farmacéutico, sino en cuanto titular de un
establecimiento abierto al público en el que revende medicamentos y productos análogos y complementarios.
Es necesario señalar que en los últimos años algunas leyes, convirtiendo un adjetivo en sustantivo, han comenzado a utilizar
el término «emprendedor», que tiene un contenido más amplio que el de empresario (así, Ley 11/2013, de 26 de julio, Ley
14/2013, de 27 de septiembre y RDL 16/2013, de 20 de diciembre). El emprendedor es aquella persona física o jurídica que
desarrolla en el mercado sea una actividad empresarial, sea una actividad profesional (v. art. 3 Ley 14/2013, de 27 de
septiembre). En este sentido, tan emprendedor es el empresario como el profesional. De este modo, se inicia una tendencia
hacia la unificación de estas dos clases de sujetos, aplicando a todos los emprendedores algunas medidas de fomento de la
actividad, sea empresarial, sea profesional (como, por ej., la posibilidad de que el emprendedor que sea persona física limite
la responsabilidad por las deudas que traigan causa de la actividad que ejercite: v. arts. 7 a 11 Ley 14/2013, de 27 de
septiembre).
II. CLASES DE EMPRESARIOS
1. EMPRESARIOS POR RAZÓN DE LA ACTIVIDAD Y EMPRESARIOS POR RAZÓN DE LA FORMA
A) Los empresarios individuales y las sociedades mercantiles, por razón de la actividad a la que se dediquen, se clasifican
en empresarios comerciales (o comerciantes), empresarios industriales y empresarios de servicios. La figura del
comerciante es la que ostenta la primacía histórica. Como ya se ha explicado, la actividad de los comerciantes fue la que
exigió un Derecho especial (arts. 1 y 2 C. de C.). La tradicional subordinación de la industria al comercio explica que incluso
en el propio Código de Comercio subsista la idea de que el empresario industrial es un mero comerciante revendedor de
mercancía transformada, esto es, quien revende cosas muebles en forma diferente a aquella con que se adquirieron (art.
325 C. de C.). Con todo, en el Código es patente la voluntad de equiparación de comerciantes y de industriales (art. 1-2.º
C. de C.). Pero en la actualidad, al lado de los empresarios que desarrollan una actividad comercial o una actividad
industrial, se ha producido una extraordinaria expansión de los empresarios de servicios, que igualmente se encuentran
sometidos al Derecho mercantil.
Junto con el empresario, individual o social, por razón de la actividad a la que se dedica –el comercio, la industria o los
servicios–, existen algunos empresarios sociales que son sujetos mercantiles por razón de la forma social elegida, y no
por razón de la actividad o actividades que constituyen el objeto social. Así sucede con las sociedades anónimas, con las
sociedades comanditarias por acciones y con las sociedades de responsabilidad limitada, las cuales tienen carácter
mercantil cualquiera que sea su objeto (art. 2LSC); y así sucede también, dentro de la categoría de las sociedades de base
mutualista, con las sociedades de garantía recíproca (art. 4LSGR). Estas sociedades son mercantiles aunque el objeto al
que se dediquen no sea mercantil y, por consiguiente, tienen la condición legal de empresario, es decir, están sometidas
a las obligaciones propias de cualquier empresario.
B) A lo largo de la historia, los agricultores y los ganaderos han permanecido al margen del Derecho mercantil. Las
circunstancias económicas y sociales en que nació y se desarrolló el ius mercatorum eran muy distintas de las que
caracterizaban a la actividad agraria. La vinculación del agricultor a la tierra y los aspectos aleatorios del resultado de la
actividad – que puede frustrarse por razones climatológicas y otras– explican la exclusión de estos profesionales del
ámbito del Derecho mercantil. El propio Código de Comercio, fiel a esta tradición, considera no mercantiles las ventas que
los agricultores y ganaderos hagan de los frutos o productos de sus cosechas y ganados (art. 326-2.º C. de C.).
Ahora bien, en la actualidad, la actividad agrícola ha ido adquiriendo progresivamente las mismas características que están
presentes en el comercio y la industria. Se trata de una actividad profesional, de una actividad económica realizada no
solo como un medio de subsistencia y, en fin, de una actividad organizada, en la que la tierra y los demás elementos
organizados por el empresario agrícola cumplen la misma función instrumental que el establecimiento mercantil respecto
de los demás empresarios; y en la que, además, los efectos del alea sobre la producción se han podido eliminar o, al
menos, paliar a través de la técnica de los seguros agrarios. El viejo agricultor ha dejado paso a profesionales de la
agricultura que actúan con la mentalidad y con el método propio de los empresarios mercantiles. Por estas razones, la
tradicional exclusión del Derecho mercantil de la actividad agrícola y ganadera ha perdido buena parte de su razón de ser.
De ahí que proceda una interpretación restrictiva de la figura del denominado empresario agrícola o agrario, de modo tal
que continúe permaneciendo fuera del Derecho de la actividad mercantil la actividad directamente ligada al fundo, pero
no aquella actividad de transformación o comercialización de productos agrícolas y ganaderos, la cual, por las razones
expuestas, debe calificarse decididamente como mercantil.
De otra parte, cada vez es más frecuente que el empresario agrícola se estructure en forma de sociedad anónima o de
responsabilidad limitada que, según hemos indicado, son empresarios mercantiles por declaración legal. Estos
empresarios mercantiles agrarios están sometidos al mismo estatuto jurídico que los demás empresarios mercantiles. Así,
junto con las sociedades agrarias de transformación [regidas por el RD 1776/1981, de 3 de agosto, y la OM de 14 de
septiembre de 1982] –que son sociedades civiles– y junto con las sociedades cooperativas agrarias (art. 93 LCoop) y con
las sociedades cooperativas de explotación comunitaria de la tierra (arts. 94 a 97 LCoop) –que pueden ser o no mercantiles
(art. 124 C. de C.), aunque generalmente lo sean–, coexisten sociedades anónimas o de responsabilidad limitada con un
objeto agrícola, ganadero o forestal que, por razón de la forma social elegida, tienen siempre el carácter de sociedades
mercantiles (art. 2 LSC).
2. PEQUEÑOS Y GRANDES EMPRESARIOS. EL ARTESANO
A) En el Derecho mercantil español, el estatuto jurídico general del empresario es unitario. No existe distinción entre
grandes, medios y pequeños empresarios: todos están obligados a llevar una contabilidad y todos cuentan con un
instrumento de publicidad legal que es el Registro Mercantil, de inscripción voluntaria para los empresarios individuales
(quizás por considerar que los empresarios individuales son pequeños empresarios) y obligatoria para las sociedades
mercantiles. Ahora bien, en materia contable no todos los empresarios individuales y sociales están obligados a llevar la
misma contabilidad. El Código de Comercio señala que la contabilidad debe ser «adecuada» a la actividad que el
empresario desarrolle; y esta «adecuación» no solo se refiere a la «clase» de actividad, sino también a las dimensiones
de la empresa.
Pero la contraposición entre grandes empresas, de una parte, y pequeñas y medianas empresas, las PYMES, de otra –o,
mejor entre grandes y pequeños y medianos empresarios–, relevante desde el punto de vista económico, ha trascendido,
sin embargo, a la legislación administrativa, que atendiendo a distintos criterios clasificatorios trata de proteger a los
pequeños y medianos empresarios con medidas de muy distinto signo. En ocasiones, la legislación mercantil se ha dejado
influir por esta distinción. Así ha sucedido al tipificar las denominadas sociedades de garantía recíproca, sociedades
mutualistas que facilitan el acceso al crédito y a los servicios conexos a las pequeñas y medianas empresas. Precisamente
la Ley que regula esta nueva forma social considera pequeñas y medianas empresas a aquellas cuyo número de
trabajadores no excede de doscientos cincuenta (art. 1.II de la LSGR).
De otro lado, en la legislación concursal existen algunas especialidades por razón de la dimensión de la empresa. Así, en
relación con los planes de reestructuración, al lado del régimen general (arts. 614 a 681), existe un régimen especial, más
sencillo, al que pueden acogerse las personas naturales o jurídicas que desarrollen una actividad empresarial o profesional
en el caso de que el número medio de trabajadores empleados durante el ejercicio anterior no fuera superior a 49
personas y el volumen de negocios anual o el balance general anual no supere los 10 millones de euros (arts. 682 a 684).
Pero, además, la legislación concursal conoce un procedimiento especial para las que denomina «microempresas» (art.
685 a 720), que son aquellas que hubieran empleado durante el año anterior a la solicitud de apertura del procedimiento
una media de menos de 10 trabajadores y tuvieran un volumen de negocio anual inferior a 700.000 euros o un pasivo
inferior a 350.000 euros (art. 685.1).
B) En la frontera del Derecho mercantil aparece la figura del artesano. La legislación administrativa autonómica (v. art. 148.1-
14.ª CE) contiene distintas definiciones de actividad artesana. En general, se considera artesanía la actividad de
producción, transformación y reparación de bienes o prestación de servicios realizada mediante un proceso en el que la
intervención personal constituye un factor predominante, obteniéndose un resultado final individualizado que no se
acomoda a la producción industrial, totalmente mecanizada o en grandes series. No toda actividad puede ser desarrollada
de forma artesana, sino solo las enumeradas en el repertorio de oficios artesanos (v., por ej., en la Comunidad Autónoma
de Madrid, la Ley 21/1998, de 30 de noviembre, de Ordenación, Protección y Promoción de la Artesanía, y el Decreto
15/2000, de 3 de febrero; en Cataluña, el Decreto 252/2000, de 24 de julio; y en Andalucía, la Ley 15/2005, de 22 de
diciembre, y el Decreto 4/2008, de 8 de enero).
En la opción entre considerar empresario al artesano o mantenerlo fuera del Derecho especial, la legislación española se
ha inclinado por la solución menos rigurosa y exigente. En efecto, el Código de Comercio declara no mercantiles las ventas
que de los objetos fabricados por los artesanos hicieran éstos en sus talleres (art. 326-3.º); y, en base a esta exclusión de
la mercantilidad, la jurisprudencia considera que no son comerciantes a efectos legales. No obstante, como cualquier otro
operador económico, el artesano está sometido al Derecho de la competencia (v., por ej., la Exposición de Motivos LCD).
3. EMPRESARIO APARENTE Y EMPRESARIO OCULTO
En ocasiones, la persona en cuyo nombre se ejercita la actividad mercantil no es, sin embargo, el auténtico empresario. En
esos casos, existe un ejercicio indirecto o por persona interpuesta de la actividad empresarial: el empresario permanece
oculto, actuando como empresario aparente otra persona vinculada a ese empresario oculto por una relación de carácter
fiduciario. El empresario aparente (que puede ser tanto una persona natural como una persona jurídica) ejercita en nombre
propio la actividad constitutiva de empresa; el empresario oculto (que también puede ser una persona natural o una sociedad
mercantil) facilita al primero los medios económicos necesarios para el ejercicio de esa actividad, dirige, de hecho, la empresa
y se apropia de los beneficios que esta pueda obtener.
Este fenómeno no plantea especiales problemas al Derecho cuando los acreedores del empresario aparente pueden obtener
satisfacción. Pero, en caso de insolvencia de este, los terceros que contrataron con dicho empresario se encontrarán en graves
dificultades para el cobro de sus créditos. En el plano jurídico, el riesgo de empresa no es soportado por el empresario real y
efectivo, sino que se hace gravitar sobre los acreedores. En los supuestos más graves (como, por ej., cuando el empresario
oculto es persona incompatible para el ejercicio de la profesión mercantil), la prohibición legal del fraude de ley permitirá
hacer responsable de esas deudas al auténtico empresario (art. 6.4 CC). En otros casos, será preciso acudir a la prohibición
del abuso del Derecho (art. 7.2 CC) o a la norma legal sobre representación indirecta en el Derecho mercantil, que, si se
prueba que el empresario aparente ha actuado por cuenta del empresario oculto, permite que el tercero se dirija contra
cualquiera de ellos (art. 287 C. de C.).
4. EMPRESARIOS PRIVADOS Y EMPRESARIOS PÚBLICOS
La Constitución no solo reconoce a los sujetos privados «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado»
(art. 38) –en su triple manifestación de libertad de acceso al mercado, libertad de ejercicio y libertad de cesación–, así como
el derecho de propiedad privada (art. 33) que es esencial para el ejercicio de la actividad empresarial, sino que reconoce
igualmente «la iniciativa pública en la actividad económica» (art. 128.2 CE). Se instaura así el principio de coiniciativa
económica: en el marco de la economía de mercado, los sujetos privados pueden adquirir la condición de empresarios y
constituir sociedades mercantiles, y del mismo modo la Administración pública –estatal, autonómica, provincial y local, así
como institucional–, a través de sociedades públicas o de organismos administrativos, puede acceder al mercado y puede
adquirir la condición de empresaria y constituir sociedades mercantiles, y competir en él actuando en régimen de paridad
con los empresarios privados. El mercado es, pues, el ámbito en el que compiten los empresarios privados, tanto entre sí
como con las distintas formas jurídicas empresariales de titularidad pública. Todos los sectores económicos están abiertos a
esta posible coexistencia de unos y otras. Solo mediante ley se puede reservar al sector público recursos o servicios esenciales
(art. 128.2 CE), eliminando en ese campo la iniciativa privada.
De ahí que un segundo criterio de clasificación es aquel que distingue entre empresarios privados y empresarios públicos.
Mientras que todos los empresarios individuales son empresarios privados, como es obvio, los empresarios sociales, por
razón de la titularidad de las participaciones sociales o acciones en que se divide el capital social, pueden ser privados o
públicos. Urge advertir, sin embargo, que el fenómeno de la denominada empresa pública es mucho más amplio que el de
las sociedades «en mano pública»: existen también organismos administrativos que actúan en el mercado como auténticos
empresarios.
En el Derecho español no existe un estatuto jurídico unitario de la empresa pública. Ni siquiera las sociedades públicas total
o mayoritariamente propiedad del Estado forman parte de un mismo grupo.
Dentro de las sociedades mercantiles públicas debe distinguirse entre el régimen jurídico de las sociedades mercantiles
estatales y el régimen jurídico de las sociedades mercantiles autonómicas, provinciales o municipales. Las sociedades
mercantiles estatales (que se regulan en los artículos 111 a 117 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de régimen jurídico del
sector público), son aquellas sobre las que se ejerce control estatal, sea directo o indirecto, por parte de la Administración
general del Estado o algunas de las entidades que integran el sector público institucional estatal. En la denominación de estas
sociedades deberá figurar necesariamente la indicación «Sociedad mercantil estatal» o su abreviatura «S.M.E.». La creación
de una sociedad mercantil estatal o la adquisición de este carácter de forma sobrevenida exige acuerdo del Consejo de
Ministros que deberá ser acompañado de una propuesta de estatutos y de un plan de actuación. En el régimen de actuación
en el tráfico económico, las sociedades mercantiles estatales están sometidas al Derecho privado. Cuando en el órgano de
administración de estas sociedades figure un empleado público, la responsabilidad será directamente asumida por la
Administración General del Estado que lo hubiera designado, sin perjuicio de exigir de oficio a dicho empleado público la
responsabilidad en que hubiera podido incurrir por los daños y perjuicio causados cuando hubiera concurrido dolo o culpa
grave.
Al autorizar la constitución de una sociedad mercantil estatal, el Consejo de Ministros tiene la facultad de atribuir a un
Ministerio, cuyas competencias guarden relación específica con el objeto social, la «tutela funcional» de dicha sociedad. Las
que no estén atribuidas a la tutela de un Ministerio determinado dependen de la «Sociedad Estatal de Participaciones
Industriales» (SEPI), creada por la Ley 5/1996, de 10 de enero (art. 11).
De entre las sociedades mercantiles públicas autonómicas, provinciales o municipales son estas últimas las más frecuentes.
Se definen como aquellas que se constituyen para la prestación de un determinado servicio público de competencia de un
ayuntamiento (v. gr.: aguas, recogidas de basuras, etc.). Los estatutos de estas sociedades deben determinar la organización
y el funcionamiento de la junta general y del órgano de administración (art. 85 ter de la Ley 7/1985, de 2 de abril, reguladora
de las bases de régimen local).
III. EMPRESARIOS INDIVIDUALES Y EMPRESARIOS SOCIALES
1. EMPRESARIOS INDIVIDUALES Y EMPRESARIOS SOCIALES
La figura del empresario puede encarnarse en una persona natural (empresario individual) o en una persona jurídica. Con
esta clasificación fundamental se inicia precisamente el Código de Comercio (art. 1). Ahora bien, el fenómeno de la persona
jurídica que tiene la condición de empresario no se agota en las sociedades mercantiles. Aunque la mayor parte de los
empresarios personas jurídicas son empresarios sociales –también denominados «colectivos»–, otras personas jurídicas
distintas de las sociedades mercantiles (como, por ej., las asociaciones y las fundaciones) pueden ejercer la actividad
empresarial, con carácter instrumental respecto de los fines que les son propios, y adquirir, por consiguiente, esa condición.
En principio, cualquier persona natural, que sea mayor de edad y pueda regirse por sí misma, podrá adquirir la condición de
empresario individual, desarrollando en el mercado una actividad empresarial (art. 1-1.º C. de C.). La Constitución consagra
el derecho a la libre elección de profesión y oficio (art. 35), y de ahí que cualquier persona pueda ejercer la profesión
mercantil. La propia Constitución reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado, garantizando y
protegiendo su ejercicio (art. 38).
También, por regla general, es libre la creación de empresarios sociales, constituyendo al efecto sociedades mercantiles para
intervenir en el mercado (art. 1-2.º C. de C.). Este derecho no es sino una manifestación del más amplio derecho de asociación,
cuyo carácter de derecho fundamental reconoce y tutela la Constitución (art. 22). Salvo que la ley imponga una forma social
específica para el ejercicio de determinadas actividades mercantiles (como es el caso de la actividad bancaria y de la actividad
aseguradora, entre otros ejemplos), o salvo que exista una correspondencia absoluta entre forma y objeto (como sucede en
las sociedades de garantía recíproca), las personas naturales y jurídicas que se asocian pueden elegir libremente entre las
distintas formas sociales. Naturalmente, el empresario es la sociedad, y no las personas naturales o jurídicas que forman
parte de ella, ni tampoco los administradores. Ni siquiera los socios colectivos de las sociedades colectivas y comanditarias,
que responden personalmente de las deudas sociales (arts. 127 y 148.I C. de C.), ostentan por razón de esa responsabilidad
la condición de empresarios.
IV. EL EMPRESARIO INDIVIDUAL
1. EL CONCEPTO DE EMPRESARIO INDIVIDUAL
El empresario individual es la persona natural que ejercita en nombre propio, por sí o por medio de representante, una
actividad constitutiva de empresa.
En la técnica jurídico-mercantil moderna, este concepto tiene una significación equivalente a la del comerciante en la técnica
del Código de Comercio. El empresario de hoy es el comerciante de ayer. Y, en realidad, cuando el Código declara comerciante
a la persona «que teniendo capacidad legal para ejercer el comercio se dedica a él habitualmente» (art. 1), deja traslucir ya
la figura del empresario: en el ejercicio habitual del comercio, peculiar del comerciante o mercader de todos los tiempos,
siempre estuvo en potencia el desarrollo profesional de una actividad económica organizada para servir necesidades del
mercado; en otros términos, estaba en potencia el ejercicio de una actividad empresarial, que se va haciendo cada vez más
visible a medida que las nuevas exigencias de orden técnico y económico fuerzan al antiguo comerciante a desarrollar y
perfeccionar la organización para el desenvolvimiento de su actividad profesional. Por otra parte, la dedicación habitual a esa
actividad es tan necesaria en el empresario como lo era en el comerciante, porque sin ella no hay profesión posible, y la
profesionalidad –como ya hemos visto– es característica esencial de la actividad.
Tras las reformas introducidas en los Títulos II y III del Libro I del Código de Comercio por la Ley 17/1973, de 21 de julio, algún
precepto comenzó a referirse a los «comerciantes o empresarios mercantiles individuales» como términos sinónimos (arts.
16 y 17 C. de C., en la redacción dada por la citada Ley). La muy importante reforma de esos Títulos llevada a cabo por la Ley
19/1989, de 25 de julio, significó la definitiva sustitución en ellos de la referencia al comerciante por la referencia exclusiva al
empresario individual (arts. 161.1.º, 19.1, 22.1 y 24.1). Sucede así que actualmente para referirse al mismo sujeto coexiste
en el Código la añeja terminología de «comerciante» con la más nueva y mejor adaptada a la realidad de «empresario».
2. LA CAPACIDAD PARA SER EMPRESARIO INDIVIDUAL
El Código de Comercio (LEG 1885, 21) establece que «tendrán capacidad para el ejercicio habitual del comercio las personas
mayores de edad y que tengan la libre disposición de sus bienes» (art. 4, en la redacción dada por la Ley 14/1975, de 2 de
mayo).
El menor de edad, aunque esté emancipado (art. 314 CC) o aunque haya obtenido el beneficio de la mayoría de edad (art.
321 CC), carece de la llamada capacidad mercantil, porque, aunque pueda regir su persona y bienes «como si fuera mayor»,
tiene las restricciones de no poder tomar dinero a préstamo, gravar ni vender bienes inmuebles y establecimientos
mercantiles o industriales u objetos de extraordinario valor sin autorización o asistencia paterna o del curador (art. 323 CC);
es decir, carece de la libre y plena disposición de bienes. La posibilidad de defender otra interpretación más congruente con
las conveniencias de la práctica mercantil está notoriamente dificultada por el Código de Comercio, que, con criterio absoluto,
exige la mayoría de edad y la libre disposición de los bienes propios (art. 4).
3. EL MENOR EMPRESARIO
Por excepción al principio general que se acaba de exponer, pueden adquirir la condición de empresario el menor de edad
que continúe, «por medio de sus guardadores, el comercio que hubieren ejercido sus padres o sus causantes» (art. 5 C. de
C., en la redacción dada por la Ley 8/2021, de 2 de junio). Esta excepción está plenamente justificada por el principio de
conservación de la empresa. La Ley protege la continuidad de la actividad mercantil y, a través de ella, posibilita la continuidad
misma del establecimiento.
El menor de edad que continúe la actividad empresarial que hubieren ejercido sus padres o causantes puede ser inscrito en
el Registro Mercantil en concepto de empresario individual a solicitud de quien ostente su guarda o representación legal
(arts. 88.2 y 91 RRM). El Código establece para estos casos que, si el tutor careciese de capacidad legal para comerciar o
tuviere alguna incompatibilidad, estará obligado a nombrar uno o más factores (que son también personas con poder de
representación del empresario) que le suplan en el efectivo ejercicio de la actividad empresarial en nombre del menor de
edad (art. 5 C. de C.). Para proseguir ese ejercicio a nombre del pupilo no necesita el tutor autorización judicial.
Ahora bien, ese ejercicio en nombre ajeno no atribuye al tutor la condición de empresario: el empresario es el pupilo. Ya
hemos visto anteriormente (núm. 1) que para ser empresario es preciso ejercitar la actividad empresarial en nombre propio.
De ahí que el representante legal del menor no adquiera la condición mercantil por continuar ese ejercicio. Y así sucede que,
en caso de insolvencia, es el menor quien es declarado en concurso de acreedores y no el tutor. Pero si procediera la
formación de la sección de calificación para depurar la responsabilidad en la generación o en la agravación del estado de
insolvencia, será el tutor, y no el pupilo, quien pueda quedar afectado por los pronunciamientos que contenga la sentencia
de calificación del concurso como culpable (v. art. 455.2 LC).
4. EL EMPRESARIO CASADO
El matrimonio no restringe la capacidad de obrar de ninguno de los cónyuges y, en consecuencia, tampoco afecta a su
capacidad para ser empresario. Suprimida por la Ley 14/1975, de 2 de mayo, la vieja exigencia de autorización marital para
el ejercicio del comercio por mujer casada (arts. 6 y 9 C. de C. de 1885, en la redacción originaria), ambos cónyuges han
quedado en plano de igualdad respecto del ejercicio de las actividades empresariales (v. también arts. 14 y 32.1 CE). Los
cónyuges son iguales en derechos y en deberes (art. 66 CC) y ninguno de ellos tiene la facultad de impedir o de limitar al otro
el ejercicio de una profesión y, en particular, el ejercicio de cualquier clase de actividad industrial, comercial o de servicios.
Si el régimen económico del matrimonio fuera el de sociedad de gananciales, de las obligaciones contraídas en el ejercicio de
la actividad mercantil responden no sólo los bienes privativos o propios del cónyuge que la ejerza, sino también los bienes
gananciales. La ley exige, sin embargo, que se trate del «ejercicio ordinario» de esa actividad (art. 13624.ª y 1365-2.º C.c.), lo
que no deja de plantear serios problemas de interpretación. Si cada uno de los cónyuges ejerciera separadamente la actividad
mercantil, los acreedores de cada uno de ellos pueden dirigirse indistintamente tanto contra los bienes gananciales generados
por el ejercicio de la actividad por el cónyuge que resulte deudor (y contra los adquiridos a costa o en sustitución de ellos:
art. 1364-3.º) como contra los gananciales generados por el otro cónyuge.
5. LAS PROHIBICIONES PARA EL EJERCICIO DE LA ACTIVIDAD EMPRESARIAL
Existen casos en los que determinadas personas, a pesar de tener capacidad para ser empresario, tienen prohibido el ejercicio
de la actividad empresarial. Las prohibiciones se clasifican en absolutas y relativas. Son absolutas las que comprenden
cualquier clase de actividad comercial, industrial o de servicios; son relativas aquellas cuyo ámbito se refiere exclusivamente
a un determinado género de actividad mercantil. Por lo general, las prohibiciones, sean absolutas o relativas, no solo lo son
para actuar como empresario, sino también para ser administrador o liquidador de sociedades mercantiles (arts. 13 y 14 C.
de C.); y, además, no se limitan a los casos de ejercicio directo de la actividad empresarial por el incompatible, sino que
abarcan el supuesto de ejercicio a través de persona interpuesta.
Las prohibiciones absolutas pueden extenderse a todo el territorio español o circunscribirse a parte de él. Entran en la
primera categoría las relativas a aquellas personas que, por leyes o disposiciones especiales, «no puedan comerciar» (art. 13-
3.º C. de C.), como es el caso de los miembros del Gobierno de la Nación y los altos cargos de la Administración General del
Estado (arts. 13 y 14 de la Ley 3/2015, de 30 de marzo). La segunda categoría, o de prohibiciones absolutas circunscritas al
territorio en el que se desempeñan funciones incompatibles, es mucho más amplia. Entre los casos más significativos de
prohibición, destaca el de los magistrados, jueces y fiscales en servicio activo (art. 14-1.º C. de C., art. 389-8.º de la Ley
Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, y art. 57.7 de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre), por la que se regula el
Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal). Por el contrario, los abogados no tienen prohibido el ejercicio de la actividad
mercantil (v. arts. 21 y ss. del Estatuto General de la Abogacía Española, aprobado por RD 658/2001, de 22 de junio).
Las prohibiciones relativas –las limitadas a una o varias actividades mercantiles concretas y determinadas– son igualmente
muy frecuentes. Así, los socios colectivos no pueden dedicarse al mismo género de actividad que el que constituye el objeto
de la sociedad colectiva o comanditaria (art. 137 C. de C.); e igual prohibición rige para los gerentes o factores respecto a la
actividad de su principal (art. 288 C. de C.). Por su parte, los administradores de sociedades de capital no pueden dedicarse
por cuenta propia o ajena al mismo, análogo o complementario género de actividad que constituya el objeto social, salvo
autorización expresa de la sociedad mediante acuerdo en junta general de socios (230.2 LSC). Si los administradores de una
sociedad estuvieran en situación de conflicto, directo o indirecto, con el interés social en una concreta operación, deben
abstenerse intervenir en los acuerdos o decisiones relativos a esa operación y de participar en ella [v. art. 228, letra c), LSC].
Los actos realizados por personas sobre las que pesa cualquiera de estas prohibiciones son plenamente eficaces. Las
consecuencias del ejercicio de la actividad mercantil por persona incompatible son las sanciones administrativas en los casos
de prohibiciones absolutas, y las sanciones civiles (exclusión del socio colectivo, cese del factor, separación de los
administradores) en algunos de los casos de prohibiciones relativas.
6. ADQUISICIÓN, PRUEBA Y PÉRDIDA DE LA CONDICIÓN DE EMPRESARIO INDIVIDUAL
La condición de empresario individual está abierta a cualquier persona. Para ser empresario no se requiere tener una
determinada titulación académica o profesional. Solo en algunos supuestos excepcionales, en actividades mercantiles
relacionadas con la salud (como es el caso de la apertura de una oficina de farmacia o de un negocio de óptica), se exige por
la ley estar en posesión de un título habilitante.
Una persona adquiere la condición de empresario dedicándose profesionalmente –o «habitualmente» (art. 1-1.º C. de C.)– a
una determinada actividad comercial, industrial o de servicios, aunque no se trate de la actividad principal de esa persona.
En este sentido, una misma persona puede ejercer dos o más actividades profesionales y, entre ellas, la profesión mercantil.
Se adquiere, pues, la condición mercantil por el ejercicio de una actividad que pueda ser calificada como mercantil. Es el
carácter de la actividad lo que permite calificar como empresario a una persona natural determinada. Por esta razón, la
adquisición es siempre originaria. Se puede adquirir inter vivos o mortis causa un establecimiento mercantil; pero la
adquisición de ese conjunto de bienes y derechos no atribuye al adquirente la condición de empresario mercantil: se necesita
que esa persona ejercite efectiva y realmente una actividad mercantil o que, al menos, la ejercite otro en su nombre. No se
sucede en la condición de empresario; no hay adquisición derivativa. Ni siquiera en el caso del menor. A diferencia de lo que
acontecía en épocas pasadas, la condición profesional de empresario no es transmisible: empieza y termina en el mismo
sujeto.
La condición de empresario individual puede acreditarse por cualquiera de los medios generales admitidos en Derecho, sean
directos o indirectos. El Código presume el ejercicio habitual del comercio –y, por ende, la condición mercantil– «desde que
la persona que se proponga ejercerlo anunciare por circulares, periódicos, carteles, rótulos expuestos al público, o de otro
modo cualquiera, un establecimiento que tenga por objeto alguna operación mercantil» (art. 3). Con esta presunción se
atribuye la condición de empresario a quien, en rigor, todavía pudo no haberla adquirido. El acto publicitario preparatorio de
la actividad es suficiente para la presunción, la cual, sin embargo, puede ser destruida mediante prueba en contrario. De otro
lado, si una persona natural se inscribe en el Registro Mercantil, como el contenido del Registro se presume exacto y válido
(art. 20.1 C. de C.), se considera que es empresario individual. Para obtener esa inscripción es suficiente con la solicitud del
interesado (art. 88 RRM) acompañando acreditación de haber presentado a la Administración Tributaria la denominada
«declaración de comienzo de la actividad empresarial» (art. 89 RRM en relación con la disp. ad. 5.ª de la Ley 58/2003, de 17
de diciembre), y RD 1065/2007, de 27 de julio).
En cuanto a la pérdida de la condición de empresario, se distingue entre pérdida voluntaria, que se produce cuando se cesa
en la actividad, y pérdida involuntaria, como es el caso del fallecimiento o de la incapacitación. Ahora bien, el empresario que
se retira no evita por este simple hecho las consecuencias del ejercicio anterior de la actividad empresarial, hasta el punto de
que, en caso de insolvencia, puede ser declarado en concurso de acreedores como cualquier otra persona natural (arts. 1 y
2 LC); y, si falleciera, la Ley admite que la herencia pueda ser declarada en concurso en tanto no haya sido aceptada pura y
simplemente (art. 567 LC).
7. EL DOMICILIO DEL EMPRESARIO INDIVIDUAL
Por regla general, el domicilio mercantil del empresario individual coincide con el domicilio civil. En este sentido, el domicilio
del empresario será el lugar de su residencia habitual (art. 40 CC).
Salvo que una norma legal establezca otra cosa, el domicilio determina el fuero general de las personas naturales (art. 50.1
LEC). Sin embargo, en los litigios derivados de la actividad empresarial, el empresario puede ser demandado tanto ante
tribunal de su domicilio como ante tribunal del lugar en el que desarrolle esa actividad; y, si tuviere establecimientos en
distintas localidades, en cualquiera de ellas, a elección del demandante (art. 50.3 LEC).
La competencia judicial para declarar el concurso de acreedores de un empresario, como el de cualquier otra persona natural
o jurídica, corresponde al juez de lo mercantil en cuyo territorio tenga ese empresario deudor el «centro de las actividades
principales»; pero si tuviere el domicilio en territorio español, será también competente, a elección del acreedor solicitante,
el juez de lo mercantil en cuyo territorio radique aquel (art. 45.1 LC). Y, si el «centro de los intereses principales» no se hallase
en territorio español, pero el deudor tuviera en ese territorio un establecimiento, será competente para declarar el concurso
el juez de lo mercantil en cuyo territorio radique ese establecimiento y, de existir varios, donde radique cualquiera de ellos,
a elección del solicitante (art. 45.3 LC).
V. EL EMPRESARIO PERSONA JURÍDICA
1. LAS SOCIEDADES MERCANTILES
Al lado del empresario individual, el empresario social constituye el otro gran protagonista de este Derecho privado especial.
La importancia de las sociedades mercantiles es tal que a ellas está dedicada una parte específica de esta obra, a la que nos
remitimos. En este capítulo tan solo interesa señalar cuáles son las formas sociales mercantiles y cuáles sus características
esenciales.
Las formas sociales mercantiles tradicionales se clasifican en sociedades de personas y sociedades de capital. Las primeras
son la sociedad colectiva (arts. 125 a 144 C. de C.) y la sociedad comanditaria simple (arts. 145 a 150 C. de C.); las segundas,
la sociedad anónima, la sociedad comanditaria por acciones y la sociedad de responsabilidad limitada (art. 1.1 LSC, texto
refundido aprobado por el Real Decreto Legislativo 1/2010, de 2 de julio). A ellas deben añadirse las sociedades de garantía
recíproca (Ley 1/1994, de 11 de marzo).
La sociedad colectiva es una sociedad de carácter esencialmente personalista por estar fundada sobre vínculos de mutua
confianza personal entre los socios (intuitus personae), gira bajo una denominación o razón social integrada por el nombre
de todos o alguno de los socios, y ofrece como característica especial la de que todos los socios responden frente a terceros
personal, solidaria y subsidiariamente, con todos sus bienes, de las resultas de la gestión social (art. 127 C. de C.).
La sociedad en comandita o comanditaria simple también es de carácter personalista, aunque en grado inferior a la
colectiva. Se diferencia de esta en que, al lado de los socios colectivos –subsidiariamente responsables con todo su patrimonio
de las deudas sociales–, hay otros socios, los comanditarios, que solo responden de las deudas de la sociedad hasta la
concurrencia de sus respectivas aportaciones, es decir, con el importe de los fondos que pusieron o se obligaron a poner en
la sociedad (art. 148 C. de C.).
La sociedad anónima, prototipo de sociedad capitalista, que no toma en cuenta las condiciones personales de los socios,
sino su aportación de capital (intuitus pecuniae), tiene todo su capital dividido y representado en acciones –representadas
bien por títulos, bien por anotaciones en cuenta– y sus socios no responden personalmente de las deudas sociales, quedando
limitada su responsabilidad al desembolso del importe de las acciones suscritas (arts. 1.3 y 81 a 85 LSC). Un tipo derivado del
de la anónima es la sociedad comanditaria por acciones –escasísima en la práctica española–, cuyo capital está
representado y dividido en acciones y en la que uno de los socios, al menos, responde personalmente de las deudas sociales
contraídas durante el período en que administra a la sociedad (arts. 1.4 y 252 LSC), y que se rige, en lo que no esté previsto
en las escasas normas aplicables a este tipo social, por lo establecido para las sociedades anónimas (art. 3.2 LSC).
La sociedad de responsabilidad limitada, que en el Derecho español se configura como una sociedad de capital, que puede
girar bajo una denominación objetiva o bajo una denominación subjetiva o razón social, tiene el capital dividido en
participaciones –que no tendrán el carácter de valores, no podrán estar representadas por medio de títulos o de anotaciones
en cuenta, ni denominarse acciones– y sus socios, a semejanza de los accionistas, no responden personalmente de las deudas
sociales (arts. 1.2 y 92.2 LSC).
Otras sociedades, como las cooperativas y las mutuas pueden tener carácter mercantil en algunos casos. Las sociedades
cooperativas son sociedades de capital variable que asocian, en régimen de libre adhesión y baja voluntaria, con estructura
y funcionamiento democráticos, a personas que tienen intereses o necesidades socioeconómicas comunes, para la realización
de actividades empresariales (Ley estatal 27/1999, de 16 de julio, de Cooperativas). Según el Código de Comercio, las
sociedades cooperativas son mercantiles «cuando se dedicaren a actos de comercio extraños a la mutualidad» (art. 124 C. de
C.), expresión que hay que interpretar como equivalente a que realicen «actividades y servicios cooperativizados» con
terceros no socios (art. 4 LCoop). Las sociedades mutuas de seguros –que pueden actuar a prima fija o variable– se
caracterizan porque los mutualistas ostentan la doble condición de socios y de asegurados (arts. 9 y 10 del Texto refundido
de la Ley de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados, aprobado por Real Decreto Legislativo 6/2004, de 29 de
octubre). Las sociedades mutuas son mercantiles cuando actúen a prima fija (art. 124 C. de C.).
Por el contrario, las sociedades de garantía recíproca –que son sociedades de base mutualista al igual que las cooperativas
y las mutuas– tienen siempre carácter mercantil, como ya se ha señalado. Estas sociedades están dirigidas fundamentalmente
a facilitar el acceso a la financiación de las pequeñas y medianas empresas, prestando garantía a favor de sus socios en las
operaciones que estos realicen dentro del giro y tráfico que les es propio (Ley 1/1994, de 11 de marzo, sobre el Régimen
Jurídico de las Sociedades de Garantía Recíproca).
2. EL EJERCICIO DE LA ACTIVIDAD MERCANTIL POR ASOCIACIONES Y POR FUNDACIONES
A) Las asociaciones, incluso las de utilidad pública, pueden desarrollar una actividad empresarial. Por lo general, esa
actividad será marginal; pero puede suceder que el ejercicio de la actividad empresarial se realice de modo principal o
aun exclusivo. Esta circunstancia no modifica la naturaleza de la asociación misma, siempre que se realice con carácter
instrumental respecto de los fines de la asociación. No es incompatible con la asociación la obtención de beneficios; lo
que la Ley estatal prohíbe es que esos beneficios, una vez obtenidos, se repartan entre los asociados en lugar de destinarse
a los fines de la asociación (art. 13.2 LO 1/2002, de 22 de marzo), reguladora del Derecho de Asociación). Si ese carácter
instrumental no existe, es decir, si los resultados de la actividad empresarial no se dedican exclusivamente al cumplimiento
de los fines de la asociación, sino que se reparten, directa o indirectamente, entre los asociados, la originaria asociación
se habrá convertido en sociedad irregular.
Ahora bien, cuando una asociación ejercita una actividad empresarial con carácter instrumental respecto de sus fines,
adquiere por este mero hecho la condición de empresario, y ello incluso en el caso de que la actividad empresarial que
desarrolla sea secundaria o accesoria. Cualquier asociación que ejercite una actividad empresarial adquiere, como
cualquier otra persona natural o jurídica que así actúe, carácter de sujeto mercantil, si bien no podrá inscribirse en el
Registro Mercantil por razón del principio de numerus clausus de los sujetos inscribibles (art. 16 C. de C.).
En todo caso, las asociaciones, ejerciten o no una actividad empresarial, están obligadas a llevar contabilidad «conforme
a las normas específicas que le resulten de aplicación» (art. 14.1 LA). Las cuentas anuales de la asociación se deberán
aprobar anualmente por la asamblea general (art. 14.3 LA).
B) Las fundaciones –organizaciones sin ánimo de lucro cuyo patrimonio está afecto de modo duradero a la realización de
los fines de interés general fijados por el fundador– también pueden ejercitar actividades empresariales «cuyo objeto
esté relacionado con los fines fundacionales o sean complementarias o accesorias» (art. 24.1 Ley estatal 50/2002, de 26
de diciembre, de Fundaciones, y art. 23.2 del Reglamento de Fundaciones de competencia estatal, aprobado por RD
1337/2005, de 11 de noviembre), y en ese caso adquirirán la condición de empresario.
Sin embargo, el ejercicio directo de actividades empresariales presenta algunos inconvenientes, entre los que destaca la
obligación legal de destinar el setenta por ciento de los ingresos netos que se obtengan (art. 27.1 LF) a la realización de
los fines fundacionales, lo que excluye, obviamente, que ese porcentaje de beneficios pueda ser reinvertido para la
expansión de la empresa.
Pero es que, además, para evitar que el ejercicio de esa actividad pueda repercutir negativamente sobre el patrimonio de
la fundación, la legislación estatal y autonómica suele restringir, a través de distintas técnicas jurídicas, la iniciación –o,
incluso, la continuación– de actividades empresariales por parte de las fundaciones. Ciertamente, la fundación puede ser
titular de establecimientos o empresas comerciales, industriales o de servicios por figurar estos en la dotación fundacional
–la dotación puede consistir en bienes y derechos de cualquier clase (art. 12.1 LF)– o por adquirirlos a lo largo de la
existencia del ente, y puede ejercitar con ellos actividades mercantiles. Pero si pretende ejercer directamente tales
actividades –que, naturalmente, tienen que guardar relación con los fines fundacionales o, al menos, estar al servicio de
los mismos– las distintas Leyes autonómicas o bien exigen la previa y expresa autorización del Protectorado, o bien dar
cuenta de ese ejercicio a este órgano público de control de la fundación, o bien, en fin, siguen un sistema mixto, exigiendo
la autorización o la mera puesta en conocimiento según los casos.
En la legislación estatal –y también en la autonómica– se permite la participación de la fundación en el capital de
sociedades mercantiles en las que los socios no respondan personalmente de las deudas sociales, estableciendo que, si
la participación fuera mayoritaria (v. art. 24.1.I Regl. LF), la fundación deberá dar cuenta al Protectorado «en cuanto dicha
circunstancia se produzca» (art. 24.2 LF) sin que pueda superarse en ningún caso el plazo máximo de treinta días (art. 24.1
Regl. LF), obligación que también existe en el caso de adquisición de participaciones minoritarias que, acumuladas a
adquisiciones anteriores, den lugar a una participación mayoritaria (art. 24.1.II Regl. LF); y se prohíbe que las fundaciones
tengan participación alguna en aquellas otras sociedades mercantiles en las que los socios respondan personalmente de
las deudas sociales, exigiéndose la enajenación de la cuota o de la participación social si la sociedad no se hubiera
transformado en el plazo de un año en otra en la que esa responsabilidad personal no exista (art. 24.3 LF y art. 24 Regl.
LF).
VI. LA RESPONSABILIDAD CIVIL DEL EMPRESARIO
1. EL PRINCIPIO DE LA RESPONSABILIDAD PATRIMONIAL UNIVERSAL
A) El empresario, sea persona natural o persona jurídica, está sometido al principio de la responsabilidad patrimonial
universal. Al igual que cualquier otro sujeto, el empresario responde del cumplimiento de las obligaciones legales,
contractuales, cuasicontractuales o extracontractuales (art. 1089 CC) con todos sus bienes, presentes y futuros (art. 1911
CC). El empresario individual responde con todo su patrimonio, sea civil o mercantil, sin que tenga la posibilidad de
constituir un patrimonio separado, limitando a ese conjunto de bienes y derechos la responsabilidad civil derivada del
ejercicio de la actividad empresarial. Y lo mismo acontece con las sociedades mercantiles, las cuales responden con el
entero patrimonio social del cumplimiento de las obligaciones sociales.
Cuando la sociedad mercantil revista la forma de sociedad colectiva o de sociedad comanditaria, a la responsabilidad de
la propia sociedad se añade la responsabilidad de todos o de algunos socios: si la sociedad es colectiva, todos los socios
responden personal, ilimitada, subsidiaria y solidariamente de las deudas de la sociedad (arts. 127 y 237 C. de C.); si es
comanditaria, únicamente responden de las deudas sociales los socios colectivos, y no los socios comanditarios (art. 148
C. de C.). Por el contrario, si la sociedad es anónima o de responsabilidad limitada, los socios no responden: el beneficio
de la limitación de la responsabilidad –es decir, la absoluta autonomía del patrimonio de los socios respecto del
patrimonio social a efectos de responsabilidad– es principio configurador de estos tipos sociales (art. 1.2 y 3 LSC). Pero, si
bien en estas sociedades los socios no responden de las deudas de la sociedad, hay un caso en que, en concepto de
sanción, responden los administradores, sean o no socios. Así sucede, respecto de las deudas posteriores al acaecimiento
de una causa legal de disolución, cuando, existiendo esa causa legal, infringen los administradores los deberes que la Ley
les impone para conseguir que la sociedad entre en período de liquidación (art. 367). En cuanto a las sociedades de base
mutualista, los socios de una sociedad cooperativa no responden personalmente de las deudas sociales (art. 15.3 LCoop).
El principio de la responsabilidad patrimonial universal significa que todos los bienes, cosas y derechos que integren el
patrimonio del empresario deudor o de la sociedad deudora quedan afectos al cumplimiento de las obligaciones. En caso
de incumplimiento, el acreedor puede dirigirse no solo contra los bienes que se encontraban en ese patrimonio en el
momento en que se contrajo la obligación, sino también contra todos los que entren a formar parte de ese patrimonio
con posterioridad.
La responsabilidad patrimonial universal del empresario frente a todos y cada uno de los acreedores finaliza con la
extinción de la obligación, sea mediante el cumplimiento, voluntario o forzoso, sea mediante cualquier otro acto que
tenga ese efecto extintivo y liberatorio, o cuando prescriba la acción para exigir el cumplimiento. Si se trata de sociedades
mercantiles, la extinción de la responsabilidad de la sociedad extingue también la responsabilidad de los socios y de los
administradores en los casos en los que, por establecerlo así la ley, sea exigible esa responsabilidad.
B) Ahora bien, en el Derecho español existen algunas técnicas indirectas, plenamente lícitas, para que el empresario
individual o social pueda conseguir una efectiva limitación de la responsabilidad en el ejercicio de la actividad a la que se
dedique o pretenda dedicarse. La más importante, común a los empresarios individuales y a las sociedades mercantiles –
e incluso a los no empresarios–, es la de la sociedad unipersonal anónima o de responsabilidad limitada (arts. 12 a 17
LSC). Cualquier persona natural o jurídica puede constituir una sociedad anónima o de responsabilidad limitada
unipersonal. Cualquier persona natural o jurídica puede también adquirir todas las acciones o las participaciones de una
sociedad anónima o de responsabilidad limitada constituida por varios socios, convirtiéndola así en sociedad unipersonal
y reflejando esta conversión en el Registro Mercantil. Tanto en los casos de unipersonalidad originaria como en los
supuestos de unipersonalidad sobrevenida, el beneficio de la limitación de responsabilidad se consigue a través de una
persona jurídica distinta de la persona natural o jurídica que es propietaria de todas las acciones o de todas las
participaciones sociales.
La regla general es que cualquier persona, natural o jurídica, española o extranjera, puede constituir cuantas sociedades
unipersonales españolas considere necesario o conveniente: no existe número máximo de sociedades unipersonales que
puede constituir una misma persona o que pueden pertenecer a ella.
Del cumplimiento de las obligaciones personales del socio único responde el patrimonio de esa persona, en el que
figurarán todas las acciones o participaciones de las sociedades unipersonales que le pertenezcan. Pero del cumplimiento
de las obligaciones de la sociedad anónima o de responsabilidad limitada unipersonal responde exclusivamente el
patrimonio social, salvo que la situación de unipersonalidad sobrevenida no se hubiera hecho constar en el Registro
Mercantil dentro de los seis meses siguientes al día de la adquisición por la sociedad del carácter unipersonal. Solo en
este caso excepcional establece la ley la responsabilidad personal, ilimitada y solidaria del socio único por las deudas
sociales contraídas durante el período de unipersonalidad (art. 14 LSC).
Existe un caso, sin embargo, en el que se permite que una sociedad mercantil, sin necesidad de constituir sociedades
autónomas e independientes en el plano formal, establezca «patrimonios separados», con específica limitación de
responsabilidad. Nos referimos a las sociedades de inversión, que son aquellas sociedades anónimas especiales (art.
9.1LIIC), de capital fijo o variable (dentro de los límites de capital máximo y mínimo fijados en los estatutos), cuyo objeto
exclusivo es «la captación de fondos, bienes o derechos del público para gestionarlos e invertirlos en bienes, derechos,
valores u otros instrumentos, financieros o no, siempre que el rendimiento del inversor se establezca en función de los
resultados colectivos» (art. 1.1 LIIC). Estas sociedades de inversión –al igual que los fondos de inversión (art. 3.2 LIIC)–
pueden constituir «compartimentos». En ese caso, la parte del capital de la sociedad correspondiente a cada
«compartimento» responderá exclusivamente de los costes, gastos y obligaciones atribuidos expresamente a ese
«compartimento» y, en la parte proporcional que se establezca en los estatutos sociales, de los costes, gastos y
obligaciones que no hayan sido atribuidos expresamente a un «compartimento» (art. 9.1.II LIIC; v. también art. 15RD
1082/2012, de 13 de julio).
C) Pero es que, además, la Ley 14/2013, de 27 de septiembre ha introducido en el Derecho español la figura del
«emprendedor» persona física de responsabilidad limitada, sea empresario propiamente dicho, sea cualquier otro
profesional. Este beneficio está sometido a un doble límite: En primer lugar, por razón de las deudas; y, en segundo lugar,
por razón de los bienes.
Por razón de las deudas, porque el emprendedor solo puede utilizar esta técnica para las deudas derivadas del ejercicio
de la actividad empresarial o profesional, y no para otras; y, por razón de los bienes, porque el único patrimonio separado
excluido de la responsabilidad patrimonial universal es la vivienda habitual (siempre, además, que el valor de la misma
no supere los 300.000 euros, con un coeficiente corrector del 1,5% en las poblaciones de más de un millón de habitantes)
y los bienes de equipo productivo afectos a la explotación (con el límite del volumen de facturación agregado de los dos
últimos ejercicios). Es indiferente que, antes de obtener ese beneficio, el emprendedor haya hipotecado esa vivienda a
favor de un acreedor propio o ajeno; y es igualmente indiferente que, después de haberlo obtenido, constituya sobre la
vivienda ese derecho real de garantía.
Para la eficacia de la limitación de responsabilidad se exige, en primer lugar, la inscripción del emprendedor en el Registro
Mercantil y que en la hoja abierta a ese sujeto en dicho Registro se identifique el activo no afecto a la responsabilidad
patrimonial universal (arts. 8.3 y 9.1 Ley 14/2013, de 27 de septiembre); y, en segundo lugar, que la no sujeción de la
vivienda habitual o de los bienes de equipo a las resultas del tráfico empresarial o profesional se inscriba también en la
hoja abierta a esa vivienda en el Registro de la Propiedad o a esos bienes de equipo en el Registro de Bienes Muebles que
correspondan (art. 10). La transmisión de la propiedad, voluntaria o no, de la vivienda no afecta extingue, como es lógico,
el beneficio, si bien el emprendedor puede conseguirlo de nuevo con cualquier otro bien inmueble al que asigne la misma
consideración de vivienda habitual, figurase ya antes en su patrimonio o haya ingresado después (art. 10.4).
Naturalmente, el beneficio de la limitación de la responsabilidad opera hacia el futuro –es decir, para las deudas futuras–
, y no hacia el pasado: por las deudas contraídas antes de la adquisición del beneficio, la responsabilidad patrimonial
seguirá siendo universal.
La Ley impone al emprendedor con limitación de responsabilidad, sea o no empresario, el deber de formular y, en su caso,
someter a auditoría las cuentas anuales correspondientes a la actividad empresarial o profesional que desarrolle (art.
11.1), así como el deber de depositarlas en el Registro Mercantil (art. 11.2), sancionando el incumplimiento del deber de
depósito con la pérdida del beneficio (art. 11.3 y 4).
2. LA RESPONSABILIDAD CONTRACTUAL DEL EMPRESARIO
En el ejercicio de la actividad empresarial, tanto los empresarios individuales como los sociales quedan sometidos al sistema
general de responsabilidad civil. Significa ello que el empresario, cualquiera que sea su clase, responde del incumplimiento
de las obligaciones contractuales que le sea imputable –sea incumplimiento definitivo, cumplimiento defectuoso o
cumplimiento tardío– conforme a los principios generales contenidos en la legislación civil. Por supuesto, el empresario
responde frente a los acreedores no solo por la actividad propia, sino también por la actividad desarrollada por sus
apoderados. El incumplimiento imputable al empresario deudor obliga a este a indemnizar los daños y perjuicios causados
(art. 1101 CC), indemnización que tendrá mayor o menor extensión según concurra dolo o simplemente culpa (art. 1107 CC).
Por el contrario, la falta de cumplimiento que sea independiente de la voluntad del empresario deudor –tenga como causa la
fuerza mayor o el caso fortuito (art. 1105 CC)– no constituye incumplimiento en sentido técnico-jurídico y, por consiguiente,
no genera obligación de indemnizar, salvo que la ley lo establezca así expresamente.
Existen, sin embargo, algunas especialidades en materia de cumplimiento tardío: en primer lugar, en los contratos mercantiles
que tuvieren día señalado para el cumplimiento, los efectos de la mora se inician «al día siguiente a su vencimiento», sin
necesidad de interpelación del acreedor (art. 63.1.º C. de C). Frente al requisito civil de la interpelación rige la regla del
vencimiento: dies interpellat pro homine. En segundo lugar, en las operaciones comerciales que se realicen entre
empresarios (en el sentido del art. 2, letra a), de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de
lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, que incorpora al Derecho español la Directiva 2000/35/CE, de 29
de junio, y que ha sido modificada por la Ley 15/2010, de 5 de julio, por la Ley 11/2013, de 26 de julio y por la Ley 17/2014,
de 30 de septiembre), no solo el plazo de pago máximo que puede pactarse es de sesenta días a contar desde la fecha de
recepción de las mercancías o prestación de los servicios (art. 4.1 y 3 Ley 3/2004), sino que, en caso de falta de pago dentro
del plazo estipulado por las partes o, supletoriamente, dentro del máximo permitido por la ley, el interés de demora que
deberá pagar el deudor será el pactado y, en defecto de pacto, se pagará un interés reforzado (la suma del tipo de interés
aplicado por el Banco Central Europeo a su más reciente operación principal de financiación efectuada antes del primer día
del semestre natural de que se trate más ocho puntos porcentuales), y no el interés legal (arts. 5 a 7 de la Ley 3/2004). Y, en
tercer lugar, si la mora en el pago es debida a culpa del deudor, el acreedor tiene derecho a reclamar una indemnización por
los costes de cobro debidamente acreditados que haya sufrido a causa de esa mora (art. 8 Ley 3/2004).
3. LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL DEL EMPRESARIO
Fuera del campo contractual, el empresario, al igual que cualquier persona, está sometido al régimen general de la
responsabilidad extracontractual: el empresario está obligado a reparar el daño causado por acción u omisión en que
intervenga culpa o negligencia (art. 1902 CC). Rige, pues, el principio de responsabilidad por culpa.
Sin embargo, en el Derecho jurisprudencial español es manifiesta la tendencia hacia un sistema en el que, sin hacer
abstracción total del factor psicológico o moral y del juicio de valor sobre la conducta del agente, se obtienen soluciones
cuasi-objetivas. El incremento de las actividades empresariales que entrañan peligro para personas y cosas, como
consecuencia del desarrollo de la técnica, ha impulsado a jueces y magistrados a la consolidación de un nuevo principio,
según el cual debe ponerse a cargo de quien obtiene el provecho la indemnización del quebranto sufrido por el tercero, a
modo de contrapartida del lucro obtenido con la actividad peligrosa (cuius est commodum eius est periculum; ubi
emolumentum, ibi onus). Para llegar a esas soluciones cuasi-objetivas, la jurisprudencia procede en ocasiones a la inversión
de la carga de la prueba de la culpa y, en otras, a la aplicación de la llamada «teoría del riesgo», por cuya virtud quien genera
el riesgo corre con la obligación de indemnizar (en este sentido, v., entre otras, SSTS de 21 de abril y 21 de noviembre de
1982, 10 de julio y 7 de noviembre de 1985, 2 de marzo de 1990, 7 de abril de 1997 y 4 de octubre de 2006). En todo caso,
es doctrina jurisprudencial constante que, para desvirtuar la imputación del juicio de responsabilidad civil extracontractual,
no basta acreditar el cumplimiento de las normas reglamentarias del correspondiente sector, pues el mero hecho del
acaecimiento del daño pone de manifiesto la insuficiencia de las medidas de seguridad y de garantía contenidas en los
reglamentos (SSTS de 16 de octubre de 1989, 8 de mayo, 8 y 26 de noviembre de 1990, 28 de mayo de 1991, 24 de mayo de
1993, 15 de julio de 2002 y 22 de abril de 2003).
Además de esta evolución jurisprudencial, es preciso señalar que, en algunos supuestos, es la propia Ley la que establece la
responsabilidad objetiva del empresario, como es el caso del explotador de centrales nucleares (art. 45Ley 25/1964, de 29
de abril y art. 4Ley 12/2011, de 27 de mayo) y el caso del fabricante (v. núm. 5).
4. LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL DEL EMPRESARIO POR HECHOS DE LOS DEPENDIENTES
Pero el empresario no solo responde frente a terceros de los daños derivados de actos propios, sino también de «los perjuicios
causados por sus dependientes en el servicio de los ramos en que los tuvieran empleados, o con ocasión de sus funciones»
(art. 1903.IV CC). Por supuesto, esta responsabilidad del empresario por hechos ajenos exige la culpa o negligencia del
dependiente (STS de 29 de febrero de 1996). Es indiferente que el empresario sea el titular del establecimiento o que explote
en dicho establecimiento la actividad empresarial en virtud de cualquier otro título jurídico ( v. gr.: el arrendamiento).
El fundamento de esta responsabilidad por hecho ajeno es la culpa in eligendo o in vigilando del empresario (v., entre otras,
SSTS de 22 de mayo y 10 de octubre de 2007, 20 de junio de 2008 y 6 de febrero de 2009); pero esa culpa se presume,
invirtiéndose así la carga de la prueba (art. 1903.VI CC). Ahora bien, la jurisprudencia española es particularmente rigurosa a
la hora de considerar acreditada la diligencia del empresario, por lo que, de hecho, esta responsabilidad del empresario se
aproxima mucho en la práctica a los supuestos de responsabilidad por riesgo.
El Código Civil utiliza el término «dependiente» en un sentido vulgar, y no con el concreto alcance del Código de Comercio,
como categoría intermedia entre los «factores» y los «mancebos» (art. 292 C. de C.). Siempre que una persona esté respecto
del empresario en situación de dependencia jerárquica se puede hablar de dependiente (SSTS de 4 de enero de 1982, 3 de
abril de 1984, 10 de mayo de 1986, 16 de abril, 30 de octubre, 11 de noviembre de 1991, 6 de marzo de 2006 y 6 de mayo
de 2009), aunque no exista, en rigor, vínculo laboral entre ambos. El daño debe haber sido causado por el dependiente, sea
en el servicio del ramo que le estuviere encomendado, sea con ocasión de sus funciones, si bien se presupone en beneficio
del perjudicado que concurre alguna de estas dos circunstancias.
La responsabilidad del empresario no es subsidiaria sino directa (SSTS de 24 de junio, 6 y 9 de julio de 1984, 30 de noviembre
de 1995, 6 de marzo de 2006 y 8 de abril de 2014). El dañado puede dirigir la reclamación directamente contra el empresario;
puede demandar solidariamente a este y al dependiente; o puede, en fin, dirigir la acción exclusivamente contra el causante
material del daño. En todo caso, el empresario que indemniza el daño causado por sus dependientes puede repetir contra
éstos lo que hubiera satisfecho (art. 1904.I CC).
5. LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL DEL EMPRESARIO INDUSTRIAL
Entre las manifestaciones legales de la responsabilidad por riesgo destacan las que afectan al industrial, es decir, al
empresario, fabricante o productor de bienes para el mercado, sea persona natural o sociedad mercantil. Los riesgos de la
producción industrial explican que la jurisprudencia, primero, y la Ley, después, hayan establecido regímenes especiales de
responsabilidad tanto por lo que se refiere a los daños causados por el proceso de producción en sí mismo (responsabilidad
por daños al medio ambiente), como por los daños que ocasionan los productos fabricados con un defecto.
A) Por lo que se refiere a los riesgos del proceso de producción industrial, el propio Código Civil hace responder al propietario
–quizá por considerar que el empresario es propietario de las instalaciones fabriles y de la maquinaria– por la explosión
de máquinas que no hubiesen sido cuidadas con la debida diligencia y por la inflamación de sustancias explosivas que no
estuviesen colocadas en lugar seguro y adecuado (art. 1908-1.º CC), y por las emanaciones de cloacas o depósitos de
materias infectantes, construidos sin las precauciones adecuadas al lugar en que estuviesen (art. 1908-4.º CC). Mientras
que en estos casos el propietario responde por culpa, en otros supuestos la responsabilidad es objetiva, como sucede por
los daños ocasionados por humos excesivos, que sean nocivos a las personas y a las propiedades (art. 1908-2.º CC). Así,
se ha obtenido indemnización por daños materiales en cultivos agrícolas a consecuencia del humo, polvo o gases emitidos
por instalaciones industriales (SSTS de 23 de diciembre de 1952, 14 de abril de 1963, 19 de febrero de 1971, 12 de
diciembre de 1980, 14 de julio de 1982, 27 de octubre de 1983, 3 de diciembre de 1987, 16 de enero y 17 de marzo de
1989, 24 de mayo de 1993, 7 de abril de 1997, 29 de abril de 2003 y 31 de mayo de 2007), y por los daños morales
derivados del excesivo ruido de esas instalaciones, por vibraciones o por olores (SSTS de 22 de mayo y 3 de noviembre de
1995 y 14 de diciembre de 1996; v., sin embargo, STS de 12 de enero de 2011). Además, según la más reciente
jurisprudencia, el ruido generado por el ejercicio de una actividad empresarial (en el caso enjuiciado, el sobrevuelo de los
aviones sobre una urbanización) puede afectar, por su importancia y duración, al derecho fundamental a la intimidad
domiciliaria y al libre desarrollo de la personalidad en el domicilio propio (STS [3.ª] de 13 de octubre de 2008).
La responsabilidad del empresario por los daños que puede ocasionar el proceso de producción se ha intensificado tras
el reconocimiento constitucional del derecho a disfrutar de un medio ambiente adecuado (art. 45 CE). Ciertamente, la
tutela de los recursos naturales y del medio ambiente se encuentra dispersa en normas de muy distinta naturaleza. Pero,
para hacer efectivo ese derecho constitucional, los supuestos más graves se han tipificado como delito (arts. 325 a 331CP,
en la redacción dada por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, modificados, muchos de ellos, por la Ley Orgánica 1/2015,
de 30 de marzo), con la posibilidad de que los perjudicados puedan exigir la indemnización de los daños y perjuicios
causados, sea ante la propia jurisdicción penal, sea ante la jurisdicción civil (arts. 109 y ss. CP). Pero, al lado de casos de
responsabilidad civil derivada del delito, quienes sufran un daño por emisiones, vertidos, radiaciones, extracciones o
excavaciones, aterramientos, ruidos, vibraciones, inyecciones o depósitos en la atmósfera, en el suelo, en el subsuelo o
en las aguas, pueden acudir a las disposiciones generales en materia de responsabilidad civil para exigir al industrial
indemnización de daños y perjuicios (arts. 1902 y 1903.IV CC), que serán aplicadas conforme a esa línea jurisprudencial
antes señalada, favorable bien a la inversión de la carga de la prueba, bien a la aplicación del principio de la
responsabilidad por riesgo (v., no obstante, la STS de 3 de diciembre de 2015, en la que se determinó la responsabilidad
por culpa y no por riesgo de empresas que operaban con amianto por los daños causados a los familiares de sus
trabajadores en las labores de lavado de sus ropas de trabajo).
B) El empresario industrial está sometido a un régimen especial de responsabilidad civil en cuanto fabricante de productos.
Ese régimen especial se contiene en la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios (Texto refundido
aprobado por el RDL 1/2007, de 16 de noviembre). La Ley entiende por producto todo bien mueble, aun cuando se
encuentre unido o incorporado a otro bien mueble o inmueble, incluidos el gas y la electricidad (art. 136).
Pues bien, si el producto es defectuoso –es decir, si no ofrece «la seguridad que cabría legítimamente esperar» (art. 137.1),
sea por un defecto de concepción del producto o de diseño, por un defecto de fabricación (que existirá siempre que el
producto no ofrezca la seguridad normalmente ofrecida por los demás ejemplares de la misma serie: art. 137.2) o por un
defecto de información (STS de 10 de julio de 2014)–, el fabricante responde por los daños y perjuicios causados, salvo
que pruebe alguna de las causas de exoneración taxativamente enumeradas por la Ley. Según esta, el perjudicado, sea o
no consumidor o usuario en sentido legal, tiene que probar la existencia del defecto, el daño y la relación de causalidad
(art. 139). Lograda esta prueba, el fabricante solo puede liberarse de la obligación de indemnizar los daños y perjuicios
causados si prueba que no ha puesto en circulación el producto; que, dadas las circunstancias del caso, es legítimo
presumir que el defecto no existía en el momento en que el producto fue puesto en circulación; que el producto no había
sido fabricado para la venta o cualquier otra forma de distribución con finalidad comercial; que el defecto era
consecuencia de haber elaborado el producto siguiendo normas imperativas, legales o reglamentarias; o, en fin, que el
estado de los conocimientos científicos y técnicos existentes en el momento de la puesta en circulación no permitía
apreciar la existencia del defecto (art. 140.1).
De ese catálogo legal de causas de exoneración, la más importante es, sin duda, la relativa al estado de la ciencia y la
técnica existentes en el sector industrial concreto en el momento de la puesta en circulación del producto: de los
denominados «riesgos del desarrollo», los defectos que, tras la inmisión en el mercado, se individualizan en un producto
como consecuencia del avance científico o técnico, el fabricante no responde si prueba efectivamente que no eran
detectables en el momento de esa inmisión. Pero ello no significa que en tales supuestos no exista a su cargo, una vez
conocida la defectuosidad del producto fabricado, un deber de advertir de esa potencialidad dañosa al público de
consumidores o usuarios en la forma de más segura recepción y, en los casos más graves, el deber de retirar la producción,
respondiendo frente a las personas dañadas por la infracción de esos deberes (art. 1902 CC). En todo caso, en el Derecho
español no se puede utilizar esta causa de exoneración respecto de los medicamentos, alimentos y productos alimentarios
destinados al consumo humano (art. 140.3).
La Ley establece, así pues, un sistema de responsabilidad objetiva, aunque no absoluta, en la medida en la que existe
la posibilidad –ciertamente muy limitada– de exoneración de esa responsabilidad. La jurisprudencia ha acentuado ese
carácter objetivo mediante una «interpretación integradora» de las normas legales (arts. 3 y 5), según la cual el dañado
no tiene que probar el defecto concreto del que hubiera derivado el daño, sino únicamente que, con ocasión del uso o
consumo de un producto, sufrió un accidente inesperado causado por ese producto. El dañado tiene que probar la
realidad del accidente, la existencia del daño y la relación de causalidad entre este y aquel, así como el nexo causal entre
el producto y el accidente, sin necesidad de identificar el defecto de dicho producto (SSTS de 21 de febrero de 2003, 19
de febrero de 2007 y 30 de abril de 2008).
La Ley garantiza, además, la efectividad de este régimen especial al declarar expresamente ineficaces frente al perjudicado
las cláusulas de exoneración o de limitación de la responsabilidad (art. 130). Naturalmente, la responsabilidad del
fabricante se reducirá o, incluso, en casos extremos, se suprimirá si el daño fuera debido conjuntamente a un defecto del
producto y a culpa del perjudicado o de una persona de la que este deba responder civilmente (art. 145; STS de 7 de
noviembre de 2007).
El sujeto responsable no es solo el fabricante real –sea el del producto terminado, sea el de un elemento integrado en ese
producto, sea el productor de la materia prima–, sino también el fabricante aparente, esto es, cualquier persona que se
presente al público como fabricante, poniendo su nombre, denominación social, su marca o cualquier otro signo distintivo
en el producto o en el envase, el envoltorio o cualquier otro elemento de protección o de presentación (art. 5, en relación
con el art. 138.1). En el caso de que el fabricante del producto no pueda ser identificado, será considerado como fabricante
el que lo hubiere suministrado o facilitado, salvo que, dentro del plazo de tres meses a contar desde que fuera demandado
o requerido para ello, indique al perjudicado la identidad del fabricante o, al menos, de quien le hubiera suministrado o
facilitado a él dicho producto (art. 138.2). Esta posibilidad de exoneración no existe si hubiera suministrado el producto a
sabiendas de la existencia del defecto. Si varias personas fueran responsables del mismo daño, la responsabilidad será
solidaria (art. 132).
Ahora bien, como contrapartida a este severo régimen de responsabilidad, la Ley introduce dos importantes limitaciones
a la pretensión indemnizatoria del dañado; La primera se refiere a los daños indemnizables; la segunda a la cuantía de la
indemnización.
Solo son indemnizables conforme al régimen especial los daños personales, la muerte y las lesiones, y ( en determinadas
circunstancias y con una franquicia de 500 euros) los daños causados en cosas distintas del propio producto defectuoso [ art.
141, letra a)]. Y, además, la responsabilidad global del fabricante por muerte y lesiones personales causadas por productos
idénticos que presenten el mismo defecto tendrá como límite la cuantía de 63.106.270,96 euros [ art. 141, letra b)]. Si el
dañado pretende indemnización de otros daños, incluidos los morales, o si se pretende indemnización una vez agotado
el límite cuantitativo expresado, deberá probar la culpa del fabricante conforme a la legislación civil general ( art. 128).
La acción de reparación de los daños y perjuicios indemnizables conforme al régimen especial prescribe a los tres años a
contar desde la fecha en que el perjudicado sufrió el perjuicio, siempre que se conozca el responsable de dicho perjuicio.
La acción del que hubiese satisfecho la indemnización contra todos los demás responsables del daño prescribe al año a
contar desde el día del pago de la indemnización (art. 143). En todo caso, los derechos reconocidos al perjudicado por
esta Ley se extinguen transcurridos diez años a contar desde la fecha de puesta en circulación del producto concreto
causante del daño, a menos que durante ese período se hubiese iniciado la correspondiente reclamación judicial (art.
144).
Este régimen legal deberá complementarse con nuevas disposiciones a fin de establecer mecanismos de imputación de
responsabilidad a quienes elaboren programas de inteligencia artificial y a quienes fabriquen robots capaces de
desarrollar esos programas cuando, como consecuencia de esos programas, se produzcan daños a las personas y a las
cosas. La Unión Europea ha comenzado a preparar una Directiva que asegure la armonización de las legislaciones
nacionales en esta materia.
6. LA RESPONSABILIDAD EXTRACONTRACTUAL DEL EMPRESARIO COMERCIAL
El ámbito propio de la responsabilidad civil del comerciante es el de la responsabilidad contractual. No faltan, sin embargo,
algunos supuestos en que puede incurrir en responsabilidad frente a terceros. Así, por ejemplo, los daños que sufran las
personas que acuden a tiendas y almacenes abiertos al público ( caídas por suelo en mal estado o mojado, estanterías que se
derrumban o escaleras mecánicas que aprisionan el cabello o la ropa del cliente, etc .) deben ser objeto de indemnización conforme
a las reglas generales en materia de responsabilidad civil (arts. 1902 y 1903.IV CC), con inversión de la carga de la prueba de la
culpa (v. STS de 22 de diciembre de 2015).
LECCIÓN 3 EL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL (I)
Sumario: I. El establecimiento mercantil 1. Concepto de establecimiento mercantil 2. La naturaleza jurídica del
establecimiento mercantil
II. Clases de establecimientos 1. Establecimiento comercial, establecimiento industrial y establecimiento de servicios
2. Establecimiento principal y establecimientos secundarios: las sucursales 3. Establecimiento privativo y
establecimiento ganancial
III. El establecimiento abierto al público 1. El establecimiento abierto al público
IV. Los elementos del establecimiento mercantil 1. Los elementos integrantes del establecimiento mercantil 2. El fondo
de comercio
V. El local como elemento del establecimiento mercantil 1. El local como elemento del establecimiento: establecimiento
en local propio y establecimiento en local arrendado 2. El arrendamiento del local 3. La indemnización por clientela

I. EL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
1. CONCEPTO DE ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
En sentido vulgar, con la expresión establecimiento mercantil se alude al espacio físico (a la «tienda» o al «almacén») abierto
al público en el que el empresario ejercita el comercio al por menor o al por mayor. Sin duda alguna, en esa expresión está
presente una doble idea extraída de la experiencia histórica: de un lado, la idea del comerciante ambulante que se hace
estable; de otro, la idea del auxiliar dependiente que, independizándose del comerciante, se «establece», es decir, inicia la
profesión mercantil en nombre propio, abriendo al público un «negocio» o una «casa de comercio». En este sentido vulgar,
el establecimiento tiene como presupuesto un local: sin local no existe establecimiento, aunque el establecimiento se
componga de otros elementos además de ese local (instalaciones, mercancías, etc.). Con este significado se emplea
preferentemente la expresión no solo en los Códigos del siglo XIX (arts. 3, 85 a 87, 283, 285, 286 y 291 C. de C. y art. 65 LEC
1881), sino también en leyes posteriores. Así, la Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del Comercio Minorista (en la
redacción dada por la Ley 3/2014, de 27 de marzo), define el establecimiento comercial como «toda instalación inmueble de
venta al por menor en la que el empresario ejerce su actividad de forma permanente; o toda instalación móvil de venta al
por menor en la que el empresario ejerce su actividad de forma habitual» (art. 2). La Ley General para la Defensa de los
Consumidores y Usuarios (Texto refundido aprobado por el RDL 1/2007, de 16 de noviembre, modificado por la Ley 3/2014,
de 27 de marzo), reitera esa definición [art. 59 bis, letra d)].
En sentido jurídico, sin embargo, establecimiento (o establecimiento «mercantil») significa el conjunto de elementos
materiales y personales organizados por el empresario individual o por la sociedad mercantil para el ejercicio de una o de
varias actividades empresariales; o, como señala el Estatuto de los Trabajadores, «un conjunto de medios organizados a fin
de llevar a cabo una actividad económica, esencial o accesoria» (art. 44.2 del Texto refundido de la Ley del Estatuto de los
Trabajadores, aprobado por el RDL 2/2015, de 23 de octubre). Desde esta perspectiva, establecimiento equivale a empresa
en sentido objetivo. Y así, algunos textos legales utilizan ambos términos alternativa o indistintamente (v. arts. 166, 271-2.º,
324, 1346-8.º, 1347-5.º, 1360 y 1389.II CC en la redacción dada por la Ley 11/1981, de 13 de mayo; arts. 3, 283 y 291 C. de
C.; art. 66 LSC). Con todo, esa equiparación entre «establecimiento» y «empresa» en sentido objetivo no es absoluta. El
establecimiento y la empresa coinciden en aquellos casos en los que el empresario, individual o social, es titular de un único
establecimiento mercantil. En tales supuestos, ese único establecimiento agota la empresa. Sin embargo, en aquellos otros
casos en los que un empresario es titular de varios establecimientos mercantiles, homogéneos (v. gr.: varios establecimientos
de ropa deportiva) o heterogéneos (v. gr.: una fábrica y dos o más establecimientos para comercializar los productos
fabricados), con el término «empresa» se suele aludir al conjunto de todos ellos, reservándose el de establecimiento para
cada una de las unidades de producción o de comercialización.
El empresario o la sociedad mercantil no pueden desarrollar su actividad sin el auxilio instrumental de un conjunto de bienes
y servicios. El establecimiento mercantil es el medio o instrumento mediante el cual el empresario ejercita la actividad
empresarial. Entre el establecimiento y la actividad a la que se dedica profesionalmente el empresario existe, pues, una
relación de medio a fin. El establecimiento es al empresario comercial, industrial o de servicios lo que la explotación es al
empresario agrícola o al agricultor.
Entre el sentido vulgar y el sentido jurídico de establecimiento existen, pues, algunas diferencias significativas. En primer
lugar, porque el establecimiento mercantil no es solo el establecimiento comercial, –al por menor o al por mayor– sino
también el establecimiento industrial –la «industria» o la «fábrica» en la terminología de los Códigos Civil y de Comercio– y
el establecimiento de servicios. En segundo lugar, porque, mientras en el primer sentido el establecimiento es un conjunto
de bienes, en el segundo, al lado de elementos materiales, se integran en el establecimiento elementos personales: los
servicios del personal que presta su trabajo en el establecimiento, servicios que también tienen valor patrimonial. Y, en fin,
en tercer lugar, porque, aunque, por lo general, no existe establecimiento sin uno o varios locales abiertos al público en los
que el empresario se ha «establecido» o «instalado», el concepto jurídico de establecimiento no exige necesariamente que,
en ese conjunto organizado, figure un local y que, además, se encuentre abierto al público. Así, existe establecimiento,
aunque no exista local o instalación de carácter fijo, como en el caso de la venta ambulante o no sedentaria, realizada en
«puestos» desmontables o transportables o en «camiones-tienda» (art. 53 Ley 7/1996, de 15 de enero, de Ordenación del
Comercio Minorista, y RD 199/2010, de 26 de febrero), y en el caso de algunos empresarios dedicados a la mera
intermediación en la distribución de bienes o de servicios; y existe establecimiento, aunque no se encuentre abierto al
público, como es el caso de muchas industrias o fábricas, que distribuyen la producción a través de empresarios autónomos
vinculados por contratos de agencia, de concesión u otros de naturaleza análoga.
Ahora bien, el establecimiento mercantil no es solo un conjunto de elementos materiales y personales: es fundamentalmente
una organización, es decir, un conjunto organizado por el empresario para la producción o la distribución de bienes o de
servicios en el mercado. Esos elementos no están meramente yuxtapuestos, sino que forman un todo orgánico; y esa
disposición, esa organización, no es estática, sino dinámica, y ello no solo porque, en la mayor parte de los casos, los
elementos que componen el establecimiento se sustituyen –o pueden ser sustituidos– por otros o asumen nuevas funciones
dentro del conjunto, sino porque la organización se encuentra, real o potencialmente, en constante refacción. La actividad
de organización que realiza el empresario no se agota en el momento de crear el establecimiento, sino que continúa a lo
largo de la vida de ese conjunto orgánico de elementos materiales y personales.
2. LA NATURALEZA JURÍDICA DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
Se ha discutido mucho cuál es la naturaleza jurídica del establecimiento mercantil. En esta materia existe una larga y no
resuelta confrontación entre las denominadas teorías unitarias y las teorías atomistas. Las primeras consideran al
establecimiento mercantil como un bien único, distinto de los singulares elementos materiales y personales de que se
compone, generado por la organización de esos elementos por el empresario, un bien que se pretende incluir en la categoría
de los bienes inmateriales. Como consecuencia de esta naturaleza, se defiende que el empresario, en cuanto titular de la
organización, ostenta sobre ese bien unitario un derecho de propiedad, el cual coexiste con los derechos –reales o meramente
obligacionales– que ostenta sobre cada uno de los elementos del establecimiento. Las teorías atomistas, por el contrario,
conciben el establecimiento mercantil como una simple pluralidad de bienes funcionalmente organizados por el empresario,
sobre los cuales ostenta o puede ostentar títulos jurídicos heterogéneos – propiedad, derechos reales limitados, derechos
personales de uso–, y el conjunto de relaciones jurídicas creadas para el ejercicio de la actividad empresarial con esos bienes
o por efecto o consecuencia de esa actividad.
En realidad, en la legislación española no existe base suficiente para defender que el establecimiento mercantil constituye un
bien distinto de los elementos de que se compone. Una cosa es que esos elementos, una vez organizados, formen una
«unidad patrimonial con vida propia» –según la expresión utilizada por la derogada Ley de Arrendamientos Urbanos (art. 3.1
del Texto Refundido aprobado por Decreto 4104/1964, de 24 de diciembre)–, una «unidad productiva» (en la terminología
de la Ley Concursal: v., entre otros, art. 149) o, si se prefiere, una «unidad económica» que mantiene su «identidad» en caso
de transmisión (art. 44.2ET), y otra muy distinta que esa unidad constituya por sí misma un bien diferente y autónomo. La
organización no crea un bien nuevo y separado de los elementos que la integran. Cierto es, sin embargo, que esa unidad
económica de elementos materiales y personales no agota su significación en el plano de los hechos, sino que trasciende al
Derecho: existen normas que reconocen la unidad meramente funcional del establecimiento (v., por ej., art. 291.I C. de C.,
arts. 12-1.º y 19 y ss. LHM, art. 592.3LEC y art. 66LSC y art. 70.2 LME), es decir, la unidad relativa del establecimiento que, en
cuanto tal, puede ser objeto unitario de distintos contratos –como la compraventa y el arrendamiento– o de derechos reales
–como el usufructo o la hipoteca mobiliaria– o ser objeto de embargo.
II. CLASES DE ESTABLECIMIENTOS
1. ESTABLECIMIENTO COMERCIAL, ESTABLECIMIENTO INDUSTRIAL Y ESTABLECIMIENTO DE SERVICIOS
Por razón del objeto o de la actividad empresarial a la que sirve, el establecimiento se clasifica en establecimiento comercial,
establecimiento industrial o fabril y establecimiento de servicios (v., por ej., arts. 283 y 286 C. de C. y art. 70.2 LME). La
clasificación tiene importancia para la legislación administrativa y para la legislación urbanística, pero no así para la legislación
mercantil, por cuanto que, en las fragmentarias normas relativas al establecimiento, no se establece un régimen jurídico
distinto por razón de la actividad. En todo caso, cuando una norma jurídica utiliza el término establecimiento o la expresión
establecimiento mercantil –o cuando se refiere a la empresa en el señalado sentido objetivo–, debe entenderse comprendida
cualquier clase de establecimiento.
2. ESTABLECIMIENTO PRINCIPAL Y ESTABLECIMIENTOS SECUNDARIOS: LAS SUCURSALES
El empresario individual o la sociedad mercantil pueden ser titulares de uno o de varios establecimientos a través de los
cuales ejercitan la misma actividad mercantil o actividades diferentes. Los diversos establecimientos radican normalmente
en distintos lugares geográficos; pero nada se opone, y el hecho es frecuente, a la existencia de dos o más establecimientos
en una misma población. Cuando la misma actividad mercantil se ejercita por un empresario individual o sociedad mercantil
a través de dos o más establecimientos, uno de ellos tendrá la consideración de establecimiento principal –y en él se
considerará que radica el domicilio profesional del empresario– y los demás tendrán la consideración de establecimientos
secundarios o sucursales.
Las sucursales nacen como una consecuencia necesaria de la dispersión territorial de la actividad empresarial. A través de
ellas, el empresario extiende el ámbito de su negocio más allá de los límites propios del establecimiento principal,
adquiriendo así la posibilidad de nueva clientela. En ocasiones, incluso, la sucursal cobra más importancia económica que el
propio establecimiento principal; pero esa circunstancia no altera su condición jurídica de establecimiento secundario.
Se denominan sucursales aquellos establecimientos secundarios a través de los cuales el empresario individual o la sociedad
mercantil ejercitan la misma actividad –o, al menos, parte de ella– que la ejercitada a través del establecimiento principal. El
Reglamento del Registro Mercantil utiliza una definición de sucursal que es más descriptiva y quizá también más restrictiva
(y que procede de la Directiva 89/666/CEE, de 21 de diciembre). Para el Reglamento, es sucursal «todo establecimiento
secundario dotado de representación permanente y de cierta autonomía de gestión, a través del cual se desarrollan, total o
parcialmente, las actividades (del empresario individual o) de la sociedad» (art. 295 en relación con los arts. 87-3.º y 307
RRM). La existencia de representación permanente es precisamente lo que justifica que la apertura y el cierre de sucursales
–sean sucursales de empresarios individuales o de sociedades españolas, sean sucursales de empresarios individuales o de
sociedades extranjeras–, se inscriban en el Registro de la provincia en la que radiquen, incluso aunque el domicilio de la
sucursal se encuentre en la misma provincia en que esté situado el domicilio del empresario individual o de la sociedad (arts.
22 C. de C. y 296.2 RRM): se trata de facilitar a los terceros que contraten con las personas que estén al frente de las sucursales
el conocimiento de las facultades conferidas por el empresario individual o por la sociedad y el conocimiento de las
actividades de esa sucursal, es decir, el giro y tráfico de este establecimiento secundario (art. 297.1-3.º RRM). Como el
Registro Mercantil no es un Registro de bienes, no se inscribe en el Registro la composición de la sucursal –es decir, los
elementos que la integran–, sino únicamente aquellos datos que son útiles para las personas que pueden entrar en relación
con ella (art. 297 RRM).
De la sucursal se distinguen los locales y las instalaciones accesorias en las que se realizan actividades preparatorias o
complementarias de la actividad principal –como, por ej., los almacenes en los que se guardan y conservan las mercancías a
la espera de trasladarlas a los establecimientos abiertos al público, o las oficinas donde se lleva materialmente la
contabilidad–. En estos casos, no existe sucursal porque en esos locales y en esas instalaciones no se ejercita propiamente la
actividad empresarial frente a terceros y de ahí también que carezcan de representación permanente.
De la sucursal se distinguen asimismo las filiales. Mientras que la sucursal es –como hemos señalado– un establecimiento
secundario de un empresario individual o de una sociedad mercantil, la filial es una sociedad dedicada a la misma o a distinta
actividad que otra sociedad, la cual ostenta la totalidad o, al menos, la mayor parte de las acciones o de las participaciones
en que se divide el capital de aquella. La filial es una persona jurídica, esto es, un ente jurídicamente autónomo, aunque esa
autonomía no exista o se encuentre muy limitada desde un punto de vista estrictamente económico. El concepto de filial
pertenece, pues, al ámbito del Derecho de sociedades. Un empresario individual, en rigor, no puede tener filiales, aunque sí
puede ser propietario de la totalidad del capital de una o varias sociedades unipersonales.
La opción entre abrir sucursales o constituir filiales está en función de consideraciones económicas y jurídicas (especialmente
fiscales). En ocasiones, se combinan estas dos posibilidades. Así, muchas sociedades, además de una importante red de
sucursales, cuentan con una o varias filiales dedicadas a la misma o a distinta actividad, que en la mayoría de las ocasiones
sirven de cauce para la extensión de esa actividad a otros países.
3. ESTABLECIMIENTO PRIVATIVO Y ESTABLECIMIENTO GANANCIAL
En el caso del empresario individual cuyo régimen económico-matrimonial sea el de sociedad de gananciales, el
establecimiento mercantil puede ser privativo, ganancial o pertenecer pro indiviso a la sociedad de gananciales y a uno de
los cónyuges. De existir varios establecimientos, puede suceder que no todos tengan el mismo carácter: unos pueden ser
privativos y otros gananciales o pertenecer pro indiviso a la sociedad de gananciales y a uno de los cónyuges.
El establecimiento es privativo si ya pertenecía al cónyuge antes del matrimonio o si lo adquirió posteriormente a título
gratuito o a costa o en sustitución de bienes privativos (art. 1346-1.º a 3.ª CC). El establecimiento es ganancial si cualquiera
de los cónyuges lo hubiera constituido o adquirido durante el matrimonio con fondos no privativos, aunque uno solo de
dichos cónyuges sea el empresario (art. 1347-5.º CC; SSTS de 28 de mayo de 1992 y 10 de julio de 1993; v. también SSTS de
17 de octubre de 1987 y 14 de mayo de 2005 en relación con el carácter ganancial de establecimientos de farmacia, y STS de
20 de noviembre de 2000 en relación con el carácter ganancial de un establecimiento de óptica). En todo caso, el
establecimiento mercantil se presume ganancial mientras que no se pruebe que pertenece privativamente a uno de los
cónyuges (art. 1361 CC). Si el establecimiento se hubiera constituido o hubiera sido adquirido con dinero en parte privativo
y en parte ganancial, corresponderá pro indiviso a la sociedad de gananciales y al cónyuge en proporción a las aportaciones
respectivas (art. 1347-5.º en relación con el art. 1354 CC). Cualquiera que sea la naturaleza del establecimiento, el cónyuge
que lo explote tiene la obligación de informar periódicamente al otro cónyuge acerca del estado y de los rendimientos del
negocio (art. 1383 CC; STS de 20 de noviembre de 2000).
El incremento de valor de un establecimiento privativo que sea consecuencia de la dirección o de la actividad del otro cónyuge
dará derecho a este –o a sus herederos– a reclamar de la sociedad de gananciales, en el momento de la transmisión del
establecimiento o en el momento de la disolución de la sociedad, una cantidad equivalente a ese incremento de valor (arts.
1359 y 1360 CC). Por el contrario, no puede tomarse en consideración el incremento de valor que experimente el
establecimiento por la actividad del cónyuge al que pertenezca con carácter privativo «ya que tal dedicación responde a la
buena administración que todo cónyuge procura hacer de sus bienes propios» (STS de 30 de enero de 2004, a propósito de
un establecimiento de farmacia).
Si se disuelve la sociedad de gananciales, bien de pleno derecho, bien por decisión judicial a solicitud de uno de los cónyuges,
el establecimiento mercantil ganancial pasará a ser establecimiento de la denominada «comunidad postmatrimonial» hasta
que tenga lugar la división del activo ganancial. Aquel de los cónyuges «que hubiera llevado con su trabajo» el establecimiento
ganancial tiene derecho a que se incluya con preferencia ese establecimiento en su haber (art. 1406-2.º CC).
III. EL ESTABLECIMIENTO ABIERTO AL PÚBLICO
1. EL ESTABLECIMIENTO ABIERTO AL PÚBLICO
El establecimiento mercantil puede o no estar abierto al público. Existen, en efecto, establecimientos abiertos al público –
sean establecimientos comerciales, sean establecimientos de servicios– y otros que, por el contrario, no lo están, como es el
caso de la mayoría de los establecimientos industriales.
En la terminología del Código de Comercio, los establecimientos abiertos al público pueden ser tiendas o almacenes. Las
primeras son establecimientos donde se vende al público mercancías –o «artículos», según la expresión ordinaria– al por
menor; los segundos, establecimientos donde se venden mercancías al por mayor. Según la clase de venta, al por menor o al
por mayor, variará el concepto de público, más amplio en el primer caso y más restringido en el segundo.
Las «tiendas» o establecimientos de venta al por menor constituyen una realidad en permanente evolución: al lado de las
tiendas tradicionales, instaladas en locales con acceso desde la vía pública, han proliferado en los últimos decenios los
grandes centros comerciales, especializados o no especializados, en los que un único empresario o varios de ellos, en un
único edificio, ofrecen al público distintos productos. Los «almacenes» al por mayor, también han evolucionado utilizando
nuevas técnicas. Así, por ejemplo, en los denominados Cash and Carry, el mayorista elimina el coste del transporte al
detallista de las mercancías vendidas, debiendo ser este el que, en el mismo momento de comprarlas y pagarlas en el
establecimiento del primero, las transporte al establecimiento propio.
La Ley presume que un establecimiento se encuentra abierto al público cuando el local en que se encuentra instalada la
tienda o instalado el almacén permanezca abierto por espacio de ocho días consecutivos, o se haya anunciado por medio de
rótulo en el local mismo o por avisos repartidos al público o insertos en los diarios de la localidad (art. 85 C. de C.).
La importancia de que un establecimiento se califique como abierto al público radica en las especialidades del régimen
jurídico de las compraventas realizadas en esas tiendas o almacenes, especialidades mediante las que se trata de proteger la
seguridad del tráfico jurídico:
a) En primer lugar, las compraventas en tiendas o almacenes se presumen hechas al contado, salvo pacto en contrario (art.
87 C. de C.). Esta regla es de aplicación tanto a las compras realizadas por el público en general como a las compras que
efectúen los empresarios minoristas en los almacenes de los mayoristas.
b) En segundo lugar, el Código de Comercio, recogiendo una norma de larga tradición histórica, cierra el paso a la posibilidad
de que el propietario desposeído reivindique las mercancías vendidas en esos establecimientos abiertos al público, sean
tiendas o almacenes, declarando que la compra «causará prescripción del derecho a favor del comprador», si bien deja a
salvo las acciones que puedan corresponder a ese propietario desposeído contra quien hubiese vendido las mercancías
indebidamente (art. 85 C. de C.; v. también art. 522-8 CC de Cataluña). Si el vendedor, aunque no hubiera intervenido
como autor o como cómplice del robo o del hurto de las mercancías que vende, conocía la procedencia ilícita de esas
mercancías, será castigado como receptador (arts. 298 y ss. CP), pero esta circunstancia no afecta a la adquisición
efectuada por la persona que compra las mercancías robadas o hurtadas en la tienda o en el almacén que estén abiertos
al público, frente a la cual el propietario desposeído carece de acción. Las exigencias de la seguridad del tráfico justifican
esta desviación de la regla general, la cual, como es sabido, permite al propietario reivindicar la cosa de quien la posea
(art. 464 CC). Para que la norma especial de tutela del adquirente a non domino sea de aplicación, se requiere, además
de que la adquisición tenga lugar en tienda o almacén abierto al público, que la compra tenga por objeto mercancías de
las mismas o de análogas características de las que habitualmente se venden en ese local (arg. ex art. 464.IV CC), y que el
comprador sea de buena fe, que, naturalmente, se presume (art. 434 CC). Paralelamente, también es «irreivindicable» el
dinero con que se verifique el pago al contado de esas mercaderías (art. 86 C. de C.). Las mismas reglas especiales son de
aplicación cuando la compraventa tiene lugar en feria o mercado o se realiza en un mercado secundario de valores (art.
464.IV CC).
Para el Derecho penal también es relevante que el establecimiento se encuentre abierto al público: se produce agravación
de la pena en caso de robo si el delito se comete en establecimiento abierto al público (art. 241.1 CP). La jurisprudencia
considera, sin embargo, que solo procede la agravación cuando el robo tiene lugar en horas de apertura (v., entre otras,
SSTS [2.ª] de 13 de junio de 1998, 20 de septiembre de 2000 y 20 de marzo y 20 de junio de 2001).
IV. LOS ELEMENTOS DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
1. LOS ELEMENTOS INTEGRANTES DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
La composición y la importancia del establecimiento están en función de la naturaleza y de la dimensión de la actividad del
empresario o de la sociedad mercantil que lo utiliza. No existe, en efecto, un patrón único. Por lo que se refiere a la naturaleza
de la actividad, es evidente que el establecimiento de una sociedad dedicada al comercio exige una composición distinta que
el de una sociedad de banca, de seguros o de transportes. Por lo que se refiere a la importancia de la actividad, no es menos
evidente que unas veces el conjunto organizado será muy modesto y simple, y otras, por el contrario, tendrá extraordinaria
complejidad y enormes dimensiones: establecimiento es tanto la más humilde tienda o el más modesto taller de reparaciones
como la más sofisticada fábrica. Sin perjuicio de la inexcusable diversidad entre unos y otros establecimientos, en general
suelen agrupar y coordinar bienes muebles (materias primas, mercancías, medios de transporte) e inmuebles (sean por
naturaleza, como el local en que se encuentra instalado, los almacenes y las oficinas, sean por destino, como la maquinaria
y el utillaje), corporales e incorporales, consumibles y no consumibles, derechos reales y de crédito, de propiedad industrial,
etcétera, y los servicios del personal.
Entre esos elementos, ocupan un lugar destacado las materias primas y los productos, en el caso del establecimiento
industrial, y las mercancías –o mercaderías, como, en ocasiones, también son denominadas–, en el caso del establecimiento
comercial. Las mercancías son bienes muebles, manufacturados o no, afectos al tráfico mercantil. Con el arcaísmo propio de
la subordinación histórica de la industria al comercio –que era la realidad en el momento de la formación del ius mercatorum
y aun en el momento de la codificación mercantil española–, para el Código de Comercio mercancías son tanto los bienes
que el empresario compra para revenderlos en el mismo estado en que los ha comprado, como los bienes que el empresario
compra para fabricar o producir otros distintos (art. 325 C. de C.). En este último caso, las mercancías transformadas se suelen
denominar «productos» (art. 136 del Texto Refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios).
Para calificar un bien como integrante de un establecimiento mercantil es esencial el destino funcional que el empresario
haya dado a ese bien. Por el contrario, es irrelevante el título jurídico –real u obligatorio– que legitime al empresario o a la
sociedad mercantil para integrar ese bien en el establecimiento y utilizarlo al servicio de una actividad comercial, industrial
o de servicios. Por eso, los bienes propiedad de un empresario no pueden sin más, por este solo hecho, ser considerados
como elementos del establecimiento; y por eso también los bienes propiedad de terceros, a pesar de esa propiedad ajena,
pueden formar parte del establecimiento cuando el empresario pueda disponer legítimamente de ellos – por ej., por virtud
de un arrendamiento o de un «leasing» o arrendamiento financiero– y los haya integrado de modo efectivo en el
establecimiento. Naturalmente, determinar cuándo un bien está integrado o no en un establecimiento constituye cuestión
de hecho, que deberá apreciarse caso por caso.
A fin de proteger esa unidad funcional, impidiendo la disgregación de los elementos de que se compone, la Ley prohíbe que,
en caso de concurso de acreedores, los acreedores con garantía real sobre bienes propiedad del deudor insolvente integrados
en el establecimiento (o en la «unidad productiva») puedan iniciar la ejecución o la realización forzosa de la garantía hasta
que se apruebe un convenio (cuyo contenido no afecte al ejercicio de ese derecho) o transcurra un año desde la declaración
de concurso sin que se hubiera producido la apertura de la fase de liquidación de la masa activa (arts. 145 a 148 LC en la
redacción dada por la Ley 17/2014, de 30 de septiembre).
En relación con los elementos del establecimiento, dos son los principios generales a los que conviene hacer referencia: en
primer lugar, el principio de autonomía y, en segundo lugar, el principio de mutabilidad. Por virtud del denominado principio
de autonomía, los elementos patrimoniales integrados en el establecimiento no pierden por ello la propia sustantividad ni
sufren alteración o cambio en el régimen jurídico respectivo. Esta autonomía debe tenerse en cuenta para la transmisión del
establecimiento mercantil (v. Lección 5, apartado II.2). Por virtud del denominado principio de la mutabilidad, los elementos
integrantes del establecimiento pueden ser separados del establecimiento a voluntad del empresario para ser sustituidos o
no por otros, según las exigencias de la actividad empresarial a la que sirven. De ordinario, los establecimientos empiezan su
vida con unos determinados elementos y la terminan con otros distintos porque el ejercicio de la actividad empresarial lo
exige así. En el establecimiento se sustituyen o renuevan las cosas y los servicios, sin que por ello se rompa la unidad del
mismo, en tanto no se produzca una disgregación o dispersión total que destruya la organización. Para evitar los riesgos que
esa mutabilidad ocasiona cuando el establecimiento mercantil constituye objeto de garantía real, la Ley de 16 de diciembre
de 1954, sobre Hipoteca Mobiliaria y Prenda sin Desplazamiento de posesión, obliga al deudor hipotecario, en caso de
hipoteca del establecimiento mercantil que por pacto expreso se extienda a las materias primas o a las mercancías, a tener
en el establecimiento hipotecado «mercaderías o materias primas en cantidad y valor igual o superior al que se haya
determinado en la escritura de hipoteca, reponiéndolas debidamente con arreglo a los usos del comercio» (art. 22.II).
2. EL FONDO DE COMERCIO
La organización y la buena disposición de los distintos elementos integrantes del establecimiento es lo que confiere a este su
peculiar aptitud al servicio de la actividad ejercitada por el empresario. Unos mismos o similares elementos pueden ser
organizados de modo muy distinto por un empresario: en unos casos, la organización atraerá a la clientela y tendrá éxito; en
otros, el resultado no será satisfactorio. Esa peculiar aptitud, esa potencialidad de éxito, no constituye un bien en sentido
técnico-jurídico, ni siquiera un bien inmaterial o incorporal, sino simplemente una cualidad del establecimiento que dota a
este de un mayor valor (v., sin embargo, STS de 15 de julio de 1985). La buena organización de los elementos dota al conjunto
de un valor superior a la suma de los valores individuales de cada elemento. Con el nombre de «fondo de comercio» –y
también de «aviamiento»– se hace referencia precisamente a esa plusvalía derivada de la organización de los elementos de
toda clase que componen el establecimiento. Al adquirir un establecimiento mercantil, es muy frecuente que las partes
determinen el precio atendiendo no solo al valor neto patrimonial de los elementos –es decir, a la diferencia de valor entre
el activo real y el pasivo–, sino al valor del «fondo de comercio».
En los balances de ejercicio, el «fondo de comercio» solo puede figurar en el activo si se ha adquirido de un tercero a título
oneroso (art. 39.4 C. de C.).
El «fondo de comercio» de un establecimiento puede depender de factores objetivos o subjetivos. El «fondo de comercio
objetivo» es aquel que, por estar basado en las condiciones mismas de ese establecimiento, es susceptible de permanecer
aunque cambie la persona del empresario titular del establecimiento (v. gr.: la capacidad de producción de una fábrica a
determinados costes); el «fondo de comercio subjetivo» es el que está en función de la capacidad del empresario para crear,
conservar y acrecentar la clientela. Mientras que el primero se transmite automáticamente con el establecimiento, el segundo
no es susceptible de transmisión. Para impedir que, con ocasión de la transmisión del establecimiento, se produzca la pérdida
o la disminución de la clientela, no es infrecuente que se establezcan pactos específicos entre comprador y vendedor
(obligación de facilitar listas de clientes, contratación del vendedor como empleado del comprador durante un cierto tiempo,
etc.). En todo caso, aunque no existiera pacto, pesa sobre el vendedor una obligación de no competencia como medio
indirecto para no desviar la clientela (v. Lección 5, apartado II.4).
V. EL LOCAL COMO ELEMENTO DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
1. EL LOCAL COMO ELEMENTO DEL ESTABLECIMIENTO: ESTABLECIMIENTO EN LOCAL PROPIO Y ESTABLECIMIENTO
EN LOCAL ARRENDADO
Entre los elementos del establecimiento mercantil destaca el local, que constituye el soporte físico del establecimiento.
Aunque, como ya hemos señalado, existen establecimientos sin local, la inmensa mayoría se encuentra instalada en un
inmueble de naturaleza urbana.
El local puede ser propiedad del empresario individual o de la sociedad mercantil o pertenecer a un tercero. En el caso del
empresario individual, cabe que el local pertenezca a la sociedad de gananciales o a otra clase de comunidad conyugal
existente entre el empresario y su cónyuge, y también que pertenezca en parte a la sociedad conyugal y en parte a uno de
los cónyuges en proporción al valor de las aportaciones respectivas (art. 1354 CC). Si el local perteneciera a la sociedad de
gananciales, el arrendamiento exige el consentimiento de ambos cónyuges (art. 1375 CC), salvo cuando ese local se haya
adquirido por lo obtenido por uno de ellos en el ejercicio de la actividad empresarial (art. 6 C. de C.). Cuando el local
pertenece a un tercero, el empresario puede disponer del uso del mismo en muy distintos conceptos: a título de
arrendamiento, a título de usufructo, o incluso a título de mero precario. En la práctica, el título más frecuente es el
arrendamiento.
Se puede distinguir así entre establecimientos instalados en locales propios y establecimientos instalados en locales ajenos.
El título por cuya virtud el empresario dispone del local puede variar a lo largo de la vida del establecimiento. Así, un
establecimiento instalado en local propio pasará a ser establecimiento instalado en local ajeno si el empresario, al transmitir
el establecimiento, se reserva la propiedad del local, arrendándolo al adquirente de ese establecimiento. Del mismo modo,
un establecimiento instalado en local ajeno pasará a ser establecimiento instalado en local propio si el empresario adquiere
la propiedad de ese local, extinguiéndose entonces por confusión el arrendamiento (art. 1192 CC).
2. EL ARRENDAMIENTO DEL LOCAL
El arrendamiento de local para instalar un establecimiento o en el que ya se encuentra instalado dicho establecimiento
pertenece a la especie de los denominados arrendamientos para uso distinto de la vivienda. A diferencia de lo que acontecía
en la legislación anterior, en la que el arrendamiento de local de negocio constituía una categoría autónoma, con importantes
especialidades de régimen jurídico (v., por ej., arts. 29 a 42 del derogado Texto Refundido de la Ley de Arrendamientos
Urbanos, aprobado por Decreto 4104/1964, de 24 de diciembre), en la actualidad esta modalidad arrendaticia se ha
difuminado dentro de otra categoría más general, que se define con un criterio meramente negativo: mientras que el
arrendamiento de vivienda es aquel arrendamiento que recae sobre una edificación habitable cuyo destino principal sea
satisfacer la necesidad permanente de vivienda del arrendatario (art. 2.1LAU), los arrendamientos para uso distinto de la
vivienda son aquellos que, recayendo sobre una edificación, tengan un destino primordial diferente (art. 3.1), como, por
ejemplo, los arrendamientos de locales para ejercer en ellos una actividad comercial, industrial o de servicios (art. 3.2).
La regla general es que estos arrendamientos para uso distinto de la vivienda se rigen por lo dispuesto por la voluntad de las
partes (art. 4.3), incluido tanto lo relativo a la duración del contrato como lo relativo a la renta y a su actualización. En el
arrendamiento de local y, en general, en los arrendamientos para uso distinto del de vivienda no existe norma alguna sobre
prórroga obligatoria del contrato por plazos anuales hasta que el arrendamiento alcance una duración mínima de cinco años
(salvo que el arrendatario manifieste oportunamente la voluntad contraria a la prórroga). Por supuesto, el arrendador puede
resolver el contrato por falta de pago de la renta o de cualquiera de las cantidades cuyo pago hubiera asumido o
correspondieran al arrendatario (art. 35). El pago de la renta fuera de plazo después de presentada la demanda de desahucio,
no excluye la aplicabilidad de la resolución arrendaticia, aunque esa resolución se funde en el impago de una sola
mensualidad de renta, ya que –como señala la jurisprudencia– el arrendador no está obligado a soportar que el arrendatario
se retrase en el pago de la renta (v., entre otras, SSTS de 24 de julio de 2008, 10 de noviembre de 2010 y 18 de marzo de 2014).
Sin embargo, la Ley contiene dos normas imperativas que constituyen excepción a tan amplio reconocimiento del principio
de autonomía de la voluntad. Así, la relativa a la facultad indisponible del arrendador y del arrendatario de compelerse
recíprocamente para la formalización por escrito de este contrato consensual (art. 37); y así también la relativa a la
obligatoriedad de la exigencia y de la prestación de una «fianza» en metálico (en realidad, una prenda irregular), en el
momento de la celebración del contrato, en cantidad equivalente a dos mensualidades (art. 36.1), la cual, transcurridos los
tres primeros años de duración de ese contrato, podrá ser objeto de actualización (art. 36.2 y 3, en la redacción dada por la
Ley 4/2013, de 4 de junio). En el momento de la extinción del arrendamiento, el arrendador está obligado a restituir la fianza
al arrendatario (art. 36.4). Esta devolución no implica renuncia a la indemnización de daños y perjuicios por aquellas obras
realizadas por el arrendatario que hubieran deteriorado el local. Con estas dos excepciones, la autonomía de la voluntad
puede configurar el contrato en función de la mutua conveniencia de las partes.
No obstante, la Ley ha establecido un régimen legal supletorio que es de aplicación siempre que las partes no hayan querido
o no hayan podido establecer un régimen convencional (arts. 29 a 35). Entre esas normas supletorias –además de la
especialidad relativa a la indemnización por clientela en las condiciones antes expresadas (v. infra V.3)–, destacan las
siguientes:
a) En el caso de que el arrendatario sea un empresario individual que ejerza en el local arrendado una actividad empresarial,
el heredero o legatario que, tras la muerte de ese empresario, continúe el ejercicio de esa actividad puede subrogarse en
los derechos y obligaciones del arrendatario fallecido, durante el período de duración del contrato, salvo que en el propio
contrato se hubiera excluido este derecho del sucesor. La subrogación deberá notificarse por escrito al arrendador dentro
de los dos meses siguientes al fallecimiento (art. 33).
b) Salvo que en el contrato de arrendamiento se disponga otra cosa (lo que solo permite la Ley si la duración del
arrendamiento es superior a cinco años), el arrendatario del local tiene derecho de adquisición preferente de ese local
en el caso de que el arrendador lo venda a un tercero. Al servicio de este derecho de preferencia, se reconocen al
arrendatario un derecho de tanteo antes de la perfección de la compraventa y un limitado derecho de retracto sobre el
local arrendado una vez perfecto e incluso ejecutado dicho contrato (art. 31), derechos que existen aunque el arrendatario
tuviera subarrendado el local (STS de 2 de noviembre de 2006).
El arrendador está obligado a notificar fehacientemente al arrendatario la decisión de vender el local, expresando el precio
de la compraventa y las demás condiciones esenciales de la operación. Dentro de los treinta días naturales siguientes a
contar desde la notificación, el arrendatario puede ejercitar el derecho de tanteo. Transcurrido ese plazo sin que el
arrendatario haya ejercitado el tanteo, el propietario arrendador queda en libertad para efectuar la compraventa al precio
y a las demás condiciones esenciales notificadas, para lo cual dispone del plazo de ciento ochenta días naturales a contar
desde la fecha de la notificación (art. 25.2).
Cuando el arrendador no hubiere hecho esa notificación o se hubieren omitido en ella la referencia al precio o a las demás
condiciones esenciales de la operación, o cuando el precio efectivamente pagado fuese inferior al notificado o menos
onerosas las demás condiciones esenciales, el arrendatario podrá ejercitar el derecho de retracto dentro de los treinta
días naturales siguientes a aquel en el que el arrendador vendedor hubiera notificado fehacientemente al arrendatario
las condiciones esenciales en que efectuó la transmisión, mediante entrega de copia de la escritura o del documento en
que se hubiere formalizado (art. 25.2).
Las normas sobre derechos de tanteo y retracto en cuanto limitativas de las facultades dispositivas han sido interpretadas
tradicionalmente por la jurisprudencia en sentido restrictivo (SSTS de 2 y 6 de febrero de 1991; Ress. DGRN de 5 de
septiembre y 24 de julio de 1995). Significa ello que el arrendatario del local goza de estos derechos en caso de
compraventa del local arrendado –y en caso de adjudicación judicial en procedimiento de ejecución (SSTS de 2 de marzo
de 1959, 19 de febrero de 1968 y 23 de enero de 1971; Res. DGRN de 5 de noviembre de 1993)–, pero no en supuestos
distintos a la compraventa, como, por ejemplo, en caso de división de una comunidad sobre varios locales con
adjudicación del local arrendado a uno de los comuneros (STS de 22 de febrero de 1994) o en caso de aportación del local
arrendado a una sociedad, salvo, naturalmente, que el arrendador aportante incurra en fraude de ley (art. 6.4 CC).
El derecho de adquisición preferente no existe en dos casos determinados: cuando el local se venda conjuntamente con
las restantes viviendas o locales propiedad del arrendador que formen parte del mismo inmueble, y cuando se venda por
distintos propietarios a un único comprador la totalidad de las viviendas y locales del inmueble (art. 31 en relación con
art. 25.7).
El derecho de preferencia tiene especial importancia para el arrendatario del local en aquellos supuestos en los que la
transmisión de la propiedad es susceptible de afectar a la continuidad del arrendamiento. En efecto, en caso de
enajenación del local arrendado, se produce la subrogación del adquirente por cualquier título en los derechos y
obligaciones de arrendador. Pero si este adquirente ha adquirido de buena fe el local a título oneroso de quien aparecía
en el Registro de la Propiedad con facultades para transmitirlo sin que en dicho Registro constara el arrendamiento del
local, la subrogación no será obligatoria sino meramente voluntaria, por cuanto que el arrendamiento no inscrito no es
oponible a ese adquirente (art. 29). Con esta norma –que otorga vigor en la legislación especial de arrendamientos
urbanos al viejo principio civil «venta mata renta» (art. 1571.I CC)– se sitúa en una delicada posición al arrendatario que
no haya inscrito el contrato en el Registro de la Propiedad, por cuanto que la buena fe del adquirente del local se presume.
Para conservar el arrendamiento, el arrendatario deberá probar que el adquirente conocía la existencia del arrendatario
o que, habida cuenta de las circunstancias, no podía desconocerla.
c) El arrendatario del local en el que se ejerza una actividad profesional tiene derecho tanto a subarrendar el local como a
ceder el contrato de arrendamiento sin contar con el consentimiento del arrendador (art. 32.1). El arrendador y el
arrendatario pueden excluir o limitar en el contrato esos derechos o alguno de ellos, pero si no usan de esa facultad entran
plenamente en juego. Tanto el subarrendamiento como la cesión deben notificarse al arrendador en el plazo de un mes
desde que se hubieran concertado (art. 32.4). En el caso de que se hubiera excluido la facultad de subarrendar el local, la
jurisprudencia considera que no existe subarriendo, traspaso o cesión inconsentidos por el hecho de que el arrendatario
haya estipulado un contrato de franquicia para actuar como franquiciado en local arrendado.
En caso de subarrendamiento, el arrendador tiene derecho a la elevación de la renta: el diez por ciento si el subarriendo
es parcial y el veinte por ciento si es total; en caso de cesión del contrato de arrendamiento del local, el arrendador
también tiene derecho a esa elevación en un veinte por ciento (art. 32.2).
Cuando el arrendatario es una sociedad, no existe cesión por la mera transformación o mero cambio de forma social, ya
que no se produce cambio de la persona de la sociedad arrendataria. Tampoco existe cesión en los casos de fusión y de
escisión de la sociedad arrendataria, ya que en tales casos tiene lugar ministerio legis la sucesión de la nueva sociedad o
de la absorbente en la posición jurídica de la sociedad que se extingue por fusión o que es absorbida (arts. 22 y 23 LME;
STS de 30 de abril de 2007), o de la sociedad beneficiaria de la escisión en las relaciones jurídicas correspondientes a la
parte del patrimonio social dividido o separado (arts. 69 y 70 LME). No obstante, si la sociedad se transforma, se fusiona
o se escinde, la Ley reconoce al arrendador el derecho a la elevación de la renta como si la cesión se hubiera producido
(art. 32.3 LAU).
d) A fin de que el arrendatario pueda conservar el uso del local, impidiendo que desaparezca la base física del
establecimiento, la Ley establece que el contrato de arrendamiento continúa en vigor a pesar de la declaración judicial de
concurso de acreedores del arrendatario (art. 156 LC); y que, si la acción de desahucio se hubiera ejercitado ya por el
arrendador antes de la declaración judicial de concurso, la administración judicial, hasta el momento mismo de practicarse
el efectivo lanzamiento, puede enervar la acción así como rehabilitar la vigencia del contrato pagando con cargo a la masa
todas las rentas y demás conceptos pendientes y las costas causadas hasta ese momento (art. 168 LC).
3. LA INDEMNIZACIÓN POR CLIENTELA
En el caso de que el establecimiento abierto al público se encuentre instalado en local arrendado, el empresario individual o
la sociedad mercantil tienen derecho, en ciertas condiciones, a exigir al arrendador la denominada indemnización por
clientela tras la extinción del contrato de arrendamiento del local por transcurso del término originariamente pactado o de
cualquiera de las prórrogas convencionales, salvo que en el propio contrato las partes hubieran excluido este derecho (art.
34 en relación con art. 4.1 y 3 LAU ). Se trata de una compensación que reconoce la Ley al arrendatario por el incremento del
valor del local como consecuencia de la actividad empresarial desarrollada en el establecimiento abierto al público instalado
en dicho local.
Los presupuestos para el nacimiento de ese derecho son dos: en primer lugar, que en ese establecimiento se haya venido
ejerciendo una actividad comercial de venta al público durante los últimos cinco años y, en segundo lugar, que el arrendatario
haya manifestado al arrendador, con cuatro meses de antelación a la extinción del contrato, la voluntad de prorrogar la
duración del arrendamiento por un mínimo de cinco años más y por una renta de mercado, sin aceptación por el arrendador
de esa oferta de prórroga o con aceptación de la oferta pero en condiciones diferentes (art. 34.I).
La cuantía de la indemnización está en función de un hecho posterior a la extinción del contrato: el de que el arrendatario
inicie o no el ejercicio de la misma actividad comercial, en el mismo municipio, dentro de los seis meses siguientes a la
extinción del arrendamiento del local en que se encontraba instalado el establecimiento mercantil.
En el primer caso, la indemnización comprenderá los gastos del traslado de ese establecimiento y los perjuicios derivados de
la pérdida de la clientela, que se calcularán por la diferencia entre la cifra de negocios conseguida con el establecimiento
instalado en el local anterior durante los seis meses inmediatamente anteriores al cierre y la cifra de negocios conseguida en
el establecimiento instalado en el nuevo local durante los seis primeros meses a contar desde la apertura (art. 34.II.1). Para
poder recurrir a esta comparación de cifras de negocio será necesario que las características de ambos establecimientos sean
semejantes (superficie de los locales, número de empleados, etc.), que, en los seis meses inmediatamente anteriores al cierre
del antiguo establecimiento, el empresario no hubiera realizado una venta en liquidación, y que, en los seis meses
inmediatamente posteriores a la apertura del nuevo establecimiento, no realice una venta de promoción, ya que estas
circunstancias alteran o pueden alterar sustancialmente los elementos objeto de comparación. En tales casos –y en otros
semejantes–, los perjuicios derivados de la pérdida de la clientela se calcularán con arreglo a equidad.
En el caso de que, dentro de los seis meses siguientes, el antiguo arrendatario no iniciase actividad alguna o iniciase otra
diferente a la ejercitada en el antiguo establecimiento, es preciso distinguir según que el antiguo arrendador o un tercero
desarrollen o no en el mismo local la misma actividad o una afín dentro de ese mismo plazo. Si el antiguo arrendador o un
tercero desarrollan en ese tiempo cualquiera de esas actividades en ese local, la indemnización será de una mensualidad por
cada año de duración del contrato, con un máximo de dieciocho mensualidades. Si no desarrollan actividad alguna o si la
actividad es diferente, el arrendatario que no haya iniciado actividad alguna o que haya iniciado otra diferente dentro de los
seis meses siguientes a la extinción del contrato, carece de derecho a la indemnización (art. 34.II.2).
En caso de falta de acuerdo entre las partes, la fijación del quantum indemnizatorio corresponde al tribunal de instancia, y
no puede ser revisada en casación (STS de 18 de junio de 2001). Naturalmente, en ningún caso la indemnización podrá
superar el valor del local (STS de 5 de junio de 1997).
LECCIÓN 4 EL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL (II)
Sumario: I. La transmisión del establecimiento mercantil 1. Consideración general 2. La transmisión «inter vivos» del
establecimiento mercantil 3. Transmisión del establecimiento mercantil y transmisión de elementos aislados 4. Los
contratos en caso de transmisión del establecimiento mercantil 5. Los créditos y las deudas en la transmisión del
establecimiento mercantil
II. La compraventa del establecimiento mercantil 1. Las negociaciones previas 2. La unidad del título de transmisión 3.
Los elementos del contrato de compraventa del establecimiento mercantil 4. Las obligaciones de las partes en el
contrato de compraventa del establecimiento mercantil 5. La aportación de establecimiento mercantil
III. El arrendamiento y el usufructo del establecimiento mercantil 1. El arrendamiento del establecimiento mercantil 2.
El usufructo del establecimiento mercantil

I. LA TRANSMISIÓN DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL


1. CONSIDERACIÓN GENERAL
El establecimiento mercantil (o empresa en sentido objetivo) es susceptible de transmisión. En ocasiones, se habla de
«transmisión de la empresa» para referirse a la transmisión del conjunto de establecimientos mercantiles de que es titular
un empresario individual o social, mientras que se reserva la expresión «transmisión del establecimiento» para hacer
referencia a los casos en que ese titular transmite únicamente uno de los establecimientos con los que ejercita la actividad
empresarial conservando todos los demás. Pero la terminología no es significativa: la determinación de cuál es el objeto de
la transmisión exige analizar caso por caso.
La transmisión del establecimiento mercantil (o de los establecimientos mercantiles) puede ser inter vivos (sea a título
singular –que es la regla–, sea a título universal, como sucede en la fusión) o mortis causa (a título universal, en caso de
herencia, o a título singular, en caso de legado).
Desde otro punto de vista, la transmisión del establecimiento mercantil puede ser directa o indirecta. Se califica de
transmisión directa a aquella transmisión en la que el objeto del negocio es el establecimiento o los establecimientos del
transmitente; y se califica de transmisión indirecta la transmisión de la totalidad de las acciones o de las participaciones en
que se divide el capital de una sociedad cuyo patrimonio se encuentra constituido exclusiva o principalmente por uno o varios
establecimientos. Mientras que en el primer caso, por virtud de la transmisión, cambia el titular del establecimiento, en el
segundo el titular sigue siendo la sociedad, que es la que cambia de manos. Por supuesto, la opción entre transmisión directa
o indirecta está en función de las circunstancias de cada caso. Pero, a veces, por conveniencia de las partes, una transmisión
que, en principio, tendría que ser directa, se realiza como indirecta: el titular del establecimiento –sea empresario individual
o sociedad mercantil– constituye una sociedad, unipersonal o no, a la que aporta el establecimiento que proyecta transmitir
y, una vez inscrita esa sociedad en el Registro Mercantil, procede a la transmisión de la totalidad de sus acciones o
participaciones.
En los casos de transmisión inter vivos indirecta del establecimiento mercantil, procede aplicar por analogía algunas de las
normas propias de la compraventa del establecimiento, como, por ejemplo, las relativas a las garantías por evicción y por
vicios ocultos (v. infra II.4).
2. LA TRANSMISIÓN «INTER VIVOS» DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
Los supuestos de transmisión inter vivos se pueden clasificar en dos categorías diferentes: están, de un lado, los casos de
transmisión voluntaria, que son la regla, y, de otro, los casos de transmisión forzosa, en los que la transmisión se produce sin
la voluntad del titular del establecimiento o aun en contra de esa voluntad. A su vez, la transmisión voluntaria del
establecimiento puede ser, bien a título oneroso (compraventa, permuta, aportación a sociedad, dación en pago, etc.), bien
a título gratuito (donación); y, por su lado, la transmisión forzosa puede producirse como consecuencia de un procedimiento
de ejecución individual, sea judicial o administrativo, o como consecuencia de un procedimiento concursal. En todo caso, si
se dejan a salvo algunos aspectos de la aportación del establecimiento a una sociedad de capital (art. 66LSC) y de la
transmisión en caso de concurso de acreedores (v. especialmente, en cuanto a la enajenación de «unidades productivas»,
arts. 215 a 224 octies LC), se puede afirmar que estas modalidades contractuales no cuentan con un régimen jurídico
específico en el Derecho español.
3. TRANSMISIÓN DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL Y TRANSMISIÓN DE ELEMENTOS AISLADOS
Los supuestos de transmisión del establecimiento se distinguen claramente de los supuestos de transmisión de los elementos
de que se compone. Esa transmisión de elementos aislados puede obedecer a la dinámica propia de la actividad empresarial
(como acontece con la venta de la producción de un establecimiento industrial o fabril o con la venta de las mercancías de
un establecimiento comercial) o puede ser consecuencia del cambio o de la mejora de las instalaciones o de otros elementos
mediante la sustitución de los antiguos por otros más modernos. El titular del establecimiento puede transmitir aisladamente
a una o varias personas cuantos elementos considere oportuno ( v. gr.: venta de antiguas estanterías, que se sustituyen por
otras más modernas; venta del pequeño local en el que se encuentra instalado el taller de reparaciones y traslado a una nave
industrial, propia o arrendada). Incluso los signos distintivos del establecimiento son susceptibles de una transmisión aislada.
Así sucede con las marcas y con el nombre comercial (arts. 46.2 y 87.3LM).
Cuando se transmiten a una misma persona varios elementos de un mismo establecimiento, no siempre es fácil determinar
si el objeto de la transmisión son esos elementos aisladamente considerados o el establecimiento propiamente dicho. Las
dudas que puedan suscitarse deben resolverse con arreglo al «criterio de la suficiencia»: es decir, si los elementos que se
transmiten son suficientes por sí mismos para que el adquirente pueda desarrollar con ellos la actividad empresarial, se
presumirá que ha existido transmisión de establecimiento (así, entre otras muchas, SSTS [4.ª] de 5 de abril de 1993, 23 de
febrero de 1994 y 23 de enero de 1995), en tanto que, en caso contrario, habrá de entenderse que no ha habido transmisión
del establecimiento, sino de elementos aislados del mismo.
4. LOS CONTRATOS EN CASO DE TRANSMISIÓN DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
En caso de transmisión inter vivos del establecimiento, reviste especial importancia la cuestión relativa al tratamiento que
han de merecer los contratos concluidos por el empresario para la organización y para el funcionamiento del referido
establecimiento (contratos de suministro, de mantenimiento, etc.). Se trata, en definitiva, de determinar si esos contratos,
que son indispensables para la continuidad y el buen funcionamiento del establecimiento, se transmiten al adquirente sin
necesidad del consentimiento de la otra parte contractual o si, por el contrario, quedan sometidos a los principios generales
en materia de cesión de contratos, los cuales –como es sabido– impiden la sustitución inter vivos de cualquiera de las partes
contractuales sin el consentimiento de la otra (art. 1205 CC).
Pues bien, la regla general es que el adquirente no se subroga en la posición contractual del transmitente: los contratos –o,
más exactamente, los derechos y las obligaciones que en esos contratos tiene el titular del establecimiento que se cede– no
se transmiten con el establecimiento. La subrogación del adquirente en la posición jurídica del transmitente del
establecimiento requiere no sólo la voluntad expresa de éstos, sino también la conformidad de la persona o personas con las
que hubiera contratado el titular del establecimiento. Así, por ejemplo, si una sociedad mercantil hubiera contratado el
suministro de materias primas para una fábrica de su propiedad, con entregas periódicas, la transmisión a un tercero del
establecimiento industrial no comporta la automática subrogación del adquirente en ese contrato de suministro.
Esta regla general tiene, sin embargo, algunas importantes excepciones.
En primer lugar, está el caso de la subrogación convencional, es decir, aquélla que se produce cuando las partes –
transmitente y adquirente del establecimiento– acuerdan expresamente la cesión del contrato de arrendamiento del local.
En este supuesto, el transmitente puede ceder al adquirente los derechos y obligaciones derivados del contrato de
arrendamiento del local en que se encuentre instalado el establecimiento sin necesidad de consentimiento del arrendador.
El adquirente se subroga en la posición jurídica de arrendatario, que, hasta ese momento, correspondía al transmitente ( art.
32.1 LAU). No es menos cierto, sin embargo, que como contrapartida para el propietario del inmueble, esta cesión del contrato
de arrendamiento da derecho al arrendador a una elevación de la renta en el porcentaje del 20 por 100 ( art. 32.2 LAU).
En segundo lugar, están los casos de subrogación legal, es decir, aquellos supuestos en los que el adquirente queda
subrogado ex lege en la posición jurídica del transmitente, con independencia de que así se hubiera previsto en el contrato
o, incluso, en contra de cualquier pacto que hubieran podido concluir las partes. Esto es lo que sucede con los contratos de
trabajo y los contratos de seguro.
a) La transmisión del establecimiento (o, como la Ley dice, de la «empresa», del «centro de trabajo» o de una «unidad
productiva autónoma» dentro de una empresa) no extingue la relación laboral de los trabajadores que presten sus
servicios en ese establecimiento: el adquirente queda subrogado ope legis en los derechos y obligaciones laborales del
anterior titular (art. 44.1 ET, en la redacción dada por la Ley 12/2001, de 9 de julio, para adaptación del Derecho español
a la Directiva 98/50/CEE, de 29 de junio). El Estatuto de los Trabajadores entiende que existe «sucesión de empresa»
cuando la transmisión afecta a una «entidad económica que mantenga su identidad, entendida como conjunto de medios
organizados a fin de llevar a cabo una actividad económica, esencial o accesoria» (art. 44.2). La subrogación tiene lugar
tanto en aquellos casos de transmisión de la empresa en su conjunto, como en aquellos otros en los que el objeto de la
transmisión es una parte de esa empresa, siempre que constituya una «unidad de producción susceptible de explotación
separada» (SSTS [4.ª] de 6 de octubre de 1989, 23 de septiembre de 1997, 3 de octubre de 1998 y 7 de diciembre de
2011). Como ha señalado reiteradas veces la jurisprudencia, «el trabajador se vincula a la explotación en que presta
servicios, cualquiera que sea su titular, y no al empresario que lo contrató, sea cual sea el negocio que éste explote» (así,
entre otras muchas, SSTS [4.ª] de 19 de junio de 1989, 16 de mayo de 1990 y 21 de marzo de 1992). Esta subrogación se
produce no sólo en los casos de transmisión voluntaria –sea a título definitivo, sea transmisión meramente temporal como
el arrendamiento (v., entre otras muchas, SSTS [4.ª] de 12 de diciembre de 2002 y 1 de marzo de 2004; y SSTCT de 30 de
marzo de 1981 y 2 de septiembre de 1983)–, sino también en los casos de transmisión forzosa (ant. art. 51.11 ET). Cuando
la transmisión se proyecte realizar por actos inter vivos, debe ser puesta en conocimiento de los representantes de los
trabajadores antes de que tenga lugar, expresando la fecha prevista, la causa de la transmisión, las consecuencias
económicas, jurídicas y sociales para los trabajadores y las medidas previstas (art. 44.6 a 8 ET).
La jurisprudencia española ha aplicado la regla de la subrogación legal en los contratos de trabajo en los casos de
«transmisión directa» del establecimiento de un empresario, individual o social, a otra persona, natural o jurídica,
afirmando que la mera «sucesión» en la actividad no es suficiente para que exista subrogación (v., entre otras muchas,
STS [4.ª] de 20 de octubre de 2004). Sin embargo, en algunas ocasiones se ha afirmado la existencia de «sucesión» en
supuestos en los que no existía propiamente transmisión directa del establecimiento o empresa, sino mera «transmisión
indirecta» (STS [4.ª] de 2 de febrero de 1998), expresión con la que esa jurisprudencia hace referencia a los casos de mera
continuación de facto por un tercero del ejercicio de la misma actividad empresarial, con los mismos medios
patrimoniales con que contaba el anterior titular (SSTS [4.ª] de 27 y 29 de febrero y 11 de abril de 2000).
En el plano interno –es decir, en las relaciones entre transmitente y adquirente–, es válido el pacto por cuya virtud se
establece, en caso de transmisión del establecimiento, a título definitivo o a título limitado, que el transmitente correrá
con las consecuencias económicas de la proyectada resolución de los contratos de trabajo por parte del adquirente,
aunque, obviamente, ese pacto no es oponible a los trabajadores afectados (STS de 31 de diciembre de 2003 en relación
con un arrendamiento de establecimiento mercantil).
b) Del mismo modo, en caso de transmisión del establecimiento o de alguno de sus elementos ( v. gr.: de las mercancías, de
los medios de transporte, etc.), el comprador se subroga en los derechos y obligaciones que correspondían al anterior
titular en el contrato de seguro contra daños que pudiera existir sobre el establecimiento o sobre cualquiera de los
elementos de que se compone que hubieran sido objeto de transmisión (art. 34.ILCS). Para que el adquirente pueda tener
conocimiento de la existencia del contrato de seguro, la Ley impone al transmitente el deber de comunicarlo por escrito
al adquirente; y, para que el asegurador pueda conocer igualmente el cambio operado, el transmitente tiene también el
deber de comunicarle la transmisión en el plazo de quince días a contar desde la fecha en que hubiera tenido lugar (art.
34.II LCS). No obstante, tanto el adquirente como el asegurador tienen el derecho a resolver el contrato de seguro dentro
de los quince días siguientes a contar desde aquél en que hubieran conocido la transmisión. Existe, pues, una facultad de
denuncia unilateral recíproca. Si es el asegurador quien notifica por escrito al adquirente que ejercita ese derecho, el
contrato no se extingue automáticamente, sino que mantiene vigencia durante el plazo de un mes a fin de dar tiempo al
adquirente para contratar otra cobertura asegurativa (art. 35 LCS).
5. LOS CRÉDITOS Y LAS DEUDAS EN LA TRANSMISIÓN DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
A) La transmisión del establecimiento no implica la transmisión de los créditos de que sea titular el transmitente. La simple
transmisión del establecimiento no permite presumir la cesión (arts. 347 y 348 C. de C.). En efecto, sólo se producirá esa
cesión en virtud de pacto expreso entre transmitente y adquirente. En este caso, no será necesaria la notificación de la
cesión de créditos al deudor para que esa cesión se tenga por realizada; pero el pago que realice el deudor al anterior
acreedor se reputará pago legítimo en tanto esa notificación no se produzca o en tanto que el deudor no conozca la cesión
por cualquier otro medio (art. 347 C. de C.). El deudor que, antes de tener conocimiento de la cesión del crédito, satisfaga
al acreedor, «quedará libre de la obligación» (art. 1527CC; v. SSTS de 19 de febrero y 9 de julio de 1993, 20 de febrero de
1995, 15 y 21 de marzo de 2002, 28 de marzo de 2004 y 11 de julio de 2005). Desde que tenga lugar la notificación, «no
se reputará pago legítimo» sino el que se haga al adquirente del crédito (art. 347.II C. de C.).
B) La transmisión del establecimiento no implica tampoco la asunción por el adquirente de las deudas que el transmitente
hubiera contraído para la organización o el funcionamiento del establecimiento que se transmite (art. 1205 CC; STS de 25
de febrero de 1960); y así sucede incluso en el caso de que con el establecimiento se transmita también el nombre
comercial. Para que exista asunción liberatoria de las deudas no basta con que las partes así lo pacten; se requiere,
además, el consentimiento del acreedor, consentimiento que puede ser simultáneo o posterior a la transmisión del
establecimiento.
En algunos casos, con total independencia de lo que hubieran pactado las partes, a la responsabilidad del cedente se
añade la responsabilidad del cesionario. Se trata de casos de responsabilidad solidaria de origen legal. El sucesor en la
titularidad del establecimiento o de los establecimientos de que fuera titular un empresario individual o una sociedad
mercantil, responde solidariamente con el anterior titular de ciertas deudas frente a la Hacienda pública y a la Tesorería
General de la Seguridad Social, frente a los trabajadores y frente a las entidades aseguradoras.
En primer lugar, el adquirente del establecimiento por actos inter vivos responde solidariamente con el anterior titular
de las deudas, liquidadas o pendientes de liquidación, y de las responsabilidades tributarias derivadas del ejercicio de la
actividad empresarial [art. 42.1, letra c), de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria]. Para evitar dudas
acerca del importe de la responsabilidad tributaria, la Ley permite que quien pretenda adquirir el establecimiento o los
establecimientos de que fuera titular cualquier persona natural o jurídica, solicite de la Administración, antes de proceder
a la adquisición, y con la conformidad del transmitente, certificación detallada de las deudas y responsabilidades
tributarias derivadas del ejercicio de esa actividad mercantil. En el caso de que la certificación se expida con contenido
negativo o no se facilite en el plazo de tres meses, el adquirente quedará exento de responsabilidad respecto de las deudas
tributarias para cuya liquidación fuera competente la Administración tributaria de la que se haya solicitado esa
certificación (art. 175.2 LGT). En todos los casos de transmisión, el transmitente y el adquirente responden también
solidariamente del pago de las prestaciones de Seguridad Social causadas antes de la transmisión (art. 168.2 RDL 8/2015,
de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social; v., sin embargo, en
relación con una sociedad laboral, STS [3.ª] de 15 de julio de 2003).
El transmitente y el adquirente responden también solidariamente durante tres años de las obligaciones laborales nacidas
con anterioridad a la transmisión que no hayan sido satisfechas (art. 44.3 ET); y ello incluso respecto de aquellos
trabajadores a los que no alcance la «sucesión de empresa».
Y, en fin, el transmitente y el adquirente responden, también de modo solidario, del pago de las primas vencidas en el
momento de la transmisión de aquellos contratos de seguro del establecimiento o de singulares elementos integrados en
él (art. 34.III LCS).
II. LA COMPRAVENTA DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
1. LAS NEGOCIACIONES PREVIAS
La compraventa es el supuesto más frecuente de transmisión inter vivos del establecimiento. Salvo supuestos marginales, la
compraventa suele ir precedida de negociaciones entre las partes, asistidas por sus asesores financieros y jurídicos, o de
negociaciones entre los intermediarios elegidos por ellas con esta específica función. Estas negociaciones son más o menos
complejas según la importancia de la empresa que se pretenda adquirir. Cuando ésta revista cierta entidad, las negociaciones
suelen seguir unas pautas, relativamente uniformes, importadas de la práctica anglosajona.
Las negociaciones pueden iniciarse con una sola persona o con varias simultáneamente ofreciendo a todos los interesados la
oportunidad de conocer los datos esenciales del objeto de la transmisión mediante la exposición de distintos juegos de
documentación en la denominada data room. A veces quienes desean acceder a esa información deben satisfacer una
determinada cantidad, que cumple así la función de disuadir a aquéllos que no tengan suficiente interés en la operación.
Cuando las negociaciones se inician simultáneamente con varios interesados, existe el deber de comunicar a cada uno de
ellos la existencia de los demás; pero sin facilitar la identidad de los concurrentes, salvo que se haya establecido diversamente
por el oferente al fijar las condiciones de la oferta para negociar. También es posible iniciar las negociaciones pactando la
exclusividad, de modo tal que el que desea vender se obliga a no negociar con otros interesados durante un tiempo
determinado o en tanto se mantengan las negociaciones con el firmante del pacto de exclusiva.
En estas negociaciones, quien pretende comprar asume necesariamente un deber de confidencialidad, de manera que la
información que recibe sobre el establecimiento o los establecimientos objeto posible de la compraventa ( v. gr.: cifra de
ventas de cada uno de ellos, renta de los arrendamientos de los locales en que se encuentran instalados, etc.) tiene que
mantenerse en secreto incluso en la eventualidad de que esas negociaciones no lleguen a buen fin. La violación de este deber
de secreto, al igual que la ruptura injustificada de las negociaciones, genera la obligación de indemnizar los daños y perjuicios
causados (art. 1902 CC).
En la práctica, cuando la negociación entre las partes ha progresado adecuadamente se inicia la due diligence. Con esta
expresión inglesa se hace referencia a la investigación por uno o varios especialistas en los distintos aspectos de la operación
de los riesgos económicos, financieros y jurídicos –las denominadas «contingencias»– que pueden existir para el comprador
de la empresa o establecimiento mercantil o de la totalidad o de la mayoría del capital de la sociedad titular de esa empresa
o de ese establecimiento. La due diligence exige obviamente la colaboración del vendedor, el cual suele designar a una o a
varias personas –por lo general, empleados– para que atiendan la solicitud de información, de documentación y de
aclaraciones por parte de aquéllos a quienes se hubiera encomendado la realización de esa tarea, que suele iniciarse
mediante la presentación de uno o varios cuestionarios. La información obtenida se somete a confirmación por terceros ( v.
gr.: confirmación de saldos bancarios, de saldos de los principales clientes, etc.) –para lo que, naturalmente se requiere el
consentimiento expreso del vendedor– y se coteja con la ofrecida por Registros y organismos públicos.
En esas negociaciones es posible que las partes firmen una «carta de intenciones» (letter of intent) o un «acuerdo de
intenciones» (memorandum of understanding) o cualquier otro documento de denominación análoga o similar. En
ocasiones, en caso de ruptura de las negociaciones, se plantea la duda de si esos documentos recogen o no un auténtico
precontrato. Por regla general, estos acuerdos o cartas de intenciones son meros documentos privados en los que las partes
–o una de ellas, con posterior aceptación de la otra en documento independiente– manifiestan la voluntad de negociar y
alcanzar un contrato de compraventa de la empresa o establecimiento mercantil –o de las acciones o participaciones sociales
en que se divide el capital de la sociedad titular de ese establecimiento– y establecen el objeto y las reglas de la negociación,
así como los límites temporales para negociar. Se trata, pues, de un acuerdo de voluntades que se distingue, con absoluta
claridad, tanto de la figura del precontrato, como del propio contrato que las partes intentan conseguir; y que, por tanto,
genera como obligación esencial la de negociar de buena fe sobre ese objeto, conforme a esas reglas prefijadas y dentro del
tiempo establecido (SSTS de 4 de julio de 1991 y 3 de junio de 1998). En algunos casos, estas «cartas» o estos «acuerdos de
intenciones» pueden contener el precio de la operación, excluyendo la posibilidad de discusión sobre este extremo (binding
clause), pero esta circunstancia no altera la anterior conclusión. En todo caso, es habitual que estas cartas de intenciones
contengan una cláusula que excluya la vinculación de las partes a realizar necesariamente la operación, lo que facilita la
determinación del alcance de los compromisos asumidos.
Sin embargo, existen casos en los que, bajo esa misma denominación u otra semejante, se albergan figuras que en modo
alguno pueden reconducirse al modelo descrito. No faltan supuestos, en efecto, en los que el acuerdo o memorandum de
intenciones recoge un «acuerdo de principio» sobre el objeto del contrato y sobre el precio, aunque pendiente de desarrollo
mediante la continuación de la negociación entre las partes. Ahora bien, el hecho de que exista acuerdo sobre el objeto y el
precio no siempre significa que exista acuerdo sobre todos los aspectos esenciales del contrato. Con frecuencia,
determinados aspectos (contingencias fiscales, posible incidencia del Derecho de la competencia, régimen de la distribución
interna de las responsabilidades por la contaminación generada por la fábrica que se proyecta transmitir, etc.) son de tanta
importancia que en modo alguno puede afirmarse que el consentimiento para obligarse sea definitivo.
Sea como fuere, cuando exista precontrato, el problema fundamental consiste en determinar cuáles son los efectos que
produce. En realidad, el precontrato encierra una cuestión de interpretación de la voluntad de las partes por cuanto que no
todos responden al mismo propósito ni reflejan la misma voluntad de las partes. A veces, las partes celebran un precontrato
precisamente porque no quieren que se produzcan los efectos del contrato definitivo; otras, por el contrario, el precontrato
es manifestación de la voluntad de quedar obligadas en el futuro, de modo tal que cada una de ellas tenga la facultad de
determinar el momento de exigibilidad o de puesta en vigor del contrato definitivo. En el primer caso, la ruptura injustificada
de las negociaciones genera la obligación de indemnización de los daños y perjuicios causados; en el segundo, la parte que
pretenda la efectividad del contrato puede solicitar del juez o del árbitro –si existiera sumisión a arbitraje– que supla la
voluntad del contratante renuente. Se comprende fácilmente el alto grado de conflictividad que tiene esta materia en la
práctica mercantil.
2. LA UNIDAD DEL TÍTULO DE TRANSMISIÓN
Partiendo de la unidad meramente funcional del establecimiento (v. Lección 4, apartado I.2), el vendedor no tiene por qué
vender uno a uno los elementos del establecimiento al comprador, sino que el objeto de la compraventa es el establecimiento
en cuanto tal. Se debe partir, pues, de la unidad del título: un único contrato de compraventa, y no una pluralidad de ellos.
Por supuesto, para la validez del contrato basta el consentimiento de las partes: el contrato de compraventa del
establecimiento mercantil es contrato consensual y no es menester observar formas especiales (arts. 1258 CC y 51 C. de C.)
ni requisito alguno de publicidad. Y esta afirmación es igualmente aplicable a los demás supuestos de transmisión inter vivos
del establecimiento (permuta, aportación a sociedad, dación en pago, etc.).
Pero, si el título es único, el modo o tradición –requisito necesario para la transmisión de la propiedad (art. 609.II CC)– es
plural, es decir, que está en función de la naturaleza de cada uno de los elementos que componen el establecimiento. En
efecto, para la transmisión de los singulares bienes es preciso respetar las exigencias y las formas que la Ley establece
respecto de cada uno de ellos. Si la compraventa se hace en escritura pública, el otorgamiento de ésta equivale a la entrega
de todos y cada uno de los elementos del establecimiento (art. 1462.II CC). En otro caso, si entre los elementos constitutivos
del establecimiento figuran materias primas, mercancías y otros bienes muebles será preciso que el vendedor ponga al
comprador en poder y posesión de esos bienes (art. 1462.I CC) o que le haga entrega de las llaves del establecimiento o del
lugar donde se encuentren almacenados o guardados (art. 1463 CC); y si entre esos elementos figuran bienes inmuebles,
bienes muebles registrables, derechos de propiedad intelectual o industrial o derechos de arrendamiento serán de necesaria
observancia los requisitos legalmente establecidos para cada una de las respectivas transmisiones. La necesidad de cumplir
estos requisitos, sin embargo, no empaña la validez del contrato consensual en que se enajene el establecimiento como un
todo único, y, una vez prestado el consentimiento, las partes podrán compelerse recíprocamente a cumplir con aquellos
requisitos exigidos por la Ley para la transmisión de los distintos bienes que lo integran (art. 1279 CC).
3. LOS ELEMENTOS DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
Por lo que se refiere a los elementos personales del contrato, tanto vendedor como comprador serán generalmente
empresarios individuales o sociedades mercantiles; pero esta cualidad no constituye condición necesaria. Es perfectamente
imaginable, por ejemplo, un supuesto en el que una persona que ha heredado de otra un establecimiento mercantil sin
actividad alguna y cerrado al público, lo vende a otra persona que desea iniciarse en la actividad mercantil precisamente
mediante la explotación de este establecimiento; o el caso del empresario que se jubila y transmite el establecimiento a los
trabajadores (que, por lo general, constituirán una sociedad laboral para que sea ésta la que efectúe la adquisición).
Más dudas puede suscitar la materia relativa a la capacidad de las partes para proceder a la enajenación en los supuestos en
que ha de contarse con la naturaleza del establecimiento como bien ganancial o con la condición de menor del empresario.
Si el establecimiento es ganancial, la enajenación requerirá el consentimiento de ambos cónyuges (art. 1375CC), salvo cuando
ese establecimiento se haya constituido o adquirido con lo obtenido por uno de ellos en el ejercicio de la actividad
empresarial (art. 6 C. de C.). Si la administración de los bienes gananciales se hubiera atribuido a uno solo de los cónyuges
por ministerio de la Ley o por decisión judicial, la enajenación del establecimiento mercantil requerirá autorización judicial
(art. 1389.II CC). Si el establecimiento pertenece a menor no emancipado o a incapacitado, la enajenación exigirá la
concurrencia de causa de necesidad o de utilidad y la autorización del juez del domicilio del menor, con audiencia del
Ministerio Fiscal (arts. 166.I y 271-2.º CC). Si el establecimiento pertenece a menor emancipado, la enajenación exige
consentimiento de los padres y, a falta de ambos, del curador (art. 323 CC).
Cuando el titular del establecimiento sea una sociedad mercantil –y, en particular, una sociedad anónima o de responsabilidad
limitada–, es tema debatido el de si la transmisión exige acuerdo de la junta general de socios o si, por el contrario, decidir la
transmisión pertenece a la esfera de competencia propia de los administradores. En la enumeración de las materias que son
competencia de la junta, se incluyen la adquisición, la enajenación o la aportación a otra sociedad de «activos esenciales»
[art. 160, letra f), LSC, en la redacción dada por la Ley 31/2014, de 3 de diciembre], presumiéndose el carácter esencial del
activo cuando el importe de la operación supere el veinticinco por ciento del valor de los activos que figuren en el último
balance aprobado. De esta forma, cuando el valor del establecimiento que se pretenda transmitir supere dicho porcentaje,
se presumirá su carácter esencial y la competencia para acordar su transmisión corresponderá a la junta. Sin embargo, nada
obsta a que, cuando el valor del establecimiento cuya transmisión se pretende no supere el porcentaje anterior, la
competencia también corresponda a la junta.
En tales casos, sin embargo, el carácter esencial del activo (i.e., del establecimiento) deberá acreditarse.
Por lo que se refiere a los elementos objetivos, la compraventa tiene como objeto el establecimiento como conjunto de
bienes y de servicios. Las partes pueden, no obstante, transmitir y adquirir respectivamente un único establecimiento,
conservando el transmitente el resto de los que integran la empresa; y pueden también excluir de la transmisión algunos
bienes integrados en el único establecimiento objeto del contrato, siempre y cuando no se destruya con ello la capacidad
funcional del establecimiento por tratarse de elementos esenciales. En otro caso, lo que se transmitiría no sería un
establecimiento como unidad compleja, sino una serie de elementos inertes, desconectados entre sí.
El precio puede estar determinado en el contrato, ser determinable (pactándose el modo de la determinación o la persona
que lo determine, que, por lo general, será un auditor) o tener una parte determinada y otra determinable (arts. 1447 a 1449
CC). En la práctica es muy frecuente que una parte del precio esté en función del inventario a realizar, del simple recuento de
las mercancías o del resultado de la due diligence. Aunque en la mayoría de los casos la due diligence se lleva a cabo durante
el período de negociaciones –cuando éstas ya han avanzado–, en otros esa labor de investigación y revisión o, al menos, una
parte significativa de ella se desarrolla cuando ya la transmisión ha tenido lugar (dejando pendiente de pago una parte del
precio pactado). De otro lado, en nada afecta a la unidad de la compraventa el hecho de que el precio se haya calculado
elemento por elemento, y que así se especifique en el propio contrato con expresión de la cantidad correspondiente a cada
uno de ellos.
4. LAS OBLIGACIONES DE LAS PARTES EN EL CONTRATO DE COMPRAVENTA DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
Como sucede en el contrato de compraventa, en la de establecimiento las obligaciones fundamentales del vendedor son la
obligación de entrega del establecimiento y la obligación de saneamiento. La entrega del establecimiento implica, desde
luego, la de los singulares elementos que lo integran. Esos elementos se describen, por lo general, en el contrato o se
relacionan en un inventario anejo (v., respecto de la aportación del establecimiento a una sociedad, el art. 133.1RRM). En
algunas ocasiones, las partes acuerdan que el inventario se realice con posterioridad a la compraventa, bien por ambas partes
de común acuerdo, bien por alguna de ellas, bien –lo que suele ser la solución preferida– por un profesional independiente.
En tales casos, el inventario cumple una función especificadora de los elementos del establecimiento objeto de la
compraventa. Cuando, por el contrario, no se describen o relacionan en el contrato los elementos o no se ha previsto que un
tercero confeccione el inventario, suele ser alto el grado de conflictividad entre las partes en orden a qué elementos integran
el establecimiento especialmente cuando sólo se transmite uno de los que integran la empresa.
Como el valor del establecimiento incluye también el de la organización como cualidad inseparable del mismo, la obligación
de entrega del vendedor no se agota con la entrega o puesta a disposición de los distintos elementos integrantes de aquél,
sino que comprende también la obligación de situar al adquirente en condiciones de utilizar y explotar esa organización y el
crédito del establecimiento respecto de la clientela. No es suficiente con la entrega; el vendedor tiene respecto del comprador
específicas obligaciones de colaboración: por un lado, el vendedor tiene la obligación de informar lealmente al comprador
sobre la organización interna del establecimiento y sus posibilidades de actuación en el mercado, y, por otro, debe abstenerse
de realizar actos que ocasionen o sean susceptibles de ocasionar una captación de la clientela. Sobre el vendedor pesa, pues,
una obligación de no competencia, como medio indirecto para no destruir la organización y la clientela (arts. 1258 CC y 57 C.
de C.; STS de 9 de mayo de 2016, en un caso de compraventa indirecta del establecimiento, y STS de 6 de abril de 1988, en
un caso de arrendamiento parcial de establecimiento). Pero esta obligación tiene sus límites. Así sucede, en efecto, porque
no puede ser entendida en términos tan amplios que prácticamente impidan al transmitente toda posibilidad de actuación
comercial. Existe un límite objetivo, un límite geográfico y un límite temporal. Por virtud del primero, el vendedor no puede
ejercer actividad empresarial del mismo o análogo género que la que constituye el giro y tráfico del establecimiento vendido.
Por virtud del segundo –es decir, del límite geográfico–, el vendedor puede abrir un establecimiento o continuar la
explotación del que ya disponía en municipio distinto a aquél en que radica el establecimiento enajenado. Y, en fin, el límite
temporal significa que esa prohibición de competencia desaparece una vez que haya transcurrido el tiempo prudencial
necesario (que será distinto en cada caso) para que el comprador consolide la clientela, haya o no obtenido este resultado.
Por excepción, existirán supuestos en que esta obligación negativa del vendedor haya sido excluida expresamente por las
partes o en los que, por distintas circunstancias, no resulte exigible al vendedor (así sucede cuando éste sea titular de varios
establecimientos en la misma localidad dedicados al mismo giro y tráfico del establecimiento que vende, y así sucede también
en los casos de transmisión forzosa).
El vendedor de un establecimiento está sometido también a la obligación de saneamiento por evicción y por vicios ocultos
(arts. 1474 y ss. CC), tanto si la evicción o los vicios afectan a la totalidad como si afectan a alguno de los elementos esenciales
para su normal explotación. También procederá el saneamiento individualizado de aquellos elementos del establecimiento
vendido que sean de importancia por su valor patrimonial (arts. 1532 CC y 66.2 LSC).
En la práctica, sin embargo, los contratos de compraventa de establecimientos o empresas –o de la totalidad o de la mayoría
de las acciones o participaciones de sociedades titulares de tal clase de bienes– suelen contener determinadas
«manifestaciones» y «garantías», que amplían sensiblemente los medios de tutela del comprador. Las «manifestaciones» –
que suelen tener el más variado contenido (realidad de los estados financieros, situación de los libros obligatorios, situación
fiscal, regularidad y suficiencia de las licencias y autorizaciones administrativas, etc.)– tratan de establecer los «presupuestos»
en base a los cuales el comprador ha formado la voluntad de comprar, desplazando así sobre el vendedor los efectos de la
inexactitud o de la falsedad de esos datos: el vendedor que formula determinadas «manifestaciones» garantiza al comprador
que los datos en ellas contenidos o los documentos a los que las mismas se refieren son reales y veraces, de modo tal que, si
esos datos no se corresponden con la realidad, habrá «no conformidad» de la empresa adquirida, pudiendo el comprador
resolver el contrato de compraventa (art. 1124 CC y STS 30 de junio de 2000; v. también, sin embargo, STS de 20 de noviembre
de 2008), con indemnización de daños y perjuicios (art. 1101 CC). Al igual que las «manifestaciones», las «garantías» tienen
un contenido heterogéneo. Así, por ejemplo, el comprador, si ya ha pagado íntegramente el precio, suele exigir una garantía
(por lo general, un aval a primer requerimiento) para cubrir futuras contingencias.
La obligación esencial del comprador es la de pagar el precio. En la práctica es frecuente que el comprador retenga parte del
precio hasta que se realice el inventario o se practique una auditoría o se complete la due diligence o hasta que desaparezca
el riesgo de determinadas contingencias (fiscales, laborales). Si el precio está pendiente de pago, total o parcialmente, es
habitual que la cantidad correspondiente se deposite en poder de un tercero –por lo general, una entidad de crédito–,
determinándose minuciosamente que la cantidad depositada deberá entregarse al vendedor en los plazos fijados, si no se
producen determinadas contingencias (v. gr.: inspecciones o actas tributarias, reclamaciones de terceros dañados por
productos defectuosos, expedientes de la Administración pública por daños al medio ambiente, etc.), o devolverse al
comprador en caso contrario.
Existen también casos en los que el «comprador» no se obliga a pagar y no paga precio alguno por el establecimiento, sino
que se pacta que el «vendedor», además de obligarse a entregar el establecimiento mercantil, se obliga también a entregar
al «comprador» una suma de dinero a determinar por auditor o por experto independiente, para equilibrar así el déficit que
eventualmente resulte de la auditoría o de la due diligence. En tales supuestos, el contrato no puede ser calificado, en rigor,
como de compraventa.
5. LA APORTACIÓN DE ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
La empresa o el establecimiento también pueden ser objeto de aportación a una sociedad mercantil, sea en el momento de
constituirse la sociedad, sea en momento posterior con ocasión de una operación de aumento del capital social con cargo a
esta aportación no dineraria. El titular de la empresa puede aportar a la sociedad la totalidad de los establecimientos de su
titularidad; puede aportar uno o varios, conservando la titularidad de los demás; y puede, en fin, aportar, simultánea o
sucesivamente, varios establecimientos a dos o más sociedades (por ej., constituyendo tantas sociedades como
establecimientos).
En la escritura deben describirse los bienes y derechos registrables que integran el establecimiento, mientras que es suficiente
que los demás bienes se relacionen en un inventario, que se incorporará como anejo a dicha escritura. En todo caso, es
necesario indicar el valor del conjunto (arts. 133 y 190.1RRM). La aportación se entiende realizada a título de propiedad,
salvo que expresamente se estipule de otro modo (art. 60LSC). Si lo fuera a una sociedad anónima, la aportación del
establecimiento debe ser objeto de un informe por parte de experto independiente nombrado por el Registrador mercantil
a fin de verificar la realidad, la composición y el valor de esa aportación, como medio de defensa del capital social. En el
informe el experto deberá describir los elementos de que se compone el establecimiento, determinar si son o no adecuados
los criterios de valoración utilizados por los administradores de la sociedad y pronunciarse acerca de si existe correspondencia
entre el valor de dicho establecimiento y el número y el valor nominal –y, en su caso, la prima de emisión– de las acciones a
emitir como contrapartida (art. 67 LSC). El informe se incorporará como anejo a la escritura de constitución o de aumento
del capital social, depositándose una copia autenticada en el Registro Mercantil al presentar a inscripción dicha escritura (art.
71 LSC).
Si la aportación del establecimiento se efectuara a sociedad de capital, el aportante queda obligado al saneamiento del
conjunto, si el vicio o la evicción afectasen a la totalidad o alguno de los elementos esenciales para la normal explotación, y
al saneamiento individualizado de aquellos otros elementos del establecimiento que sean de importancia por su valor
patrimonial (art. 66.1 LSC y Ress. DGRN de 23 de febrero y 18 de junio de 1998).
En el caso de que el «valor razonable» del establecimiento mercantil objeto de aportación se hubiera determinado ya por
experto independiente dentro de los seis meses anteriores a la fecha de la realización efectiva de la aportación y ese «valor
razonable» no hubiera experimentado variaciones sustanciales, es posible prescindir de un nuevo informe emitido por
experto independiente [art. 69, letra b), LSC]. En ese supuesto los administradores de la sociedad deben emitir un informe
sustitutivo, con el contenido establecido por la Ley (art. 70 LSC).
III. EL ARRENDAMIENTO Y EL USUFRUCTO DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
1. EL ARRENDAMIENTO DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
En el Derecho español, el arrendamiento de establecimiento mercantil carece de regulación legal, por lo que queda sometido
a las disposiciones generales del Código Civil (arts. 1542 y ss. CC; SSTS de 18 de marzo de 2009 y de 25 de marzo de 2011),
las cuales tienen carácter dispositivo. Sólo el Derecho foral navarro cuenta con una norma en la que, con carácter dispositivo,
se regulan algunos de los aspectos más relevantes del arrendamiento del establecimiento (Ley 596 de la Compilación del
Derecho Civil Foral de Navarra, aprobada por Ley 1/1973, de 1 de marzo). Por la naturaleza misma del objeto arrendado (un
conjunto de cosas y de servicios productivos), el arrendamiento de establecimiento mercantil es un arrendamiento especial,
muy distinto del arrendamiento de cosas concretas y determinadas que constituye el modelo contemplado por el Código
Civil. Por esta razón, las normas de este cuerpo legal sólo pueden ser aplicadas al contrato que nos ocupa con una cierta
flexibilidad o amplitud, es decir, con un modo de proceder que permita su adaptación a las peculiares exigencias de esta
figura jurídica. De ahí la conveniencia de que las partes, en uso de la autonomía de la voluntad, determinen
convencionalmente, con minuciosidad, el régimen aplicable al arrendamiento.
El establecimiento mercantil puede ser objeto de arrendamiento aunque no se haya explotado (SSTS de 14 de febrero de
1954, 27 de abril y 11 de octubre de 1966 y 4 de mayo y 6 de octubre de 1983) o, aunque en el momento de concluir el
contrato, el ejercicio de la actividad empresarial a través de ese establecimiento se encuentre suspendida temporalmente
(SSTS de 15 de noviembre de 1984 y 13 de diciembre de 1990). En todo caso, es necesario que el establecimiento pueda ser
utilizado por el arrendatario para el ejercicio de la actividad empresarial que se hubiera especificado en el contrato de
arrendamiento. Así, por ejemplo, si en la parte expositiva del contrato se hubiera manifestado que el establecimiento contaba
con la pertinente licencia de apertura, la falta de esa licencia (o la existencia de otra distinta de la que es necesaria) es causa
de resolución del arrendamiento (SSTS de 13 de enero de 1989, 27 de septiembre de 1990, 3 de noviembre de 1993 y 24 de
enero de 2002); y, del mismo modo, también por ejemplo, el arrendamiento de un restaurante puede resolverse por el
arrendatario si los estatutos de la comunidad de propietarios en los que radica el local que sirve de base a ese establecimiento
no permiten la instalación de cocina ni de campana extractora de humos (STS de 15 de octubre de 2002).
El arrendamiento del establecimiento se distingue del arrendamiento del local (o, según terminología de la LAU, del
«arrendamiento para uso distinto del de vivienda») en el que dicho establecimiento se encuentra instalado: mientras que en
este último el objeto del arrendamiento es el local, en el arrendamiento del establecimiento lo que se arrienda es el negocio.
En estos arrendamientos –que se suelen denominar de «industria» (por ser ésta la terminología de la derogada LAU) o de
negocio–, lo cedido es «un todo patrimonial autónomo» en el que, además del local, figuran los elementos necesarios para
el ejercicio de una actividad empresarial (SSTS de 20 de septiembre de 1991 y 21 de febrero de 2000 y de 25 de marzo de
2011; sobre la inaplicabilidad de la LAU a los arrendamientos de industria, STS de 21 de febrero de 2015). También pertenecen
a la categoría del arrendamiento del local los denominados «arrendamientos de centros de negocios», en los que el objeto
del arriendo son uno o varios espacios amueblados, destinados a servir de despachos o de consultorios, teniendo derecho el
arrendatario, en las condiciones que se establezcan, a domiciliar las actividades en dicho lugar, a utilizar los servicios de
teléfono y de telefax, las fotocopiadoras y los ordenadores que el arrendador pone a su disposición, siendo de cuenta del
arrendador el pago del personal común del centro y del servicio de limpieza. La existencia de estas prestaciones accesorias
no desnaturaliza el contrato, que sigue siendo básicamente un arrendamiento de local.
Por lo que se refiere a las obligaciones de las partes, el arrendador tiene la obligación de entregar el establecimiento en buen
estado de funcionamiento, la de hacer las reparaciones necesarias en los elementos de que se compone y la de mantener al
arrendatario en el uso pacífico del mismo (art. 1554 CC). Si en todo arrendamiento es esencial que el arrendador mantenga
al arrendatario en el goce pacífico de la cosa arrendada, en el de establecimiento mercantil las exigencias de la buena fe (arts.
1258 CC y 57 C. de C.) impiden que con posterioridad a la entrega pueda el arrendador desplegar actividades que perturben
el buen desarrollo de la empresa del arrendatario, y, muy especialmente, aquellas actividades que puedan ocasionar una
desviación de la clientela del establecimiento arrendado. De ahí que la prohibición de hacer competencia al arrendatario
deba reputarse inherente a estos arrendamientos en los mismos términos que en el contrato de compraventa del
establecimiento mercantil, siempre que no se pacte lo contrario (v. STS de 6 de abril de 1988), si bien, el límite temporal de
esta prohibición será el de la duración del arrendamiento.
El arrendatario está obligado al pago de la renta convenida y a utilizar el establecimiento destinándolo a la actividad pactada
y, en defecto de pacto, a la que se infiera de la naturaleza de dicho establecimiento (art. 1555 CC). La renta puede consistir
en una cantidad determinada o pactarse que, además de una cantidad fija, el arrendatario pague al arrendador una cantidad
variable en función de la cifra de negocios o en función de cualquier otro parámetro. El arrendatario no puede modificar el
destino del negocio, y debe procurar mantener su normal capacidad productiva y que no desmerezcan por falta de uso los
elementos que lo integran.
El arrendatario del establecimiento mercantil no tiene derecho de adquisición preferente en caso de que el arrendador venda
el establecimiento a un tercero (STS 18 de marzo de 2009).
El contrato se extingue por las causas generales. De modo principal, por el transcurso del tiempo (STS de 24 de mayo de 1993)
–si bien cabe tácita reconducción (art. 1566 CC; STS de 20 de septiembre de 1991)–, por el mutuo acuerdo de las partes, por
resolución en caso de incumplimiento, sea del arrendador (como, por ej., en caso de cierre del establecimiento por resolución
judicial o administrativa por no tener el establecimiento las licencias necesarias: SSTS de 3 de noviembre de 1993 y 24 de
enero de 2002), sea del arrendatario (v. gr., como consecuencia del impago de la renta, salvo que no suponga un
comportamiento habitual y no haya ocurrido de mala fe: SSTS de 15 de octubre de 2015 y de 27 de febrero de 2015).
Extinguido el contrato, el arrendatario deberá devolver el establecimiento tal como lo recibió (art. 1561 CC; STS de 14 de
mayo de 2013). Ciertamente, algunos de los elementos que componían el establecimiento en el momento de pactarse el
arrendamiento –así, las mercaderías– habrán sido enajenados por el arrendatario en el ejercicio de su actividad empresarial;
pero, para cumplir con la obligación de devolución, deberá figurar en el establecimiento otro tanto de la misma especie y
calidad.
2. EL USUFRUCTO DEL ESTABLECIMIENTO MERCANTIL
Sobre el establecimiento mercantil puede constituirse un derecho real de uso y disfrute. El usufructo del establecimiento
mercantil no es frecuente en la realidad española, salvo en los casos de la pequeña empresa cuando el empresario individual
lega al cónyuge viudo el usufructo sobre la totalidad de la herencia de la que forma parte una empresa o un establecimiento
(ampliando así el derecho legal del cónyuge al usufructo del tercio destinado a mejora: v. art. 834 CC). Entre los usufructos
especiales, el Código Civil no contiene norma alguna sobre esta modalidad, que plantea muchas y muy delicadas cuestiones.
Antes de entrar en la posesión del establecimiento, el usufructuario tiene obligación de hacer inventario de los bienes y
derechos que lo integran, obligación que debe cumplir con citación del nudo o de los nudos propietarios (art. 491-1.º CC), así
como la de prestar fianza (art. 491-2.º CC), salvo que el constituyente del usufructo le hubiera dispensado de esas
obligaciones «cuando de ello no resultare perjuicio a nadie» (art. 493 CC), lo que habrá que apreciar caso por caso. Si el
usufructuario no prestase fianza, el nudo propietario puede retener el establecimiento, «en calidad de administrador», con
la obligación de entregar al usufructuario las ganancias líquidas, deduciendo las cantidades que correspondan a la retribución
por esa administración, que se fijará de común acuerdo o, en su defecto, por el juez (art. 494.III CC). El hecho de que en el
momento de constitución del usufructo no se prestara la fianza no significa dispensa de esta obligación. En todo caso la fianza
debe prestarse por el valor del establecimiento en usufructo, cualquiera que sea el momento de la prestación (STS de 4 de
julio de 2006).
El usufructuario tiene el derecho pero también el deber de ejercitar en ese establecimiento la misma actividad que venía
desarrollando el constituyente del usufructo, sin modificar el nombre comercial con el que el anterior titular realizaba el giro
y tráfico y sin modificar las características del establecimiento («su forma y sustancia»), salvo que el título de constitución
autorizase otra cosa (art. 467 CC), percibiendo las ganancias que el ejercicio de esa actividad produzca (arts. 471, 472 y 474
CC). Ese deber de explotación puede realizarse bien directamente por el usufructuario –es decir, por el usufructuario
personalmente o por un gerente o factor–, bien por un tercero: el usufructuario, en efecto, puede enajenar el derecho de
usufructo sobre el establecimiento y puede también arrendar el establecimiento, si bien estos contratos se extinguirán
simultáneamente con el usufructo (art. 480 CC). En caso de «menoscabo» del establecimiento por culpa o negligencia del
adquirente del derecho de usufructo o del arrendatario, el usufructuario será responsable frente al nudo propietario (art.
498 CC). Naturalmente, los gastos ordinarios que comporte la explotación del establecimiento por el usufructuario serán de
cargo de éste.
Ahora bien, en el establecimiento mercantil coexisten bienes que es menester conservar durante toda la duración del
usufructo (v. gr.: el local, las marcas, etc.) y otros que, o bien tienen una vida limitada ( v. gr.: una furgoneta para reparto), o
bien están destinados a consumirse (como las materias primas) o a la enajenación (los productos, en caso de establecimiento
industrial, y las mercancías, en caso de establecimiento comercial). Respecto de los primeros, el usufructuario tiene el deber
de conservación con la diligencia de un buen empresario (v. art. 497 CC), estando obligado a indemnizar al propietario, al
extinguirse el usufructo, por el «deterioro» que hubieran sufrido por su dolo o negligencia (art. 481 CC); y, respecto de los
segundos, tiene la facultad de disposición y el correlativo deber de que, al finalizar el usufructo, existan en el establecimiento
otros tantos de la misma especie y calidad, salvo que prefiera satisfacer el precio corriente de los mismos a la fecha en que
esa extinción se produzca (art. 482 CC).
Durante el usufructo, el usufructuario tiene la obligación de poner en conocimiento del nudo propietario cualquier acto de
un tercero de que tenga noticia que sea susceptible de afectar a la composición o a la capacidad productiva del
establecimiento (v. gr.: la utilización de la marca por un tercero sin título alguno para ello); y, si no lo hiciere, responderá
frente al nudo propietario de los daños y perjuicios causados «como si hubieran sido ocasionados por su culpa» (art. 511 CC).
El usufructo no se extingue por el «mal uso» del establecimiento mercantil, que ocasione una pérdida de valor; pero, si el
quebranto fuera «considerable», el nudo propietario tiene derecho a solicitar la entrega del establecimiento, obligándose a
pagar anualmente al usufructuario las ganancias líquidas, con deducción de las cantidades que correspondan al nudo
propietario por la administración efectuada (art. 520 CC). En todo caso, extinguido el usufructo por muerte del usufructuario,
por expiración del plazo por el que se hubiera constituido o por cualquier otra causa (v. art. 513 CC), el establecimiento debe
entregarse al propietario (art. 522), facilitándole toda la información necesaria para que pueda continuar sin interrupción el
ejercicio de la actividad mercantil desarrollada por el usufructuario.
LECCIÓN 5 LA CONTABILIDAD (I)
Sumario: I. Introducción 1. Las funciones de la contabilidad 2. El derecho contable
II. El deber de contabilidad 1. El deber de contabilidad 2. Libros obligatorios y libros potestativos 3. La llevanza de los
libros de contabilidad 4. El valor jurídico de los asientos contables 5. El deber de conservación 6. La inobservancia de
las normas legales en materia de contabilidad
III. El secreto contable y sus excepciones 1. El secreto contable 2. Las excepciones al secreto contable
IV. La contabilidad como medio de prueba 1. La comunicación y la exhibición de la contabilidad 2. La eficacia probatoria
de la contabilidad

I. INTRODUCCIÓN
1. LAS FUNCIONES DE LA CONTABILIDAD
La contabilidad constituye un poderoso instrumento de organización y gestión al servicio del empresario. El ejercicio de una
actividad empresarial como actividad organizada y planificada que persigue la obtención de una ganancia racionalmente
calculada o, al menos, que los ingresos sean suficientes para la cobertura de los gastos nunca podría conseguir esos resultados
sin la llevanza por el empresario de una contabilidad escrita que posibilite conocer, día a día, la marcha de las operaciones,
la situación de los negocios y el rendimiento de los mismos. Además, la contabilidad permite al empresario individual y a los
administradores de las sociedades mercantiles tomar correctas decisiones de gestión, previniendo adecuadamente sus
consecuencias económicas sobre el patrimonio. Sin una contabilidad regular no es posible dar pasos seguros en el terreno
movedizo de los negocios.
Pero la contabilidad no sólo cumple esta función interna o técnica al servicio del interés del propio empresario individual o
sociedad mercantil. Al lado de esta función –que es la que primero aparece en el curso de la historia–, la contabilidad ha ido
asumiendo una función externa, que es propiamente la que interesa al Derecho, en la medida en que la llevanza de los libros
contables satisface también exigencias de terceros. De un lado, la contabilidad interesa a los socios (en el caso de que el
empresario sea sociedad mercantil) y a los acreedores, que necesitan contar con la garantía de una gestión ordenada; de
otro, la contabilidad también está al servicio del interés público. Al Estado le importa conocer, por razones fiscales y de otro
tipo (v. gr.: subvenciones o ayudas públicas) la marcha de la empresa y los resultados de la actividad económica. Y ese interés
público se manifiesta asimismo con toda intensidad en caso de concurso de acreedores, situación en la que el examen de la
contabilidad es fundamental para la determinación del activo y del pasivo, así como para la eventual depuración de
responsabilidades. Éstas son las razones que condujeron a declarar obligatoria la contabilización diaria de las operaciones
mercantiles y a regular esta materia con normas jurídicas de carácter imperativo.
Y es que, en efecto, la contabilidad debe considerarse no sólo como un método para la medición de los resultados económicos
de una actividad empresarial, sino como un completo sistema de información que refleja todas las vicisitudes económicas
de la empresa. Naturalmente, la contabilidad no crea una realidad patrimonial, pero sí informa sobre ella; y el Derecho
atribuye a esa información importantes consecuencias jurídicas que afectan a los intereses de terceros. De ahí la necesidad
de que la contabilidad se elabore de acuerdo con unas normas que garanticen que la información contenida en ella sea
comprensible, relevante, fiable, comparable y oportuna.
La satisfacción simultánea de estas dos funciones de la contabilidad del empresario, la función interna o técnica y la función
externa o jurídica, explica que el modo de llevanza de la contabilidad no pueda quedar al arbitrio del empresario individual
o de los administradores de la sociedad mercantil, y explica también que el secreto de la contabilidad no tenga carácter
absoluto. Al empresario le interesa obviamente que la contabilidad se lleve de la mejor manera posible y le interesa
igualmente mantenerla secreta para que los terceros no accedan al conocimiento de sus técnicas comerciales y de gestión y
de la situación de sus negocios; pero la trascendencia externa de la contabilidad justifica la existencia de normas legales en
materia de forma y contenido de la contabilidad, y que el Derecho prevea los casos en que procede el acceso por parte de
terceros a los libros de contabilidad de ese empresario.
2. EL DERECHO CONTABLE
A) El Código de Comercio de 1829 ya contenía un detallado régimen jurídico de la contabilidad de los comerciantes (arts. 32
a 55), exigiendo que fuera llevada en determinados libros obligatorios que previamente debían ser legalizados por el
Tribunal de Comercio del lugar del domicilio del comerciante (art. 40). El Código de Comercio de 1885 conservaba
sustancialmente el régimen jurídico precedente, en el que introducía pequeñas modificaciones (arts. 33 a 49). Estas
normas hubieron de ser modificadas para adaptarlas a una realidad muy distinta a la del siglo XIX. Así, la Ley 16/1973, de
21 de julio, ya modificó considerablemente las disposiciones sobre contabilidad del Código de Comercio, suprimiendo el
carácter obligatorio de la llevanza de algunos de los libros tradicionales (como el Libro Mayor o el Libro copiador de cartas
y telegramas) y posibilitando la mecanización contable al autorizar la realización de asientos y anotaciones sobre hojas
que después debían ser encuadernadas.
B) Más importante ha sido, sin embargo, la transformación del Derecho contable español experimentada como consecuencia
de la adhesión de España a la Comunidad Económica Europea y la incorporación de las Directivas en materia de
contabilidad de sociedades (la Directiva 78/660/(CEE), de 25 de julio de 1978, sobre las cuentas anuales de determinadas
formas de sociedad, y la Directiva 83/349/(CEE), de 13 de junio de 1983, relativa a las cuentas consolidadas, refundidas
actualmente en la Directiva 34/2013/(UE)), por obra de la Ley 19/1989, de 25 de julio, sobre Reforma Parcial y Adaptación
de la Legislación Mercantil a las Directivas de la Comunidad Económica Europea en materia de Sociedades (arts. 25 a 49
C. de C.). La modificación parcial de esas Directivas por otras posteriores [Directivas 90/604/(CEE) y 90/605/(CEE), de 8 de
noviembre de 1990] también ha sido incorporada al Derecho español (disp. adic. 1.ª y 2.ª de la Ley 2/1995, de 23 de
marzo). Aunque todas estas Directivas se referían al Derecho contable de las sociedades de capital, el Derecho español,
al incorporarlas, ha generalizado algunas de sus normas a todos los empresarios, individuales y sociales, incluyéndolas en
el Código de Comercio (arts. 34 y ss.).
C) Ahora bien, el proceso de globalización económica ha impuesto a las sociedades mercantiles la necesidad de alcanzar un
alto grado de comparabilidad en la información financiera que facilitan a socios y a terceros. De ahí que en el año 1995 la
Comisión Europea anunciase un cambio de estrategia contable, que consistía en la persecución de la armonización
contable internacional mediante la incorporación al acervo comunitario de las entonces denominadas Normas
Internacionales de Contabilidad. En la comunicación de la Comisión de 13 de junio de 2000 se definía con rigor esa nueva
estrategia comunitaria que consistía, en suma, en el abandono del procedimiento tradicional de armonización contable
europeo, y la correlativa adopción por los Estados de la Unión de los estándares internacionales que se denominan ahora
Normas Internacionales de Información Financiera (NIIF) y que resultan definidos con sus interpretaciones por un
organismo privado de carácter internacional: el International Accounting Standards Board (IASB; antes, IASC).
La nueva estrategia de información financiera de la Unión Europea ha tenido su reflejo normativo en la aprobación, entre
otras, de la Directiva 2001/65/(CE) del Parlamento Europeo y del Consejo de 27 de septiembre de 2001 por la que se
modifican las Directivas 78/660/(CEE), 83/349/(CEE) y 86/635/(CEE) en lo que se refiere a normas de valoración aplicables
en las cuentas anuales consolidadas de determinadas formas de sociedad, así como de los bancos y otras entidades
financieras, más conocida como Directiva del «valor razonable»; y del Reglamento (CE) número 1606/2002 del Parlamento
Europeo y del Consejo de 19 de julio de 2002 relativo a la aplicación de las normas internacionales de contabilidad, más
conocido como Reglamento de aplicación de las Normas Internacionales de Contabilidad. En este Reglamento, se recoge
el compromiso de la Unión de adoptar las normas contables internacionales emitidas por el IASB. El Reglamento [que ha
sido modificado por el Reglamento (CE) 297/2008 y que se complementa con el Reglamento (CE) 1126/2008, en el que
se recogen las distintas normas internacionales de contabilidad que se han adoptado por la Comunidad Europea] es de
aplicación obligatoria para la formulación de las cuentas anuales consolidadas de las sociedades cuyos valores, en la fecha
de cierre de balance, hayan sido admitidos a cotización en un mercado regulado de cualquier Estado miembro. Pero este
Reglamento 1606/2002 permitía que los Estados miembros exigieran a las sociedades que las cuentas anuales –
individuales o consolidadas– se elaborasen conforme a esas Normas Internacionales de Contabilidad, aunque no se
tratase de sociedades cotizadas (art. 5). Y ésta ha sido precisamente la opción seguida en el Derecho interno por la muy
importante Ley 16/2007, de 4 de julio, de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su
armonización internacional con base en la normativa de la Unión Europea, mediante la cual se modificaron
sustancialmente las líneas maestras del Derecho contable español, dando nueva redacción a la sección segunda del Título
III del Libro I del Código de Comercio (arts. 34 a 49). Esta Ley contiene un conjunto de normas legales esenciales, que
combina con una muy amplia delegación reglamentaria para la regulación de los aspectos de técnica contable (disp. final
1.ª), indispensable para facilitar la adaptación de la normativa a la coyuntura económica y social de cada momento.
En ejecución de esa delegación, el Gobierno ha aprobado el Plan General de Contabilidad (RD 1514/2007, de 16 de
noviembre) y el Plan General de Contabilidad de pequeñas y medianas empresas (RD 1515/2007, de 16 de noviembre)
que han sido objeto de modificaciones posteriores (la última por virtud del RD 1/2021, de 12 de enero).
Por su parte, el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas ha dictado una importante Resolución, con fecha de 5 de
marzo de 2019 (BOE, núm. 60, de 11 de marzo), que tiene por objeto desarrollar los criterios de presentación de los
instrumentos financieros en las cuentas anuales de las sociedades de capital, y aclarar las implicaciones contables
derivadas de la regulación contenida en el texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital y en la Ley de Modificaciones
Estructurales (art. 1). Dicha resolución es obligatoria para todas aquellas sociedades de capital que apliquen el Plan
General de Contabilidad y el Plan General de Contabilidad de Pequeñas y Medianas Empresas (art. 2).
II. EL DEBER DE CONTABILIDAD
1. EL DEBER DE CONTABILIDAD
La Ley impone a todo empresario, sea persona natural o jurídica, la llevanza de «una contabilidad ordenada», que, además,
tiene que ser «adecuada a la actividad de su empresa» (art. 25.1 C. de C.). Se trata de un deber legal que no conoce
excepciones: cualesquiera que sean las dimensiones de la empresa y cualquiera que sea el sector económico en el que se
desarrolle la actividad empresarial, el empresario debe llevar una contabilidad.
Al regular este deber legal, el Código de Comercio establece dos exigencias que, en todo caso, debe cumplirla contabilidad.
En primer lugar, tiene que ser ordenada. En rigor, no hay contabilidad sin orden. Si la contabilidad es desordenada no será
posible lograr ese doble fin que la propia Ley trata de conseguir con la imposición del deber: el «seguimiento cronológico de
todas sus operaciones, así como la elaboración periódica de balances e inventarios» (art. 25.1 C. de C.). En segundo lugar, la
contabilidad tiene que ser adecuada a la actividad de la empresa. La adecuación se refiere tanto a la dimensión de la empresa
como al género de actividad que desarrolla.
En el primer sentido, porque no es la misma la contabilidad que tiene que llevar un pequeño empresario que la que es propia
de una sociedad mercantil de considerables dimensiones. En los últimos años se ha tratado de profundizar en esta distinción,
previéndose normas de contabilidad simplificadas tanto para las pequeñas y medianas
empresas, como para las denominadas microempresas. Las primeras son aquéllas que, durante dos ejercicios consecutivos,
cumplan dos de los tres siguientes criterios cuantitativos: que el total de las partidas del activo no supere los cuatro millones
de euros, que el importe neto de su cifra anual de negocios no supere los ocho millones euros, y que el número medio de
trabajadores empleados durante el ejercicio no sea superior a cincuenta (art. 2.1RD 1515/2007, en la redacción dada por el
RD 602/2016). No obstante, a pesar de concurrir los requisitos cuantitativos señalados, no podrán utilizar la contabilidad
simplificada aquellas empresas que hayan emitido valores cotizados, las que formen parte de un grupo que deba formular
cuentas consolidadas, las que utilicen una moneda funcional distinta del euro y las entidades financieras que capten fondos
del público (art. 2.2 RD 1515/2007). Por su parte, las microempresas se definen como aquéllas que durante dos ejercicios
consecutivos, reúnan y mantengan a la fecha de cierre de cada uno de ellos, al menos dos de las tres circunstancias siguientes:
que el total de las partidas del activo no sea superior al millón de euros, que el importe neto de la cifra anual de negocios no
sea superior a los dos millones de euros, y que el número medio de trabajadores empleados durante el ejercicio no sea
superior a diez (art. 4.1 RD 1515/2007).
El sector económico en el que opere el empresario afecta también a la contabilidad que debe llevar. La dimensión de la
empresa y el sector económico son, pues, los principales parámetros a tener en cuenta para conseguir que la contabilidad
cumpla con esta exigencia legal. Pero, además, respecto de las entidades mercantiles sometidas a regímenes especiales de
supervisión administrativa (entidades de crédito, entidades de seguros, sociedades y agencias de valores, etc.) existe una
amplia normativa legal y reglamentaria mediante la cual se pretende hacer efectiva la exigencia de la adecuación a la actividad
desarrollada.
De estas exigencias legales de orden y adecuación se deduce que, cuando un empresario individual o una sociedad mercantil
se dediquen a distintas actividades empresariales o tengan distintos establecimientos, la contabilidad debe llevarse de modo
tal que permita la identificación de las operaciones correspondientes a cada una de esas actividades o a cada uno de esos
establecimientos, así como la elaboración de específicos inventarios y balances, sin perjuicio de su refundición en el
inventario y en el balance globales o generales.
En cuanto deber legal, la llevanza de la contabilidad recae sobre el propio empresario, trátese de persona natural o de persona
jurídica. En el caso de las sociedades mercantiles, la llevanza corresponde a los administradores. Este deber personal del
empresario individual y de los administradores de sociedades mercantiles puede ser cumplido bien directamente por los
sujetos obligados, bien por medio de persona o personas autorizadas. Mientras que en el pasado era el comerciante el que
por sí mismo realizaba los asientos contables, en el presente esta hipótesis es altamente excepcional. El Código contempla
expresamente las dos posibilidades al establecer que la contabilidad «será llevada directamente por los empresarios o por
otras personas debidamente autorizadas» (art. 25.2). Tales personas pueden ser dependientes del empresario, vinculados a
éste por medio de un contrato de trabajo, o, por el contrario, ser profesionales independientes o sociedades profesionales,
con los que se ha concluido un contrato de arrendamiento de servicios. Salvo prueba en contrario, se presumirá que quien
ha confeccionado la contabilidad se encontraba autorizado para ello por el empresario (art. 25.2, último inciso). Obviamente,
la llevanza de contabilidad por persona autorizada no exime de responsabilidad al empresario (art. 25.2, primer inciso, C. de
C. y art. 1903 IV CC).
2. LIBROS OBLIGATORIOS Y LIBROS POTESTATIVOS
El Código de Comercio impone al empresario la obligación de llevar un libro de Inventarios y Cuentas anuales y otro Diario,
sin perjuicio de lo establecido en las leyes o disposiciones especiales (art. 25.1, segundo inciso).
El libro de Inventarios y Cuentas Anuales es un registro contable periódico y sistemático: se abrirá con el inventario inicial
detallado de la empresa; «al menos trimestralmente se transcribirán con sumas y saldos los balances de comprobación»; y
al cierre de cada ejercicio «se transcribirán también el inventario de cierre y las cuentas anuales» (art. 28.1 C. de C.). Por
inventario se entiende la relación pormenorizada de las cosas y los derechos pertenecientes al empresario. Mientras que, en
el caso de las sociedades, el inventario comprende la totalidad del activo con que cuenta la persona jurídica, en el caso de
los empresarios individuales sólo comprende aquella parte del activo de esa persona natural adscrito al ejercicio de la
actividad empresarial. Por balance se entiende la relación sintética del valor de las cosas y los derechos que constituyen el
activo del empresario, clasificados por epígrafes que se denominan partidas, y de la cuantía de las obligaciones que forman
el pasivo, igualmente clasificadas por partidas (art. 35.1 C. de C.).
El libro Diario es aquél en el que se recogen todas las operaciones relativas a la actividad de la empresa (art. 28.2 C. de C.).
Se trata, pues, de un registro contable de carácter cronológico y analítico. Aunque el Código afirma, inicialmente, que las
operaciones deben ser registradas día a día, las dificultades que ello puede acarrear para determinados negocios (por ej.,
bancos, grandes almacenes, etc.) justifican que se autorice al empresario a realizar en el libro Diario anotaciones conjuntas
de los totales de las operaciones por períodos no superiores al trimestre, «a condición de que su detalle aparezca en otros
libros o registros concordantes» (art. 28.2 C. de C.).
Además de los libros obligatorios de contabilidad, los empresarios podrán llevar cuantos libros o registros estimen
convenientes, según el sistema de contabilidad que adopten o la naturaleza de la actividad que desarrollen. Aunque el Código
de Comercio ya no imponga obligatoriamente la llevanza de un libro Mayor, la práctica contable generalizada así lo aconseja.
En el libro Mayor se agrupan y sistematizan las operaciones de la empresa en diversas cuentas. Así, las operaciones
registradas en el libro Diario se reagrupan en cuentas separadas e independientes (cuenta de capital, de caja, de bancos, de
mercancías, de efectos a pagar o al cobro, de maquinaria, de comisiones, etc.) abiertas por «Debe» y «Haber». Este sistema
de contabilidad se basa en la técnica de la partida doble, de larga tradición en el tráfico mercantil. De acuerdo con este
sistema, cada operación se registra dos veces en el libro Mayor: una, en la cuenta que reciba el valor (cuenta de «Debe») y
otra en la cuenta de que haya salido (cuenta de «Haber»). Por ejemplo, si se compra al contado una mercancía, se adeudará
su importe en la cuenta de mercancías y se abonará en la cuenta de caja o en la cuenta del banco que lo pagó.
El libro de Inventarios y Cuentas Anuales y el libro Diario no son los únicos obligatorios a que se refiere el Código de Comercio,
aunque sí los únicos libros obligatorios de contabilidad cuya llevanza se exige a toda clase de empresarios. Al lado de ellos,
también como libro obligatorio, es menester hacer referencia al libro o a los libros de actas (art. 26.1 C. de C.). Las sociedades
mercantiles, cualquiera que sea la forma social, deben llevar un libro de actas, en el que transcribirán, al menos, los acuerdos
adoptados por las juntas o asambleas generales o especiales de socios y por los demás órganos colegiados que pudiera tener
la sociedad (consejo de administración, comisión delegada o ejecutiva). La Ley exige que toda sociedad lleve, cuando menos,
un libro de actas; pero permite que, en lugar de uno, lleve dos o más ( v. gr.: uno para los acuerdos adoptados por las juntas
o asambleas de socios y otro para los acuerdos del consejo de administración).
También son libros obligatorios para las sociedades anónimas y comanditarias por acciones con acciones nominativas el
denominado libro registro de acciones nominativas (art. 116LSC) y para las sociedades de responsabilidad limitada el libro
registro de socios (art. 104 LSC). Las sociedades unipersonales, sean anónimas o de responsabilidad limitada, deben llevar,
además, un libro-registro en el que se transcriban los contratos celebrados entre el socio único y la sociedad (art. 16 LSC).
3. LA LLEVANZA DE LOS LIBROS DE CONTABILIDAD
El Código de Comercio impone determinados requisitos formales en la llevanza de la contabilidad. Con estos requisitos
extrínsecos e intrínsecos, no sólo se trata de garantizar que la contabilidad sea ordenada, sino que se intenta contribuir al
mayor grado de claridad y de fiabilidad de esa contabilidad.
Los denominados requisitos extrínsecos son la exigencia de que la contabilidad se lleve en libros y que, además, esos libros
sean objeto de legalización. La contabilidad, en efecto, debe ser llevada en libros, que han de recoger, de manera sistemática,
en un cuerpo continuo de páginas, las operaciones de la empresa. No es contabilidad, por tanto, aquélla que consiste en la
mera acumulación de legajos y hojas en los que consten cifras relativas a las operaciones. Sólo la existencia de libros garantiza
la continuidad de la contabilidad, y, en último término, representa un indicio de veracidad de la misma. Además, los libros
han de cumplimentarse obligatoriamente en soporte electrónico (art. 18.1 de la Ley 14/2013, de 27 de septiembre, que ha
derogado implícitamente el art. 27 C. de C.).
En segundo lugar, esos libros deben ser presentados para su legalización en el Registro Mercantil del lugar donde el
empresario tenga su domicilio: la legalización judicial –que ya exigía el primer Código de Comercio español (art. 40 C. de C.
de 1829) y que continuó exigiendo el Código de Comercio de 1885 (art. 36 C. de C., en la redacción originaria) hasta que entró
en vigor la Ley 19/1989, de 25 de julio– ha sido sustituida por legalización registral (art. 27 C. de C., en la redacción vigente,
y arts. 329 a 337 RRM). La legalización de los libros otorga a éstos una presunción de legitimidad en la medida que impide
que la contabilidad se reconstruya por el empresario en función de la conveniencia de una situación determinada ( v. gr.: la
solicitud de concurso de acreedores). En cada Registro Mercantil existe un libro de legalizaciones en el que constan los datos
correspondientes a los libros legalizados (art. 27.4 C. de C.; art. 27 RRM). Los libros obligatorios de contabilidad se presentan
por vía telemática para su legalización, tras su cumplimentación, dentro de los cuatro meses siguientes al cierre del ejercicio
social (art. 18.1 Ley 14/2013, de 27 de septiembre).
No sólo tienen que ser objeto de legalización los libros obligatorios de contabilidad: también tienen que ser legalizados los
demás libros de llevanza obligatoria (art. 27.3 C. de C.).
En cuanto a los requisitos intrínsecos, la Ley exige que, cualquiera que fuere el procedimiento utilizado, todos los libros y
documentos contables sean llevados «con claridad, por orden de fechas, sin espacios en blanco, interpolaciones, tachaduras
ni raspaduras». Los errores u omisiones de las anotaciones contables deben ser salvados en cuanto sean advertidos. En aras
de la necesaria claridad de la contabilidad, no se permite la utilización de abreviaturas o símbolos cuyo significado no sea
preciso con arreglo a la Ley, el reglamento o la práctica mercantil de general aplicación (art. 29.1 C. de C.).
4. EL VALOR JURÍDICO DE LOS ASIENTOS CONTABLES
La respuesta a la espinosa cuestión del valor jurídico de los asientos contables está determinada por el criterio que se siga en
relación a la naturaleza de la contabilidad. La contabilidad es, ante todo, un sistema de información; por ello, no constituye
la realidad económica de la empresa, sino que tan sólo la refleja. A pesar de que este planteamiento parece tender a la
negación del valor jurídico de la contabilidad, no puede subestimarse la trascendencia jurídica que la Ley ha atribuido a los
asientos contables. En efecto, aunque los documentos contables no hacen sino informar adecuadamente sobre la realidad
económica de la empresa, dicha realidad sólo despliega todos sus efectos jurídicos gracias a su reflejo contable. La
contabilidad es algo más que simple aritmética. Por ejemplo, la existencia de los beneficios empresariales de una sociedad
no es consecuencia de la contabilidad, sino de las operaciones realizadas por la propia sociedad. Sin embargo, para proceder
al reparto o capitalización de los beneficios será preciso que éstos se deriven de los documentos contables debidamente
elaborados. Los ejemplos son innumerables: la determinación contable del saldo al tiempo de cerrar una cuenta corriente lo
convierte en exigible; o incluso el balance de una sociedad mercantil puede obligar a que ésta tome medidas tendentes a
evitar o a acordar su disolución [art. 221-2.ª C. de C. y art. 363.1, letra e), LSC]. En definitiva, aunque los asientos contables
contengan, fundamentalmente, declaraciones de conocimiento sobre hechos, actos o negocios jurídicos, la Ley les atribuye
consecuencias jurídicas propias, diversas de las consecuencias jurídicas de los hechos, actos o negocios reflejados en la
contabilidad.
5. EL DEBER DE CONSERVACIÓN
El empresario no sólo está obligado a la llevanza de los libros de contabilidad. La protección de los intereses de terceros y del
interés público exige que conserve los documentos contables durante un tiempo prudencial. El Código de Comercio impone
a todo empresario el deber de conservación de los libros, la correspondencia, la documentación y los justificantes
concernientes a su negocio, debidamente ordenados, durante seis años (art. 30.1 C. de C.). Incluso si el empresario ha cesado
como tal, se verá obligado al cumplimiento de ese deber de conservación. En caso de fallecimiento, el cumplimiento del
deber de conservación recae sobre los herederos del empresario; y, en caso de disolución de sociedades, serán los
liquidadores los obligados a conservar los libros y los documentos contables (art. 30.2 C. de C.).
En cuanto al ámbito objetivo de este deber de conservación, es importante reparar en que la Ley no sólo impone la
conservación de los libros, sean o no de contabilidad, sino también la conservación de los documentos y de los justificantes,
así como de la correspondencia. Además, deben conservarse los documentos originales, sin que sea admisible conservar
meras copias, así como tampoco la sustitución de esos documentos por microfilmes o por cualquier otro sistema de
reproducción. De este modo será posible verificar con plena garantía la corrección de lo anotado en los libros en tanto no
transcurra el período de tiempo legalmente establecido.
La duración del deber de conservación se fija por la Ley en seis años «a partir del último asiento realizado en los libros» (art.
30.1 C. de C.). En cuanto al dies a quo para el cómputo del plazo, señalaremos que es común a los libros y a los documentos
y justificantes. Significa ello que el empresario está obligado a conservar esa documentación no sólo durante seis años a
contar desde la fecha del documento, sino durante seis años a contar desde la fecha del último asiento realizado en aquel
libro en el que se hubiera efectuado un asiento contable del que ese documento o justificante constituya soporte.
Naturalmente, si antes de que finalice ese plazo se hubiera iniciado un procedimiento judicial o arbitral en el que pudiera
exigirse al empresario la exhibición de libros y de documentos, el deber de conservación se extiende en tanto dure ese
procedimiento. Incluso aunque no se haya iniciado un procedimiento, el empresario tiene la «carga» –y no el deber– de
conservar en su propio interés la documentación relativa al nacimiento, a la modificación y a la extinción de los derechos y
las obligaciones que le incumban, durante el período en el que, según las normas sobre prescripción, pueda resultarle
conveniente promover el ejercicio de los primeros o serle exigido el cumplimiento de las segundas.
6. LA INOBSERVANCIA DE LAS NORMAS LEGALES EN MATERIA DE CONTABILIDAD
La legislación mercantil no contiene sanciones directas que contemplen el incumplimiento de las prescripciones legales
relativas a la llevanza y conservación de los libros. Pero establece sanciones indirectas de indudable gravedad en caso de
concurso de acreedores: el concurso de acreedores se calificará en todo caso como culpable cuando el deudor legalmente
obligado a la llevanza de la contabilidad hubiera incumplido sustancialmente esta obligación, llevara doble contabilidad o
hubiera cometido irregularidad relevante en la que llevara (art. 443-5.º LC); y, además, se presume culpable el concurso,
salvo prueba en contrario, si el deudor obligado legalmente a la llevanza de contabilidad no hubiera formulado las cuentas
anuales, no las hubiera sometido a auditoría, debiendo hacerlo, o, una vez aprobadas, no las hubiera depositado en el
Registro Mercantil en alguno de los tres últimos ejercicios anteriores a la declaración de concurso (art. 444 LC).
En cuanto a la legislación administrativa, las entidades sujetas a regímenes especiales de supervisión (entidades de crédito,
aseguradoras, sociedades y agencias de valores, etc.) afrontan graves sanciones si no llevan la contabilidad en la forma y con
el contenido legal y reglamentariamente establecidos. Así, por ejemplo, constituye infracción muy grave de las entidades de
crédito y de las de seguros el carecer de la contabilidad exigida legalmente o llevarla con irregularidades esenciales que
impidan conocer la situación patrimonial y financiera de la entidad [art. 92, letra g), de la Ley 10/2014, de 26 de julio, de
Ordenación, Supervisión y Solvencia de Entidades de Crédito y art. 194.5, de la Ley 20/2015, de 14 de julio, de Ordenación,
Supervisión y Solvencia de las Entidades Aseguradoras y Reaseguradoras], y constituye infracción grave el incumplimiento de
las normas vigentes sobre contabilización de operaciones [art. 93, letra o) LOSSEC y art. 195.4 LOSSEAR]. Estas infracciones
se reprimen con multas y otras sanciones a la entidad y a sus administradores y directores, sanciones que en los casos más
graves pueden llegar incluso a la revocación de la autorización administrativa para operar en el sector económico
correspondiente (arts. 96 y ss. LOSSEC, y arts. 198 y ss. LOSSEAR).
Por último, en lo que atañe a la legislación penal, se encuentra tipificado el denominado «delito contable», si bien desde una
perspectiva exclusivamente tributaria (art. 310CP), así como el delito de falseamiento de las cuentas anuales de las
sociedades de cualquier clase: los administradores, de derecho o de hecho, de una sociedad –ya constituida o en formación–
que falsearen las cuentas anuales u otros documentos que deban reflejar la situación económica o jurídica de la entidad, de
forma idónea para causar un perjuicio económico a la misma, a alguno de sus socios o a un tercero, serán castigados con la
pena de prisión de uno a tres años y multa de seis o doce meses. Si se llegare a causar el perjuicio económico, las penas se
impondrán en su mitad superior (art. 290 CP).
III. EL SECRETO CONTABLE Y SUS EXCEPCIONES
1. EL SECRETO CONTABLE
La Ley establece que la contabilidad de los empresarios es secreta. Lógicamente, el empresario tiene interés en que los libros
y los documentos contables no sean accesibles a terceros. Y el Ordenamiento jurídico, que, a lo largo de la historia no ha sido
insensible a ese interés (art. 49 C. de C. de 1829 y art. 45 C. de C. de 1885, en la redacción originaria), lo tutela ahora mediante
el reconocimiento expreso del derecho al secreto contable (art. 32.1 C. de C.).
En el plano penal, la tutela del secreto de la contabilidad se garantiza a través del tipo general de la revelación de secretos
(arts. 197 a 201CP). Pero, además, las violaciones del secreto contable, en cuanto suponen violación de un secreto
empresarial, pueden ser reprimidas en ciertos casos con las normas sobre competencia desleal (art. 13LCD y art. 3 de la Ley
1/2019, de 20 de febrero, de Secretos Empresariales). Si la violación del secreto se realiza por un trabajador, el empresario
podrá proceder a la extinción del contrato de trabajo por transgresión de la buena fe contractual y abuso de confianza [art.
54.2, letra d), TRLET].
En realidad, en la medida en que la contabilidad es expresión de las operaciones de un empresario individual o social en el
mercado, el secreto contable no es sólo un derecho de ese empresario, sino también un deber. Salvo en los casos establecidos
por la Ley, el empresario debe mantener en secreto los asientos contables que reflejen operaciones con terceras personas.
2. LAS EXCEPCIONES AL SECRETO CONTABLE
Pero la pluralidad de funciones que cumple la contabilidad explica que el derecho al secreto de la contabilidad no sea
absoluto: existen casos en los que se autoriza el conocimiento total o parcial de la contabilidad del empresario, o de algunos
documentos contables. Y, así, el propio Código de Comercio, inmediatamente después de reconocer el secreto de la
contabilidad, deja a salvo «lo que se derive de lo dispuesto en las Leyes» (art. 32.1 C. de C.).
Las excepciones al secreto contable pueden calificarse en dos categorías según operen erga omnes o frente a sujetos
determinados, públicos o privados. El conocimiento de ciertos datos contables por parte de los terceros en general presupone
la existencia de un deber de publicidad de esos datos a cargo del empresario. En rigor, no se accede a la contabilidad del
empresario, que sigue siendo secreta, sino que se accede a datos contables publicados por ese empresario o que consten en
Registros públicos. Así, por ejemplo, las cuentas anuales de las sociedades de capital tienen que ser depositadas en el Registro
Mercantil, pudiendo solicitar cualquier persona certificación o nota simple informativa de esas cuentas (arts. 279 y 281 LSC).
La segunda categoría agrupa los casos en los que el secreto de la contabilidad no opera frente a la Administración pública,
sea por razones fiscales (art. 142 LGT) o por el control público a que están sometidas determinadas entidades por razón del
sector en que operan (como sucede con las entidades de crédito por parte del Banco de España o con las entidades de
seguros por parte de la Dirección General de Seguros). Pero también se incluyen en este grupo los casos en los que son los
particulares quienes acceden al conocimiento de toda contabilidad de un empresario o parte de ella en la fase de prueba de
un procedimiento judicial mediante la comunicación o la exhibición de la contabilidad.
IV. LA CONTABILIDAD COMO MEDIO DE PRUEBA
1. LA COMUNICACIÓN Y LA EXHIBICIÓN DE LA CONTABILIDAD
Entre los medios de prueba admitidos, figuran los «instrumentos» que permiten archivar y conocer o reproducir datos, cifras
y operaciones matemáticas llevadas a cabo con fines contables, relevantes para el proceso (art. 299.2 LEC). En este sentido,
tanto los libros de contabilidad como los soportes informáticos en los que conste dicha contabilidad constituyen medios de
prueba.
Cuando hayan de utilizarse como medios de prueba los libros de los empresarios, la legislación procesal civil se remite a las
leyes mercantiles (art. 327 LEC). Según el Código de Comercio, la utilización en juicio de la prueba de libros y de los soportes
informáticos se hace mediante la comunicación o la exhibición de los mismos (art. 32.2 y 3). El criterio distintivo básico entre
estas dos figuras se funda en el ámbito del reconocimiento: la comunicación es un reconocimiento general o universal,
mientras que, por el contrario, la exhibición constituye un reconocimiento parcial, es decir, de asientos o de documentos
contables determinados.
Como se ha señalado, el objeto de la comunicación es el conjunto de libros, documentos contables, justificantes y
correspondencia del empresario. Dado que implica un examen o reconocimiento general rasga totalmente el secreto de la
contabilidad. Precisamente por esta razón, la Ley establece con carácter taxativo los casos en que procede: el juez sólo puede
decretar la comunicación, de oficio o a instancia de parte, en los casos de sucesión universal, liquidaciones de sociedades o
entidades mercantiles, expedientes de regulación de empleo, y cuando los socios o los representantes legales de los
trabajadores tengan derecho al examen directo de los documentos contables (art. 32.2 C. de C.). Un caso especial de
comunicación es la existente en el concurso de acreedores: declarado el concurso, el deudor o los administradores de la
sociedad deudora deben poner a disposición de la administración concursal, sin limitación alguna, los libros de llevanza
obligatoria y cualesquiera otros libros, documentos y registros relativos a la actividad desarrollada. A solicitud de la
administración concursal, el juez debe adoptar las medidas que estime necesarias para la efectividad de esta comunicación
(art. 134 LC). Se trata, pues, de una comunicación a la administración concursal, como órgano del concurso, y no de una
comunicación a los singulares acreedores.
Por su parte, la exhibición, en cuanto reconocimiento parcial, se limita a los asientos o a los documentos que tengan relación
con la cuestión que se ventile en el pleito: el reconocimiento –dice el Código– «se contraerá exclusivamente a los puntos que
tengan relación con la cuestión de que se trate». De ahí que, al proponer la prueba, deba formularse en términos precisos y
concretos lo que se pretende sea objeto de exhibición. Puede ser decretada por el juez, de oficio o a instancia de parte,
cuando la persona a quien pertenezca la contabilidad tenga interés o responsabilidad en el asunto (art. 32.3 C. de C.).
La solicitud de exhibición de libros, documentos y soportes contables, que habrá de fundarse en una Ley que así lo establezca,
se lleva a cabo mediante un expediente de jurisdicción voluntaria, que requiere abogado y procurador. Con arreglo a este
expediente, la solicitud de exhibición debe dirigirse al juzgado de lo mercantil del domicilio de la persona obligada a la
exhibición o del establecimiento a cuya contabilidad se refieran los libros o documentos objeto de la solicitud. Cuando se
estime la solicitud, el juez ordenará que se pongan de manifiesto los libros y documentos que proceda examinar, especificará
el alcance de la exhibición, y requerirá con este fin a la persona obligada, señalando día y hora para la exhibición. La persona
obligada tiene el deber de colaborar y facilitar el acceso a la documentación solicitada, y si se negara injustificadamente,
obstaculizara o quebrantara este deber será nuevamente requerida por el juzgado con apercibimiento de la imposición de
multa y de incurrir en un delito de desobediencia a la autoridad judicial (arts. 112 a 116 de la Ley 15/2015, de 2 de julio, de
la Jurisdicción Voluntaria).
El reconocimiento, tanto general como parcial, deberá llevarse a cabo en el establecimiento del empresario, y en presencia
de éste o de la persona que comisione (art. 33.1 C. de C.). No obstante, por excepción, el juez o tribunal, mediante resolución
motivada, podrá reclamar que se presenten ante él los libros o el soporte informático de la contabilidad, especificando los
asientos que deben ser examinados (art. 327 LEC). Si el reconocimiento se efectúa a instancia de parte, el sujeto que lo solicite
podrá servirse de auxiliares técnicos en la forma y número que el juez estime necesarios (art. 33.2 C. de C.). El juez adoptará,
además, las medidas oportunas para la debida conservación y custodia de los documentos contables del empresario.
2. LA EFICACIA PROBATORIA DE LA CONTABILIDAD
Tanto los libros de contabilidad y los documentos y justificantes como la correspondencia del empresario pueden ser de
extraordinaria importancia en los procedimientos judiciales o arbitrales que se inicien a demanda de un empresario contra
otro empresario. Pero la contabilidad constituye un medio probatorio más, habiendo perdido la condición de medio de
prueba privilegiado que tuvo en épocas precedentes. El Código de Comercio afirma que «el valor probatorio de los libros de
los empresarios y demás documentos contables será apreciado por los Tribunales conforme a las reglas generales del
Derecho» (art. 31 C. de C.). Además, la interpretación jurisprudencial del valor probatorio de los libros de contabilidad ha
sido muy restrictiva. Son muchas las sentencias que afirman que la contabilidad sólo acredita hechos, y no actos jurídicos, ya
que los contratos no son objeto de anotación contable (SSTS de 21 de octubre de 1943, 26 de febrero de 1945, 21 de marzo
de 1963, 7 de octubre de 1986 y 22 de noviembre de 1993). Ciertamente, la contabilidad no puede cumplir la función de un
medio de prueba directo para acreditar la existencia de negocios jurídicos, ya que no informa sobre el contenido exacto de
éstos ni contiene firmas de las partes, lo que impide pueda ser equiparada a los documentos privados. Sin embargo, los
asientos contables recogen el contenido de las prestaciones que efectúan las partes en ejecución de contratos y, en
consecuencia, pueden probar hechos que tienen efectos jurídicos. La fuerza probatoria del asiento dependerá en cada caso
de la forma en que venga redactado; pero no es admisible relegar a priori el ámbito probatorio de los asientos contables a
los meros hechos materiales; prueban, por el contrario, hechos del tráfico, que como tales suponen o pueden suponer efectos
jurídicos.
En todo caso, una contabilidad llevada conforme a Derecho puede servir como indicio para probar la existencia de un
determinado acto o negocio, especialmente cuando la parte que alega la prueba de los documentos contables es aquélla que
no los ha redactado. En este sentido, la contabilidad se asemeja a una confesión extrajudicial, que se presume verdadera
contra el confesante, salvo que se pruebe su error, y que será valorada libremente por los tribunales (STS de 24 de abril de
2014).
LECCIÓN 6 LA CONTABILIDAD (II). LAS CUENTAS ANUALES. LA AUDITORÍA DE CUENTAS
Sumario: I. Las cuentas anuales 1. Las cuentas anuales 2. El balance 3. La cuenta de pérdidas y ganancias 4. Los demás
documentos contables
II. Los principios contables 1. La función de los principios contables 2. La enumeración de los principios contables
III. El deber de formulación de las cuentas anuales
IV. La auditoría de cuentas 1. La auditoría de cuentas 2. El estatuto jurídico del auditor 3. El informe del auditor 4. La
responsabilidad del auditor
V. Las cuentas consolidadas 1. La obligación de formular las cuentas anuales consolidadas y sus excepciones 2. Los
métodos de consolidación de las cuentas

I. LAS CUENTAS ANUALES


1. LAS CUENTAS ANUALES
La Ley impone al empresario la redacción de las cuentas anuales como medio de conocer su situación económica y de
establecer periódicamente los beneficios o pérdidas experimentados en el ejercicio de la actividad empresarial (art. 34 C. de
C.). La finalidad de las cuentas anuales es la obtención de la denominada imagen fiel de la situación de la empresa. El Código
de Comercio, después de señalar que las cuentas anuales «deben redactarse con claridad», añade que dichas cuentas deben
«mostrar la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la empresa» (art. 34.2 C. de C.). Con
esta expresión de origen anglosajón (fair and true view), que la Ley no define, se alude a que la contabilidad debe permitir
obtener una representación lo más exacta y veraz de la realidad de la empresa, tanto por lo que se refiere al activo y al pasivo
y a la situación financiera como a las ganancias o pérdidas obtenidas en el ejercicio. Ahora bien, es fundamental tener
presente que la imagen fiel debe mostrarse, como el Código se encarga de recordar, «de conformidad con las disposiciones
legales» (art. 34.2 C. de C.). En todo caso, el Código de Comercio establece que «cuando la aplicación de las disposiciones
legales no sea suficiente para mostrar la imagen fiel, se suministrarán en la memoria las informaciones complementarias
precisas para alcanzar ese resultado» (art. 34.3 C. de C.), añadiendo, incluso, que «en casos excepcionales, si la aplicación de
una disposición legal en materia de contabilidad fuera incompatible con la imagen fiel que deben proporcionar las cuentas
anuales, tal disposición no será aplicable» (art. 34.4 C. de C.).
En el caso de las sociedades mercantiles, si las cuentas anuales no reflejasen la imagen fiel, el acuerdo de la junta general de
aprobación de esas cuentas sería impugnable por contrario a la Ley (art. 204.1LSC, v., por todas, STS [1.ª] de 3 de noviembre
de 2014), estando legitimados para ejercer la acción los administradores, cualquier tercero que acredite interés legítimo y
cualquiera de los socios, siempre que hubiera adquirido tal condición antes de la adopción del acuerdo y que represente,
individual o conjuntamente, al menos el uno por ciento del capital (art. 206.1 LSC).
Las cuentas anuales comprenden el balance, la cuenta de pérdidas y ganancias, un estado que refleje los cambios en el
patrimonio del ejercicio (ECPN), un estado de flujos de efectivo (EFE) y la memoria. A pesar de ser documentos de naturaleza
esencialmente diversa, todos ellos forman una unidad (art. 34.1 C. de C.). Las perspectivas que cada uno de estos documentos
ofrece sobre la situación de la empresa son complementarias, y de ahí la necesidad de esa visión conjunta. La importancia
de contar con este relevante instrumento informativo justifica la obligación, impuesta a todo empresario, de formular las
cuentas «al cierre del ejercicio» (art. 34.1 C. de C.).
En materia de confección de las cuentas, el Código de Comercio contiene algunas reglas de gran importancia. Así, exige que,
en la contabilización de las operaciones económicas, se atienda a la «realidad económica» de cada una de ellas, y no sólo a
la «forma jurídica» que revistan (art. 34.2 C. de C.); establece que los valores se expresen en euros (art. 34.5 C. de C.); impone
la expresión de las cifras contables del ejercicio anterior (art. 35.6 C. de C.); obliga a que la estructura y el contenido de los
documentos que integran las cuentas se ajuste a los «modelos» aprobados reglamentariamente (art. 35.7 C. de C.); y prohíbe
que, salvo casos excepcionales, esa estructura se modifique de un ejercicio a otro (art. 35.8 C. de C.).
2. EL BALANCE
El balance es un cuadro o representación gráfica y comparativa de los saldos de las diferentes cuentas del activo y del pasivo,
que resume toda la contabilidad del ejercicio. El balance ofrece una imagen de la situación de la empresa en un momento
determinado. Para ello, los datos contables se agrupan en diversas cuentas organizadas en dos columnas (activo y pasivo).
Las cuentas contenidas en la columna del activo representan el valor de los bienes y derechos del empresario. Por su parte,
las cuentas agrupadas en la columna del pasivo muestran la procedencia de los recursos que aparecen en la columna del
activo, es decir, cuáles son los fondos propios y cuáles los fondos ajenos o deudas con acreedores (art. 35.1 C. de C.).
El activo del balance comprende con la debida separación el activo fijo o no corriente y el activo circulante o corriente. Para
determinar la adscripción de los elementos patrimoniales del activo a una u otra categoría, se estará al criterio de la
afectación: es el empresario el que, en función de las características de la actividad empresarial, determina qué elementos
se integran en el activo fijo y cuáles en el circulante. El activo circulante o corriente comprende los elementos del patrimonio
que se espera enajenar, consumir o realizar en el transcurso del ciclo normal de explotación, así como, con carácter general,
aquellas partidas cuyo vencimiento, enajenación o realización, se espera que se produzca en un plazo máximo de un año
contado a partir de la fecha de cierre del ejercicio. Los demás elementos del activo deben clasificarse como fijos o no
corrientes (art. 35.1 II C. de C.).
El pasivo se integra por el pasivo no corriente y el pasivo circulante o corriente, que deben diferenciarse con la debida
separación. El pasivo circulante o corriente comprende, con carácter general, las obligaciones cuyo vencimiento o extinción
se espera que se produzca durante el ciclo normal de explotación, o no exceda el plazo máximo de un año contado a partir
de la fecha de cierre del ejercicio. Los demás elementos del pasivo deben clasificarse como no corrientes. Las provisiones u
obligaciones en las que exista incertidumbre acerca de su cuantía o vencimiento deben figurar en el pasivo de forma separada
(art. 35.1 III C. de C.).
Además del activo y del pasivo, en el balance debe figurar el patrimonio neto, diferenciando, al menos, los fondos propios
de las restantes partidas que lo integran (art. 35.1 IV C. de C.).
Cuando no superen determinados umbrales cuantitativos, las sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de
responsabilidad limitada, en lugar del modelo ordinario, pueden formular un balance abreviado (art. 257LSC). Esta posibilidad
no existe para aquellas sociedades cuyos valores estén admitidos a negociación en un mercado regulado de cualquier Estado
miembro de la Unión Europea, las cuales no pueden formular balance abreviado (art. 536 LSC).
La importancia de la función que desempeña el balance es bien notoria. Para los empresarios individuales y para los
administradores de las sociedades mercantiles es un exponente de la marcha de los negocios, de su situación económica, de
sus posibilidades futuras y de su economicidad, y sirve de guía para continuar o rectificar el camino económico empezado.
Para los socios que no intervengan en la gestión de la sociedad, el balance es un relevante instrumento informativo del estado
de las operaciones y de los beneficios en que han de participar. A los acreedores les ayuda a conocer la solvencia de su deudor,
y en orden al interés público los balances son exponente de las ganancias empresariales sujetas a tributación.
El balance ofrece una visión de la situación patrimonial de la empresa correspondiente a un momento determinado. En el
caso de las cuentas anuales dicho momento es el del cierre del ejercicio (balance de cierre de ejercicio).
Del balance del ejercicio o balance ordinario deben distinguirse claramente los balances especiales o extraordinarios, que se
confeccionan con una estructura y conforme a unos principios que, en mayor o menor medida, no son los propios del balance
de ejercicio.
Ejemplo de estos balances especiales es el balance final de liquidación (art. 390 LSC).
3. LA CUENTA DE PÉRDIDAS Y GANANCIAS
La cuenta de pérdidas y ganancias, íntimamente unida al balance, es un complemento de éste. Comprende los ingresos y
los gastos del ejercicio y, por diferencias, el resultado del mismo (art. 35.2 C. de C.). Mientras que el balance muestra la
situación patrimonial y financiera de la empresa en un momento dado, la cuenta de pérdidas y ganancias ofrece una visión
dinámica del ejercicio, indicando el empleo de los recursos empresariales, y cuáles han sido las causas de la existencia de
beneficios o pérdidas. En dicha cuenta se consignarán, entre otras partidas, los gastos y los beneficios de la explotación, con
separación de los ordinarios y de los extraordinarios. El Código de Comercio exige, en efecto, que se distingan los resultados
de la explotación de los que no lo sean. Evidentemente, aunque un empresario obtenga beneficios en un ejercicio, los
beneficios no tienen el mismo significado económico si han sido logrados mediante la venta de los productos que fabrica o
comercializa o si, por el contrario, se obtuvieron como consecuencia de la venta de elementos del inmovilizado. La Ley exige
que figuren de forma separada determinados importes y, entre ellos, la denominada «cifra de negocios» (art. 35.2 II C. de
C.).
Al igual que respecto del balance, las sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de responsabilidad limitada pueden
formular en algunos casos cuenta de pérdidas y ganancias abreviada (art. 258LSC). Esta posibilidad no existe para aquellas
sociedades cuyos valores estén admitidos a negociación en un mercado regulado de cualquier Estado miembro de la Unión
Europea, las cuales no pueden formular cuenta de pérdidas y ganancias abreviada (art. 536 LSC).
4. LOS DEMÁS DOCUMENTOS CONTABLES
El denominado «estado que muestre los cambios en el patrimonio neto» (ECPN) –que es complementario de la cuenta de
pérdidas y ganancias, y no será obligatorio para aquellas sociedades que puedan formular balance en modelo abreviado (art.
257.3LSC)– recoge el registro de ciertos «ingresos» ocasionados por las variaciones de valor derivadas de la aplicación del
criterio del «valor razonable». Este documento tiene dos partes: la primera refleja exclusivamente los ingresos y gastos
generados por la actividad de la empresa durante el ejercicio, distinguiendo entre los reconocidos en la cuenta de pérdidas
y ganancias y los registrados directamente en el patrimonio neto; y la segunda contiene todos los movimientos habidos en
el patrimonio neto, incluidos los procedentes de transacciones realizadas con los socios o propietarios de la empresa cuando
actúen como tales. Este documento también debe informar de los ajustes al patrimonio neto debidos a cambios en criterios
contables y correcciones de errores (art. 35.3 C. de C.).
El «estado de flujos de efectivo» (EFE) –que únicamente tiene que formularse por aquellas sociedades que no puedan
formular balance abreviado (art. 257.3 LSC)– pondrá de manifiesto, debidamente ordenados y agrupados por categorías o
tipos de actividades, los cobros y los pagos realizados por la empresa, con el fin de informar acerca de los movimientos de
efectivo producidos en el ejercicio (art. 35.4 C. de C.).
El último de los documentos que integra las cuentas anuales es la memoria. Se trata de un documento accesorio o
complementario que completa, amplía y comenta la información contenida en los demás (art. 35.5 C. de C.). Frente al carácter
esencialmente numérico del balance y de la cuenta de pérdidas y ganancias, la memoria es un texto que facilita información
numérica y no numérica sobre algunos de los datos contenidos en los otros documentos que componen las cuentas anuales.
La flexibilidad de la memoria, en comparación con la relativa rigidez de la estructura de los demás documentos, permite que
puedan incluirse en ella todas las informaciones que no tienen cabida en otros documentos contables. Por excepción, la Ley
impone a las sociedades de capital un contenido mínimo de la memoria (art. 260 LSC).
Las sociedades que formulen balance abreviado pueden formular también memoria abreviada ( art. 261 LSC), cuyo contenido
obligatorio fue reformado íntegramente por el Real Decreto 602/2016, de 2 de diciembre. Las sociedades cotizadas no pueden
formalizar balance, estado de cambios en el patrimonio neto ni cuenta de pérdidas y ganancias abreviada ( art. 536 LSC).
Además de las cuentas anuales (con las especialidades que establece la Ley: v. art. 537 y 538 LSC), las sociedades cotizadas
deben formular el informe anual de gobierno corporativo (art. 540 LSC) y el informe anual sobre remuneración de los
miembros del Consejo de administración (art. 541 LSC).
II. LOS PRINCIPIOS CONTABLES
1. LA FUNCIÓN DE LOS PRINCIPIOS CONTABLES
El Derecho contable, por detalladas que sean sus reglas, no puede prever todas las situaciones que han de ser reflejadas en
la contabilidad y que afectan a cada uno de los empresarios. Ello no quiere decir que, en ausencia de norma contable expresa,
pueda el empresario interpretar a discreción la forma de hacer constar un determinado hecho en la contabilidad. Existen
principios contables generalmente aceptados a los que las disposiciones legislativas han reconocido carácter obligatorio
(art. 38 C. de C.). Se ha pasado así de un sistema de aplicación voluntaria de esos principios a un sistema de aplicación
obligatoria. Se trata de instrumentos técnicos dirigidos a la consecución de la imagen fiel del patrimonio, de la situación
financiera y de los resultados de la empresa.
La función de estos principios contables es la de ofrecer los criterios básicos, de carácter vinculante, para la elaboración de
los documentos que componen las cuentas anuales, y, al tiempo, la de facilitar la interpretación de dichas cuentas por parte
de los terceros. Pero importa advertir que el objetivo de la imagen fiel prima sobre todos y cada uno de estos principios. De
ahí que el Código de Comercio contenga dos cautelas al servicio de ese objetivo: la primera para el caso de insuficiencia de
un principio contable y la segunda para los supuestos en los que no sea procedente su aplicación. Por virtud de esa primera
cautela, cuando la aplicación de los principios contables no sea suficiente para que las cuentas anuales expresen la imagen
fiel, deberán suministrarse en la memoria las explicaciones complementarias necesarias (art. 34.3 C. de C.). Por virtud de la
segunda, en aquellos casos excepcionales en los que la aplicación de un principio contable, o de cualquier otra norma en
materia de contabilidad, sea incompatible con la imagen fiel que deben mostrar las cuentas anuales, se considerará
improcedente esa aplicación. En tales casos, en la memoria deberá señalarse esa falta de aplicación, motivarse
suficientemente y explicarse la influencia que tenga sobre el patrimonio, la situación financiera y los resultados de la empresa
(art. 34.4 C. de C.). Se comprende así que sea posible afirmar que la imagen fiel constituye un auténtico «superprincipio».
2. LA ENUMERACIÓN DE LOS PRINCIPIOS CONTABLES
Los principios contables obligatorios son los que se enumeran a continuación (art. 38 C. de C.):
1.º Principio de empresa en funcionamiento. Se considera que la empresa tiene una duración ilimitada. Se trata de una
presunción que admite prueba en contrario. Si esa prueba no se aporta, el patrimonio de la empresa habrá de ser valorado
partiendo de la idea de que la empresa continúa en funcionamiento, es decir como un patrimonio dinámico, no como un
patrimonio en liquidación. A este respecto, hay que tener en cuenta la importante Resolución del Instituto de Contabilidad
y Auditoría de Cuentas, de 18 de octubre de 2013 (BOE, núm. 256, de 25 de octubre), que fija el marco de información
financiera cuando no resulta adecuada la aplicación del principio de empresa en funcionamiento, y que es de aplicación
obligatoria cuando se haya acordado la apertura de la liquidación o cuando los responsables de la entidad obligada a
llevar la contabilidad, aunque sea con posterioridad al cierre del ejercicio, determinan que tienen la intención de liquidar
la empresa o cesar en su actividad o cuando no exista una alternativa más realista que hacerlo (art. 1.2).
2.º Principio de devengo. De acuerdo con este principio, han de imputarse al ejercicio los gastos y los ingresos que afecten
al mismo, con independencia de la fecha de su pago o de su cobro. Así, la imputación de ingresos y gastos deberá hacerse
en función de la corriente real de bienes y servicios que los mismos representan y con independencia del momento en
que se produzca la corriente monetaria o financiera derivada de ellos.
3.º Principio de uniformidad. No se variarán los criterios de valoración de un ejercicio a otro. Una vez adoptado un
determinado criterio contable, no le es dado al redactor de la contabilidad alterar dicho criterio, en tanto no se alteren
los supuestos que motivan la elección de ese criterio. Con este principio se pretende evitar la confusión que supondría la
alteración de criterios contables, y la manipulación de valor patrimonial que podría resultar de esa alteración.
4.º Principio de prudencia. De acuerdo con este principio –que es uno de los más importantes–, sólo los beneficios realizados
a la fecha del cierre del ejercicio habrán de ser contabilizados, mientras que los riesgos previsibles y las pérdidas
eventuales con origen en el ejercicio o en otro anterior deberán contabilizarse tan pronto sean conocidos aunque todavía
no se hayan materializado. En las cuentas anuales existirán, así pues, dos clases de pérdidas: las ya realizadas o
irreversibles y las potenciales o reversibles. La técnica contable para reflejar estas pérdidas está en función del carácter
de la pérdida: en unos casos se procederá a crear cuentas de amortización y en otros cuentas de provisión (v. gr.:
provisión para insolvencias). Las provisiones constituyen expresiones contables de las correcciones de valor motivadas
por pérdidas reversibles, mientras que las amortizaciones corresponden a pérdidas de valor efectivamente producidas.
5.º Principio de no compensación. Salvo las excepciones previstas reglamentariamente, no pueden compensarse las
partidas del activo y del pasivo del balance ni las de gastos e ingresos que integran la cuenta de pérdidas y ganancias.
6.º Principio del precio de adquisición. Los activos se contabilizarán por el precio de adquisición (bienes adquiridos) o por
el coste de producción (bienes producidos por la propia empresa) y los pasivos por el valor de la contrapartida recibida a
cambio de incurrir en la deuda, más los intereses devengados pendientes de pago. Asimismo, las provisiones se
contabilizarán por el valor actual de la mejor estimación del importe necesario para hacer frente a la obligación, en la
fecha de cierre del balance.
Por efecto de la inflación, las cantidades consignadas en la contabilidad, regidas por el principio del precio histórico, se
sitúan cada vez más lejos de la realidad. La contabilidad ya no puede cumplir la genuina función representativa de valores
homogéneos al expresarse éstos en unidades monetarias cuyo poder de adquisición ha venido variando a lo largo del
tiempo. La doble condición de veracidad y exactitud que debe reunir todo balance resulta así gravemente afectada.
Para corregir los efectos de la inflación en relación con la contabilidad se han ensayado a lo largo de la historia distintas
soluciones: la simple revalorización contable, para reajustar las cifras contables a los aumentos de valor de los bienes; el
llamado balance-oro, que reduce a moneda oro las cifras contables de cada ejercicio; el criterio de tomar el valor útil de
reposición en la revalorización de los activos, etc. En el Derecho vigente, las consecuencias que sobre la contabilidad tiene
la inestabilidad monetaria sólo pueden corregirse cuando por disposición de rango legal se autoricen rectificaciones a los
valores contabilizados con arreglo al principio del coste histórico. Se permite entonces lo que se denomina la actualización
de balances. Pero estas disposiciones suelen distanciarse en el tiempo. En España la Ley 76/1961, de 23 de diciembre, de
Regularización de Balances (Texto Refundido aprobado por Decreto 1985/1964, de 2 de julio), autorizó a los empresarios
a revalorizar determinados activos de acuerdo con una escala de coeficientes, e incluso a incluir partidas hasta entonces
no contabilizadas –y de ahí que la Ley se denominara de «regularización»–, y sin que la revalorización de los activos o el
afloramiento de los mismos se tradujese en una significativa carga fiscal. Tras la actualización autorizada por la Ley 9/1983,
de 13 de julio, de Presupuestos Generales del Estado, el Real Decreto-ley 7/1996, de 7 de junio, permitió una moderada
actualización de balances con el pago de un tres por ciento sobre las revalorizaciones de activos del inmovilizado material
previamente contabilizados, conforme a una tabla de coeficientes máximos de actualización (RD 2607/1996, de 20 de
diciembre, y OM de 8 de enero de 1997). Posteriormente, la Ley 16/2012, de 27 de diciembre, por la que se adoptan
diversas medidas tributarias dirigidas a la consolidación de las finanzas públicas y al impulso de la actividad económica,
dispuso nuevas reglas sobre actualización de balances y revalorizaciones contables, estableciendo, igualmente, una nueva
tabla de coeficientes de actualización (art. 9).
En todo caso, el principio de precio de adquisición está en directo contraste con el principio de valor razonable, y por ello
es fundamental que se delimiten claramente sus respectivos ámbitos de aplicación.
7.º Principio del valor razonable. El Código de Comercio introduce el principio de valor razonable como principio opuesto al
de precio de adquisición, y limitado solamente a ciertos elementos de las cuentas anuales (art. 38 bis C. de C.). En
sustancia, el valor razonable se contrapone al precio de adquisición por su variabilidad, frente a la cifra invariable e
histórica que representa el precio de adquisición. El valor razonable no es sino aquél que pueda ser calculado con
referencia a un valor de mercado fiable, por lo que se acerca al concepto general de valor de mercado, y por tanto
susceptible a oscilaciones.
El criterio del valor razonable se aplica a los activos y pasivos en los términos que reglamentariamente se determinen,
dentro de los límites de la normativa europea. En ambos casos, deberá indicarse si la variación de valor originada en el
elemento patrimonial como consecuencia de la aplicación de este criterio debe imputarse a la cuenta de pérdidas y
ganancias, o debe incluirse directamente en el patrimonio neto.
8.º Principio de registro: las operaciones se contabilizarán cuando su valoración pueda ser efectuada con un adecuado grado
de fiabilidad.
9.º Principio de valoración de la moneda del entorno económico: los elementos integrantes de las cuentas anuales se
valorarán en la moneda de su entorno económico, sin perjuicio de su presentación en euros.
10.º Principio de importancia relativa: se admitirá la no aplicación estricta de algunos principios contables cuando la
importancia relativa de la variación que tal hecho produzca sea escasamente significativa y, en consecuencia, no altere la
expresión de la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de la empresa.
III. EL DEBER DE FORMULACIÓN DE LAS CUENTAS ANUALES
La Ley impone al empresario individual y a los administradores de las sociedades mercantiles el deber legal de formular las
cuentas anuales al cierre de cada ejercicio (art. 34.1 C. de C.). En el caso de las sociedades de capital, el plazo máximo de
formulación es de tres meses a contar desde el cierre del ejercicio social (art. 253.1 LSC).
Las cuentas anuales deberán ser firmadas por el propio empresario, si se trata de persona natural; por todos los socios
ilimitadamente responsables por las deudas sociales sean o no administradores, en caso de sociedad colectiva o
comanditaria; y por todos los administradores, en caso de sociedad anónima o de responsabilidad limitada, cualquiera que
sea la estructura del órgano de administración (art. 37.1 C. de C. y art. 253.2 LSC). Mediante la firma, los firmantes asumen
la autoría jurídica de las cuentas y responden de su veracidad (art. 37.1 C. de C.). Si faltare la firma de alguno de los legalmente
obligados, se señalará en los documentos en que falte, con expresa mención de la causa (art. 37.2 C. de C. y art. 253.2 LSC).
En la antefirma, deberá figurar la fecha de formulación de las cuentas (art. 37.3 C. de C.).
Una vez formuladas, las cuentas de las sociedades de capital –junto con el informe de auditoría, si la verificación fuera
obligatoria o se hubiera realizado aun no siéndolo– se someterán a la aprobación de la junta general de socios (art. 272.1
LSC). La junta general puede aprobar las cuentas o abstenerse de hacerlo, pero lo que no puede es modificarlas.
En caso de concurso de acreedores, si el juez hubiera decretado la simple intervención de la facultad de administración,
subsiste el deber del empresario individual o de los administradores de sociedades mercantiles de formular las cuentas
anuales, pero «bajo la supervisión de la administración concursal» (art. 46.1LC). Si el juez hubiera decretado la suspensión,
el deber legal de formular las cuentas anuales corresponde a la administración concursal (art. 46.3 LC).
IV. LA AUDITORÍA DE CUENTAS
1. LA AUDITORÍA DE CUENTAS
Como consecuencia de la progresiva complejidad de la ciencia contable y de las cuentas anuales, se hace necesario que exista
un proceso de revisión y verificación de la contabilidad a cargo de expertos, que redunde en una mayor protección de terceros
y, en general, en una mayor fiabilidad de las cuentas. Este proceso de revisión y verificación de la contabilidad constituye el
contenido de la auditoría de cuentas.
En la Unión Europea el régimen de la auditoría de cuentas se ha tratado de armonizar por la Directiva 84/253/(CEE), de 10
de abril de 1984, derogada por la Directiva 2006/43/(CE) del Parlamento Europeo y del Consejo, de 17 de mayo de 2006, que
ha sido modificada, a su vez, por la Directiva 2014/56/(UE), del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de abril de 2014. El
régimen legal español está constituido por la Ley 22/2015, de 20 de julio, de Auditoría de Cuentas. La Ley establece las
garantías indispensables para que las cuentas anuales o cualquier otro documento contable que haya sido verificado por un
tercero independiente sean aceptados con confianza por la persona que trata de obtener información a través de ellos. Junto
a esta Ley, el régimen se completa con el Reglamento de desarrollo aprobado por el Real Decreto 2/2021, de 12 de enero. La
auditoría de cuentas se configura por la Ley como aquella actividad consistente en la revisión y verificación de las cuentas
anuales, así como de otros estados financieros o documentos contables, elaborados con arreglo al marco normativo de
información financiera que resulte de aplicación, siempre que dicha actividad tenga por objeto la emisión de un informe
sobre la fiabilidad de dichos documentos que pueda tener efectos frente a terceros (art. 1.2 LAC). Se trata, pues, de una
actividad profesional dirigida a la emisión de un informe acerca de la fiabilidad de los documentos contables auditados. No
se limita a la mera comprobación de que los saldos que figuran en las anotaciones contables concuerdan con los ofrecidos
en el balance y en la cuenta de resultados, sino que la aplicación de determinadas técnicas de revisión y verificación permite
con un alto grado de certeza, y sin la necesidad de rehacer el proceso contable en su totalidad, emitir una opinión responsable
sobre la contabilidad en su conjunto, e incluso sobre otras circunstancias que, afectando a la vida de la empresa, no estuvieran
recogidas en ese proceso (STS de 10 de diciembre de 1998). La actividad del auditor no es sino el análisis de la contabilidad
del empresario y de los documentos que sirven de base a esa contabilidad para verificar los datos contables consignados
(actividad de verificación) y para comprobar la regularidad de los criterios y normas contables empleados (actividad de
revisión). Este análisis se materializa en el informe firmado por el auditor.
La auditoría de las cuentas anuales y del informe de gestión no es obligatoria para todos los empresarios. La regla general
es, pues, el carácter meramente voluntario de la verificación contable. Frente a esta regla general, existe una larga serie de
excepciones legales, que determinan el carácter obligatorio de la verificación contable. Estas excepciones pueden ser
clasificadas en cuatro grandes categorías. En primer lugar, por razón del género de actividad a la que se dedique la entidad,
como es el caso de las cuentas anuales y del informe de gestión de las entidades de crédito y de seguros y, en general, de las
entidades que se dediquen de forma habitual a la intermediación o a la actividad financiera [disp. adic. 1.ª.1, letra c), LAC].
En segundo lugar, por razón de la cotización bursátil, deben ser objeto de auditoría obligatoria las cuentas anuales, el informe
de gestión y el informe financiero de las sociedades que tengan valores admitidos a negociación en mercado secundario
oficial (art. 99 LMV) y también las de las entidades que emitan obligaciones en oferta pública; en tercer lugar, por razón de
subvenciones públicas o de las relaciones con la Administración pública, deben auditarse las cuentas de las entidades de
cualquier clase que reciban subvenciones, así como las que realizan obras o suministros al Estado o a organismos públicos
[disp. adic. 1.ª.1, letra e), LAC]. Y en fin, en cuarto lugar, por razón de la forma jurídica, cualquiera que sea la actividad a la
que se dedique la entidad, las cuentas anuales y el informe de gestión de las sociedades anónimas, comanditarias por
acciones y de responsabilidad limitada tienen que ser revisados por auditores de cuentas (art. 263.1LSC). Ahora bien, esta
última excepción no tiene carácter absoluto: la Ley excluye de la obligación de hacer verificar las cuentas anuales a aquellas
sociedades de capital que puedan presentar balance abreviado (art. 263.2 LSC).
Junto con estas excepciones legales, tiene también carácter obligatorio la auditoría si así lo acuerda el letrado de la
Administración de Justicia (con arreglo al procedimiento previsto en la Ley de la Jurisdicción Voluntaria, arts. 120 a 123) o el
Registrador mercantil (con arreglo al procedimiento previsto en el Reglamento del Registro Mercantil) del domicilio social del
empresario, acogiendo la petición fundada de quien acredite un interés legítimo. El empresario sólo podrá oponerse al
nombramiento aportando prueba documental de que no procede o negando la legitimación del solicitante (art. 40.1 C. de
C.). Tanto el letrado de la Administración de Justicia como el Registrador mercantil deben exigir al solicitante de la auditoría
que adelante los fondos necesarios para el pago de la retribución del auditor. Si el informe contuviera opinión denegada o
desfavorable, se acordará que el empresario satisfaga al solicitante las cantidades que hubiera anticipado. Si el informe
contuviera una opinión con reservas o salvedades, se dictará resolución determinando en quién deberá recaer y en qué
proporción el coste de la auditoría. Y si el informe fuera con opinión favorable, el coste de la auditoría será de cargo del
solicitante (art. 40.2 C. de C.).
En caso de concurso de acreedores en el que se hubiera acordado la mera intervención de la facultad de administrar, el juez,
a solicitud fundada de la administración concursal, puede acordar la revocación del nombramiento del auditor de cuentas y
el nombramiento de otro nuevo (art. 117 LC). Si la situación fuera de suspensión, la facultad de someter a auditoría las
cuentas anuales corresponde a la administración concursal (art. 116 LC).
2. EL ESTATUTO JURÍDICO DEL AUDITOR
La auditoría de cuentas es una actividad que sólo puede ser realizada por aquellos profesionales titulados o por aquellas
sociedades profesionales autorizadas para el ejercicio de esa actividad. Esa autorización se obtiene por la inscripción en el
Registro Oficial de Auditores de Cuentas (ROAC) que se lleva por el Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas (art. 8LAC
y arts. 20 y ss. Regl.), organismo autónomo de carácter administrativo, adscrito al Ministerio de Economía y Competitividad, al
que corresponde el control y disciplina del ejercicio de la actividad auditora y el control técnico de las auditorías de cuentas
(art. 46 LAC). La Ley fija los requisitos de aptitud profesional que deben reunir los auditores personas naturales que soliciten
esa autorización: haber obtenido una titulación universitaria, haber seguido programas de enseñanza teórica y adquirido una
formación práctica y haber superado un examen de aptitud profesional organizado y reconocido por el Estado ( art. 9 LAC). El
ejercicio de la función auditora puede ser desarrollado también por sociedades de auditores de cuentas, que igualmente
deberán inscribirse en el citado Registro administrativo. Se trata de sociedades profesionales especiales ( v. disp. adic. 1.ª LSP)
en las que la mayoría de los derechos de voto deben corresponder a auditores o a sociedades de auditoría y en las que la
mayoría de los miembros del órgano de administración deben ser igualmente auditores o sociedades de auditoría ( art 11 LAC).
En el ejercicio de la auditoría los auditores y las sociedades de auditores están sometidos a dos principios básicos: en primer
lugar, el principio de la profesionalidad; y en segundo lugar, el principio de la independencia.
A) El principio de profesionalidad. Escepticismo y juicio profesionales. La profesionalidad del auditor se manifiesta en el
grado de diligencia exigible en el cumplimiento de la tarea encomendada; en la necesidad de acomodar su actuación en
todo momento a la ética, a la normativa legal o reglamentaria vigente y a las denominadas «normas técnicas de auditoría
de cuentas», que son vinculantes para todos los auditores; y en el sometimiento a las normas de control de calidad interno
(art. 2 LAC).
Estas normas de auditoría –internacionales, de la Unión Europea o nacionales– son de contenido muy variado, y pueden
ser clasificadas en tres grandes grupos. En primer lugar, las normas técnicas de carácter general, que son las que se ocupan
de las condiciones que debe reunir el auditor, el comportamiento a seguir y el deber de secreto. En segundo lugar, las
normas técnicas sobre la ejecución del trabajo, como la referente a la utilización de técnicas de muestreo (NIA-ES 530), la
que se ocupa de las «manifestaciones escritas» (NIAES 580), la relativa a los denominados «hechos posteriores al cierre»
(NIA-ES 560), la que tiene como objeto las «confirmaciones externas» (NIA-ES 505) o la que se ocupa de la utilización del
trabajo de expertos independientes por los auditores de cuentas (NIA-ES 620). Y, en tercer lugar, las reglas técnicas sobre
preparación de informes especiales, como, por ejemplo, las relativas a la determinación del valor razonable de las
acciones, las relativas al aumento del capital de una sociedad anónima con cargo a reservas (Res. ICAC de 27 de julio de
1992), las relativas a la verificación de determinados informes que deben realizar los administradores de sociedades
anónimas –así, en caso de exclusión o limitación del derecho de suscripción preferente (Res. ICAC de 16 de junio de 2004),
en caso de aumento del capital social por compensación de créditos (Res. ICAC de 10 de abril de 1992) o en caso de
emisión de obligaciones convertibles (Res. ICAC de 23 de octubre de 1991)–.
La normativa concreta que, en la realización de cualquier trabajo de auditoría de cuentas, el auditor debe actuar con
escepticismo, entendiéndose por escepticismo profesional la actitud que implica mantener siempre una mente inquisitiva
y especial alerta ante cualquier circunstancia que pueda indicar una posible incorrección en las cuentas anuales auditadas,
debida a error o fraude, y examinar de forma crítica las conclusiones de auditoría. En este sentido, el auditor debe realizar
un juicio profesional, esto es, aplicar de forma competente, adecuada y congruente con las circunstancias que concurran
en cada caso, su formación práctica, conocimientos y experiencia de conformidad con las normas de auditoría ( art 13 LAC).
B) El principio de independencia. Pero, además, los auditores de cuentas son profesionales independientes respecto del
empresario o de la sociedad a auditar. La Ley establece que los auditores de cuentas «deberán ser independientes, en el
ejercicio de su función, de las entidades auditadas, debiendo abstenerse de actuar cuando su independencia en relación
con la revisión y verificación de las cuentas anuales, los estados financieros u otros documentos contables se vea
comprometida» (art. 14 LAC). La independencia del auditor es presupuesto indispensable de la actividad auditora. Las
funciones atribuidas por la Ley a estos profesionales no pueden cumplirse adecuadamente si esa independencia falta o si
puede verse gravemente amenazada. El Instituto de Contabilidad y Auditoría de Cuentas es el organismo encargado de
velar por el adecuado cumplimiento del deber de independencia, así como de valorar en cada trabajo concreto la posible
falta de independencia de un auditor de cuentas o de una sociedad de auditoría.
Independencia es «la ausencia de intereses o influencias que puedan comprometer la objetividad del auditor en la
realización de su trabajo de auditoría» (art. 37.1 Regl.). Las derogadas «normas técnicas de auditoría» definían la
independencia como una «actitud mental que permite al auditor actuar con libertad respecto a su juicio profesional, para
lo cual debe encontrarse libre de cualquier predisposición que limite su imparcialidad en la consideración objetiva de los
hechos, así como en la formulación de conclusiones» (Norma técnica 1.3.4).
Para detectar e identificar las amenazas a su independencia, los auditores deben establecer los procedimientos
necesarios, aplicando las medidas de salvaguarda adecuadas y suficientes para eliminarlas o reducirlas (art. 15 LAC). Así,
se prevé que dispongan de mecanismos internos de control de calidad, que deberán incluir, entre otros aspectos, medidas
organizativas y administrativas eficaces para prevenir, detectar, evaluar, comunicar, reducir y, cuando proceda, eliminar
cualquier amenaza a la independencia (art. 28 LAC).
También con el fin de garantizar la independencia del auditor o de la sociedad de auditoría, se ha articulado un amplio
régimen de incompatibilidades legales, de modo tal que, cuando concurren, tiene que considerarse necesariamente que
el auditor no goza de la «suficiente independencia» para el ejercicio de la función profesional que le corresponde (art. 16
LAC). La actuación profesional sin suficiente independencia constituye un caso de infracción muy grave [art. 72.b), LAC].
Igualmente, para facilitar la rotación de auditores –y, de este modo, potenciar la independencia–, la Ley establece límites
de tiempo para la contratación de los auditores cuando la auditoría es legalmente obligatoria: los auditores serán
contratados por un período de tiempo determinado inicial que no podrá ser inferior a tres años ni superior a nueve a
contar desde la fecha en que se inicie el primer ejercicio a auditar; y, una vez finalizado ese período para el que hubieran
sido contratados, los sucesivos contratos tienen que tener como máximo tres años de duración. Si a la finalización del
período inicial o de prórroga del mismo, ninguna de las partes hubiese manifestado lo contrario, el contrato se entiende
prorrogado tácitamente por un plazo de tres años (art. 22.1 LAC).
La principal obligación del auditor es la realización de la auditoría de cuentas encargada en firme. El incumplimiento de
este deber es causa de resolución del contrato de auditoría, con indemnización de daños y perjuicios a cargo del auditor
(art. 1101 CC). Pero, además, constituye infracción administrativa. A fin de impedir que estas situaciones se produzcan, la
Ley no sólo configura el incumplimiento contractual como falta administrativa grave, sino que establece la misma
calificación para la aceptación de trabajos de auditoría que superen la capacidad media en horas del auditor de cuentas,
de acuerdo con lo establecido en las «normas de auditoría de cuentas» [art. 73. a) y e), LAC]. La independencia del auditor
queda también reforzada por la imposibilidad de rescindir el contrato que les vincula a la sociedad auditada sin que medie
justa causa (art. 264.3 LSC). En relación con la auditoría en «entidades de interés público» –entre las que se incluyen las
sociedades cotizadas– (art. 3.5 LAC), se establecen reglas particulares (arts. 33-45 LAC), que prevén la aplicación del
Reglamento (UE) 537/2014, de 16 de abril, sobre los requisitos específicos para la auditoría legal de las entidades de
interés público.
Para el desempeño de la función auditora, los auditores de cuentas nombrados tienen derecho a obtener toda clase de
informaciones y hacer todas las verificaciones que estimen necesarias. Normalmente, el auditor procederá a examinar,
mediante un sistema de muestreo selectivo, las anotaciones contables y los soportes documentales que han servido de
base para la realización de esos asientos; y realizará cuantas comprobaciones considere necesarias u oportunas. Los
métodos para corroborar la exactitud de esos asientos son muy variados, como, por ejemplo, la circulación de cartas a los
acreedores solicitando confirmación de saldos, remisión de cartas a los prestadores de servicios solicitando información
de determinados extremos (v. gr.: cartas a los abogados de la sociedad solicitando relación de litigios en tramitación,
riesgos jurídicos existentes), solicitud de carta de manifestaciones a la propia dirección de la sociedad, etc. La fiabilidad
de la evidencia obtenida por el auditor está en relación con la fuente de que se obtenga (interna o externa) y de la
naturaleza de la información facilitada (visual, documental u oral), si bien el auditor debe partir de que la evidencia externa
(por ej., las confirmaciones recibidas de terceros) es más fiable que la interna, y la evidencia en forma de documentos y
manifestaciones escritas es más fiable que la procedente de declaraciones orales. Por supuesto, la «carta de
manifestaciones de la dirección» no puede sustituir a los procedimientos normales que deben aplicar los auditores para
la obtención de la evidencia necesaria y suficiente en que fundamentar la opinión técnica. En todo caso, la Ley exige la
designación, conforme a criterios de calidad, independencia y competencia, de, al menos, un auditor principal
responsable de la realización del trabajo de auditoría. Para la organización del trabajo, se establece la elaboración de un
archivo que comprenderá, al menos, el análisis y la evaluación realizadas previamente a la aceptación o continuidad del
trabajo, incluyendo los aspectos relativos al deber de independencia, así como el resto de documentación que pruebe y
soporte las conclusiones obtenidas en la realización del trabajo, incluidas las que consten en el informe (art. 29 LAC).
Naturalmente, el auditor está obligado a mantener el secreto de cuanta información conozca en el ejercicio de su
actividad, no pudiendo hacer uso de la misma para finalidades distintas de las de la propia auditoría de cuentas (art. 31
LAC). La documentación referente a cada auditoría de cuentas, incluidos los denominados «papeles de trabajo» del
auditor que constituyan las pruebas y el soporte de las conclusiones que consten en el informe, debe ser conservada y
custodiada por el auditor durante el plazo de cinco años a contar desde la fecha del informe de auditoría (art. 30 LAC).
3. EL INFORME DEL AUDITOR
Tras la verificación y revisión de las cuentas, el auditor debe emitir y firmar el informe de auditoría.
El informe de auditoría de las cuentas anuales –cuyo contenido mínimo fija minuciosamente la Ley (art. 5 LAC)– debe
contener, entre otras exigencias, la identificación de la entidad auditada y de las cuentas anuales que son objeto de auditoría,
así como, en el caso de sociedades, la mención de que dichas cuentas han sido formuladas por los administradores de la
sociedad auditada; una descripción del alcance de la auditoría realizada; la opinión técnica el auditor; y la fecha y firma del
auditor o los auditores que hubieran realizado el informe. Obviamente, la fecha del informe no puede ser anterior a la de la
formulación de las cuentas anuales (art. 9.3 Regl.).
La parte más importante de este informe es la opinión técnica del auditor. La opinión puede ser favorable, contener
salvedades, ser desfavorable o ser denegada. La opinión favorable – o «informe limpio»– se emitirá cuando las cuentas
anuales expresen la imagen fiel del patrimonio, de la situación financiera y de los resultados obtenidos en el ejercicio. La
opinión con salvedades tiene lugar cuando el auditor considera que existen algunas circunstancias que pueden condicionar
o limitar la conclusión de que esas cuentas expresan la imagen fiel: el informe es favorable pero se hacen constar
individualizadamente las salvedades que pudieran afectar a ese juicio positivo. La opinión desfavorable o con reservas
significa que el auditor manifiesta que las cuentas anuales no representan la imagen fiel de conformidad con los principios y
con las normas de contabilidad generalmente aceptadas. Por último, la no emisión del informe, u opinión denegada, se
produce cuando el auditor se abstiene de emitir opinión técnica, bien por limitaciones al alcance de la auditoría, bien por
incertidumbres de importancia y magnitud muy significativas (v. SSTS de 17 de mayo de 2000 y de 20 de octubre de 2011).
Además de las reservas o salvedades, el informe deberá contener los denominados «párrafos de énfasis», es decir, la
manifestación explícita de cualquier aspecto que, no constituyendo una reserva o una salvedad, el auditor deba considerar
o considere necesario destacar en el informe conforme a lo previsto en la normativa reguladora de la auditoría de cuentas
[art. 5.1.e), párrafo sexto, LAC].
4. LA RESPONSABILIDAD DEL AUDITOR
Sobre el auditor de cuentas confluyen distintos regímenes de responsabilidad. Está, en primer lugar, la responsabilidad civil
contractual frente a los empresarios y a las sociedades auditadas por los daños y perjuicios causados por el incumplimiento
de las obligaciones por parte del auditor (art. 26.1 LAC), responsabilidad que, en las sociedades de capital, puede ser exigida
no sólo por la propia sociedad sino también, en interés de ella, por la minoría de socios (art. 271 LSC, en relación con el art.
239 LSC). Si la auditoría de cuentas se hubiera realizado por sociedad de auditores, responden solidariamente tanto el auditor
que hubiera firmado el informe como la sociedad (art. 26.3 LAC). La acción para exigir esta responsabilidad contractual
prescribe a los cuatro años de la fecha del informe (art. 26.4 LAC). Y está igualmente la responsabilidad civil extracontractual
frente a los terceros que acrediten haber adoptado decisiones dañosas confiando en el contenido del informe del auditor
(arts. 26.2 LAC y 1902 y concordantes CC; SSTS de 9 de octubre de 2008 y de 15 de diciembre de 2011).
De esta responsabilidad es independiente la responsabilidad administrativa por cualquiera de las infracciones tipificadas
como muy graves (art. 72 LAC), graves (art. 73 LAC) y leves (art. 74 LAC). La potestad sancionadora se atribuye al Instituto de
Contabilidad y Auditoría de Cuentas, que debe ejercerla con arreglo a lo dispuesto en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del
Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen
Jurídico del Sector Público, así como en la propia Ley de Auditoría y en los Reglamentos que la desarrollan (arts. 68 y 69 LAC).
Entre las infracciones graves figura el incumplimiento de las «normas de auditoría» que pudiera tener un efecto significativo
sobre el resultado del trabajo y, por consiguiente, sobre el contenido del informe [art. 73, letra b), LAC]. El Tribunal Supremo
ha declarado que la remisión legal a esas «normas de auditoría» no supone infracción del principio de reserva de ley de la
tipificación de las infracciones, ya que cumple los requisitos exigidos para la validez de la remisión: que el reenvío normativo
sea expreso, que esté justificado por razón del bien jurídico protegido por la norma tipificadora y que la Ley contenga el
«núcleo» esencial de la tipificación; y ha añadido que la inobservancia por el auditor de las «normas de auditoría» evidencia
una falta de diligencia, por lo que, salvo que se aporte prueba en contrario, esa inobservancia permite considerar acreditada
la culpabilidad como elemento subjetivo del ilícito administrativo (STS [3.ª] de 12 de mayo de 2003). En el mismo sentido, se
ha señalado que la falta de verificación de los sistemas de control interno de la sociedad auditada constituye una infracción
administrativa que puede y debe ser objeto de sanción (SAN [6.ª] de 23 de diciembre de 2009).
Las infracciones leves prescriben al año, las graves a los dos años y las muy graves a los tres años desde su comisión. La
prescripción se interrumpe por la iniciación, con conocimiento del interesado, del procedimiento sancionador, volviendo a
correr el plazo si el expediente permaneciera paralizado durante más de seis meses por causa no imputable al auditor de
cuentas o a la sociedad de auditoría sujetos al procedimiento (art. 85 LAC). Como es natural, las sanciones son más o menos
importantes según la clase de infracción cometida. Las más frecuentes son las multas; pero, en los casos de infracciones
graves o muy graves, el Instituto puede sancionar con la baja provisional o, si la infracción fuera muy grave, con la baja
definitiva en el Registro Oficial de Auditores de Cuentas (art. 76 LAC).
Por último, cabe que la responsabilidad del auditor tenga carácter penal cuando, en el ejercicio de la actividad auditora, haya
incurrido, como autor o cómplice, en alguno de los delitos o de las faltas tipificadas como tales [ v. gr.: la falsedad documental
(arts. 390 y ss. CP).
V. LAS CUENTAS CONSOLIDADAS
1. LA OBLIGACIÓN DE FORMULAR LAS CUENTAS ANUALES CONSOLIDADAS Y SUS EXCEPCIONES
A) En los grupos de sociedades en los que una sociedad ostente o pueda ostentar, directa o indirectamente, el control de
otra u otras, la sociedad dominante está obligada a formular las cuentas anuales y el informe de gestión consolidados (art.
42.1 C. de C. y art. 6.1 NFCAC). Esta obligación legal no exime a las sociedades integrantes del grupo de formular sus
propias cuentas anuales y el informe de gestión correspondiente (art. 42.2 C. de C. y art. 6.3 NFCAC). La junta general de
la sociedad obligada a formular las cuentas anuales consolidadas debe designar al auditor de esas cuentas consolidadas
(art. 42.4), que deberán someterse a la aprobación de la junta general de la sociedad obligada a consolidar
simultáneamente con las cuentas anuales de esta sociedad (art. 42.5). Una vez aprobadas, las cuentas consolidadas deben
depositarse en el Registro mercantil (utilizando los modelos aprobados mediante Orden del Ministerio de Justicia:
JUS/1698/2011, de 13 de junio). A las cuentas anuales consolidadas se unirá, además, el informe de gestión consolidado
que incluirá, cuando proceda, el estado de información no financiera (art. 44 C. de C.).
La finalidad de la consolidación contable es corregir las distorsiones que genera la contabilidad separada de cada sociedad
miembro del grupo. Ciertamente, el ordenamiento no reconoce personalidad jurídica a los grupos de sociedades, de
modo tal que cada sociedad que actúa en el tráfico, aunque forme parte de un grupo, actúa en nombre propio, quedando
obligado única y exclusivamente el patrimonio de esa sociedad y no el de las demás sociedades del grupo. La unidad
económica del grupo no significa unidad jurídica: cada sociedad mantiene una personalidad jurídica separada. No
obstante, a la hora de formular las cuentas, la sociedad dominante, además de formular las cuentas propias, debe
formular las cuentas consolidadas, como si el grupo fuera una única empresa. Se considera que la contabilidad separada
no es idónea para reflejar la realidad económica del conjunto: la suma de las cuentas anuales correspondientes a cada
una de las sociedades integradas en un grupo no ofrece la imagen fiel de la situación patrimonial y financiera del grupo.
Así, por poner un ejemplo muy simple, la suma de los capitales sociales no significa que el grupo tenga como fondos
propios el resultado de esa suma. Si una sociedad con un capital de cien mil euros constituye una filial con un capital de
cincuenta mil euros y ésta, a su vez, constituye una filial con un capital de veinticinco mil, es evidente que el capital del
grupo no es de ciento setenta y cinco mil euros, sino sólo de cien mil. Los otros setenta y cinco mil no son más que papel:
el único respaldo es la partida del activo en la que figuran las participaciones en las sociedades dependientes. La
contabilidad separada genera, pues, una ilusión óptica –lo que, con acierto, se ha denominado el «efecto telescopio»–,
que la consolidación contable.
La normativa que ha de aplicarse para la formulación de las cuentas anuales consolidadas varía en función de que alguna
de las sociedades del grupo haya emitido valores admitidos a cotización en un mercado regulado de cualquier Estado
miembro de la Unión Europea (art. 43 bis C. de C. y art. 6.1 NFCAC): a) Si, a la fecha de cierre del ejercicio, el grupo cuenta
con alguna sociedad cotizada, serán de aplicación las normas internacionales de información financiera (NIIF), adoptadas
por los Reglamentos de la Unión Europea; b) si a la fecha de cierre del ejercicio, ninguna sociedad del grupo cotiza en
bolsa, se podrá optar por aplicar las NIIF o las normas de contabilidad incluidas en el Código de Comercio y en las Normas
para la Formulación de las Cuentas Anuales Consolidadas (NFCAC).
Precisamente, la consolidación contable es la única parte del Derecho de grupos que ha logrado codificarse
legislativamente en el Derecho español por incorporación de la Séptima Directiva del Consejo de 13 de junio de 1983,
relativa a las cuentas consolidadas (83/349/CEE), a través de la cual se intenta coordinar las legislaciones nacionales a fin
de cumplir los objetivos de comparabilidad y equivalencia de las informaciones sobre cuentas anuales y, a través de este
fin, conseguir una más adecuada protección de los intereses concurrentes en caso de grupos, mostrando la imagen fiel
del patrimonio, de la situación financiera de los resultados del propio grupo.
B) A efectos de consolidación, existe un grupo cuando una sociedad ostenta o puede ostentar, directa o indirectamente, el
control de otra u otras (arts. 42.1 C. de C. y 18 LSC). Se entiende por control el poder de dirigir las políticas financieras y
de explotación de una entidad, con la finalidad de obtener beneficios económicos de sus actividades (art. 1.3 del RD
1159/2010, de 17 de septiembre, por el que se aprueban las Normas para la Formulación de Cuentas Anuales
Consolidadas, en adelante NFCAC).
C) La definición anterior se completa con un catálogo de presunciones legales. La ley presume que una sociedad ostenta el
control sobre otra cuando concurra alguna de las siguientes circunstancias (art. 42.2 C. de C. y art. 2 NFCAC):
1.ª La posesión de la mayoría de los derechos de voto. Para calcular los derechos de voto que una sociedad ostenta en
otra, no sólo se deben computar los votos que posea directamente, sino también los que tenga de forma indirecta, es
decir, los que les correspondan a las sociedades dependientes o los que posea a través de personas que actúen en
nombre propio pero por cuenta de alguna sociedad del grupo, así como aquellos de los que disponga concertadamente
con cualquier otra persona (art. 42.3 C. de C. y art. 3 NFCAC).
2.ª La facultad de nombrar o destituir a la mayoría de los miembros del órgano de administración.
3.ª La posibilidad de disponer, en virtud de acuerdos celebrados con terceros, de la mayoría de los derechos de voto.
4.ª El hecho de haber designado con sus votos a la mayoría de los miembros del órgano de administración, que
desempeñen su cargo en el momento en que deban formularse las cuentas consolidadas y durante los dos ejercicios
inmediatamente anteriores. Esta circunstancia se presume, a su vez, cuando la mayoría de los miembros del órgano
de administración de la sociedad dominada sean miembros del órgano de administración o altos directivos de la
sociedad dominante o de otra dominada por ésta.
D) Por regla general, toda sociedad dominante de un grupo (o de un subgrupo) está obligada a formular y a someter a la
aprobación de la junta las cuentas anuales consolidadas (art. 42.1 y 5 C. de C. y art. 6.1 NFCAC). Sin embargo, existen
situaciones en las que, por distintas razones, la sociedad dominante de un grupo se halla dispensada de la obligación de
elaborar cuentas anuales consolidadas (a no ser que, por razón del sector al que pertenecen, le sea de aplicación una
normativa especial que no contemple dicha posibilidad: art. 7.2 NFCAC):
a) Dispensa por razón del tamaño del grupo [art. 43.1.ª C. de C. y arts. 7.1, letra a), y 8 NFCAC]. La sociedad dominante
no estará obligada a formular cuentas anuales consolidadas cuando, durante dos ejercicios consecutivos en la fecha
de cierre de su ejercicio, el conjunto de las sociedades del grupo no sobrepase dos de los límites relativos al total de
las partidas del activo del balance, al importe neto de la cifra anual de negocios y al número medio de trabajadores,
señalados en el artículo 258 del texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital para la formulación de cuenta de
pérdidas y ganancias abreviada.
b) Dispensa de la obligación de consolidar de los subgrupos de sociedades [art. 43.2.ª C. de C. y arts. 7.1, letra b) y 9
NFCAC]. La sociedad dominante de un grupo tampoco estará obligada a presentar cuentas anuales e informe de
gestión consolidados la sociedad dominante, sometida a la legislación española, que sea al mismo tiempo dependiente
de otra que se rija por dicha legislación o por la de otro Estado miembro de la Unión Europea, siempre y cuando se
cumplan las siguientes condiciones:
(i) que esta última sociedad posea el 50 por 100 o más de las participaciones sociales de aquélla y
(ii) que accionistas o socios que posean, al menos, el 10 por 100 de las participaciones sociales no hayan solicitado la
formulación de cuentas anuales consolidadas seis meses antes del cierre del ejercicio.
En todo caso, para acogerse a esta dispensa, será preciso que se cumplan los requisitos siguientes:
(i) que la sociedad dominante dispensada de formular las cuentas consolidadas, así como todas las sociedades que
debiera incluir en la consolidación, se consoliden en las cuentas de un grupo mayor cuya sociedad dominante esté
sometida a la legislación de un Estado miembro de la Unión Europea;
(ii) que la sociedad dominante dispensada de formular cuentas consolidadas indique en sus cuentas anuales la
mención de estar exenta de la obligación de formular las cuentas consolidadas, el grupo al que pertenece, la razón
social y el domicilio de la sociedad dominante; y
(iii) que las cuentas consolidadas de la sociedad dominante del grupo mayor correspondientes al ejercicio en que se
evalúa la obligación de consolidar de la dependiente, así como el informe de gestión y el informe de los auditores,
se depositen en el Registro Mercantil, traducidos a alguna de las lenguas oficiales de la Comunidad Autónoma,
donde tenga su domicilio la sociedad dispensada.
c) También se exime de efectuar la consolidación a aquella sociedad dominante que participe exclusivamente en
sociedades dependientes que no posean un interés significativo, individual y en conjunto, para la imagen fiel del
patrimonio, de la situación financiera y de los resultados de las sociedades del grupo [art. 43.3.ª C. de C. y art. 7.1,
letra c), NFCAC].
d) Por último, la sociedad dominante estará eximida de la obligación de consolidar cuando todas las sociedades
dependientes puedan excluirse de la consolidación por alguna de las causas siguientes (adviértase el escaso rigor y
la imprecisión de su formulación):
(i) en casos extremadamente raros en que la información necesaria para elaborar los estados financieros consolidados
no puedan obtenerse por razones debidamente justificadas;
(ii) que la tenencia de las acciones o participaciones de esta sociedad tenga exclusivamente por objetivo su cesión
posterior; o
(iii) que restricciones severas y duraderas obstaculicen el ejercicio del control de la sociedad dominante sobre esta
dependiente [art. 47.4.ª C. de C. y arts. 7.1, letra d), y 10.2 NFCAC].
2. LOS MÉTODOS DE CONSOLIDACIÓN DE LAS CUENTAS
La ley contempla básicamente tres métodos de consolidación: el de integración global (A), el de integración proporcional (B)
y el método de la participación o procedimiento de puesta en equivalencia (C).
A) El método de integración global se aplica, con carácter general, a las sociedades dependientes (art. 46 C. de C. y art. 10.2
NFCAC). Consiste en la incorporación al balance, a la cuenta de pérdidas y ganancias, al estado de cambios en el
patrimonio neto y al estado de flujos de efectivo de la sociedad obligada a consolidar, de todos los activos, pasivos,
ingresos, gastos, flujos de efectivo y demás partidas de las cuentas anuales de las sociedades del grupo, una vez realizadas
las homogeneizaciones previas y las eliminaciones que resulten pertinentes (art. 15.2 NFCAC).
B) El método de integración proporcional se podrá aplicar a las sociedades multigrupo, salvo que se opte por aplicarles el
procedimiento de puesta en equivalencia (art. 47.1 C. de C. y 10.3 NFCAC). A los únicos efectos de la consolidación de
cuentas, se consideran sociedades multigrupo aquéllas no incluidas como dependientes, que son gestionadas por una o
varias sociedades del grupo con otra u otras personas ajenas al mismo, ejerciendo el control conjunto (art. 47.1 C. de C. y
art. 4.1 NFCAC). Para que se dé el control conjunto sobre otra sociedad es necesario que exista, además de una
participación en el capital, un acuerdo estatutario o contractual en virtud del cual las decisiones estratégicas, tanto
financieras como de explotación, relativas a la actividad requieran el consentimiento unánime de todos los que ejercen el
control conjunto de la sociedad (art. 4.2 NFCAC).
El método de la integración proporcional consiste en la incorporación a las cuentas anuales consolidadas de la porción de
activos, pasivos, gastos, ingresos, flujos de efectivo y demás partidas de las cuentas anuales de la sociedad multigrupo
correspondiente al porcentaje que de su patrimonio neto posean las sociedades del grupo, sin perjuicio de las
homogeneizaciones previas y de los ajustes y eliminaciones que resulten pertinentes (art. 50.1 NFCAC).
C) El procedimiento de puesta en equivalencia se aplica a las sociedades asociadas y a las sociedades multigrupo cuando
no se les aplique el método de integración proporcional (art. 47.4 C. de C. y 12 NFCAC). Ya se ha señalado cuáles son las
sociedades multigrupo. Añadimos ahora que se consideran sociedades asociadas aquéllas en las que alguna o varias
sociedades del grupo ejerzan una influencia significativa en su gestión (art. 47.3 I C. de C. y art. 5.1 NFCAC). Esta influencia
que existe cuando: (a) una o varias sociedades del grupo participan en la sociedad; y (b) se tiene el poder de intervenir
en las decisiones de política financiera y de explotación de la participada, sin llegar a tener el control, ni el control conjunto
de la misma. En cualquier caso, se presume que existe influencia significativa, salvo prueba en contrario, cuando una o
varias sociedades del grupo posean, al menos, el 20 por 100 de los derechos de voto de una sociedad que no pertenezca
al grupo (art. 47.3 II C. de C. y art. 5.3 NFCAC).
Según este procedimiento de puesta en equivalencia, la inversión en una sociedad se registrará inicialmente por su coste
y se incrementará o disminuirá posteriormente para reconocer el porcentaje que corresponde al inversor en la variación
del patrimonio neto producido en la entidad participada, después de la fecha de adquisición, una vez realizados los
oportunos ajustes (art. 52.1 NFCAC).
LECCIÓN 7 EL REGISTRO MERCANTIL (I). ORGANIZACIÓN Y FUNCIONAMIENTO
Sumario: I. El Registro Mercantil 1. La publicidad legal 2. El Registro Mercantil como instrumento técnico de la
publicidad legal
II. Sujetos y actos inscribibles 1. Sujetos y actos inscribibles 2. El principio de la inscripción obligatoria
III. La organización y el funcionamiento del Registro Mercantil 1. Los registros mercantiles territoriales 2. El sistema de
hoja personal: apertura y cierre 3. El proceso de inscripción 4. Las relaciones entre Registro Mercantil y Registro de la
Propiedad 5. Las inscripciones y sus clases 6. La publicidad de los asientos registrales: certificaciones y notas
informativas
IV. El acto inscrito 1. La presunción legal de exactitud y validez 2. La oponibilidad del acto inscrito 3. La discordancia
entre inscripción y publicación

I. EL REGISTRO MERCANTIL
1. LA PUBLICIDAD LEGAL
La extraordinaria importancia de la actividad que desarrollan los empresarios individuales y las sociedades mercantiles en el
ámbito general de la actividad económica explica que la Ley imponga a estos sujetos la obligación de publicar determinados
datos considerados relevantes. Esta publicidad se practica por declaraciones hechas en boletines o periódicos oficiales y,
sobre todo, por inscripciones en los registros públicos.
Ahora bien, la publicidad puede tener distinto carácter. En unos casos, lo que se persigue con la publicación en boletines o
periódicos oficiales o con la inscripción en un registro público es que los terceros puedan conocer determinados datos
relativos a los sujetos a que esa publicación o esa inscripción se refieren (v. gr.: el Registro de Vehículos de la Dirección General
de Tráfico). De este modo se facilita el conocimiento de esos datos por los terceros que lean la publicación o que consulten
el registro. En esos supuestos, el Derecho no establece consecuencias jurídicas, positivas o negativas, para los terceros por el
hecho mismo de la publicación o de la inscripción, si bien puede sancionar a los sujetos obligados a esa publicidad que
incumplan el deber legal. Se trata de una publicidad legal por el origen, en cuanto derivada de un deber impuesto por la Ley,
pero que carece de efectos o consecuencias jurídicas para los terceros.
En otros casos, por el contrario, los datos que se ofrecen al dominio público se consideran conocidos por los terceros, con
independencia de que ese conocimiento jurídico se corresponda o no con el conocimiento real. Se trata de una publicidad
legal no sólo por el origen, sino también por sus efectos: los datos publicados o inscritos son oponibles a los terceros sin que
éstos puedan alegar ignorancia. La cognoscibilidad, es decir, la mera posibilidad de conocer, equivale al conocimiento: por el
hecho de la publicación o de la inscripción en un registro público, el Derecho considera que los terceros conocen los datos
publicados e inscritos.
No todo registro público constituye instrumento técnico de la publicidad legal. Para que los datos anotados o inscritos en un
registro sean oponibles a terceros, con independencia de que efectivamente los conozcan, se requiere que el Ordenamiento
jurídico así lo establezca de modo expreso. Entre los registros públicos dotados de publicidad legal destaca por su importancia
el Registro Mercantil.
Para facilitar al tercero el conocimiento de algunos datos esenciales y, en su caso, la identificación del Registro Mercantil en
que el sujeto figure inscrito, el Derecho español impone a los empresarios mercantiles, a las sociedades mercantiles y a las
demás entidades sujetas a inscripción obligatoria en dicho Registro el deber legal de hacer constar en toda su documentación,
correspondencia, notas de pedido y facturas el domicilio y los datos identificadores de la inscripción. Las sociedades deben
hacer constar, además, su forma jurídica –y, en su caso, el carácter de sociedad unipersonal que tuvieren (art. 13LSC)– y, si
fuera procedente, la situación de liquidación en que se encuentren (art. 24.1 C. de C.). El incumplimiento de este deber legal
será sancionado con multa (art. 24.2 C. de C.).
2. EL REGISTRO MERCANTIL COMO INSTRUMENTO TÉCNICO DE LA PUBLICIDAD LEGAL
El Registro Mercantil es aquel Registro público que tiene por objeto la publicidad de los empresarios, de las sociedades
mercantiles y demás sujetos inscribibles, así como de determinados hechos y actos relativos a esos sujetos.
El Registro Mercantil es una institución esencialmente dirigida a los terceros. Como las exigencias de la vida económica harían
inviable un sistema en que los sujetos inscritos tuvieran que acreditar el conocimiento de los asientos registrales por esos
terceros, ese conocimiento se objetiva de tal modo que la oponibilidad del contenido del registro no está en función del
conocimiento real y efectivo de los asientos, sino en función de una presunción legal de conocimiento.
A) El precedente del Registro Mercantil se encuentra en las listas y matrículas de mercaderes de las corporaciones y gremios
medievales, en las que era preciso figurar inscrito para el ejercicio del comercio. El comerciante matriculado gozaba de
los derechos de la condición mercantil y obtenía la protección de la corporación o del gremio. Se trataba, pues, de una
matrícula de personas individuales, al que pronto van a acceder determinados actos de esos comerciantes, como las
escrituras dotales y las capitulaciones matrimoniales, los poderes concedidos a factores y dependientes y los contratos
de sociedad concertados por el comerciante con otros comerciantes o no comerciantes.
La aparición del Registro Mercantil es obra del Código de Comercio de 1829. Es entonces cuando nace propiamente el
Registro Mercantil, dividido en dos secciones: de un lado, la matrícula general de comerciantes, descendiente de las
viejas matrículas, y, de otro, el registro de documentos (arts. 22 a 31). Aunque de modo incipiente, en el primer Código
de Comercio español ya está presente la idea de que el Registro Mercantil es una institución destinada a desplegar efectos
sustanciales en relación con los terceros (arts. 22, 29, 328 y 335). Con todo, es preciso esperar a la promulgación del
Código de Comercio de 1885 para que el Registro Mercantil aparezca como instrumento técnico de publicidad legal.
En este Código de Comercio (arts. 16 a 32 de la redacción originaria) y en los sucesivos Reglamentos del Registro Mercantil
de 1885, de 1919 y de 1956, el Registro Mercantil se concibe, al igual que en el Código anterior, como un Registro de
personas –los comerciantes y las sociedades mercantiles (art. 16.I)– y de actos (art. 21), pero, además, como un Registro
de bienes: los buques (art. 16.II), a los que, con el paso del tiempo, habrían de añadirse las aeronaves. Con la inscripción
de estos bienes destinados o susceptibles de ser destinados a la navegación marítima o aérea, el Registro Mercantil se
convirtió en un Registro mixto, incorporando algunos de los principios que hasta entonces eran específicos del Registro
de la Propiedad. Pero el Código de Comercio de 1885 no sólo procede a la ampliación del objeto del Registro, sino que
instaura un auténtico sistema de publicidad legal: el acto legalmente inscribible, que ha sido inscrito, se considera
conocido por todos desde la fecha de inscripción, sin que pueda invocarse ignorancia, mientras que el acto inscribible y
no inscrito no produce efectos respecto de terceros (arts. 24 y 26 C. de C. y art. 2 RRM de 1956).
B) El Registro Mercantil experimentaría una importante transformación por virtud de la Ley 19/1989, de 25 de julio, de
adaptación y reforma parcial de la legislación mercantil a las Directivas de la Comunidad Económica Europea en materia
de sociedades (art. 1). En efecto, la Directiva 68/151/(CEE), de 9 de marzo de 1968, obligaba a modificar el momento de
producción de efectos de la inscripción en relación con las sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de
responsabilidad limitada: la oponibilidad de los actos inscritos tenía que producirse, no desde la inscripción, sino desde
la publicación de esa inscripción del acto inscribible, bien íntegramente o por extracto, en un boletín nacional designado
por el Estado miembro. Con buen criterio, el legislador español aprovechó la ocasión para sentar sobre nuevas bases la
institución registral. Se da una nueva redacción al Título II del Libro I del Código (ahora arts. 16 a 24) y se aprueba un
nuevo y muy amplio Reglamento del Registro Mercantil por Real Decreto de 29 de diciembre de 1989 el cual, tras la Ley
de 23 de marzo de 1995 de Sociedades de Responsabilidad Limitada, habría de ser sustituido por el Real Decreto de 19
de julio de 1996, que, con algunas modificaciones posteriores, es el actualmente vigente.
En primer lugar, con la Ley de 25 de julio de 1989, se produce la ampliación de los instrumentos técnicos de la publicidad
legal. Mientras que el sistema de publicidad legal del Código de Comercio se basaba única y exclusivamente en los
Registros Mercantiles territoriales, el sistema introducido por la Ley de 25 de julio de 1989 se caracteriza por la dualidad
de instrumentos técnicos de publicidad: los Registros Mercantiles territoriales (art. 17.2 C. de C. y art. 16 RRM), que
hacen efectiva la publicidad por certificación del contenido de los asientos expedida por el Registrador o por simple nota
informativa o copia de los asientos y de los documentos depositados (art. 23.1 C. de C.), y el Boletín Oficial del Registro
Mercantil (art. 21.1 C. de C. y arts. 420 y ss. RRM), en el que se publican por extracto los actos inscritos en los Registros
territoriales, así como anuncios y avisos legales. Como órgano de conexión o enlace entre los Registros territoriales y el
Boletín, figura el Registro Mercantil central que, entre otras funciones, tiene la de ordenar los extractos de las
inscripciones practicadas en los Registros Mercantiles territoriales, la de reelaborar la información recibida y la de publicar
esa información en el citado Boletín (art. 17.3 C. de C. y, sobre todo, art. 379 RRM). Además de esta publicidad oficial en
el Boletín Oficial del Registro Mercantil, desde la entrada en vigor de la Ley 19/1989, de 25 de julio, el Colegio de
Registradores ha procedido a recuperar en soporte digital el archivo histórico de todos los Registros Mercantiles
territoriales, facilitando así la publicidad a través de instrumento técnico alternativo: un portal único en la red.
En segundo lugar, el Registro Mercantil vuelve a ser exclusivamente Registro de personas y de actos. La Ley de 25 de julio
de 1989 cierra las puertas del Registro Mercantil a los buques y a las aeronaves (que ahora se inscriben en la Sección 1.ª
del Registro de Bienes Muebles: v. disp. adicional única del RD 1828/1999, de 3 de diciembre). Pero es necesario añadir
que este retorno a la concepción originaria va acompañado de una sustancial ampliación de los sujetos y de los actos
inscribibles. No sólo acceden al Registro empresarios y sociedades mercantiles, sino también otros sujetos a los que la
Ley desea someter al mismo régimen de publicidad legal (art. 16.1 C. de C.).
En tercer lugar, los efectos de la publicidad registral se desplazan desde la inscripción misma hasta la publicación del
extracto del acto inscrito: los actos sujetos a inscripción, en efecto, sólo son oponibles a terceros desde la publicación de
los datos esenciales de la inscripción en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (art. 21.1 C. de C.). Esa oponibilidad frente
al tercero del acto registrado no arranca ya, como en el sistema anterior, de la inscripción en sí, sino del momento ulterior
de la publicación de los datos esenciales del Registro Mercantil, dilatándose de este modo, en favor del tercero de buena
fe, el período de inoponibilidad del acto.
En cuarto lugar, se amplían considerablemente las funciones del Registro Mercantil. Hasta la promulgación de la Ley de
25 de julio de 1989, el Registro Mercantil era sólo un Registro público. A partir de entonces, al lado de las funciones
registrales tradicionales, el Registro Mercantil asume otras nuevas funciones que no son estrictamente registrales: la
legalización de los libros de los empresarios, el nombramiento de expertos independientes y de auditores de cuentas y el
depósito y publicidad de los documentos contables (art. 16.2 C. de C.). En tiempos más recientes, y por virtud de la Ley
15/2015, de 2 de julio, los registradores mercantiles han pasado a asumir, igualmente, funciones de jurisdicción voluntaria,
ampliándose así el perfil de la institución. En este ámbito, el Registro Mercantil tiene encomendadas, entre otras
funciones: la amortización, a instancia de cualquier tercero interesado, de las acciones propias adquiridas por una
sociedad anónima en violación de las normas sobre autocartera (art. 139 LSC); la convocatoria de la junta general de las
sociedades de capital a instancia de los socios, cuando no fueran convocadas por los administradores dentro del
correspondiente plazo legal o estatutariamente establecido o cuando éstos no atiendan oportunamente la solicitud de
convocatoria efectuada por la minoría (art. 169 LSC); el nombramiento de auditor a instancia de los administradores o de
cualquier socio, cuando la junta general de una sociedad obligada a auditarse no lo hubiera nombrado antes de que
finalice el ejercicio a auditar (art. 265.1 LSC).
II. SUJETOS Y ACTOS INSCRIBIBLES
1. SUJETOS Y ACTOS INSCRIBIBLES
A lo largo de la historia, el Registro Mercantil se ha caracterizado por una continua ampliación de su contenido. Durante un
largo período esa ampliación se ha limitado a los actos inscribibles. A esa expansión objetiva, se ha añadido ahora una
expansión subjetiva: al lado de los empresarios individuales, herederos de los viejos comerciantes (y al lado de las sociedades
mercantiles, la Ley, por distintas razones, ha considerado sujetos inscribibles a otras entidades). En el Derecho vigente, el
Registro Mercantil tiene por objeto la inscripción de los empresarios individuales (y de los emprendedores no empresarios
que pretendan hacer uso de la facultad de limitar la responsabilidad por las deudas contraídas en el ejercicio de la profesión
a la que se dediquen; v. Lección 2.ª, VI, 1); las sociedades mercantiles –entre las que deben considerarse comprendidas las
sociedades cooperativas cuando «se dediquen a actos de comercio extraños a la mutualidad» (art. 124 C. de C.)–, incluidas
también las sociedades anónimas europeas (Reglamento [CE] 2157/2001, de 8 de octubre, por el que se aprueba el estatuto
de la sociedad anónima europea, y art. 457.2 LCS) y las sociedades cooperativas europeas (Reglamento [CE] 1435/2003, de
22 de julio, por el que se aprueba el estatuto de la sociedad cooperativa europea y art. 3.1. de la Ley 3/2011, de 4 de marzo,
por la que se regula la sociedad cooperativa europea con domicilio en España); las sociedades civiles, profesionales y no
profesionales; cualesquiera entidades de crédito y de seguros (así, además de las sociedades anónimas bancarias y de las
sociedades anónimas de seguros y de reaseguros, las cajas de ahorro, las cooperativas de crédito, incluidas las cajas rurales,
y las cooperativas y las mutuas de seguros y las mutuas de previsión social); las sociedades de garantía recíproca; las
instituciones de inversión colectiva (sociedades y fondos de inversión); los fondos de pensiones (arts. 11 y 11 bis RDL 1/2002,
de 29 de noviembre, en la redacción dada por la disp. final 13.ª de la Ley 2/2011, de 4 de marzo); las agrupaciones de interés
económico (incluidas las agrupaciones europeas de interés económico), así como aquellos actos de los sujetos inscritos
determinados legal o reglamentariamente (art. 16.1 C. de C. y art. 81RRM).
A este catálogo legal, la Ley de Ordenación del Comercio Minorista ha añadido la inscripción de cualquiera clase de entidades
que se dediquen al comercio al por mayor o al por menor o a la realización de adquisiciones o presten servicios de
intermediación para negociar las mismas por cuenta de comerciantes al por menor, cuando en el ejercicio inmediatamente
anterior hayan superado determinada cifra de volumen de negocio ( disp. adic. 4.ª de la Ley de 15 de enero de 1996); y la Ley
10/2010, 28 de abril, ha añadido igualmente la inscripción de las personas que con carácter profesional presten determinados
servicios por cuenta de terceros (constituir sociedades u otras personas jurídicas; ejercer funciones de dirección o de secretarios
no consejeros de consejo de administración o de asesoría externa de una sociedad, socio de una asociación o funciones similares
en relación con otras personas jurídicas o disponer que otra persona ejerza dichas funciones; facilitar un domicilio social o una
dirección comercial, postal, administrativa y otros servicios afines a una sociedad, una asociación o cualquier otro instrumento o
persona jurídicos; ejercer funciones de fiduciario en un fideicomiso (trust) o instrumento jurídico similar o disponer que otra
persona ejerza dichas funciones; o ejercer funciones de accionista por cuenta de otra persona, exceptuando las sociedades que
coticen en un mercado regulado de la Unión Europea y que estén sujetas a requisitos de información acordes con el Derecho de la
Unión o a normas internacionales equivalentes que garanticen la adecuada transparencia de la información sobre la propiedad, o
disponer que otra persona ejerza dichas funciones). Si se trata de personas físicas profesionales, la inscripción debe practicarse
exclusivamente de forma telemática con base en un formulario preestablecido aprobado por orden del Ministro de Justicia
(disposición adicional única de la Ley 10/2010, de 28 de abril, en la redacción dada por el Real Decreto-ley 11/2018, de 31 de agosto).
En realidad, al lado de auténticos sujetos de derecho, en ese catálogo de sujetos inscribibles figuran algunas realidades que
en modo alguno merecen esa calificación, sino que son patrimonios dotados de un grado mayor o menor de autonomía. Tal
es el caso de los fondos de inversión y de los fondos de pensiones, que son patrimonios pertenecientes a una colectividad de
inversores o de pensionistas (art. 3.1 de la Ley 35/2003, de 4 de noviembre, de Instituciones de Inversión Colectiva, y art. 11.1 y 4 del
RDL 1/2002, de 29 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de regulación de los Planes y Fondos de Pensiones).
En cuanto a los actos inscribibles, éstos están en función de la clase de sujeto de que se trate (art. 16.1-8.º C. de C. y 81.2
RRM). En el caso del empresario individual, los principales actos o resoluciones judiciales inscribibles son los relativos a la
capacidad del empresario y al régimen económico del matrimonio (incluidas las capitulaciones matrimoniales y las sentencias
firmes en materia de nulidad del matrimonio, separación y divorcio), la cesión global de activo y pasivo, así como los poderes
generales (incluida su modificación, revocación y sustitución), la apertura, el cierre y demás actos relativos a las sucursales,
y la declaración judicial de concurso de acreedores, la intervención o la suspensión de las facultades de administración y
disposición que hubiera decretado el juez y la identidad del administrador concursal (art. 22 C. de c., art. 36 LC y art. 87 RRM).
En el caso de las sociedades mercantiles y demás entidades inscribibles, el acto constitutivo y sus modificaciones, el
nombramiento y cese de administradores, liquidadores y auditores, los poderes generales (incluida su modificación,
revocación y sustitución), la apertura, el cierre y demás actos relativos a las sucursales, la rescisión, disolución, reactivación,
transformación, fusión y escisión de la sociedad, la creación de su página web, la declaración de unipersonalidad sobrevenida,
así como la declaración judicial de concurso de acreedores de la sociedad, la intervención o la suspensión de las facultades
de administración y disposición y el nombramiento de los administradores concursales y, en el caso de sociedades de capital
o entidades autorizadas para ello, la emisión de obligaciones u otros valores negociables agrupados en emisiones, salvo que
la emisión se realice por sociedades cotizadas y revista determinadas características (arts. 22.2 C. de C., 11 bis.3 y 13.1 LSC,
art. 36 LC y 94.1 RRM). Las sociedades cotizadas deberán inscribir, además, en el Registro Mercantil el reglamento de la junta
general de accionistas y el reglamento del consejo de administración (arts. 513.2 y 529.2 LSC).
La inscripción de sujetos y de actos en el Registro Mercantil está sometida al llamado principio de tipicidad: existe un
numerus clausus de sujetos y de actos inscribibles (Ress. DGRN de 7 de octubre de 2002 y de 15 de noviembre de 2004).
Solamente son inscribibles en los Registros Mercantiles territoriales aquellos sujetos y aquellos actos determinados por la
Ley (art. 16.1 C. de C.) y por el Reglamento del Registro Mercantil [art. 2, letra a), RRM]. Así, por ejemplo, no es inscribible en
la hoja abierta a una sociedad de responsabilidad limitada el embargo de participaciones sociales (Res. DGRN de 8 de abril
de 2012). La limitación de los actos inscribibles es exigencia lógica de la propia finalidad del sistema registral mercantil. El
Registro tiene por objeto publicar frente a terceros hechos relevantes. Si se dejase abierto el Registro a actos no previstos
por norma legal o reglamentaria, no sólo se produciría gran incertidumbre acerca del contenido potencial de la hoja registral,
sino que sería inadmisible, por el grave daño que ocasionaría a los terceros, dotar de oponibilidad a aquellos actos inscritos
y publicados que hubieran accedido al Registro por la mera decisión del interesado.
2. EL PRINCIPIO DE LA INSCRIPCIÓN OBLIGATORIA
Los sujetos y los actos inscribibles deben inscribirse obligatoriamente en el Registro Mercantil (art. 4 RRM). Al establecer ese
catálogo de sujetos y de actos inscribibles, la Ley no autoriza la inscripción, sino que la exige. Incluso los Notarios que
autoricen documentos sujetos a inscripción en el Registro Mercantil tienen la obligación de advertir a los otorgantes, en el
propio documento y de manera específica, acerca de la obligatoriedad de la inscripción (art. 82 RRM).
A) En relación con los sujetos, este principio de la inscripción obligatoria tiene dos importantes excepciones:
a) La primera excepción es la inscripción de los empresarios individuales. Mientras que la inscripción de las sociedades
mercantiles y demás entidades inscribibles es obligatoria (art. 19.2 C. de C.), la inscripción de los empresarios
individuales no tiene este carácter (art. 19.1 C. de C.). Existe, no obstante, una importante medida de fomento de la
inscripción y que puede hacer dudar acerca de la significación puramente potestativa de la inscripción del empresario
individual: nos referimos a la sanción impuesta a ese empresario no inscrito en el sentido de que no podrá pedir la
inscripción de ningún documento en el Registro Mercantil ni aprovecharse de sus efectos legales (art. 19.1 II C. de C.).
En todo caso, el carácter potestativo de la inscripción del empresario individual tiene una excepción: la relativa al
carácter obligatorio de la inscripción del naviero y del armador que dedique el buque a la navegación con fines
empresariales [arts. 19.1 C. de C. y 81.1, letra a), RRM y art. 146 LNM].
Para obtener esa inscripción es suficiente con la solicitud del interesado (art. 88 RRM) acompañando acreditación de
haber presentado a la Administración Tributaria la denominada «declaración de comienzo de la actividad empresarial»
(art. 89 RRM en relación con la disp. ad. 5.ª de la Ley 58/2003, de 17 de diciembre), y RD 1065/2007, de 27 de julio).
b)La segunda excepción al principio de inscripción obligatoria es la inscripción voluntaria de las sociedades civiles.
Mientras que las sociedades mercantiles por razón de la forma social elegida, aunque tengan objeto civil, se consideran
mercantiles a todos los efectos si son anónimas o de responsabilidad limitada (art. 2 LSC) o a determinados efectos, si
fueran colectivas o comanditarias simples (art. 1670 C.c.), y, por consiguiente son sujetos de inscripción obligatoria, y
mientras que las sociedades civiles profesionales, aunque no sean mercantiles, son también sujetos de inscripción
obligatoria en el Registro Mercantil, las sociedades civiles, constituidas conforme al derecho civil común o al derecho
civil autonómico, que no tengan esa condición de sociedades profesionales, pueden, si lo consideran oportuno,
inscribirse voluntariamente en este Registro (disp. adic. 8.ª Ley 18/2022, de 28 de septiembre).
c) La tercera excepción es la inscripción de los fondos. Mientras que la inscripción de los fondos de pensiones continúa
siendo obligatoria (arts. 11 y 11bis del Real Decreto Legislativo 1/2002, de 29 de noviembre), la inscripción de los
fondos de inversión, sean cotizados o no cotizados, es meramente potestativa [art. 10.6 LIIC y art. 8.1, letra b), RD
1082/2012, de 13 de julio] y también es meramente potestativa la inscripción de los fondos de capital-riesgo [art. 8,
letra b), Ley 22/2014, de 12 de noviembre, por la que se regulan las entidades de capital-riesgo, otras entidades de
inversión colectiva de tipo cerrado y las sociedades gestoras de entidades de inversión colectiva de tipo cerrado y por
la que se modifica la Ley 35/2003, de 4 de noviembre, de Instituciones de Inversión Colectiva].
B) En relación con los actos, el principio de la inscripción obligatoria tiene también dos importantes excepciones:
a) La primera excepción es la inscripción de los poderes. Mientras que los poderes generales y las delegaciones
permanentes de facultades del consejo de administración de una sociedad mercantil en uno o varios consejeros-
delegados o en una comisión ejecutiva, así como la modificación, la revocación y la sustitución de esos poderes y la
modificación y la revocación de esa delegación permanente de facultades deben necesariamente inscribirse (salvo
que se trate de poderes generales para pleitos), los poderes especiales – es decir, para la realización de actos
concretos– y las delegaciones ocasionales o transitorias de facultades son de inscripción meramente voluntaria (arts.
87-2.º y 94-5.º RRM).
b) La segunda excepción es la relativa a la emisión de obligaciones. Frente al carácter obligatorio de la inscripción de las
emisiones de obligaciones en general (art. 22.2 C. de C.), no será necesario el requisito de la escritura pública ni el de
la inscripción de la emisión en el Registro Mercantil respecto de aquellas emisiones de obligaciones (o de otros valores
que reconozcan o creen deuda), cualquiera que sea la entidad emitente, siempre que vayan a ser objeto de una oferta
pública de venta o de admisión a negociación en un mercado secundario oficial y respecto de las cuales se exija la
elaboración de un folleto que esté sujeto a aprobación y registro por la Comisión Nacional del Mercado de Valores o
vayan a ser objeto de admisión a negociación en un sistema multilateral de negociación establecido en España, y salvo
que se trate de obligaciones convertibles (art. 40 Ley 6/2023, de 17 de marzo, del Mercado de Valores).
Un caso particular es el de los denominados «protocolos familiares» estipulados entre socios de una sociedad mercantil con
vínculos de familia «para regular las relaciones entre familia, propiedad y empresa» (art. 2.1RD 171/2007, de 9 de febrero).
Se puede hacer constar en el Registro Mercantil la existencia del protocolo (art. 5.1); se puede depositar ese protocolo, total
o parcialmente, junto con las cuentas anuales (art. 6); y se puede, en fin, inscribir en el Registro que un determinado acuerdo
inscribible ha sido adoptado en ejecución de un protocolo familiar (art. 7). Pero el protocolo en sí no es inscribible.
III. LA ORGANIZACIÓN Y EL FUNCIONAMIENTO DEL REGISTRO MERCANTIL
1. LOS REGISTROS MERCANTILES TERRITORIALES
El sistema registral mercantil español pertenece a los denominados sistemas de Registro descentralizado. El Registro es una
oficina pública radicada en todas las capitales de provincia –y, además, en Santiago de Compostela, en Ceuta y Melilla y en
determinadas islas (art. 16.1 RRM)–, que está a cargo de los Registradores de la propiedad y mercantiles (art. 13.1 RRM), y
depende del Ministerio de Justicia a través de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública (antes Dirección General
de los Registros y del Notariado: v. art. 2 del RD 139/2020, de 28 de enero). A diferencia de los Registros de la Propiedad, la
circunscripción territorial de los Registros Mercantiles coincide con la provincia en cuya capital radica, salvo en el caso de los
Registros Mercantiles antes señalados (art. 16.2 RRM). No obstante, la electronificación del Registro mercantil ha abierto el
interrogante de si, en lugar de organizar este Registro mediante Registros mercantiles provinciales, sería preferible contar
con un único Registro mercantil nacional.
Cada Registro Mercantil territorial tiene uno o varios titulares. En las provincias de mayor actividad económica, el Registro
Mercantil cuenta con una pluralidad de Registradores mercantiles, los cuales llevarán el despacho de los documentos con
arreglo al convenio de distribución de materias o sectores que acuerden, que deberá ser sometido a la aprobación de la
Dirección General (art. 15.1 RRM). En las provincias de menor actividad económica, el titular del Registro Mercantil suele
tener también la titularidad de un Registro de la Propiedad.
El Reglamento del Registro Mercantil determina qué libros y legajos debe llevar cada Registro Territorial y las formalidades
comunes de esos libros (arts. 23 a 32 RRM).
2. EL SISTEMA DE HOJA PERSONAL: APERTURA Y CIERRE
El Registro Mercantil se lleva por el sistema de hoja personal (art. 3 RRM), a diferencia del Registro de la Propiedad que, en
cuanto Registro de bienes inmuebles y de derechos relativos a ellos, se lleva por el sistema de hoja real. Significa ello que, al
practicar la primera inscripción de un sujeto inscribible, se abre una hoja numerada en el Registro, en la que, en los folios que
sean necesarios, se practicarán todos los asientos posteriores relativos a ese sujeto.
Para la apertura de la hoja registral es competente el Registrador mercantil correspondiente al domicilio del sujeto inscribible
(art. 17.1 RRM). Como la circunscripción territorial del Registro Mercantil, salvo excepciones, es provincial, para el cambio de
domicilio del sujeto inscrito a provincia distinta se presentará en el Registro Mercantil de destino certificación literal de las
inscripciones practicadas en la hoja abierta en el Registro de origen, a fin de que esas inscripciones se trasladen a la nueva
hoja que se le abra en dicho Registro (art. 19 RRM).
En cuanto a la cancelación de los asientos, cuando el Registrador mercantil practica el asiento general de cancelación de todas
las inscripciones realizadas en aquella hoja, tiene lugar el llamado cierre definitivo de la hoja (así sucederá en los supuestos
de muerte o cese en el ejercicio de la actividad o, en caso de sociedad mercantil, al concluir la liquidación; art. 247 RRM).
Pero el cierre de la hoja puede ser simplemente provisional, ya sea parcial, ya sea total.
A) El cierre provisional es parcial cuando, a pesar del cierre, se autoriza la práctica de algunas inscripciones que
específicamente enumera las Leyes. En la legislación mercantil son casos de cierre provisional los supuestos de falta de
depósito de las cuentas anuales (art. 282 LSC y art. 378 del RRM; v. Ress. DGRN de 27 de febrero de 2012 y 7 de julio de
2016) o de falta de adaptación oportuna de los estatutos de las sociedades anónimas (disp. trans. 6.ª.1 de la Ley de 25
de julio de 1989). A estos supuestos de cierre parcial, la legislación tributaria ha añadido un supuesto muy peculiar: la
baja por falta de pago del impuesto de sociedades del índice de identidades que se llevan en las Delegaciones de la
Agencia Estatal de la Administración Tributaria.
El caso paradigmático de cierre provisional parcial que contiene la legislación mercantil es el cierre por falta de depósito
de las cuentas anuales. El incumplimiento por los administradores de la obligación de depositar dentro del plazo
legalmente establecido los documentos que integran las cuentas anuales, acompañados de la certificación acreditativa
de la aprobación de dichas cuentas por la junta de socios (y, si se trata de la sociedad dominante en un Grupo de
sociedades, junto con las cuentas propias, de las cuentas consolidadas) supone el cierre de la hoja, en la que ya no se
podrá inscribir documento alguno relativo a la sociedad en tanto persista el incumplimiento de esa obligación legal (art.
262.1 LSC). Las únicas excepciones son la inscripción de los títulos relativos al cese o dimisión de los administradores,
gerentes, directores generales o liquidadores; la inscripción de la revocación o renuncia de poderes; la inscripción de la
disolución de la sociedad y el nombramiento de liquidadores; y la inscripción de los asientos que ordene la autoridad
judicial o administrativa (art. 282.2 LSC). Sin duda, el legislador no ha estado afortunado a la hora de establecer esas
excepciones. Así, simplemente por ejemplo, si la sociedad, como consecuencia de la extinción del arrendamiento del
inmueble en el que radicaba la sede social, ha decidido o ha acordado el cambio de domicilio y elevado a público dicha
decisión o dicho acuerdo, no podrá acceder al Registro mercantil ese cambio de domicilio.
El caso de cierre provisional parcial que contiene la legislación tributaria es el cierre por impago del impuesto de
sociedades. En efecto, en cada Delegación de la Agencia Estatal de la Administración Tributaria se lleva un índice de
entidades en el que figuran inscritas las que tengan el domicilio fiscal dentro del ámbito territorial de la Delegación ( art.
118 de la Ley 27/2014, de 27 de noviembre, del Impuesto sobre Sociedades). Cuando los débitos tributarios para con la Hacienda
pública del Estado de la entidad sujeta al impuesto de sociedades sean declarados fallidos, o cuando la entidad no haya
presentado la declaración correspondiente al impuesto de sociedades durante tres períodos impositivos consecutivos, la
Agencia Estatal de la Administración Tributaria, previa audiencia de los interesados, dictará acuerdo de baja provisional
que notificará al Registro Mercantil, si la sociedad o entidad figura inscrita en ese Registro, procediendo el Registrador al
cierre provisional de la hoja mediante nota marginal en la que hará constar que, en lo sucesivo, no podrá realizarse
ninguna inscripción que a dicha hoja concierna sin presentación de certificación de alta en el índice de entidades ( art. 119
LIS; v. también art. 62RGR). El cierre provisional de la hoja registral establecida en la norma legal tributaria ( norma que la
antigua Dirección General de los Registros y del Notariado ha calificado como «perturbadora de la seguridad del tráfico jurídico»)
cuenta, sin embargo, con algunas excepciones: pueden extenderse los asientos ordenados por la autoridad judicial y
aquellos otros que hayan de contener los actos necesarios que sean presupuesto para la reapertura de la hoja, así como
los relativos al depósito de las cuentas anuales (art. 96 RRM; Res. DGRN de 10 de febrero de 1999), pero no los relativos
a la disolución de la sociedad y al nombramiento de liquidadores (Ress. DGRN de 7 de mayo de 1997 y 23 de octubre de 2003).
El problema que plantea el cierre provisional de la hoja registral es que el régimen jurídico no es homogéneo, sino que
está en función de la causa de ese cierre. Aquellas normas legales que establecen el cierre provisional de la hoja registral
como sanción por incumplimiento de determinadas obligaciones no siempre coinciden a la hora de determinar el ámbito
de las excepciones a ese cierre. Así, mientras que, en caso de cierre registral por falta de depósito de cuentas, se admite
la inscripción del cese o de la dimisión de los administradores, aunque no el nombramiento de quienes hayan de
sustituirles en el cargo (art. 282 LSC), en el caso de cierre por incumplimiento de las obligaciones fiscales esa excepción
no existe (art. 119 LIS; Ress. DGRN de 14 de noviembre de 2013, 11 de junio de 2018, y 20 de febrero y 22 de julio de
2019). Las disfunciones que produce el cierre provisional de la hoja harían aconsejable no sólo homogeneizar el ámbito
de las excepciones, sino, yendo más allá, suprimir los casos de cierre provisional.
B) El cierre es total cuando ya no cabe practicar inscripción alguna en la hoja abierta a ese sujeto en tanto no se regularice
la situación que motivó el cierre de esa hoja. Así, en el supuesto de inscripción de la resolución judicial por la que se
reduzca el capital a una cifra inferior al mínimo legal en caso de amortización de acciones propias, permaneciendo cerrada
la hoja hasta que se inscriba la escritura de aumento de ese capital en la medida necesaria, la escritura de transformación
o la escritura de disolución de la sociedad (art. 173.2 RRM); o en el caso de inscripción de la sentencia que ordene a una
sociedad o entidad inscrita el cambio de la denominación, durando el cierre hasta que no se inscriba la nueva
denominación (art. 417.2 RRM).
La legislación tributaria ha añadido un muy drástico cierre total de la hoja: cuando la Agencia Estatal de la Administración
Tributaria revoque el número de identificación fiscal de una entidad y esa revocación se publique en el Boletín Oficial del
Estado, el notario no puede autorizar instrumentos públicos sobre declaraciones de voluntad, actos, contratos o negocios
jurídicos de cualquier clase; los Registradores mercantiles no pueden practicar anotación o inscripción en la hoja abierta
a dicha entidad en ese Registro; y los Registradores de la Propiedad tampoco pueden practicar en este otro Registro
anotación o inscripción sobre bienes o derechos anotados o inscritos a nombre de esa entidad (disposición adicional 6.ª
LGT, en la redacción dada por la Ley 11/2021, de 9 de julio). El Registro mercantil en el que esté inscrita la entidad a la que
afecte la revocación debe proceder a extender en la hoja abierta a esa entidad una nota marginal en la que se hará constar
que, en lo sucesivo, no podrá realizarse inscripción alguna que afecte a aquella, salvo que se rehabilite el número de
identificación fiscal. Excepcionalmente, se admitirá la realización de los trámites imprescindibles para la cancelación de la
nota marginal a la que se refiere el párrafo anterior (disposición adicional 6.ª LGT, en la redacción dada por la Ley 11/2021,
de 9 de julio; y contestación de la Dirección General de los Registros y el Notariado de 15 de septiembre de 2015 a la
consulta de la Subdirección General de Verificación y Control Tributario del Departamento de Gestión Tributaria de 3 de
julio de 2015). El rigor de este cierre es tal que la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública ha considerado que
ni siquiera puede inscribirse en la hoja abierta a la sociedad testimonio de la resolución judicial firme por la que se declaró
la nulidad de la sociedad (Res. De 2 de diciembre de 2021).
3. EL PROCESO DE INSCRIPCIÓN
A) El proceso de inscripción se inicia con la presentación de los documentos en los que constan las circunstancias de los
sujetos que pretenden ser inscritos o los actos objeto de inscripción. En esta materia rigen los denominados principios
de rogación y de titulación pública: el principio de rogación significa que el procedimiento dirigido a la práctica de los
asientos registrales se inicia a instancia de parte legitimada y no de oficio por el Registrador mercantil. En el Derecho
español, se facilita extraordinariamente la presentación de documentos inscribibles mediante una presunción según la
cual quien presente un documento inscribible en el Registro Mercantil se considera representante de quien tenga la
facultad o el deber de solicitar la inscripción (art. 45.1RRM). Por excepción, en algunos casos, el Registrador practica el
asiento en virtud de mandamiento judicial (como, por ej., los relativos al concurso de acreedores: v. art. 321 RRM) y, en
otros, debe proceder de oficio a la práctica de determinados asientos sin previa solicitud de interesado. Así, por ejemplo,
en los casos de caducidad del nombramiento de administradores de sociedades, una vez vencido el plazo para el que
hubieran sido nombrados (art. 145 RRM) y en los casos de disolución de pleno derecho de sociedad por transcurso del
tiempo (art. 238 RRM) o por falta de cambio de la denominación social a que hubiera sido condenada por sentencia firme
como consecuencia de violación del derecho de marca (disp. adic. 17.ª LM).
El principio de titulación pública significa que la inscripción tiene que practicarse en virtud de documento público. Son
documentos públicos las escrituras públicas, los documentos judiciales y los documentos administrativos. Por excepción,
la inscripción se practicará en virtud de documento privado en los casos expresamente prevenidos en las Leyes y en el
Reglamento del Registro Mercantil (art. 18.1 C. de C. y art. 5.1 y 2 RRM). Así, por ejemplo, se practica en virtud de
documento privado la inscripción primera del empresario individual, salvo que se trate de naviero, y la apertura y el cierre
de sucursales (art. 93 RRM); la inscripción del nombramiento y del cese de administradores, liquidadores y auditores (arts.
142, 245 y 154 RRM); y la inscripción de los reglamentos de la junta general de accionistas y del consejo de administración
de las sociedades cotizadas (arts. 513.2 y 529.2LSC). La agrupación europea de interés económico y los actos inscribibles
relativos a la misma pueden inscribirse también en el Registro Mercantil en virtud de documento privado con firmas
legitimadas notarialmente (art. 22.3 de la Ley 12/1991, de 29 de abril, de Agrupaciones de Interés Económico).
Es indiferente que se trate de un documento público otorgado en España o en el extranjero. El documento extranjero,
debidamente apostillado, constituye título hábil para la inscripción (art. 5.3 RRM en relación con art. 4 LH y arts. 36 y ss.
RH; y Res. DGRN de 22 de febrero de 2012, en relación con la inscripción en el Registro de la Propiedad).
La presentación debe hacerse en el Registro territorial del domicilio del sujeto inscribible o inscrito (art. 17.1 RRM). La
presentación puede ser física, es decir, realizarse mediante la entrega o consignación material del título a inscribir, por
fax o por vía telemática y con firma electrónica avanzada del Notario autorizante o responsable del protocolo (art. 112
de la Ley 24/2001, de 27 de diciembre).
En los últimos años, se han aprobado distintas disposiciones que imponen la presentación telemática:
a) En materia de constitución de sociedades mercantiles, la regla general es la presentación telemática; la presentación
física o material es la excepción. La presentación telemática se realiza sin necesidad de acreditar la previa
autoliquidación del impuesto correspondiente con alegación de exención (v. Ress. DGRN de 29 de octubre de 2011 y
de 26 de enero de 2012).
El procedimiento para la constitución de las sociedades limitadas se encuentra regulado pormenorizadamente,
distinguiendo según los fundadores opten por constituir la sociedad conforme a los estatutos tipo o no (arts. 15 y 16
Ley 14/2013, de 27 de diciembre, de apoyo a los emprendedores y a su internacionalización, en la redacción dada por
la Ley 18/2022, de 28 de septiembre, de creación y crecimiento de empresas; v. también el RD 421/2015, de 29 de
mayo, por el que se regulan los modelos de estatutos-tipo y de escritura pública estandarizados de las sociedades de
responsabilidad limitada y se aprueba el modelo de estatutos-tipo, y Orden JUS/1840/2015, de 9 de septiembre, por
la que se aprueba el modelo de escritura pública en formato estandarizado y campos codificados de las sociedades de
responsabilidad limitada, así como la relación de actividades que pueden formar parte del objeto social).
b) En materia de constitución de fondos de pensiones, la presentación telemática de la escritura pública de constitución
del fondo no admite excepciones de clase alguna (art. 11 bis.2 RDL 1/2002, de 29 de noviembre, introducido por la
disp. final 13.ª de la Ley 2/2011 de 4 de marzo).
En todo caso, la presentación tiene que realizarse por persona legitimada o por su representante; pero –como antes
hemos señalado– quien presente un documento inscribible será considerado representante de quien tenga la facultad o
el deber de solicitar la inscripción, facilitándose así este trámite (art. 45 RRM).
Si la inscripción es obligatoria, la presentación del documento tiene que realizarse dentro del mes siguiente al
otorgamiento del documento o de los documentos necesarios para la práctica del asiento, salvo disposición contraria legal
o reglamentaria (art. 19.2 C. de C. y 83 RRM). Entre estas excepciones destaca la relativa a los acuerdos sociales
inscribibles: el documento en que consten estos acuerdos debe presentarse dentro de los ocho días siguientes a la fecha
de aprobación del acta correspondiente (art. 26.3 C. de C.).
Al presentar cualquier documento que pueda provocar alguna operación registral se extenderá en el Diario
correspondiente oportuno asiento de presentación, haciéndose constar en el documento el día y la hora de presentación
y el número y tomo del Diario (art. 42 RRM), y entregándose recibo al presentante (art. 53 RRM). La fecha de este asiento
tiene especial importancia: se considera como fecha de inscripción la fecha del asiento de presentación (art. 55.1 RRM),
salvo que se trate de inscripciones constitutivas (v., sin embargo, STS [3.ª] de 21 de mayo de 2012). El asiento tiene una
vigencia de dos meses, excepto el relativo a la presentación de las cuentas anuales para depósito, que es de cinco meses
(art. 43 RRM).
B) Presentado a inscripción un documento, rigen los principios de prioridad y de tracto sucesivo. Según el principio de
prioridad, inscrito o anotado preventivamente en el Registro Mercantil cualquier título, no podrá inscribirse o anotarse
ningún otro de igual o anterior fecha que resulte opuesto o incompatible con él (art. 10.1 RRM). Además, el documento
que acceda primeramente al Registro es preferente sobre los que accedan con posterioridad, debiendo el Registrador
practicar las operaciones registrales correspondientes según el orden de presentación (art. 10.2 RRM). Este principio de
prioridad –tiene declarado la Dirección General– no supone una traslación mecánica del que con el mismo nombre rige
para el Registro de la Propiedad como registro de bienes (Ress. DGRN de 5 de junio y 20 de diciembre de 2012), por lo
que tiene que interpretarse «en conexión con la global significación y finalidad del Registro» (Ress. DGRN de 5 de abril de
1999 y de 12 de enero de 2011) y debe ceder en beneficio de otros principios registrales de mayor trascendencia. Según
el principio de tracto sucesivo –importado del Registro de la Propiedad–, para inscribir actos o contratos relativos a un
sujeto inscribible será preciso la previa inscripción del sujeto (art. 11.1 RRM); para inscribir actos o contratos modificativos
o instintivos de otros otorgados con anterioridad será precisa la previa inscripción de éstos (art. 11.2 RRM); y, en fin, para
inscribir actos o contratos otorgados por apoderados o administradores será igualmente precisa la previa inscripción de
éstos (art. 11.3 RRM). Así, por aplicación del principio de tracto sucesivo, se ha denegado la inscripción de un acuerdo
de reducción del capital social que parta de una cifra que no se corresponda con la que el Registro publica (Res. DGRN de
25 de febrero de 2004). Sin embargo, con buen criterio, se admite la anotación preventiva de demanda contra
determinados acuerdos sociales inscribibles, aunque todavía no se hayan presentado a inscripción (Res. DGRN 29 de
enero de 2018).
C) Una vez presentado el documento o los documentos necesarios para la práctica de la inscripción, el Registrador mercantil
debe proceder a la calificación de los mismos. La calificación es el examen que, por imperativo legal, debe realizar el
Registrador para comprobar la legalidad de los títulos o documentos presentados a los meros efectos de extender,
suspender o denegar el asiento solicitado. La calificación consiste, pues, en el control de la legalidad del título que se
presenta a inscripción. La calificación es un control obligatorio, ya que el Registrador ha de pronunciarse necesariamente
sobre el título presentado, practicando la inscripción, suspendiendo la práctica de la misma o denegándola; un control
personalísimo, que no es susceptible de ser delegado (sin perjuicio de lo que más adelante señalaremos en relación con
la práctica de la inscripción por parte de cotitular del Registro y de la calificación por parte de Registrador sustituto); y un
control independiente, pues el Registrador no puede recibir instrucciones ni intromisiones de autoridades judiciales o
administrativas, sin perjuicio de que las Resoluciones de la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública que
estimen recursos interpuestos contra la calificación del Registrador tengan carácter vinculante para todos los
Registradores mientras no se anulen por los tribunales (art. 327 LH).
La calificación se limita a comprobar la legalidad de las formas extrínsecas de los documentos de toda clase en cuya virtud
se solicita la inscripción, así como la capacidad y legitimación de los que los hubieran otorgado o suscrito y la validez de
su contenido (art. 18.2 C. de C. y 58.2 RRM).
Ahora bien, por lo que se refiere a la calificación de la representación legal, voluntaria u orgánica del otorgante de un
instrumento público presentado a inscripción, las tradicionales facultades del Registrador han sido cercenadas. En efecto,
al autorizar un documento público otorgado por representante, el Notario debe emitir con carácter obligatorio un juicio
–que algunas resoluciones denominan «calificación»– acerca de la suficiencia de las facultades de ese representante para
formalizar el acto o negocio jurídico de que se trate. Naturalmente, la existencia y la suficiencia del poder de
representación deben acreditarse al Notario mediante exhibición de documento auténtico. El fedatario deberá hacer
constar en el título que autoriza que se ha llevado a cabo ese «juicio de suficiencia» (en realidad, «juicio de existencia y
de suficiencia»); que tal juicio está referido al acto o negocio jurídico documentado; y que se han acreditado al Notario
dichas facultades mediante la exhibición de documentación auténtica, con expresión en el documento que autoriza de
los datos identificativos del documento del que nace la representación (es decir, la identidad del representante y del
representado, la identidad del Notario, la fecha del documento y el número de protocolo ). Por su parte, el Registrador, cuando se
presenta a inscripción el documento, tiene que calificar, de un lado, la existencia y la regularidad de esa reseña
identificativa efectuada por el Notario del documento del que nace el poder de representación y, de otro, la existencia del
«juicio notarial de suficiencia» (que tiene que ser expreso y concreto, sin que pueda obviarse mediante la simple transcripción de
las facultades) en relación con el acto o negocio jurídico documentado, así como la congruencia de la calificación que hace
el Notario de ese acto o de ese negocio jurídico y el contenido del mismo título ( v. STS de 23 de septiembre de 2011). En
ningún caso, puede solicitar el Registrador que se le acompañe el documento auténtico del que nace el poder de
representación, que se le transcriban facultades o que se le testimonie total o parcialmente el contenido de ese
documento auténtico del que nacen las facultades representativas (art. 98.2 Ley 24/2001, de 27 de diciembre, modificada por
la Ley 24/2005, de 18 de noviembre; v., entre otras muchas, Ress. DGRN de 14, 15, 17, 29, 21 y 22 de septiembre y 14, 15, 18, 19, 20,
21 y 22 de octubre y 10 de noviembre de 2004, de 10 de enero y 13, 22, 23, 24, 26, 27, 28 y 29 de septiembre de 2005 y de 2 de
diciembre de 2010 y 5 de abril, 9, 10 y 11 de junio, 1 de julio, 27 de julio y 4 de agosto de 2011 ). A la matriz notarial sólo deben ser
unidos los documentos acreditativos de la relación representativa cuando así lo exija la Ley, si bien el Notario podrá
hacerlo siempre que lo juzgue conveniente (art. 98.3 la Ley 24/2001, de 27 de diciembre). De otro lado, es menester señalar
que, modificando una muy consolidada doctrina, la Dirección General considera ahora que los actos realizados por un
administrador cuyo cargo no esté inscrito en el Registro Mercantil pueden acceder al Registro de la Propiedad cuando
conste en la escritura pública el juicio notarial de suficiencia antes señalado ( Res. DGRN de 1 de agosto de 2005).
En relación con la representación orgánica, el Registrador no puede exigir que conste en el documento manifestación
alguna sobre la vigencia del cargo del administrador – manifestación que es muy frecuente y recomendable en la práctica
–, ya que no existe ninguna norma legal que imponga esa manifestación, la cual, en todo caso, debe entenderse implícita
en la afirmación, que hace el otorgante en el momento mismo del otorgamiento de la escritura, de que ostenta la
condición de administrador con poder de representación (Ress. DGRN 28 de mayo de 1999 y 21 de enero y 1 de agosto de 2005).
Como los únicos medios o instrumentos que puede utilizar el Registrador para realizar la calificación son los propios
documentos presentados y los asientos del Registro con ellos relacionados (art. 18.2 C. de C.), el Registrador, al calificar,
sólo puede fundarse en lo que conste en los documentos presentados en el Registro. Naturalmente, debe tomar en
consideración no sólo el documento aisladamente presentado, sino también aquellos otros que, obrando en el Registro –
incluso aunque estén pendientes de calificación– tengan relación con el acto cuya inscripción se solicita, aunque sean
incompatibles entre sí. Frente a aquellas resoluciones que afirman que, con el fin de lograr un mayor acierto en la
calificación, el Registrador debe tomar en consideración todos los documentos presentados, aunque lo hayan sido con
posterioridad (Ress. DGRN de 22 de octubre de 1945, 31 de marzo de 1950 y 28 de diciembre de 1992, 13 de febrero y 25 de julio de
1998, 28 de octubre de 1999, 28 de abril de 2000 y 31 de mayo de 2001), y por distintos presentantes (Ress. DGRN de 17 de mayo
de 1986, 25 de junio de 1990, 11 de diciembre de 1991 y 2 de enero de 1992), existen otras en las que, con invocación del principio
de prioridad, se afirma el carácter excepcional de la consideración de documentos presentados con posterioridad al que
es objeto de calificación, limitando la posibilidad a aquellos casos de situaciones de conflicto entre socios que se traducen
en documentos de contenido contradictorio que no permiten comprobar si se ha alcanzado o no un determinado acuerdo
o cuál debe prevalecer entre los que se pretenden logrados por los respectivos presentantes ( Ress. DGRN de 13 de octubre
de 1998, 5 de abril de 1999, 13 de noviembre de 2001, y 6 de julio y 14 de diciembre de 2004).
En todo caso, el conocimiento de circunstancias relativas al acto cuya inscripción se solicita, que el Registrador pudiera
tener por elementos ajenos a los documentos o al Registro, no puede ser tenido en cuenta para la calificación, salvo que
expresamente esté previsto por la Ley. Así, por ejemplo, entre los casos de expresa previsión legal figura el relativo a la
notoriedad de la denominación social: el Registrador no puede inscribir en el Registro Mercantil sociedades o entidades
cuya denominación le conste por notoriedad que coincide con la de otra entidad preexistente, sea o no de nacionalidad
española (art. 407.2 RRM y Res. DGRN de 10 de septiembre de 2011).
En el caso de que un Registro Mercantil esté a cargo de dos o más Registradores, la Ley establece el deber de procurar, en
lo posible, la uniformidad de los criterios de calificación. Con esta finalidad, exige que el despacho de los documentos se
realice con arreglo al convenio de distribución de materias o sectores que éstos acuerden ( convenio que, al igual que las
modificaciones posteriores, está sometido a la aprobación de la Dirección General ). Cuando el Registrador al que corresponda la
calificación apreciare defectos que impidan practicar la inscripción solicitada, tiene el deber de poner el hecho en
conocimiento del cotitular o cotitulares del mismo sector o del sector único, con traslado de la documentación antes de
que transcurra el plazo máximo establecido para la inscripción del título. Si el cotitular o alguno de los cotitulares
considerasen que la inscripción es procedente, la practicará bajo su responsabilidad antes de que expire ese plazo. A fin
de garantizar el cumplimiento de este deber, se establece que el Registrador a quien corresponda debe expresar en la
calificación negativa que se ha extendido con la conformidad de los cotitulares. Si falta esta indicación, la calificación se
entenderá incompleta, pudiendo los legitimados recurrirla, instar la intervención del sustituto o solicitar que se complete
(art. 18.8 C. de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre). Sin embargo, esta exigencia legal puede
traducirse en que prevalezca el criterio más favorable para la inscripción aunque pudiera estar objetivamente en contraste
con las normas legales. El hecho de que la mayor parte de los Registradores en los Registros pluripersonales consideren
no inscribible un título presentado a inscripción, debería ser suficiente para que ésta no se practique.
El plazo máximo para practicar la inscripción es de quince días contados desde la fecha del asiento de presentación (plazo
que, en una futura reforma del Derecho registral mercantil, debería reducirse). Si el título hubiera sido retirado antes de
la inscripción, si tuviera defectos subsanables o si existiera pendiente de inscripción un título presentado con anterioridad,
ese plazo de quince días se computará respectivamente desde la fecha de la devolución del título, desde la fecha de la
subsanación o desde la fecha de la inscripción del título previo (art. 18.4 C. de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005, de
18 de noviembre). Si la calificación no se hubiera realizado dentro del plazo señalado, el interesado puede optar entre instar
del Registrador que la practique en el término improrrogable de tres días o solicitar la aplicación del cuadro de
sustituciones; y, si únicamente hubiera pedido que se practique la inscripción en ese plazo improrrogable, una vez
transcurrido ese plazo sin que hubiera tenido lugar, podrá solicitar la aplicación del cuadro de sustituciones (art. 18.5 C.
de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre). La calificación sustitutoria –importa advertirlo– es
una auténtica calificación, y no un recurso especial (Ress. DGRN de 12 de febrero de 2010 y de 26 de septiembre de 2011).
Por excepción, los plazos máximos de inscripción de las escrituras de constitución de sociedades de responsabilidad
limitada presentadas por vía telemática son mucho más breves [arts. 15.5, letra a) y 16.3 Ley 14/2013 de 27 de diciembre]
y lo mismo sucede respecto de las escrituras de constitución de la sociedad «Nueva Empresa» (art. 441.1 LSC).
La calificación realizada fuera de plazo por el Registrador titular producirá una reducción de aranceles de un treinta por
ciento, sin perjuicio de la aplicación del régimen sancionador correspondiente ( art. 18.6 C. de C., en la redacción dada por la
Ley 24/2005, 18 de noviembre).
Aun cuando la calificación ha de ser global y unitaria (art. 59.2 RRM), se permite en ciertos casos la inscripción parcial
del título: si los defectos atribuidos por el Registrador afectaren sólo a una parte del título y no impidieren la inscripción
del resto, podrá practicarse la inscripción parcial, siempre que se hubiera previsto en el título mismo o se hubiere
solicitado por el interesado mediante instancia (art. 63 RRM). La inscripción parcial del título no exime al Registrador de
especificar razonablemente los defectos, subsanables o insubsanables, que aprecie en la parte no inscrita.
Inmediatamente después de practicar el asiento correspondiente, el Registrador mercantil territorial remitirá al
Registrador mercantil central los datos esenciales de dicho asiento haciendo constar la remisión por nota al margen del
asiento practicado (arts. 18.3 C. de C. y 384 y ss. RRM). El Registrador mercantil central incorpora estos datos al archivo
informatizado a su cargo (art. 385.3 RRM) y los publica en el Boletín Oficial del Registro Mercantil (arts. 420 y ss. RRM).
D) Cuando la calificación del Registrador es positiva no cabe recurso administrativo alguno. En ese supuesto, quien acredite
interés legítimo podrá solicitar ante la jurisdicción civil la declaración judicial de inexactitud o de nulidad del asiento
practicado (art. 20.1 C. de C.). Cuando la calificación es negativa (incluso aunque se trate de inscripción parcial), el
Registrador debe notificarla al presentante del título y al Notario que lo hubiera autorizado o a la autoridad judicial o
administrativa que lo haya expedido. La notificación puede realizarse por medios telemáticos, incluido el telefax ( Ress.
DGRN 29 de julio y 10 de octubre de 2009, 12 de enero, 22 y 29 de septiembre, y 16 de octubre de 2010, 24 de enero y 25 de abril de
2011 y 11 y 20 de abril de 2012). El interesado tiene una muy importante opción: dentro de los quince días siguientes al de
la notificación de la calificación negativa, puede instar que el título sea calificado por otro Registrador (el que corresponda
según el cuadro de sustituciones), quien asumirá la calificación bajo su responsabilidad; pero puede, por el contrario,
recurrir ante la Dirección General de Seguridad Jurídica y Fe Pública (art. 18.7 C. de C., en la redacción dada por la Ley 24/2005,
de 18 de noviembre), recurso que es meramente potestativo (art. 66 LH en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de
noviembre); o puede, en fin, impugnar directamente la calificación ante el juzgado de lo mercantil por los trámites del
juicio verbal [arts. 66 y 324 LH, en la redacción dada por la Ley 24/2005, de 18 de noviembre, y art. 86 ter.2, letra e), LOPJ].
Interpuesto el recurso o impugnada la calificación negativa, el título no puede volver a presentarse hasta tanto la cuestión
planteada no se resuelve definitivamente.
La legitimación para la interposición de este recurso gubernativo de reforma se reconoce no sólo a la persona a cuyo
favor se hubiera de practicar la inscripción, a quien tenga interés conocido en asegurar los efectos de ésta y a los
representantes legales y voluntarios de esos legitimados, sino también al Notario que hubiera autorizado el documento
–incluso aunque los interesados hubiesen prestado su conformidad a la calificación –, a la autoridad judicial o al funcionario
competente de quien provenga la ejecutoria, el mandamiento o el título presentado y, en ciertos casos, al Ministerio Fiscal
(arts. 18.7 C. de C., 325 LH y 67 RRM). La Dirección General debe resolver y notificar el recurso en el plazo de tres meses,
computados desde que hubiera tenido entrada en el Registro Mercantil cuya calificación se recurre; transcurrido este
plazo sin que hubiera recaído resolución, se entenderá desestimado el recurso, quedando expedita la vía jurisdiccional
(arts. 327 y 328 LH, en la redacción dada por la Ley 24/2005, 18 de noviembre; STS de 3 de febrero de 2011). El Colegio de
Registradores de la Propiedad y Mercantiles de España, el Consejo General del Notariado y los Colegios Notariales carecen
de legitimación para recurrir las resoluciones de la Dirección General (art. 328 IV, introducido por Ley 53/2002, 30 de diciembre,
y modificado por Ley 24/2005, de 18 de noviembre).
4. LAS RELACIONES ENTRE REGISTRO MERCANTIL Y REGISTRO DE LA PROPIEDAD
En el proceso de inscripción expuesto es imprescindible una adecuada coordinación legislativa entre Registro Mercantil y
Registro de la Propiedad para mayor seguridad del tráfico. Aunque los textos legales no son suficientemente explícitos, la
doctrina de la Dirección General de la Seguridad Jurídica y Fe Pública y la práctica registral siguen criterios que es preciso
tener en cuenta.
En este sentido, si quien comparece en nombre de una sociedad a otorgar una escritura pública manifiesta ser administrador
o apoderado de dicha sociedad con poder de representación, aunque exhiba el título público en el que conste el
nombramiento o el apoderamiento y la inscripción en el Registro Mercantil, el Registrador de la Propiedad tiene el deber de
consultar por vía telemática el Registro Mercantil. El «juicio de suficiencia» no puede realizarse al margen del Registro
Mercantil. De este modo se evita que se puedan presentar a inscripción en el Registro de la Propiedad actos y contratos
otorgados en escritura pública por personas que han sido cesadas como administradores de la sociedad en cuyo nombre
actúan o por pretendidos apoderados cuyos poderes han sido revocados.
Ahora bien, el hecho de que sea obligatoria la inscripción en el Registro Mercantil del nombramiento de los administradores
y de los apoderados generales no impide que éstos, aunque no estén inscritos, puedan otorgar actos y contratos inscribibles
en el Registro de la Propiedad y que tales actos y contratos se inscriban en dicho Registro a pesar de la falta de inscripción
del representante orgánico o voluntario (v., entre otras, Ress. de 17 de diciembre de 1997, 3 y 23 de febrero de 2001, 1 de
agosto de 2005 y de 13 de noviembre de 2007). Pero, si quien actúa en nombre de la sociedad no figurase inscrito como
administrador con poder de representación o como apoderado, el notario debe comprobar, bajo su responsabilidad, la validez
del nombramiento, la existencia o inexistencia de poder orgánico de representación y la vigencia del cargo, y dejar constancia
de que ha realizado esa comprobación, con reseña del documento auténtico del que resulte, a juicio del notario, el
nombramiento, el poder orgánico de representación y la vigencia del cargo (SSTS de 23 de septiembre de 2011 y de 20 de
noviembre de 2018, y Res. DGSJFP de 3 de enero de 2022). No estará de más señalar que en Cataluña, aplicando la presunción
legal de exactitud de los asientos registrales, se exige la inscripción previa en el Registro Mercantil del nombramiento del
administrador con poder de representación orgánica o del apoderamiento general para poder inscribir en el Registro de la
Propiedad los actos dispositivos inmobiliarios otorgados por cualquiera de ellos (Res. Dirección General de Derecho y de
Entidades Jurídicas de la Generalidad de Cataluña de 22 de abril de 2010).
5. LAS INSCRIPCIONES Y SUS CLASES
A) Al igual que en el Registro de la Propiedad, en los libros del Registro Mercantil se practican asientos. Se denominan
asientos todas y cada una de las «inscripciones» que se practican con la firma del Registrador en los libros del Registro.
En sentido vulgar inscripción equivale a asiento registral; pero en sentido técnico-jurídico la inscripción constituye una
clase de asientos. En efecto, en el Registro se practican inscripciones, pero también asientos de presentación, anotaciones
preventivas, cancelaciones y notas marginales (art. 33.1 RRM). La inscripción es, sin duda, el asiento de mayor
importancia. Se trata, en efecto, de un asiento principal, y no accesorio como la nota marginal; es, además, un asiento
que se practica en el Libro de inscripciones [art. 23.1, letra a), y art. 26 RRM], a diferencia del asiento de presentación
que, en cuanto asiento preparatorio de la inscripción, se practica en el Libro Diario (art. 25.1 RRM); es, asimismo, un
asiento definitivo, y no provisional como la nota preventiva; y es, en fin, un asiento positivo, a diferencia de la cancelación
que es un asiento de virtualidad extintiva.
Las inscripciones se clasifican en primeras y posteriores. Inscripción primera es la que abre la hoja registral. Como el
Registro Mercantil se lleva por el sistema de hoja personal (art. 3 RRM) la primera inscripción es la relativa a las
circunstancias del empresario individual o a la escritura de constitución de sociedad mercantil o demás entidades
inscribibles (arts. 114, 175, 209, 213, 250, 255, 256, 257.2, 265, 271, 280 y 287 RRM). Las inscripciones posteriores, como
su nombre expresa, son las que se refieren a aquellos actos posteriores de ese empresario o de esa sociedad o entidad
que la Ley o el Reglamento consideran inscribibles.
Atendiendo a la eficacia de las inscripciones se clasifican éstas en declarativas y constitutivas o, si se prefiere, en
inscripciones de eficacia declarativa e inscripciones de eficacia constitutiva, según que los efectos intrínsecos o esenciales
del acto inscrito se produzcan con independencia de la inscripción o dependan de ella. En el caso de las inscripciones
constitutivas, el acto no produce los efectos que le son propios en tanto no se inscriba en el Registro Mercantil. En el
Derecho español, la regla general es la de la eficacia meramente declarativa de las inscripciones (STS de 14 de junio de
1993). Por excepción, la inscripción es constitutiva en los casos de delegación de facultades en un consejero-delegado o
en una comisión ejecutiva (art. 249.2LSC; v., sin embargo, art. 152 RRM) y en los casos de transformación, fusión o escisión de
sociedades, cesión global de activo y pasivo, y traslado al extranjero del domicilio social ( arts. 19, 46.1, 73, 89.2 y 102 LME).
B) Según el Reglamento del Registro Mercantil, los asientos tienen que redactarse en castellano, como lengua oficial del
Estado (art. 36.1 RRM), a fin de que la publicidad registral sea accesible a todos los españoles, sin distinción. El Tribunal
Constitucional tiene declarado expresamente que el Estado es competente para determinar la lengua en que deben
redactarse los asientos del Registro Mercantil, por cuanto que entre las materias reservadas a la competencia estatal
figura la relativa a los Registros públicos. La inscripción se practicará, pues, en lengua castellana. En este sentido, podría
ser declarada inconstitucional la norma contenida en la Ley catalana de Política Lingüística que establece la obligación de
redactar los asientos en el idioma oficial en que estuviera redactado el documento ( art. 17.2Ley 1/1998, 7 de enero).
La inscripción en castellano no significa que el título que se presenta tenga que estar siempre y en todo caso redactado
en esa misma lengua. El sistema registral mercantil español es el propio de un «sistema de inscripción», y no de un
«sistema de transcripción». El registrador no transcribe la totalidad o parte del título, sino que inscribe, por ejemplo, la
constitución de la sociedad.
Cuando el título se hubiera redactado exclusivamente en lengua oficial distinta del castellano y el Registro en el que deba
practicarse la inscripción radique en territorio de una Comunidad Autónoma en el que esa lengua sea oficial, el registrador
debe tener un nivel de conocimiento adecuado y suficiente de esa lengua oficial o, al menos, el Registro deberá contar
con los medios personales y materiales necesarios para que no se produzca ni inseguridad jurídica ni retrasos en la
inscripción por razón de la lengua en que se hubiera redactado el título. Los documentos redactados en una lengua oficial
en una determinada Comunidad Autónoma tienen, a efectos de inscripción en Registro público sito en el territorio de esa
Comunidad, la misma eficacia y validez que los redactados en castellano. Aunque la inscripción tenga que practicarse
necesariamente en castellano, los documentos redactados en cualquiera de esas lenguas no pueden verse sometidos a
ningún tipo de «dificultad o retraso» (STC 87/1997). Ni la Ley ni el Reglamento del Registro Mercantil, obligan a que los
documentos redactados en lengua oficial de una determinada Comunidad Autónoma que se presenten en Registro
Mercantil de esa misma Comunidad se presenten acompañados de traducción a la lengua oficial del Estado. Así, por
ejemplo, la escritura de constitución de una sociedad mercantil otorgada en lengua gallega en la que el domicilio de la
nueva sociedad se hubiera fijado en Lugo, se podrá presentar sin traducción ante el Registro Mercantil de esa provincia;
pero el registrador inscribirá la constitución de la sociedad en lengua castellana.
Por el contrario, cuando la escritura se hubiera redactado exclusivamente en lengua oficial distinta del castellano y el
Registro en que deba practicarse la inscripción radique en territorio de una Comunidad Autónoma en el que esa lengua
no sea oficial, la presentación del título a inscripción en el Registro Mercantil deberá ir acompañada de traducción a la
lengua oficial del Estado, ya que el Registrador mercantil del lugar del domicilio social –que es el que tiene que calificar el
título– no tiene obligación de conocer esa otra lengua. Así, por ejemplo, la escritura de constitución de una sociedad
mercantil otorgada en Galicia en lengua gallega en la que el domicilio de la nueva sociedad se fije en una localidad de la
isla de Mallorca, si no se hubiera otorgado a doble columna, deberá ir acompañada de traducción al castellano.
6. LA PUBLICIDAD DE LOS ASIENTOS REGISTRALES: CERTIFICACIONES Y NOTAS INFORMATIVAS
El Registro es público y, por tanto, cualquier persona tiene acceso a él para adquirir conocimiento de cuantos asientos
registrales o de cuantos documentos archivados o depositados en el Registro puedan interesarle (art. 23.1 C. de C.). A
diferencia de lo que acontece respecto del Registro de la Propiedad y del Registro de Bienes Muebles, no se exige al solicitante
acreditar un interés legítimo para acceder al contenido del Registro Mercantil (art. 12RRM y Ress. DGRN de 29 de julio de
2010 y de 16 de septiembre de 2011).
En atención al soporte físico en que se facilita la publicidad, es posible distinguir entre publicidad en soporte papel –que es
la tradicional– y la publicidad telemática, que se realizará de acuerdo con lo establecido en la Ley Hipotecaria para los
Registros de la Propiedad (art. 23.4 C. de C.).
En el Derecho vigente, los dos únicos medios para hacer efectiva la publicidad son las certificaciones y las notas informativas
o copias. Las certificaciones son el único medio de acreditar fehacientemente el contenido de los asientos del Registro o de
los documentos archivados o depositados en él (art. 23.1 C. de C. y art. 77.2 RRM). La certificación puede solicitarse bien
mediante escrito entregado directamente, bien mediante escrito enviado por correo, por telefax o por comunicación
electrónica. La facultad de certificar corresponde exclusivamente al Registrador, el cual deberá firmar y expedir la solicitud
en el plazo máximo de cinco días a contar desde la fecha en que se hubiera presentado la solicitud (art. 77.1 y 6 RRM).
Las copias –también denominadas notas simples informativas– presentan frente a las certificaciones la ventaja de que tienen
que expedirse en el plazo máximo de tres días desde la solicitud (art. 78.2 RRM); pero, a diferencia de las certificaciones, no
cumplen la función de acreditar el contenido del Registro.
Pero los terceros, además de estos medios, pueden conocer los datos esenciales de los asientos practicados en los Registros
territoriales, a través del Registro Mercantil Central y a través del Boletín Oficial del Registro Mercantil. El Registro Mercantil
Central no expide más certificaciones que las correspondientes a la Sección de denominaciones (art. 23.3 C. de C.). Con esta
única excepción, la publicidad de los datos esenciales que figuran en ese Registro se hace efectiva a través de copias o notas
simples informativas.
IV. EL ACTO INSCRITO
1. LA PRESUNCIÓN LEGAL DE EXACTITUD Y VALIDEZ
El contenido del Registro se presume exacto y válido (art. 20.1 C. de C. y art. 7.1 RRM). Inscrito un acto en el Registro, previa
calificación de legalidad por el Registrador (art. 18.2 C. de C. y 58 y ss. RRM), ese acto se presume legítimo, es decir, dotado
de exactitud y de validez. Precisamente por ello la Ley declara que los asientos del Registro «están bajo la salvaguarda de los
Tribunales» (arts. 20.1 C. de C. y 7.1 RRM).
Ahora bien, la inscripción no tiene eficacia convalidante o sanatoria, es decir, no convalida los actos y contratos que sean
nulos con arreglo a las Leyes (arts. 20.2 C. de C. y 7.2 RRM). De ahí que la presunción de exactitud y de validez pueda ser
destruida mediante resolución judicial; pero en tanto esa resolución no acceda al Registro la presunción continúa
desplegando sus efectos: los asientos del Registro producen los efectos que les son propios mientras no se inscriba la
declaración judicial firme de su inexactitud o de su nulidad (arts. 20.1 C. de C. y 7.1 RRM). Esa declaración de inexactitud o
de nulidad de los asientos registrales no perjudica los derechos de terceros de buena fe adquiridos conforme a Derecho (art.
8 RRM).
En algunos casos, sin embargo, el juez puede suspender los efectos del acto inscrito en tanto se dilucida la validez del mismo.
Así acontece en los casos de impugnación de acuerdos de sociedades anónimas, comanditarias por acciones y de
responsabilidad limitada cuando, a solicitud de la minoría, se decrete por el juez la suspensión de los efectos del acuerdo
impugnado. La resolución judicial firme que acuerde la suspensión de los efectos del acuerdo inscrito y, por ende, la
suspensión de los efectos de la inscripción debe ser objeto de anotación preventiva en la hoja abierta a la sociedad (art. 157
RRM).
En ocasiones, aunque la inscripción carece de eficacia convalidante o sanatoria, la Ley limita las causas de nulidad del acto
inscrito, consiguiendo de este modo efectos semejantes a los de la convalidación. Así, una vez inscrita una sociedad de capital,
la acción de nulidad sólo puede ejercitarse por las causas taxativamente establecidas por la Ley (art. 56LSC). De otro lado, las
modificaciones estructurales, una vez inscritas, sólo pueden impugnarse en un muy breve plazo (arts. 20, 47.2 y 90 LME).
2. LA OPONIBILIDAD DEL ACTO INSCRITO
En el sistema registral mercantil que establecía originariamente el Código de Comercio de 1885, los efectos de la inscripción
se producían frente a tercero desde la fecha en que ésta se practicaba. Se presumía que el contenido de los asientos era
conocido por todos desde la fecha de la inscripción. Los efectos de la publicidad del Registro Mercantil se conectaban, pues,
al concreto momento temporal en que la inscripción se practicaba: a partir de ese momento, el acto era oponible al tercero;
antes de ese momento el acto se presumía no conocido por éste y, por consiguiente, era inoponible, salvo que se probase el
conocimiento (art. 26 C. de C. y también art. 2 RRM de 1956).
Tras la Ley de 25 de julio de 1989, el momento de producción de efectos de la inscripción y de los asientos registrales en
general frente a terceros se desplaza a un elemento externo al Registro territorial en que se practica el correspondiente
asiento y correlativamente se desplaza en el tiempo: los actos sujetos a inscripción sólo son oponibles a terceros de buena
fe desde que se publican en el Boletín Oficial del Registro Mercantil los datos esenciales del asiento practicado (art. 21.1 C.
de C. y art. 9.1 RRM). En cuanto al momento de producción de efectos se pasa así del sistema de la inscripción al sistema
de la publicación.
En rigor, el objeto de la oponibilidad no es lo publicado, sino lo inscrito. En el Boletín Oficial del Registro Mercantil sólo se
publican extractos, es decir, los datos esenciales de cada asiento practicado en los Libros de inscripciones (arts. 386 y ss.
RRM), y no la totalidad del asiento. Pero el contenido de la totalidad del asiento es oponible desde que tiene lugar esa
publicación de los simples datos esenciales. Así, por ejemplo, en la hoja correspondiente a un empresario o sociedad se
inscriben los poderes generales que otorguen (art. 22 C. de C.), haciendo constar en esa hoja la identidad de los apoderados,
la fecha del nombramiento, las facultades conferidas, el modo de ejercitar esas facultades si son varios los apoderados y las
limitaciones que, en su caso, hubiese considerado oportuno introducir el poderdante. Practicada la inscripción, el Boletín
Oficial del Registro Mercantil publica únicamente la identidad del apoderado o de los apoderados y la fecha en la que el
nombramiento ha tenido lugar (arts. 386-5.º y 388-9.º RRM). El hecho de que no se publiquen las limitaciones que
eventualmente se hubieran introducido en el poder no significa que esas limitaciones no sean oponibles a los terceros. La
publicación determina el momento de la oponibilidad y no el contenido de lo oponible.
La oponibilidad de lo inscrito a partir de la publicación del extracto o de los datos esenciales de la inscripción tiene dos
excepciones. Por virtud de la primera, durante los quince días siguientes a la publicación de los datos esenciales del acto
inscrito en el Boletín Oficial del Registro Mercantil, ese acto inscrito y publicado no será oponible a aquel tercero que pruebe
que no pudo conocerlo (art. 21.2 C. de C.), prueba que, como es lógico, en la mayoría de los casos, será extraordinariamente
difícil. Por virtud de la segunda excepción, el acto, inscrito o no, es oponible al tercero antes de la publicación si se prueba
que ese tercero lo conocía. La Ley presume que el tercero desconoce el acto sujeto a inscripción y no inscrito, del mismo
modo que presume también que ese tercero desconoce el acto inscrito y no publicado (art. 21.4 C. de C.). Pero si se alega y
prueba que el tercero conocía dicho acto antes de la publicación o incluso antes de la inscripción, el acto es oponible al
tercero desde el momento mismo en que lo hubiese conocido. Significa ello que la oponibilidad desde la publicación tiene
como presupuesto la buena fe del tercero, esto es, el desconocimiento real del acto antes de la publicación.
3. LA DISCORDANCIA ENTRE INSCRIPCIÓN Y PUBLICACIÓN
La dualidad de instrumentos técnicos de publicidad –Registros territoriales y Boletín Oficial del Registro Mercantil– plantea
el problema de la eventual discordancia entre lo inscrito y lo publicado. En tales casos, el tercero tiene derecho de elección:
puede optar entre el Registro o el Boletín. Si no coincide el contenido de la inscripción y el contenido de la publicación el
tercero de buena fe puede invocar la publicación si le fuera favorable (art. 21.3 C. de C.). Naturalmente, como ya hemos
señalado, la buena fe de ese tercero se presume. Quien alegue que el tercero conocía la discordancia entre inscripción y
publicación debe probarlo (art. 21.4 C. de C.). Si esa prueba se aporta, sea prueba directa o indirecta o por presunciones –es
decir, si se llega a acreditar que el tercero conocía el contenido del Registro (v. gr.: por haber solicitado y obtenido certificación
del asiento o simple nota informativa: art. 23 C. de C.)–, entonces prevalece el contenido del Registro sobre lo que
inexactamente se hubiera publicado en el Boletín Oficial del Registro Mercantil.
Si la discordancia entre el contenido de la inscripción y el contenido de la publicación hubiera causado o contribuido a causar
un daño al tercero de buena fe, quien haya ocasionado la discordancia estará obligado a resarcir al perjudicado (art. 21.3 II
C. de C.).

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