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DERECHO DE SOCIEDADES
LECCIÓN 15 LAS SOCIEDADES MERCANTILES
Sumario: I. Caracterización del contrato de sociedad 1. Concepto y elementos del contrato de sociedad 2.Naturaleza y efectos del
contrato de sociedad A. La eficacia obligatoria B. La eficacia organizativa 3. Vicios del contrato de sociedad. La doctrina de la
sociedad de hecho 4. El sistema de tipos societarios A. Tipos generales y tipos especiales B. Tipos personalistas y tipos corporativos
C. Tipos universales y tipos particulares
II. La mercantilidad de las sociedades 1. Distinción entre sociedad mercantil y sociedad civil A. Planteamiento B. La mercantilidad
objetiva C. La mercantilidad subjetiva D. Recapitulación E. Régimen jurídico de la sociedad mixta 2.La cuestión del «numerus
clausus» de los tipos societarios mercantiles 3.Las sociedades irregulares
III. La personalidad jurídica de las sociedades mercantiles 1. Los atributos de la personalidad jurídica A. Concepto de personalidad
jurídica B. Denominación social C. Nacionalidad D. Domicilio 2. Los límites de la personalidad jurídica 3.Las cuentas en
participación A. Caracterización B. Constitución y efectos C. Extinción
I. INTRODUCCIÓN
1. EVOLUCIÓN Y ACTUAL CONFIGURACIÓN
La actual sociedad colectiva es una forma societaria heredera de la compañía o sociedad general de mercaderes medieval.
En origen, esa sociedad agrupaba exclusivamente a personas unidas por parentesco –no en vano, etimológicamente,
compañía proviene del latín cum panis–, abriéndose luego a extraños, pero siempre sobre la base de una estrecha confianza
recíproca y comunidad de trabajo. En nuestro Derecho histórico, la sociedad general de comerciantes aparece en las
Ordenanzas de Bilbao de 1737 y, desde allí, llega a los Códigos de Comercio de 1829 y 1885, donde adquiere la forma que
conocemos hoy.
La sociedad colectiva es la primera y más genuina representación de lo que se suele calificar como sociedades personalistas;
es decir, sociedades basadas en el intuitu personae o consideración y confianza recíprocas de las personas de los socios. Muy
utilizada en otras épocas, se halla hoy, sin embargo, en franco declive. Todavía a principios del siglo XX, el 85 por 100 de las
sociedades registradas eran colectivas; a mediados de siglo, el número cae hasta el 15 por 100, y en la actualidad han
desaparecido en la práctica, no llegando a representar ni el 0,1 por 100 de las sociedades inscritas. De ahí que su interés
práctico radique hoy en ser la sociedad general del tráfico mercantil, cuyas normas se aplican por defecto. En ese sentido,
sus normas no sólo se aplican a las escasas sociedades expresamente constituidas como colectivas, sino, sobre todo, a las
contraídas informalmente sin elegir tipo o forma concretos (p. ej., dos amigos que montan un bar a medias sin preocuparse
de darle una forma legal) y a las sociedades anónimas y limitadas devenidas irregulares por no llegar a constituirse
debidamente. En el primer caso, el ordenamiento dispone que no habiendo elegido los socios un tipo legal específico para
su actividad empresarial, el régimen aplicable será por defecto el de la colectiva. En el segundo caso, cuando una sociedad
anónima o limitada en formación no llega a culminar su proceso de creación con su inscripción en el Registro Mercantil,
aquella se convierte en sociedad colectiva, si es que los socios optan por seguir con su actividad empresarial (art. 39.1 LSC).
Otra manifestación de su uso como tipo residual o por defecto es su aplicación a figuras asociativas anómalas como las
llamadas comunidades de bienes empresariales, (conocidas en el tráfico por las siglas «C.B.»), que surgen por motivos fiscales
y se regulan en normas tributarias o administrativas pero que para el derecho privado de la contratación se reconducen al
tipo de sociedad colectiva.
2. CARACTERIZACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA
A. Concepto
Llamamos sociedad colectiva a aquella sociedad con personalidad jurídica que tiene por objeto la explotación de una
actividad mercantil bajo una razón social unificada y en la que los socios responden de modo ilimitado de las deudas
sociales. Las notas características de la sociedad colectiva son las siguientes:
(i) La sociedad colectiva explota una actividad mercantil que deberá ser duradera o permanente. Las sociedades
ocasionales no tienen cabida en el tipo de la sociedad colectiva. Ahora bien, conviene recordar que una vez publicado
el Código Civil, la forma colectiva también puede adoptarse para el desempeño de actividades civiles o mercantiles
ocasionales (art. 1670 CC). En esos casos, estaremos ante sociedades colectivas que carecerán de la condición de
comerciante.
(ii) La sociedad colectiva tiene un nombre o una razón social común bajo la que se produce la explotación de la actividad
desarrollada. Esa razón social constituye una manifestación del carácter externo de la sociedad, es decir, de su
capacidad y personalidad jurídica propias (art. 38 CC)
(iii) En la sociedad colectiva los socios responden ilimitadamente por las deudas sociales. Esta responsabilidad, que es
subsidiaria frente a terceros (beneficio de excusión), se impone de manera imperativa por la Ley y no puede ser limitada
frente a terceros en el contrato de sociedad.
(iv) La sociedad colectiva es, en fin, una sociedad personalista. Eso supone que su régimen de funcionamiento, adopción
de decisiones, cambio de socios se basa en una relación de confianza y colaboración estrecha entre los socios, que
participan en la sociedad en atención a sus cualidades personales propias. Sin embargo, nada impide que las partes en
el contrato puedan configurar la estructura societaria quitando relevancia a la persona de cada socios y dándosela a
otros factores como, por ejemplo, los económicos, haciendo así que las decisiones se adopten por mayoría de capital
aportado o que la gestión no se reserve a los socios y se pueda contratar a un tercero ajeno a la sociedad para que la
administre (organicismo de terceros).
B. Constitución de la sociedad colectiva
La fundación de la sociedad colectiva y la adquisición de su personalidad jurídica no requiere de elementos distintos de los
generales del contrato de sociedad (v. Lec. 11). Basta recordar que los socios de la sociedad colectiva no están sujetos a las
normas de capacidad para el ejercicio del comercio (arts. 4 y 5 C. de C.), ya el comerciante lo es la persona jurídica societaria
y no los socios que la componen, por mucha que sea su implicación personal en la gestión del día a día del negocio.
Aunque la exigencia de forma y publicidad del artículo 119 del Código de Comercio no se establece ad solemnitatem, ni
tiene efectos constitutivos, lo normal es que se constituya formalmente. A tal efecto se recogen en el artículo 125 del Código
de Comercio las menciones que ha de contener la correspondiente escritura fundacional (nombre y domicilio de los socios,
razón social, identificación de los administradores, descripción de las aportaciones, fijación de las cuotas de capital, etc.).
La falta de escritura pública o de inscripción registral determinan la irregularidad de la sociedad, lo que no le priva de validez
ni personalidad jurídica pero le impide valerse del registro; así, el socio que administra la sociedad irregular frente a terceros
pierde el beneficio de excusión (art. 120 C. de C.) y los pactos del contrato que gozan de publicidad registral son inoponibles
frente a terceros de buena fe –p. ej., las derogaciones pactadas al régimen legal de administración– (art. 21 C. de C.
Precisamente, como ya se apuntó, las así llamadas comunidades de bienes empresariales creadas por motivos fiscales y
reconocidas incluso por el artículo 1 del Estatuto de los Trabajadores no son para el Derecho privado más que sociedades
colectivas irregulares.
II. LA ADMINISTRACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA
1. CONCEPTO DE ADMINISTRACIÓN
a) La administración comprende tanto la celebración de negocios con terceros (actuación en la esfera externa), como la
realización de operaciones con relevancia meramente interna (dirección de la organización, llevanza de la contabilidad,
etc.).
b) El Código de Comercio contempla la administración de la sociedad colectiva desde tres planos distintos: cuantitativo,
funcional y estructural.
(i) Desde el punto de vista cuantitativo, la administración puede encomendarse a todos los socios o reservarse a una
parte de ellos. Si el contrato guarda silencio sobre el particular, la administración corresponderá a todos, incluidos los
socios industriales, es decir, aquellos que aportan su trabajo a la sociedad (ex art. 129 C. de C.). En efecto, el artículo
138 del Código de Comercio no excluye al socio industrial de la administración de la sociedad colectiva; sólo establece
para éste una obligación de no concurrencia.
(ii) Desde el punto de vista funcional, la administración confiada a una pluralidad de socios puede organizarse de forma
conjunta o separada. El sistema de administración conjunta tiene que pactarse expresamente y exige que los socios
se pongan de acuerdo para todo acto o contrato que interese a la compañía. La adopción de acuerdos requiere, en
principio, la unanimidad. Si falta, la actuación de los gestores no vincula a la sociedad al tratarse de acto realizado sin
poder (art. 1259.II CC). Si nada se pacta, la administración será separada o solidaria: cada administrador tendrá
competencia para gestionar, sin más limitaciones que el derecho de oposición de los demás socios administradores
(arts. 1693 y 1695 CC y art. 130 C. de C.), y ello en aras del principio de igualdad, que impide que en la gestión un socio
pueda imponer a otro sus criterios (art. 130 C. de C.). El ejercicio del derecho de oposición presupone la información.
El cumplimiento de la carga de informar a los demás socios sólo se excusa en los casos de urgencia (art. 1694 CC,
analógicamente). La actuación de los gestores en contra del veto constituye un abuso de poder y no afecta a los
terceros de buena fe (por ej., al proveedor que contrata con la sociedad y que desconoce la oposición de algunos
administradores). El administrador incumplidor deberá indemnizar a la sociedad el daño ocasionado por su
comportamiento abusivo y su incumplimiento será causa de remoción.
(iii) Desde el punto de vista estructural, la administración puede ser privativa (nombramiento de personas), no privativa
(nombramiento para cargos) o legal (administradores natos). La administración privativa atribuye mediante pacto
expreso a uno o varios socios el derecho de administrar la sociedad. Por lo general, esto se hace en el contrato de
sociedad (art. 132 C. de C.). La especialidad de la administración privativa reside en que se atribuye al socio designado
un monopolio o derecho de exclusiva sobre la administración, que excluye al resto de los socios de la gestión social y
les prohíbe toda injerencia en la misma (art. 131 C. de C.). La posición de los administradores privativos es
constitucional: nace del propio contrato y, por tal motivo, se halla sometida al principio de intangibilidad de los pactos.
Esto significa que la posición de administrador sólo puede ser puesta en entredicho mediante la modificación del
contrato social o la designación de un coadministrador o la exclusión del socio de la sociedad en caso de
incumplimiento de su función de administrar (art. 132 C. de C.).
La administración funcional o no privativa configura la gestión de la sociedad como un cargo o como una función para cuyo
cumplimiento los socios se reservan la facultad de libre designación. Habrá, entonces, que entender que la administración es
funcional cuando los administradores se nombren con posterioridad al otorgamiento del contrato de sociedad (art. 1692 CC
y art. 132 C. de C. a contrario). Sin embargo, nada impide que se designen en el contrato social siempre que se revele tal
circunstancia (p. ej., cuando se deduzca del contrato que lo esencial no son las personas elegidas sino la configuración de los
cargos). La administración funcional se caracteriza por la inestabilidad de los administradores, que pueden ser revocados en
cualquier momento, y por su falta de autonomía respecto de los demás socios, que podrán darles instrucciones en el
desempeño de sus tareas.
La administración legal, en fin, constituye el régimen supletorio: a falta de pacto, todos los socios son administradores (art.
129 C. de C.). Al igual que la administración privativa, la administración legal es constitucional. En este caso, es la ley la que
atribuye a los socios de modo originario el derecho a administrar la sociedad, y de ahí que en el caso de una sociedad colectiva
irregular, cualquier socio pueda vincular a la sociedad frente a un tercero de buena fe aunque el régimen de administración
previsto en el contrato sea otro (art. 21 C. de C.).
2. RÉGIMEN JURÍDICO
a) Las normas del Código de Comercio en materia de administración son dispositivas: pueden ser alteradas por los
contratantes (art. 121 C. de C.). De ese modo, el principio del intuitu personae no sirve para limitar las posibilidades de
designar administrador a un extraño. Tampoco sirve el argumento de que, siendo los socios quienes responden
ilimitadamente del endeudamiento social, son ellos también quienes han de tener la iniciativa en la gestión. Tanto la
revocabilidad como la posibilidad de dar instrucciones precisas permiten a los socios controlar de forma efectiva tal riesgo
si la administración se confiara a un extraño. Es decir, a través de un sistema de administración funcional se haría posible
que los administradores pudieran no ser socios de la sociedad.
b) Los poderes de los administradores son, en principio, ilimitados dentro del objeto social, pero no pueden traspasar éste
en su actuación. Así, no pueden realizar actos ajenos o contrarios al mismo. Los poderes de los administradores son
limitables cuantitativa y cualitativamente, siempre que ello no entrañe vaciarlos prácticamente de contenido. En todo
caso, los límites sólo tienen eficacia interna; no son, pues, oponibles a terceros (v. infra § 4.II).
La administración tiene que desempeñarse personalmente, aunque los administradores puedan servirse de auxiliares en su
desarrollo. Deberán también rendir cuentas de su gestión a los socios (art. 1720 CC, analógicamente). Desde la perspectiva
del socio, es un derecho que les corresponde frente a los administradores; desde la perspectiva de los administradores, se
trata de una obligación personal que cada administrador contrae por su actividad.
Los administradores han de desempeñar su cargo con la diligencia de un ordenado empresario (art. 225 LSC). Su estándar
de culpabilidad se define expresamente en el artículo 144 del Código de Comercio, donde se exige que concurra dolo o culpa
grave. Eso significa que los administradores no se responsabilizan por los actos cometidos mediando culpa leve o normal.
Esta falta de responsabilidad por culpa leve se justifica por la necesidad de aliviar la responsabilidad de los administradores,
pues, de otro modo, se dificultaría el proceso ordinario de toma de decisiones en un ámbito, como el económico, donde no
existe una lex artis consolidada y donde es preciso no poner cortapisas a la innovación y toma de riesgos.
Todos los administradores a los que sea imputable la actuación reprochable responden solidariamente ante la sociedad, dada
la conexión interna que existe entre las tareas que prestan. Ahora bien, los administradores a los que no sea imputable el
acto no responden. Para ejercitar la acción de responsabilidad están legitimados tanto los administradores inocentes, pues
se trata de una acción destinada a reintegrar el patrimonio social, como los propios socios que actúen en interés de la
sociedad (actio pro socio).
La retribución de los administradores se fijará en el contrato. Si nada se dice, habrá que distinguir entre administradores
constitucionales y funcionales. Los constitucionales no recibirán en principio retribución, pues su actuación forma parte de
su deber de aportación. Los funcionales se rigen en este punto por las reglas del mandato (art. 1711 CC).
III. POSICIÓN DEL SOCIO EN LA SOCIEDAD
1. PARTICIPACIÓN DE LOS SOCIOS EN LA VIDA SOCIAL
a) En la vida de la sociedad el protagonismo corresponde a los administradores. Pero existen muchos supuestos en que las
decisiones a adoptar reclaman la colaboración de los socios. Aunque no existe procedimiento preestablecido para la
formación de la voluntad social, se ha de admitir cualquier forma de agregación de las voluntades individuales, sea
mediante declaración escrita, sea de palabra o incluso mediante hechos concluyentes (v. Res. DGRN de 2 de noviembre
de 1975). El acuerdo quedará cerrado cuando reciba la última declaración de voluntad; entre tanto, cada socio podrá
revocar la ya emitida (art. 1262 CC, analógicamente). A falta de previsión en el contrato, los acuerdos habrán de adoptarse
por unanimidad. Para participar en este proceso de formación de la voluntad social a cada socio le corresponde un voto,
que salvo pacto en contrario habrá de ejercitarse personalmente.
Los socios tienen reconocido un derecho de información (arts. 133 y 173 C. de C.), que equivale a un derecho de
inspección o examen. De este modo, pueden comprobar el «estado de la administración y de la contabilidad», lo que en
la práctica significa inspeccionar las dependencias de la sociedad y revisar toda la documentación, incluidos los
justificantes contables. Cuando la información solicitada no pueda obtenerse del soporte documental y contable, los
socios pueden preguntar a los administradores para obtener las aclaraciones pertinentes.
b) La participación en una sociedad colectiva limita en alguna medida las actividades que cada socio puede realizar fuera de
la sociedad. El deber de fidelidad a la sociedad les prohíbe obtener ventajas propias a costa del sacrificio de la sociedad
y, más concretamente, les obliga a abstenerse de competir con la sociedad (arts. 137 y 138 C. de C.). Desde el punto de
vista objetivo, este deber de abstención ha de entenderse limitado al mercado material y geográficamente relevante para
la sociedad. Eso significa que el socio podrá realizar actos que pertenezcan al objeto social cuando no compitan
efectivamente con la actividad social por no coincidir, por ejemplo, con su ámbito territorial. Desde el punto de vista
subjetivo, la obligación de no competencia obliga a todos los socios, sean o no administradores. La especialidad prevista
en el artículo 138 del Código de Comercio para los «socios industriales» no se explica en función del deber de no
competencia, sino en función de deber de aportación, que configura la prestación de sus servicios a la sociedad en
régimen de dedicación exclusiva.
Las sanciones por infracción de la obligación de no competencia son tres: exclusión del socio (art. 218.5 C. de C.),
devolución del enriquecimiento injusto, que consiste en la transferencia a la sociedad de los beneficios obtenidos por las
operaciones infractoras, e indemnización de daños y perjuicios (art. 144 C. de C.).
La configuración del deber de no competencia es enteramente dispositiva. Puede incluso ampliarse hasta afectar a los
socios más allá de su pertenencia a la sociedad. Tal posibilidad debe admitirse siempre y cuando se establezca de manera
razonable para satisfacer el interés de la sociedad a que el socio saliente no arrastre parte del valor del llamado goodwill
empresarial.
Finalmente, hay que señalar que estos pactos constituyen acuerdos restrictivos de la competencia (Res. TDC de 20 de
junio de 1963). El artículo 2 de la Ley de Defensa de la Competencia los ha dejado fuera de su ámbito de aplicación y hay
razones para ello. Se trata de previsiones contractuales implícitas sin las cuales la sociedad colectiva, por la fuerte
integración personal entre sus miembros, no podría ser una organización eficiente.
c) La posición del socio en la sociedad depende de la medida de su parte o participación. Salvo pacto en contrario, las
participaciones sociales se configuran en función de cada socio y, por ello, son divisibles y no acumulables (un socio
puede transmitir su participación escindida dando lugar a dos partes; puede comprar una parte de otro socio y ésta acrece
a la primera). Existe, pues, una única participación por socio, que a falta de modificación del contrato, es permanente. La
función de la participación social es determinar la posición relativa de cada socio dentro de la sociedad y, en esa medida,
refleja el grado de influencia de cada socio en la determinación de la vida social (derechos administrativos) y la cuota que
le corresponde en sus rendimientos (derechos económicos). El Derecho codificado establece la distribución igualitaria o
«por cabezas» de los derechos administrativos (todos tienen derecho a administrar o a votar: «un hombre un voto») y
una capitalista, esto es, en función de la parte de capital, de los económicos: el reparto de beneficios y cuota de
liquidación. Ahora bien, nada obsta a que contractualmente se pueda establecer un régimen distinto.
La parte de capital se representa mediante una cifra expresiva del valor que corresponde a cada socio en el capital
formado por las aportaciones. En principio, coinciden parte de capital de cada socio y el valor de su aportación; pero no
necesariamente tienen que coincidir, pues el valor asignado a cada aportación no ha de coincidir con su valor real. A
diferencia de lo que sucede en las sociedades de capital, las partes son libres de asignarle el valor que tengan por
conveniente dentro de los límites derivados de las normas de contabilidad.
2. LA DISTRIBUCIÓN DE PÉRDIDAS Y GANANCIAS
a) El Código de Comercio establece los criterios, pero no un procedimiento para la distribución de pérdidas y ganancias en la
sociedad. La regla coherente con la buena fe y con los usos resulta ser el reparto por ejercicios económicos. A falta de
otra previsión, tendrán que considerarse anuales y coincidentes con el calendario general (art. 26 LSC).
La determinación del resultado se ha de hacer mediante la formulación de un balance y de una cuenta de explotación. Su
confección tendrá que realizarse con arreglo a la normativa contable general (arts. 35 a 39 C. de C. y disposiciones de
desarrollo) cuando la sociedad colectiva esté sujeta al deber de contabilidad propio del estatuto del comerciante. La
formulación del balance es responsabilidad de los administradores. No obstante, para que surta efectos ha de ser
aprobado por el conjunto de socios y, salvo que el contrato haya dispuesto otra cosa, la aprobación requiere la
unanimidad. Los socios no sólo están facultados para aprobar el balance, sino que vienen obligados a hacerlo. La infracción
injustificada de tal deber (p. ej., a resultas de prácticas obstruccionistas, abstencionistas, etc.) puede ser fuente de
responsabilidad contractual (art. 144 C. de C.). En el caso de que el balance no llegue a ser aprobado por los socios, puede
ser homologado judicialmente (STS de 14 de diciembre de 1994). Además, los socios se encuentran obligados a firmar el
balance (art. 37.2 C. de C.). Se trata de una obligación externa cuyo cumplimiento o incumplimiento en nada afecta a la
validez del balance aprobado.
El balance aprobado pondrá de manifiesto cuál ha sido el resultado del ejercicio para la sociedad; esto es, si ha habido
ganancias o pérdidas. La distribución del beneficio no requiere ulterior acuerdo de aplicación del resultado. La simple
aprobación del balance y cuenta de explotación implica el nacimiento a favor de los socios de su derecho concreto al
beneficio de inmediata exigibilidad. Naturalmente, se podrán constituir reservas voluntarias, pero para ello precisan la
unanimidad. Salvo disposición contraria del contrato, los beneficios no pueden atesorarse contra la oposición de uno sólo
de los socios.
A diferencia del beneficio, las pérdidas sólo se distribuyen en el momento final de la liquidación de la sociedad. Esto es
tanto como decir que los socios no vienen obligados a cubrirlas periódicamente.
b) El beneficio se distribuye entre los socios de capital «a prorrata de la porción de interés que cada cual tuviere en la
compañía». Se consagra, así, el principio de proporcionalidad entre beneficios y participación en el capital (arts. 140 C. de
C. y 1689.II CC). El socio industrial, que aporta sólo su trabajo, se sujeta a un régimen especial: salvo pacto en contrario,
se le asigna una cuota de participación equivalente a la del socio capitalista que menos haya aportado. Esta norma es
claro exponente del trato privilegiado que dispensa el legislador al factor capital respecto del trabajo. Si toda la sociedad
estuviera integrada por socios industriales (por ej., una sociedad entre abogados), hay que entender que, a falta de pacto,
el problema tendría que ser resuelto por el juez. Éste habrá de fijar un criterio de reparto según equidad que integraría el
contenido del contrato de sociedad (art. 1258 CC).
Salvo pacto en contrario, la distribución de pérdidas entre los socios de capital se rige por los mismos patrones que la
distribución de beneficios (art. 141.I C. de C.). Los socios industriales no participan en las pérdidas, esto sólo quiere decir
que no están obligados frente a sus consocios en sus relaciones internas a cubrirlas. No quiere decir que no respondan
ilimitadamente frente a terceros ni que no participen en el riesgo de la empresa (art. 141.II C. de C.). En este último sentido
hay que tener en cuenta que los socios industriales pierden la renta que podrían haber obtenido alternativamente si
hubieran prestado sus servicios en otro lugar (ingreso de oportunidad). Si las pérdidas de la sociedad son mayores que el
capital, surge un deber de nivelación o contribución para los socios del que queda eximido el socio de industria.
Los pactos a los que puedan llegar los socios en materia de distribución de pérdidas y ganancias no tienen más límites
que los generales y los derivados de la prohibición de pactos leoninos, esto es, de aquellos pactos que excluyan
injustificadamente de las pérdidas o de las ganancias a alguno de los socios (art. 1691 CC).
c) El Código de Comercio contempla en varios preceptos la posibilidad de que en el contrato se prevea la asignación a los
socios de una cantidad para sus gastos particulares, que se detraerá de la caja social a lo largo del ejercicio (arts. 125.VI y
139 C. de C.). Estas reglas tienen su lógica desde la comprensión de la sociedad colectiva como una comunidad de trabajo.
Las cantidades así detraídas tendrán la consideración de anticipo o dividendo a cuenta de beneficios futuros.
IV. RELACIONES EXTERNAS DE LA SOCIEDAD COLECTIVA: REPRESENTACIÓN Y RESPONSABILIDAD
1. LA FIRMA O RAZÓN SOCIAL
La función de la denominación social es proporcionar un nombre a la sociedad que permita identificarla como persona jurídica
y, por lo tanto, como sujeto responsable. La denominación, en el caso de la sociedad colectiva, persigue una finalidad
adicional, que es facilitar la identificación de los socios. De ahí que imperativamente se configure como denominación
subjetiva: la razón social debe formarse con «el nombre de todos los socios de algunos de ellos o de uno solo», debiéndose
añadir en estos casos la mención «y compañía» (arts. 126.I C. de C. y 400 RRM). El ordenamiento cuida especialmente de que
la razón social sea exacta y veraz, prohibiendo que se incluya o siga incluido en ella el nombre de la persona que no pertenezca
a la sociedad (art. 401 RRM). Quienes no perteneciendo a la compañía permitan ser incluidos en la razón social, quedarán
sujetos a responsabilidad solidaria por las deudas sociales, sin perjuicio de la penal que pueda derivarse de dicha práctica
(art. 126.III C. de C.). La gravedad de sanción se explica porque la sociedad se beneficia del crédito de que gozan los socios, y
los terceros que cuentan con la responsabilidad ilimitada de éstos resultarían defraudados si, girando la sociedad bajo el
nombre de personas extrañas a ella, no se les impusiera la responsabilidad peculiar del socio. La responsabilidad sólo podrá
ser exigida por los terceros de buena fe.
2. LA REPRESENTACIÓN EN LA SOCIEDAD
a) La regla general es que, a falta de pacto, la representación corresponde al socio encargado de la administración.
Asimismo, y salvo disposición diversa del contrato, las características de la posición del administrador –constitucional o
funcional– y del sistema de administración –conjunta, separada, única, etc.– han de predicarse también de la
representación. Lo anterior significa que el modelo legal de representación equivale al modelo legal de administración:
representación separada de todos los socios. Cada socio puede, entonces, por sí solo obligar a la sociedad y el derecho
de oposición no afecta a la validez de los actos celebrados con terceros (art. 130 C. de C. in fine). Ahora bien, si se ha
pactado en el contrato un modelo de administración distinto, la representación habrá de sujetarse a él. Cabe, incluso, que
en el contrato se quiebre la correspondencia entre administración y representación. Para que todas estas modificaciones
contractuales puedan ser opuestas a terceros deberán figurar en el Registro Mercantil.
b) El ámbito del poder de representación se circunscribe al objeto social y dentro de él es ilimitado. Si los
administradores tienen por cometido gestionar el fin social parece lógico que los poderes de representación que se les
atribuyan deban cubrir los actos necesarios para realizarlo. En cuanto a la posibilidad de limitar el poder de representación
hay que distinguir entre esfera externa e interna. En la primera, estas limitaciones carecen de toda virtualidad: los terceros
pueden confiar válidamente en la capacidad del administrador de obligar a la sociedad en todo el ámbito del objeto social;
se favorece así la seguridad del tráfico. En cambio, en el orden interno estas limitaciones sí tienen eficacia: el
administrador que las viole responderá frente a la sociedad por su incumplimiento.
c) Para que la sociedad quede vinculada deberá existir además contemplatio domini, esto es, que el administrador
manifieste que actúa en nombre de la sociedad. La contemplatio puede ser expresa o tácita. Ahora bien, los
administradores también pueden actuar en nombre propio y por cuenta de la sociedad (art. 1698.II CC ab initio). En tal
caso su actuación producirá los efectos de la representación indirecta, que es también representación. Esto significa que
los terceros no tienen acción frente a la sociedad (art. 1717.II CC) y que el obligado a cumplir es el administrador. Ahora
bien, la sociedad deberá dejarlo indemne, pues las obligaciones contraídas frente a terceros por cuenta de la sociedad
constituyen gastos de la sociedad.
3. LA RESPONSABILIDAD DE LOS SOCIOS
a) La nota definitoria de la sociedad colectiva es el riguroso régimen de responsabilidad de los socios por las deudas sociales
(art. 127 C. de C.). Es una responsabilidad ilimitada: no está circunscrita a la aportación, sino que puede hacerse efectiva
sobre todos los bienes presentes y futuros del socio (art. 1911 CC). Es, además, una responsabilidad que recae sobre todos
los socios, incluido el socio industrial. En contra de lo anterior no puede invocarse la literalidad de los artículos 141 y 138
del Código de Comercio, pues el primer precepto está regulando la distribución de pérdidas y no la responsabilidad de los
socios industriales, mientras que el segundo, como ya hemos visto, no sirve para excluir al socio industrial de la
administración de la sociedad ni, por lo tanto, para exonerarle de cualquier responsabilidad.
También responden de las deudas sociales los socios entrantes y salientes. Los socios entrantes responden por las deudas
anteriores a su ingreso en la sociedad, pues la estructura de este tipo social no permite separar relaciones jurídicas para
anudarlas a socios determinados. Por su parte, los socios salientes responden en todo caso de las deudas anteriores al
momento en que se produce su cese, pues otra solución –que pasa por el cambio del deudor– no es posible sin el
consentimiento de los acreedores (ex art. 1205 CC). También responden de las deudas posteriores cuando hayan sido
contraídas por terceros de buena fe (desconocedores de su cese), en el período que va desde su baja hasta que esa
circunstancia sea oponible con su inscripción en el Registro Mercantil.
b) La responsabilidad de los socios colectivos es una responsabilidad subsidiaria, provisional y solidaria.
(i) Como es subsidiaria, los acreedores no pueden proceder contra el socio sin haberlo hecho antes contra la sociedad y
acreditado su insuficiencia patrimonial para hacer frente a la obligación. Goza, pues, el socio del llamado así beneficio
de excusión, salvo en el caso del gestor de la sociedad irregular, que responde solidariamente con la sociedad de las
deudas sociales (art. 120 C. de C.).
(ii) La responsabilidad del socio colectivo es provisional. En el orden interno, la responsabilidad corresponde
exclusivamente a la sociedad. De hecho, el socio que satisface las obligaciones sociales goza de un derecho propio de
regreso frente a la sociedad (art. 142 C. de C.). Asimismo, podría subrogarse en la posición del acreedor para reclamar
el pago a la sociedad (arts. 1210.3 y 1839 CC, analógicamente). Ahora bien, no desconocemos que una vez acreditada
la insuficiencia del patrimonio social, es probable que a los socios no les sea de utilidad regresar contra la sociedad y
que lo hagan frente a sus consocios por la parte de cada uno.
(iii) En punto a la solidaridad, la disciplina aplicable es la general de la solidaridad pasiva. El efecto más importante es el
contemplado en el artículo 127 del Código de Comercio: la posibilidad que se le abre al acreedor de reclamar de cada
socio el cumplimiento íntegro de la deuda social (art. 1137 CC). En el ejercicio de la reclamación el acreedor puede
dirigir su acción contra todos los socios simultáneamente, pero no está obligado a ello y goza de ius electionis.
El socio que ha satisfecho la deuda de la sociedad puede regresar frente a sus consocios pro quota (arts. 1145.II y 1844 CC).
La cuota que ha de satisfacer cada uno es igualitaria, a no ser que el contrato haya establecido otra medida para la
participación en las pérdidas. En caso de insolvencia de uno de los socios, la cuota a satisfacer se acrecienta en la misma
proporción a fin de suplir al fallido.
V. CAMBIO DE SOCIOS
1. LA TRANSMISIÓN DE LA PARTE DE SOCIO
a) Las vías de ingreso de nuevos socios en la sociedad colectiva son en esencia dos: inter vivos, el contrato de admisión, y
mortis causa, la sucesión.
(i) Inter vivos, el ingreso de nuevos socios requiere el consentimiento de los antiguos (art. 149 C. de C.). Normalmente se
expresará en el contrato de admisión celebrado entre el socio entrante y los demás. El contrato de sociedad puede
prever condiciones más flexibles para el ingreso de nuevos socios. Así, nada obsta que se someta al principio mayoritario
e incluso se atribuya a uno o varios socios la potestad de decidir sobre la admisión.
(ii) El ingreso de un nuevo socio también puede tener lugar por sucesión hereditaria, si el contrato de sociedad ha previsto
que en caso de muerte de uno de los socios, la sociedad continúe con sus herederos (art. 222.1 C. de C.). En tal caso, los
herederos ingresan automáticamente en la sociedad sin declaración de voluntad de ellos ni de los anteriores socios.
En ambos casos, el nuevo socio ingresa con todos los derechos y obligaciones que le corresponden como tal. Los derechos
que no se distribuyen por cabezas (v. gr.: los económicos) se calcularán en función de su aportación (arts. 140 y 141 C. de
C.).
b) En ocasiones, la entrada de un socio coincide con la salida de otro. Tal operación puede llevarse a cabo bien a través de un
doble contrato celebrado por el saliente y el entrante con el resto, bien a través de la transmisión de la condición de socio.
En el primer caso, la sustitución del socio antiguo por el nuevo se produce a través de un contrato de admisión entre el
socio entrante y los demás socios, que se acompaña de un contrato entre el saliente y la sociedad por el que se extinguen
así los vínculos con ella. El socio entrante adquiere ex novo su condición de tal y, salvo prescripción diversa, las vicisitudes
de uno y otro contrato son independientes. En el segundo caso, la sustitución de un socio por otro se lleva a cabo a través
de una auténtica transmisión de la condición de socio celebrada entre saliente y entrante. Es lo más frecuente en la
práctica, ya que la condición de socio no es esencialmente intransmisible. El intuitu personae impone ciertos
condicionantes, especialmente, el consentimiento de los demás socios, pero cumplidos éstos no hay dificultad en
admitirla. En este caso, el socio entrante pasa a ocupar la posición del saliente con todas sus peculiaridades (v. gr.:
proporcionalidad en la participación), excepción hecha de las personalísimas.
2. LA DISOLUCIÓN PARCIAL DE LA SOCIEDAD
a) La salida de un socio provoca la extinción del vínculo societario con los demás. Al margen de la transmisión, el cauce para
hacer efectiva la baja de socio es la disolución parcial de la sociedad.
En las primeras etapas de su desarrollo, el Derecho de sociedades sólo conocía la disolución total: el contrato se veía como
una unidad indivisible y las vicisitudes que afectaban a una de las partes se comunicaban a la totalidad. La organización
quedaba sujeta a un elevado riesgo de inestabilidad: cualquier circunstancia que impidiese a un socio permanecer en la
sociedad determinaba inexorablemente su desaparición y, con ella, la de los activos intangibles afectos a la empresa en
funcionamiento (reputación, capital humano, etc.). Los perjuicios a ello inherentes estimularon la reconversión de las
causas legales de disolución total en causas de disolución parcial. Ésta no afecta a la identidad de la sociedad, cuya
personalidad jurídica y entramado contractual subsisten entre los socios que permanecen. Único efecto es la amortización
de la participación del socio saliente, al que se le liquida su cuota, a partir de cuyo momento queda desvinculado de la
sociedad.
b) Al margen del acuerdo contractual entre el socio y los que permanecen, en la disolución parcial podemos distinguir dos
figuras: la exclusión (que se produce forzosamente en virtud del acuerdo de los socios que permanecen), y la separación
(que tiene lugar en virtud de la voluntad del socio saliente).
(i) En la primera modalidad, el socio afectado resulta separado forzosamente de la sociedad (art. 218 C. de C.). Las
causas de exclusión se fundan en el incumplimiento por el socio de sus obligaciones sociales generales [p. ej.,
infracción del deber de aportar (art. 218.4 C. de C.), de no hacer competencia a la sociedad (art. 218.5 C. de C.), de no
usar para fines propios los fondos ni la firma social (art. 218.1 C. de C. y STS de 16 de julio de 1992), de administrar
lealmente (art. 218.3 C. de C.)], o de las particulares [p. ej., deber de no injerencia en las tareas administrativas (art.
218.2 C. de C.), o el de no ausentarse cuando estuviere obligado a prestar «oficios personales» (art. 218.6 C. de C.)].
Dada la gravedad de la sanción, la exclusión no puede predicarse de cualquier incumplimiento: es preciso que sea
grave. El sistema de causas de exclusión se cierra con una general de exclusión por justos motivos. En ella tiene cabida
cualquier comportamiento o circunstancia personal que determine la puesta en peligro del fin común o que de
cualquier modo haga inexigible para los demás su permanencia en la sociedad. Su fundamento legal reside en la buena
fe, y más concretamente, en el deber de fidelidad que, como sabemos, es su traducción en el Derecho de sociedades.
Éste exige que los socios acepten ser excluidos cuando en sus personas concurren circunstancias que ponen en peligro
la consecución del fin común.
(ii) La segunda modalidad de disolución parcial contemplada en el Código de Comercio es el derecho de separación (art.
225 C. de C.), en cuya virtud el socio queda facultado para denunciar unilateralmente su relación con la sociedad por
las mismas razones por las que puede disolver (totalmente) la sociedad. Así, podrá abandonarla cuando lo estime
oportuno (si ha sido concertada por tiempo indefinido) o cuando medie justo motivo (si ha sido contraída por tiempo
determinado). La asignación a los socios de un derecho de separación evita la disolución total y permite su subsistencia
entre los socios que deseen permanecer en ella. Por eso ha de verse como una restricción del derecho del socio a
disolver la sociedad cuando concurra causa legítima para ello. La defectuosa regulación del derecho de separación en
el Código de Comercio –limitada a la alternativa establecida en el art. 225 entre separación y disolución total– aconseja
su previsión en el contrato de sociedad. Para ello es necesario que en éste se reconozca a los socios la posibilidad de
sustituir la disolución total por la separación en el momento en que concurra causa de disolución.
VI. DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA
1. LA DISOLUCIÓN
a) La disolución es el comienzo del fin de la sociedad: es el momento en que se abre el proceso extintivo de la organización
y de las relaciones obligatorias puestas en pie por el contrato de sociedad. Ahora bien, las sociedades no se extinguen
uno actu. La extinción propiamente dicha no se produce hasta el momento en que se han realizado todas las operaciones
necesarias para desvincular a la sociedad del tráfico en el que se halla inserta. Por ello, dentro del proceso extintivo hemos
de diferenciar tres momentos: la disolución, que consiste en la concurrencia de una causa que determina la apertura de
la liquidación; la liquidación, que es el proceso a través del cual se libera a los socios y al patrimonio social de los vínculos
contraídos con motivo de la sociedad; y la extinción en sentido estricto, que se produce al cierre de la liquidación, con
la distribución del remanente, si lo hubiera, entre los socios.
La disolución no provoca ninguna alteración en la naturaleza de la sociedad. La sociedad permanece con su misma
personalidad jurídica. Lo mismo ocurre con sus relaciones jurídicas internas: continúan vigentes las normas legales y
contractuales que gobiernan la sociedad sin más modificaciones o adaptaciones que las que sean secuela del cambio de
objeto (p. ej., subsiste el deber de fidelidad, aunque reestructurado conforme al nuevo fin; el derecho de reparto de los beneficios
decae; no pueden exigirse las aportaciones pendientes, salvo que éstas sean necesarias para cancelar el pasivo de la sociedad.). La
sociedad disuelta subsiste durante el proceso de liquidación, pues simplemente ha cambiado su objeto. No hay, por ello,
dificultad para revocar la disolución a través de nuevo acuerdo que restablezca el fin de explotación primitivo u otro
similar. Para ello son precisas algunas condiciones: en primer lugar, la remoción del hecho o circunstancia que ha
provocado la disolución, para lo cual será preciso el acuerdo unánime de los socios; y, en segundo lugar, que no se haya
repartido el patrimonio social, porque si el proceso de liquidación está cerrado y el remanente dividido, no es posible la
reactivación.
b) Los artículos 221 a 224 del Código de Comercio contienen una lista meramente enunciativa de motivos de disolución.
En este elenco faltan algunas causas que necesariamente han de considerarse disolutorias y que, en consecuencia, han
de ser tomadas en consideración para completarlo: por ejemplo, el acuerdo unánime de los socios de disolver la sociedad;
o la reunión en una sola mano de todas las participaciones sociales que hace desaparecer un elemento esencial de la
sociedad colectiva, la pluralidad de socios. La lista de causas de disolución es de derecho dispositivo: no hay duda de
que las partes pueden introducir nuevas causas de disolución. La dificultad está en determinar si se pueden suprimir las
ya existentes. En principio, no pueden excluirse las causas objetivas contempladas en el artículo 221 del Código de
Comercio, pero sí las subjetivas previstas en los artículos 222 y 224 (muerte, incapacidad o quiebra del socio, así como la
denuncia unilateral). Éstas se convertirán, en unos casos en motivos de exclusión (art. 222 C. de C.) y en otros en motivo
de separación (art. 224 C. de C.).
Las causas de disolución sólo operarán automáticamente cuando su concurrencia pueda acreditarse de manera fehaciente
e indubitada (por ej., la muerte del socio, mediante el certificado del Registro Civil; el transcurso del plazo de duración,
por simple consulta al almanaque).
c) Las causas de disolución se agrupan en dos categorías: objetivas y subjetivas. Son causas objetivas aquellas que el artículo
221 califica de comunes a todos los tipos societarios: el vencimiento del plazo, la conclusión de la empresa que constituya
su objeto y la el concurso de la sociedad. Son causas subjetivas las incluidas en los artículos 222 y 224: la muerte del
socio, la incapacidad del socio administrador, la insolvencia del socio colectivo y la denuncia unilateral de un socio.
De especial interés es el examen de la denuncia unilateral. Se trata de un derecho de poner término al vínculo societario
que corresponde a cada uno de los socios. Puede ser ordinaria y extraordinaria. La ordinaria opera en relación a las
sociedades constituidas por tiempo indeterminado y puede ejercitarse libremente. Ésta es la que contempla el artículo
224. Pero también puede ser extraordinaria y operar sólo en relación con las sociedades constituidas por tiempo
determinado si concurre justa causa [p. ej., el incumplimiento de las obligaciones sociales (art. 1707 CC)]. Ésta es una
potestad desconocida en el Código de Comercio, y por ello los socios colectivos sólo podrán recurrir a ella
subsidiariamente, esto es, cuando no se haya previsto otra solución, por ejemplo, la exclusión del socio para aquellas
circunstancias que puedan frustrar el interés negocial (p. ej., la crisis financiera de un socio no declarada, su condena
penal o un escándalo que disminuya su imagen pública).
2. LA LIQUIDACIÓN
a) La aparición de una causa de disolución determina la apertura de la liquidación de la sociedad. Su fin es desafectar el
patrimonio social para que pueda volver a los socios. No es preciso, en cambio, su desintegración (liquidación de
empresa). De ahí que pueda haber liquidación de la sociedad sin liquidación de empresa. Sus fases pueden resumirse del
siguiente modo: la primera es preparatoria y se abre automáticamente con la disolución. Su objeto es programar la
liquidación y, en su caso, transferir la función gestora a los liquidadores. Salvo disposición contraria del contrato,
desempeñarán la función de liquidadores los administradores (art. 229 C. de C.); si alguno de los socios se opusiera,
deberán resolver por mayoría acerca del nombramiento de nuevos liquidadores. Si no se alcanza acuerdo, la cuestión
deberá resolverse judicialmente (v. art. 1708 CC). La segunda fase es la de ejecución, cuyo objeto es la realización de la
actividad liquidadora en sentido estricto, que incluye las llamadas operaciones de liquidación: extinción de las relaciones
jurídicas pendientes, liquidación de pasivo y activo. Y la tercera fase es la de extinción. El procedimiento de liquidación
concluye, en efecto, con la extinción final de la sociedad. La normativa que rige la liquidación de la sociedad colectiva
(arts. 228 a 237 C. de C.), es de Derecho dispositivo y por consiguiente, puede ser sustituida libremente por los pactos
introducidos en el contrato.
b) El proceso de liquidación concluye con la división entre los socios del patrimonio neto remanente. Los liquidadores
han de rendir cuentas de la actividad llevada a cabo y del estado patrimonial resultante. El inventario o balance deberá
acompañarse de una propuesta de división o reparto. Por lo general, éste se practicará una vez realizadas las operaciones
de liquidación de activo y pasivo (art. 235 C. de C.). Pero ésta es una regla dispositiva que responde al interés de los socios
a no sufrir ulteriores reclamaciones de los acreedores sociales que, luego, les obligarían a repetir frente a sus consocios y
a soportar el riesgo de que éstos resultaran insolventes.
Efectuado el reparto y cerrada formalmente la liquidación, se extinguirá la sociedad, pues la extinción no puede
anticiparse al agotamiento de las relaciones pendientes. El hecho de que con posterioridad al cierre formal de la liquidación
se advierta la existencia de obligaciones con terceros no satisfechas (pasivo sobrevenido) no significa que haya que considerar
subsistente la sociedad. La responsabilidad de los socios es suficiente para garantizar la protección de los terceros. En el
caso de que se descubran nuevos bienes o derechos de la sociedad (activo sobrevenido), se creará una situación de
comunidad entre los socios que será preciso liquidar. Los liquidadores convertirán estos bienes en dinero y entregarán a los
socios la cuota de liquidación que les corresponda.
Si la publicidad registral de la sociedad no es constitutiva en el momento de la fundación, tampoco lo será en el momento de
la extinción. En efecto, la extinción se produce aunque no se inscriba su cancelación y puede sobrevivir aunque ésta se
inscriba.
VII. LA SOCIEDAD COMANDITARIA SIMPLE
1. INTRODUCCIÓN
a) La sociedad en comandita es, como la colectiva, una forma asociativa medieval. Su genealogía exacta es discutida: unos
la sitúan en el ámbito de las antiguas prácticas mercantiles de la «commenda» (en cuya virtud se asociaban un
comerciante o «tractator» que actuaba en nombre propio y un capitalista o «commendator» que le proporcionaba dinero
o mercancías para acometer su empresa); otros la emparentan directamente con la sociedad colectiva, de la que sería
simple fórmula evolutiva, a la que se llega por la necesidad de ofrecer a los socios de segunda generación –p. ej., los
herederos de los colectivos– una posición de riesgo limitado. Su atractivo se mantiene hasta finales del siglo XIX y
principios del XX. El declive histórico se inicia en nuestro país en el momento en que se extienden las formas societarias
que limitan la responsabilidad de todos los socios (sociedad anónima y sociedad de responsabilidad limitada). Sin
embargo, esta vieja figura todavía podría tener hoy una notable virtualidad funcional, como lo prueba la experiencia
comparada. La comanditaria de hoy ha de abrirse nuevos caminos como instrumento de evolución de las sociedades
profesionales (de hecho, algunas de las firmas más significativas en nuestro país ha adoptado esta forma), como vehículo
para el saneamiento financiero de determinadas empresas (no es dudoso que, en muchas ocasiones, es más eficiente que
los préstamos participativos o las deudas subordinadas), o como base para el desarrollo de las nuevas combinaciones de
tipos.
b) La comanditaria se nos presenta como una modificación de la colectiva, caracterizada por existir, junto a socios colectivos,
otra clase especial –los comanditarios–, que tienen limitada su responsabilidad (v. art. 148 C. de C.). Como se ha dicho, es
una sociedad colectiva con un injerto capitalista. Las características generales del tipo se resumen en tres notas.
(i) Es una sociedad personalista, es decir, su organización resulta en buena medida dependiente de las condiciones
personales de los socios colectivos y comanditarios. Nada obsta, sin embargo, para que se configure contractualmente
con los atributos propios de las formas corporativas.
(ii) Es una sociedad externa que gira en el tráfico bajo una razón social unificada. La personalidad jurídica es un atributo
esencial del tipo, de ahí que haya que reconocérsele incluso a la comanditaria irregular.
(iii) Es, por fin, una sociedad mercantil. La naturaleza mercantil se manifiesta necesariamente en el plano objetivo
(mercantilidad del tipo), pero no necesariamente en el plano subjetivo (mercantilidad del sujeto) dado que la forma
comanditaria puede ser adoptada para objetos civiles (v. art. 1670 CC).
2. LAS RELACIONES INTERNAS
a) Salvo prescripción en contrario del contrato, todos los socios, sean colectivos o comanditarios, comanditario, participan
en las ganancias y en la cuota de liquidación a prorrata de la porción de interés que tenga en la sociedad (art. 140 C. de
C.). El comanditario también participa en la distribución de las pérdidas que de soportarlas en la forma prevista en el
contrato y, en su defecto, a prorrata de su participación en el capital (art. 141 C. de C.). Pero a diferencia del socio colectivo,
no le alcanzan las pérdidas más allá de su aportación (art. 148.3 C. de C.). Al socio comanditario no se le impone la
obligación de no hacer competencia a la sociedad, tal vez por su condición de socio capitalista privado de poderes de
gestión. Pero sí está sujeto a un deber general de fidelidad, que según su intensidad, podría obligarle a no competir con
ella.
b) Ad extra, los socios comanditarios están excluidos de la gestión y de la representación de la sociedad (art. 148.IV C. de
C.). Ni siquiera pueden actuar como apoderados –generales o especiales– de los socios gestores. Pero ad intra, nada
impide que los socios comanditarios participen en la gestión de la sociedad (p. ej., estableciendo para los socios gestores
un deber de consultar previamente a los comanditarios). En contrapartida, el Código de Comercio les atribuye un derecho
de información o control, cuyo alcance puede ampliarse contractualmente [p. ej., creando un órgano de supervisión o
vigilancia (art. 150 C. de C.)].
Fuera de las actividades de administración, la intervención de los socios comanditarios es obligada en materias
constitucionales o estructurales de la sociedad (fusión, escisión, transformación, nombramiento de factor, nombramiento
o revocación de administradores, exclusión de socios, disolución, etc.). Permitir la modificación del contrato por la
exclusiva voluntad de los colectivos sería tanto como dejar a su arbitrio los derechos de los comanditarios, lo que sería
inadmisible (v. art. 1256 CC). A los comanditarios ha de reconocérseles también el derecho a participar en el resto de las
deliberaciones de los socios, incluidas las que versen sobre asuntos de gestión, y un derecho de participar en la aprobación
del balance.
c) En materia de cambio de socios, disolución y liquidación rigen, por regla general, las mismas normas aplicables a la
sociedad colectiva. Las especialidades en este punto son mínimas.
3. LAS RELACIONES EXTERNAS
La sociedad en comandita, como la colectiva, gira en el tráfico bajo una denominación subjetiva o razón social. Pero así como
la razón social de las colectivas puede formarse con el nombre de todos los socios, la de la comanditaria no puede incluir el
nombre de los comanditarios (art. 147 C. de C.). La denominación se forma exclusivamente con el «nombre de todos los
socios colectivos, de alguno de ellos o de uno solo, debiendo añadirse en estos dos últimos casos, al nombre o nombres que
se expresen, las palabras «y compañía», y en todas las demás de “sociedad en comandita”» (arts. 146 C. de C. y 365 RRM). El
comanditario que contraviniendo la prohibición legal incluya o tolere la inclusión de su nombre en la razón social «quedará
sujeto, respecto a las personas extrañas a la compañía, a las mismas responsabilidades que los gestores, sin adquirir más
derechos que los correspondientes a su calidad de comanditario» (art. 147 C. de C.). La ratio de esta regla es la misma que la
consagrada para la colectiva en el artículo 126.III del Código de Comercio.
Como en la sociedad colectiva, la facultad de representación implica la de usar la firma social y corresponde, en principio, a
todos los socios gestores. Como los comanditarios carecen de las facultades de gestión y representación, tienen también
vedado el uso de la firma.
La sociedad en comandita y sus socios colectivos están sujetos al régimen de responsabilidad que estudiamos para las
sociedades colectivas (art. 148.I C. de C.). La especialidad comanditaria reside en la limitación de responsabilidad de los
socios comanditarios. El Código establece que la responsabilidad de esta clase de socios queda limitada «a los fondos que
pusieren o se obligaran a poner en comandita» (art. 148 C. de C.). La responsabilidad no se limita por referencia a la suma
de aportación, sino a la denominada suma de responsabilidad, aunque de ordinario coincide con el valor atribuido en el
contrato a la aportación.
La responsabilidad del socio comanditario desaparece cuando realiza la aportación debida a la sociedad y ésta queda
integrada en el patrimonio de la sociedad. Esto es tanto como decir que el socio comanditario queda liberado de su
responsabilidad en la medida en que la aportación realizada cubra objetivamente el importe de la suma de responsabilidad.
La responsabilidad del socio comanditario renace cuando la aportación se retira del patrimonio social y es restituida al socio.
Esto es una consecuencia lógica de lo expuesto en el apartado anterior. La responsabilidad reaparece en el momento en que
se restituyen las aportaciones (p. ej., en el caso de la separación del socio o de su exclusión, cuando éste recibe su cuota de
liquidación).
LECCIÓN 17 LAS SOCIEDADES DE CAPITAL. ASPECTOS GENERALES
Sumario: I. Introducción 1. Las sociedades de capital. Caracterización general. Clases y régimen legal 2. Sociedad anónima,
sociedad de responsabilidad limitada y sociedad comanditaria por acciones: concepto y particularidades tipológicas A. Sociedad
anónima B. Sociedad de responsabilidad limitada C. Sociedad comanditaria por acciones 3. La sociedad anónima europea
II. Principios fundamentales 1. El capital social 2. La personalidad jurídica
III. La sociedad unipersonal 1. Concepto, función económica y clases 2. Particularidades de régimen jurídico
I. INTRODUCCIÓN
1. LAS SOCIEDADES DE CAPITAL. CARACTERIZACIÓN GENERAL. CLASES Y RÉGIMEN LEGAL
Con la expresión sociedades de capital se hace referencia a tres clases de sociedades mercantiles que, no obstante poseer
en cada caso una identidad propia derivada de ciertas peculiaridades tipológicas y de régimen jurídico, responden todas ellas
a una caracterización común frente a las denominadas sociedades personalistas o de personas.
Todas son, en efecto, sociedades capitalistas, en el sentido de que en principio no interesan en ellas las condiciones
personales de los socios, sino las aportaciones que éstos hagan a la sociedad, en función de las cuales se determina el grado
de su participación en el capital social. La configuración legal de estas sociedades descansa básicamente, por ello, en la noción
del capital social, en cuanto reflejo estatutario de la suma de los valores nominales de la participación de cada socio en la
sociedad y representativa de sus aportaciones; una noción que es distinta, como veremos, de la de patrimonio, entendido
éste como el conjunto de derechos y obligaciones de contenido económico atribuibles en cada momento a la sociedad.
Todas ellas, también, tienen su capital dividido en partes alícuotas que atribuyen a su titular la condición de socio y que,
según la clase de sociedad de que se trate, reciben una determinada denominación –acciones o participaciones sociales–,
tienen o no la consideración legal de valores «mobiliarios» o «negociables» y están sometidas a un régimen diferente en
materia de representación y transmisibilidad.
Asimismo, todas son sociedades de responsabilidad limitada, en el sentido de que el socio se obliga a aportar el importe de
las partes alícuotas del capital social que le correspondan, pero sin asumir ninguna responsabilidad personal por las deudas
sociales (excepto en el caso de los socios administradores de la sociedad comanditaria por acciones, al que posteriormente
nos referiremos). En consecuencia, los acreedores de la sociedad no pueden dirigirse contra los socios y, salvo en el caso
indicado, sólo pueden contar con el patrimonio de la propia sociedad para la satisfacción de sus créditos. De este modo, la
responsabilidad limitada permite que los socios que invierten en la sociedad no arriesguen más que el importe de sus
aportaciones o, en su caso, el que hubieran satisfecho al adquirir su participación en ella a otro socio. Además, la
responsabilidad limitada es un presupuesto esencial de la transmisibilidad de las acciones y participaciones, que pueden
circular como bienes fungibles desvinculados de la capacidad patrimonial de sus sucesivos titulares, a la vez que facilita la
concentración de las facultades de gestión en el órgano de administración, como es característico de las sociedades de
estructura corporativa como son las sociedades de capital.
Y, en fin, se trata de sociedades mercantiles cualquiera que sea el objeto al que se dediquen, conforme al criterio acogido
por el legislador de la mercantilidad por razón de la forma. Ello comporta su sometimiento al conjunto de obligaciones y
deberes que integran el estatuto jurídico del empresario e impide que puedan existir sociedades civiles que revistan
cualquiera de las formas de las sociedades de capital.
Las tres clases de sociedades de capital son la sociedad anónima (incluida la sociedad anónima europea), la sociedad de
responsabilidad limitada y la sociedad comanditaria por acciones. Hasta época reciente la regulación legal de la sociedad
anónima estaba sustancialmente contenida en el Texto refundido de la Ley de Sociedades Anónimas, aprobado por el Real
Decreto Legislativo de 22 de diciembre de 1989. Por su parte, la regulación de la sociedad de responsabilidad limitada estaba
contenida en la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada, de 23 de marzo de 1995, mientras que la disciplina legal de
la sociedad comanditaria por acciones se comprendía en los artículos 151 a 157 del Código de Comercio. Pero todas estas
disposiciones fueron sustituidas por el Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por Real Decreto
Legislativo 1/2010, de 2 de julio (LSC), que las ha integrado en un único cuerpo legal regulador de esta clase de sociedades.
Se ha de señalar, no obstante, que el régimen legal básico aplicable a las sociedades de capital no se contiene exclusivamente
en la referida Ley de Sociedades de Capital, sino que ha de ser completado con el que para las modificaciones estructurales
(transformación, fusión, escisión y cesión global de activo y pasivo), tanto internas como transfronterizas, se establece en el
Libro primero del RDLey 5/2023, de 28 de junio (que ha venido a sustituir a la antigua Ley 3/2009 sobre Modificaciones
Estructurales de las Sociedades Mercantiles), que es de aplicación a todas las sociedades mercantiles.
Por otra parte, a ese régimen legal básico de las sociedades de capital ha de añadirse el que con cierta frecuencia viene
dispuesto por una abundante legislación especial singularmente referida, aunque no de modo exclusivo, a la sociedad
anónima y a la que la propia Ley de Sociedades de Capital (art. 3.1) reconoce prioridad de aplicación, al establecer que «las
sociedades de capital, en cuanto no se rijan por disposición legal que les sea específicamente aplicable, quedarán sometidas
a los preceptos de esta ley». De este modo, en cuanto se refiere en particular a las sociedades anónimas, para conocer con
mayor detalle su marco jurídico se ha de tener en cuenta la existencia de muchas otras disposiciones normativas de carácter
sectorial que se ocupan de tipos concretos o especiales de esta clase de sociedades (sociedades anónimas de seguros, bancos,
sociedades anónimas deportivas, sociedades de inversión colectiva, sociedades de capitalriesgo, etc.) y que las someten, por
la índole específica de su actividad o por operar en mercados intensamente regulados, a determinadas especialidades de
régimen jurídico más o menos sustantivas respecto del régimen general, al que en todo caso quedan sometidas de forma
supletoria. Lo mismo ocurre –como veremos– con las sociedades cotizadas cuyas acciones estén admitidas a cotización en
las Bolsas de Valores, que ofrecen numerosas singularidades jurídicas en su régimen societario pero que se sujetan en lo
demás a la disciplina general.
2. SOCIEDAD ANÓNIMA, SOCIEDAD DE RESPONSABILIDAD LIMITADA Y SOCIEDAD COMANDITARIA POR ACCIONES:
CONCEPTO Y PARTICULARIDADES TIPOLÓGICAS
A. Sociedad anónima
Históricamente, la sociedad anónima ha sido el modelo de sociedad de capital con mayor presencia en la actividad
económica, tanto por su especial aptitud para canalizar recursos hacia iniciativas empresariales de una cierta dimensión,
como por su mayor tradición jurídica. Hasta la promulgación de la vigente Ley de Sociedades de Capital, la regulación de la
sociedad anónima se contenía en el Texto refundido de la Ley de Sociedades Anónimas de 1989. Esta norma a su vez
refundió la vieja Ley de Sociedades Anónimas de 1951 con la Ley 19/1989, de 25 de julio, que en esencia vino a trasponer
a nuestro ordenamiento, tras la incorporación de España a la Unión Europea, las numerosas directivas europeas aprobadas
hasta entonces en materia de sociedades anónimas.
Tras la referida reforma de 1989, y como consecuencia fundamentalmente de la exigencia de un capital social mínimo para
la constitución de las sociedades anónimas (cuestión sobre la que volveremos), el grado de difusión práctica de este tipo
social se ha visto notablemente disminuido y la sociedad de responsabilidad limitada se ha convertido con diferencia en el
modelo más utilizado en el tráfico. La sociedad anónima, con todo, se presenta como el modelo de sociedad predispuesto
por el ordenamiento para atender a las peculiares exigencias organizativas y funcionales de las grandes empresas, entre las
que continúa siendo el tipo social más empleado. En particular, la sociedad anónima es la forma característica de las
sociedades cotizadas o bursátiles, que agrupan en su seno a grandes cantidades de accionistas y que por lo general
comprenden a las empresas de mayor tamaño y relevancia económica. La propia Ley de Sociedades de Capital incluye
numerosas especialidades de régimen para las «sociedades anónimas cotizadas» (Título XIV) y las concibe como un tipo
singular de sociedad anónima, en atención a sus particulares características organizativas y funcionales. Pero esto no quiere
decir, sin embargo, que en nuestro sistema la sociedad anónima no pueda ser empleada para acoger a otro tipo de empresas
de distinto tamaño o base personal, ya que la flexibilidad y ductilidad de gran parte de su régimen jurídico la convierten en
un tipo societario de gran polivalencia, que se adapta por igual a las sociedades de pocos socios (incluso uno solo, cuando
se trata de una sociedad anónima unipersonal) o de reducida trascendencia económica.
Aunque de forma incompleta o insuficiente, el propio legislador proporciona la definición de esta sociedad al decir que «en
la sociedad anónima el capital, que estará dividido en acciones, se integrará por las aportaciones de todos los socios,
quienes no responderán personalmente de las deudas sociales» (art. 1.3 LSC). Como sociedad de capital, pues, participa de
la caracterización común a todas las de esta categoría, que anteriormente ha sido descrita: sociedad capitalista, con su
capital dividido en partes alícuotas, de responsabilidad limitada y de naturaleza mercantil. Pero además, posee una
peculiaridad tipológica consistente en que esa división del capital en partes alícuotas se materializa en las acciones, que
son susceptibles de representación «por medio de títulos o por medio de anotaciones en cuenta» (art. 92.1 LSC) o incluso
mediante «sistemas basados en tecnología de registros distribuidos» [art. 23. d) LSC], que en principio son libremente
transmisibles (lo que explica la habitual caracterización de la anónima como el paradigma de sociedad abierta) y que tienen
la consideración legal de valores mobiliarios (art. 92.1 LSC) o valores negociables, lo que las diferencia de forma significativa
–como veremos– de las participaciones de la sociedad de responsabilidad limitada. Esto explica la especial aptitud de la
sociedad anónima para agrupar cantidades ingentes de recursos de una multitud de inversores, pues la consideración de
las acciones como valores mobiliarios junto a la ausencia de responsabilidad de los accionistas por las deudas sociales la
convierten en el tipo idóneo para operar y financiarse a través de los mercados de valores. Así ocurre en particular cuando
las acciones sean admitidas a negociación en un mercado regulado de valores, como sería el caso de las Bolsas de Valores,
en cuyo caso la sociedad tendría la consideración legal de sociedad cotizada (art. 495.1 LSC) y quedaría sometida al régimen
especial previsto para estas sociedades.
B. Sociedad de responsabilidad limitada
A diferencia de la sociedad anónima, cuyos orígenes se sitúan por la doctrina en las compañías coloniales del siglo XVII, la
sociedad de responsabilidad limitada surge en la segunda mitad del siglo XIX como una forma social esencialmente
orientada a proporcionar a las empresas de pequeña o mediana dimensión económica un modelo societario alternativo al
de aquélla, en el que con una mayor simplicidad y flexibilidad organizativa se mantuviera inalterado el principio de la
responsabilidad limitada de los socios. Sin embargo, esta forma social no obtuvo carta de naturaleza en nuestro
ordenamiento hasta la promulgación de la Ley de 17 de julio de 1953, posteriormente sustituida por la Ley de 23 de marzo
de 1995, que con diversas modificaciones se ha mantenido vigente hasta la integración de su contenido en el Texto
refundido de la Ley de Sociedades de Capital anteriormente mencionado.
También de forma incompleta o insuficiente, la Ley proporciona un concepto de esta sociedad al establecer que «en la
sociedad de responsabilidad limitada, el capital, que estará dividido en participaciones sociales, se integrará por las
aportaciones de todos los socios, quienes no responderán personalmente de las deudas sociales» (art. 1.2 LSC). Se trata,
pues, de una forma social que igualmente participa de las características comunes a todas las sociedades de capital ya
mencionadas. No obstante, se ha de señalar que en su configuración legal se advierte una mayor consideración de la figura
del socio, que se manifiesta en la presencia o influencia de algunas reglas o principios característicos de las sociedades
personalistas y que permite situar a la sociedad limitada en una cierta posición intermedia entre éstas y la sociedad
anónima, como prototipo de sociedad capitalista. Reflejo de esta caracterización es la exigencia de que su capital esté
dividido en partes alícuotas, denominadas participaciones sociales, que no tienen la condición de valores mobiliarios y
que –como también dice la LSC– «no podrán estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta, ni
denominarse acciones, y en ningún caso tendrán el carácter de valores» (art. 92.2). Las participaciones carecen así, a
diferencia de las acciones, de la aptitud necesaria para ser objeto de negociación en los mercados de valores, lo que permite
añadir a la caracterización de la sociedad limitada su menor capacidad para recurrir al ahorro colectivo como medio directo
de financiación. Así lo evidencian también, por ejemplo, las mayores limitaciones de esta sociedad para emitir –o
garantizar– obligaciones u otros valores que reconozcan o creen una deuda (art. 401.2 LSC).
Al decir de la Exposición de Motivos de la Ley de 23 de marzo de 1995, la regulación de este tipo social ahora incorporada
al Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital descansa o se inspira en tres postulados generales: el carácter mixto
o híbrido de la sociedad limitada, su configuración como una sociedad esencialmente cerrada y la flexibilidad de su
régimen jurídico. El primero de ellos se traduce en el propósito de construir un modelo societario en el que convivan con el
equilibrio conveniente elementos característicos de las sociedades de capital y de las personalistas. De este modo, la
relevancia del capital y el principio de no responsabilidad personal de los socios por las deudas sociales que singularizan a
las primeras no impiden la adecuada consideración de la condición personal de los socios y su particular entendimiento del
modo de participar en la vida social conforme a las circunstancias concurrentes en cada caso. El segundo de esos postulados
se manifiesta esencialmente en la necesaria existencia, ya sea por vía estatutaria ya mediante la aplicación supletoria de
las previsiones legales en la materia, de un régimen restrictivo para la transmisión o circulación de las participaciones
sociales (arts. 107 a 112 LSC). Y, finalmente, la flexibilidad del régimen jurídico propio de este tipo social, que contrasta con
el mayor grado de rigor e imperatividad de la disciplina de la sociedad anónima y que se relaciona sin duda con el carácter
híbrido ya mencionado, se evidencia en la configuración preferentemente dispositiva de sus normas reguladoras. Esa
flexibilidad implica la atribución de un particular protagonismo a la autonomía de la voluntad de los socios, a quienes
mediante el instrumento de la autorregulación estatutaria se les proporciona un amplio margen de ordenación de sus
relaciones entre ellos y con la sociedad, para facilitarles la construcción de la organización social más adecuada a sus
necesidades.
Ciertamente, con esta regulación no ha quedado plenamente resuelta la cuestión tipológica que suscita la convivencia en
nuestro ordenamiento de dos modelos societarios próximos en su configuración, como son la sociedad anónima y la
limitada. En concreto, la realidad práctica evidencia un vasto campo en el que ambas formas societarias se solapan
abiertamente y son usadas por los operadores de manera indistinta. La sociedad anónima, lo hemos visto, es la forma
característica de las sociedades cotizadas, por ser la única (junto a la sociedad comanditaria por acciones, aunque la
relevancia práctica de ésta es nula) cuyo capital se divide en valores –las acciones– susceptibles de ser negociados en los
mercados de valores. La sociedad limitada, por su parte, es la forma característica de las empresas de dimensiones
económicas más reducidas y, en particular, de aquellas que no alcanzan el capital social mínimo exigido para la sociedad
anónima (60.000 euros, como veremos). Pero entre ambos extremos, las empresas pueden decantarse tanto por la sociedad
anónima como por la sociedad limitada, sin que la opción por una u otra –remitida a la libre decisión de los socios–
comporte en términos generales diferencias organizativas o de funcionamiento particularmente significativas. Como
destaca la Exposición de Motivos del Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, en la realidad económica se
produce «una superposición de formas sociales, en el sentido de que para unas mismas necesidades –las que son
específicas de las sociedades cerradas– se ofrece a la elección de los particulares dos formas sociales diferentes, concebidas
con distinto grado de imperatividad, sin que el sentido de esa dualidad pueda apreciarse siempre con claridad». De ahí que
la principal distinción práctica entre las formas societarias y la que mayores diferencias de régimen comporta sea, no tanto
la relativa a la sociedad anónima y a la sociedad limitada, sino la que contrapone a las sociedades cerradas (sean anónimas
o limitadas) y a las sociedades cotizadas, por los distintos problemas jurídicos y necesidades de ordenación que suscitan
unas y otras.
C. Sociedad comanditaria por acciones
Regulada con anterioridad en el Código de Comercio (arts. 151 y ss.), su régimen jurídico se halla actualmente integrado en
la Ley de Sociedades de Capital, cuyo artículo 3.2 establece que «las sociedades comanditarias por acciones se regirán por
las normas específicamente aplicables a este tipo social y, en lo que no esté en ellos previsto, por lo establecido en esta ley
para las sociedades anónimas». Esta previsión legal es plenamente coherente con la naturaleza y características de esta
forma social, pues en realidad, y en contra de lo que parece sugerir su propia denominación, esta sociedad no se concibe
legalmente como una clase o modalidad de la sociedad comanditaria, perteneciente como tal a la categoría de las
sociedades personalistas. El legislador, en efecto, la considera más bien como una sociedad anónima especial que, con
independencia de alguna otra peculiaridad menor (por ej., en materia de denominación: art. 6.3 LSC), solamente se
distingue de la anónima ordinaria –como veremos– por el peculiar estatuto jurídico al que quedan sometidos sus
administradores.
Por esta razón, la Ley de Sociedades de Capital, al definir esta forma de sociedad, nos dice que «en la sociedad comanditaria
por acciones, el capital, que estará dividido en acciones, se integrará por las aportaciones de todos los socios, uno de los
cuales, al menos, responderá personalmente de las deudas sociales como socio colectivo» (art. 1.4). Ciertamente, este
último inciso podría inducir erróneamente al entendimiento de que en estas sociedades existen, como en las comanditarias
simples, dos clases de socios, unos comanditarios y otros colectivos, sometidos como tales a un estatuto o régimen distinto.
Pero en realidad la exigencia legal de que alguno de los socios responda en tanto que socio colectivo no obedece a su
incardinación en la categoría de las sociedades personalistas, como una suerte de comanditaria simple especial, sino que
se relaciona directamente con la peculiar configuración del régimen de administración de la sociedad.
En la sociedad comanditaria por acciones la Ley exige, como hemos visto, que la totalidad del capital esté dividido en
acciones y, en consecuencia, todos los socios tienen la condición de accionistas. Pero a aquellos socios que accedan al
órgano de administración, y en atención exclusivamente a su designación como administradores, se les atribuye la condición
legal de socios colectivos, lo que se traduce básicamente –de acuerdo con el régimen de responsabilidad general de estos
socios dentro de la sociedad colectiva y comanditaria simple– en la asunción de una responsabilidad personal e ilimitada
por las deudas sociales. No se trata, por tanto, de que existan unos socios colectivos con capacidad exclusiva para ejercer
la administración social, sino de que los administradores, por el simple hecho de desempeñar el cargo y mientras lo ocupan,
quedan sometidos a un régimen de responsabilidad más severo que el resto de los accionistas, los cuales responden
solamente –como en cualquier sociedad anónima– hasta el importe de la aportación realizada o comprometida. Así se
deduce con claridad de lo establecido en el artículo 252 de la Ley de Sociedades de Capital, que es el precepto que formula
la especialidad más característica de este tipo social. Al mismo tiempo, y a cambio de este agravamiento de la
responsabilidad, los administradores de la sociedad comanditaria por acciones disfrutan de unas facultades y poderes
mucho más extensos que los de una sociedad anónima (v. art. 294 LSC, que les atribuye un derecho de veto sobre varias y
relevantes decisiones sociales), así como una mayor estabilidad en el cargo (art. 252.2 LSC).
3. LA SOCIEDAD ANÓNIMA EUROPEA
Muchos aspectos sustanciales de la ordenación jurídica de las sociedades anónimas han sido objeto de armonización en los
distintos Estados de la Unión Europea, por medio de la incorporación a sus ordenamientos internos de las numerosas
directivas sobre sociedades. Pero a pesar de ello, la persistencia de legislaciones nacionales diferenciadas se ha erigido
tradicionalmente en un obstáculo a la actuación de las empresas que desarrollan su actividad en el conjunto del mercado
comunitario. Con el fin de evitar estos problemas, y después de un largo proceso de elaboración, se promulgó por la Unión
Europea el Reglamento número 2157/2001, de 8 de octubre, por el que se aprueba el estatuto de la sociedad anónima
europea, completado con la Directiva 2001/86, de 8 de octubre, en lo que se refiere a la implicación de los trabajadores. Y
en nuestro ordenamiento, las normas requeridas para completar y desarrollar esta regulación se contienen en el Título XIII
(art. 455 a 494) de la Ley de Sociedades de Capital y en la Ley 31/2006, de 18 de octubre (recientemente modificada por el
RDLey 5/2023), que transpuso la citada directiva.
La sociedad anónima europea (SE) se concibe legalmente como una genuina sociedad anónima, con todos los caracteres que
definen a ésta dentro del sistema de las sociedades de capital (división del capital en acciones, responsabilidad limitada de
los accionistas, etc.), pero creada y regida por el propio Derecho comunitario. Con todo, la sociedad está obligada a registrarse
y domiciliarse en un Estado miembro, cuyo ordenamiento interno se declara de aplicación supletoria en relación con aquellas
materias que no estén reguladas en el Reglamento o, cuando éste lo autorice de modo expreso, en los estatutos de la sociedad
(art. 9 del Reglamento y art. 455 LSC). No existe, por tanto, un régimen jurídico unitario y completo que se aplique por igual
a todas las sociedades anónimas europeas, pues ese régimen se integra tanto con normas de naturaleza comunitaria –las
contenidas en el Reglamento y las que puedan ser adoptadas para su desarrollo– como con las normativas nacionales de los
distintos Estados miembros, que serán de aplicación supletoria en numerosas materias (acciones y obligaciones, disciplina y
modificaciones del capital, etc.).
Dada la finalidad a que responde, la sociedad anónima europea sólo puede constituirse por empresas que no limiten su
actividad al territorio de un Estado miembro y que operen en distintos mercados europeos. Esto se trasluce claramente en
los diversos procedimientos previstos para la constitución de la sociedad, que se vinculan de una u otra forma a la existencia
de ese elemento transnacional (constitución de la sociedad mediante fusión, cuando las sociedades participantes estén
sujetas al ordenamiento de Estados miembros diferentes; constitución de una sociedad europea holding o filial, por
sociedades de distintos países o por una que tenga filiales en otro Estado miembro; transformación en sociedad europea por
una sociedad con una filial sujeta al ordenamiento de otro Estado).
II. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES
1. EL CAPITAL SOCIAL
La ordenación jurídica de las sociedades de capital –hemos tenido ya ocasión de destacarlo– descansa en gran medida sobre
la noción del capital social. Todas ellas han de constituirse con una cifra de capital que, en principio, puede ser fijada
libremente por los socios (aunque respetando en todo caso el mínimo exigido por la Ley para las distintas clases de sociedad,
como veremos), y que ha de recogerse necesariamente en los estatutos de la sociedad [art. 23. d) LSC]. El capital social, que
representa la suma de los valores nominales de las acciones o participaciones sociales en que está dividido, despliega un
importante papel de orden jurídico y organizativo en el funcionamiento de la sociedad. Entre otras cosas, la participación de
los socios en el capital social, que resultará del número de acciones o participaciones sociales poseídas y del valor nominal
de éstas, es la medida normalmente empleada, salvo excepciones legalmente permitidas, para la determinación de sus
respectivos derechos en el seno de la sociedad. Pero además, el capital también desempeña una importante función de
garantía de los acreedores sociales, que en cierta forma se presenta como un reverso o contrapartida por la limitación de
responsabilidad de los socios; y es que el legislador procura por medio de una serie de medidas –que veremos– que la cifra
del capital social cuente en todo momento con una cobertura patrimonial adecuada, lo que explica que aquélla cumpla una
importante función de retención de bienes y activos dentro de la sociedad.
El capital social no debe confundirse con el patrimonio. Mientras que el capital es una categoría jurídica que alude a esta cifra
fija y convencional recogida en los estatutos, suma de los valores nominales de las acciones o participaciones sociales en que
se divide, la noción de patrimonio se refiere al conjunto de bienes, derechos y obligaciones de contenido económico que
pertenecen a la sociedad en cada momento. La cifra del capital tiene así un carácter estable y constante, y sólo mediante un
acuerdo formal de la sociedad de aumento o de reducción de esa cifra –adoptado de acuerdo con el procedimiento exigido
para la modificación de estatutos– puede ser incrementado o reducido el capital. El patrimonio, en cambio, como concepto
eminentemente económico que comprende todos los bienes y obligaciones de los que en un momento dado es titular una
persona, oscila permanentemente en función de los resultados de la actividad social, porque las vicisitudes de ésta tienen
lógicamente una incidencia directa y permanente sobre la situación patrimonial y financiera de la sociedad. De ahí que la
relación entre el capital y el patrimonio sea normalmente reveladora del estado económico en que se encuentra una
sociedad: a medida que el valor del patrimonio rebase la cifra del capital, la situación será más sólida, mientras que lo
contrario significará que las pérdidas generadas por la actividad social han ido mermando los fondos propios aportados por
los socios en concepto de capital. Esto explica que capital y patrimonio suelan coincidir en el momento de constitución de la
sociedad, cuando ésta no cuenta más que con las aportaciones realizadas –o comprometidas– por los socios, pero que dicha
equivalencia desaparezca con el comienzo de la actividad social, pues el patrimonio irá oscilando en función de los resultados
positivos o negativos de los distintos actos y operaciones que se vayan realizando.
La Ley obliga a las sociedades anónimas, y por extensión a las sociedades comanditarias por acciones, a tener un capital
mínimo, que no puede ser inferior a 60.000 euros (art. 4.2 LSC). En cambio, en la sociedad de responsabilidad limitada no se
impone propiamente ningún capital mínimo, al exigirse que el mismo no sea inferior a un euro (art. 4.1 LSC).
Tradicionalmente, las sociedades limitadas han requerido un capital mínimo de 3.000 euros, pero éste fue eliminado por la
Ley 18/2022, de Creación y Crecimiento de Empresas, con el propósito –al decir de su preámbulo– de «promover la creación
de empresas mediante el abaratamiento de sus costes de constitución» y de «ampliar las opciones de los socios fundadores
respecto al capital social que desean suscribir en función de sus necesidades y preferencias». Con todo, mientras el capital
no alcance el importe de 3.000 euros, las sociedades limitadas padecen algunas restricciones en materia esencialmente de
aplicación de resultado; y los socios, a su vez, responden solidariamente por la diferencia entre dicho importe y la cifra del
capital asumido en caso de liquidación de la sociedad y de insuficiencia patrimonial de ésta para atender al pago de sus
obligaciones (art. 4.1 LSC). Adicionalmente, mientras el capital no alcance la referida cifra mínima, las sociedades quedan
sometidas a unos singulares deberes de publicidad, al exigirse que los estatutos incluyan una declaración expresa de sujeción
a dicho régimen, y al obligarse a los registradores mercantiles a hacer constar dicha circunstancia en las notas y certificaciones
que expidan en relación con la sociedad [art. 23.d) LSC]. En definitiva, no se exige propiamente un capital mínimo para las
sociedades limitadas, pero éstas quedan sujetas a un conjunto de restricciones legales mientras el capital no alcance la cifra
de 3.000 euros.
La exigencia de un capital mínimo elevado para la sociedad anónima se presenta como un elemento de ordenación de los
diversos tipos sociales dentro del sistema general del Derecho de sociedades, que busca excluir las actividades empresariales
de menor dimensión económica del ámbito jurídico de la sociedad anónima para reconducirlas hacia las formas sociales
alternativas que el legislador ha predispuesto para atender a las necesidades específicas de este tipo de empresas, como es
el caso en particular de la sociedad de responsabilidad limitada. Pero no es función del capital mínimo, sin embargo, garantizar
que las sociedades cuenten con un patrimonio suficiente para el desarrollo del objeto social, pues la Ley no exige en ningún
caso que el capital sea adecuado o suficiente en atención a la relevancia o al nivel de riesgo de las actividades económicas
que la sociedad pretenda acometer. De ahí que en la práctica sean frecuentes las sociedades «infracapitalizadas», ya sea por
carecer de fondos suficientes para el desarrollo de su objeto social (la denominada «infracapitalización material»), ya sea por
disponer de medios financieros aportados por los socios pero a título de crédito y no de capital o de fondos propios
(«infracapitalización nominal»).
Con todo, debe destacarse que en el caso concreto de la sociedad anónima el establecimiento por la Ley de una cifra de
capital mínimo tiene simplemente el carácter de regla general, pues existen numerosas sociedades anónimas especiales que
quedan sometidas –de acuerdo con su normativa propia– a la exigencia de capitales mínimos notablemente superiores
(bancos, sociedades de seguros, sociedades de capital riesgo, etc.). En estos casos, a diferencia del régimen general, la
elevación del capital mínimo sí que busca garantizar en gran medida la existencia de una dotación patrimonial mínima o
suficiente para este tipo de sociedades, en atención a las peculiares características de las actividades empresariales que
desarrollan.
2. LA PERSONALIDAD JURÍDICA
Las sociedades de capital –como todas las demás sociedades– dan nacimiento a una persona jurídica, con capacidad para
mantener sus propias relaciones jurídicas y para operar en el tráfico como sujeto de derecho. La sociedad se constituye
mediante escritura pública, que deberá inscribirse en el Registro Mercantil (art. 20 LSC], y con esta inscripción –como
establece el art. 33 LSC– «adquirirá la personalidad jurídica que corresponda al tipo social elegido» (sociedad anónima, de
responsabilidad limitada, etc.). Pero como veremos más adelante, antes de la inscripción existe ya una sociedad
personificada, al reconocer la Ley la aptitud de la sociedad en formación y hasta de la sociedad no inscrita (sociedad devenida
irregular) para mantener relaciones externas o con terceros plenamente válidas. De ahí que deba entenderse que la
inscripción en el Registro Mercantil determina el nacimiento, no de la sociedad, sino el de una genuina o verdadera sociedad
anónima, de responsabilidad limitada o comanditaria por acciones, con todos los rasgos y elementos que en cada caso las
definen y, por tanto, con «la personalidad jurídica que corresponda al tipo social elegido», como dice la Ley.
La personificación jurídica de las sociedades de capital, y la consiguiente imputación a ellas de las relaciones jurídicas que se
generen con ocasión del desarrollo de las actividades propias de su objeto social, determina que tengan atribuida en nuestro
ordenamiento la consideración legal de empresarios y que queden sometidas, por tanto, al conjunto de deberes y
obligaciones que conforman el estatuto jurídico de éstos. Y es que, como ya hemos indicado, todas las sociedades de capital,
cualquiera que sea el objeto al que se dediquen –industrial, comercial, cultural, etc.– tienen carácter mercantil (art. 2 LSC),
lo que implica que no pueda haber sociedades civiles con forma de sociedad de capital.
Un atributo inherente a la personalidad jurídica consiste en la necesidad de la sociedad de capital de operar bajo su propio
nombre o denominación. Esta denominación social, que en principio es de libre elección por los socios (en el momento
fundacional o por medio de una modificación posterior), puede consistir por regla tanto en una denominación subjetiva o
razón social, cuando se forme con uno o varios nombres de socios actuales o antiguos, como en una denominación objetiva,
cuando consista en un nombre de mera fantasía o alusivo a la actividad económica de la sociedad. La Ley de Sociedades de
Capital exige, no obstante, que en la denominación figuren necesariamente en cada caso las indicaciones «sociedad
anónima» o su abreviatura «SA», «sociedad de responsabilidad limitada», «sociedad limitada» o sus abreviaturas «SRL» o
«SL», y «sociedad comanditaria por acciones» o su abreviatura «S. Com. por A.» (art. 6), a la vez que prohíbe la adopción de
una denominación idéntica a la de otra preexistente y autoriza el establecimiento por vía reglamentaria de ulteriores
requisitos para la composición de la denominación social (art. 7). Al amparo de esta habilitación legal, el régimen de la
denominación social se completa con las previsiones generales del Reglamento del Registro Mercantil (arts. 407 y 408) que,
además de precisar las circunstancias que implican una identidad entre denominaciones, incluye otra serie de reglas
generales sobre la posible conformación de éstas (por ej., prohibición de denominaciones que induzcan a error o confusión
sobre la identidad o naturaleza de la sociedad o que hagan referencia a una actividad que no esté incluida en el objeto social).
A diferencia de los signos distintivos como la marca y el nombre comercial, que sirven para distinguir los productos o servicios
de una empresa o la empresa misma dentro del tráfico económico, la denominación social cumple la función –al modo del
nombre de las personas físicas– de identificar e individualizar a la sociedad en el tráfico jurídico, esto es, en relación con
todos los actos con trascendencia jurídica que generen como tales derechos u obligaciones (sobre las relaciones y posibles
interferencias entre los signos distintivos y las denominaciones sociales, v. Lección 12.ª).
También como cualquier otra persona jurídica, las sociedades de capital tienen una nacionalidad y un domicilio, que pueden
ser, y de hecho suelen serlo, diferentes a los de sus socios. La Ley de Sociedades de Capital dispone que son españolas y se
regirán por dicha Ley todas las sociedades de capital que tengan su domicilio en territorio español, cualquiera que sea el lugar
en el que se hubieran constituido (art. 8); pero además, esta regla se completa con la obligación impuesta a las sociedades
de capital de fijar su domicilio en territorio español cuando tengan en él su principal establecimiento o explotación (art. 9.2),
con el fin de que el domicilio coincida con el territorio en que la sociedad desarrolla de forma efectiva su actividad empresarial
(criterio de la sede real). Para el legislador, pues, las sociedades de capital que tengan su principal establecimiento o
explotación en España han de fijar su domicilio en territorio español y constituirse de acuerdo con la ley nacional, ostentando
así la nacionalidad española. Con todo, debe tenerse en cuenta que este esquematismo legal ha de ceder en el ámbito
comunitario ante el principio de libertad de establecimiento y de libre prestación de servicios, que obliga a los Estados
miembros a reconocer a las sociedades constituidas válidamente con arreglo a un Derecho extranjero aunque desarrollen su
actividad efectiva en territorio propio (como han declarado, entre otras, las SSTJCE de 9 de marzo de 1999, de 5 de noviembre
de 2002, de 30 de septiembre de 2003, de 16 de diciembre de 2008, de 12 de julio de 2012 y de 25 de octubre de 2017). Y si
a ello se añade que la normativa sobre modificaciones estructurales permite a través de las denominadas «transformaciones
transfronterizas» –que veremos– tanto el traslado al extranjero del domicilio social de las sociedades mercantiles españolas
como el traslado a nuestro territorio del domicilio de las sociedades extranjeras, en ambos casos con cambio de la ley nacional
aplicable (arts. 96 y ss. del RDLey 5/2023), se podrá advertir cómo la «movilidad societaria» que rige esencialmente dentro
de la Unión Europea ha venido también a alterar significativamente los elementos de conexión empleados por la normativa
de la Ley de Sociedades de Capital.
Además, y en lo que hace a los criterios que presiden la fijación del domicilio social dentro del territorio español, esa fijación
ha de establecerse en el lugar en que la sociedad tenga su centro efectivo de administración y dirección o su principal
establecimiento o explotación económica (art. 9.1 LSC). Dada la trascendencia del domicilio en numerosos órdenes (civil,
procesal, tributario y hasta societario, pues las juntas generales deben celebrarse por regla –salvo disposición contraria de
los estatutos– en el término municipal en que la sociedad tenga su domicilio), el legislador quiere evitar su posible fijación
en lugares desvinculados de la efectiva actividad jurídica o económica de la sociedad.
Las sociedades de capital pueden disponer igualmente de una página web corporativa (arts. 11 bis y 11 ter LSC), a los efectos
de difundir determinada información societaria (convocatoria de juntas, proyectos de fusión o escisión, etc.). Con carácter
general se trata de una simple facultad, salvo en el caso de las sociedades cotizadas (art. 11 bis.1 LSC), que legalmente están
obligadas –y sobre ello volveremos– a disponer de una página web que además ha de tener un contenido determinado.
III. LA SOCIEDAD UNIPERSONAL
1. CONCEPTO, FUNCIÓN ECONÓMICA Y CLASES
Se denomina unipersonal a la sociedad que tiene un solo socio, bien porque desde su constitución la titularidad de todo el
capital corresponde a una sola persona (el fundador único o un tercero posteriormente adquirente), bien porque teniendo
varios socios (desde su constitución o con posterioridad a ella) una sola persona llega a adquirir la participación de todos y
cada uno de ellos en el capital social.
Tradicionalmente, la admisibilidad de las sociedades unipersonales fue discutida en nuestra jurisprudencia y en nuestra
doctrina. En lo esencial, el debate se suscitaba porque, frente al dato empírico de su existencia en la práctica, se alzaba el
obstáculo que representaban, de un lado, la exigencia legal de que concurrieran al menos dos personas para constituir una
sociedad (incluso tres, en el caso de la anónima, hasta la reforma de 1995) y, de otro lado, la ausencia de un tratamiento
normativo para la situación que se producía cuando, una vez constituida con pluralidad de socios, todo el capital de la
sociedad era adquirido por una sola persona que, de este modo, se convertía en su único socio. Pero la adaptación de nuestro
ordenamiento a las disposiciones de la 12.ª Directiva comunitaria (hoy sustituida por la Directiva 2009/102/CE, de 16 de
septiembre de 2009), que tuvo lugar con ocasión de la promulgación de la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada,
puso fin a ese debate, al menos en lo que se refiere a las sociedades de capital unipersonales, dando carta de naturaleza en
nuestro ordenamiento a las sociedades de capital de un solo socio, ya sean originaria o derivativamente unipersonales, y
dotándolas de una regulación específica, que actualmente se contiene en los artículos 12 y siguientes de la Ley de Sociedades
de Capital.
De este modo, se ha venido a atender indirectamente una vieja aspiración de los empresarios individuales para poder
ejercitar su actividad profesional con responsabilidad limitada frente a sus acreedores, ya que podrán lograrlo constituyendo
por sí solos una sociedad limitada o anónima y desarrollando su actividad por medio de una sociedad de esta naturaleza de
cuyas participaciones o acciones sean los únicos titulares. Al propio tiempo, el otorgamiento de plena legitimidad a las
sociedades de capital unipersonales, además de poner a disposición de la pequeña y mediana empresa individual un efectivo
instrumento de limitación de responsabilidad, permite que puedan albergarse en él otras iniciativas de mayores dimensiones,
como sería el caso en particular de los grupos societarios y en general de las filiales constituidas por otras sociedades,
«sirviendo así – como decía la Exposición de Motivos de la LSRL– a las exigencias de cualquier clase de empresas».
Conforme a lo dispuesto en el artículo 12 de la Ley de Sociedades de Capital, se considera sociedad unipersonal «la constituida
por un único socio, sea persona natural o jurídica», y también «la constituida por dos o más socios cuando todas las
participaciones o las acciones hayan pasado a ser propiedad de un único socio». Resulta así que, en nuestro sistema, el dato
identificador de la unipersonalidad de una sociedad de capital es la concentración de la titularidad de todas sus
participaciones o acciones en una sola mano, siendo indiferente que esa concentración se produzca en el momento
fundacional (unipersonalidad originaria) o durante la vida de la sociedad (unipersonalidad sobrevenida) e, incluso, que el
socio único sea una persona natural o jurídica. El legislador acoge así un concepto formal de unipersonalidad, en el sentido
de que la simple pluralidad de socios basta para excluir el carácter unipersonal de la sociedad.
2. PARTICULARIDADES DE RÉGIMEN JURÍDICO
Como se puede advertir, la unipersonalidad es una mera situación de hecho –por lo demás, no infrecuente en la práctica– en
la que pueden hallarse las sociedades de capital. Por ello, no determina la existencia de un nuevo o específico tipo de sociedad
de capital, sino que simplemente comporta ciertas particularidades de régimen jurídico para la sociedad en la que concurra
esa situación, que conviven con su sometimiento a la disciplina general propia del tipo (sociedad anónima o de
responsabilidad limitada) de que se trate. En efecto, la sociedad unipersonal no tiene un régimen legal propio y diferenciado
del establecido para las sociedades de capital (en cuestiones como fundación, aportaciones, órganos, etc.). Lo que en realidad
sucede es que, de un lado, esa disciplina general no resultará aplicable en determinados extremos por razón de la existencia
de un solo socio (por ej. limitaciones a la transmisibilidad, reuniones de la junta general, etc.) y, de otro lado, se verá
complementada con algunas previsiones legales específicamente previstas para esta concreta situación.
Esas particularidades de régimen jurídico, que se contienen actualmente en el capítulo tercero del Título I de la Ley de
Sociedades de Capital, son las que reseñamos a continuación.
Así, en primer término, las sociedades unipersonales se hallan sometidas a un peculiar sistema de publicidad, más amplio
y puntual que el dispuesto con carácter general para las sociedades de capital. En este sentido, el artículo 13 de la Ley de
Sociedades de Capital, además de reiterar el requisito general de que la sociedad se constituya en escritura pública que
deberá ser inscrita en el Registro Mercantil (art. 20 LSC), exige: a) que consten de este mismo modo las situaciones de
unipersonalidad sobrevenida, mediante la realización, con esa misma forma y publicidad, de una declaración de que una sola
persona ha devenido propietaria de todas las participaciones sociales o acciones, exigencia ésta cuyo incumplimiento
acarreará para el socio único la sanción prevista en el artículo 14 (salvo que se trate de sociedades unipersonales de capital
público, conforme a lo dispuesto en el art. 17); b) que, tanto en el caso de unipersonalidad originaria como en el de
unipersonalidad sobrevenida, se exprese en la inscripción registral la identidad del socio único; c) que también se hagan
constar en escritura pública inscrita la pérdida de la unipersonalidad o el cambio de socio único; d) que mientras subsista la
situación de unipersonalidad, la sociedad deje constancia de esta situación «en toda su documentación, correspondencia,
notas de pedido y facturas, así como en todos los anuncios que haya de publicar por disposición legal o estatutaria» (exigencia
de la que también se dispensa a las sociedades unipersonales de capital público, conforme a lo previsto en el art. 17).
Por otra parte, si bien la unipersonalidad no afecta a la subsistencia de la estructura orgánica propia del tipo social de que
se trate, esta situación también comporta alguna particularidad en el funcionamiento de los órganos sociales. Así, en lo que
se refiere a la junta general, se prevé que «el socio único ejercerá las competencias de la junta general» (art. 15.1 LSC), a
través de las oportunas decisiones que habrán de consignarse en acta (art. 15.2 LSC). Y así también, aunque en principio
subsistan el ámbito competencial de la junta y todas las reglas de funcionamiento preordenadas al correcto ejercicio de su
competencia (incluidas las que se refieren a la impugnación de los acuerdos sociales) o las relativas a la documentación,
certificaciones y prueba de los acuerdos (aquí decisiones del socio único), la situación de unipersonalidad comporta
lógicamente la inaplicación de las reglas que sean incompatibles con esa situación (reglas de convocatoria, constitución y
votación, aprobación del acta, etc.). En cambio, la unipersonalidad no afecta a las exigencias legales relativas a la constancia
en la escritura de constitución y estatutos sociales del nombramiento de los primeros administradores y de la estructura del
órgano de administración (arts. 22 y 23 LSC), ni en general a las reglas legales o reglamentarias aplicables al estatuto personal
de los administradores o a la competencia, configuración y funcionamiento del referido órgano. En definitiva, pues, la
administración social podrá confiarse a un órgano de composición pluripersonal o unipersonal (que podría integrar incluso el
propio socio único) sometido a las mismas reglas de funcionamiento que el órgano de administración de cualquier otra
sociedad de capital.
Finalmente, son también merecedoras de consideración aquellas particularidades de régimen que responden a la lógica
preocupación del legislador por el riesgo de los conflictos de interés inherentes al establecimiento de relaciones
contractuales entre la sociedad y su socio único. De un lado, y como medida protectora del patrimonio social, se prevé que
el socio único responderá frente a la sociedad de las ventajas que directa o indirectamente hubiera obtenido en perjuicio de
ésta como consecuencia de los contratos que hubiera celebrado con ella, durante un plazo de dos años a contar desde la
fecha de su celebración (art. 16.3 LSC, que sin embargo no es de aplicación –conforme a lo establecido en el art. 17– a las
sociedades unipersonales de capital público). De otro lado, con la finalidad cautelar de facilitar la prueba de estas relaciones
contractuales, dificultar la manipulación de sus características y favorecer su transparencia en beneficio de los terceros, se
exige también que los correspondientes contratos consten por escrito o en la forma documental propia de su naturaleza, que
sean transcritos a un libro-registro de la sociedad y que en la memoria integrante de las cuentas anuales se haga referencia
individualizada a ellos «con indicación de su naturaleza y condiciones» (art. 16.1 LSC). Ciertamente, si nos atenemos al criterio
restrictivo predominante en la jurisprudencia y la doctrina acerca del efecto constitutivo de la forma en las relaciones
contractuales, el incumplimiento de estas exigencias no afectará a la validez de los correspondientes contratos. Pero, en
cambio, ese incumplimiento tendrá relevantes consecuencias en caso de concurso del socio único o de la sociedad, pues en
este caso no serán oponibles a la masa aquellos contratos «que no hayan sido transcritos al libro-registro y no se hallen
referenciados en la memoria anual o lo hayan sido en memoria no depositada con arreglo a la Ley» (art. 16.2 LSC, que,
conforme a lo previsto en el art. 17, tampoco es aplicable a las sociedades de capital público).
LECCIÓN 18 LA CONSTITUCIÓN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
Sumario: I. La fundación 1. Requisitos formales: la escritura pública y la inscripción en el registro mercantil 2. Contenido de la
escritura de constitución 3. La sociedad en formación y la sociedad devenida irregular 4. La nulidad de la sociedad
II. Las aportaciones sociales 1. Concepto, desembolso y clases de aportaciones 2. Responsabilidad por la realidad y valoración de
las aportaciones no dinerarias
III. Las prestaciones accesorias 1. Concepto y contenido 2. Aspectos esenciales de su régimen jurídico
I. LA FUNDACIÓN
1. REQUISITOS FORMALES: LA ESCRITURA PÚBLICA Y LA INSCRIPCIÓN EN EL REGISTRO MERCANTIL
La constitución de una sociedad de capital exige, como ya se ha indicado, el cumplimiento de unos requisitos formales
imperativos, que son la escritura pública y la inscripción en el Registro Mercantil (art. 20LSC], sin los cuales no hay verdadera
sociedad anónima, de responsabilidad limitada o comanditaria por acciones.
La escritura pública, que constituye el primer acto jurídico fundacional en toda clase de sociedades mercantiles, es también
la forma solemne y necesaria del negocio constitutivo de las sociedades de capital, que, como dice el artículo 19.1 de la Ley
de Sociedades de Capital, «se constituyen por contrato entre dos o más personas» (contrato plurilateral o con varios socios
fundadores) «o, en caso de sociedades unipersonales, por acto unilateral» (declaración de voluntad unilateral del fundador
único). Por ello, siendo un auténtico requisito de forma del negocio, el contrato de sociedad que no conste en escritura
solamente podría valer como contrato preparatorio o compromiso preliminar de constituir aquella sociedad de capital a la
que se refiera (anónima, etc.) o, en su caso, como sociedad de hecho. Y la escritura pública, una vez otorgada, ha de ser
objeto de inscripción en el Registro Mercantil, que es el acto posterior que completa el proceso fundacional y que da
nacimiento –como vimos– a una verdadera sociedad de capital con la personalidad jurídica que corresponda al tipo social
elegido. En todo caso, una vez perfeccionado el proceso fundacional en escritura pública y antes de la inscripción registral, la
Ley reconoce ya – como veremos– la aptitud de la organización así creada para actuar en el tráfico y para mantener relaciones
jurídicas propias, ya sea durante el proceso normal de fundación (sociedad en formación), ya sea en caso de ausencia efectiva
de inscripción (sociedad devenida irregular).
Como se ha indicado, las sociedades de capital se constituyen mediante un contrato o acto unilateral. Pero además, el artículo
19.2 de la Ley de Sociedades de Capital prevé que las sociedades anónimas puedan «constituirse también en forma sucesiva
o por suscripción pública de acciones». En ambos casos, no obstante, el negocio constitutivo requiere, conforme al artículo
20, el otorgamiento de escritura pública que posteriormente deberá inscribirse en el Registro Mercantil. Esta singularidad,
legalmente prevista sólo para la sociedad anónima, permite identificar en nuestro ordenamiento la existencia de un doble
procedimiento fundacional para las sociedades de capital: uno, conocido comúnmente como procedimiento de fundación
simultánea o por convenio, que es aplicable a todas ellas, y otro, conocido como procedimiento de fundación sucesiva o
por suscripción pública de las acciones, que sólo se permite para la constitución de sociedades anónimas, aunque en
realidad no es objeto de utilización alguna en nuestra práctica societaria.
El primero de ellos –de fundación simultánea–, que es el único previsto para las sociedades de capital que no sean anónimas
y el habitualmente seguido por estas últimas, se verifica cuando los socios fundadores (o el fundador único, en caso de
sociedad unipersonal) concurren –por sí o por medio de representante– al otorgamiento de la escritura y en ese mismo acto
asumen la totalidad de las participaciones sociales o suscriben la totalidad de las acciones en que esté dividido el capital (art.
21 LSC). En este procedimiento los fundadores comparten con los primeros administradores, cuya designación ha de
efectuarse en la escritura de constitución, la obligación de presentar esta última a inscripción en el Registro Mercantil en un
plazo de dos meses desde la fecha del otorgamiento (art. 32.1). Pero además, la Ley también hace solidariamente
responsables a los fundadores frente a la sociedad, los socios y los terceros de la constancia en la escritura de las menciones
exigidas por la Ley, de la exactitud de las declaraciones contenidas en ella y de la adecuada inversión de los fondos destinados
a los gastos de constitución (art. 30).
En el procedimiento habitual, pues, los fundadores concurren al otorgamiento de la escritura de constitución, que
posteriormente debe presentarse por aquéllos o por los administradores al Registro Mercantil para su inscripción. Pero en
los últimos tiempos, con el fin de agilizar y de simplificar el proceso de constitución de las sociedades mercantiles,
especialmente de las de menor tamaño y complejidad, el legislador ha ido adoptando distintas medidas destinadas a permitir
su realización por medios telemáticos e informáticos e incluso la constitución «en línea», sin necesidad de comparecencia
física del fundador o fundadores ante el notario o cualquier otra autoridad pública.
La posibilidad de constitución telemática se prevé para las sociedades de responsabilidad limitada (no para las anónimas), de
acuerdo con dos procedimientos distintos que varían en función de que se utilicen o no unos «estatutos tipo» (arts. 15 y 16
de la Ley 14/2013, en la redacción dada por la Ley 18/2022), cuyo contenido ha sido desarrollado por el Real Decreto
421/2015, de 29 de mayo. El instrumento esencial a estos efectos es el denominado Documento Único Electrónico (DUE),
que permite la realización y cumplimiento simultáneo de todos los trámites relacionados con la constitución de la sociedad
(cumplimiento de obligaciones tributarias y de seguridad social relativas al comienzo de la actividad empresarial, registro de
nombre de dominio «.es», solicitud de registro de marca y nombre comercial, etc.) (v. disp. adic. 3.ª LSC).
Pero más recientemente el legislador ha implantado un sistema de constitución íntegramente online o «en línea», que a
diferencia de los procedimientos telemáticos no requiere la comparecencia presencial del fundador o fundadores ante el
notario y demás autoridades u organismos. Este procedimiento, que se deriva de la conocida como «Directiva de digitalización
de sociedades» [Directiva (UE) 2019/1151], se limita también a las sociedades de responsabilidad limitada, y requiere además
que no se realicen por los socios aportaciones no dinerarias (art. 22 bis LSC, introducido por la Ley 11/2023). El uso de este
procedimiento, que aplica a la constitución pero también a los posteriores actos societarios inscribibles y demás obligaciones
legales de las sociedades, requiere la utilización de unos documentos y modelos estandarizados (de escritura pública, de
estatutos tipo, etc.) (art. 40 bis LSC).
En el procedimiento de fundación simultánea merece también tener en cuenta alguna particularidad referida a la sociedad
anónima. En relación con ésta, la Ley permite que, como compensación por su idea creadora y los servicios prestados a la
sociedad en la fase de constitución, los fundadores se reserven determinadas ventajas particulares, que se conciben como
derechos especiales de contenido económico que consistirán generalmente en una participación en los beneficios de la
sociedad. Estas ventajas, que habrán de constar en los estatutos, están legalmente sometidas a un límite cuantitativo y
temporal (no podrán exceder del 10 por 100 de los beneficios netos y por un período máximo de diez años) y, por otra parte,
pueden ser incorporadas a unos títulos distintos de las acciones –los conocidos en la práctica como «bonos de fundador»–
con el fin de facilitar su posible transmisión (art. 27).
El segundo procedimiento fundacional, exclusivamente establecido para la constitución de las sociedades anónimas, es, como
se ha indicado, el de fundación sucesiva o por suscripción pública de las acciones. En principio, este sistema está
legalmente ideado para la constitución de grandes sociedades, cuando no es posible suscribir inicialmente la totalidad del
capital social por un número reducido de socios y se realiza una apelación o llamamiento público a los inversores con el fin
de lograr la suscripción de las acciones. La Ley obliga a utilizar este procedimiento siempre que se realice una promoción
pública de la suscripción de las acciones a través de cualquier medio publicitario o de intermediarios financieros con
anterioridad al otorgamiento de la escritura de constitución (art. 41). Pero en la práctica es un sistema de nula vigencia, pues
incluso la constitución de las sociedades de mayor envergadura económica suele hacerse por el sistema de fundación
simultánea, con la intervención de otras sociedades o empresas que asumen en un solo acto todo el capital (en su caso, con
la idea de desprenderse posteriormente de la totalidad o de parte de su participación, una vez consolidada la sociedad).
Se trata de un procedimiento largo y complejo, regulado en la Ley de forma minuciosa (arts. 41 y ss. LSC) y que debe
completarse con el régimen general sobre ofertas públicas de suscripción de valores (art. 34 y ss. de la Ley de los Mercados
de Valores y de los Servicios de Inversión y normativa de desarrollo), que a nuestros efectos puede exponerse en sus trámites
esenciales. El procedimiento se inicia con la preparación por los promotores del denominado programa de fundación y de un
folleto informativo (art. 42), que han de depositarse en la Comisión Nacional del Mercado de Valores y en el Registro Mercantil
con anterioridad a la realización de cualquier publicidad sobre la sociedad proyectada (art. 43). Tras el período de suscripción
de las acciones (arts. 44 y ss.), y en un plazo máximo de seis meses a contar desde el depósito del programa en el Registro
Mercantil, los promotores convocarán a los suscriptores a una junta constituyente, que ha de adoptar una serie de acuerdos
necesarios (arts. 47 y ss.) y que incluso podría modificar el programa fundacional, aunque sólo con el voto unánime de todos
los suscriptores concurrentes (art. 49.3). En el mes siguiente a la celebración de la junta, habrá de otorgarse la escritura
pública de constitución de la sociedad por las personas designadas al efecto, debiendo presentarse la escritura a inscripción
en el Registro Mercantil dentro de los dos meses siguientes (art. 51). De no producirse la inscripción en el plazo de un año
desde el depósito del programa de fundación en el Registro Mercantil, y al margen de la eventual responsabilidad de los
otorgantes de la escritura (art. 52), los suscriptores podrán exigir la restitución de las aportaciones realizadas con los frutos
que hubieren producido (art. 55).
En la fundación sucesiva, pues, cobra especial relieve la actividad de los promotores, que son quienes promueven la
constitución de la sociedad. De ahí que puedan reservarse ventajas particulares en los mismos términos que los socios
fundadores en la fundación simultánea (art. 27 LSC) y que queden sometidos también a un régimen de responsabilidad similar
al de éstos, tanto por los gastos en que incurran con la finalidad de constituir la sociedad (art. 53 LSC) como por las eventuales
irregularidades que puedan cometer durante el proceso fundacional (art. 54 LSC).
2. CONTENIDO DE LA ESCRITURA DE CONSTITUCIÓN
En la escritura de constitución de las sociedades de capital han de recogerse una serie de menciones obligatorias establecidas
por la Ley. Las menciones necesarias de la escritura, que en esencia van referidas a los elementos esenciales del negocio
jurídico que está en el origen de toda sociedad, son las siguientes: la identidad del socio o socios; la voluntad de constituir
una sociedad de capital, con elección de un tipo social concreto (anónima, limitada…); las aportaciones que cada socio realice
o, si se trata de una sociedad anónima, la que en su caso se haya obligado a realizar, y la numeración de las participaciones o
acciones atribuidas a cambio; los estatutos de la sociedad; y la identidad de la persona o
personas que se encarguen inicialmente de la administración y de la representación social (art. 22.1 LSC). Además, debe
determinarse el modo concreto en que inicialmente se organice la administración, en caso de que los estatutos prevean
diferentes alternativas para su organización (art. 22.2) y, si se trata de sociedad anónima, la cuantía, al menos aproximada,
de los gastos de constitución (art. 22.3). De todas estas menciones obligatorias, son las tres primeras las que en realidad
expresan el contenido esencial del contrato de sociedad y conforman el verdadero negocio constitutivo, por lo que en general
agotan su eficacia en el propio acto fundacional.
En la escritura también han de figurar incluidos, como hemos visto, los estatutos de la sociedad, que recogen las normas de
organización y funcionamiento por las que va a regirse la sociedad y delimitan al propio tiempo la posición jurídica de los
socios, dentro siempre de los límites permitidos por la Ley. De este modo, la escritura da forma al negocio de constitución e
incorpora como parte del contenido de éste los estatutos, que vienen a ser una especie de norma constitucional ordenadora
de la vida de la sociedad. Es precisamente por esta función «constitucional» por lo que se exige que el acuerdo inicial de los
socios fundadores recaiga también sobre los estatutos, en tanto que parte integrante de la escritura.
Los estatutos tienen también un contenido obligatorio establecido por la Ley (art. 23 LSC), aunque este contenido tiene
carácter mínimo pues –como veremos– el legislador deja a los fundadores libertad para incorporar en ellos todas las demás
menciones que estimen convenientes. Ese contenido mínimo, que el Reglamento del Registro Mercantil complementa en
numerosos aspectos, es el siguiente: a) la denominación de la sociedad; b) el objeto social, determinando las actividades que
lo integran y entendiendo por tales aquellas de carácter económico que la sociedad se propone llevar a cabo, que constituye
una mención estatutaria de gran relevancia al determinar las posibilidades de actuación de los órganos sociales (básicamente
–como veremos– de los administradores) y al operar como elemento delimitador de toda la actividad social, que ha de
encaminarse hacia su desarrollo o realización; existen con todo limitaciones derivadas de algunas normas que en nuestro
ordenamiento imponen la necesaria utilización de la forma de la sociedad anónima para el desarrollo de determinadas
actividades (bancarias, de seguros, etc.); c) el domicilio social, fijado conforme a lo establecido en el artículo 9 de la Ley; d)
el capital social, a cuya significación ya nos hemos referido (v. Lec. 17, núm. 5), las participaciones o las acciones en que se
divida, su valor nominal y su numeración correlativa, con las concretas especificaciones que se exigen en el artículo 23. d) de
la Ley; e) el modo de deliberar y adoptar sus acuerdos los órganos colegiados de la sociedad; y f) el modo o modos de
organizar la administración de la sociedad, expresando además el número de administradores o, al menos, el número máximo
y el mínimo, así como el plazo de duración del cargo y el sistema de su retribución, si la tuvieren; y en la sociedad comanditaria
por acciones, la identidad de los socios colectivos.
Además, también pueden incluirse en la escritura y en los estatutos aquellos pactos y condiciones que los socios juzguen
convenientes, siempre y cuando «no se opongan a las leyes ni contradigan los principios configuradores del tipo social
elegido» (art. 28 LSC). Normalmente, la libertad de pactos se hará expresiva en el contenido de los estatutos con el objetivo
de singularizar las normas de organización y de funcionamiento de la sociedad y de adaptarlas a las concretas características
de ésta. Pero el carácter preferentemente imperativo de la disciplina legal de la anónima determina que sea en el ámbito de
la sociedad limitada donde en la práctica sea más frecuente y extenso el recurso a esta manifestación de la autonomía de la
voluntad de los socios. En efecto, el carácter meramente dispositivo de buena parte de las normas reguladoras de este último
tipo social –que a menudo recogen previsiones de carácter alternativo, de carácter mínimo, aplicables salvo disposición
estatutaria en contrario o a falta de ella, etc.– permite que esos pactos constituyan el cauce a través del cual los socios pueden
dotar a la sociedad de la disciplina convencional más conveniente a sus propósitos y necesidades y acomodar la configuración
de la sociedad a las características de la actividad que pretenden desarrollar. Ahora bien, la exigencia legal de respeto a los
principios configuradores del correspondiente tipo social suscita, por su naturaleza sumamente imprecisa, algunas
dificultades interpretativas. En la práctica esos «principios configuradores» operan como un instrumento puesto a disposición
de los operadores jurídicos (notarios, registradores y, a la postre, jueces y tribunales) para rechazar posibles innovaciones
estatutarias que, sin estar prohibidas por norma alguna, resulten de difícil concordancia con la naturaleza y configuración
legal del tipo social de que se trate, algo que entrañará particular complejidad en el caso de las sociedades limitadas por la
naturaleza híbrida que, según hemos indicado, las caracteriza.
Por otra parte, es muy frecuente que los fundadores o los socios celebren acuerdos o pactos que no se recogen en la escritura
ni en los estatutos y que, sin embargo, afectan directamente a materias relacionadas con el funcionamiento y la operativa de
la sociedad (pactos de adquisición preferente en caso de transmisión de acciones o participaciones sociales, opciones de
compra o venta de ellas, convenios sobre ejercicio del derecho de voto, compromisos de no adoptar determinados acuerdos
sociales o de no hacerlo sin el consentimiento de un determinado socio, acuerdos sobre nombramiento de administradores,
etc.). Son los denominados pactos reservados o pactos parasociales, o acuerdos entre socios, que generalmente se emplean
para regular cuestiones que la ley no permite incluir en los estatutos y que sirven así para prevenir o eliminar posibles
elementos de conflictividad dentro de la organización social; al propio tiempo, estos pactos permiten sustraer de los efectos
de la publicidad registral –a la que sí están sujetos los estatutos– reglas de organización y funcionamiento que por cualquier
motivo no interese divulgar frente a terceros. En lo que hace a la validez y eficacia jurídica de estos pactos, la Ley se limita a
establecer que «no serán oponibles a la sociedad» (art. 29 LSC). Así pues, la eficacia de estos pactos parasociales, que no
tienen más límites en su contenido que los generales de la autonomía de la voluntad, se circunscribe únicamente al ámbito
de las relaciones entre las partes que los celebran; en consecuencia, la sociedad, en su condición de tercero, no resulta
jurídicamente afectada por estos acuerdos y tiene que ajustar en todo momento su conducta a lo que resulte de las reglas
legales o estatutarias (un acuerdo social contrario a los pactos reservados sería plenamente válido, pero el socio que lo
hubiera incumplido incurriría en responsabilidad contractual frente a los demás socios contratantes). Además, como veremos
más adelante, en el caso concreto de las sociedades cotizadas los pactos parasociales que afecten al ejercicio del derecho de
voto en junta o a la libre transmisibilidad de las acciones se sujetan a un régimen especial de publicidad, en virtud del cual
deben comunicarse a la propia sociedad y a la Comisión Nacional del Mercado de Valores y depositarse en el Registro
Mercantil (art. 530 y ss. LSC), con el fin de que puedan ser conocidos por el conjunto de los accionistas e inversores.
Por lo demás, esa mera eficacia inter partes es también la propia de las previsiones de los denominados « protocolos
familiares» que no hayan sido incorporadas a los estatutos. Estos documentos gozan de cierta difusión en la práctica de las
sociedades familiares, combinando normalmente meros principios éticos o axiológicos con auténticos pactos suscritos por
los socios entre sí o con terceros relacionados con ellos por vínculos familiares, mediante los que se pretende dotar a la
sociedad de un marco regulador estable para la organización corporativa y el desarrollo de las relaciones entre la familia, la
propiedad y la empresa. Pero jurídicamente son una simple clase o modalidad de los pactos parasociales, por lo que sólo
poseerán eficacia erga omnes en aquellas disposiciones que figuren incluidas en los estatutos. Esta conclusión no resulta
alterada por la circunstancia de que el Real Decreto 171/2007, de 9 de febrero, relativo a la publicidad de los protocolos
familiares, prevea distintos mecanismos voluntarios para difundir y dar a conocer la existencia y el contenido de estos
protocolos (publicación en la página web de la sociedad, depósito en el Registro Mercantil, etc.). En todos estos casos, y
también en los relativos a las sociedades cotizadas a que anteriormente nos hemos referido, se trata de actuaciones
generadoras de mera información o publicidad noticia frente a terceros, que no producen ningún otro efecto jurídico. La
misma conclusión parece obligada respecto de las denominadas «empresas emergentes» o start-ups, al permitirse en estos
casos la inscripción en el Registro Mercantil de los pactos de socios siempre que no contengan cláusulas contrarias a la Ley
(art. 11.2 de la Ley 28/2022, de fomento del ecosistema de las empresas emergentes).
3. LA SOCIEDAD EN FORMACIÓN Y LA SOCIEDAD DEVENIDA IRREGULAR
La Ley establece un régimen especial para los actos y contratos que puedan celebrarse en nombre de la sociedad una vez
otorgada la escritura y antes de la inscripción de ésta en el Registro Mercantil (sociedad en formación). Este régimen procura
conciliar el habitual interés de la sociedad en comenzar el ejercicio de las actividades propias de su objeto social de forma
inmediata con la necesidad de tutelar a los terceros que contratan con una sociedad en formación que, por tanto, se
encuentra en proceso de fundación y no está plenamente constituida.
La regla general a estos efectos consiste en la responsabilidad solidaria de quienes celebren actos y contratos en nombre de
la sociedad antes de su inscripción en el Registro Mercantil. Cuando los administradores –que han de ser designados en la
escritura– o cualquier apoderado de la sociedad actúen de hecho en nombre de ésta con anterioridad a la inscripción,
concertando relaciones con terceros, la responsabilidad corresponde en principio únicamente y a título personal a quienes
hayan intervenido en el acto o negocio, sin comprometer, por tanto, a la sociedad ni al patrimonio de ésta («responderán
solidariamente quienes los hubiesen celebrado, a no ser que su eficacia hubiese quedado condicionada a la inscripción y, en
su caso, posterior asunción de los mismos por parte de la sociedad», dice el art. 36 LSC). En todo caso, y de acuerdo con la
posibilidad general de ratificar los actos realizados por otra persona, es claro que una vez inscrita la sociedad siempre puede
asumir y aceptar voluntariamente estos actos y contratos celebrados en su nombre durante la fase fundacional (art. 38.1),
en cuyo caso quedará extinguida la responsabilidad personal y solidaria de los celebrantes (art. 38.2).
Pero existen varios supuestos en los que la Ley reconoce la plena capacidad jurídica de la sociedad en formación para obligarse
–sin necesidad, pues, de ratificación posterior– y en los que la responsabilidad correspondería a la propia «sociedad en
formación» con el patrimonio que tuviere (art. 37.1), estando en este caso los socios obligados a responder personalmente
hasta el límite de lo que se hubieren obligado a aportar (art. 37.2). Entrarían aquí, además de las obligaciones que resulten
jurídicamente indispensables para la inscripción de la sociedad (gastos de escritura, liquidación de impuestos, etc.), todos
aquellos actos y contratos que puedan realizar los administradores o cualquier apoderado cuando sean expresamente
habilitados para actuar con anterioridad a la inscripción, ya sea en la escritura de constitución o en virtud de un «mandato
específico» de todos los socios. Pero al margen de estos supuestos, cuando la fecha de comienzo de las operaciones sociales
se haga coincidir con la de otorgamiento de la escritura, la regla –salvo que la propia escritura o los estatutos dispongan otra
cosa– es que «los administradores están facultados para el pleno desarrollo del objeto social y para realizar toda clase de
actos y contratos» (art. 37.3). Son hipótesis, por tanto, en las que se reconoce la existencia, no de una genuina sociedad de
capital (anónima, limitada o comanditaria por acciones), pues ésta adquiere su propia personalidad jurídica –como vimos–
con la inscripción, pero sí de una organización personificada con capacidad plena para actuar de forma inmediata en el tráfico
y para asumir relaciones jurídicas frente a terceros.
En todo caso, con el fin de garantizar que en el momento de la inscripción el capital de la sociedad cuente con una adecuada
cobertura patrimonial, la Ley obliga a los socios fundadores a cubrir las eventuales pérdidas que pueda haber experimentado
el patrimonio de la sociedad por causa de los actos y contratos celebrados durante este período de formación (art. 38.3).
A diferencia de lo que sucede con la sociedad en formación, que alude a las actuaciones realizadas por una sociedad durante
el proceso normal de fundación y antes de su inscripción registral, la Ley denomina sociedad devenida irregular a la sociedad
que no se inscribe en el Registro Mercantil por no existir la intención de inscribirla. La Ley presume que concurre esta situación
cuando se verifique la voluntad de no inscribir la sociedad y, en todo caso, dada la dificultad de probar esa voluntad por su
carácter subjetivo, siempre que transcurra un año desde el otorgamiento de la escritura sin que se solicite la inscripción (art.
39.1).
Habida cuenta de que, como ya sabemos, la falta de inscripción impide la existencia de una sociedad de capital con la
personalidad jurídica correspondiente al tipo social elegido en cada caso y, con ello, la realización del propósito negocial
perseguido por los socios (constituir una sociedad anónima, limitada o comanditaria por acciones), la Ley faculta a éstos para
instar en este caso la disolución de la sociedad no inscrita y obtener así, tras la liquidación del patrimonio común, la cuota
que les corresponda, que «se satisfará, siempre que sea posible, con la restitución de sus aportaciones» (art. 40). Pero
además, al no poder descartarse que la sociedad devenida irregular o no inscrita pueda intervenir en el tráfico contratando
con terceros y manteniendo relaciones jurídicas externas, se dispone que le sean aplicadas las normas de la sociedad colectiva
o, en su caso, las de la sociedad civil (art. 39.1), en función de la naturaleza mercantil o civil de su objeto social. Esto supone
que la sociedad irregular es una sociedad personificada, con capacidad para intervenir en el tráfico y para obligarse por sí
misma, pero que no se rige como tal por la disciplina propia de las sociedades de capital, dado que la falta de inscripción le
priva de uno de los requisitos constitutivos de éstas. Tradicionalmente solía negarse personalidad jurídica a las sociedades
irregulares y se partía, en consecuencia, de la nulidad de todas sus actuaciones. Pero en la actualidad la Ley se decanta
claramente por afirmar la plena validez jurídica de los actos y contratos que puedan celebrar, con el evidente propósito de
tutelar a los terceros que contratan con una sociedad de capital no inscrita confiando, sin duda, en la apariencia de
regularidad que se deriva de su propia actuación en el tráfico.
4. LA NULIDAD DE LA SOCIEDAD
A pesar del control preventivo que desempeñan notarios y registradores en la constitución de las sociedades de capital,
siempre es posible que el proceso fundacional de una sociedad anónima debidamente inscrita en el Registro Mercantil
adolezca de vicios o defectos que afecten a su validez y respecto de los que la inscripción registral no posee efectos sanatorios
o convalidantes. Pero, al mismo tiempo, la inscripción de la sociedad en el Registro y el ejercicio de las actividades propias de
su objeto social, además de generar una apariencia externa de legalidad, da lugar a una organización que puede intervenir
activamente en el tráfico y concertar una multitud de relaciones jurídicas con terceros confiados en esa apariencia y a quienes
el ordenamiento debe proteger. De ahí que la Ley se ocupe de la posible ineficacia del acto fundacional estableciendo un
régimen específico de la nulidad de las sociedades de capital, que se aparta abiertamente de los principios y categorías
generales propios de la nulidad de los negocios jurídicos e implica un cierto reconocimiento de la eficacia del negocio
constitutivo.
Por ello, dentro del marco establecido en esta materia por la Primera Directiva comunitaria de sociedades (codificada ahora
en la Directiva 2017/1132), el artículo 56 de la Ley de Sociedades de Capital enumera siete causas de nulidad que, en atención
al objetivo de conservación de la organización empresarial inspirador de esa Directiva, se hallan tasadas («la acción de nulidad
sólo podrá ejercitarse por las siguientes causas», dice el referido precepto) y que incluso deben ser objeto de una
interpretación restrictiva (STJCE de 13 de noviembre de 1990). Las seis primeras, comunes a todas las sociedades de capital,
son las siguientes: a) no haber concurrido en el acto constitutivo la voluntad de al menos dos socios fundadores (o del único
fundador cuando se trate de sociedad unipersonal); b) la incapacidad de todos los socios fundadores; c) no expresarse en la
escritura de constitución las aportaciones de los socios; d) no expresarse en los estatutos la denominación de la sociedad; e)
no expresarse en los estatutos el objeto social o ser éste ilícito o contrario al orden público; y f) no expresarse en los estatutos
la cifra del capital social. La séptima causa de nulidad se delimita de forma diferente para la sociedad anónima y la de
responsabilidad limitada, en atención al distinto régimen que rige en ellas para el desembolso de su capital al que
posteriormente nos referiremos. Y así, mientras que en la anónima es causa de nulidad no haberse realizado el desembolso
del capital que como mínimo exige la Ley (una cuarta parte del valor nominal de cada una de las acciones en que se divida el
capital: art. 79), en la limitada la nulidad se concreta en la falta de desembolso íntegro del capital (porque la Ley exige en este
caso el íntegro desembolso del valor nominal de cada participación: art. 78).
A partir de esta delimitación de las únicas posibles causas de nulidad, la pieza fundamental del régimen específico que para
el caso establece la Ley está constituida por la previsión (art. 57.1 LSC) de que la sentencia que declare la nulidad de la
sociedad, aunque no constituya propiamente una causa de disolución, opera como si lo fuera y abre su liquidación, que se
practicará siguiendo el procedimiento legalmente establecido para los supuestos generales de disolución. La nulidad de la
sociedad, que ha de declararse necesariamente por resolución judicial, se configura así como una nulidad especial o sui
generis, que nada tiene que ver con las reglas generales sobre ineficacia de los negocios jurídicos: si éstas conciben la nulidad
como una ineficacia radical y de pleno derecho de la que no puede resultar consecuencia jurídica alguna, la nulidad de las
sociedades de capital se concibe como una simple causa de disolución que obliga a la liquidación de la sociedad
defectuosamente constituida y que por tanto no afecta, como dice la Ley, «a la validez de las obligaciones o de los créditos
de la sociedad frente a terceros, ni a la de los contraídos por éstos frente a la sociedad, sometiéndose unas y otros al régimen
propio de la liquidación» (art. 57.2).
Este régimen singular es común para todas las sociedades de capital. Pero tiene, no obstante, una particularidad diferencial
según la declaración de nulidad se refiera a una sociedad anónima o a una limitada. En efecto, mientras que para el primer
caso se dispone que los accionistas estarán obligados al desembolso de la parte de capital que pudiera estar pendiente solo
cuando fuera necesario para que la sociedad satisfaga las obligaciones que tuviese contraídas con terceros, si se trata de la
nulidad de una sociedad limitada por falta de desembolso íntegro de su capital la Ley establece la obligación de los socios de
entregar la parte de capital que no se hallare desembolsada (a lo que, de todos modos, ya estaban obligados), sin condicionar
esta entrega a la circunstancia de que así lo requiera la liquidación de las obligaciones contraídas por la sociedad con terceros
(art. 57.3).
II. LAS APORTACIONES SOCIALES
1. CONCEPTO, DESEMBOLSO Y CLASES DE APORTACIONES
La suscripción o asunción originaria de acciones o participaciones sociales, tanto en la constitución de la sociedad como, en
su caso, en los aumentos posteriores del capital, obliga a los socios a realizar aportaciones a la sociedad, que permiten a ésta
formar su propio patrimonio y cubrir adecuadamente su cifra de capital social. La Ley exige que las acciones en que se divida
el capital de una sociedad anónima y las participaciones sociales en que se divida el de una sociedad limitada habrán de estar
íntegramente suscritas, en el primer caso, e íntegramente asumidas, en el segundo. Además, exige que los socios
desembolsen el valor nominal de las acciones o participaciones (en su totalidad en la sociedad limitada –art. 78 LSC–, al
menos en una cuarta parte de cada una de las acciones en la sociedad anónima –art. 79 LSC–), algo que en ambos casos han
de hacer aportando a la sociedad dinero u otros bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración económica
(bienes muebles o inmuebles, derechos reales y de crédito, de propiedad industrial y comercial, establecimientos mercantiles,
títulos de crédito, etc.).
Como acabamos de ver, el valor nominal de todas las participaciones de las sociedades limitadas ha de hallarse enteramente
asumido y desembolsado, tanto en el momento fundacional como a lo largo de la vida social. Pero en las sociedades anónimas
la Ley permite que el valor nominal de las acciones, cuyo importe también ha de hallarse totalmente suscrito, pueda estar
parcialmente desembolsado, al menos en una cuarta parte de ese importe. Por ello, y aunque la sociedad siempre puede
exigir el pleno desembolso de sus acciones en el momento de la suscripción, en la práctica no es infrecuente –
fundamentalmente en las pequeñas sociedades– que se requiera a los socios un simple desembolso parcial, al no precisarse
de la totalidad de las aportaciones de forma inmediata o por no convenir a los accionistas un desembolso íntegro de su
importe. En estos casos, al verificarse un aplazamiento parcial de la obligación de aportación que contraen al suscribir sus
acciones, los accionistas quedan obligados a aportar posteriormente a la sociedad «la porción de capital que hubiera quedado
pendiente de desembolso» (art. 81.1 LSC).
La entrega a la sociedad de esta porción de capital, denominada en la Ley desembolsos pendientes aunque habitualmente
conocida como dividendos pasivos, viene a ser, en realidad, la obligación fundamental o casi única del socio de una sociedad
anónima. Debe ser aportada «en la forma y dentro del plazo máximo que prevean los estatutos», aunque la decisión social
de exigir su pago, bien en su totalidad o bien en pagos fraccionados, habrá de ser comunicada a los afectados con una
antelación mínima de un mes (art. 81). Por otra parte, aunque el sistema legal parezca ideado para aportaciones dinerarias,
pueden existir también desembolsos pendientes o dividendos pasivos no dinerarios cuando se aplace parcialmente el
desembolso de aportaciones de esta naturaleza, en cuyo caso el plazo para su pago no puede exceder de cinco años desde
la constitución de la sociedad, si las acciones se suscriben en el momento fundacional, o desde el acuerdo de aumento de
capital en el que se hayan suscrito (art. 80). En todo caso, los desembolsos pendientes o dividendos pasivos constituyen una
deuda del socio que no podrá ser condonada por la sociedad (aunque sí podría ser eliminada –como veremos– mediante un
acuerdo de reducción de capital), porque la integridad del capital social cumple una función de garantía de los acreedores
sociales. Por esta última razón, para asegurar el cumplimiento de la obligación de satisfacer su importe, la Ley prevé un
conjunto de medidas frente a los accionistas que estén en mora, situación ésta que se verifica de forma automática –sin
necesidad, pues, de intimación alguna– una vez vencido el plazo fijado para el pago por los estatutos o, en su caso, por los
administradores (art. 82). Así, el accionista moroso queda sujeto a un conjunto de sanciones, que se condensan
esencialmente en la privación o suspensión de su derecho de voto en la junta general, del derecho a percibir los dividendos
activos cuya distribución pueda acordar la sociedad y del derecho de suscripción preferente en la emisión de nuevas acciones
u obligaciones convertibles (art. 83). Del mismo modo, se atribuye a la sociedad un conjunto de remedios excepcionales para
obtener la reintegración de los desembolsos pendientes o dividendos pasivos no satisfechos por el accionista: además de
poder reclamar el cumplimiento de la obligación de desembolso, la Ley faculta a la sociedad para enajenar las acciones de
que se trate por cuenta y riesgo del socio moroso (art. 84.1), otorgando a la sociedad de este modo una especie de facultad
de ejecución privada de su propio crédito, mediante un procedimiento sencillo (v. art. 84.2), con el fin de que pueda aplicar
el precio obtenido al pago de los desembolsos pendientes. Y así, en fin, en el caso de que las acciones que no estén
íntegramente desembolsadas sean transmitidas, su adquirente responderá solidariamente con todos los transmitentes que
le precedan, y a elección de los administradores sociales, del pago de la parte no desembolsada, pudiendo el adquirente que
se vea obligado al pago reclamar posteriormente de los adquirentes posteriores la totalidad de lo pagado hasta llegar en
último término, de este modo, al socio actual.
En otro orden de cosas, se ha de indicar que el desembolso de las aportaciones a las sociedades de capital debe realizarse
siempre mediante entrega a la sociedad de dinero u otros bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración
económica (v. art. 58.1 LSC) y que cubran el valor nominal –y en su caso la prima– de la acción o participación social que cada
socio suscriba o asuma, no pudiendo ser objeto de aportación –a diferencia de lo que sucede en las sociedades personalistas–
el trabajo o los servicios (art. 58.2). Naturalmente, el trabajo y los servicios podrán constituir el objeto de prestaciones
accesorias de los socios, a las que nos referiremos más adelante, pero la Ley se ocupa de aclarar expresamente que éstas
son «distintas de las aportaciones» y que en ningún caso podrán integrar el capital social (art. 86.1 y 2). En principio, y salvo
que expresamente se estipule de otro modo, las aportaciones se entienden realizadas a título de propiedad (art. 60), de tal
forma que el socio aportante transmite a la sociedad –que adquiere– la plena titularidad del bien o derecho de que se trate.
No siempre la aportación a título de propiedad coincidirá con la aportación de la propiedad de un bien, al poder aportarse
quo ad dominium la titularidad de derechos reales limitados (por ej., un derecho de usufructo o de servidumbre) o de
derechos personales frente a un tercero (por ej., un contrato de arrendamiento). Pero los términos de la Ley también
permiten la realización de aportaciones a título de uso, cuando se aporta a la sociedad el mero uso o goce de un bien o
derecho cuya propiedad conserva el socio aportante; estas aportaciones, cuya validez depende como en todas de su
idoneidad para ser valoradas económicamente, vienen así a instaurar un vínculo jurídico de carácter duradero –similar al que
originaría una relación arrendaticia– entre el aportante y la sociedad, que permite a ésta beneficiarse durante un período de
tiempo del uso del bien o derecho de que se trate.
Por razón de su objeto, hemos de distinguir dos clases de aportaciones sociales: las dinerarias, cuando consistan en dinero,
y las no dinerarias o in natura, cuando recaigan sobre cualquier otro bien o derecho distinto del dinero que sea susceptible
de valoración económica.
De las primeras se ocupan los artículos 61 y 62 de la Ley de Sociedades de Capital. Las aportaciones dinerarias habrán de
establecerse en euros y, si se realizan en otra moneda, «se determinará su equivalencia en euros» (art. 61 LSC). Para que se
considere efectivamente realizado el desembolso de estas aportaciones, la regla general es que éste debe acreditarse ante el
notario autorizante de la escritura fundacional (o, en su caso, de la escritura de ejecución del aumento de capital), bien
mediante certificación expedida por una entidad de crédito en la que conste que se ha depositado en ella y a nombre de la
sociedad la cantidad a desembolsar, bien –lo que es más infrecuente– entregándole esta cantidad al propio notario para que
sea él quien efectúe el depósito (art. 62.1 LSC). El plazo de vigencia de la certificación bancaria se fija en dos meses a contar
de su fecha (art. 62.3 LSC), de tal modo que durante este plazo «la cancelación del depósito por quien lo hubiera constituido
exigirá la previa devolución de la certificación a la entidad de crédito emisora» (art. 62.4 LSC). Este régimen se flexibiliza para
la constitución de las sociedades limitadas, en las que se permite no acreditar la realidad de las aportaciones dinerarias,
aunque solo cuando los fundadores asuman en la escritura una responsabilidad solidaria frente a la sociedad y frente a los
acreedores sociales por dicha realidad (art. 62.2 LSC).
Por lo que se refiere a las aportaciones no dinerarias, que pueden resultar convenientes en atención a la actividad económica
a desarrollar por la sociedad o cuando ésta se cree para explotar bienes o elementos patrimoniales hasta entonces en poder
de los socios, el artículo 63 de la Ley exige que en la escritura de constitución (o, en su caso, en la de ejecución del aumento
de capital) se describan con sus datos registrales, si existieran, y se exprese además la valoración en euros que se les atribuya,
así como la numeración de las acciones o participaciones asignadas en contrapartida de ese valor. Es de tener en cuenta, no
obstante, que cuando se trata de la aportación de una empresa o establecimiento, es posible simplificar estos requisitos de
identificación sustituyendo la descripción individualizada de aquellos bienes o derechos integrantes del establecimiento cuya
titularidad no haya de constar en un registro público (por ej., mercancías, mobiliario, maquinaria, etc.) por la incorporación a
la escritura pública de una relación o inventario de esos bienes y la indicación en la propia escritura del «valor del conjunto o
unidad económica objeto de aportación» (arts. 133.1 y 190.1 RRM). Por otra parte, el régimen de obligaciones y
responsabilidades del aportante (entrega, transferencia del riesgo, saneamiento, etc.) en los casos de aportación de bienes
muebles o inmuebles, derechos de crédito y empresas o establecimientos es el siguiente: si se trata de bienes muebles,
inmuebles o derechos asimilados a ellos, la entrega y saneamiento se rigen por las reglas del Código Civil para la compraventa
y por las del Código de Comercio en lo que se refiere a la transferencia del riesgo (art. 64 LSC); en la aportación de derechos
de crédito, el aportante responderá de la legitimidad de ellos y de la solvencia del deudor (art. 65 LSC); y si lo aportado es un
establecimiento, procederá el saneamiento de su conjunto cuando el vicio o evicción afecten a la totalidad o a alguno de los
elementos esenciales para su normal explotación, así como el saneamiento individualizado de aquellos que tengan un valor
patrimonial importante (art. 66 LSC).
2. RESPONSABILIDAD POR LA REALIDAD Y VALORACIÓN DE LAS APORTACIONES NO DINERARIAS
La cuestión fundamental que suscitan las aportaciones no dinerarias es la de su valoración, por la necesidad de determinar
su auténtico valor económico de forma segura y objetiva. De esta valoración depende, en efecto, no sólo la fijación de la
cuota de participación que ha de corresponder al socio que efectúa la aportación, sino también la correcta integración de la
cifra del capital social y la adecuación de ésta al patrimonio realmente aportado. Pero, como veremos inmediatamente, la
Ley aborda esta cuestión de modo diferente según las aportaciones se realicen a una sociedad anónima o a una limitada.
En el caso de la sociedad anónima, la Ley exige que las aportaciones no dinerarias, cualquiera que sea su naturaleza e
importancia económica, sean objeto de valoración por uno o varios expertos independientes «con competencia profesional»
que han de ser designados por el registrador mercantil del domicilio social; los expertos han de elaborar un informe que
contendrá la descripción de la aportación y su valoración, con indicación de los criterios seguidos para realizarla, en el que
habrán de expresar si esa valoración se corresponde con el valor nominal y, en su caso, con la prima de emisión de las acciones
que se emitan como contrapartida de la aportación (art. 67 LSC). De este régimen general quedan exceptuadas ciertas
aportaciones, como las que consistan en valores mobiliarios cotizados en un mercado oficial o regulado (que se valorarán a
su precio de cotización conforme indica la propia Ley), las aportaciones que ya hubieran sido valoradas por experto
independiente no designado por las partes dentro de los seis meses anteriores a la fecha de realización efectiva de la
aportación, y determinadas aportaciones que se verifican –según veremos– en algunas operaciones de modificación
estructural o de oferta pública de adquisición de acciones (art. 69 LSC). En todos estos casos en los que no se exige el informe
de un experto independiente designado por el Registro Mercantil, los administradores de la sociedad deberán elaborar un
informe describiendo y valorando la aportación en los términos que exige la Ley (art. 70 LSC).
Por último, la Ley (art. 72) también establece algunas cautelas, en cierto modo semejantes a las anteriores, para las
adquisiciones de bienes a título oneroso realizadas por las sociedades anónimas dentro de los dos años siguientes a la
inscripción registral de la escritura de constitución o de transformación de cualquier sociedad en este tipo social, cuando el
importe de esas adquisiciones exceda de la décima parte del capital social: habrán de ser valoradas por uno o varios expertos
independientes en los mismos términos ya indicados y su informe, junto con otro de los administradores justificando la
operación, habrán de ponerse a disposición de los accionistas con la convocatoria de la junta general, a la que habrá de
someterse la operación para su aprobación. Este régimen, habitualmente conocido como «fundación retardada», trata
básicamente de prevenir la posible realización de aportaciones no dinerarias encubiertas, con elusión de los mecanismos
legales de control. Quiere evitar que pueda ser burlado el requisito de la valoración de las aportaciones no dinerarias, cuando
un socio convenga con los fundadores o, en caso de transformación, con la propia sociedad, la suscripción de las acciones en
metálico y la ulterior venta a la sociedad de los bienes que realmente se quieren aportar, recibiendo como precio o
contraprestación el importe anteriormente desembolsado. En todo caso, y con el fin de no entorpecer indebidamente el
funcionamiento de la sociedad, se excluyen de este régimen las adquisiciones comprendidas en las operaciones ordinarias
de la sociedad, así como las que se realicen en un mercado secundario oficial o en subasta pública (art. 72.3). Pero aunque la
finalidad básica de este régimen consista en evitar posibles maniobras destinadas a eludir el régimen de valoración de las
aportaciones in natura, lo cierto es que los términos generales en que se formula le otorgan un alcance práctico mucho
mayor; porque habida cuenta de que sus reglas se aplican a las adquisiciones efectuadas de cualquier persona, y no sólo de
quienes sean fundadores o accionistas de la sociedad (único supuesto en que podría existir una maquinación como la
expuesta), esas reglas vienen a operar de hecho como una norma de tutela del capital social durante el período
inmediatamente posterior a su creación o, en su caso, de la existencia de la sociedad anónima a consecuencia de la
transformación en ella de otra sociedad.
En el caso de la sociedad de responsabilidad limitada, el tratamiento legal de la cuestión relativa a la valoración de las
aportaciones no dinerarias es diferente. En efecto, seguramente con el propósito de reducir costes en la constitución de la
sociedad (o, en su caso, en los aumentos de capital), el legislador ha optado por no recurrir al sistema de valoración de las
aportaciones por experto independiente para asegurar la plena cobertura patrimonial de la porción de capital así
desembolsada, separándose en este punto de lo establecido para las sociedades anónimas. En su lugar, ha dispuesto un
régimen especial de responsabilidad por la realidad y valoración de esta clase de aportaciones que por su rigor puede
propiciar una adecuada fijación del valor de los bienes aportados y, en su caso, debe permitir la subsanación de las
insuficiencias patrimoniales inherentes a una excesiva valoración de estos bienes, de modo que se alcance la necesaria
integridad del capital que con ellos se desembolsa.
La Ley, en efecto, hace solidariamente responsables frente a la sociedad y los acreedores sociales de la realidad de las
aportaciones sociales, y del valor que se les haya atribuido en la escritura pública, a los fundadores, a las personas que
tuvieran la condición de socio en el momento de acordarse un aumento de capital a desembolsar con esa clase de
aportaciones y a quienes adquieran alguna participación que hubiera sido desembolsada con ellas (art. 73.1 LSC). De este
modo, el sistema establecido para velar por la correcta valoración de las aportaciones in natura descansa sobre la imposición
a ese triple conjunto de sujetos de un especial deber de diligencia en la verificación de que esas aportaciones llegan a ser
efectivamente realizadas y de que el valor que se les atribuye en la escritura queda cubierto por el valor patrimonial de lo
que se aporta. Un deber del que deriva para esos sujetos una responsabilidad personal no sólo en los casos en que la
aportación no se haya realizado, sino también cuando la cobertura patrimonial del valor escriturado resulte realmente
insuficiente.
La responsabilidad de todos los fundadores, incluidos aquellos que no hayan realizado esta clase de aportaciones, se explica
porque –como vimos– todos ellos han de prestar su consentimiento al contenido de la escritura fundacional y, al prestarlo,
manifiestan también su conformidad con la valoración atribuida en ella a las aportaciones in natura y con la efectividad de
su realización. Por su parte, la aplicación de este mismo régimen de responsabilidad a quienes sean socios en el momento de
acordarse un aumento de capital, aunque no asuman en él participación alguna, obedece a que el problema de la realización
efectiva y suficiente de estas aportaciones no es diferente en este caso del que se puede suscitar en el proceso fundacional,
razón por la que el legislador ha establecido una disciplina común para las aportaciones cualquiera que sea el momento de
la vida social en que se realicen. Por ello, y del mismo modo que la responsabilidad de los fundadores deriva de haber
consentido el contenido de la escritura fundacional, que incluye la descripción de lo que se aporta y la valoración que se le
atribuye, la de los socios en caso de ampliación del capital deriva de no haber hecho constar en el acta su oposición al acuerdo
de aumento o a la valoración atribuida a la aportación, pues éste es el único instrumento liberatorio de su responsabilidad
que el ordenamiento les proporciona (v. art. 73.2 LSC). Y finalmente, para reforzar este régimen de responsabilidad, la Ley
también hace responsables solidarios a quienes con posterioridad a la fundación o al aumento de capital adquieran cualquier
clase de participaciones que hayan sido desembolsadas mediante aportaciones no dinerarias, por lo que será aconsejable
que quienes pretendan adquirirlas analicen previamente el valor que en su día se les atribuyó (lo que será posible a partir de
los datos obrantes en el Registro Mercantil) y comprueben la efectividad de su realización.
Este sistema de garantía de la realidad y valoración de las aportaciones no dinerarias en la sociedad limitada se complementa
con la adición, sólo para el caso de aumento de capital, de una responsabilidad también solidaria de los administradores por
la diferencia entre su valor real y el que éstos hubieran establecido en el informe que habrán de emitir y poner a disposición
de los socios cuando el contravalor del aumento consista en esa clase de aportaciones (v. arts. 73.3 y 300.1 LSC). Y se completa
con la determinación de los sujetos legitimados activamente para el ejercicio de las correspondientes acciones de
responsabilidad (art. 74) que, por otra parte, prescribirán a los cinco años contados desde el momento en que se hubiera
realizado la aportación (art. 75).
Ha de advertirse, no obstante, que el artículo 76 de la Ley de Sociedades de Capital establece que «los socios cuyas
aportaciones no dinerarias sean sometidas a valoración pericial conforme a lo previsto para las sociedades anónimas quedan
excluidos de la responsabilidad solidaria a que se refieren los artículos anteriores». Esta exclusión legal es a todas luces
imperfecta, pues parece alcanzar únicamente a los socios aportantes y no a las demás personas legalmente responsables,
cuando el régimen de responsabilidad que acabamos de describir alcanza, en cambio, a fundadores, socios, adquirentes de
participaciones e incluso administradores, sin tomar en consideración la circunstancia de que hayan o no realizado
aportaciones in natura. De ahí que deba interpretarse que la exención de responsabilidad prevista en dicho artículo 76 es
aplicable a todos los sujetos responsables conforme al artículo 73, a cuyo efecto cualquiera de los fundadores (o cualquier
socio o administrador, en el caso de aumento) podrá solicitar que se recurra al sistema de valoración, con informe de experto
independiente o sin él, previsto para las sociedades anónimas.
La valoración por un experto independiente es además obligatoria en el caso de las sociedades limitadas que, habiendo
emitido obligaciones, realicen un aumento de capital con aportaciones no dinerarias (art. 401.2 LSC). De este modo se
refuerzan las garantías de correcta integración del capital de las concretas sociedades limitadas que hayan acudido al mercado
a través de este instrumento de financiación, en defensa de los intereses de los propios obligacionistas.
III. LAS PRESTACIONES ACCESORIAS
1. CONCEPTO Y CONTENIDO
Al margen de las aportaciones sociales que necesariamente han de hacer los socios, en los estatutos de las sociedades de
capital se pueden establecer prestaciones accesorias o, lo que es lo mismo, obligaciones a cargo de todos o algunos de los
socios que son distintas de la principal de realizar las aportaciones comprometidas por cada uno de ellos. La característica
legal que mejor las define es, en efecto, que no constituyen una aportación en sentido jurídico (art. 86.1 LSC), ni pueden por
tanto integrar el capital social (art. 86.2). Además, como su propia denominación indica, tienen por naturaleza un carácter
accesorio, al tratarse de prestaciones que sólo pueden ser asumidas por los socios (no por terceros) en conexión con la
obligación esencial e inderogable de realizar una aportación al capital social. Por otra parte, siendo las prestaciones accesorias
de más frecuente recurso en las sociedades de responsabilidad limitada, nada impide su establecimiento en las anónimas,
como sucede con frecuencia en la práctica de las sociedades de carácter «familiar».
Normalmente, su configuración definitiva vendrá precedida de tratos y compromisos entre la sociedad y el socio o socios
afectados. Pero esta circunstancia no permite considerar a las prestaciones accesorias como unas obligaciones que traigan
causa de un negocio directamente concluido entre el socio y la sociedad. Se trata, en efecto, de obligaciones de naturaleza
social y origen estatutario que se amparan en el principio de libertad de pactos sociales reconocido por la propia Ley, lo que
implica que, cuando menos, su condición de tales ha de poder deducirse con claridad del contenido de los estatutos.
Por razón de este carácter estatutario, impuesto por la Ley (art. 86.1), su creación (salvo cuando tenga lugar en el acto
constitutivo), modificación y extinción anticipada han de ser acordadas con los requisitos previstos para las modificaciones
estatutarias pero, además, en atención a su carácter obligacional, requieren el consentimiento individual de los obligados
(arts. 89.1 y 291 LSC), quienes han de ser necesariamente socios. De otra parte, el establecimiento de prestaciones accesorias
no está sometido al principio de igualdad, pudiendo afectar, como hemos indicado, a todos los socios o sólo a algunos de
ellos y siendo posible, como también admite la Ley (art. 86.3), que los estatutos no impongan la obligación de realizarlas a
uno o varios socios, sino que simplemente vinculen esa obligatoriedad a la titularidad de una o varias participaciones o
acciones específicamente determinadas, cualquiera que sea el titular de ellas.
En lo que se refiere a su contenido, también en este caso se halla abierto a una amplia gama de posibilidades, de tal modo
que las prestaciones accesorias pueden consistir en todo lo que pueda ser objeto de obligación según el artículo 1088 del
Código Civil: dar, hacer o no hacer alguna cosa. Las primeras comprenden toda dación de dinero, bienes o derechos de
cualquier clase a favor de la sociedad, e incluso simples cesiones de uso o de goce, y su utilidad radica en que pueden servir
para fortalecer la situación patrimonial de la sociedad, complementando al capital, pero sin someterse al régimen jurídico de
éste. Por su parte, las prestaciones de hacer ofrecen un particular interés, porque, permitiendo imponer a todos o a alguno
de los socios la obligación de realizar para la sociedad determinados trabajos o servicios, pueden servir para sustituir en su
función a las aportaciones consistentes en mera industria o trabajo que, como hemos indicado, no son admitidas por la Ley;
cabría también prever como prestación accesoria el cumplimiento de un pacto parasocial o acuerdo de socios (como ha
aceptado con carácter general la DGSGFP y como prevé expresamente el art. 11.2 de la Ley 28/2022 en relación con las
denominadas «empresas emergentes» o start-ups). Por último, las de no hacer consisten, obviamente, en puras obligaciones
de abstención y entre ellas tal vez las más difundidas sean las de no realizar actividades competitivas con la sociedad, por ser
una actuación que la Ley prohíbe con carácter general –como veremos– a los administradores pero no a los socios.
Partiendo de estas premisas, la Ley no somete las prestaciones accesorias a ninguna limitación por razón de su contenido o
finalidad, que pueden ser muy diversos (por ej. proveer financiación a la sociedad, cubrir pérdidas, prestar asistencia técnica
o una actividad profesional, desempeñar el cargo de administrador, incluso –como ha admitido la DGFPSJ– cumplir un
acuerdo de socios o pacto parasocial, etc.), ni tampoco por razón de la modalidad de cumplimiento (instantáneo, periódico,
a plazo, continuado, etc.). Únicamente exige que en los estatutos se exprese «el contenido concreto y determinado» de la
prestación debida (art. 86.1), lo que no debe impedir la posibilidad de que ese contenido sea determinable conforme a lo
establecido en el artículo 1273 del Código Civil, ni tampoco el sometimiento de la obligación a una condición o a un plazo.
2. ASPECTOS ESENCIALES DE SU RÉGIMEN JURÍDICO
Las prestaciones accesorias pueden ser gratuitas o remuneradas y, aunque la Ley deja amplia libertad para configurarlas o
no como relaciones jurídicas de cambio, lo normal será que los socios pretendan obtener alguna ventaja como
contraprestación a sus propias prestaciones. Tal vez por ello, el legislador no se ha ocupado de las de carácter gratuito y sólo
ha tomado en consideración las remuneradas, disponiendo al efecto, de un lado, que en los estatutos habrá de determinarse
la compensación a recibir por los socios que las realicen y, de otro lado, que la cuantía de esta compensación no podrá exceder
del valor que corresponda a la prestación (art. 87 LSC), para evitar que por esta vía pueda llegar a producirse una devolución
encubierta de aportaciones. En todo caso, la determinación de su carácter gratuito o retributivo o, cuando proceda, de las
garantías previstas en su cumplimiento es una mención que ha de constar necesariamente en los estatutos, pues, si bien la
Ley no se expresa con claridad en este punto, así lo exige el Reglamento del Registro Mercantil (art. 187.1). Y en cuanto se
refiere a la constancia estatutaria de la compensación a recibir por los socios que, como hemos indicado, sí viene legalmente
exigida, no parece necesario que se traduzca en una expresión concreta de su cuantía, debiendo considerarse
suficientemente cumplimentada esta exigencia cuando los estatutos establezcan con precisión un sistema de retribución (fija
o variable, indiciada o no, dineraria o no, mediante participación en resultados, etc.), el órgano social competente para
determinarla y los criterios (porcentajes, límites, etc.) con arreglo a los cuales habrá de ser fijada y satisfecha su cuantía en
cada caso.
En otro orden de cosas, y aun cuando es lo cierto que las prestaciones accesorias no han nacido para circular, no se puede
descartar que pueda llegar a interesar su transmisión por actos inter vivos. La Ley no contempla, sin embargo, la posibilidad
de transmitir la sola prestación accesoria sin transmitir al mismo tiempo alguna participación o acción (lo que podrá suceder
cuando la prestación accesoria haya sido establecida con carácter personal y, por tanto, no vinculada a una o varias
participaciones o acciones concretas), aunque nada debería impedirlo siempre que quien se subrogue en la obligación del
transmitente tenga la condición de socio (las prestaciones accesorias sólo pueden ser a cargo de socios) y la transmisión de
la prestación sea autorizada por la junta general con la mayoría prevista para las modificaciones estatutarias. Sí considera, en
cambio, la posibilidad de que se pretendan transmitir por actos inter vivos de carácter voluntario participaciones o acciones
que lleven expresamente vinculada la obligación de realizar alguna prestación accesoria, lo que implicaría la transmisión de
esta última, y la posible transmisión de alguna participación o acción perteneciente a un socio que se halle personalmente
obligado a realizar prestaciones accesorias, requiriendo en ambos casos que la transmisión sea autorizada por la sociedad
mediante acuerdo que, salvo disposición estatutaria en contrario, deberá adoptar la junta general (art. 88).
Por último, hemos de indicar que, independientemente de las acciones que las sociedades de capital puedan ejercitar frente
a los socios que no cumplan la obligación de realizar las prestaciones accesorias a su cargo, el incumplimiento de esta
obligación es una de las causas legales que permiten acordar la exclusión de los socios en la sociedad de responsabilidad
limitada (art. 350 LSC), aunque no en la anónima, por no haberlo dispuesto así el legislador. Ahora bien, la adopción de este
acuerdo sólo parece posible, en principio, cuando se trate de un incumplimiento voluntario, porque con carácter general y,
por ello, tanto cuando se trate de una sociedad limitada como anónima, el artículo 89.2 de la Ley de Sociedades de Capital
establece que, salvo disposición estatutaria en contrario, en caso de incumplimiento por causas involuntarias no se perderá
la condición de socio.
LECCIÓN 19 LAS SOCIEDADES DE CAPITAL. LAS ACCIONES Y LAS PARTICIPACIONES
SOCIALES. LAS OBLIGACIONES (I)
Sumario: I. Las acciones y participaciones en general 1. La acción y la participación como parte del capital social. Valor nominal,
valor razonable y precio de emisión 2. La acción y la participación como expresión de la condición de socio A. Derechos atribuidos
por la acción y la participación B. Clases de acciones y participaciones. Las posibles desigualdades de derechos C. Las acciones y
las participaciones sin voto 3. La representación de las acciones y participaciones A. Consideraciones generales B. La
representación de las acciones. Títulos y anotaciones en cuenta C. La representación de las participaciones sociales
II. La transmisión de las acciones y de las participaciones sociales 1. El carácter esencialmente transmisible de acciones y
participaciones 2. Formas de transmisión A. Acciones B. Participaciones 3. Las restricciones estatutarias a la libre transmisibilidad
A. Diferencias tipológicas entre la sociedad anónima y la limitada B. Modalidades o clases de restricciones C. El régimen legal
supletorio en la sociedad limitada