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SEGUNDA PARTE.

DERECHO DE SOCIEDADES
LECCIÓN 15 LAS SOCIEDADES MERCANTILES
Sumario: I. Caracterización del contrato de sociedad 1. Concepto y elementos del contrato de sociedad 2.Naturaleza y efectos del
contrato de sociedad A. La eficacia obligatoria B. La eficacia organizativa 3. Vicios del contrato de sociedad. La doctrina de la
sociedad de hecho 4. El sistema de tipos societarios A. Tipos generales y tipos especiales B. Tipos personalistas y tipos corporativos
C. Tipos universales y tipos particulares
II. La mercantilidad de las sociedades 1. Distinción entre sociedad mercantil y sociedad civil A. Planteamiento B. La mercantilidad
objetiva C. La mercantilidad subjetiva D. Recapitulación E. Régimen jurídico de la sociedad mixta 2.La cuestión del «numerus
clausus» de los tipos societarios mercantiles 3.Las sociedades irregulares
III. La personalidad jurídica de las sociedades mercantiles 1. Los atributos de la personalidad jurídica A. Concepto de personalidad
jurídica B. Denominación social C. Nacionalidad D. Domicilio 2. Los límites de la personalidad jurídica 3.Las cuentas en
participación A. Caracterización B. Constitución y efectos C. Extinción

I. CARACTERIZACIÓN DEL CONTRATO DE SOCIEDAD


1. CONCEPTO Y ELEMENTOS DEL CONTRATO DE SOCIEDAD
Llamamos contrato de sociedad a cualquier agrupación voluntaria de personas que se obligan entre sí a contribuir para la
consecución de un fin común (art. 1665 CC). Así, frente a los contratos sinalagmáticos donde la el interés de una parte se
satisface y se opone al de su contraparte –p. ej., en una compraventa–, los contratos asociativos suponen la agregación de
los esfuerzos de sus miembros para conseguir un fin que satisface el interés de todos: el socio –se diría– no va a obtener sus
beneficios a costa de los otros socios, sino del reparto del resultado obtenido en común. De esa definición se desprenden los
tres elementos esenciales de la sociedad y que vienen a ser los propios de todo contrato (art. 1261 CC): a) el consentimiento
manifestado en la voluntad de asociarse; b) el objeto, consistente en la aportación que hacen los socios; y c) la causa, cifrada
en el fin común que se persigue con la sociedad.
Toda sociedad se constituye para conseguir un fin común, que normalmente será la obtención por la sociedad de un beneficio
económico a repartir entre ellos (arts. 116 I C. de C. y 1665 CC). Para que sea común, el fin social debe establecerse en interés
de todos los socios; de ahí, por ejemplo, que no sea admisible excluir a uno de ellos de todas las ganancias (v. art. 1691 CC).
No obstante, y aunque así lo da por supuesto el Código Civil, el fin común puede ser no lucrativo, como lo ponen de manifiesto
las sociedades que persiguen la ayuda mutua entre sus socios (p. ej., las cooperativas y las mutuas de seguros), o el auxilio
de la actividad principal de aquéllos (como en las agrupaciones de interés económico o las sociedades de garantía recíproca).
Luego, ese fin genérico –lucrativo, mutualista o consorcial– se concretará en el objeto social, esto es, la actividad económica
o empresarial específica que se ha programado desarrollar para la consecución del fin común (p. ej., la producción de energía
eléctrica, la venta de calzado, la fabricación de muebles, etc.).
Finalmente, el contrato de sociedad exige que todos los socios contribuyan a la consecución del fin común, lo que se traduce
en que todos ellos deban obligarse a realizar una aportación idónea para alcanzarlo. Esa aportación puede tener un contenido
concreto muy variado (art. 1088 CC): la nuda propiedad (STS de 10 de marzo de 1949), la garantía de solvencia, el good-will
subjetivo o la imagen de una persona, una lista de clientes o de proveedores, el compromiso de no competir con la sociedad,
etc. Normalmente esas aportaciones generarán un patrimonio común, aunque no necesariamente, como cuando todos los
socios sólo aportan su trabajo, caso de una orquesta (SAP Ciudad Real, de 6 mayo 2002). No obstante, junto a ese deber de
aportación específico se debe incluir otro más genérico y de contornos más difusos, derivado del deber de buena fe ( cfr. arts.
1258 CC). Se trata del deber de fidelidad del socio a la sociedad, que le obliga a observar un comportamiento conforme con
el fin social pretendido, renunciando a obtener ventajas propias a costa del sacrificio de la sociedad. La traducción de ese
principio, que es muy variada (p. ej., prohibición de competencia del socio con la sociedad), encuentra su correlato del lado
de la sociedad es el principio de paridad de trato.
No es por el contrario elemento del contrato de sociedad la observancia de una forma concreta. De acuerdo con el principio
general del artículo 1278 del Código Civil, el contrato de sociedad no precisa para su existencia de ninguna forma especial. La
forma sólo será necesaria para la validez del contrato (forma ad solemnitatem) cuando la Ley lo exija para algún tipo especial
[p. ej., para las sociedades de capital]. Otra cosa será la prueba de existencia del contrato (ad probationem), lo que
lógicamente será carga de los contratantes.
En consecuencia, siempre que en un contrato se encuentren esos elementos antes apuntados, estaremos ante un contrato
de sociedad, incluso aunque las partes del mismo no hayan sido conscientes de ello al contratar o incluso lo hayan calificado
de otro modo; así, serán sociedades, por ejemplo los casos de una explotación apícola (SAP Burgos de 20 de septiembre de
2005), una caseta de feria (SAP Sevilla 24 de julio de 2003), o los pactos de compra de cupones o loterías (SAP Málaga núm.
261/1999, de 9 abril). Otro tanto cabe sostener de figuras más sofisticadas como los pactos parasociales o los protocolos
familiares, que en su naturaleza responden a una lógica societaria, e incluso de las llamadas comunidades de bienes
empresariales –las conocidas en el tráfico con las siglas C.B.–, que aunque reconocidas como tales en los ámbitos laboral o
tributario, a efectos jurídico privados son verdaderas sociedades mercantiles. En estos casos la normativa a aplicar será la
prevista de forma supletoria, que el caso de sociedades con objeto o actividad empresarial será la sociedad colectiva (arts.
121 y ss. C. de C.) y en el caso –más raro– de un objeto o actividad económica no empresarial será la sociedad civil (arts. 1665
y ss. CC).
2. NATURALEZA Y EFECTOS DEL CONTRATO DE SOCIEDAD
La regulación básica del contrato de sociedad se encuentra en los artículos 1665 y siguientes del Código Civil. Esa normativa,
aunque de forma inmediata regula el tipo específico de la sociedad civil, ha trascendido esa función para ser una suerte de
parte general del Derecho de sociedades, constituyendo el referente último en cuestiones de principios societarios o en reglas
de complemento e integración contractual de todo el derecho de la organización societaria. Como todo contrato, el de
sociedad despliega una eficacia obligatoria entre las partes del mismo, pero, y esto es característico del mismo, despliega
además una eficacia organizativa, más o menos acusada según la función que las partes asignen a esa sociedad.
A. La eficacia obligatoria
En tanto que contrato obligatorio, del de sociedad surgen derechos y obligaciones de contenido patrimonial, que, no
obstante, y dada su causa asociativa no se rigen por las reglas propias de las obligaciones sinalagmáticas. Así, por ejemplo,
y puesto que la aportación se debe a la sociedad y no a los otros socios, un socio no puede negarse a realizar su prestación
en tanto su consocio no la realice (v., art. 1100CC, en cuanto a mora, o art. 1124 CC, sobre resolución por incumplimiento).
Supuesto lo anterior, formar parte de una sociedad determina el nacimiento de un complejo haz de derechos y obligaciones
que integran lo que se conoce como condición de socio. Con carácter general, las obligaciones principales de los socios son
la de aportar, la de administrar y la de contribuir a sufragar las pérdidas. Los derechos son de dos tipos: administrativo y
económico. Entre los primeros se encuentran los relativos a la gestión y al control (derecho a administrar, a la rendición de
cuentas, de información y de voto). Entre los segundos figura el derecho al beneficio, a la cuota de liquidación y el reembolso
de gastos. Este catálogo de derechos y obligaciones ha de estudiarse a la luz de dos valores centrales del Derecho de
sociedades: el ya citado deber de fidelidad, que completa las obligaciones que derivan del propio contrato (art. 1258 CC), y
modula el ejercicio de los derechos en él reconocidos (art. 7 CC) y el principio de igualdad de trato entre socios concreción
de la buena fe (arts. 7 y 1258 CC y art. 97 LSC).
B. La eficacia organizativa
El de sociedad es también un contrato de organización, en el sentido de que unifica el grupo y le dota de capacidad para
tener relaciones externas. Es lo que se conoce como personalidad jurídica de la sociedad y que depende y surge de la
voluntad de las partes de actuar y presentarse como un grupo unificado en el tráfico (arts. 1669 CC y 116 C. de C.). Un recto
entendimiento de la noción de personalidad jurídica hace que pierda gran parte de su dramatismo, reivindica su carácter
jurídico privado y contractual y la desvincula del cumplimiento de formalidades o requisitos administrativos. Para
comprender su significado baste pensar en un sencillo ejemplo: un grupo de alumnos que proponen a un profesor hacer
un trabajo en grupo: desde el momento en que se deciden presentarse así, como grupo, manifiestan su voluntad de que
no ser tratados individualmente sino de que esa agrupación sea tratada como una persona distinta de sus miembros: frente
al docente el grupo hablará a través del representante que elijan, aquél comunicará a éste las condiciones del trabajo, las
modificaciones en los plazos de entrega, etc., y la nota que se imponga al grupo se aplicará a cada uno de sus miembros,
sufriendo todos ellos, por ejemplo, el incumplimiento de uno de ellos que impida su entrega a tiempo. Como es patente,
es la voluntad de ser grupo y de manifestarse como tal lo que hace que al exterior ese grupo se unifique y forme una
elementalísima persona jurídica.
Ahora bien, si la voluntad de los socios es la de colaborar entre sí para obtener un fin común pero sin constituir en el tráfico
un grupo unificado, la sociedad existirá pero será una sociedad sin personalidad jurídica o sociedad interna. En efecto, del
mismo modo que en el caso anterior es posible que esos alumnos propongan al profesor hacer un trabajo, colaborando
entre ellos para su realización, pero dejando claro al docente que cada uno entregará su propio trabajo; es decir, que aunque
colaboren en la recolección de datos, material bibliográfico, uso de equipos informáticos etc., su voluntad es que esa
colaboración sea irrelevante frente a terceros, en este caso el profesor, que además es perfectamente consciente de que
los alumnos colaboran entre sí con ese fin. En consecuencia, el profesor se comunicará con cada uno de ellos por separado,
no habrá representante común y cada uno recibirá su propia nota. Como se ve, es la voluntad de los alumnos de configurar
su colaboración en esta forma la que impide que el grupo se personifique en sus relaciones con terceros.
De lo anterior se deduce con claridad que existen dos tipos de sociedades: de una parte, la externa o personificada, que se
estructura como una organización y que es la más habitual en el tráfico –civil, colectiva, anónima, limitada, etc.– y de otra
la interna, que sólo tiene efectos obligatorios –p. ej., sociedades de medios o de mero reparto o puesta en común de
ganancias–. En este último supuesto, las relaciones externas no son relaciones unificadas del grupo, sino relaciones
disgregadas o individuales de los socios que, como relaciones «particulares», se rigen por el Derecho común. Esas son
precisamente las sociedades a que refiere el artículo 1669 del Código Civil al decir: «No tendrán personalidad jurídica las
sociedades cuyos pactos se mantengan secretos entre los socios, y en que cada uno de éstos contrate en su propio nombre
con los terceros. Esta clase de sociedades se regirá por las disposiciones relativas a la comunidad de bienes». Y eso, se ha
de insistir, sin relación con la publicidad o el conocimiento de los terceros: aunque el Código Civil habla en tales casos de
«pactos secretos», eso hay que leerlo en clave actual como pactos reservados o irrelevantes frente a terceros: recuérdese
que el profesor sabía de los pactos entre los alumnos y no por eso dejan de ser «secretos» o reservados en el sentido del
Código.
No obstante, las sociedades sin personalidad jurídica plantean otro problema: el de su relación con la comunidad de bienes.
En efecto, el artículo 1669 del Código Civil indica que las sociedades sin personalidad jurídica se regirán por las reglas de la
comunidad de bienes. No obstante, el alcance de esa remisión debe ser limitado. En efecto, las reglas de la comunidad de
bienes se aplicarán a la sociedad interna en todo lo relativo a los aspectos jurídico reales que se puedan plantear con ocasión
de la relación societaria, pero no a los obligacionales, que se regirán por las normas del contrato de sociedad. En efecto, al
no tener personalidad jurídica y no ser por tanto sujeto de derechos, la sociedad interna no puede tener un patrimonio
propio; de ahí que los elementos patrimoniales usados para obtener el fin social deban ser titularidad inmediata de cada
uno de los socios; eso sí, las relaciones de los socios entre sí serán las pactadas, es decir, las propias del contrato de sociedad
al que han llegado. Supóngase que varios abogados concluyen una sociedad de medios y resultados por la que compran a
medias los equipos que necesitan para su actividad y pactan las reglas de su uso y el reparto de las ganancias: la
fotocopiadora que puedan comprar no será propiedad de la sociedad, que es interna y carece de personalidad, sino que
será propiedad por cuotas de cada uno de ellos; ahora bien, las reglas de su uso y las de reparto de las ganancias serán las
propias del contrato de sociedad que han pactado.
3. VICIOS DEL CONTRATO DE SOCIEDAD. LA DOCTRINA DE LA SOCIEDAD DE HECHO
La doble vertiente organizativa y obligacional del contrato de sociedad tiene un extraordinario interés a la hora de analizar la
problemática de su nulidad. En las sociedades internas, el tratamiento de los vicios del contrato puede confiarse a las reglas
generales de nulidad (arts. 1300 y ss. CC), pero en las sociedades externas la aplicación de esas reglas generales plantea serias
dificultades. El problema fundamental reside en que el ordenamiento no puede hacer tabla rasa de los hechos producidos y
de los intereses surgidos al amparo de la sociedad viciada que de facto ha venido funcionado en el tráfico (p. ej., obligaciones
contraídas por la sociedad). Para hacer frente a tales cuestiones se elabora la doctrina de la sociedad de hecho. Su núcleo
puede resumirse en los siguientes términos: una vez puesta en marcha e inserta en el tráfico, la sociedad no puede ser
extraída retroactivamente del ambiente en el que ha actuado mediante el ejercicio de la acción de nulidad. En esos casos, la
sociedad nula o anulable será tratada mediante técnicas que surtan efectos desde ahora (ex nunc). A tal fin hay que considerar
el motivo de nulidad como causa de disolución. Entonces, la sociedad viciada será, en principio, válida tanto ad extra como
ad intra, pero podrá solicitarse su disolución por cualquiera que se halle legitimado para interesar la nulidad. Instada la
disolución, se procederá a liquidar la sociedad viciada de conformidad con las normas generales sobre liquidación y la
liquidación la hará desaparecer del tráfico.
4. EL SISTEMA DE TIPOS SOCIETARIOS
A. Tipos generales y tipos especiales
Definido el concepto amplio de sociedad, hemos de determinar qué figuras legales se incluyen en él. De entrada se puede
distinguir los llamados tipos generales; es decir, los tipos básicos o más elementales de sociedad y que serían la sociedad
civil (arts. 1665 a 1708 CC) para las sociedades que luego veremos no tienen la condición de empresario y la sociedad
colectiva (arts. 125 a 144 C. de C. y también, arts. 170 a 174 y 218 a 237 C. de C.) como tipo elemental de sociedad que
asume la condición de empresario. Sobre esos tipos fundamentales, poco usados y residuales en la práctica, surgen los
llamados tipos especiales, más complejos y sofisticados y que son los preferidos por diversos motivos por los operadores
jurídicos a la hora de organizar una actividad económica. Así, y sin ánimo de exhaustividad, se puede formar el siguiente
elenco: las cuentas en participación (arts. 239 a 243 C. de C.); el condominio naval (arts. 589 y ss. C. de C.); la unión temporal
de empresas (arts. 7-10 de la Ley 18/1982, de 26 de mayo, de régimen fiscal de las agrupaciones y uniones temporales de
empresas); la agrupación de interés económico (Ley 12/1991, de 29 de abril, de agrupaciones de interés económico); la
sociedad comanditaria simple (arts. 145 a 150 C. de C.); la asociación (Ley Orgánica 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del
Derecho de Asociación); las sociedades anónima, limitada y comanditaria por acciones (Ley de Sociedades de Capital de 1
de julio de 2010,); la sociedad agraria de transformación (disp. adic. del Decreto-ley de 2 de junio de 1977 y estatuto
regulador de las sociedades agrarias de transformación aprobado por el RD 1776/1981, de 3 de agosto); la sociedad de
garantía recíproca (Ley 1/1994, de 11 de marzo, sobre el Régimen Jurídico de las Sociedades de Garantía Recíproca), la
cooperativa (Ley 27/1999, de 16 de julio, de Cooperativas, a la que se añade la legislación autonómica) y las mutuas y
entidades de previsión social (arts. 13-17 de la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros
Privados y Reglamentos de desarrollo).
Los tipos especiales pueden tener, a su vez, subtipos, fruto de la introducción de especialidades en el tipo básico (p. ej., las
sociedades anónimas y de responsabilidad limitada laborales, las sociedades anónimas deportivas, las cooperativas de
crédito, las sociedades y agencias de valores, etc.).
B. Tipos personalistas y tipos corporativos
En función de cuál sea la estructura societaria que originen, nos encontramos, bien con tipos personalistas o sociedades de
personas, o bien con tipos corporativos o sociedades de estructura corporativa.
Las sociedades de personas se constituyen en atención al vínculo personal de los socios y, en buena medida, dependen de
la identidad de sus miembros. El intuitu personae representa presupuesto básico tanto en su génesis como en su
funcionamiento y explica los rasgos básicos de su configuración. Éstos son cuatro:
1) intransmisibilidad de la condición de socio;
2) personalización de la organización (p. ej., principio de unanimidad en la adopción de decisiones, disolución de la sociedad
en caso de muerte del socio, funcionamiento informal, etc.);
3) descentralización de la administración (autoorganicismo, no hay separación entre propiedad y gestión, tampoco hay
separación entre los órganos, etc.); y
4) comunicación patrimonial (autonomía limitada del patrimonio, responsabilidad personal e ilimitada de los socios, etc.).
Las formas sociales que se integran en la categoría son: la sociedad civil, la colectiva, la comanditaria simple, la agrupación
de interés económico, cualquier sociedad interna, incluyendo las cuentas en participación, así como las uniones temporales
de empresas y el condominio naval, formas las dos últimas a medio camino entre la sociedad interna y la externa.
Las sociedades de estructura corporativa se caracterizan por la autonomía de la organización respecto de las condiciones y
vicisitudes personales de sus miembros. Las características más salientes de su estructura jurídica son:
1) movilidad de la condición de socio;
2) estabilidad de la organización (principio mayoritario, régimen estatutario, objetivación de las causas de disolución,
formalización de la organización, etc.);
3) centralización de la administración (separación entre propiedad y gestión, diferenciación de órganos, heteroorganicismo
u organicismo de terceros, etc.); y
4) aislamiento patrimonial (responsabilidad limitada de los socios). Las formas sociales que obedecen a este modelo son:
la asociación, la sociedad de responsabilidad limitada, la anónima, la comanditaria por acciones, la agraria de
transformación, la de garantía recíproca, la cooperativa y las mutuas de seguros.
C. Tipos universales y tipos particulares
Desde el punto de vista de su funcionalidad o campo de aplicación, los tipos especiales societarios pueden agruparse en
otras dos categorías: universales y particulares. Los tipos universales pueden emplearse con independencia de las
actividades a desarrollar y de los fines perseguidos. Es el caso de las sociedades colectiva, comanditaria, de responsabilidad
limitada y anónima. La sociedad civil es un tipo cuasi-universal, pues no puede emplearse para realizar actividades
mercantiles (v. infra § 3.I). Son tipos particulares aquellos que se han construido por el legislador para alcanzar finalidades
específicas. Los más significados son la asociación (fin no lucrativo), la agrupación de interés económico (fin consorcial), y
la cooperativa (fin mutualista).
II. LA MERCANTILIDAD DE LAS SOCIEDADES
1. DISTINCIÓN ENTRE SOCIEDAD MERCANTIL Y SOCIEDAD CIVIL
A. Planteamiento
La mercantilidad de la sociedad –es decir, la determinación de la naturaleza civil o mercantil de una concreta sociedad– es
una cuestión compleja que presenta dos vertientes. La mercantilidad objetiva o carácter civil o mercantil que tiene la
sociedad como contrato dentro de nuestro sistema dualista de derecho privado –al igual que se plantea la cuestión, p. ej.,
con la compraventa o el depósito–, y la mercantilidad subjetiva o mercantilidad de la sociedad como persona jurídica –al
igual que se plantea–. Obviamente, esta última sólo tiene sentido respecto de las sociedades externas o personificadas y
nos ayudará a determinar qué sociedades tienen la condición de empresario y, por lo tanto, quedan sometidas a su estatuto.
B. La mercantilidad objetiva
En principio se puede decir que es mercantil cualquier contrato de sociedad contraído «con arreglo a las formalidades» del
Código de Comercio (art. 116 C. de C.). Ahora bien, la expresión «formalidades de este Código» no debe interpretarse en el
sentido de que serán mercantiles aquellas sociedades que simplemente adopten cualquiera de las formas o tipos societarios
recogidos en el Código de Comercio (art. 122 C. de C.)]. La referencia a «las formalidades de este Código» hay que
entenderla no sólo en el sentido de usar una forma mercantil sino además en el de exigir que la actividad sea mercantil,
implicándose una y otra de forma recíproca: la adopción de una forma o tipo mercantil se reserva al desarrollo de una
actividad mercantil (art. 136 C. de C., así como los ya derogados arts. 117 II y 123 IX C. de C.) y, viceversa, el desarrollo de
una actividad mercantil exige la adopción de un tipo o forma mercantil (art. 122 C. de C.).
C. La mercantilidad subjetiva
La cuestión de la mercantilidad subjetiva sólo se entiende desde la evolución que ésta ha experimentado a lo largo de los
últimos ciento veinte años. En el Código de Comercio el criterio para la atribución de la condición de comerciante a una
sociedad se encuentra en el ejercicio de la actividad mercantil: son comerciantes las sociedades constituidas con arreglo
a un tipo mercantil (art. 1.II C. de C.). Tiene lógica que esto sea así, pues, como acabamos de ver, el tipo mercantil se
reservaba en principio para la actividad comercial y el desarrollo de la actividad mercantil exigía la adopción de un tipo
acorde con ella. Queda, entonces, la mercantilidad del tipo vinculada a la mercantilidad del sujeto y el legislador asegura
la coherencia entre los dos apartados del artículo 1 del Código de Comercio (son comerciantes quienes ejercen
habitualmente el comercio; y lo son las sociedades con forma mercantil pues sólo éstas se encuentran en disposición de
ejercer habitualmente el comercio).
Esta correlación inicial entre mercantilidad del tipo y mercantilidad del sujeto se flexibiliza con la entrada en vigor del Código
civil, cuatro años después que el de comercio. El artículo 1670 del Código Civil pone al servicio del tráfico económico civil –
que, como sabemos, comprende las actividades agrícola, ganadera, pesquera, extractiva y profesional– las organizaciones
del derecho mercantil, técnicamente más perfectas (sociedad colectiva, sociedad comanditaria, etc.). El Código Civil permite
así que la actividad civil adopte para su desarrollo los tipos o formas del Código de Comercio. Se rompe entonces la
correlación inicial entre tipo mercantil y actividad mercantil, pero en un único sentido: la actividad mercantil sigue
exigiendo para su desarrollo la forma mercantil, pero la forma mercantil ya no está reservada para la actividad
mercantil pues puede utilizarse para el desarrollo de la actividad civil. El resultado de esta ruptura es la aparición en el
tráfico de las llamadas sociedades mixtas: sociedades objetivamente mercantiles, pues su forma es mercantil y
subjetivamente civiles, pues no pueden ser comerciantes al no ejercer el comercio, esto es, al no desarrollar una actividad
mercantil (art. 1.2 C. de C.).
Por fin, la legislación especial posterior al Código de Comercio y al Código Civil termina vinculando la mercantilidad subjetiva
a la adopción de ciertos tipos societarios. En concreto, éstos son la sociedad anónima, la sociedad de responsabilidad
limitada, la sociedad comanditaria por acciones, la sociedad de garantía recíproca y la agrupación de interés económico
(art. 2 LSC; art. 4 LSGR; art. 1.I LAIE). Se consagra así la doctrina del comerciante por razón de la forma, en virtud de la
cual las sociedades referidas se consideran comerciantes con independencia de la actividad a la que se dediquen. De este
modo, los terceros pueden confiar en el dato inequívoco de la forma para saber si la sociedad en cuestión es comerciante,
sin tener que averiguar a qué tipo de actividad se dedica.
D. Recapitulación
Después de esta evolución, la cuestión de la mercantilidad queda como sigue:
(i) Una sociedad que se dedique a una actividad mercantil –p. ej., la distribución de bebidas refrescantes– tiene que
adoptar necesariamente una forma o tipo mercantil (mercantilidad objetiva [arts. 119 y 122 C. de C.]). El sujeto que
nace de ese contrato de sociedad es siempre un comerciante, pues desarrolla una actividad mercantil de forma
habitual (mercantilidad subjetiva [arts. 1.1 y 2 C. de C.]).
(ii) Una sociedad que se dedique a una actividad civil (p. ej., auditoría, consultoría, explotación artesanal, etc.) puede
adoptar bien una forma civil, o bien una forma mercantil (sociedad mixta; mercantilidad objetiva). El sujeto que nace
de ese contrato no será en ningún caso un comerciante.
(iii) No obstante lo anterior, serán siempre comerciantes, con independencia de cuál sea su actividad u objeto, las personas
jurídicas que nazcan de los siguientes tipos societarios: sociedad anónima, sociedad de responsabilidad limitada,
agrupación de interés económico, sociedad de garantía recíproca y sociedad comanditaria por acciones (mercantilidad
por razón de forma).
E. Régimen jurídico de la sociedad mixta
Para cerrar el tratamiento de la cuestión de la mercantilidad, hay que determinar cuál es el régimen jurídico de las
sociedades mixtas o sociedades civiles con forma mercantil. Éstas se rigen por las reglas de los tipos societarios del
Código de Comercio que adopten. En concreto, si han acogido la forma de sociedad colectiva, les serán de aplicación las
reglas de este tipo societario. Ahora bien, como ya hemos señalado, las sociedades mixtas son sujetos civiles y por ello,
deberán quedar sustraídos del estatuto del comerciante. Éstas son precisamente «las reglas que se oponen a lo dispuesto
en este Código (civil)» cuya aplicación expresamente se excluye en el artículo 1670 del Código Civil. En concreto, ello significa
que las sociedades mixtas no son empresarios a pesar de su forma y por tanto no vendrán obligadas a inscribirse en el
Registro Mercantil, ni deberán observar el deber de llevanza de contabilidad, etc.
2. LA CUESTIÓN DEL «NUMERUS CLAUSUS» DE LOS TIPOS SOCIETARIOS MERCANTILES
El Código de Comercio dispone que «por regla general» las compañías mercantiles se constituirán adoptando alguna de las
formas siguientes:
1) regular colectiva;
2) la comanditaria simple o por acciones;
3) la anónima;
4) la sociedad de responsabilidad limitada.
La duda que plantea esa norma es si los socios en ejercicio de la libertad contractual pueden crear tipos mercantiles distintos
a los anteriores, lo que es tanto como preguntarse si en nuestro sistema jurídico existe un numerus clausus o un numerus
apertus de tipos societarios. La doctrina más autorizada se decanta por el principio del numerus clausus, ya que desde el
punto de vista de la seguridad del tráfico, el principio de numerus apertus resulta altamente perturbador. En efecto, del
mismo modo que con los derechos reales, si se permitiese la invención de nuevos tipos sociales los terceros con los que la
sociedad contrata o en general entra en relación no sabrían a qué atenerse, en especial en cuanto a su régimen de
responsabilidad: la proliferación de figuras societarias nuevas generaría una confusión tal en el tráfico societario que lo
colocaría al borde del colapso.
En contra de ello no puede invocarse la expresión «por regla general...» utilizada en el artículo 122 del Código de Comercio,
mención debe interpretarse en el sentido de permitir la constitución de sociedades con arreglo a tipos distintos de los
tipos universales allí mencionados pero que gocen de reconocimiento legal, esto es, que sean formas típicas. Así, no
habrá ningún problema para constituir sociedades bajo la forma de tipos particulares que no se mencionan en el artículo 122
del Código de Comercio pero que se recogen en otras leyes, como la agrupación de interés económico, sociedad de garantía
recíproca, etc.; pero sí que lo habrá para crear ex novo un tipo societario distinto. Ya dentro de las formas típicas, la elección
de una u otra vendrá determinada por las conveniencias, las circunstancias y las preferencias de los socios. Eso sí, el corsé de
tener que elegir un tipo social preestablecido se contrapesa por la libertad de configuración interna del tipo elegido, de forma
que si bien es cierto que la autonomía de la voluntad no puede crear tipos nuevos, es igualmente cierto que la organización
interna de los mismos, aspecto que sólo interesa y afecta a los socios (cfr. art. 1255 CC), es de una maleabilidad y
disponibilidad total; por ejemplo, en cuanto al reparto de beneficios, reglas de adopción de acuerdo, peso y poder de cada
socio dentro de la sociedad, etc. Eso sí, con los límites lógicos de las normas imperativas de la contratación dirigidas
generalmente a la protección de partes débiles (p. ej., pactos leoninos, art. 1696 CC).
3. LAS SOCIEDADES IRREGULARES
Llamamos sociedad irregular a la sociedad mercantil que no cumple con la obligación de inscribirse en el Registro Mercantil,
tal como se establece en el artículo 119 del Código de Comercio. La sociedad civil, en consecuencia, que no está sujeta en su
constitución a requisitos de forma no podrá ser en rigor irregular, aunque en ocasiones se pueda indebidamente usar ese
epíteto.
El problema que plantea este tipo de sociedad está en determinar si tiene personalidad jurídica o no. La respuesta
entendemos que ha de ser afirmativa puesto que, como se vio, la publicidad no tiene virtualidad para atribuir personalidad
jurídica a ninguna sociedad, incluidas las mercantiles; ésta depende, en última instancia, de la voluntad de los socios
manifestada en el contrato. Pero es que, además, negar la personalidad jurídica de la sociedad irregular perjudica
precisamente a quienes supuestamente se pretende beneficiar (a los terceros). En efecto, si se mantiene que la sociedad
carece de personalidad jurídica habría que entender que los actos celebrados entre la sociedad y los terceros serían nulos
(art. 118 C. de C., a contrario) y que sólo se podría exigir responsabilidad a los administradores por lo actuado, pues la
sociedad no tendría patrimonio propio con el que responder (art. 120 C. de C.). Una lectura sin prejuicios del derecho vigente,
en concreto del artículo 116 del Código de Comercio avala esta argumentación: la sociedad mercantil, una vez constituida,
tendrá personalidad jurídica. En contra no se puede invocar la referencia de ese mismo precepto a la constitución «con arreglo
a las disposiciones de este
código». Como sabemos, en esa mención no se está aludiendo a la observancia de las «formalidades» contempladas en el
artículo 119 del Código de Comercio (v. gr.: escritura pública e inscripción en el registro mercantil), sino, más bien, a la
adopción de uno de los tipos societarios previstos en el mismo (v. supra I.2). Y ésta es también la solución que se ha seguido
en la legislación especial para las sociedades de capital y las agrupaciones de interés económico no inscritas (arts. 36 y ss.
LSC y arts. 1 y 22 LAIE).
En realidad, la no inscripción en el Registro Mercantil de una sociedad sólo plantea un problema de falta de publicidad. De
ahí que la no inscripción de las sociedades mercantiles tenga unas consecuencias particulares vinculadas a esa falta de
publicidad: la primera, respecto de los pactos no inscritos [v. infra a)]; la segunda, respecto de la responsabilidad de los
gestores [v. infra b)].
a) La consecuencia fundamental de la no inscripción es la inoponibilidad de los pactos sociales. Ésta se explica por el juego
del llamado principio de publicidad negativa: los actos sujetos a inscripción no inscritos (y no publicados en el BORME) no
será oponibles a los terceros de buena fe (art. 21.1 C. de C.). En el caso concreto de las sociedades irregulares, no serán
oponibles a los terceros de buena fe los contenidos del contrato que se desvíen del régimen dispositivo del tipo
social. Se protege así la apariencia que el silencio del Registro deja subsistir. Así sucede si en una sociedad colectiva
irregular se atribuye a uno solo de los socios la administración social. Este pacto no tendrá eficacia alguna frente a terceros
de buena fe, pues no es público y los terceros no tienen medio de conocerlo. Frente a ellos operará la regla dispositiva
del Código de Comercio que atribuye la administración de la sociedad a todos los socios (art. 129 C. de C.).
b) También el régimen de responsabilidad de los gestores se hace más riguroso en las sociedades irregulares. En efecto,
la no inscripción de la sociedad en el Registro Mercantil activa la responsabilidad solidaria (entre ellos y con la sociedad)
de los administradores por la actuación de la sociedad en el tráfico (arts. 120 C. de C., 32.1 LSC y 7.2 LAIE). Esta respuesta
del ordenamiento se explica desde dos razones: necesidad de proteger a los terceros que se relacionan con sujetos no
inscritos y necesidad de incentivar la inscripción de las sociedades. Esta responsabilidad no es sustitutiva de la
correspondiente a la sociedad, sino añadida o adicional respecto de la que asumen la propia sociedad y sus socios.
III. LA PERSONALIDAD JURÍDICA DE LAS SOCIEDADES MERCANTILES
1. LOS ATRIBUTOS DE LA PERSONALIDAD JURÍDICA
A. Concepto de personalidad jurídica
Ya sabemos que la personalidad jurídica de las sociedades nace con la perfección del contrato de sociedad. Ahora bien, sólo
de forma metafórica se puede decir que nazca o surja un nuevo sujeto de derecho. En rigor, lo que hace el derecho es que
ad extra se aúne la actuación de las personas físicas que forman parte de la sociedad y ad intra se produzca la separación
del patrimonio de los socios a favor de uno común, el social (art. 38 CC). La personalidad jurídica no pasa de ser en
realidad más que un mecanismo de imputación de derechos y obligaciones que siempre desemboca en los únicos y
verdaderos sujetos de Derecho que pueden existir, los seres humanos. Así, en el ejemplo planteado al inicio, el grupo recibe
la calificación pero es realmente cada alumno quien la ve reflejada en su expediente. El uso del concepto «persona jurídica»
simplemente es una forma de ahorro lingüístico.
De ahí que en gran medida hablar de los atributos de la persona jurídica no sea más que una forma de hablar
antropomórfica, ciertamente muy expresiva pero que técnicamente presenta, como se verá, sus limitaciones.
B. Denominación social
El primer atributo de la personalidad jurídica es la denominación social. La denominación tiene una función identificadora
y habilitadora: permite identificar al grupo y, a la vez, le permita actuar como tal en el tráfico externo. La regulación
detallada de los requisitos formales y materiales que han de reunir las denominaciones sociales se encuentra en las
respectivas normas que regulan cada tipo social y, en el caso de las mercantiles, en el Reglamento del Registro Mercantil.
(i) Requisitos formales. Para garantizar su función de identificación, la configuración de la denominación se somete a tres
principios: unidad, visibilidad y novedad. La sociedad sólo puede tener un nombre o denominación, que deberá estar
formado por letras o números para que sea susceptible de expresión en el lenguaje oral o escrito. El principio de novedad
se instrumenta a través de la prohibición de identidad en lo sustancial (p. ej., Valencia Cementos/Cementos Valencia;
Refrescos Coca-Cola/Coca-Cola; Cerámicas San José/Cerámicas de San José; Smith/Esmiz, etc.). En este punto la mera
semejanza entre denominaciones no basta. Tampoco cabe apreciar identidad entre denominación social y nombre
comercial coincidentes. El titular de la denominación, como el titular del nombre civil, no puede verse privado de ésta
porque un sujeto lo haya registrado previamente como marca o como nombre comercial (ver sobre esto Lección 8.ª).
(ii) Requisitos materiales. Los requisitos materiales de la denominación social varían según estemos ante una
denominación objetiva (formada con expresiones elegidas arbitrariamente) o subjetiva (formada con nombres de
personas físicas). La composición de las denominaciones subjetivas se rige por el principio de voluntariedad. Eso significa
que el nombre o el sobrenombre de una persona natural sólo puede pasar a formar parte de una denominación cuando
aquélla lo haya consentido (art. 401 RRM). El consentimiento se presume prestado cuando la persona natural cuyo
nombre se integra en la denominación es miembro de la sociedad. Si la sociedad es personalista, la pérdida de la
condición de socio exige retirar el nombre. Si es sociedad de capitales, la retirada del nombre sólo será posible cuando
el socio saliente se haya reservado tal derecho (art. 401.2 y 4 RRM). La composición de las denominaciones objetivas
exige que éstas sean congruentes con los principios del ordenamiento y las normas de corrección social ( v. gr.: no
ofender a la ley, al orden público o a las buenas costumbres [art. 404 RRM]). Además, las denominaciones no pueden
aprovecharse de expresiones dotadas de valor oficial, ni pueden inducir a error en la naturaleza de las entidades ( v. gr.:
denominaciones que hagan referencia a una actividad no incluida en el objeto social).
Para asegurarse de que en la práctica se observan los principios establecidos, el Reglamento del Registro Mercantil adopta
una serie de cautelas: obligación de obtener del Registro Mercantil Central certificado que garantice su originalidad,
prohibición de que se autoricen escrituras societarias sin aportar esa certificación, etc. Si se infringen tales reglas, la
denominación será nula, pero no lo será la sociedad –v., no obstante, la disp. adic. XVII de la Ley 17/2001, de 7 de diciembre,
de Marcas, que establece la disolución de pleno derecho de la sociedad cuando haya una sentencia judicial que imponga el
cambio de denominación por violación de un derecho de marca–.
C. Nacionalidad
La nacionalidad en el ámbito de las personas jurídicas tiene el significado particular de actuar como mecanismo de selección
de normas aplicables al contrato de sociedad tanto en su dimensión obligatoria como en su dimensión organizativa (lex
societatis). Así, decir que una sociedad es española no es más que indicar que esa sociedad se rige por el derecho español
del tipo social correspondiente.
El criterio para la atribución de la nacionalidad a las sociedades es el de la constitución: la sujeción a la ley española viene
determinada por la constitución de la sociedad con arreglo a las normas españolas (arts. 28 CC y 15 C. de C.), lo que sólo
exige que su domicilio estatutario o formal esté en España, con independencia de dónde tenga la sociedad su centro efectivo
de explotación o administración. Así, una sociedad constituida en Vigo, con sede estatutaria en esa ciudad pero
administración en Oporto deberá será una sociedad española sometida a nuestro derecho. Dicho esto, hay que reconocer
que gran parte de la doctrina entiende que la nacionalidad de las sociedades anónimas y a las sociedades de responsabilidad
limitada se atribuye en atención al criterio del domicilio efectivo o sede real. Según éste sólo serían españolas aquellas
sociedades que no sólo tengan su domicilio estatutario en España, sino además su domicilio efectivo o sede real en territorio
español, o lo que es lo mismo, aquéllas cuyo principal centro de explotación se encontrara en España (arts. 8 y 9 LSC). Sin
embargo, esta solución no es admisible al chocar con los principios de derecho comunitario. En efecto, si la legislación
especial optara por el modelo del domicilio o sede real, sus preceptos deberían considerarse materialmente derogados
por las normas de Derecho comunitario (arts. 43 y 48 del Tratado de Amsterdam, antes 52 y 58 TCEE). Así lo confirma el
Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas (sentencias «Centros» «Inspire Art» y «Uberseering»), según las cuales
el artículo 58 del Tratado de las Comunidades Europeas exige el reconocimiento por los Estados miembros de las sociedades
válidamente constituidas con arreglo al Derecho de cualquier otro Estado miembro, con independencia de su domicilio
efectivo o sede real y sin que el interés general pueda justificar la denegación de tal reconocimiento. Así, una sociedad
constituida en Alemania, con domicilio estatutario en Berlín pero sede real en Mallorca será una sociedad alemana y se
deberá reconocer como tal. De acuerdo con esta exigencia, los artículos 8 y 9 de la Ley de Sociedades de Capital han de ser
releídos en función del criterio de la constitución y reservados, si acaso, a aquellos supuestos excepcionales en los que la
sociedad anónima y la sociedad de responsabilidad limitada realizan todas sus actividades económicas en nuestro país y,
por lo tanto, carezcan de todo rasgo de internacionalidad (pseudo-foreign companies). Se evita así el fraude de ley que
supondría someter a Derecho extranjero un contrato de sociedad sin que exista elemento alguno de internacionalidad en
el mismo. Y no obstante, incluso en este último caso, el Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea parece haberse
inclinado en el caso «Inspire Art» de 2003 por aplicar incluso a estas falsas sociedades extranjeras la ley de constitución.
D. Domicilio
La sede de las sociedades es el lugar elegido contractualmente por las partes para localizar su actividad jurídica y a él anuda
el ordenamiento múltiples funciones (p. ej., lugar de cumplimiento de las obligaciones (art. 1171.II CC), el lugar de reunión
de la asamblea o de otros órganos sociales (art. 175 LSC), etc.). El domicilio ha de consignarse en el contrato de sociedad y
referenciarse en toda su documentación (art. 24 C. de C.). El domicilio no es sólo una población o término municipal; es una
finca o lugar concreto donde se sitúa la sede social (no obstante, v. STS de 9 de marzo de 1994). Los principios que rigen la
determinación del domicilio son tres: territorialidad, unidad y libertad.
(i) Principio de territorialidad. De acuerdo con el principio de territorialidad, el domicilio estatutario de una sociedad
española –esto es, constituida conforme a derecho español– ha de estar localizado en España (arts. 9 LSC; y 3 LGC, etc.).
Esta exigencia decae en los supuestos de existencia de un convenio internacional vigente en España que autorice a
nuestras sociedades a trasladar el domicilio a otro país manteniendo su nacionalidad (arts. 92 y 93 LME y 20.2 y 379
RRM). Excepcionalmente pueden entonces existir sociedades españolas con domicilio fuera de España (art. 94 LME) y,
a la inversa.
(ii) Principio de unidad. En virtud del principio de unidad, la sociedad tiene vedada la posibilidad de establecer varios
domicilios (art. 41 CC; art. 9 LSC; art. 3 LGC, etc.). El tráfico jurídico requiere de certidumbre acerca de la localización de
las actividades de las sociedades. Además, las funciones que está llamado a desempeñar el domicilio son incompatibles
con la posibilidad de desdoblamiento (p. ej., determinar la competencia registral [art. 17 RRM]). Tampoco cabe admitir
los domicilios rotatorios, pues contradice el principio de estabilidad que responde a las mismas exigencias de certeza
que el de unidad.
(iii) Principio de libertad. En virtud del principio de libertad, los socios pueden fijar el domicilio social en función de su
conveniencia y sin estar vinculados por la necesidad de coincidencia del domicilio social con un centro de intereses
efectivos de la sociedad (domicilio real). No obstante, en caso de divergencia entre el domicilio real u operativo y el
domicilio estatutario «los terceros podrán considerar como domicilio cualquiera de ellos» (art. 10 LSC). Este criterio es
aplicable a cualquier sociedad (v. SSTS de 29 de marzo de 1967 y 28 de noviembre de 1998).
2. LOS LÍMITES DE LA PERSONALIDAD JURÍDICA
Mantener a ultranza la separación entre socios y sociedad puede conducir a situaciones que repugnan al sentido jurídico. El
argumento de que los socios son terceros extraños respecto de la sociedad al gozar ésta de personalidad jurídica
independiente no puede servir de pretexto para la consumación de ningún fraude. Por ello, doctrina y jurisprudencia han
reconocido la necesidad en esos casos de levantar el velo, esto es, desconocer la personalidad jurídica. Sin embargo, lo
cierto es que para solucionar estos casos no hace falta, en puridad, levantar el velo. Bastará con analizar la finalidad de la
regla objeto de aplicación para concluir que resulta extensible a la sociedad (art. 1258 CC). Esto es lo que llamamos
extensión de la imputación, así, por ejemplo, entenderemos que se viola la prohibición impuesta a los extranjeros de
comprar determinados terrenos en territorio nacional cuando son adquiridos por una sociedad española de la que forman
parte exclusivamente tres socios alemanes. En otros casos, en particular cuando los socios no responden por las deudas de
la sociedad, como en las sociedades de capital, hay que extender a los socios la responsabilidad por dichas deudas. Entonces
habrá que acudir a fundamentos autónomos de responsabilidad. Esto es lo que llamamos extensión de responsabilidad. La
doctrina reconoce la existencia de cuatro fundamentos autónomos en los que apoyar esta extensión de responsabilidad:
(i) infracapitalización, que se produce cuando una sociedad opera con un capital manifiestamente menguado para el objeto
social que practica, pero, en rigor, sólo legitima la extensión de la responsabilidad frente a aquellos acreedores que no
han podido anticipar y neutralizar en sus contratos tal situación, p. ej., exigiendo una garantía (acreedores
extracontractuales y acreedores ignorantes, básicamente);
(ii) confusión de patrimonios, que tiene lugar cuando el único socio o la sociedad dominante tienen confundido o mezclado
su patrimonio con el de la sociedad por haber contravenido las obligaciones contables que aseguran la conservación del
capital (arts. 25 y 28 C. de C.);
(iii) confusión de esferas, que se produce cuando se desdibuja hacia fuera la separación entre la sociedad o el socio
utilizando, por ejemplo, adoptando nombres similares, utilizando las misma oficinas, etcétera y se crea la apariencia frente
a terceros de que quien actúa es el socio; y
(iv) dirección externa o dominación, que se manifiesta cuando de hecho, una sociedad no es gestionada por sus órganos,
sino directamente por los órganos de la sociedad dominante o, en su caso, el socio de control.
Con todo, ha de observarse que éste es un supuesto más problemático, como tendremos ocasión de comprobar con más
detalle al analizar los grupos de sociedades (v. infra, Lección 28).
3. LAS CUENTAS EN PARTICIPACIÓN
A. Caracterización
Las cuentas en participación (art. 239 C. de C.) son el único tipo de sociedad interna que conoce el Derecho Mercantil. Se
trata de una fórmula asociativa entre empresarios individuales o sociales que hace posible el concurso de uno de ellos (el
partícipe) en el negocio o empresa del otro (gestor), quedando ambos a resultas del éxito o fracaso del último. Su condición
de sociedad no ofrece dudas: el fin común perseguido es la obtención de ganancias mediante la explotación del negocio
del gestor y ambas partes contribuyen a su consecución. Por lo que respecta al origen negocial, éste se encuentra fuera de
toda duda a la vista de lo dispuesto en los artículos 239 a 243 del Código de Comercio.
La cuenta en participación es un tipo mercantil, no por razón de la materia, sino de los sujetos. En efecto, del artículo 239
del Código de Comercio se desprende que las cuentas en participación son mercantiles y, por tanto, sujetas a la disciplina
del Código de Comercio, siempre que se constituyan entre comerciantes. No vemos, sin embargo, dificultad para que se
recurra a ellas en el tráfico civil, creando una forma análoga usando de la libertad contractual o utilizando las mismas
cuentas para posibilitar que un tercero no comerciante se interese en la actividad de un profesional liberal, por ejemplo.
B. Constitución y efectos
El Código de Comercio sigue el principio de libertad de forma en la constitución de las cuentas en participación. Por lo
demás, las partes gozan de la más amplia libertad para establecer las condiciones de la relación.
En la esfera interna, las relaciones patrimoniales se asientan sobre el deber de aportación. El partícipe queda obligado a
entregar al gestor o dueño del negocio el capital convenido que podrá consistir en dinero o bienes y lo aportado pasa al
dominio del gestor, salvo que otra cosa se diga en el contrato. No se crea, por tanto, un patrimonio común entre los
partícipes. El gestor, por su parte, vendrá obligado:
(i) a gestionar el negocio con la diligencia de un buen comerciante y, aunque el Código no lo diga responderá del dolo y de
la culpa lata pues la gestión se hace en interés ajeno, como en las sociedades personalistas;
(ii) a rendir cuentas de su gestión y a liquidar al participe en la proporción que se haya convenido al cierre del ejercicio (art.
243 C. de C.).
Si nada se pacta será anualmente.
En cuanto a la esfera externa, la cuenta en participación no da lugar a la creación de un ente jurídico con personalidad; por
ello tampoco trasciende a las relaciones con terceros.
C. Extinción
No están previstas en el Código las causas de extinción de las cuentas, pero dada su naturaleza societaria serán de aplicación
las reglas sobre disolución de sociedades (art. 1700 CC y concordantes). A título de ejemplo pueden indicarse las siguientes:
mutuo disenso, transcurso del tiempo señalado en el contrato, muerte o incapacidad del socio gestor, de no existir pacto
de continuar la cuenta con sus herederos, quiebra del socio gestor en razón a su inhabilitación para el ejercicio del comercio
subsiguiente a la misma, etc. La extinción de la relación jurídica de cuentas en participación implicará, en todo caso, la
liquidación de ésta conforme a lo convenido en el contrato.
LECCIÓN 16 LA SOCIEDAD COLECTIVA Y LA SOCIEDAD COMANDITARIA
Sumario: I. Introducción 1. Evolución y actual configuración 2. Caracterización de la sociedad colectiva A. Concepto B. Constitución
de la sociedad colectiva
II. La administración de la sociedad colectiva 1. Concepto de administración 2. Régimen jurídico
III. Posición del socio en la sociedad 1. Participación de los socios en la vida social 2. La distribución de pérdidas y ganancias
IV. Relaciones externas de la sociedad colectiva: representación y responsabilidad 1. La firma o razón social 2. La representación
en la sociedad 3. La responsabilidad de los socios
V. Cambio de socios 1. La transmisión de la parte de socio 2. La disolución parcial de la sociedad
VI. Disolución y liquidación de la sociedad colectiva 1. La disolución 2. La liquidación
VII. La sociedad comanditaria simple 1. Introducción 2. Las relaciones internas 3. Las relaciones externas

I. INTRODUCCIÓN
1. EVOLUCIÓN Y ACTUAL CONFIGURACIÓN
La actual sociedad colectiva es una forma societaria heredera de la compañía o sociedad general de mercaderes medieval.
En origen, esa sociedad agrupaba exclusivamente a personas unidas por parentesco –no en vano, etimológicamente,
compañía proviene del latín cum panis–, abriéndose luego a extraños, pero siempre sobre la base de una estrecha confianza
recíproca y comunidad de trabajo. En nuestro Derecho histórico, la sociedad general de comerciantes aparece en las
Ordenanzas de Bilbao de 1737 y, desde allí, llega a los Códigos de Comercio de 1829 y 1885, donde adquiere la forma que
conocemos hoy.
La sociedad colectiva es la primera y más genuina representación de lo que se suele calificar como sociedades personalistas;
es decir, sociedades basadas en el intuitu personae o consideración y confianza recíprocas de las personas de los socios. Muy
utilizada en otras épocas, se halla hoy, sin embargo, en franco declive. Todavía a principios del siglo XX, el 85 por 100 de las
sociedades registradas eran colectivas; a mediados de siglo, el número cae hasta el 15 por 100, y en la actualidad han
desaparecido en la práctica, no llegando a representar ni el 0,1 por 100 de las sociedades inscritas. De ahí que su interés
práctico radique hoy en ser la sociedad general del tráfico mercantil, cuyas normas se aplican por defecto. En ese sentido,
sus normas no sólo se aplican a las escasas sociedades expresamente constituidas como colectivas, sino, sobre todo, a las
contraídas informalmente sin elegir tipo o forma concretos (p. ej., dos amigos que montan un bar a medias sin preocuparse
de darle una forma legal) y a las sociedades anónimas y limitadas devenidas irregulares por no llegar a constituirse
debidamente. En el primer caso, el ordenamiento dispone que no habiendo elegido los socios un tipo legal específico para
su actividad empresarial, el régimen aplicable será por defecto el de la colectiva. En el segundo caso, cuando una sociedad
anónima o limitada en formación no llega a culminar su proceso de creación con su inscripción en el Registro Mercantil,
aquella se convierte en sociedad colectiva, si es que los socios optan por seguir con su actividad empresarial (art. 39.1 LSC).
Otra manifestación de su uso como tipo residual o por defecto es su aplicación a figuras asociativas anómalas como las
llamadas comunidades de bienes empresariales, (conocidas en el tráfico por las siglas «C.B.»), que surgen por motivos fiscales
y se regulan en normas tributarias o administrativas pero que para el derecho privado de la contratación se reconducen al
tipo de sociedad colectiva.
2. CARACTERIZACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA
A. Concepto
Llamamos sociedad colectiva a aquella sociedad con personalidad jurídica que tiene por objeto la explotación de una
actividad mercantil bajo una razón social unificada y en la que los socios responden de modo ilimitado de las deudas
sociales. Las notas características de la sociedad colectiva son las siguientes:
(i) La sociedad colectiva explota una actividad mercantil que deberá ser duradera o permanente. Las sociedades
ocasionales no tienen cabida en el tipo de la sociedad colectiva. Ahora bien, conviene recordar que una vez publicado
el Código Civil, la forma colectiva también puede adoptarse para el desempeño de actividades civiles o mercantiles
ocasionales (art. 1670 CC). En esos casos, estaremos ante sociedades colectivas que carecerán de la condición de
comerciante.
(ii) La sociedad colectiva tiene un nombre o una razón social común bajo la que se produce la explotación de la actividad
desarrollada. Esa razón social constituye una manifestación del carácter externo de la sociedad, es decir, de su
capacidad y personalidad jurídica propias (art. 38 CC)
(iii) En la sociedad colectiva los socios responden ilimitadamente por las deudas sociales. Esta responsabilidad, que es
subsidiaria frente a terceros (beneficio de excusión), se impone de manera imperativa por la Ley y no puede ser limitada
frente a terceros en el contrato de sociedad.
(iv) La sociedad colectiva es, en fin, una sociedad personalista. Eso supone que su régimen de funcionamiento, adopción
de decisiones, cambio de socios se basa en una relación de confianza y colaboración estrecha entre los socios, que
participan en la sociedad en atención a sus cualidades personales propias. Sin embargo, nada impide que las partes en
el contrato puedan configurar la estructura societaria quitando relevancia a la persona de cada socios y dándosela a
otros factores como, por ejemplo, los económicos, haciendo así que las decisiones se adopten por mayoría de capital
aportado o que la gestión no se reserve a los socios y se pueda contratar a un tercero ajeno a la sociedad para que la
administre (organicismo de terceros).
B. Constitución de la sociedad colectiva
La fundación de la sociedad colectiva y la adquisición de su personalidad jurídica no requiere de elementos distintos de los
generales del contrato de sociedad (v. Lec. 11). Basta recordar que los socios de la sociedad colectiva no están sujetos a las
normas de capacidad para el ejercicio del comercio (arts. 4 y 5 C. de C.), ya el comerciante lo es la persona jurídica societaria
y no los socios que la componen, por mucha que sea su implicación personal en la gestión del día a día del negocio.
Aunque la exigencia de forma y publicidad del artículo 119 del Código de Comercio no se establece ad solemnitatem, ni
tiene efectos constitutivos, lo normal es que se constituya formalmente. A tal efecto se recogen en el artículo 125 del Código
de Comercio las menciones que ha de contener la correspondiente escritura fundacional (nombre y domicilio de los socios,
razón social, identificación de los administradores, descripción de las aportaciones, fijación de las cuotas de capital, etc.).
La falta de escritura pública o de inscripción registral determinan la irregularidad de la sociedad, lo que no le priva de validez
ni personalidad jurídica pero le impide valerse del registro; así, el socio que administra la sociedad irregular frente a terceros
pierde el beneficio de excusión (art. 120 C. de C.) y los pactos del contrato que gozan de publicidad registral son inoponibles
frente a terceros de buena fe –p. ej., las derogaciones pactadas al régimen legal de administración– (art. 21 C. de C.
Precisamente, como ya se apuntó, las así llamadas comunidades de bienes empresariales creadas por motivos fiscales y
reconocidas incluso por el artículo 1 del Estatuto de los Trabajadores no son para el Derecho privado más que sociedades
colectivas irregulares.
II. LA ADMINISTRACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA
1. CONCEPTO DE ADMINISTRACIÓN
a) La administración comprende tanto la celebración de negocios con terceros (actuación en la esfera externa), como la
realización de operaciones con relevancia meramente interna (dirección de la organización, llevanza de la contabilidad,
etc.).
b) El Código de Comercio contempla la administración de la sociedad colectiva desde tres planos distintos: cuantitativo,
funcional y estructural.
(i) Desde el punto de vista cuantitativo, la administración puede encomendarse a todos los socios o reservarse a una
parte de ellos. Si el contrato guarda silencio sobre el particular, la administración corresponderá a todos, incluidos los
socios industriales, es decir, aquellos que aportan su trabajo a la sociedad (ex art. 129 C. de C.). En efecto, el artículo
138 del Código de Comercio no excluye al socio industrial de la administración de la sociedad colectiva; sólo establece
para éste una obligación de no concurrencia.
(ii) Desde el punto de vista funcional, la administración confiada a una pluralidad de socios puede organizarse de forma
conjunta o separada. El sistema de administración conjunta tiene que pactarse expresamente y exige que los socios
se pongan de acuerdo para todo acto o contrato que interese a la compañía. La adopción de acuerdos requiere, en
principio, la unanimidad. Si falta, la actuación de los gestores no vincula a la sociedad al tratarse de acto realizado sin
poder (art. 1259.II CC). Si nada se pacta, la administración será separada o solidaria: cada administrador tendrá
competencia para gestionar, sin más limitaciones que el derecho de oposición de los demás socios administradores
(arts. 1693 y 1695 CC y art. 130 C. de C.), y ello en aras del principio de igualdad, que impide que en la gestión un socio
pueda imponer a otro sus criterios (art. 130 C. de C.). El ejercicio del derecho de oposición presupone la información.
El cumplimiento de la carga de informar a los demás socios sólo se excusa en los casos de urgencia (art. 1694 CC,
analógicamente). La actuación de los gestores en contra del veto constituye un abuso de poder y no afecta a los
terceros de buena fe (por ej., al proveedor que contrata con la sociedad y que desconoce la oposición de algunos
administradores). El administrador incumplidor deberá indemnizar a la sociedad el daño ocasionado por su
comportamiento abusivo y su incumplimiento será causa de remoción.
(iii) Desde el punto de vista estructural, la administración puede ser privativa (nombramiento de personas), no privativa
(nombramiento para cargos) o legal (administradores natos). La administración privativa atribuye mediante pacto
expreso a uno o varios socios el derecho de administrar la sociedad. Por lo general, esto se hace en el contrato de
sociedad (art. 132 C. de C.). La especialidad de la administración privativa reside en que se atribuye al socio designado
un monopolio o derecho de exclusiva sobre la administración, que excluye al resto de los socios de la gestión social y
les prohíbe toda injerencia en la misma (art. 131 C. de C.). La posición de los administradores privativos es
constitucional: nace del propio contrato y, por tal motivo, se halla sometida al principio de intangibilidad de los pactos.
Esto significa que la posición de administrador sólo puede ser puesta en entredicho mediante la modificación del
contrato social o la designación de un coadministrador o la exclusión del socio de la sociedad en caso de
incumplimiento de su función de administrar (art. 132 C. de C.).
La administración funcional o no privativa configura la gestión de la sociedad como un cargo o como una función para cuyo
cumplimiento los socios se reservan la facultad de libre designación. Habrá, entonces, que entender que la administración es
funcional cuando los administradores se nombren con posterioridad al otorgamiento del contrato de sociedad (art. 1692 CC
y art. 132 C. de C. a contrario). Sin embargo, nada impide que se designen en el contrato social siempre que se revele tal
circunstancia (p. ej., cuando se deduzca del contrato que lo esencial no son las personas elegidas sino la configuración de los
cargos). La administración funcional se caracteriza por la inestabilidad de los administradores, que pueden ser revocados en
cualquier momento, y por su falta de autonomía respecto de los demás socios, que podrán darles instrucciones en el
desempeño de sus tareas.
La administración legal, en fin, constituye el régimen supletorio: a falta de pacto, todos los socios son administradores (art.
129 C. de C.). Al igual que la administración privativa, la administración legal es constitucional. En este caso, es la ley la que
atribuye a los socios de modo originario el derecho a administrar la sociedad, y de ahí que en el caso de una sociedad colectiva
irregular, cualquier socio pueda vincular a la sociedad frente a un tercero de buena fe aunque el régimen de administración
previsto en el contrato sea otro (art. 21 C. de C.).
2. RÉGIMEN JURÍDICO
a) Las normas del Código de Comercio en materia de administración son dispositivas: pueden ser alteradas por los
contratantes (art. 121 C. de C.). De ese modo, el principio del intuitu personae no sirve para limitar las posibilidades de
designar administrador a un extraño. Tampoco sirve el argumento de que, siendo los socios quienes responden
ilimitadamente del endeudamiento social, son ellos también quienes han de tener la iniciativa en la gestión. Tanto la
revocabilidad como la posibilidad de dar instrucciones precisas permiten a los socios controlar de forma efectiva tal riesgo
si la administración se confiara a un extraño. Es decir, a través de un sistema de administración funcional se haría posible
que los administradores pudieran no ser socios de la sociedad.
b) Los poderes de los administradores son, en principio, ilimitados dentro del objeto social, pero no pueden traspasar éste
en su actuación. Así, no pueden realizar actos ajenos o contrarios al mismo. Los poderes de los administradores son
limitables cuantitativa y cualitativamente, siempre que ello no entrañe vaciarlos prácticamente de contenido. En todo
caso, los límites sólo tienen eficacia interna; no son, pues, oponibles a terceros (v. infra § 4.II).
La administración tiene que desempeñarse personalmente, aunque los administradores puedan servirse de auxiliares en su
desarrollo. Deberán también rendir cuentas de su gestión a los socios (art. 1720 CC, analógicamente). Desde la perspectiva
del socio, es un derecho que les corresponde frente a los administradores; desde la perspectiva de los administradores, se
trata de una obligación personal que cada administrador contrae por su actividad.
Los administradores han de desempeñar su cargo con la diligencia de un ordenado empresario (art. 225 LSC). Su estándar
de culpabilidad se define expresamente en el artículo 144 del Código de Comercio, donde se exige que concurra dolo o culpa
grave. Eso significa que los administradores no se responsabilizan por los actos cometidos mediando culpa leve o normal.
Esta falta de responsabilidad por culpa leve se justifica por la necesidad de aliviar la responsabilidad de los administradores,
pues, de otro modo, se dificultaría el proceso ordinario de toma de decisiones en un ámbito, como el económico, donde no
existe una lex artis consolidada y donde es preciso no poner cortapisas a la innovación y toma de riesgos.
Todos los administradores a los que sea imputable la actuación reprochable responden solidariamente ante la sociedad, dada
la conexión interna que existe entre las tareas que prestan. Ahora bien, los administradores a los que no sea imputable el
acto no responden. Para ejercitar la acción de responsabilidad están legitimados tanto los administradores inocentes, pues
se trata de una acción destinada a reintegrar el patrimonio social, como los propios socios que actúen en interés de la
sociedad (actio pro socio).
La retribución de los administradores se fijará en el contrato. Si nada se dice, habrá que distinguir entre administradores
constitucionales y funcionales. Los constitucionales no recibirán en principio retribución, pues su actuación forma parte de
su deber de aportación. Los funcionales se rigen en este punto por las reglas del mandato (art. 1711 CC).
III. POSICIÓN DEL SOCIO EN LA SOCIEDAD
1. PARTICIPACIÓN DE LOS SOCIOS EN LA VIDA SOCIAL
a) En la vida de la sociedad el protagonismo corresponde a los administradores. Pero existen muchos supuestos en que las
decisiones a adoptar reclaman la colaboración de los socios. Aunque no existe procedimiento preestablecido para la
formación de la voluntad social, se ha de admitir cualquier forma de agregación de las voluntades individuales, sea
mediante declaración escrita, sea de palabra o incluso mediante hechos concluyentes (v. Res. DGRN de 2 de noviembre
de 1975). El acuerdo quedará cerrado cuando reciba la última declaración de voluntad; entre tanto, cada socio podrá
revocar la ya emitida (art. 1262 CC, analógicamente). A falta de previsión en el contrato, los acuerdos habrán de adoptarse
por unanimidad. Para participar en este proceso de formación de la voluntad social a cada socio le corresponde un voto,
que salvo pacto en contrario habrá de ejercitarse personalmente.
Los socios tienen reconocido un derecho de información (arts. 133 y 173 C. de C.), que equivale a un derecho de
inspección o examen. De este modo, pueden comprobar el «estado de la administración y de la contabilidad», lo que en
la práctica significa inspeccionar las dependencias de la sociedad y revisar toda la documentación, incluidos los
justificantes contables. Cuando la información solicitada no pueda obtenerse del soporte documental y contable, los
socios pueden preguntar a los administradores para obtener las aclaraciones pertinentes.
b) La participación en una sociedad colectiva limita en alguna medida las actividades que cada socio puede realizar fuera de
la sociedad. El deber de fidelidad a la sociedad les prohíbe obtener ventajas propias a costa del sacrificio de la sociedad
y, más concretamente, les obliga a abstenerse de competir con la sociedad (arts. 137 y 138 C. de C.). Desde el punto de
vista objetivo, este deber de abstención ha de entenderse limitado al mercado material y geográficamente relevante para
la sociedad. Eso significa que el socio podrá realizar actos que pertenezcan al objeto social cuando no compitan
efectivamente con la actividad social por no coincidir, por ejemplo, con su ámbito territorial. Desde el punto de vista
subjetivo, la obligación de no competencia obliga a todos los socios, sean o no administradores. La especialidad prevista
en el artículo 138 del Código de Comercio para los «socios industriales» no se explica en función del deber de no
competencia, sino en función de deber de aportación, que configura la prestación de sus servicios a la sociedad en
régimen de dedicación exclusiva.
Las sanciones por infracción de la obligación de no competencia son tres: exclusión del socio (art. 218.5 C. de C.),
devolución del enriquecimiento injusto, que consiste en la transferencia a la sociedad de los beneficios obtenidos por las
operaciones infractoras, e indemnización de daños y perjuicios (art. 144 C. de C.).
La configuración del deber de no competencia es enteramente dispositiva. Puede incluso ampliarse hasta afectar a los
socios más allá de su pertenencia a la sociedad. Tal posibilidad debe admitirse siempre y cuando se establezca de manera
razonable para satisfacer el interés de la sociedad a que el socio saliente no arrastre parte del valor del llamado goodwill
empresarial.
Finalmente, hay que señalar que estos pactos constituyen acuerdos restrictivos de la competencia (Res. TDC de 20 de
junio de 1963). El artículo 2 de la Ley de Defensa de la Competencia los ha dejado fuera de su ámbito de aplicación y hay
razones para ello. Se trata de previsiones contractuales implícitas sin las cuales la sociedad colectiva, por la fuerte
integración personal entre sus miembros, no podría ser una organización eficiente.
c) La posición del socio en la sociedad depende de la medida de su parte o participación. Salvo pacto en contrario, las
participaciones sociales se configuran en función de cada socio y, por ello, son divisibles y no acumulables (un socio
puede transmitir su participación escindida dando lugar a dos partes; puede comprar una parte de otro socio y ésta acrece
a la primera). Existe, pues, una única participación por socio, que a falta de modificación del contrato, es permanente. La
función de la participación social es determinar la posición relativa de cada socio dentro de la sociedad y, en esa medida,
refleja el grado de influencia de cada socio en la determinación de la vida social (derechos administrativos) y la cuota que
le corresponde en sus rendimientos (derechos económicos). El Derecho codificado establece la distribución igualitaria o
«por cabezas» de los derechos administrativos (todos tienen derecho a administrar o a votar: «un hombre un voto») y
una capitalista, esto es, en función de la parte de capital, de los económicos: el reparto de beneficios y cuota de
liquidación. Ahora bien, nada obsta a que contractualmente se pueda establecer un régimen distinto.
La parte de capital se representa mediante una cifra expresiva del valor que corresponde a cada socio en el capital
formado por las aportaciones. En principio, coinciden parte de capital de cada socio y el valor de su aportación; pero no
necesariamente tienen que coincidir, pues el valor asignado a cada aportación no ha de coincidir con su valor real. A
diferencia de lo que sucede en las sociedades de capital, las partes son libres de asignarle el valor que tengan por
conveniente dentro de los límites derivados de las normas de contabilidad.
2. LA DISTRIBUCIÓN DE PÉRDIDAS Y GANANCIAS
a) El Código de Comercio establece los criterios, pero no un procedimiento para la distribución de pérdidas y ganancias en la
sociedad. La regla coherente con la buena fe y con los usos resulta ser el reparto por ejercicios económicos. A falta de
otra previsión, tendrán que considerarse anuales y coincidentes con el calendario general (art. 26 LSC).
La determinación del resultado se ha de hacer mediante la formulación de un balance y de una cuenta de explotación. Su
confección tendrá que realizarse con arreglo a la normativa contable general (arts. 35 a 39 C. de C. y disposiciones de
desarrollo) cuando la sociedad colectiva esté sujeta al deber de contabilidad propio del estatuto del comerciante. La
formulación del balance es responsabilidad de los administradores. No obstante, para que surta efectos ha de ser
aprobado por el conjunto de socios y, salvo que el contrato haya dispuesto otra cosa, la aprobación requiere la
unanimidad. Los socios no sólo están facultados para aprobar el balance, sino que vienen obligados a hacerlo. La infracción
injustificada de tal deber (p. ej., a resultas de prácticas obstruccionistas, abstencionistas, etc.) puede ser fuente de
responsabilidad contractual (art. 144 C. de C.). En el caso de que el balance no llegue a ser aprobado por los socios, puede
ser homologado judicialmente (STS de 14 de diciembre de 1994). Además, los socios se encuentran obligados a firmar el
balance (art. 37.2 C. de C.). Se trata de una obligación externa cuyo cumplimiento o incumplimiento en nada afecta a la
validez del balance aprobado.
El balance aprobado pondrá de manifiesto cuál ha sido el resultado del ejercicio para la sociedad; esto es, si ha habido
ganancias o pérdidas. La distribución del beneficio no requiere ulterior acuerdo de aplicación del resultado. La simple
aprobación del balance y cuenta de explotación implica el nacimiento a favor de los socios de su derecho concreto al
beneficio de inmediata exigibilidad. Naturalmente, se podrán constituir reservas voluntarias, pero para ello precisan la
unanimidad. Salvo disposición contraria del contrato, los beneficios no pueden atesorarse contra la oposición de uno sólo
de los socios.
A diferencia del beneficio, las pérdidas sólo se distribuyen en el momento final de la liquidación de la sociedad. Esto es
tanto como decir que los socios no vienen obligados a cubrirlas periódicamente.
b) El beneficio se distribuye entre los socios de capital «a prorrata de la porción de interés que cada cual tuviere en la
compañía». Se consagra, así, el principio de proporcionalidad entre beneficios y participación en el capital (arts. 140 C. de
C. y 1689.II CC). El socio industrial, que aporta sólo su trabajo, se sujeta a un régimen especial: salvo pacto en contrario,
se le asigna una cuota de participación equivalente a la del socio capitalista que menos haya aportado. Esta norma es
claro exponente del trato privilegiado que dispensa el legislador al factor capital respecto del trabajo. Si toda la sociedad
estuviera integrada por socios industriales (por ej., una sociedad entre abogados), hay que entender que, a falta de pacto,
el problema tendría que ser resuelto por el juez. Éste habrá de fijar un criterio de reparto según equidad que integraría el
contenido del contrato de sociedad (art. 1258 CC).
Salvo pacto en contrario, la distribución de pérdidas entre los socios de capital se rige por los mismos patrones que la
distribución de beneficios (art. 141.I C. de C.). Los socios industriales no participan en las pérdidas, esto sólo quiere decir
que no están obligados frente a sus consocios en sus relaciones internas a cubrirlas. No quiere decir que no respondan
ilimitadamente frente a terceros ni que no participen en el riesgo de la empresa (art. 141.II C. de C.). En este último sentido
hay que tener en cuenta que los socios industriales pierden la renta que podrían haber obtenido alternativamente si
hubieran prestado sus servicios en otro lugar (ingreso de oportunidad). Si las pérdidas de la sociedad son mayores que el
capital, surge un deber de nivelación o contribución para los socios del que queda eximido el socio de industria.
Los pactos a los que puedan llegar los socios en materia de distribución de pérdidas y ganancias no tienen más límites
que los generales y los derivados de la prohibición de pactos leoninos, esto es, de aquellos pactos que excluyan
injustificadamente de las pérdidas o de las ganancias a alguno de los socios (art. 1691 CC).
c) El Código de Comercio contempla en varios preceptos la posibilidad de que en el contrato se prevea la asignación a los
socios de una cantidad para sus gastos particulares, que se detraerá de la caja social a lo largo del ejercicio (arts. 125.VI y
139 C. de C.). Estas reglas tienen su lógica desde la comprensión de la sociedad colectiva como una comunidad de trabajo.
Las cantidades así detraídas tendrán la consideración de anticipo o dividendo a cuenta de beneficios futuros.
IV. RELACIONES EXTERNAS DE LA SOCIEDAD COLECTIVA: REPRESENTACIÓN Y RESPONSABILIDAD
1. LA FIRMA O RAZÓN SOCIAL
La función de la denominación social es proporcionar un nombre a la sociedad que permita identificarla como persona jurídica
y, por lo tanto, como sujeto responsable. La denominación, en el caso de la sociedad colectiva, persigue una finalidad
adicional, que es facilitar la identificación de los socios. De ahí que imperativamente se configure como denominación
subjetiva: la razón social debe formarse con «el nombre de todos los socios de algunos de ellos o de uno solo», debiéndose
añadir en estos casos la mención «y compañía» (arts. 126.I C. de C. y 400 RRM). El ordenamiento cuida especialmente de que
la razón social sea exacta y veraz, prohibiendo que se incluya o siga incluido en ella el nombre de la persona que no pertenezca
a la sociedad (art. 401 RRM). Quienes no perteneciendo a la compañía permitan ser incluidos en la razón social, quedarán
sujetos a responsabilidad solidaria por las deudas sociales, sin perjuicio de la penal que pueda derivarse de dicha práctica
(art. 126.III C. de C.). La gravedad de sanción se explica porque la sociedad se beneficia del crédito de que gozan los socios, y
los terceros que cuentan con la responsabilidad ilimitada de éstos resultarían defraudados si, girando la sociedad bajo el
nombre de personas extrañas a ella, no se les impusiera la responsabilidad peculiar del socio. La responsabilidad sólo podrá
ser exigida por los terceros de buena fe.
2. LA REPRESENTACIÓN EN LA SOCIEDAD
a) La regla general es que, a falta de pacto, la representación corresponde al socio encargado de la administración.
Asimismo, y salvo disposición diversa del contrato, las características de la posición del administrador –constitucional o
funcional– y del sistema de administración –conjunta, separada, única, etc.– han de predicarse también de la
representación. Lo anterior significa que el modelo legal de representación equivale al modelo legal de administración:
representación separada de todos los socios. Cada socio puede, entonces, por sí solo obligar a la sociedad y el derecho
de oposición no afecta a la validez de los actos celebrados con terceros (art. 130 C. de C. in fine). Ahora bien, si se ha
pactado en el contrato un modelo de administración distinto, la representación habrá de sujetarse a él. Cabe, incluso, que
en el contrato se quiebre la correspondencia entre administración y representación. Para que todas estas modificaciones
contractuales puedan ser opuestas a terceros deberán figurar en el Registro Mercantil.
b) El ámbito del poder de representación se circunscribe al objeto social y dentro de él es ilimitado. Si los
administradores tienen por cometido gestionar el fin social parece lógico que los poderes de representación que se les
atribuyan deban cubrir los actos necesarios para realizarlo. En cuanto a la posibilidad de limitar el poder de representación
hay que distinguir entre esfera externa e interna. En la primera, estas limitaciones carecen de toda virtualidad: los terceros
pueden confiar válidamente en la capacidad del administrador de obligar a la sociedad en todo el ámbito del objeto social;
se favorece así la seguridad del tráfico. En cambio, en el orden interno estas limitaciones sí tienen eficacia: el
administrador que las viole responderá frente a la sociedad por su incumplimiento.
c) Para que la sociedad quede vinculada deberá existir además contemplatio domini, esto es, que el administrador
manifieste que actúa en nombre de la sociedad. La contemplatio puede ser expresa o tácita. Ahora bien, los
administradores también pueden actuar en nombre propio y por cuenta de la sociedad (art. 1698.II CC ab initio). En tal
caso su actuación producirá los efectos de la representación indirecta, que es también representación. Esto significa que
los terceros no tienen acción frente a la sociedad (art. 1717.II CC) y que el obligado a cumplir es el administrador. Ahora
bien, la sociedad deberá dejarlo indemne, pues las obligaciones contraídas frente a terceros por cuenta de la sociedad
constituyen gastos de la sociedad.
3. LA RESPONSABILIDAD DE LOS SOCIOS
a) La nota definitoria de la sociedad colectiva es el riguroso régimen de responsabilidad de los socios por las deudas sociales
(art. 127 C. de C.). Es una responsabilidad ilimitada: no está circunscrita a la aportación, sino que puede hacerse efectiva
sobre todos los bienes presentes y futuros del socio (art. 1911 CC). Es, además, una responsabilidad que recae sobre todos
los socios, incluido el socio industrial. En contra de lo anterior no puede invocarse la literalidad de los artículos 141 y 138
del Código de Comercio, pues el primer precepto está regulando la distribución de pérdidas y no la responsabilidad de los
socios industriales, mientras que el segundo, como ya hemos visto, no sirve para excluir al socio industrial de la
administración de la sociedad ni, por lo tanto, para exonerarle de cualquier responsabilidad.
También responden de las deudas sociales los socios entrantes y salientes. Los socios entrantes responden por las deudas
anteriores a su ingreso en la sociedad, pues la estructura de este tipo social no permite separar relaciones jurídicas para
anudarlas a socios determinados. Por su parte, los socios salientes responden en todo caso de las deudas anteriores al
momento en que se produce su cese, pues otra solución –que pasa por el cambio del deudor– no es posible sin el
consentimiento de los acreedores (ex art. 1205 CC). También responden de las deudas posteriores cuando hayan sido
contraídas por terceros de buena fe (desconocedores de su cese), en el período que va desde su baja hasta que esa
circunstancia sea oponible con su inscripción en el Registro Mercantil.
b) La responsabilidad de los socios colectivos es una responsabilidad subsidiaria, provisional y solidaria.
(i) Como es subsidiaria, los acreedores no pueden proceder contra el socio sin haberlo hecho antes contra la sociedad y
acreditado su insuficiencia patrimonial para hacer frente a la obligación. Goza, pues, el socio del llamado así beneficio
de excusión, salvo en el caso del gestor de la sociedad irregular, que responde solidariamente con la sociedad de las
deudas sociales (art. 120 C. de C.).
(ii) La responsabilidad del socio colectivo es provisional. En el orden interno, la responsabilidad corresponde
exclusivamente a la sociedad. De hecho, el socio que satisface las obligaciones sociales goza de un derecho propio de
regreso frente a la sociedad (art. 142 C. de C.). Asimismo, podría subrogarse en la posición del acreedor para reclamar
el pago a la sociedad (arts. 1210.3 y 1839 CC, analógicamente). Ahora bien, no desconocemos que una vez acreditada
la insuficiencia del patrimonio social, es probable que a los socios no les sea de utilidad regresar contra la sociedad y
que lo hagan frente a sus consocios por la parte de cada uno.
(iii) En punto a la solidaridad, la disciplina aplicable es la general de la solidaridad pasiva. El efecto más importante es el
contemplado en el artículo 127 del Código de Comercio: la posibilidad que se le abre al acreedor de reclamar de cada
socio el cumplimiento íntegro de la deuda social (art. 1137 CC). En el ejercicio de la reclamación el acreedor puede
dirigir su acción contra todos los socios simultáneamente, pero no está obligado a ello y goza de ius electionis.
El socio que ha satisfecho la deuda de la sociedad puede regresar frente a sus consocios pro quota (arts. 1145.II y 1844 CC).
La cuota que ha de satisfacer cada uno es igualitaria, a no ser que el contrato haya establecido otra medida para la
participación en las pérdidas. En caso de insolvencia de uno de los socios, la cuota a satisfacer se acrecienta en la misma
proporción a fin de suplir al fallido.
V. CAMBIO DE SOCIOS
1. LA TRANSMISIÓN DE LA PARTE DE SOCIO
a) Las vías de ingreso de nuevos socios en la sociedad colectiva son en esencia dos: inter vivos, el contrato de admisión, y
mortis causa, la sucesión.
(i) Inter vivos, el ingreso de nuevos socios requiere el consentimiento de los antiguos (art. 149 C. de C.). Normalmente se
expresará en el contrato de admisión celebrado entre el socio entrante y los demás. El contrato de sociedad puede
prever condiciones más flexibles para el ingreso de nuevos socios. Así, nada obsta que se someta al principio mayoritario
e incluso se atribuya a uno o varios socios la potestad de decidir sobre la admisión.
(ii) El ingreso de un nuevo socio también puede tener lugar por sucesión hereditaria, si el contrato de sociedad ha previsto
que en caso de muerte de uno de los socios, la sociedad continúe con sus herederos (art. 222.1 C. de C.). En tal caso, los
herederos ingresan automáticamente en la sociedad sin declaración de voluntad de ellos ni de los anteriores socios.
En ambos casos, el nuevo socio ingresa con todos los derechos y obligaciones que le corresponden como tal. Los derechos
que no se distribuyen por cabezas (v. gr.: los económicos) se calcularán en función de su aportación (arts. 140 y 141 C. de
C.).
b) En ocasiones, la entrada de un socio coincide con la salida de otro. Tal operación puede llevarse a cabo bien a través de un
doble contrato celebrado por el saliente y el entrante con el resto, bien a través de la transmisión de la condición de socio.
En el primer caso, la sustitución del socio antiguo por el nuevo se produce a través de un contrato de admisión entre el
socio entrante y los demás socios, que se acompaña de un contrato entre el saliente y la sociedad por el que se extinguen
así los vínculos con ella. El socio entrante adquiere ex novo su condición de tal y, salvo prescripción diversa, las vicisitudes
de uno y otro contrato son independientes. En el segundo caso, la sustitución de un socio por otro se lleva a cabo a través
de una auténtica transmisión de la condición de socio celebrada entre saliente y entrante. Es lo más frecuente en la
práctica, ya que la condición de socio no es esencialmente intransmisible. El intuitu personae impone ciertos
condicionantes, especialmente, el consentimiento de los demás socios, pero cumplidos éstos no hay dificultad en
admitirla. En este caso, el socio entrante pasa a ocupar la posición del saliente con todas sus peculiaridades (v. gr.:
proporcionalidad en la participación), excepción hecha de las personalísimas.
2. LA DISOLUCIÓN PARCIAL DE LA SOCIEDAD
a) La salida de un socio provoca la extinción del vínculo societario con los demás. Al margen de la transmisión, el cauce para
hacer efectiva la baja de socio es la disolución parcial de la sociedad.
En las primeras etapas de su desarrollo, el Derecho de sociedades sólo conocía la disolución total: el contrato se veía como
una unidad indivisible y las vicisitudes que afectaban a una de las partes se comunicaban a la totalidad. La organización
quedaba sujeta a un elevado riesgo de inestabilidad: cualquier circunstancia que impidiese a un socio permanecer en la
sociedad determinaba inexorablemente su desaparición y, con ella, la de los activos intangibles afectos a la empresa en
funcionamiento (reputación, capital humano, etc.). Los perjuicios a ello inherentes estimularon la reconversión de las
causas legales de disolución total en causas de disolución parcial. Ésta no afecta a la identidad de la sociedad, cuya
personalidad jurídica y entramado contractual subsisten entre los socios que permanecen. Único efecto es la amortización
de la participación del socio saliente, al que se le liquida su cuota, a partir de cuyo momento queda desvinculado de la
sociedad.
b) Al margen del acuerdo contractual entre el socio y los que permanecen, en la disolución parcial podemos distinguir dos
figuras: la exclusión (que se produce forzosamente en virtud del acuerdo de los socios que permanecen), y la separación
(que tiene lugar en virtud de la voluntad del socio saliente).
(i) En la primera modalidad, el socio afectado resulta separado forzosamente de la sociedad (art. 218 C. de C.). Las
causas de exclusión se fundan en el incumplimiento por el socio de sus obligaciones sociales generales [p. ej.,
infracción del deber de aportar (art. 218.4 C. de C.), de no hacer competencia a la sociedad (art. 218.5 C. de C.), de no
usar para fines propios los fondos ni la firma social (art. 218.1 C. de C. y STS de 16 de julio de 1992), de administrar
lealmente (art. 218.3 C. de C.)], o de las particulares [p. ej., deber de no injerencia en las tareas administrativas (art.
218.2 C. de C.), o el de no ausentarse cuando estuviere obligado a prestar «oficios personales» (art. 218.6 C. de C.)].
Dada la gravedad de la sanción, la exclusión no puede predicarse de cualquier incumplimiento: es preciso que sea
grave. El sistema de causas de exclusión se cierra con una general de exclusión por justos motivos. En ella tiene cabida
cualquier comportamiento o circunstancia personal que determine la puesta en peligro del fin común o que de
cualquier modo haga inexigible para los demás su permanencia en la sociedad. Su fundamento legal reside en la buena
fe, y más concretamente, en el deber de fidelidad que, como sabemos, es su traducción en el Derecho de sociedades.
Éste exige que los socios acepten ser excluidos cuando en sus personas concurren circunstancias que ponen en peligro
la consecución del fin común.
(ii) La segunda modalidad de disolución parcial contemplada en el Código de Comercio es el derecho de separación (art.
225 C. de C.), en cuya virtud el socio queda facultado para denunciar unilateralmente su relación con la sociedad por
las mismas razones por las que puede disolver (totalmente) la sociedad. Así, podrá abandonarla cuando lo estime
oportuno (si ha sido concertada por tiempo indefinido) o cuando medie justo motivo (si ha sido contraída por tiempo
determinado). La asignación a los socios de un derecho de separación evita la disolución total y permite su subsistencia
entre los socios que deseen permanecer en ella. Por eso ha de verse como una restricción del derecho del socio a
disolver la sociedad cuando concurra causa legítima para ello. La defectuosa regulación del derecho de separación en
el Código de Comercio –limitada a la alternativa establecida en el art. 225 entre separación y disolución total– aconseja
su previsión en el contrato de sociedad. Para ello es necesario que en éste se reconozca a los socios la posibilidad de
sustituir la disolución total por la separación en el momento en que concurra causa de disolución.
VI. DISOLUCIÓN Y LIQUIDACIÓN DE LA SOCIEDAD COLECTIVA
1. LA DISOLUCIÓN
a) La disolución es el comienzo del fin de la sociedad: es el momento en que se abre el proceso extintivo de la organización
y de las relaciones obligatorias puestas en pie por el contrato de sociedad. Ahora bien, las sociedades no se extinguen
uno actu. La extinción propiamente dicha no se produce hasta el momento en que se han realizado todas las operaciones
necesarias para desvincular a la sociedad del tráfico en el que se halla inserta. Por ello, dentro del proceso extintivo hemos
de diferenciar tres momentos: la disolución, que consiste en la concurrencia de una causa que determina la apertura de
la liquidación; la liquidación, que es el proceso a través del cual se libera a los socios y al patrimonio social de los vínculos
contraídos con motivo de la sociedad; y la extinción en sentido estricto, que se produce al cierre de la liquidación, con
la distribución del remanente, si lo hubiera, entre los socios.
La disolución no provoca ninguna alteración en la naturaleza de la sociedad. La sociedad permanece con su misma
personalidad jurídica. Lo mismo ocurre con sus relaciones jurídicas internas: continúan vigentes las normas legales y
contractuales que gobiernan la sociedad sin más modificaciones o adaptaciones que las que sean secuela del cambio de
objeto (p. ej., subsiste el deber de fidelidad, aunque reestructurado conforme al nuevo fin; el derecho de reparto de los beneficios
decae; no pueden exigirse las aportaciones pendientes, salvo que éstas sean necesarias para cancelar el pasivo de la sociedad.). La
sociedad disuelta subsiste durante el proceso de liquidación, pues simplemente ha cambiado su objeto. No hay, por ello,
dificultad para revocar la disolución a través de nuevo acuerdo que restablezca el fin de explotación primitivo u otro
similar. Para ello son precisas algunas condiciones: en primer lugar, la remoción del hecho o circunstancia que ha
provocado la disolución, para lo cual será preciso el acuerdo unánime de los socios; y, en segundo lugar, que no se haya
repartido el patrimonio social, porque si el proceso de liquidación está cerrado y el remanente dividido, no es posible la
reactivación.
b) Los artículos 221 a 224 del Código de Comercio contienen una lista meramente enunciativa de motivos de disolución.
En este elenco faltan algunas causas que necesariamente han de considerarse disolutorias y que, en consecuencia, han
de ser tomadas en consideración para completarlo: por ejemplo, el acuerdo unánime de los socios de disolver la sociedad;
o la reunión en una sola mano de todas las participaciones sociales que hace desaparecer un elemento esencial de la
sociedad colectiva, la pluralidad de socios. La lista de causas de disolución es de derecho dispositivo: no hay duda de
que las partes pueden introducir nuevas causas de disolución. La dificultad está en determinar si se pueden suprimir las
ya existentes. En principio, no pueden excluirse las causas objetivas contempladas en el artículo 221 del Código de
Comercio, pero sí las subjetivas previstas en los artículos 222 y 224 (muerte, incapacidad o quiebra del socio, así como la
denuncia unilateral). Éstas se convertirán, en unos casos en motivos de exclusión (art. 222 C. de C.) y en otros en motivo
de separación (art. 224 C. de C.).
Las causas de disolución sólo operarán automáticamente cuando su concurrencia pueda acreditarse de manera fehaciente
e indubitada (por ej., la muerte del socio, mediante el certificado del Registro Civil; el transcurso del plazo de duración,
por simple consulta al almanaque).
c) Las causas de disolución se agrupan en dos categorías: objetivas y subjetivas. Son causas objetivas aquellas que el artículo
221 califica de comunes a todos los tipos societarios: el vencimiento del plazo, la conclusión de la empresa que constituya
su objeto y la el concurso de la sociedad. Son causas subjetivas las incluidas en los artículos 222 y 224: la muerte del
socio, la incapacidad del socio administrador, la insolvencia del socio colectivo y la denuncia unilateral de un socio.
De especial interés es el examen de la denuncia unilateral. Se trata de un derecho de poner término al vínculo societario
que corresponde a cada uno de los socios. Puede ser ordinaria y extraordinaria. La ordinaria opera en relación a las
sociedades constituidas por tiempo indeterminado y puede ejercitarse libremente. Ésta es la que contempla el artículo
224. Pero también puede ser extraordinaria y operar sólo en relación con las sociedades constituidas por tiempo
determinado si concurre justa causa [p. ej., el incumplimiento de las obligaciones sociales (art. 1707 CC)]. Ésta es una
potestad desconocida en el Código de Comercio, y por ello los socios colectivos sólo podrán recurrir a ella
subsidiariamente, esto es, cuando no se haya previsto otra solución, por ejemplo, la exclusión del socio para aquellas
circunstancias que puedan frustrar el interés negocial (p. ej., la crisis financiera de un socio no declarada, su condena
penal o un escándalo que disminuya su imagen pública).
2. LA LIQUIDACIÓN
a) La aparición de una causa de disolución determina la apertura de la liquidación de la sociedad. Su fin es desafectar el
patrimonio social para que pueda volver a los socios. No es preciso, en cambio, su desintegración (liquidación de
empresa). De ahí que pueda haber liquidación de la sociedad sin liquidación de empresa. Sus fases pueden resumirse del
siguiente modo: la primera es preparatoria y se abre automáticamente con la disolución. Su objeto es programar la
liquidación y, en su caso, transferir la función gestora a los liquidadores. Salvo disposición contraria del contrato,
desempeñarán la función de liquidadores los administradores (art. 229 C. de C.); si alguno de los socios se opusiera,
deberán resolver por mayoría acerca del nombramiento de nuevos liquidadores. Si no se alcanza acuerdo, la cuestión
deberá resolverse judicialmente (v. art. 1708 CC). La segunda fase es la de ejecución, cuyo objeto es la realización de la
actividad liquidadora en sentido estricto, que incluye las llamadas operaciones de liquidación: extinción de las relaciones
jurídicas pendientes, liquidación de pasivo y activo. Y la tercera fase es la de extinción. El procedimiento de liquidación
concluye, en efecto, con la extinción final de la sociedad. La normativa que rige la liquidación de la sociedad colectiva
(arts. 228 a 237 C. de C.), es de Derecho dispositivo y por consiguiente, puede ser sustituida libremente por los pactos
introducidos en el contrato.
b) El proceso de liquidación concluye con la división entre los socios del patrimonio neto remanente. Los liquidadores
han de rendir cuentas de la actividad llevada a cabo y del estado patrimonial resultante. El inventario o balance deberá
acompañarse de una propuesta de división o reparto. Por lo general, éste se practicará una vez realizadas las operaciones
de liquidación de activo y pasivo (art. 235 C. de C.). Pero ésta es una regla dispositiva que responde al interés de los socios
a no sufrir ulteriores reclamaciones de los acreedores sociales que, luego, les obligarían a repetir frente a sus consocios y
a soportar el riesgo de que éstos resultaran insolventes.
Efectuado el reparto y cerrada formalmente la liquidación, se extinguirá la sociedad, pues la extinción no puede
anticiparse al agotamiento de las relaciones pendientes. El hecho de que con posterioridad al cierre formal de la liquidación
se advierta la existencia de obligaciones con terceros no satisfechas (pasivo sobrevenido) no significa que haya que considerar
subsistente la sociedad. La responsabilidad de los socios es suficiente para garantizar la protección de los terceros. En el
caso de que se descubran nuevos bienes o derechos de la sociedad (activo sobrevenido), se creará una situación de
comunidad entre los socios que será preciso liquidar. Los liquidadores convertirán estos bienes en dinero y entregarán a los
socios la cuota de liquidación que les corresponda.
Si la publicidad registral de la sociedad no es constitutiva en el momento de la fundación, tampoco lo será en el momento de
la extinción. En efecto, la extinción se produce aunque no se inscriba su cancelación y puede sobrevivir aunque ésta se
inscriba.
VII. LA SOCIEDAD COMANDITARIA SIMPLE
1. INTRODUCCIÓN
a) La sociedad en comandita es, como la colectiva, una forma asociativa medieval. Su genealogía exacta es discutida: unos
la sitúan en el ámbito de las antiguas prácticas mercantiles de la «commenda» (en cuya virtud se asociaban un
comerciante o «tractator» que actuaba en nombre propio y un capitalista o «commendator» que le proporcionaba dinero
o mercancías para acometer su empresa); otros la emparentan directamente con la sociedad colectiva, de la que sería
simple fórmula evolutiva, a la que se llega por la necesidad de ofrecer a los socios de segunda generación –p. ej., los
herederos de los colectivos– una posición de riesgo limitado. Su atractivo se mantiene hasta finales del siglo XIX y
principios del XX. El declive histórico se inicia en nuestro país en el momento en que se extienden las formas societarias
que limitan la responsabilidad de todos los socios (sociedad anónima y sociedad de responsabilidad limitada). Sin
embargo, esta vieja figura todavía podría tener hoy una notable virtualidad funcional, como lo prueba la experiencia
comparada. La comanditaria de hoy ha de abrirse nuevos caminos como instrumento de evolución de las sociedades
profesionales (de hecho, algunas de las firmas más significativas en nuestro país ha adoptado esta forma), como vehículo
para el saneamiento financiero de determinadas empresas (no es dudoso que, en muchas ocasiones, es más eficiente que
los préstamos participativos o las deudas subordinadas), o como base para el desarrollo de las nuevas combinaciones de
tipos.
b) La comanditaria se nos presenta como una modificación de la colectiva, caracterizada por existir, junto a socios colectivos,
otra clase especial –los comanditarios–, que tienen limitada su responsabilidad (v. art. 148 C. de C.). Como se ha dicho, es
una sociedad colectiva con un injerto capitalista. Las características generales del tipo se resumen en tres notas.
(i) Es una sociedad personalista, es decir, su organización resulta en buena medida dependiente de las condiciones
personales de los socios colectivos y comanditarios. Nada obsta, sin embargo, para que se configure contractualmente
con los atributos propios de las formas corporativas.
(ii) Es una sociedad externa que gira en el tráfico bajo una razón social unificada. La personalidad jurídica es un atributo
esencial del tipo, de ahí que haya que reconocérsele incluso a la comanditaria irregular.
(iii) Es, por fin, una sociedad mercantil. La naturaleza mercantil se manifiesta necesariamente en el plano objetivo
(mercantilidad del tipo), pero no necesariamente en el plano subjetivo (mercantilidad del sujeto) dado que la forma
comanditaria puede ser adoptada para objetos civiles (v. art. 1670 CC).
2. LAS RELACIONES INTERNAS
a) Salvo prescripción en contrario del contrato, todos los socios, sean colectivos o comanditarios, comanditario, participan
en las ganancias y en la cuota de liquidación a prorrata de la porción de interés que tenga en la sociedad (art. 140 C. de
C.). El comanditario también participa en la distribución de las pérdidas que de soportarlas en la forma prevista en el
contrato y, en su defecto, a prorrata de su participación en el capital (art. 141 C. de C.). Pero a diferencia del socio colectivo,
no le alcanzan las pérdidas más allá de su aportación (art. 148.3 C. de C.). Al socio comanditario no se le impone la
obligación de no hacer competencia a la sociedad, tal vez por su condición de socio capitalista privado de poderes de
gestión. Pero sí está sujeto a un deber general de fidelidad, que según su intensidad, podría obligarle a no competir con
ella.
b) Ad extra, los socios comanditarios están excluidos de la gestión y de la representación de la sociedad (art. 148.IV C. de
C.). Ni siquiera pueden actuar como apoderados –generales o especiales– de los socios gestores. Pero ad intra, nada
impide que los socios comanditarios participen en la gestión de la sociedad (p. ej., estableciendo para los socios gestores
un deber de consultar previamente a los comanditarios). En contrapartida, el Código de Comercio les atribuye un derecho
de información o control, cuyo alcance puede ampliarse contractualmente [p. ej., creando un órgano de supervisión o
vigilancia (art. 150 C. de C.)].
Fuera de las actividades de administración, la intervención de los socios comanditarios es obligada en materias
constitucionales o estructurales de la sociedad (fusión, escisión, transformación, nombramiento de factor, nombramiento
o revocación de administradores, exclusión de socios, disolución, etc.). Permitir la modificación del contrato por la
exclusiva voluntad de los colectivos sería tanto como dejar a su arbitrio los derechos de los comanditarios, lo que sería
inadmisible (v. art. 1256 CC). A los comanditarios ha de reconocérseles también el derecho a participar en el resto de las
deliberaciones de los socios, incluidas las que versen sobre asuntos de gestión, y un derecho de participar en la aprobación
del balance.
c) En materia de cambio de socios, disolución y liquidación rigen, por regla general, las mismas normas aplicables a la
sociedad colectiva. Las especialidades en este punto son mínimas.
3. LAS RELACIONES EXTERNAS
La sociedad en comandita, como la colectiva, gira en el tráfico bajo una denominación subjetiva o razón social. Pero así como
la razón social de las colectivas puede formarse con el nombre de todos los socios, la de la comanditaria no puede incluir el
nombre de los comanditarios (art. 147 C. de C.). La denominación se forma exclusivamente con el «nombre de todos los
socios colectivos, de alguno de ellos o de uno solo, debiendo añadirse en estos dos últimos casos, al nombre o nombres que
se expresen, las palabras «y compañía», y en todas las demás de “sociedad en comandita”» (arts. 146 C. de C. y 365 RRM). El
comanditario que contraviniendo la prohibición legal incluya o tolere la inclusión de su nombre en la razón social «quedará
sujeto, respecto a las personas extrañas a la compañía, a las mismas responsabilidades que los gestores, sin adquirir más
derechos que los correspondientes a su calidad de comanditario» (art. 147 C. de C.). La ratio de esta regla es la misma que la
consagrada para la colectiva en el artículo 126.III del Código de Comercio.
Como en la sociedad colectiva, la facultad de representación implica la de usar la firma social y corresponde, en principio, a
todos los socios gestores. Como los comanditarios carecen de las facultades de gestión y representación, tienen también
vedado el uso de la firma.
La sociedad en comandita y sus socios colectivos están sujetos al régimen de responsabilidad que estudiamos para las
sociedades colectivas (art. 148.I C. de C.). La especialidad comanditaria reside en la limitación de responsabilidad de los
socios comanditarios. El Código establece que la responsabilidad de esta clase de socios queda limitada «a los fondos que
pusieren o se obligaran a poner en comandita» (art. 148 C. de C.). La responsabilidad no se limita por referencia a la suma
de aportación, sino a la denominada suma de responsabilidad, aunque de ordinario coincide con el valor atribuido en el
contrato a la aportación.
La responsabilidad del socio comanditario desaparece cuando realiza la aportación debida a la sociedad y ésta queda
integrada en el patrimonio de la sociedad. Esto es tanto como decir que el socio comanditario queda liberado de su
responsabilidad en la medida en que la aportación realizada cubra objetivamente el importe de la suma de responsabilidad.
La responsabilidad del socio comanditario renace cuando la aportación se retira del patrimonio social y es restituida al socio.
Esto es una consecuencia lógica de lo expuesto en el apartado anterior. La responsabilidad reaparece en el momento en que
se restituyen las aportaciones (p. ej., en el caso de la separación del socio o de su exclusión, cuando éste recibe su cuota de
liquidación).
LECCIÓN 17 LAS SOCIEDADES DE CAPITAL. ASPECTOS GENERALES
Sumario: I. Introducción 1. Las sociedades de capital. Caracterización general. Clases y régimen legal 2. Sociedad anónima,
sociedad de responsabilidad limitada y sociedad comanditaria por acciones: concepto y particularidades tipológicas A. Sociedad
anónima B. Sociedad de responsabilidad limitada C. Sociedad comanditaria por acciones 3. La sociedad anónima europea
II. Principios fundamentales 1. El capital social 2. La personalidad jurídica
III. La sociedad unipersonal 1. Concepto, función económica y clases 2. Particularidades de régimen jurídico

I. INTRODUCCIÓN
1. LAS SOCIEDADES DE CAPITAL. CARACTERIZACIÓN GENERAL. CLASES Y RÉGIMEN LEGAL
Con la expresión sociedades de capital se hace referencia a tres clases de sociedades mercantiles que, no obstante poseer
en cada caso una identidad propia derivada de ciertas peculiaridades tipológicas y de régimen jurídico, responden todas ellas
a una caracterización común frente a las denominadas sociedades personalistas o de personas.
Todas son, en efecto, sociedades capitalistas, en el sentido de que en principio no interesan en ellas las condiciones
personales de los socios, sino las aportaciones que éstos hagan a la sociedad, en función de las cuales se determina el grado
de su participación en el capital social. La configuración legal de estas sociedades descansa básicamente, por ello, en la noción
del capital social, en cuanto reflejo estatutario de la suma de los valores nominales de la participación de cada socio en la
sociedad y representativa de sus aportaciones; una noción que es distinta, como veremos, de la de patrimonio, entendido
éste como el conjunto de derechos y obligaciones de contenido económico atribuibles en cada momento a la sociedad.
Todas ellas, también, tienen su capital dividido en partes alícuotas que atribuyen a su titular la condición de socio y que,
según la clase de sociedad de que se trate, reciben una determinada denominación –acciones o participaciones sociales–,
tienen o no la consideración legal de valores «mobiliarios» o «negociables» y están sometidas a un régimen diferente en
materia de representación y transmisibilidad.
Asimismo, todas son sociedades de responsabilidad limitada, en el sentido de que el socio se obliga a aportar el importe de
las partes alícuotas del capital social que le correspondan, pero sin asumir ninguna responsabilidad personal por las deudas
sociales (excepto en el caso de los socios administradores de la sociedad comanditaria por acciones, al que posteriormente
nos referiremos). En consecuencia, los acreedores de la sociedad no pueden dirigirse contra los socios y, salvo en el caso
indicado, sólo pueden contar con el patrimonio de la propia sociedad para la satisfacción de sus créditos. De este modo, la
responsabilidad limitada permite que los socios que invierten en la sociedad no arriesguen más que el importe de sus
aportaciones o, en su caso, el que hubieran satisfecho al adquirir su participación en ella a otro socio. Además, la
responsabilidad limitada es un presupuesto esencial de la transmisibilidad de las acciones y participaciones, que pueden
circular como bienes fungibles desvinculados de la capacidad patrimonial de sus sucesivos titulares, a la vez que facilita la
concentración de las facultades de gestión en el órgano de administración, como es característico de las sociedades de
estructura corporativa como son las sociedades de capital.
Y, en fin, se trata de sociedades mercantiles cualquiera que sea el objeto al que se dediquen, conforme al criterio acogido
por el legislador de la mercantilidad por razón de la forma. Ello comporta su sometimiento al conjunto de obligaciones y
deberes que integran el estatuto jurídico del empresario e impide que puedan existir sociedades civiles que revistan
cualquiera de las formas de las sociedades de capital.
Las tres clases de sociedades de capital son la sociedad anónima (incluida la sociedad anónima europea), la sociedad de
responsabilidad limitada y la sociedad comanditaria por acciones. Hasta época reciente la regulación legal de la sociedad
anónima estaba sustancialmente contenida en el Texto refundido de la Ley de Sociedades Anónimas, aprobado por el Real
Decreto Legislativo de 22 de diciembre de 1989. Por su parte, la regulación de la sociedad de responsabilidad limitada estaba
contenida en la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada, de 23 de marzo de 1995, mientras que la disciplina legal de
la sociedad comanditaria por acciones se comprendía en los artículos 151 a 157 del Código de Comercio. Pero todas estas
disposiciones fueron sustituidas por el Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, aprobado por Real Decreto
Legislativo 1/2010, de 2 de julio (LSC), que las ha integrado en un único cuerpo legal regulador de esta clase de sociedades.
Se ha de señalar, no obstante, que el régimen legal básico aplicable a las sociedades de capital no se contiene exclusivamente
en la referida Ley de Sociedades de Capital, sino que ha de ser completado con el que para las modificaciones estructurales
(transformación, fusión, escisión y cesión global de activo y pasivo), tanto internas como transfronterizas, se establece en el
Libro primero del RDLey 5/2023, de 28 de junio (que ha venido a sustituir a la antigua Ley 3/2009 sobre Modificaciones
Estructurales de las Sociedades Mercantiles), que es de aplicación a todas las sociedades mercantiles.
Por otra parte, a ese régimen legal básico de las sociedades de capital ha de añadirse el que con cierta frecuencia viene
dispuesto por una abundante legislación especial singularmente referida, aunque no de modo exclusivo, a la sociedad
anónima y a la que la propia Ley de Sociedades de Capital (art. 3.1) reconoce prioridad de aplicación, al establecer que «las
sociedades de capital, en cuanto no se rijan por disposición legal que les sea específicamente aplicable, quedarán sometidas
a los preceptos de esta ley». De este modo, en cuanto se refiere en particular a las sociedades anónimas, para conocer con
mayor detalle su marco jurídico se ha de tener en cuenta la existencia de muchas otras disposiciones normativas de carácter
sectorial que se ocupan de tipos concretos o especiales de esta clase de sociedades (sociedades anónimas de seguros, bancos,
sociedades anónimas deportivas, sociedades de inversión colectiva, sociedades de capitalriesgo, etc.) y que las someten, por
la índole específica de su actividad o por operar en mercados intensamente regulados, a determinadas especialidades de
régimen jurídico más o menos sustantivas respecto del régimen general, al que en todo caso quedan sometidas de forma
supletoria. Lo mismo ocurre –como veremos– con las sociedades cotizadas cuyas acciones estén admitidas a cotización en
las Bolsas de Valores, que ofrecen numerosas singularidades jurídicas en su régimen societario pero que se sujetan en lo
demás a la disciplina general.
2. SOCIEDAD ANÓNIMA, SOCIEDAD DE RESPONSABILIDAD LIMITADA Y SOCIEDAD COMANDITARIA POR ACCIONES:
CONCEPTO Y PARTICULARIDADES TIPOLÓGICAS
A. Sociedad anónima
Históricamente, la sociedad anónima ha sido el modelo de sociedad de capital con mayor presencia en la actividad
económica, tanto por su especial aptitud para canalizar recursos hacia iniciativas empresariales de una cierta dimensión,
como por su mayor tradición jurídica. Hasta la promulgación de la vigente Ley de Sociedades de Capital, la regulación de la
sociedad anónima se contenía en el Texto refundido de la Ley de Sociedades Anónimas de 1989. Esta norma a su vez
refundió la vieja Ley de Sociedades Anónimas de 1951 con la Ley 19/1989, de 25 de julio, que en esencia vino a trasponer
a nuestro ordenamiento, tras la incorporación de España a la Unión Europea, las numerosas directivas europeas aprobadas
hasta entonces en materia de sociedades anónimas.
Tras la referida reforma de 1989, y como consecuencia fundamentalmente de la exigencia de un capital social mínimo para
la constitución de las sociedades anónimas (cuestión sobre la que volveremos), el grado de difusión práctica de este tipo
social se ha visto notablemente disminuido y la sociedad de responsabilidad limitada se ha convertido con diferencia en el
modelo más utilizado en el tráfico. La sociedad anónima, con todo, se presenta como el modelo de sociedad predispuesto
por el ordenamiento para atender a las peculiares exigencias organizativas y funcionales de las grandes empresas, entre las
que continúa siendo el tipo social más empleado. En particular, la sociedad anónima es la forma característica de las
sociedades cotizadas o bursátiles, que agrupan en su seno a grandes cantidades de accionistas y que por lo general
comprenden a las empresas de mayor tamaño y relevancia económica. La propia Ley de Sociedades de Capital incluye
numerosas especialidades de régimen para las «sociedades anónimas cotizadas» (Título XIV) y las concibe como un tipo
singular de sociedad anónima, en atención a sus particulares características organizativas y funcionales. Pero esto no quiere
decir, sin embargo, que en nuestro sistema la sociedad anónima no pueda ser empleada para acoger a otro tipo de empresas
de distinto tamaño o base personal, ya que la flexibilidad y ductilidad de gran parte de su régimen jurídico la convierten en
un tipo societario de gran polivalencia, que se adapta por igual a las sociedades de pocos socios (incluso uno solo, cuando
se trata de una sociedad anónima unipersonal) o de reducida trascendencia económica.
Aunque de forma incompleta o insuficiente, el propio legislador proporciona la definición de esta sociedad al decir que «en
la sociedad anónima el capital, que estará dividido en acciones, se integrará por las aportaciones de todos los socios,
quienes no responderán personalmente de las deudas sociales» (art. 1.3 LSC). Como sociedad de capital, pues, participa de
la caracterización común a todas las de esta categoría, que anteriormente ha sido descrita: sociedad capitalista, con su
capital dividido en partes alícuotas, de responsabilidad limitada y de naturaleza mercantil. Pero además, posee una
peculiaridad tipológica consistente en que esa división del capital en partes alícuotas se materializa en las acciones, que
son susceptibles de representación «por medio de títulos o por medio de anotaciones en cuenta» (art. 92.1 LSC) o incluso
mediante «sistemas basados en tecnología de registros distribuidos» [art. 23. d) LSC], que en principio son libremente
transmisibles (lo que explica la habitual caracterización de la anónima como el paradigma de sociedad abierta) y que tienen
la consideración legal de valores mobiliarios (art. 92.1 LSC) o valores negociables, lo que las diferencia de forma significativa
–como veremos– de las participaciones de la sociedad de responsabilidad limitada. Esto explica la especial aptitud de la
sociedad anónima para agrupar cantidades ingentes de recursos de una multitud de inversores, pues la consideración de
las acciones como valores mobiliarios junto a la ausencia de responsabilidad de los accionistas por las deudas sociales la
convierten en el tipo idóneo para operar y financiarse a través de los mercados de valores. Así ocurre en particular cuando
las acciones sean admitidas a negociación en un mercado regulado de valores, como sería el caso de las Bolsas de Valores,
en cuyo caso la sociedad tendría la consideración legal de sociedad cotizada (art. 495.1 LSC) y quedaría sometida al régimen
especial previsto para estas sociedades.
B. Sociedad de responsabilidad limitada
A diferencia de la sociedad anónima, cuyos orígenes se sitúan por la doctrina en las compañías coloniales del siglo XVII, la
sociedad de responsabilidad limitada surge en la segunda mitad del siglo XIX como una forma social esencialmente
orientada a proporcionar a las empresas de pequeña o mediana dimensión económica un modelo societario alternativo al
de aquélla, en el que con una mayor simplicidad y flexibilidad organizativa se mantuviera inalterado el principio de la
responsabilidad limitada de los socios. Sin embargo, esta forma social no obtuvo carta de naturaleza en nuestro
ordenamiento hasta la promulgación de la Ley de 17 de julio de 1953, posteriormente sustituida por la Ley de 23 de marzo
de 1995, que con diversas modificaciones se ha mantenido vigente hasta la integración de su contenido en el Texto
refundido de la Ley de Sociedades de Capital anteriormente mencionado.
También de forma incompleta o insuficiente, la Ley proporciona un concepto de esta sociedad al establecer que «en la
sociedad de responsabilidad limitada, el capital, que estará dividido en participaciones sociales, se integrará por las
aportaciones de todos los socios, quienes no responderán personalmente de las deudas sociales» (art. 1.2 LSC). Se trata,
pues, de una forma social que igualmente participa de las características comunes a todas las sociedades de capital ya
mencionadas. No obstante, se ha de señalar que en su configuración legal se advierte una mayor consideración de la figura
del socio, que se manifiesta en la presencia o influencia de algunas reglas o principios característicos de las sociedades
personalistas y que permite situar a la sociedad limitada en una cierta posición intermedia entre éstas y la sociedad
anónima, como prototipo de sociedad capitalista. Reflejo de esta caracterización es la exigencia de que su capital esté
dividido en partes alícuotas, denominadas participaciones sociales, que no tienen la condición de valores mobiliarios y
que –como también dice la LSC– «no podrán estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta, ni
denominarse acciones, y en ningún caso tendrán el carácter de valores» (art. 92.2). Las participaciones carecen así, a
diferencia de las acciones, de la aptitud necesaria para ser objeto de negociación en los mercados de valores, lo que permite
añadir a la caracterización de la sociedad limitada su menor capacidad para recurrir al ahorro colectivo como medio directo
de financiación. Así lo evidencian también, por ejemplo, las mayores limitaciones de esta sociedad para emitir –o
garantizar– obligaciones u otros valores que reconozcan o creen una deuda (art. 401.2 LSC).
Al decir de la Exposición de Motivos de la Ley de 23 de marzo de 1995, la regulación de este tipo social ahora incorporada
al Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital descansa o se inspira en tres postulados generales: el carácter mixto
o híbrido de la sociedad limitada, su configuración como una sociedad esencialmente cerrada y la flexibilidad de su
régimen jurídico. El primero de ellos se traduce en el propósito de construir un modelo societario en el que convivan con el
equilibrio conveniente elementos característicos de las sociedades de capital y de las personalistas. De este modo, la
relevancia del capital y el principio de no responsabilidad personal de los socios por las deudas sociales que singularizan a
las primeras no impiden la adecuada consideración de la condición personal de los socios y su particular entendimiento del
modo de participar en la vida social conforme a las circunstancias concurrentes en cada caso. El segundo de esos postulados
se manifiesta esencialmente en la necesaria existencia, ya sea por vía estatutaria ya mediante la aplicación supletoria de
las previsiones legales en la materia, de un régimen restrictivo para la transmisión o circulación de las participaciones
sociales (arts. 107 a 112 LSC). Y, finalmente, la flexibilidad del régimen jurídico propio de este tipo social, que contrasta con
el mayor grado de rigor e imperatividad de la disciplina de la sociedad anónima y que se relaciona sin duda con el carácter
híbrido ya mencionado, se evidencia en la configuración preferentemente dispositiva de sus normas reguladoras. Esa
flexibilidad implica la atribución de un particular protagonismo a la autonomía de la voluntad de los socios, a quienes
mediante el instrumento de la autorregulación estatutaria se les proporciona un amplio margen de ordenación de sus
relaciones entre ellos y con la sociedad, para facilitarles la construcción de la organización social más adecuada a sus
necesidades.
Ciertamente, con esta regulación no ha quedado plenamente resuelta la cuestión tipológica que suscita la convivencia en
nuestro ordenamiento de dos modelos societarios próximos en su configuración, como son la sociedad anónima y la
limitada. En concreto, la realidad práctica evidencia un vasto campo en el que ambas formas societarias se solapan
abiertamente y son usadas por los operadores de manera indistinta. La sociedad anónima, lo hemos visto, es la forma
característica de las sociedades cotizadas, por ser la única (junto a la sociedad comanditaria por acciones, aunque la
relevancia práctica de ésta es nula) cuyo capital se divide en valores –las acciones– susceptibles de ser negociados en los
mercados de valores. La sociedad limitada, por su parte, es la forma característica de las empresas de dimensiones
económicas más reducidas y, en particular, de aquellas que no alcanzan el capital social mínimo exigido para la sociedad
anónima (60.000 euros, como veremos). Pero entre ambos extremos, las empresas pueden decantarse tanto por la sociedad
anónima como por la sociedad limitada, sin que la opción por una u otra –remitida a la libre decisión de los socios–
comporte en términos generales diferencias organizativas o de funcionamiento particularmente significativas. Como
destaca la Exposición de Motivos del Texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, en la realidad económica se
produce «una superposición de formas sociales, en el sentido de que para unas mismas necesidades –las que son
específicas de las sociedades cerradas– se ofrece a la elección de los particulares dos formas sociales diferentes, concebidas
con distinto grado de imperatividad, sin que el sentido de esa dualidad pueda apreciarse siempre con claridad». De ahí que
la principal distinción práctica entre las formas societarias y la que mayores diferencias de régimen comporta sea, no tanto
la relativa a la sociedad anónima y a la sociedad limitada, sino la que contrapone a las sociedades cerradas (sean anónimas
o limitadas) y a las sociedades cotizadas, por los distintos problemas jurídicos y necesidades de ordenación que suscitan
unas y otras.
C. Sociedad comanditaria por acciones
Regulada con anterioridad en el Código de Comercio (arts. 151 y ss.), su régimen jurídico se halla actualmente integrado en
la Ley de Sociedades de Capital, cuyo artículo 3.2 establece que «las sociedades comanditarias por acciones se regirán por
las normas específicamente aplicables a este tipo social y, en lo que no esté en ellos previsto, por lo establecido en esta ley
para las sociedades anónimas». Esta previsión legal es plenamente coherente con la naturaleza y características de esta
forma social, pues en realidad, y en contra de lo que parece sugerir su propia denominación, esta sociedad no se concibe
legalmente como una clase o modalidad de la sociedad comanditaria, perteneciente como tal a la categoría de las
sociedades personalistas. El legislador, en efecto, la considera más bien como una sociedad anónima especial que, con
independencia de alguna otra peculiaridad menor (por ej., en materia de denominación: art. 6.3 LSC), solamente se
distingue de la anónima ordinaria –como veremos– por el peculiar estatuto jurídico al que quedan sometidos sus
administradores.
Por esta razón, la Ley de Sociedades de Capital, al definir esta forma de sociedad, nos dice que «en la sociedad comanditaria
por acciones, el capital, que estará dividido en acciones, se integrará por las aportaciones de todos los socios, uno de los
cuales, al menos, responderá personalmente de las deudas sociales como socio colectivo» (art. 1.4). Ciertamente, este
último inciso podría inducir erróneamente al entendimiento de que en estas sociedades existen, como en las comanditarias
simples, dos clases de socios, unos comanditarios y otros colectivos, sometidos como tales a un estatuto o régimen distinto.
Pero en realidad la exigencia legal de que alguno de los socios responda en tanto que socio colectivo no obedece a su
incardinación en la categoría de las sociedades personalistas, como una suerte de comanditaria simple especial, sino que
se relaciona directamente con la peculiar configuración del régimen de administración de la sociedad.
En la sociedad comanditaria por acciones la Ley exige, como hemos visto, que la totalidad del capital esté dividido en
acciones y, en consecuencia, todos los socios tienen la condición de accionistas. Pero a aquellos socios que accedan al
órgano de administración, y en atención exclusivamente a su designación como administradores, se les atribuye la condición
legal de socios colectivos, lo que se traduce básicamente –de acuerdo con el régimen de responsabilidad general de estos
socios dentro de la sociedad colectiva y comanditaria simple– en la asunción de una responsabilidad personal e ilimitada
por las deudas sociales. No se trata, por tanto, de que existan unos socios colectivos con capacidad exclusiva para ejercer
la administración social, sino de que los administradores, por el simple hecho de desempeñar el cargo y mientras lo ocupan,
quedan sometidos a un régimen de responsabilidad más severo que el resto de los accionistas, los cuales responden
solamente –como en cualquier sociedad anónima– hasta el importe de la aportación realizada o comprometida. Así se
deduce con claridad de lo establecido en el artículo 252 de la Ley de Sociedades de Capital, que es el precepto que formula
la especialidad más característica de este tipo social. Al mismo tiempo, y a cambio de este agravamiento de la
responsabilidad, los administradores de la sociedad comanditaria por acciones disfrutan de unas facultades y poderes
mucho más extensos que los de una sociedad anónima (v. art. 294 LSC, que les atribuye un derecho de veto sobre varias y
relevantes decisiones sociales), así como una mayor estabilidad en el cargo (art. 252.2 LSC).
3. LA SOCIEDAD ANÓNIMA EUROPEA
Muchos aspectos sustanciales de la ordenación jurídica de las sociedades anónimas han sido objeto de armonización en los
distintos Estados de la Unión Europea, por medio de la incorporación a sus ordenamientos internos de las numerosas
directivas sobre sociedades. Pero a pesar de ello, la persistencia de legislaciones nacionales diferenciadas se ha erigido
tradicionalmente en un obstáculo a la actuación de las empresas que desarrollan su actividad en el conjunto del mercado
comunitario. Con el fin de evitar estos problemas, y después de un largo proceso de elaboración, se promulgó por la Unión
Europea el Reglamento número 2157/2001, de 8 de octubre, por el que se aprueba el estatuto de la sociedad anónima
europea, completado con la Directiva 2001/86, de 8 de octubre, en lo que se refiere a la implicación de los trabajadores. Y
en nuestro ordenamiento, las normas requeridas para completar y desarrollar esta regulación se contienen en el Título XIII
(art. 455 a 494) de la Ley de Sociedades de Capital y en la Ley 31/2006, de 18 de octubre (recientemente modificada por el
RDLey 5/2023), que transpuso la citada directiva.
La sociedad anónima europea (SE) se concibe legalmente como una genuina sociedad anónima, con todos los caracteres que
definen a ésta dentro del sistema de las sociedades de capital (división del capital en acciones, responsabilidad limitada de
los accionistas, etc.), pero creada y regida por el propio Derecho comunitario. Con todo, la sociedad está obligada a registrarse
y domiciliarse en un Estado miembro, cuyo ordenamiento interno se declara de aplicación supletoria en relación con aquellas
materias que no estén reguladas en el Reglamento o, cuando éste lo autorice de modo expreso, en los estatutos de la sociedad
(art. 9 del Reglamento y art. 455 LSC). No existe, por tanto, un régimen jurídico unitario y completo que se aplique por igual
a todas las sociedades anónimas europeas, pues ese régimen se integra tanto con normas de naturaleza comunitaria –las
contenidas en el Reglamento y las que puedan ser adoptadas para su desarrollo– como con las normativas nacionales de los
distintos Estados miembros, que serán de aplicación supletoria en numerosas materias (acciones y obligaciones, disciplina y
modificaciones del capital, etc.).
Dada la finalidad a que responde, la sociedad anónima europea sólo puede constituirse por empresas que no limiten su
actividad al territorio de un Estado miembro y que operen en distintos mercados europeos. Esto se trasluce claramente en
los diversos procedimientos previstos para la constitución de la sociedad, que se vinculan de una u otra forma a la existencia
de ese elemento transnacional (constitución de la sociedad mediante fusión, cuando las sociedades participantes estén
sujetas al ordenamiento de Estados miembros diferentes; constitución de una sociedad europea holding o filial, por
sociedades de distintos países o por una que tenga filiales en otro Estado miembro; transformación en sociedad europea por
una sociedad con una filial sujeta al ordenamiento de otro Estado).
II. PRINCIPIOS FUNDAMENTALES
1. EL CAPITAL SOCIAL
La ordenación jurídica de las sociedades de capital –hemos tenido ya ocasión de destacarlo– descansa en gran medida sobre
la noción del capital social. Todas ellas han de constituirse con una cifra de capital que, en principio, puede ser fijada
libremente por los socios (aunque respetando en todo caso el mínimo exigido por la Ley para las distintas clases de sociedad,
como veremos), y que ha de recogerse necesariamente en los estatutos de la sociedad [art. 23. d) LSC]. El capital social, que
representa la suma de los valores nominales de las acciones o participaciones sociales en que está dividido, despliega un
importante papel de orden jurídico y organizativo en el funcionamiento de la sociedad. Entre otras cosas, la participación de
los socios en el capital social, que resultará del número de acciones o participaciones sociales poseídas y del valor nominal
de éstas, es la medida normalmente empleada, salvo excepciones legalmente permitidas, para la determinación de sus
respectivos derechos en el seno de la sociedad. Pero además, el capital también desempeña una importante función de
garantía de los acreedores sociales, que en cierta forma se presenta como un reverso o contrapartida por la limitación de
responsabilidad de los socios; y es que el legislador procura por medio de una serie de medidas –que veremos– que la cifra
del capital social cuente en todo momento con una cobertura patrimonial adecuada, lo que explica que aquélla cumpla una
importante función de retención de bienes y activos dentro de la sociedad.
El capital social no debe confundirse con el patrimonio. Mientras que el capital es una categoría jurídica que alude a esta cifra
fija y convencional recogida en los estatutos, suma de los valores nominales de las acciones o participaciones sociales en que
se divide, la noción de patrimonio se refiere al conjunto de bienes, derechos y obligaciones de contenido económico que
pertenecen a la sociedad en cada momento. La cifra del capital tiene así un carácter estable y constante, y sólo mediante un
acuerdo formal de la sociedad de aumento o de reducción de esa cifra –adoptado de acuerdo con el procedimiento exigido
para la modificación de estatutos– puede ser incrementado o reducido el capital. El patrimonio, en cambio, como concepto
eminentemente económico que comprende todos los bienes y obligaciones de los que en un momento dado es titular una
persona, oscila permanentemente en función de los resultados de la actividad social, porque las vicisitudes de ésta tienen
lógicamente una incidencia directa y permanente sobre la situación patrimonial y financiera de la sociedad. De ahí que la
relación entre el capital y el patrimonio sea normalmente reveladora del estado económico en que se encuentra una
sociedad: a medida que el valor del patrimonio rebase la cifra del capital, la situación será más sólida, mientras que lo
contrario significará que las pérdidas generadas por la actividad social han ido mermando los fondos propios aportados por
los socios en concepto de capital. Esto explica que capital y patrimonio suelan coincidir en el momento de constitución de la
sociedad, cuando ésta no cuenta más que con las aportaciones realizadas –o comprometidas– por los socios, pero que dicha
equivalencia desaparezca con el comienzo de la actividad social, pues el patrimonio irá oscilando en función de los resultados
positivos o negativos de los distintos actos y operaciones que se vayan realizando.
La Ley obliga a las sociedades anónimas, y por extensión a las sociedades comanditarias por acciones, a tener un capital
mínimo, que no puede ser inferior a 60.000 euros (art. 4.2 LSC). En cambio, en la sociedad de responsabilidad limitada no se
impone propiamente ningún capital mínimo, al exigirse que el mismo no sea inferior a un euro (art. 4.1 LSC).
Tradicionalmente, las sociedades limitadas han requerido un capital mínimo de 3.000 euros, pero éste fue eliminado por la
Ley 18/2022, de Creación y Crecimiento de Empresas, con el propósito –al decir de su preámbulo– de «promover la creación
de empresas mediante el abaratamiento de sus costes de constitución» y de «ampliar las opciones de los socios fundadores
respecto al capital social que desean suscribir en función de sus necesidades y preferencias». Con todo, mientras el capital
no alcance el importe de 3.000 euros, las sociedades limitadas padecen algunas restricciones en materia esencialmente de
aplicación de resultado; y los socios, a su vez, responden solidariamente por la diferencia entre dicho importe y la cifra del
capital asumido en caso de liquidación de la sociedad y de insuficiencia patrimonial de ésta para atender al pago de sus
obligaciones (art. 4.1 LSC). Adicionalmente, mientras el capital no alcance la referida cifra mínima, las sociedades quedan
sometidas a unos singulares deberes de publicidad, al exigirse que los estatutos incluyan una declaración expresa de sujeción
a dicho régimen, y al obligarse a los registradores mercantiles a hacer constar dicha circunstancia en las notas y certificaciones
que expidan en relación con la sociedad [art. 23.d) LSC]. En definitiva, no se exige propiamente un capital mínimo para las
sociedades limitadas, pero éstas quedan sujetas a un conjunto de restricciones legales mientras el capital no alcance la cifra
de 3.000 euros.
La exigencia de un capital mínimo elevado para la sociedad anónima se presenta como un elemento de ordenación de los
diversos tipos sociales dentro del sistema general del Derecho de sociedades, que busca excluir las actividades empresariales
de menor dimensión económica del ámbito jurídico de la sociedad anónima para reconducirlas hacia las formas sociales
alternativas que el legislador ha predispuesto para atender a las necesidades específicas de este tipo de empresas, como es
el caso en particular de la sociedad de responsabilidad limitada. Pero no es función del capital mínimo, sin embargo, garantizar
que las sociedades cuenten con un patrimonio suficiente para el desarrollo del objeto social, pues la Ley no exige en ningún
caso que el capital sea adecuado o suficiente en atención a la relevancia o al nivel de riesgo de las actividades económicas
que la sociedad pretenda acometer. De ahí que en la práctica sean frecuentes las sociedades «infracapitalizadas», ya sea por
carecer de fondos suficientes para el desarrollo de su objeto social (la denominada «infracapitalización material»), ya sea por
disponer de medios financieros aportados por los socios pero a título de crédito y no de capital o de fondos propios
(«infracapitalización nominal»).
Con todo, debe destacarse que en el caso concreto de la sociedad anónima el establecimiento por la Ley de una cifra de
capital mínimo tiene simplemente el carácter de regla general, pues existen numerosas sociedades anónimas especiales que
quedan sometidas –de acuerdo con su normativa propia– a la exigencia de capitales mínimos notablemente superiores
(bancos, sociedades de seguros, sociedades de capital riesgo, etc.). En estos casos, a diferencia del régimen general, la
elevación del capital mínimo sí que busca garantizar en gran medida la existencia de una dotación patrimonial mínima o
suficiente para este tipo de sociedades, en atención a las peculiares características de las actividades empresariales que
desarrollan.
2. LA PERSONALIDAD JURÍDICA
Las sociedades de capital –como todas las demás sociedades– dan nacimiento a una persona jurídica, con capacidad para
mantener sus propias relaciones jurídicas y para operar en el tráfico como sujeto de derecho. La sociedad se constituye
mediante escritura pública, que deberá inscribirse en el Registro Mercantil (art. 20 LSC], y con esta inscripción –como
establece el art. 33 LSC– «adquirirá la personalidad jurídica que corresponda al tipo social elegido» (sociedad anónima, de
responsabilidad limitada, etc.). Pero como veremos más adelante, antes de la inscripción existe ya una sociedad
personificada, al reconocer la Ley la aptitud de la sociedad en formación y hasta de la sociedad no inscrita (sociedad devenida
irregular) para mantener relaciones externas o con terceros plenamente válidas. De ahí que deba entenderse que la
inscripción en el Registro Mercantil determina el nacimiento, no de la sociedad, sino el de una genuina o verdadera sociedad
anónima, de responsabilidad limitada o comanditaria por acciones, con todos los rasgos y elementos que en cada caso las
definen y, por tanto, con «la personalidad jurídica que corresponda al tipo social elegido», como dice la Ley.
La personificación jurídica de las sociedades de capital, y la consiguiente imputación a ellas de las relaciones jurídicas que se
generen con ocasión del desarrollo de las actividades propias de su objeto social, determina que tengan atribuida en nuestro
ordenamiento la consideración legal de empresarios y que queden sometidas, por tanto, al conjunto de deberes y
obligaciones que conforman el estatuto jurídico de éstos. Y es que, como ya hemos indicado, todas las sociedades de capital,
cualquiera que sea el objeto al que se dediquen –industrial, comercial, cultural, etc.– tienen carácter mercantil (art. 2 LSC),
lo que implica que no pueda haber sociedades civiles con forma de sociedad de capital.
Un atributo inherente a la personalidad jurídica consiste en la necesidad de la sociedad de capital de operar bajo su propio
nombre o denominación. Esta denominación social, que en principio es de libre elección por los socios (en el momento
fundacional o por medio de una modificación posterior), puede consistir por regla tanto en una denominación subjetiva o
razón social, cuando se forme con uno o varios nombres de socios actuales o antiguos, como en una denominación objetiva,
cuando consista en un nombre de mera fantasía o alusivo a la actividad económica de la sociedad. La Ley de Sociedades de
Capital exige, no obstante, que en la denominación figuren necesariamente en cada caso las indicaciones «sociedad
anónima» o su abreviatura «SA», «sociedad de responsabilidad limitada», «sociedad limitada» o sus abreviaturas «SRL» o
«SL», y «sociedad comanditaria por acciones» o su abreviatura «S. Com. por A.» (art. 6), a la vez que prohíbe la adopción de
una denominación idéntica a la de otra preexistente y autoriza el establecimiento por vía reglamentaria de ulteriores
requisitos para la composición de la denominación social (art. 7). Al amparo de esta habilitación legal, el régimen de la
denominación social se completa con las previsiones generales del Reglamento del Registro Mercantil (arts. 407 y 408) que,
además de precisar las circunstancias que implican una identidad entre denominaciones, incluye otra serie de reglas
generales sobre la posible conformación de éstas (por ej., prohibición de denominaciones que induzcan a error o confusión
sobre la identidad o naturaleza de la sociedad o que hagan referencia a una actividad que no esté incluida en el objeto social).
A diferencia de los signos distintivos como la marca y el nombre comercial, que sirven para distinguir los productos o servicios
de una empresa o la empresa misma dentro del tráfico económico, la denominación social cumple la función –al modo del
nombre de las personas físicas– de identificar e individualizar a la sociedad en el tráfico jurídico, esto es, en relación con
todos los actos con trascendencia jurídica que generen como tales derechos u obligaciones (sobre las relaciones y posibles
interferencias entre los signos distintivos y las denominaciones sociales, v. Lección 12.ª).
También como cualquier otra persona jurídica, las sociedades de capital tienen una nacionalidad y un domicilio, que pueden
ser, y de hecho suelen serlo, diferentes a los de sus socios. La Ley de Sociedades de Capital dispone que son españolas y se
regirán por dicha Ley todas las sociedades de capital que tengan su domicilio en territorio español, cualquiera que sea el lugar
en el que se hubieran constituido (art. 8); pero además, esta regla se completa con la obligación impuesta a las sociedades
de capital de fijar su domicilio en territorio español cuando tengan en él su principal establecimiento o explotación (art. 9.2),
con el fin de que el domicilio coincida con el territorio en que la sociedad desarrolla de forma efectiva su actividad empresarial
(criterio de la sede real). Para el legislador, pues, las sociedades de capital que tengan su principal establecimiento o
explotación en España han de fijar su domicilio en territorio español y constituirse de acuerdo con la ley nacional, ostentando
así la nacionalidad española. Con todo, debe tenerse en cuenta que este esquematismo legal ha de ceder en el ámbito
comunitario ante el principio de libertad de establecimiento y de libre prestación de servicios, que obliga a los Estados
miembros a reconocer a las sociedades constituidas válidamente con arreglo a un Derecho extranjero aunque desarrollen su
actividad efectiva en territorio propio (como han declarado, entre otras, las SSTJCE de 9 de marzo de 1999, de 5 de noviembre
de 2002, de 30 de septiembre de 2003, de 16 de diciembre de 2008, de 12 de julio de 2012 y de 25 de octubre de 2017). Y si
a ello se añade que la normativa sobre modificaciones estructurales permite a través de las denominadas «transformaciones
transfronterizas» –que veremos– tanto el traslado al extranjero del domicilio social de las sociedades mercantiles españolas
como el traslado a nuestro territorio del domicilio de las sociedades extranjeras, en ambos casos con cambio de la ley nacional
aplicable (arts. 96 y ss. del RDLey 5/2023), se podrá advertir cómo la «movilidad societaria» que rige esencialmente dentro
de la Unión Europea ha venido también a alterar significativamente los elementos de conexión empleados por la normativa
de la Ley de Sociedades de Capital.
Además, y en lo que hace a los criterios que presiden la fijación del domicilio social dentro del territorio español, esa fijación
ha de establecerse en el lugar en que la sociedad tenga su centro efectivo de administración y dirección o su principal
establecimiento o explotación económica (art. 9.1 LSC). Dada la trascendencia del domicilio en numerosos órdenes (civil,
procesal, tributario y hasta societario, pues las juntas generales deben celebrarse por regla –salvo disposición contraria de
los estatutos– en el término municipal en que la sociedad tenga su domicilio), el legislador quiere evitar su posible fijación
en lugares desvinculados de la efectiva actividad jurídica o económica de la sociedad.
Las sociedades de capital pueden disponer igualmente de una página web corporativa (arts. 11 bis y 11 ter LSC), a los efectos
de difundir determinada información societaria (convocatoria de juntas, proyectos de fusión o escisión, etc.). Con carácter
general se trata de una simple facultad, salvo en el caso de las sociedades cotizadas (art. 11 bis.1 LSC), que legalmente están
obligadas –y sobre ello volveremos– a disponer de una página web que además ha de tener un contenido determinado.
III. LA SOCIEDAD UNIPERSONAL
1. CONCEPTO, FUNCIÓN ECONÓMICA Y CLASES
Se denomina unipersonal a la sociedad que tiene un solo socio, bien porque desde su constitución la titularidad de todo el
capital corresponde a una sola persona (el fundador único o un tercero posteriormente adquirente), bien porque teniendo
varios socios (desde su constitución o con posterioridad a ella) una sola persona llega a adquirir la participación de todos y
cada uno de ellos en el capital social.
Tradicionalmente, la admisibilidad de las sociedades unipersonales fue discutida en nuestra jurisprudencia y en nuestra
doctrina. En lo esencial, el debate se suscitaba porque, frente al dato empírico de su existencia en la práctica, se alzaba el
obstáculo que representaban, de un lado, la exigencia legal de que concurrieran al menos dos personas para constituir una
sociedad (incluso tres, en el caso de la anónima, hasta la reforma de 1995) y, de otro lado, la ausencia de un tratamiento
normativo para la situación que se producía cuando, una vez constituida con pluralidad de socios, todo el capital de la
sociedad era adquirido por una sola persona que, de este modo, se convertía en su único socio. Pero la adaptación de nuestro
ordenamiento a las disposiciones de la 12.ª Directiva comunitaria (hoy sustituida por la Directiva 2009/102/CE, de 16 de
septiembre de 2009), que tuvo lugar con ocasión de la promulgación de la Ley de Sociedades de Responsabilidad Limitada,
puso fin a ese debate, al menos en lo que se refiere a las sociedades de capital unipersonales, dando carta de naturaleza en
nuestro ordenamiento a las sociedades de capital de un solo socio, ya sean originaria o derivativamente unipersonales, y
dotándolas de una regulación específica, que actualmente se contiene en los artículos 12 y siguientes de la Ley de Sociedades
de Capital.
De este modo, se ha venido a atender indirectamente una vieja aspiración de los empresarios individuales para poder
ejercitar su actividad profesional con responsabilidad limitada frente a sus acreedores, ya que podrán lograrlo constituyendo
por sí solos una sociedad limitada o anónima y desarrollando su actividad por medio de una sociedad de esta naturaleza de
cuyas participaciones o acciones sean los únicos titulares. Al propio tiempo, el otorgamiento de plena legitimidad a las
sociedades de capital unipersonales, además de poner a disposición de la pequeña y mediana empresa individual un efectivo
instrumento de limitación de responsabilidad, permite que puedan albergarse en él otras iniciativas de mayores dimensiones,
como sería el caso en particular de los grupos societarios y en general de las filiales constituidas por otras sociedades,
«sirviendo así – como decía la Exposición de Motivos de la LSRL– a las exigencias de cualquier clase de empresas».
Conforme a lo dispuesto en el artículo 12 de la Ley de Sociedades de Capital, se considera sociedad unipersonal «la constituida
por un único socio, sea persona natural o jurídica», y también «la constituida por dos o más socios cuando todas las
participaciones o las acciones hayan pasado a ser propiedad de un único socio». Resulta así que, en nuestro sistema, el dato
identificador de la unipersonalidad de una sociedad de capital es la concentración de la titularidad de todas sus
participaciones o acciones en una sola mano, siendo indiferente que esa concentración se produzca en el momento
fundacional (unipersonalidad originaria) o durante la vida de la sociedad (unipersonalidad sobrevenida) e, incluso, que el
socio único sea una persona natural o jurídica. El legislador acoge así un concepto formal de unipersonalidad, en el sentido
de que la simple pluralidad de socios basta para excluir el carácter unipersonal de la sociedad.
2. PARTICULARIDADES DE RÉGIMEN JURÍDICO
Como se puede advertir, la unipersonalidad es una mera situación de hecho –por lo demás, no infrecuente en la práctica– en
la que pueden hallarse las sociedades de capital. Por ello, no determina la existencia de un nuevo o específico tipo de sociedad
de capital, sino que simplemente comporta ciertas particularidades de régimen jurídico para la sociedad en la que concurra
esa situación, que conviven con su sometimiento a la disciplina general propia del tipo (sociedad anónima o de
responsabilidad limitada) de que se trate. En efecto, la sociedad unipersonal no tiene un régimen legal propio y diferenciado
del establecido para las sociedades de capital (en cuestiones como fundación, aportaciones, órganos, etc.). Lo que en realidad
sucede es que, de un lado, esa disciplina general no resultará aplicable en determinados extremos por razón de la existencia
de un solo socio (por ej. limitaciones a la transmisibilidad, reuniones de la junta general, etc.) y, de otro lado, se verá
complementada con algunas previsiones legales específicamente previstas para esta concreta situación.
Esas particularidades de régimen jurídico, que se contienen actualmente en el capítulo tercero del Título I de la Ley de
Sociedades de Capital, son las que reseñamos a continuación.
Así, en primer término, las sociedades unipersonales se hallan sometidas a un peculiar sistema de publicidad, más amplio
y puntual que el dispuesto con carácter general para las sociedades de capital. En este sentido, el artículo 13 de la Ley de
Sociedades de Capital, además de reiterar el requisito general de que la sociedad se constituya en escritura pública que
deberá ser inscrita en el Registro Mercantil (art. 20 LSC), exige: a) que consten de este mismo modo las situaciones de
unipersonalidad sobrevenida, mediante la realización, con esa misma forma y publicidad, de una declaración de que una sola
persona ha devenido propietaria de todas las participaciones sociales o acciones, exigencia ésta cuyo incumplimiento
acarreará para el socio único la sanción prevista en el artículo 14 (salvo que se trate de sociedades unipersonales de capital
público, conforme a lo dispuesto en el art. 17); b) que, tanto en el caso de unipersonalidad originaria como en el de
unipersonalidad sobrevenida, se exprese en la inscripción registral la identidad del socio único; c) que también se hagan
constar en escritura pública inscrita la pérdida de la unipersonalidad o el cambio de socio único; d) que mientras subsista la
situación de unipersonalidad, la sociedad deje constancia de esta situación «en toda su documentación, correspondencia,
notas de pedido y facturas, así como en todos los anuncios que haya de publicar por disposición legal o estatutaria» (exigencia
de la que también se dispensa a las sociedades unipersonales de capital público, conforme a lo previsto en el art. 17).
Por otra parte, si bien la unipersonalidad no afecta a la subsistencia de la estructura orgánica propia del tipo social de que
se trate, esta situación también comporta alguna particularidad en el funcionamiento de los órganos sociales. Así, en lo que
se refiere a la junta general, se prevé que «el socio único ejercerá las competencias de la junta general» (art. 15.1 LSC), a
través de las oportunas decisiones que habrán de consignarse en acta (art. 15.2 LSC). Y así también, aunque en principio
subsistan el ámbito competencial de la junta y todas las reglas de funcionamiento preordenadas al correcto ejercicio de su
competencia (incluidas las que se refieren a la impugnación de los acuerdos sociales) o las relativas a la documentación,
certificaciones y prueba de los acuerdos (aquí decisiones del socio único), la situación de unipersonalidad comporta
lógicamente la inaplicación de las reglas que sean incompatibles con esa situación (reglas de convocatoria, constitución y
votación, aprobación del acta, etc.). En cambio, la unipersonalidad no afecta a las exigencias legales relativas a la constancia
en la escritura de constitución y estatutos sociales del nombramiento de los primeros administradores y de la estructura del
órgano de administración (arts. 22 y 23 LSC), ni en general a las reglas legales o reglamentarias aplicables al estatuto personal
de los administradores o a la competencia, configuración y funcionamiento del referido órgano. En definitiva, pues, la
administración social podrá confiarse a un órgano de composición pluripersonal o unipersonal (que podría integrar incluso el
propio socio único) sometido a las mismas reglas de funcionamiento que el órgano de administración de cualquier otra
sociedad de capital.
Finalmente, son también merecedoras de consideración aquellas particularidades de régimen que responden a la lógica
preocupación del legislador por el riesgo de los conflictos de interés inherentes al establecimiento de relaciones
contractuales entre la sociedad y su socio único. De un lado, y como medida protectora del patrimonio social, se prevé que
el socio único responderá frente a la sociedad de las ventajas que directa o indirectamente hubiera obtenido en perjuicio de
ésta como consecuencia de los contratos que hubiera celebrado con ella, durante un plazo de dos años a contar desde la
fecha de su celebración (art. 16.3 LSC, que sin embargo no es de aplicación –conforme a lo establecido en el art. 17– a las
sociedades unipersonales de capital público). De otro lado, con la finalidad cautelar de facilitar la prueba de estas relaciones
contractuales, dificultar la manipulación de sus características y favorecer su transparencia en beneficio de los terceros, se
exige también que los correspondientes contratos consten por escrito o en la forma documental propia de su naturaleza, que
sean transcritos a un libro-registro de la sociedad y que en la memoria integrante de las cuentas anuales se haga referencia
individualizada a ellos «con indicación de su naturaleza y condiciones» (art. 16.1 LSC). Ciertamente, si nos atenemos al criterio
restrictivo predominante en la jurisprudencia y la doctrina acerca del efecto constitutivo de la forma en las relaciones
contractuales, el incumplimiento de estas exigencias no afectará a la validez de los correspondientes contratos. Pero, en
cambio, ese incumplimiento tendrá relevantes consecuencias en caso de concurso del socio único o de la sociedad, pues en
este caso no serán oponibles a la masa aquellos contratos «que no hayan sido transcritos al libro-registro y no se hallen
referenciados en la memoria anual o lo hayan sido en memoria no depositada con arreglo a la Ley» (art. 16.2 LSC, que,
conforme a lo previsto en el art. 17, tampoco es aplicable a las sociedades de capital público).
LECCIÓN 18 LA CONSTITUCIÓN DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL
Sumario: I. La fundación 1. Requisitos formales: la escritura pública y la inscripción en el registro mercantil 2. Contenido de la
escritura de constitución 3. La sociedad en formación y la sociedad devenida irregular 4. La nulidad de la sociedad
II. Las aportaciones sociales 1. Concepto, desembolso y clases de aportaciones 2. Responsabilidad por la realidad y valoración de
las aportaciones no dinerarias
III. Las prestaciones accesorias 1. Concepto y contenido 2. Aspectos esenciales de su régimen jurídico

I. LA FUNDACIÓN
1. REQUISITOS FORMALES: LA ESCRITURA PÚBLICA Y LA INSCRIPCIÓN EN EL REGISTRO MERCANTIL
La constitución de una sociedad de capital exige, como ya se ha indicado, el cumplimiento de unos requisitos formales
imperativos, que son la escritura pública y la inscripción en el Registro Mercantil (art. 20LSC], sin los cuales no hay verdadera
sociedad anónima, de responsabilidad limitada o comanditaria por acciones.
La escritura pública, que constituye el primer acto jurídico fundacional en toda clase de sociedades mercantiles, es también
la forma solemne y necesaria del negocio constitutivo de las sociedades de capital, que, como dice el artículo 19.1 de la Ley
de Sociedades de Capital, «se constituyen por contrato entre dos o más personas» (contrato plurilateral o con varios socios
fundadores) «o, en caso de sociedades unipersonales, por acto unilateral» (declaración de voluntad unilateral del fundador
único). Por ello, siendo un auténtico requisito de forma del negocio, el contrato de sociedad que no conste en escritura
solamente podría valer como contrato preparatorio o compromiso preliminar de constituir aquella sociedad de capital a la
que se refiera (anónima, etc.) o, en su caso, como sociedad de hecho. Y la escritura pública, una vez otorgada, ha de ser
objeto de inscripción en el Registro Mercantil, que es el acto posterior que completa el proceso fundacional y que da
nacimiento –como vimos– a una verdadera sociedad de capital con la personalidad jurídica que corresponda al tipo social
elegido. En todo caso, una vez perfeccionado el proceso fundacional en escritura pública y antes de la inscripción registral, la
Ley reconoce ya – como veremos– la aptitud de la organización así creada para actuar en el tráfico y para mantener relaciones
jurídicas propias, ya sea durante el proceso normal de fundación (sociedad en formación), ya sea en caso de ausencia efectiva
de inscripción (sociedad devenida irregular).
Como se ha indicado, las sociedades de capital se constituyen mediante un contrato o acto unilateral. Pero además, el artículo
19.2 de la Ley de Sociedades de Capital prevé que las sociedades anónimas puedan «constituirse también en forma sucesiva
o por suscripción pública de acciones». En ambos casos, no obstante, el negocio constitutivo requiere, conforme al artículo
20, el otorgamiento de escritura pública que posteriormente deberá inscribirse en el Registro Mercantil. Esta singularidad,
legalmente prevista sólo para la sociedad anónima, permite identificar en nuestro ordenamiento la existencia de un doble
procedimiento fundacional para las sociedades de capital: uno, conocido comúnmente como procedimiento de fundación
simultánea o por convenio, que es aplicable a todas ellas, y otro, conocido como procedimiento de fundación sucesiva o
por suscripción pública de las acciones, que sólo se permite para la constitución de sociedades anónimas, aunque en
realidad no es objeto de utilización alguna en nuestra práctica societaria.
El primero de ellos –de fundación simultánea–, que es el único previsto para las sociedades de capital que no sean anónimas
y el habitualmente seguido por estas últimas, se verifica cuando los socios fundadores (o el fundador único, en caso de
sociedad unipersonal) concurren –por sí o por medio de representante– al otorgamiento de la escritura y en ese mismo acto
asumen la totalidad de las participaciones sociales o suscriben la totalidad de las acciones en que esté dividido el capital (art.
21 LSC). En este procedimiento los fundadores comparten con los primeros administradores, cuya designación ha de
efectuarse en la escritura de constitución, la obligación de presentar esta última a inscripción en el Registro Mercantil en un
plazo de dos meses desde la fecha del otorgamiento (art. 32.1). Pero además, la Ley también hace solidariamente
responsables a los fundadores frente a la sociedad, los socios y los terceros de la constancia en la escritura de las menciones
exigidas por la Ley, de la exactitud de las declaraciones contenidas en ella y de la adecuada inversión de los fondos destinados
a los gastos de constitución (art. 30).
En el procedimiento habitual, pues, los fundadores concurren al otorgamiento de la escritura de constitución, que
posteriormente debe presentarse por aquéllos o por los administradores al Registro Mercantil para su inscripción. Pero en
los últimos tiempos, con el fin de agilizar y de simplificar el proceso de constitución de las sociedades mercantiles,
especialmente de las de menor tamaño y complejidad, el legislador ha ido adoptando distintas medidas destinadas a permitir
su realización por medios telemáticos e informáticos e incluso la constitución «en línea», sin necesidad de comparecencia
física del fundador o fundadores ante el notario o cualquier otra autoridad pública.
La posibilidad de constitución telemática se prevé para las sociedades de responsabilidad limitada (no para las anónimas), de
acuerdo con dos procedimientos distintos que varían en función de que se utilicen o no unos «estatutos tipo» (arts. 15 y 16
de la Ley 14/2013, en la redacción dada por la Ley 18/2022), cuyo contenido ha sido desarrollado por el Real Decreto
421/2015, de 29 de mayo. El instrumento esencial a estos efectos es el denominado Documento Único Electrónico (DUE),
que permite la realización y cumplimiento simultáneo de todos los trámites relacionados con la constitución de la sociedad
(cumplimiento de obligaciones tributarias y de seguridad social relativas al comienzo de la actividad empresarial, registro de
nombre de dominio «.es», solicitud de registro de marca y nombre comercial, etc.) (v. disp. adic. 3.ª LSC).
Pero más recientemente el legislador ha implantado un sistema de constitución íntegramente online o «en línea», que a
diferencia de los procedimientos telemáticos no requiere la comparecencia presencial del fundador o fundadores ante el
notario y demás autoridades u organismos. Este procedimiento, que se deriva de la conocida como «Directiva de digitalización
de sociedades» [Directiva (UE) 2019/1151], se limita también a las sociedades de responsabilidad limitada, y requiere además
que no se realicen por los socios aportaciones no dinerarias (art. 22 bis LSC, introducido por la Ley 11/2023). El uso de este
procedimiento, que aplica a la constitución pero también a los posteriores actos societarios inscribibles y demás obligaciones
legales de las sociedades, requiere la utilización de unos documentos y modelos estandarizados (de escritura pública, de
estatutos tipo, etc.) (art. 40 bis LSC).
En el procedimiento de fundación simultánea merece también tener en cuenta alguna particularidad referida a la sociedad
anónima. En relación con ésta, la Ley permite que, como compensación por su idea creadora y los servicios prestados a la
sociedad en la fase de constitución, los fundadores se reserven determinadas ventajas particulares, que se conciben como
derechos especiales de contenido económico que consistirán generalmente en una participación en los beneficios de la
sociedad. Estas ventajas, que habrán de constar en los estatutos, están legalmente sometidas a un límite cuantitativo y
temporal (no podrán exceder del 10 por 100 de los beneficios netos y por un período máximo de diez años) y, por otra parte,
pueden ser incorporadas a unos títulos distintos de las acciones –los conocidos en la práctica como «bonos de fundador»–
con el fin de facilitar su posible transmisión (art. 27).
El segundo procedimiento fundacional, exclusivamente establecido para la constitución de las sociedades anónimas, es, como
se ha indicado, el de fundación sucesiva o por suscripción pública de las acciones. En principio, este sistema está
legalmente ideado para la constitución de grandes sociedades, cuando no es posible suscribir inicialmente la totalidad del
capital social por un número reducido de socios y se realiza una apelación o llamamiento público a los inversores con el fin
de lograr la suscripción de las acciones. La Ley obliga a utilizar este procedimiento siempre que se realice una promoción
pública de la suscripción de las acciones a través de cualquier medio publicitario o de intermediarios financieros con
anterioridad al otorgamiento de la escritura de constitución (art. 41). Pero en la práctica es un sistema de nula vigencia, pues
incluso la constitución de las sociedades de mayor envergadura económica suele hacerse por el sistema de fundación
simultánea, con la intervención de otras sociedades o empresas que asumen en un solo acto todo el capital (en su caso, con
la idea de desprenderse posteriormente de la totalidad o de parte de su participación, una vez consolidada la sociedad).
Se trata de un procedimiento largo y complejo, regulado en la Ley de forma minuciosa (arts. 41 y ss. LSC) y que debe
completarse con el régimen general sobre ofertas públicas de suscripción de valores (art. 34 y ss. de la Ley de los Mercados
de Valores y de los Servicios de Inversión y normativa de desarrollo), que a nuestros efectos puede exponerse en sus trámites
esenciales. El procedimiento se inicia con la preparación por los promotores del denominado programa de fundación y de un
folleto informativo (art. 42), que han de depositarse en la Comisión Nacional del Mercado de Valores y en el Registro Mercantil
con anterioridad a la realización de cualquier publicidad sobre la sociedad proyectada (art. 43). Tras el período de suscripción
de las acciones (arts. 44 y ss.), y en un plazo máximo de seis meses a contar desde el depósito del programa en el Registro
Mercantil, los promotores convocarán a los suscriptores a una junta constituyente, que ha de adoptar una serie de acuerdos
necesarios (arts. 47 y ss.) y que incluso podría modificar el programa fundacional, aunque sólo con el voto unánime de todos
los suscriptores concurrentes (art. 49.3). En el mes siguiente a la celebración de la junta, habrá de otorgarse la escritura
pública de constitución de la sociedad por las personas designadas al efecto, debiendo presentarse la escritura a inscripción
en el Registro Mercantil dentro de los dos meses siguientes (art. 51). De no producirse la inscripción en el plazo de un año
desde el depósito del programa de fundación en el Registro Mercantil, y al margen de la eventual responsabilidad de los
otorgantes de la escritura (art. 52), los suscriptores podrán exigir la restitución de las aportaciones realizadas con los frutos
que hubieren producido (art. 55).
En la fundación sucesiva, pues, cobra especial relieve la actividad de los promotores, que son quienes promueven la
constitución de la sociedad. De ahí que puedan reservarse ventajas particulares en los mismos términos que los socios
fundadores en la fundación simultánea (art. 27 LSC) y que queden sometidos también a un régimen de responsabilidad similar
al de éstos, tanto por los gastos en que incurran con la finalidad de constituir la sociedad (art. 53 LSC) como por las eventuales
irregularidades que puedan cometer durante el proceso fundacional (art. 54 LSC).
2. CONTENIDO DE LA ESCRITURA DE CONSTITUCIÓN
En la escritura de constitución de las sociedades de capital han de recogerse una serie de menciones obligatorias establecidas
por la Ley. Las menciones necesarias de la escritura, que en esencia van referidas a los elementos esenciales del negocio
jurídico que está en el origen de toda sociedad, son las siguientes: la identidad del socio o socios; la voluntad de constituir
una sociedad de capital, con elección de un tipo social concreto (anónima, limitada…); las aportaciones que cada socio realice
o, si se trata de una sociedad anónima, la que en su caso se haya obligado a realizar, y la numeración de las participaciones o
acciones atribuidas a cambio; los estatutos de la sociedad; y la identidad de la persona o
personas que se encarguen inicialmente de la administración y de la representación social (art. 22.1 LSC). Además, debe
determinarse el modo concreto en que inicialmente se organice la administración, en caso de que los estatutos prevean
diferentes alternativas para su organización (art. 22.2) y, si se trata de sociedad anónima, la cuantía, al menos aproximada,
de los gastos de constitución (art. 22.3). De todas estas menciones obligatorias, son las tres primeras las que en realidad
expresan el contenido esencial del contrato de sociedad y conforman el verdadero negocio constitutivo, por lo que en general
agotan su eficacia en el propio acto fundacional.
En la escritura también han de figurar incluidos, como hemos visto, los estatutos de la sociedad, que recogen las normas de
organización y funcionamiento por las que va a regirse la sociedad y delimitan al propio tiempo la posición jurídica de los
socios, dentro siempre de los límites permitidos por la Ley. De este modo, la escritura da forma al negocio de constitución e
incorpora como parte del contenido de éste los estatutos, que vienen a ser una especie de norma constitucional ordenadora
de la vida de la sociedad. Es precisamente por esta función «constitucional» por lo que se exige que el acuerdo inicial de los
socios fundadores recaiga también sobre los estatutos, en tanto que parte integrante de la escritura.
Los estatutos tienen también un contenido obligatorio establecido por la Ley (art. 23 LSC), aunque este contenido tiene
carácter mínimo pues –como veremos– el legislador deja a los fundadores libertad para incorporar en ellos todas las demás
menciones que estimen convenientes. Ese contenido mínimo, que el Reglamento del Registro Mercantil complementa en
numerosos aspectos, es el siguiente: a) la denominación de la sociedad; b) el objeto social, determinando las actividades que
lo integran y entendiendo por tales aquellas de carácter económico que la sociedad se propone llevar a cabo, que constituye
una mención estatutaria de gran relevancia al determinar las posibilidades de actuación de los órganos sociales (básicamente
–como veremos– de los administradores) y al operar como elemento delimitador de toda la actividad social, que ha de
encaminarse hacia su desarrollo o realización; existen con todo limitaciones derivadas de algunas normas que en nuestro
ordenamiento imponen la necesaria utilización de la forma de la sociedad anónima para el desarrollo de determinadas
actividades (bancarias, de seguros, etc.); c) el domicilio social, fijado conforme a lo establecido en el artículo 9 de la Ley; d)
el capital social, a cuya significación ya nos hemos referido (v. Lec. 17, núm. 5), las participaciones o las acciones en que se
divida, su valor nominal y su numeración correlativa, con las concretas especificaciones que se exigen en el artículo 23. d) de
la Ley; e) el modo de deliberar y adoptar sus acuerdos los órganos colegiados de la sociedad; y f) el modo o modos de
organizar la administración de la sociedad, expresando además el número de administradores o, al menos, el número máximo
y el mínimo, así como el plazo de duración del cargo y el sistema de su retribución, si la tuvieren; y en la sociedad comanditaria
por acciones, la identidad de los socios colectivos.
Además, también pueden incluirse en la escritura y en los estatutos aquellos pactos y condiciones que los socios juzguen
convenientes, siempre y cuando «no se opongan a las leyes ni contradigan los principios configuradores del tipo social
elegido» (art. 28 LSC). Normalmente, la libertad de pactos se hará expresiva en el contenido de los estatutos con el objetivo
de singularizar las normas de organización y de funcionamiento de la sociedad y de adaptarlas a las concretas características
de ésta. Pero el carácter preferentemente imperativo de la disciplina legal de la anónima determina que sea en el ámbito de
la sociedad limitada donde en la práctica sea más frecuente y extenso el recurso a esta manifestación de la autonomía de la
voluntad de los socios. En efecto, el carácter meramente dispositivo de buena parte de las normas reguladoras de este último
tipo social –que a menudo recogen previsiones de carácter alternativo, de carácter mínimo, aplicables salvo disposición
estatutaria en contrario o a falta de ella, etc.– permite que esos pactos constituyan el cauce a través del cual los socios pueden
dotar a la sociedad de la disciplina convencional más conveniente a sus propósitos y necesidades y acomodar la configuración
de la sociedad a las características de la actividad que pretenden desarrollar. Ahora bien, la exigencia legal de respeto a los
principios configuradores del correspondiente tipo social suscita, por su naturaleza sumamente imprecisa, algunas
dificultades interpretativas. En la práctica esos «principios configuradores» operan como un instrumento puesto a disposición
de los operadores jurídicos (notarios, registradores y, a la postre, jueces y tribunales) para rechazar posibles innovaciones
estatutarias que, sin estar prohibidas por norma alguna, resulten de difícil concordancia con la naturaleza y configuración
legal del tipo social de que se trate, algo que entrañará particular complejidad en el caso de las sociedades limitadas por la
naturaleza híbrida que, según hemos indicado, las caracteriza.
Por otra parte, es muy frecuente que los fundadores o los socios celebren acuerdos o pactos que no se recogen en la escritura
ni en los estatutos y que, sin embargo, afectan directamente a materias relacionadas con el funcionamiento y la operativa de
la sociedad (pactos de adquisición preferente en caso de transmisión de acciones o participaciones sociales, opciones de
compra o venta de ellas, convenios sobre ejercicio del derecho de voto, compromisos de no adoptar determinados acuerdos
sociales o de no hacerlo sin el consentimiento de un determinado socio, acuerdos sobre nombramiento de administradores,
etc.). Son los denominados pactos reservados o pactos parasociales, o acuerdos entre socios, que generalmente se emplean
para regular cuestiones que la ley no permite incluir en los estatutos y que sirven así para prevenir o eliminar posibles
elementos de conflictividad dentro de la organización social; al propio tiempo, estos pactos permiten sustraer de los efectos
de la publicidad registral –a la que sí están sujetos los estatutos– reglas de organización y funcionamiento que por cualquier
motivo no interese divulgar frente a terceros. En lo que hace a la validez y eficacia jurídica de estos pactos, la Ley se limita a
establecer que «no serán oponibles a la sociedad» (art. 29 LSC). Así pues, la eficacia de estos pactos parasociales, que no
tienen más límites en su contenido que los generales de la autonomía de la voluntad, se circunscribe únicamente al ámbito
de las relaciones entre las partes que los celebran; en consecuencia, la sociedad, en su condición de tercero, no resulta
jurídicamente afectada por estos acuerdos y tiene que ajustar en todo momento su conducta a lo que resulte de las reglas
legales o estatutarias (un acuerdo social contrario a los pactos reservados sería plenamente válido, pero el socio que lo
hubiera incumplido incurriría en responsabilidad contractual frente a los demás socios contratantes). Además, como veremos
más adelante, en el caso concreto de las sociedades cotizadas los pactos parasociales que afecten al ejercicio del derecho de
voto en junta o a la libre transmisibilidad de las acciones se sujetan a un régimen especial de publicidad, en virtud del cual
deben comunicarse a la propia sociedad y a la Comisión Nacional del Mercado de Valores y depositarse en el Registro
Mercantil (art. 530 y ss. LSC), con el fin de que puedan ser conocidos por el conjunto de los accionistas e inversores.
Por lo demás, esa mera eficacia inter partes es también la propia de las previsiones de los denominados « protocolos
familiares» que no hayan sido incorporadas a los estatutos. Estos documentos gozan de cierta difusión en la práctica de las
sociedades familiares, combinando normalmente meros principios éticos o axiológicos con auténticos pactos suscritos por
los socios entre sí o con terceros relacionados con ellos por vínculos familiares, mediante los que se pretende dotar a la
sociedad de un marco regulador estable para la organización corporativa y el desarrollo de las relaciones entre la familia, la
propiedad y la empresa. Pero jurídicamente son una simple clase o modalidad de los pactos parasociales, por lo que sólo
poseerán eficacia erga omnes en aquellas disposiciones que figuren incluidas en los estatutos. Esta conclusión no resulta
alterada por la circunstancia de que el Real Decreto 171/2007, de 9 de febrero, relativo a la publicidad de los protocolos
familiares, prevea distintos mecanismos voluntarios para difundir y dar a conocer la existencia y el contenido de estos
protocolos (publicación en la página web de la sociedad, depósito en el Registro Mercantil, etc.). En todos estos casos, y
también en los relativos a las sociedades cotizadas a que anteriormente nos hemos referido, se trata de actuaciones
generadoras de mera información o publicidad noticia frente a terceros, que no producen ningún otro efecto jurídico. La
misma conclusión parece obligada respecto de las denominadas «empresas emergentes» o start-ups, al permitirse en estos
casos la inscripción en el Registro Mercantil de los pactos de socios siempre que no contengan cláusulas contrarias a la Ley
(art. 11.2 de la Ley 28/2022, de fomento del ecosistema de las empresas emergentes).
3. LA SOCIEDAD EN FORMACIÓN Y LA SOCIEDAD DEVENIDA IRREGULAR
La Ley establece un régimen especial para los actos y contratos que puedan celebrarse en nombre de la sociedad una vez
otorgada la escritura y antes de la inscripción de ésta en el Registro Mercantil (sociedad en formación). Este régimen procura
conciliar el habitual interés de la sociedad en comenzar el ejercicio de las actividades propias de su objeto social de forma
inmediata con la necesidad de tutelar a los terceros que contratan con una sociedad en formación que, por tanto, se
encuentra en proceso de fundación y no está plenamente constituida.
La regla general a estos efectos consiste en la responsabilidad solidaria de quienes celebren actos y contratos en nombre de
la sociedad antes de su inscripción en el Registro Mercantil. Cuando los administradores –que han de ser designados en la
escritura– o cualquier apoderado de la sociedad actúen de hecho en nombre de ésta con anterioridad a la inscripción,
concertando relaciones con terceros, la responsabilidad corresponde en principio únicamente y a título personal a quienes
hayan intervenido en el acto o negocio, sin comprometer, por tanto, a la sociedad ni al patrimonio de ésta («responderán
solidariamente quienes los hubiesen celebrado, a no ser que su eficacia hubiese quedado condicionada a la inscripción y, en
su caso, posterior asunción de los mismos por parte de la sociedad», dice el art. 36 LSC). En todo caso, y de acuerdo con la
posibilidad general de ratificar los actos realizados por otra persona, es claro que una vez inscrita la sociedad siempre puede
asumir y aceptar voluntariamente estos actos y contratos celebrados en su nombre durante la fase fundacional (art. 38.1),
en cuyo caso quedará extinguida la responsabilidad personal y solidaria de los celebrantes (art. 38.2).
Pero existen varios supuestos en los que la Ley reconoce la plena capacidad jurídica de la sociedad en formación para obligarse
–sin necesidad, pues, de ratificación posterior– y en los que la responsabilidad correspondería a la propia «sociedad en
formación» con el patrimonio que tuviere (art. 37.1), estando en este caso los socios obligados a responder personalmente
hasta el límite de lo que se hubieren obligado a aportar (art. 37.2). Entrarían aquí, además de las obligaciones que resulten
jurídicamente indispensables para la inscripción de la sociedad (gastos de escritura, liquidación de impuestos, etc.), todos
aquellos actos y contratos que puedan realizar los administradores o cualquier apoderado cuando sean expresamente
habilitados para actuar con anterioridad a la inscripción, ya sea en la escritura de constitución o en virtud de un «mandato
específico» de todos los socios. Pero al margen de estos supuestos, cuando la fecha de comienzo de las operaciones sociales
se haga coincidir con la de otorgamiento de la escritura, la regla –salvo que la propia escritura o los estatutos dispongan otra
cosa– es que «los administradores están facultados para el pleno desarrollo del objeto social y para realizar toda clase de
actos y contratos» (art. 37.3). Son hipótesis, por tanto, en las que se reconoce la existencia, no de una genuina sociedad de
capital (anónima, limitada o comanditaria por acciones), pues ésta adquiere su propia personalidad jurídica –como vimos–
con la inscripción, pero sí de una organización personificada con capacidad plena para actuar de forma inmediata en el tráfico
y para asumir relaciones jurídicas frente a terceros.
En todo caso, con el fin de garantizar que en el momento de la inscripción el capital de la sociedad cuente con una adecuada
cobertura patrimonial, la Ley obliga a los socios fundadores a cubrir las eventuales pérdidas que pueda haber experimentado
el patrimonio de la sociedad por causa de los actos y contratos celebrados durante este período de formación (art. 38.3).
A diferencia de lo que sucede con la sociedad en formación, que alude a las actuaciones realizadas por una sociedad durante
el proceso normal de fundación y antes de su inscripción registral, la Ley denomina sociedad devenida irregular a la sociedad
que no se inscribe en el Registro Mercantil por no existir la intención de inscribirla. La Ley presume que concurre esta situación
cuando se verifique la voluntad de no inscribir la sociedad y, en todo caso, dada la dificultad de probar esa voluntad por su
carácter subjetivo, siempre que transcurra un año desde el otorgamiento de la escritura sin que se solicite la inscripción (art.
39.1).
Habida cuenta de que, como ya sabemos, la falta de inscripción impide la existencia de una sociedad de capital con la
personalidad jurídica correspondiente al tipo social elegido en cada caso y, con ello, la realización del propósito negocial
perseguido por los socios (constituir una sociedad anónima, limitada o comanditaria por acciones), la Ley faculta a éstos para
instar en este caso la disolución de la sociedad no inscrita y obtener así, tras la liquidación del patrimonio común, la cuota
que les corresponda, que «se satisfará, siempre que sea posible, con la restitución de sus aportaciones» (art. 40). Pero
además, al no poder descartarse que la sociedad devenida irregular o no inscrita pueda intervenir en el tráfico contratando
con terceros y manteniendo relaciones jurídicas externas, se dispone que le sean aplicadas las normas de la sociedad colectiva
o, en su caso, las de la sociedad civil (art. 39.1), en función de la naturaleza mercantil o civil de su objeto social. Esto supone
que la sociedad irregular es una sociedad personificada, con capacidad para intervenir en el tráfico y para obligarse por sí
misma, pero que no se rige como tal por la disciplina propia de las sociedades de capital, dado que la falta de inscripción le
priva de uno de los requisitos constitutivos de éstas. Tradicionalmente solía negarse personalidad jurídica a las sociedades
irregulares y se partía, en consecuencia, de la nulidad de todas sus actuaciones. Pero en la actualidad la Ley se decanta
claramente por afirmar la plena validez jurídica de los actos y contratos que puedan celebrar, con el evidente propósito de
tutelar a los terceros que contratan con una sociedad de capital no inscrita confiando, sin duda, en la apariencia de
regularidad que se deriva de su propia actuación en el tráfico.
4. LA NULIDAD DE LA SOCIEDAD
A pesar del control preventivo que desempeñan notarios y registradores en la constitución de las sociedades de capital,
siempre es posible que el proceso fundacional de una sociedad anónima debidamente inscrita en el Registro Mercantil
adolezca de vicios o defectos que afecten a su validez y respecto de los que la inscripción registral no posee efectos sanatorios
o convalidantes. Pero, al mismo tiempo, la inscripción de la sociedad en el Registro y el ejercicio de las actividades propias de
su objeto social, además de generar una apariencia externa de legalidad, da lugar a una organización que puede intervenir
activamente en el tráfico y concertar una multitud de relaciones jurídicas con terceros confiados en esa apariencia y a quienes
el ordenamiento debe proteger. De ahí que la Ley se ocupe de la posible ineficacia del acto fundacional estableciendo un
régimen específico de la nulidad de las sociedades de capital, que se aparta abiertamente de los principios y categorías
generales propios de la nulidad de los negocios jurídicos e implica un cierto reconocimiento de la eficacia del negocio
constitutivo.
Por ello, dentro del marco establecido en esta materia por la Primera Directiva comunitaria de sociedades (codificada ahora
en la Directiva 2017/1132), el artículo 56 de la Ley de Sociedades de Capital enumera siete causas de nulidad que, en atención
al objetivo de conservación de la organización empresarial inspirador de esa Directiva, se hallan tasadas («la acción de nulidad
sólo podrá ejercitarse por las siguientes causas», dice el referido precepto) y que incluso deben ser objeto de una
interpretación restrictiva (STJCE de 13 de noviembre de 1990). Las seis primeras, comunes a todas las sociedades de capital,
son las siguientes: a) no haber concurrido en el acto constitutivo la voluntad de al menos dos socios fundadores (o del único
fundador cuando se trate de sociedad unipersonal); b) la incapacidad de todos los socios fundadores; c) no expresarse en la
escritura de constitución las aportaciones de los socios; d) no expresarse en los estatutos la denominación de la sociedad; e)
no expresarse en los estatutos el objeto social o ser éste ilícito o contrario al orden público; y f) no expresarse en los estatutos
la cifra del capital social. La séptima causa de nulidad se delimita de forma diferente para la sociedad anónima y la de
responsabilidad limitada, en atención al distinto régimen que rige en ellas para el desembolso de su capital al que
posteriormente nos referiremos. Y así, mientras que en la anónima es causa de nulidad no haberse realizado el desembolso
del capital que como mínimo exige la Ley (una cuarta parte del valor nominal de cada una de las acciones en que se divida el
capital: art. 79), en la limitada la nulidad se concreta en la falta de desembolso íntegro del capital (porque la Ley exige en este
caso el íntegro desembolso del valor nominal de cada participación: art. 78).
A partir de esta delimitación de las únicas posibles causas de nulidad, la pieza fundamental del régimen específico que para
el caso establece la Ley está constituida por la previsión (art. 57.1 LSC) de que la sentencia que declare la nulidad de la
sociedad, aunque no constituya propiamente una causa de disolución, opera como si lo fuera y abre su liquidación, que se
practicará siguiendo el procedimiento legalmente establecido para los supuestos generales de disolución. La nulidad de la
sociedad, que ha de declararse necesariamente por resolución judicial, se configura así como una nulidad especial o sui
generis, que nada tiene que ver con las reglas generales sobre ineficacia de los negocios jurídicos: si éstas conciben la nulidad
como una ineficacia radical y de pleno derecho de la que no puede resultar consecuencia jurídica alguna, la nulidad de las
sociedades de capital se concibe como una simple causa de disolución que obliga a la liquidación de la sociedad
defectuosamente constituida y que por tanto no afecta, como dice la Ley, «a la validez de las obligaciones o de los créditos
de la sociedad frente a terceros, ni a la de los contraídos por éstos frente a la sociedad, sometiéndose unas y otros al régimen
propio de la liquidación» (art. 57.2).
Este régimen singular es común para todas las sociedades de capital. Pero tiene, no obstante, una particularidad diferencial
según la declaración de nulidad se refiera a una sociedad anónima o a una limitada. En efecto, mientras que para el primer
caso se dispone que los accionistas estarán obligados al desembolso de la parte de capital que pudiera estar pendiente solo
cuando fuera necesario para que la sociedad satisfaga las obligaciones que tuviese contraídas con terceros, si se trata de la
nulidad de una sociedad limitada por falta de desembolso íntegro de su capital la Ley establece la obligación de los socios de
entregar la parte de capital que no se hallare desembolsada (a lo que, de todos modos, ya estaban obligados), sin condicionar
esta entrega a la circunstancia de que así lo requiera la liquidación de las obligaciones contraídas por la sociedad con terceros
(art. 57.3).
II. LAS APORTACIONES SOCIALES
1. CONCEPTO, DESEMBOLSO Y CLASES DE APORTACIONES
La suscripción o asunción originaria de acciones o participaciones sociales, tanto en la constitución de la sociedad como, en
su caso, en los aumentos posteriores del capital, obliga a los socios a realizar aportaciones a la sociedad, que permiten a ésta
formar su propio patrimonio y cubrir adecuadamente su cifra de capital social. La Ley exige que las acciones en que se divida
el capital de una sociedad anónima y las participaciones sociales en que se divida el de una sociedad limitada habrán de estar
íntegramente suscritas, en el primer caso, e íntegramente asumidas, en el segundo. Además, exige que los socios
desembolsen el valor nominal de las acciones o participaciones (en su totalidad en la sociedad limitada –art. 78 LSC–, al
menos en una cuarta parte de cada una de las acciones en la sociedad anónima –art. 79 LSC–), algo que en ambos casos han
de hacer aportando a la sociedad dinero u otros bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración económica
(bienes muebles o inmuebles, derechos reales y de crédito, de propiedad industrial y comercial, establecimientos mercantiles,
títulos de crédito, etc.).
Como acabamos de ver, el valor nominal de todas las participaciones de las sociedades limitadas ha de hallarse enteramente
asumido y desembolsado, tanto en el momento fundacional como a lo largo de la vida social. Pero en las sociedades anónimas
la Ley permite que el valor nominal de las acciones, cuyo importe también ha de hallarse totalmente suscrito, pueda estar
parcialmente desembolsado, al menos en una cuarta parte de ese importe. Por ello, y aunque la sociedad siempre puede
exigir el pleno desembolso de sus acciones en el momento de la suscripción, en la práctica no es infrecuente –
fundamentalmente en las pequeñas sociedades– que se requiera a los socios un simple desembolso parcial, al no precisarse
de la totalidad de las aportaciones de forma inmediata o por no convenir a los accionistas un desembolso íntegro de su
importe. En estos casos, al verificarse un aplazamiento parcial de la obligación de aportación que contraen al suscribir sus
acciones, los accionistas quedan obligados a aportar posteriormente a la sociedad «la porción de capital que hubiera quedado
pendiente de desembolso» (art. 81.1 LSC).
La entrega a la sociedad de esta porción de capital, denominada en la Ley desembolsos pendientes aunque habitualmente
conocida como dividendos pasivos, viene a ser, en realidad, la obligación fundamental o casi única del socio de una sociedad
anónima. Debe ser aportada «en la forma y dentro del plazo máximo que prevean los estatutos», aunque la decisión social
de exigir su pago, bien en su totalidad o bien en pagos fraccionados, habrá de ser comunicada a los afectados con una
antelación mínima de un mes (art. 81). Por otra parte, aunque el sistema legal parezca ideado para aportaciones dinerarias,
pueden existir también desembolsos pendientes o dividendos pasivos no dinerarios cuando se aplace parcialmente el
desembolso de aportaciones de esta naturaleza, en cuyo caso el plazo para su pago no puede exceder de cinco años desde
la constitución de la sociedad, si las acciones se suscriben en el momento fundacional, o desde el acuerdo de aumento de
capital en el que se hayan suscrito (art. 80). En todo caso, los desembolsos pendientes o dividendos pasivos constituyen una
deuda del socio que no podrá ser condonada por la sociedad (aunque sí podría ser eliminada –como veremos– mediante un
acuerdo de reducción de capital), porque la integridad del capital social cumple una función de garantía de los acreedores
sociales. Por esta última razón, para asegurar el cumplimiento de la obligación de satisfacer su importe, la Ley prevé un
conjunto de medidas frente a los accionistas que estén en mora, situación ésta que se verifica de forma automática –sin
necesidad, pues, de intimación alguna– una vez vencido el plazo fijado para el pago por los estatutos o, en su caso, por los
administradores (art. 82). Así, el accionista moroso queda sujeto a un conjunto de sanciones, que se condensan
esencialmente en la privación o suspensión de su derecho de voto en la junta general, del derecho a percibir los dividendos
activos cuya distribución pueda acordar la sociedad y del derecho de suscripción preferente en la emisión de nuevas acciones
u obligaciones convertibles (art. 83). Del mismo modo, se atribuye a la sociedad un conjunto de remedios excepcionales para
obtener la reintegración de los desembolsos pendientes o dividendos pasivos no satisfechos por el accionista: además de
poder reclamar el cumplimiento de la obligación de desembolso, la Ley faculta a la sociedad para enajenar las acciones de
que se trate por cuenta y riesgo del socio moroso (art. 84.1), otorgando a la sociedad de este modo una especie de facultad
de ejecución privada de su propio crédito, mediante un procedimiento sencillo (v. art. 84.2), con el fin de que pueda aplicar
el precio obtenido al pago de los desembolsos pendientes. Y así, en fin, en el caso de que las acciones que no estén
íntegramente desembolsadas sean transmitidas, su adquirente responderá solidariamente con todos los transmitentes que
le precedan, y a elección de los administradores sociales, del pago de la parte no desembolsada, pudiendo el adquirente que
se vea obligado al pago reclamar posteriormente de los adquirentes posteriores la totalidad de lo pagado hasta llegar en
último término, de este modo, al socio actual.
En otro orden de cosas, se ha de indicar que el desembolso de las aportaciones a las sociedades de capital debe realizarse
siempre mediante entrega a la sociedad de dinero u otros bienes o derechos patrimoniales susceptibles de valoración
económica (v. art. 58.1 LSC) y que cubran el valor nominal –y en su caso la prima– de la acción o participación social que cada
socio suscriba o asuma, no pudiendo ser objeto de aportación –a diferencia de lo que sucede en las sociedades personalistas–
el trabajo o los servicios (art. 58.2). Naturalmente, el trabajo y los servicios podrán constituir el objeto de prestaciones
accesorias de los socios, a las que nos referiremos más adelante, pero la Ley se ocupa de aclarar expresamente que éstas
son «distintas de las aportaciones» y que en ningún caso podrán integrar el capital social (art. 86.1 y 2). En principio, y salvo
que expresamente se estipule de otro modo, las aportaciones se entienden realizadas a título de propiedad (art. 60), de tal
forma que el socio aportante transmite a la sociedad –que adquiere– la plena titularidad del bien o derecho de que se trate.
No siempre la aportación a título de propiedad coincidirá con la aportación de la propiedad de un bien, al poder aportarse
quo ad dominium la titularidad de derechos reales limitados (por ej., un derecho de usufructo o de servidumbre) o de
derechos personales frente a un tercero (por ej., un contrato de arrendamiento). Pero los términos de la Ley también
permiten la realización de aportaciones a título de uso, cuando se aporta a la sociedad el mero uso o goce de un bien o
derecho cuya propiedad conserva el socio aportante; estas aportaciones, cuya validez depende como en todas de su
idoneidad para ser valoradas económicamente, vienen así a instaurar un vínculo jurídico de carácter duradero –similar al que
originaría una relación arrendaticia– entre el aportante y la sociedad, que permite a ésta beneficiarse durante un período de
tiempo del uso del bien o derecho de que se trate.
Por razón de su objeto, hemos de distinguir dos clases de aportaciones sociales: las dinerarias, cuando consistan en dinero,
y las no dinerarias o in natura, cuando recaigan sobre cualquier otro bien o derecho distinto del dinero que sea susceptible
de valoración económica.
De las primeras se ocupan los artículos 61 y 62 de la Ley de Sociedades de Capital. Las aportaciones dinerarias habrán de
establecerse en euros y, si se realizan en otra moneda, «se determinará su equivalencia en euros» (art. 61 LSC). Para que se
considere efectivamente realizado el desembolso de estas aportaciones, la regla general es que éste debe acreditarse ante el
notario autorizante de la escritura fundacional (o, en su caso, de la escritura de ejecución del aumento de capital), bien
mediante certificación expedida por una entidad de crédito en la que conste que se ha depositado en ella y a nombre de la
sociedad la cantidad a desembolsar, bien –lo que es más infrecuente– entregándole esta cantidad al propio notario para que
sea él quien efectúe el depósito (art. 62.1 LSC). El plazo de vigencia de la certificación bancaria se fija en dos meses a contar
de su fecha (art. 62.3 LSC), de tal modo que durante este plazo «la cancelación del depósito por quien lo hubiera constituido
exigirá la previa devolución de la certificación a la entidad de crédito emisora» (art. 62.4 LSC). Este régimen se flexibiliza para
la constitución de las sociedades limitadas, en las que se permite no acreditar la realidad de las aportaciones dinerarias,
aunque solo cuando los fundadores asuman en la escritura una responsabilidad solidaria frente a la sociedad y frente a los
acreedores sociales por dicha realidad (art. 62.2 LSC).
Por lo que se refiere a las aportaciones no dinerarias, que pueden resultar convenientes en atención a la actividad económica
a desarrollar por la sociedad o cuando ésta se cree para explotar bienes o elementos patrimoniales hasta entonces en poder
de los socios, el artículo 63 de la Ley exige que en la escritura de constitución (o, en su caso, en la de ejecución del aumento
de capital) se describan con sus datos registrales, si existieran, y se exprese además la valoración en euros que se les atribuya,
así como la numeración de las acciones o participaciones asignadas en contrapartida de ese valor. Es de tener en cuenta, no
obstante, que cuando se trata de la aportación de una empresa o establecimiento, es posible simplificar estos requisitos de
identificación sustituyendo la descripción individualizada de aquellos bienes o derechos integrantes del establecimiento cuya
titularidad no haya de constar en un registro público (por ej., mercancías, mobiliario, maquinaria, etc.) por la incorporación a
la escritura pública de una relación o inventario de esos bienes y la indicación en la propia escritura del «valor del conjunto o
unidad económica objeto de aportación» (arts. 133.1 y 190.1 RRM). Por otra parte, el régimen de obligaciones y
responsabilidades del aportante (entrega, transferencia del riesgo, saneamiento, etc.) en los casos de aportación de bienes
muebles o inmuebles, derechos de crédito y empresas o establecimientos es el siguiente: si se trata de bienes muebles,
inmuebles o derechos asimilados a ellos, la entrega y saneamiento se rigen por las reglas del Código Civil para la compraventa
y por las del Código de Comercio en lo que se refiere a la transferencia del riesgo (art. 64 LSC); en la aportación de derechos
de crédito, el aportante responderá de la legitimidad de ellos y de la solvencia del deudor (art. 65 LSC); y si lo aportado es un
establecimiento, procederá el saneamiento de su conjunto cuando el vicio o evicción afecten a la totalidad o a alguno de los
elementos esenciales para su normal explotación, así como el saneamiento individualizado de aquellos que tengan un valor
patrimonial importante (art. 66 LSC).
2. RESPONSABILIDAD POR LA REALIDAD Y VALORACIÓN DE LAS APORTACIONES NO DINERARIAS
La cuestión fundamental que suscitan las aportaciones no dinerarias es la de su valoración, por la necesidad de determinar
su auténtico valor económico de forma segura y objetiva. De esta valoración depende, en efecto, no sólo la fijación de la
cuota de participación que ha de corresponder al socio que efectúa la aportación, sino también la correcta integración de la
cifra del capital social y la adecuación de ésta al patrimonio realmente aportado. Pero, como veremos inmediatamente, la
Ley aborda esta cuestión de modo diferente según las aportaciones se realicen a una sociedad anónima o a una limitada.
En el caso de la sociedad anónima, la Ley exige que las aportaciones no dinerarias, cualquiera que sea su naturaleza e
importancia económica, sean objeto de valoración por uno o varios expertos independientes «con competencia profesional»
que han de ser designados por el registrador mercantil del domicilio social; los expertos han de elaborar un informe que
contendrá la descripción de la aportación y su valoración, con indicación de los criterios seguidos para realizarla, en el que
habrán de expresar si esa valoración se corresponde con el valor nominal y, en su caso, con la prima de emisión de las acciones
que se emitan como contrapartida de la aportación (art. 67 LSC). De este régimen general quedan exceptuadas ciertas
aportaciones, como las que consistan en valores mobiliarios cotizados en un mercado oficial o regulado (que se valorarán a
su precio de cotización conforme indica la propia Ley), las aportaciones que ya hubieran sido valoradas por experto
independiente no designado por las partes dentro de los seis meses anteriores a la fecha de realización efectiva de la
aportación, y determinadas aportaciones que se verifican –según veremos– en algunas operaciones de modificación
estructural o de oferta pública de adquisición de acciones (art. 69 LSC). En todos estos casos en los que no se exige el informe
de un experto independiente designado por el Registro Mercantil, los administradores de la sociedad deberán elaborar un
informe describiendo y valorando la aportación en los términos que exige la Ley (art. 70 LSC).
Por último, la Ley (art. 72) también establece algunas cautelas, en cierto modo semejantes a las anteriores, para las
adquisiciones de bienes a título oneroso realizadas por las sociedades anónimas dentro de los dos años siguientes a la
inscripción registral de la escritura de constitución o de transformación de cualquier sociedad en este tipo social, cuando el
importe de esas adquisiciones exceda de la décima parte del capital social: habrán de ser valoradas por uno o varios expertos
independientes en los mismos términos ya indicados y su informe, junto con otro de los administradores justificando la
operación, habrán de ponerse a disposición de los accionistas con la convocatoria de la junta general, a la que habrá de
someterse la operación para su aprobación. Este régimen, habitualmente conocido como «fundación retardada», trata
básicamente de prevenir la posible realización de aportaciones no dinerarias encubiertas, con elusión de los mecanismos
legales de control. Quiere evitar que pueda ser burlado el requisito de la valoración de las aportaciones no dinerarias, cuando
un socio convenga con los fundadores o, en caso de transformación, con la propia sociedad, la suscripción de las acciones en
metálico y la ulterior venta a la sociedad de los bienes que realmente se quieren aportar, recibiendo como precio o
contraprestación el importe anteriormente desembolsado. En todo caso, y con el fin de no entorpecer indebidamente el
funcionamiento de la sociedad, se excluyen de este régimen las adquisiciones comprendidas en las operaciones ordinarias
de la sociedad, así como las que se realicen en un mercado secundario oficial o en subasta pública (art. 72.3). Pero aunque la
finalidad básica de este régimen consista en evitar posibles maniobras destinadas a eludir el régimen de valoración de las
aportaciones in natura, lo cierto es que los términos generales en que se formula le otorgan un alcance práctico mucho
mayor; porque habida cuenta de que sus reglas se aplican a las adquisiciones efectuadas de cualquier persona, y no sólo de
quienes sean fundadores o accionistas de la sociedad (único supuesto en que podría existir una maquinación como la
expuesta), esas reglas vienen a operar de hecho como una norma de tutela del capital social durante el período
inmediatamente posterior a su creación o, en su caso, de la existencia de la sociedad anónima a consecuencia de la
transformación en ella de otra sociedad.
En el caso de la sociedad de responsabilidad limitada, el tratamiento legal de la cuestión relativa a la valoración de las
aportaciones no dinerarias es diferente. En efecto, seguramente con el propósito de reducir costes en la constitución de la
sociedad (o, en su caso, en los aumentos de capital), el legislador ha optado por no recurrir al sistema de valoración de las
aportaciones por experto independiente para asegurar la plena cobertura patrimonial de la porción de capital así
desembolsada, separándose en este punto de lo establecido para las sociedades anónimas. En su lugar, ha dispuesto un
régimen especial de responsabilidad por la realidad y valoración de esta clase de aportaciones que por su rigor puede
propiciar una adecuada fijación del valor de los bienes aportados y, en su caso, debe permitir la subsanación de las
insuficiencias patrimoniales inherentes a una excesiva valoración de estos bienes, de modo que se alcance la necesaria
integridad del capital que con ellos se desembolsa.
La Ley, en efecto, hace solidariamente responsables frente a la sociedad y los acreedores sociales de la realidad de las
aportaciones sociales, y del valor que se les haya atribuido en la escritura pública, a los fundadores, a las personas que
tuvieran la condición de socio en el momento de acordarse un aumento de capital a desembolsar con esa clase de
aportaciones y a quienes adquieran alguna participación que hubiera sido desembolsada con ellas (art. 73.1 LSC). De este
modo, el sistema establecido para velar por la correcta valoración de las aportaciones in natura descansa sobre la imposición
a ese triple conjunto de sujetos de un especial deber de diligencia en la verificación de que esas aportaciones llegan a ser
efectivamente realizadas y de que el valor que se les atribuye en la escritura queda cubierto por el valor patrimonial de lo
que se aporta. Un deber del que deriva para esos sujetos una responsabilidad personal no sólo en los casos en que la
aportación no se haya realizado, sino también cuando la cobertura patrimonial del valor escriturado resulte realmente
insuficiente.
La responsabilidad de todos los fundadores, incluidos aquellos que no hayan realizado esta clase de aportaciones, se explica
porque –como vimos– todos ellos han de prestar su consentimiento al contenido de la escritura fundacional y, al prestarlo,
manifiestan también su conformidad con la valoración atribuida en ella a las aportaciones in natura y con la efectividad de
su realización. Por su parte, la aplicación de este mismo régimen de responsabilidad a quienes sean socios en el momento de
acordarse un aumento de capital, aunque no asuman en él participación alguna, obedece a que el problema de la realización
efectiva y suficiente de estas aportaciones no es diferente en este caso del que se puede suscitar en el proceso fundacional,
razón por la que el legislador ha establecido una disciplina común para las aportaciones cualquiera que sea el momento de
la vida social en que se realicen. Por ello, y del mismo modo que la responsabilidad de los fundadores deriva de haber
consentido el contenido de la escritura fundacional, que incluye la descripción de lo que se aporta y la valoración que se le
atribuye, la de los socios en caso de ampliación del capital deriva de no haber hecho constar en el acta su oposición al acuerdo
de aumento o a la valoración atribuida a la aportación, pues éste es el único instrumento liberatorio de su responsabilidad
que el ordenamiento les proporciona (v. art. 73.2 LSC). Y finalmente, para reforzar este régimen de responsabilidad, la Ley
también hace responsables solidarios a quienes con posterioridad a la fundación o al aumento de capital adquieran cualquier
clase de participaciones que hayan sido desembolsadas mediante aportaciones no dinerarias, por lo que será aconsejable
que quienes pretendan adquirirlas analicen previamente el valor que en su día se les atribuyó (lo que será posible a partir de
los datos obrantes en el Registro Mercantil) y comprueben la efectividad de su realización.
Este sistema de garantía de la realidad y valoración de las aportaciones no dinerarias en la sociedad limitada se complementa
con la adición, sólo para el caso de aumento de capital, de una responsabilidad también solidaria de los administradores por
la diferencia entre su valor real y el que éstos hubieran establecido en el informe que habrán de emitir y poner a disposición
de los socios cuando el contravalor del aumento consista en esa clase de aportaciones (v. arts. 73.3 y 300.1 LSC). Y se completa
con la determinación de los sujetos legitimados activamente para el ejercicio de las correspondientes acciones de
responsabilidad (art. 74) que, por otra parte, prescribirán a los cinco años contados desde el momento en que se hubiera
realizado la aportación (art. 75).
Ha de advertirse, no obstante, que el artículo 76 de la Ley de Sociedades de Capital establece que «los socios cuyas
aportaciones no dinerarias sean sometidas a valoración pericial conforme a lo previsto para las sociedades anónimas quedan
excluidos de la responsabilidad solidaria a que se refieren los artículos anteriores». Esta exclusión legal es a todas luces
imperfecta, pues parece alcanzar únicamente a los socios aportantes y no a las demás personas legalmente responsables,
cuando el régimen de responsabilidad que acabamos de describir alcanza, en cambio, a fundadores, socios, adquirentes de
participaciones e incluso administradores, sin tomar en consideración la circunstancia de que hayan o no realizado
aportaciones in natura. De ahí que deba interpretarse que la exención de responsabilidad prevista en dicho artículo 76 es
aplicable a todos los sujetos responsables conforme al artículo 73, a cuyo efecto cualquiera de los fundadores (o cualquier
socio o administrador, en el caso de aumento) podrá solicitar que se recurra al sistema de valoración, con informe de experto
independiente o sin él, previsto para las sociedades anónimas.
La valoración por un experto independiente es además obligatoria en el caso de las sociedades limitadas que, habiendo
emitido obligaciones, realicen un aumento de capital con aportaciones no dinerarias (art. 401.2 LSC). De este modo se
refuerzan las garantías de correcta integración del capital de las concretas sociedades limitadas que hayan acudido al mercado
a través de este instrumento de financiación, en defensa de los intereses de los propios obligacionistas.
III. LAS PRESTACIONES ACCESORIAS
1. CONCEPTO Y CONTENIDO
Al margen de las aportaciones sociales que necesariamente han de hacer los socios, en los estatutos de las sociedades de
capital se pueden establecer prestaciones accesorias o, lo que es lo mismo, obligaciones a cargo de todos o algunos de los
socios que son distintas de la principal de realizar las aportaciones comprometidas por cada uno de ellos. La característica
legal que mejor las define es, en efecto, que no constituyen una aportación en sentido jurídico (art. 86.1 LSC), ni pueden por
tanto integrar el capital social (art. 86.2). Además, como su propia denominación indica, tienen por naturaleza un carácter
accesorio, al tratarse de prestaciones que sólo pueden ser asumidas por los socios (no por terceros) en conexión con la
obligación esencial e inderogable de realizar una aportación al capital social. Por otra parte, siendo las prestaciones accesorias
de más frecuente recurso en las sociedades de responsabilidad limitada, nada impide su establecimiento en las anónimas,
como sucede con frecuencia en la práctica de las sociedades de carácter «familiar».
Normalmente, su configuración definitiva vendrá precedida de tratos y compromisos entre la sociedad y el socio o socios
afectados. Pero esta circunstancia no permite considerar a las prestaciones accesorias como unas obligaciones que traigan
causa de un negocio directamente concluido entre el socio y la sociedad. Se trata, en efecto, de obligaciones de naturaleza
social y origen estatutario que se amparan en el principio de libertad de pactos sociales reconocido por la propia Ley, lo que
implica que, cuando menos, su condición de tales ha de poder deducirse con claridad del contenido de los estatutos.
Por razón de este carácter estatutario, impuesto por la Ley (art. 86.1), su creación (salvo cuando tenga lugar en el acto
constitutivo), modificación y extinción anticipada han de ser acordadas con los requisitos previstos para las modificaciones
estatutarias pero, además, en atención a su carácter obligacional, requieren el consentimiento individual de los obligados
(arts. 89.1 y 291 LSC), quienes han de ser necesariamente socios. De otra parte, el establecimiento de prestaciones accesorias
no está sometido al principio de igualdad, pudiendo afectar, como hemos indicado, a todos los socios o sólo a algunos de
ellos y siendo posible, como también admite la Ley (art. 86.3), que los estatutos no impongan la obligación de realizarlas a
uno o varios socios, sino que simplemente vinculen esa obligatoriedad a la titularidad de una o varias participaciones o
acciones específicamente determinadas, cualquiera que sea el titular de ellas.
En lo que se refiere a su contenido, también en este caso se halla abierto a una amplia gama de posibilidades, de tal modo
que las prestaciones accesorias pueden consistir en todo lo que pueda ser objeto de obligación según el artículo 1088 del
Código Civil: dar, hacer o no hacer alguna cosa. Las primeras comprenden toda dación de dinero, bienes o derechos de
cualquier clase a favor de la sociedad, e incluso simples cesiones de uso o de goce, y su utilidad radica en que pueden servir
para fortalecer la situación patrimonial de la sociedad, complementando al capital, pero sin someterse al régimen jurídico de
éste. Por su parte, las prestaciones de hacer ofrecen un particular interés, porque, permitiendo imponer a todos o a alguno
de los socios la obligación de realizar para la sociedad determinados trabajos o servicios, pueden servir para sustituir en su
función a las aportaciones consistentes en mera industria o trabajo que, como hemos indicado, no son admitidas por la Ley;
cabría también prever como prestación accesoria el cumplimiento de un pacto parasocial o acuerdo de socios (como ha
aceptado con carácter general la DGSGFP y como prevé expresamente el art. 11.2 de la Ley 28/2022 en relación con las
denominadas «empresas emergentes» o start-ups). Por último, las de no hacer consisten, obviamente, en puras obligaciones
de abstención y entre ellas tal vez las más difundidas sean las de no realizar actividades competitivas con la sociedad, por ser
una actuación que la Ley prohíbe con carácter general –como veremos– a los administradores pero no a los socios.
Partiendo de estas premisas, la Ley no somete las prestaciones accesorias a ninguna limitación por razón de su contenido o
finalidad, que pueden ser muy diversos (por ej. proveer financiación a la sociedad, cubrir pérdidas, prestar asistencia técnica
o una actividad profesional, desempeñar el cargo de administrador, incluso –como ha admitido la DGFPSJ– cumplir un
acuerdo de socios o pacto parasocial, etc.), ni tampoco por razón de la modalidad de cumplimiento (instantáneo, periódico,
a plazo, continuado, etc.). Únicamente exige que en los estatutos se exprese «el contenido concreto y determinado» de la
prestación debida (art. 86.1), lo que no debe impedir la posibilidad de que ese contenido sea determinable conforme a lo
establecido en el artículo 1273 del Código Civil, ni tampoco el sometimiento de la obligación a una condición o a un plazo.
2. ASPECTOS ESENCIALES DE SU RÉGIMEN JURÍDICO
Las prestaciones accesorias pueden ser gratuitas o remuneradas y, aunque la Ley deja amplia libertad para configurarlas o
no como relaciones jurídicas de cambio, lo normal será que los socios pretendan obtener alguna ventaja como
contraprestación a sus propias prestaciones. Tal vez por ello, el legislador no se ha ocupado de las de carácter gratuito y sólo
ha tomado en consideración las remuneradas, disponiendo al efecto, de un lado, que en los estatutos habrá de determinarse
la compensación a recibir por los socios que las realicen y, de otro lado, que la cuantía de esta compensación no podrá exceder
del valor que corresponda a la prestación (art. 87 LSC), para evitar que por esta vía pueda llegar a producirse una devolución
encubierta de aportaciones. En todo caso, la determinación de su carácter gratuito o retributivo o, cuando proceda, de las
garantías previstas en su cumplimiento es una mención que ha de constar necesariamente en los estatutos, pues, si bien la
Ley no se expresa con claridad en este punto, así lo exige el Reglamento del Registro Mercantil (art. 187.1). Y en cuanto se
refiere a la constancia estatutaria de la compensación a recibir por los socios que, como hemos indicado, sí viene legalmente
exigida, no parece necesario que se traduzca en una expresión concreta de su cuantía, debiendo considerarse
suficientemente cumplimentada esta exigencia cuando los estatutos establezcan con precisión un sistema de retribución (fija
o variable, indiciada o no, dineraria o no, mediante participación en resultados, etc.), el órgano social competente para
determinarla y los criterios (porcentajes, límites, etc.) con arreglo a los cuales habrá de ser fijada y satisfecha su cuantía en
cada caso.
En otro orden de cosas, y aun cuando es lo cierto que las prestaciones accesorias no han nacido para circular, no se puede
descartar que pueda llegar a interesar su transmisión por actos inter vivos. La Ley no contempla, sin embargo, la posibilidad
de transmitir la sola prestación accesoria sin transmitir al mismo tiempo alguna participación o acción (lo que podrá suceder
cuando la prestación accesoria haya sido establecida con carácter personal y, por tanto, no vinculada a una o varias
participaciones o acciones concretas), aunque nada debería impedirlo siempre que quien se subrogue en la obligación del
transmitente tenga la condición de socio (las prestaciones accesorias sólo pueden ser a cargo de socios) y la transmisión de
la prestación sea autorizada por la junta general con la mayoría prevista para las modificaciones estatutarias. Sí considera, en
cambio, la posibilidad de que se pretendan transmitir por actos inter vivos de carácter voluntario participaciones o acciones
que lleven expresamente vinculada la obligación de realizar alguna prestación accesoria, lo que implicaría la transmisión de
esta última, y la posible transmisión de alguna participación o acción perteneciente a un socio que se halle personalmente
obligado a realizar prestaciones accesorias, requiriendo en ambos casos que la transmisión sea autorizada por la sociedad
mediante acuerdo que, salvo disposición estatutaria en contrario, deberá adoptar la junta general (art. 88).
Por último, hemos de indicar que, independientemente de las acciones que las sociedades de capital puedan ejercitar frente
a los socios que no cumplan la obligación de realizar las prestaciones accesorias a su cargo, el incumplimiento de esta
obligación es una de las causas legales que permiten acordar la exclusión de los socios en la sociedad de responsabilidad
limitada (art. 350 LSC), aunque no en la anónima, por no haberlo dispuesto así el legislador. Ahora bien, la adopción de este
acuerdo sólo parece posible, en principio, cuando se trate de un incumplimiento voluntario, porque con carácter general y,
por ello, tanto cuando se trate de una sociedad limitada como anónima, el artículo 89.2 de la Ley de Sociedades de Capital
establece que, salvo disposición estatutaria en contrario, en caso de incumplimiento por causas involuntarias no se perderá
la condición de socio.
LECCIÓN 19 LAS SOCIEDADES DE CAPITAL. LAS ACCIONES Y LAS PARTICIPACIONES
SOCIALES. LAS OBLIGACIONES (I)
Sumario: I. Las acciones y participaciones en general 1. La acción y la participación como parte del capital social. Valor nominal,
valor razonable y precio de emisión 2. La acción y la participación como expresión de la condición de socio A. Derechos atribuidos
por la acción y la participación B. Clases de acciones y participaciones. Las posibles desigualdades de derechos C. Las acciones y
las participaciones sin voto 3. La representación de las acciones y participaciones A. Consideraciones generales B. La
representación de las acciones. Títulos y anotaciones en cuenta C. La representación de las participaciones sociales
II. La transmisión de las acciones y de las participaciones sociales 1. El carácter esencialmente transmisible de acciones y
participaciones 2. Formas de transmisión A. Acciones B. Participaciones 3. Las restricciones estatutarias a la libre transmisibilidad
A. Diferencias tipológicas entre la sociedad anónima y la limitada B. Modalidades o clases de restricciones C. El régimen legal
supletorio en la sociedad limitada

I. LAS ACCIONES Y PARTICIPACIONES EN GENERAL


1. LA ACCIÓN Y LA PARTICIPACIÓN COMO PARTE DEL CAPITAL SOCIAL. VALOR NOMINAL, VALOR RAZONABLE Y
PRECIO DE EMISIÓN
Mientras que en la sociedad anónima el capital social se divide en acciones (art. 1.3 LSC), en las sociedades limitadas se
divide en participaciones sociales (art. 1.2 LSC). Tanto las acciones como las participaciones representan por ello partes
alícuotas del capital social (art. 90 LSC). La parte que corresponde a cada acción o participación en el capital constituye el
denominado valor nominal, que se refleja en un importe aritmético –expresado en euros, como el capital– que debe
recogerse necesariamente en los estatutos [art. 23.d) LSC]. El valor nominal es de libre determinación por cada sociedad, al
no establecer la ley ningún importe máximo ni mínimo y al no exigirse tampoco que el valor nominal represente un múltiplo
o divisor de una determinada cantidad. En la práctica lo usual es fijar el valor nominal en importes relativamente reducidos
(1 euro, 2 euros,...), con el fin de facilitar las posibilidades de transmisión de las acciones y participaciones.
Lo más habitual es que todas las acciones y participaciones de una sociedad tengan el mismo valor nominal, pero no
necesariamente ha de ser así. Dentro de una misma sociedad pueden existir acciones y participaciones con distinto valor
nominal (que en el caso específico de la sociedad anónima reciben la denominación de series: art. 94.1 LSC), que por tanto
atribuirían a sus titulares cuotas o intereses distintos en el capital social. Pero en todo caso, y por definición, siempre ha de
existir una correlación entre la suma de los valores nominales de las acciones o participaciones en que se divide el capital y
el importe de éste.
El valor nominal –al tener el mismo carácter fijo y convencional que la cifra de capital– no suele coincidir con el valor real o
valor razonable, que suele ser el único valor relevante a efectos de la transmisión de las acciones o participaciones. Este valor
real o razonable representa el mejor indicador del auténtico valor económico de las acciones o participaciones, al reflejar los
derechos o expectativas que indirectamente corresponden a cada acción o participación sobre el patrimonio de la sociedad,
en función, no sólo del valor contable de éste, sino también de las reservas latentes y de las expectativas o rendimientos
esperados de la actividad social. De ahí que el valor real o razonable tampoco suela coincidir con el valor contable o valor
neto patrimonial, que al atender solamente a los valores contables o teóricos del patrimonio social tiene una naturaleza
convencional y no valora a la sociedad como empresa en funcionamiento con capacidad para generar ganancias en el futuro.
La relación entre el valor razonable y el valor nominal viene determinada por su distinto significado: el primero será superior
al segundo cuando el valor económico de la sociedad sea superior al capital, e inferior en caso contrario. El valor razonable
es por tanto una categoría esencialmente económica. En el caso de las sociedades anónimas cotizadas el legislador presume
que se corresponde –salvo que se justifique lo contrario– con el valor de la cotización bursátil (art. 504.3 LSC), esto es, con el
precio al que en cada momento se negocian o transmiten las acciones en el mercado de valores. Y en las demás sociedades,
el valor razonable será el valor que previsiblemente tendrían las acciones o participaciones en transacciones ordinarias de
mercado entre partes independientes (v. art. 38 bis.2 C. de C.).
Una sociedad nunca puede emitir acciones o crear participaciones por debajo de su valor nominal (art. 59.2 LSC), de tal forma
que éste marca la aportación mínima que puede exigirse por la suscripción o asunción; en caso contrario, como el valor
nominal refleja la porción que corresponde a cada acción o participación dentro del capital, una parte de éste quedaría al
descubierto y sin la debida cobertura patrimonial. En cambio, es posible emitir las acciones o participaciones con prima (art.
298.1 LSC), es decir, con la obligación de pagar por ellas un precio superior al importe nominal. En caso de aumento del
capital, es habitual que la sociedad exija una prima para ajustar el precio exigido por las nuevas acciones o participaciones a
su verdadero valor razonable o de mercado, con el fin de robustecer el patrimonio social y de evitar la posible desvalorización
–o «aguamiento»– de las antiguas (cuando la contraprestación recibida por las nuevas acciones o participaciones no
incrementa el patrimonio en la misma medida o proporción en que se aumenta la cifra de capital, se produce una dilución
del contenido o sustancia patrimonial de las antiguas). Pero la prima puede ser empleada también como un mecanismo
ordinario de financiación de la sociedad, si por ejemplo los socios se obligan a desembolsar por las nuevas acciones o
participaciones una cantidad superior a lo que sería su valor razonable. En todo caso, la Ley no obliga por principio a emitir
las acciones o participaciones con prima o a fijarla en un determinado importe, pues la posible dilución patrimonial que
pueden experimentar los antiguos socios como consecuencia de un aumento de capital se ve compensada –como veremos–
con la atribución a los mismos de una preferencia para suscribir las nuevas acciones o asumir las nuevas participaciones (el
derecho de suscripción preferente en la sociedad anónima, el derecho de asunción preferente en la sociedad limitada).
Precisamente por ello, como veremos, La ley sólo obliga a emitir las nuevas acciones o participaciones con prima cuando la
sociedad acuerde la exclusión de dicho derecho [art. 308.2.c) LSC], con el fin de garantizar que los terceros que las suscriban
o asuman lo hagan a su verdadero valor razonable y sin menoscabar la posición económica de los antiguos socios. Siendo la
prima de emisión o de asunción un sobreprecio o excedente en relación al valor nominal, su importe no se adscribe ni forma
parte del capital social, sino que queda reflejado en una reserva o cuenta separada del pasivo que, en principio, se caracteriza
por ser de libre disposición para la sociedad.
Tanto las acciones como las participaciones sociales son indivisibles (art. 90 LSC). Se denota así que el socio no puede
fraccionar sus acciones o participaciones en otras de menor valor nominal por su propia iniciativa, al igual que tampoco puede
reagruparlas. El valor nominal y la determinación del número de acciones o participaciones en que se divide el capital son
menciones obligatorias de los estatutos sociales, por lo que sólo mediante un acuerdo de modificación de éstos adoptado
por la junta general –en los términos que veremos– puede una sociedad realizar cualquiera de dichas operaciones. En el caso
de las sociedades anónimas cotizadas, por ejemplo, no son infrecuentes las operaciones de división del valor nominal de las
acciones existentes sin alteración de la cifra global del capital (las conocidas como operaciones de split), que comportan la
división de éste en un mayor número de acciones con el fin de facilitar sus posibilidades de transmisión y, por tanto, su
liquidez bursátil; también son habituales las operaciones de signo contrario, cuando las acciones existentes se agrupan en
acciones de mayor valor nominal (las denominadas operaciones de contrasplit). La indivisibilidad implica también que los
derechos inherentes a la condición de socio, que van asociados –como veremos– a la titularidad de al menos una acción o
participación, tampoco pueden ser escindidos, por lo que no pueden ser cedidos o negociados por separado en caso de
transmisión de la acción o participación.
Las acciones y participaciones, en cambio, son acumulables (art. 90 LSC). Sin perjuicio de la individualidad y autonomía
jurídica de las acciones o participaciones en que se divida el capital social, un socio puede ser titular de varias e, incluso, de
todas ellas, como en el caso de las sociedades unipersonales. Y esta acumulación puede verificarse tanto en el momento de
constitución de la sociedad como en cualquier otro posterior mediante la adquisición por el socio de nuevas acciones o
participaciones, ya sea a título originario (suscripción de nuevas acciones o asunción de participaciones en un aumento de
capital) o derivativo (adquisición por cualquier título de acciones o participaciones de otro socio). En términos generales, el
número de acciones o participaciones poseídas –o, para ser más precisos, el valor nominal conjunto de estas acciones o
participaciones cuando no todas tengan el mismo valor nominal– suele determinar la medida o extensión de los derechos de
un socio dentro de la sociedad, aunque también este principio admite –como veremos– ciertas excepciones.
2. LA ACCIÓN Y LA PARTICIPACIÓN COMO EXPRESIÓN DE LA CONDICIÓN DE SOCIO
A. Derechos atribuidos por la acción y la participación
La condición de socio va indisolublemente unida a la titularidad de la acción en la sociedad anónima y de la participación
en la sociedad limitada. La acción y la participación, además de encarnar el singular vínculo o relación jurídica que se deriva
del contrato de sociedad y de la consiguiente pertenencia a ésta, refleja también un derecho subjetivo de naturaleza
compleja, pues atribuye a su titular una posición jurídica –la condición de socio– con un determinado contenido patrimonial
y personal que puede ser objeto de negocios jurídicos (compraventa, prenda, etc.).
La Ley de Sociedades de Capital (art. 93) formula una enumeración expresa de los derechos del socio. Estos derechos son
el de participar en el reparto de las ganancias sociales, el de participar en el reparto del patrimonio resultante de la
liquidación, el derecho de suscripción preferente en la emisión de nuevas acciones (u obligaciones convertibles en acciones)
o el de asunción preferente en la creación de nuevas participaciones, el de asistir y votar en las juntas generales, el de
impugnar los acuerdos sociales y el derecho de información. Mientras que los tres primeros son fundamentalmente
derechos de naturaleza económico-patrimonial, los tres últimos tienen un carácter esencialmente político y funcional.
En todo caso, el alcance de esta enumeración legal debe ser relativizado. De un lado, se trata aquí de derechos mínimos,
dado que distintos preceptos legales reconocen otros derechos sustanciales que también integran el contenido jurídico-
económico de las acciones y participaciones, como el de transmisión, el derecho de separación de la sociedad, el de
asignación gratuita de acciones o participaciones en los aumentos de capital con cargo a reservas, etc. Y de otro lado, los
derechos enumerados tampoco son derechos absolutos, pues su alcance y condiciones de ejercicio han de determinarse
de acuerdo con lo previsto en la propia Ley (que incluso permite en ocasiones la exclusión o limitación de algunos de ellos)
y, en su caso, cuando se trate de derechos de naturaleza dispositiva, en los estatutos de la sociedad de que se trate.
B. Clases de acciones y participaciones. Las posibles desigualdades de derechos
Aunque tanto la acción como la participación confieren un conjunto de derechos, ello no significa que éstos tengan que ser
necesariamente iguales dentro de una misma sociedad, en el sentido de guardar una rigurosa equivalencia proporcional
con el valor nominal de la acción o de la participación. Lo más habitual en términos prácticos es que en una sociedad todas
las acciones o participaciones atribuyan unos mismos derechos, en cuyo caso no habrá más diferencias entre los socios que
las que puedan derivarse de su distinto grado de participación en el capital. Pero es posible que una sociedad agrupe a
socios con intereses divergentes (gestores, empleados, financiadores, etc.), por lo que la Ley permite que los estatutos
sociales puedan crear acciones o participaciones con un diverso contenido de derechos. No obstante, existen diferencias
significativas entre la sociedad anónima y la limitada en relación con el contenido y alcance de estas posibles desigualdades.
En el caso específico de la sociedad anónima, el legislador denomina «clase» a las acciones que atribuyan los mismos
derechos (art. 94.1 LSC). Ello permite distinguir también entre las acciones «ordinarias» o comunes, que son aquellas que
atribuyen a sus titulares el régimen normal de derechos y obligaciones integrantes de la condición de socio, y las acciones
«privilegiadas» o preferentes, cuando se trate de acciones que concedan ventajas o privilegios económicos en relación a
las ordinarias. Pero la misma categoría de «clase» puede ser trasladada –pese al silencio legal– a las participaciones sociales,
cuando en una concreta sociedad limitada los socios opten por crear participaciones con un distinto contenido de derechos
(aunque en este caso, al ser mayores los derechos –como vamos a ver– que la Ley permite regular de manera desigual o no
proporcional, no necesariamente unas participaciones tienen que ser privilegiadas en relación a otras, pues podrían existir
varias clases -e incluso participaciones singulares- que atribuyeran preferencias o privilegios distintos).
Tanto en la sociedad anónima como en la limitada la ventaja o preferencia frente a las restantes acciones o participaciones
puede ir referida al derecho de participación en las ganancias –al cobro de dividendos– o al derecho de participación en el
patrimonio resultante de la liquidación –a la cuota de liquidación–. Estos derechos económicos pueden ser configurados en
los estatutos sociales de manera desigual, tanto en lo que se refiere a la proporcionalidad entre el valor nominal de la acción
o participación y la medida de atribución de dichos derechos, como mediante el reconocimiento de prioridades para su
ejercicio, y todo ello mediante el recurso a las más variadas combinaciones. Así, es posible que las acciones o participaciones
de una misma sociedad tengan atribuido un derecho a percibir dividendos, la cuota de liquidación o ambos a la vez de una
forma que no sea rigurosamente proporcional a su valor nominal ni tenga igual medida para todas ellas, de la misma forma
que esos derechos pueden estar sometidos a diferentes órdenes de preferencia o prioridad en su ejercicio (derecho a
percibir un dividendo preferente, sin perjuicio de concurrir con las otras acciones o participaciones al reparto de los
beneficios restantes; derecho exclusivo sobre una parte de los beneficios de cada ejercicio; derecho de preferencia para
recuperar el valor nominal de las acciones o participaciones en caso de liquidación de la sociedad; etc.). La configuración
precisa de estos derechos corresponde a los estatutos, que deben determinar su alcance y contenido dentro de los
márgenes legales que en su caso resulten aplicables (v. art. 95 LSC en relación con los dividendos preferentes y art. 392 en
relación con la cuota de liquidación, con algunas especialidades –art. 498– para las sociedades cotizadas). Con todo, el
privilegio no puede consistir en ningún caso – como precisa el art. 96.1 LSC– en el «derecho a percibir un interés, cualquiera
que sea la forma de su determinación», pues una sociedad no puede obligarse a repartir dividendos, aunque sean
preferentes, si no se cumplen los requisitos legalmente exigidos –que veremos– para proceder a cualquier reparto de
beneficios entre sus socios. Y es que tanto las acciones como las participaciones se caracterizan precisamente por vincular
su rentabilidad a los resultados económicos de la sociedad (por contraposición a los llamados valores de renta fija o de
deuda, como serían las obligaciones, que típicamente incorporan el derecho a percibir un interés periódico que debe ser
abonado con independencia de los resultados positivos o negativos de la sociedad).
A diferencia de los derechos económicos, la posibilidad de que la libertad estatutaria para configurar el régimen de derechos
de las acciones y participaciones incida o no sobre los derechos políticos ofrece una significativa diferencia entre las
sociedades anónimas y las sociedades limitadas. En el caso de la sociedad anónima se prohíbe de forma terminante la
emisión de acciones «que de forma directa o indirecta alteren la proporcionalidad entre el valor nominal y el derecho de
voto» (arts. 96.2 y 188.2 LSC). El derecho de voto, por tanto, ha de atribuirse en todo caso de forma rigurosamente
proporcional a la participación en el capital (con las únicas excepciones –que veremos– de las acciones sin voto, de las
limitaciones estatutarias del número máximo de votos y -en el caso específico de las sociedades cotizadas- de las
denominadas «acciones de lealtad»). Pero no ocurre así en la sociedad de responsabilidad limitada, pues en este caso no
existe ninguna prohibición similar (v. art. 96.3 LSC) y el reconocimiento de un voto proporcional a la participación social
opera sólo –en los términos del art. 188 LSC– «salvo disposición contraria de los estatutos». En consecuencia, en las
sociedades limitadas –a diferencia de las anónimas– es posible establecer clases de participaciones o participaciones
singulares que, a igualdad de valor nominal, atribuyan un diferente número de votos. Y ello puede hacerse atribuyendo a
una o varias de ellas un voto plural en sentido estricto ( v.gr., atribución a algunas participaciones de un derecho de voto
doble o triple) o mediante cualquier otra fórmula indirecta que permita obtener el mismo resultado (como la atribución a
un grupo de socios integrantes de una clase de participaciones de igual número de votos que al resto de las participaciones,
el otorgamiento de un voto por cabeza con independencia del número o valor nominal de las participaciones poseídas, el
reconocimiento de un mismo voto a participaciones de distinto valor nominal, etc.). Además, los privilegios en materia de
voto pueden reconocerse con carácter general o, por el contrario, limitarse en cuanto a su alcance objetivo (en el sentido
de preverse sólo para la aprobación de determinados acuerdos previstos en los estatutos) o temporal (si por ej. se atribuyen,
no de forma indefinida, sino para un período de tiempo limitado).
Por lo que se refiere a los restantes derechos de socio, tanto en la sociedad anónima como en la limitada se prohíben
expresamente posibles desigualdades o privilegios en relación con el derecho de preferencia para la suscripción de nuevas
acciones o la asunción de nuevas participaciones (art. 96, apdos. 2 y 3, LSC). Como veremos, este derecho de suscripción o
de asunción preferente trata de proteger a los socios frente a los efectos lesivos que puede comportar un aumento de
capital (pérdida de poder político en la sociedad y, eventualmente, dilución del contenido patrimonial o económico de las
acciones o participaciones poseídas), y de ahí que el mismo deba corresponder necesariamente a todos los socios en
proporción al valor nominal de sus acciones o participaciones, por ser éste el factor determinante del grado de participación
en la sociedad. Por las mismas razones, y a mayor abundamiento, tampoco cabe admitir posibles desigualdades en relación
con el derecho de asignación gratuita de las nuevas acciones o participaciones en caso de aumento de capital con cargo a
reservas, pues éste –como veremos– se traduce en una simple transformación de reservas o beneficios que figuran en el
patrimonio social y que, como tales, se integraban ya en la posición económica de los socios.
En relación con otros derechos, como pudiera ser el de separación, la Ley admite un amplio margen de configuración
estatutaria del propio derecho, por lo que cabría prever reglas desiguales entre distintas clases de acciones o participaciones
(por ej., estableciendo una causa estatutaria de separación a favor únicamente del titular de una o varias acciones o
participaciones determinadas). Y tratándose de otros derechos de naturaleza más instrumental, como los de información o
–en el caso de la sociedad limitada– el de inspección contable, parece que debería admitirse la posibilidad de que, sin privar
a ningún socio del contenido esencial que la ley atribuye a estos derechos y consideradas las circunstancias concurrentes
en cada caso, ese contenido esencial pudiera ser ampliado o mejorado por vía estatutaria para algún socio. A esta conclusión
debe conducir la libertad de configuración legalmente admitida para otros derechos más relevantes, como los de
participación en los beneficios y en la liquidación o –en el caso específico de las sociedades limitadas– en el de voto, así
como la relevancia que el propio legislador otorga a la autonomía de la voluntad para establecer el contenido de los
estatutos.
Por lo demás, las clases de acciones o participaciones privilegiadas no deben confundirse con una modalidad de valor, de
incierta naturaleza jurídica, que ha encontrado una gran difusión –y polémica– en la práctica española, representada por
las denominadas «participaciones preferentes» (que regula la disp. adic. 1.ª de la Ley 10/2014). A pesar de su
denominación, no se trata propiamente de participaciones sociales emitidas por sociedades limitadas, sino de valores que
sólo están autorizadas a emitir las entidades de crédito (bancos, cajas de ahorro, etc.) y las sociedades cotizadas. Son valores
«híbridos» entre el capital y la deuda, cuya remuneración –que puede ser cancelada discrecionalmente por el órgano de
administración– se vincula a la existencia de beneficios o reservas distribuibles, aunque no otorgan derechos políticos ni
derecho de suscripción preferente respecto de futuras emisiones y pueden ser amortizados o rescatados a partir de cierto
plazo por la sociedad emisora.
C. Las acciones y las participaciones sin voto
Como hemos visto, el derecho de voto –que se concibe como un derecho inherente a la cualidad de socio– no puede ser
objeto de ningún tipo de privilegio o preferencia en la sociedad anónima (con la única excepción -que veremos- de las
denominadas «acciones de lealtad» que pueden emitir las sociedades cotizadas), aunque sí en la sociedad de
responsabilidad limitada. Sin embargo, en ambos tipos sociales la Ley permite la posible creación o emisión de
participaciones o acciones sin voto, aunque sólo hasta un importe equivalente a la mitad del capital social (art. 98 LSC).
Estas acciones o participaciones tienen un carácter privilegiado, toda vez que la supresión del derecho de voto se compensa
con la atribución de unos mayores derechos económicos. En el caso concreto de las sociedades anónimas, las acciones sin
voto podrían servir teóricamente a las necesidades de financiación de las grandes sociedades cotizadas, atrayendo a los
pequeños accionistas que conciben su participación en la sociedad como una simple inversión económica y que
prácticamente no otorgan valor alguno a los derechos políticos (aunque lo cierto es que las acciones sin voto apenas han
encontrado difusión práctica en nuestro mercado de valores). Pero además, las acciones o participaciones sin voto podrían
emplearse también para configurar o consolidar situaciones de control sobre la sociedad, reservando aquéllas a quienes
inviertan en la sociedad con un interés puramente financiero y concentrando los derechos políticos en los socios
directamente interesados en la gestión social.
El carácter privilegiado de estas acciones o participaciones se manifiesta básicamente en el derecho que atribuyen a percibir
un dividendo anual mínimo (art. 99 LSC), que la sociedad ha de determinar en los estatutos sociales con carácter fijo o
variable, y que viene a añadirse o acumularse al derecho a recibir el mismo dividendo que pueda repartirse a las acciones
o participaciones ordinarias; además, para garantizar la efectividad de este dividendo mínimo, la Ley obliga a la sociedad a
repartirlo siempre que existan beneficios distribuibles (y en caso de no poder hacerlo por falta de beneficios, la regla –
aunque dispositiva para las sociedades cotizadas: art. 499.2 LSC– es que el dividendo insatisfecho debe satisfacerse en los
cinco ejercicios siguientes y que, mientras tanto, las acciones o participaciones sin voto atribuyen este derecho en las
mismas condiciones que las ordinarias). Aparte del privilegio del dividendo mínimo, que es el más significativo, la Ley
concede a las acciones o participaciones sin voto otra serie de beneficios en caso de liquidación de la sociedad (preferencia
para obtener el reembolso del valor desembolsado antes de que se distribuya cantidad alguna a las demás acciones o
participaciones: art. 101 LSC) y de reducción de capital por pérdidas (derecho a no verse afectadas por esa reducción
mientras no supere el valor nominal de las restantes acciones o participaciones: art. 100 LSC).
Pero aparte de estos privilegios, se trata de auténticas acciones y participaciones, que atribuyen a sus titulares la condición
de socios y que otorgan, con exclusión del derecho de voto (y en su caso del derecho de suscripción preferente, aunque
solo sí se trata de sociedades cotizadas: art. 499.2 LSC), todos los demás derechos inherentes a dicha condición (art. 102
LSC).
El régimen legal de las acciones y participaciones sin voto se cierra con la exigencia de un acuerdo mayoritario de las mismas
para las modificaciones estatutarias que lesionen directa o indirectamente los derechos que les corresponden (art. 103
LSC); se evita así, lógicamente, que el régimen de derechos de estas acciones o participaciones pueda ser modificado a
través de un acuerdo adoptado por los titulares de las restantes acciones o participaciones reunidos en junta, lo que
constituye una simple manifestación del principio general que rige en las sociedades anónimas para las modificaciones de
estatutos que perjudiquen a una clase de acciones (art. 293 LSC).
3. LA REPRESENTACIÓN DE LAS ACCIONES Y PARTICIPACIONES
A. Consideraciones generales
La principal diferencia entre las acciones y las participaciones, y uno de los más importantes rasgos tipológicos que
distinguen a la sociedad anónima y a la sociedad de responsabilidad limitada, radica en la forma de representación de unas
y otras. En efecto, en la sociedad anónima las acciones pueden estar representadas por medio de títulos o de anotaciones
en cuenta, teniendo en ambos casos la consideración de «valores mobiliarios» (art. 92.1 LSC) o, por emplear la categoría
propia del mercado de valores, de «valores negociables» [art. 2.1.a) de la LMVSI y art. 3 del RD 1310/2005]. En cambio, en
las sociedades de responsabilidad limitada se prohíbe expresamente que las participaciones sociales puedan estar
representadas mediante títulos o anotaciones en cuenta o denominarse acciones, no teniendo tampoco el carácter de
valores (art. 92.2 LSC).
Esta diferencia se corresponde con el carácter abierto que estructural o naturalmente caracteriza a la sociedad anónima,
como tipo societario predispuesto por el ordenamiento para atender a las exigencias organizativas y funcionales de las
grandes empresas, y con la naturaleza esencialmente cerrada que por el contrario define a las sociedades de
responsabilidad limitada, como forma ajustada para las empresas de esencia personalista que en principio otorgan una
mayor consideración a las circunstancias personales y a la estabilidad de sus socios. La representación de las acciones en
títulos o anotaciones –como veremos– es un instrumento que básicamente sirve para facilitar las posibilidades de
transmisión de aquéllas y el ejercicio de los derechos de socio frente a la sociedad, que como tal se justifica especialmente
para las sociedades que agrupan a un gran número de socios y cuyas acciones son objeto de intensa circulación (aunque
no todas las sociedades anónimas respondan a este modelo, como hemos visto). En concreto, la consideración legal de las
acciones como valores mobiliarios o negociables determina que sólo las sociedades anónimas (y en su caso las
comanditarias por acciones, aunque éstas tienen una presencia marginal en nuestra realidad societaria) puedan cotizar en
bolsa y financiarse a través de los mercados de valores. En cambio, las participaciones sociales, no siendo valores, carecen
de la aptitud necesaria para ser objeto de negociación en los mercados de valores, lo que refuerza el carácter cerrado de
las sociedades limitadas y su limitada capacidad de recurso al ahorro colectivo como medio directo de financiación (rasgo
éste que se acentúa – como veremos– con las mayores restricciones impuestas a estas sociedades para emitir obligaciones
y valores de deuda).
B. La representación de las acciones. Títulos y anotaciones en cuenta
Las acciones pueden representarse de dos formas distintas: mediante títulos y mediante anotaciones en cuenta (art. 92.1
LSC). Mientras que en el primer caso la acción se incorpora a un título o documento, en el segundo se representa a través
de un simple apunte o anotación en un sistema informático. En principio, cualquier sociedad anónima puede optar
libremente por uno u otro sistema, haciendo constar en sus estatutos la modalidad escogida [art. 23. d) LSC]. Pero esta
libertad no existe para las sociedades cotizadas o bursátiles, aquellas que se encuentran admitidas a cotización en un
mercado de valores, que están obligadas a representar sus acciones mediante anotaciones en cuenta (art. 496.1 LSC), por
ser el único sistema que se adapta a las exigencias de agilidad y de rapidez de las transacciones que imponen los modernos
mercados financieros. A estos sistemas tradicionales se ha añadido recientemente –tras la reforma de la LSC a manos de la
Ley 6/2023, en lo que supone una auténtica novedad en nuestro ordenamiento societario– la posibilidad de representar
las acciones mediante «sistemas basados en tecnología de registros distribuidos» o DLT ( blockchain) [art. 23.d) LSC]; en
estos casos, las acciones se representan a través de una base de datos digitalizada y descentralizada, aunque se trata por
ahora de una tecnología que está en fase de desarrollo e introducción para las sociedades que negocien sus acciones en
determinados mercados que operen con la misma.
La incorporación de las acciones a títulos, que es la forma tradicional de representación, permite atender a una doble
finalidad. De un lado, desempeña una función probatoria, en la medida en que la posesión del título opera como elemento
de legitimación para el ejercicio de los derechos de accionista frente a la sociedad. Y de otro lado, en conexión con lo
anterior, se atiende así a una permanente función dispositiva, al permitirse que la transmisión de la condición de socio se
produzca con la simple entrega o tradición del documento (que es la forma de circulación propia de los valores, que se
corresponde a su vez –por contraposición al régimen común de la cesión de créditos– con la de los bienes muebles).
Los títulos representativos de las acciones –que deben contener en todo caso unas menciones obligatorias: art. 114 LSC–
pueden ser nominativos o al portador: mientras que los primeros expresan directamente el nombre de la persona a quien
corresponde la acción, los segundos no designan titular alguno o –a decir mejor– indican como titular del derecho de
participación en la sociedad al simple «tenedor» o poseedor del documento. En principio, una sociedad puede optar entre
una u otra forma de representación, aunque la propia Ley de Sociedades de Capital impone la nominatividad en
determinados supuestos que exigen que la sociedad pueda tener conocimiento de las eventuales transferencias de las
acciones y de la identidad de los adquirentes (art. 113.1 LSC: acciones no enteramente desembolsadas, con transmisibilidad
sujeta a restricciones o que lleven aparejadas prestaciones accesorias, o cuando así lo exijan disposiciones especiales en
atención al objeto a que se dedican las correspondientes sociedades –bancos, sociedades de seguros, deportivas,
sociedades profesionales, etc.–).
Las acciones representadas por títulos nominativos deben figurar en un libro-registro llevado por la sociedad, en el que se
inscribirán las sucesivas transferencias y la constitución de derechos reales u otros gravámenes sobre ellas (art. 116 LSC).
La inscripción no tiene efectos constitutivos, al no exigirse para la válida transmisión de las acciones, sino de mera
legitimación, pues en principio la sociedad sólo puede reputar accionista –y permitir por tanto el ejercicio de los derechos
atribuidos por la acción– a quien se halle regularmente inscrito en dicho libro (art. 116.2 LSC). El libro-registro (que tiene
derecho a examinar cualquier socio: art. 116.3 LSC) permite por principio que la sociedad pueda tener conocimiento de la
identidad de sus accionistas, a diferencia de lo que ocurre con los títulos al portador.
En la práctica, no es infrecuente que las sociedades no procedan a imprimir y a entregar a los socios los títulos de las
acciones, aunque sea ésta la forma de representación prevista en los estatutos. Así suele ocurrir en las sociedades anónimas
de pocos socios, pues en estos casos, al no ser habituales las transmisiones de acciones, la documentación de éstas no sirve
en realidad a ningún interés práctico. Las acciones tendrán entonces la consideración, no de valores, sino de simples
derechos subjetivos patrimoniales, al igual que las participaciones de las sociedades limitadas (y de ahí que deban
transmitirse también –como veremos– de acuerdo con las reglas generales de la cesión de créditos).
Al lado del título-acción, la otra forma habitual de «representación» de las acciones es la anotación en cuenta, que es un
sistema regulado con carácter general por la Ley de los Mercados de Valores y de los Servicios de Inversión (y de ahí la
remisión que hace a ésta el art. 118.1 LSC en cuanto al régimen de estas acciones). En este caso, el derecho de participación
en la sociedad anónima se representa mediante su anotación en un registro contable informatizado, de cuya gestión se
encarga una entidad especializada (que en el caso de las sociedades cotizadas ha de ser el denominado «depositario central
de valores», que en España es la Sociedad de Gestión de los Sistemas de Registro, Compensación y Liquidación de Valores
, más conocida como Iberclear: arts. 8.3 y arts. 83 y ss. de la LMVSI). La legitimación para el ejercicio de los derechos
correspondientes a la condición de socio, que en el caso de los títulos se vincula a la posesión y exhibición de éstos, viene
determinada aquí por la inscripción en el registro, presumiéndose titular legítimo a la persona que aparezca legitimada en
los asientos del registro contable (art. 13 LMVSI). Y la transmisión de la condición de socio, que en el caso de las acciones
documentadas se vincula a la propia circulación del título, se verifica en este caso mediante la denominada «transferencia
contable», atribuyéndose a la inscripción de la transmisión en el registro los mismos efectos que la tradición de los títulos
(art. 11 LMVSI).
En cuanto a la posibilidad de representar las acciones mediante sistemas de registros distribuidos o DLT, se trata –lo hemos
visto– de una tecnología novedosa e incipiente en el mundo societario, ceñida de momento a sistemas multilaterales de
negociación y sistemas de liquidación que admitan valores o instrumentos financieros basados en esta tecnología. El
sistema descansa en el uso de bases de datos interconectadas que permiten garantizar la plena fiabilidad e inalterabilidad
de la información relativa a la propiedad y transmisión de las acciones.
En todos los casos, tanto si se representan por medio de títulos como de anotaciones en cuenta o mediante tecnología de
registros distribuidos, las acciones tienen –lo hemos visto– la consideración de valores mobiliarios o de valores negociables.
Se significa con ello, esencialmente, que las acciones son valores emitidos en serie, con unas características homogéneas,
que por su especial nota de fungibilidad pueden ser objeto de negociación en los mercados de valores. Este carácter
negociable de las acciones no alude tanto al dato de su mera transmisibilidad, que en principio es predicable respecto de
cualquier derecho (art. 1112 CC), como a su especial aptitud para ser objeto de tráfico generalizado en los mercados
financieros, en los que las transacciones se efectúan de forma impersonal y con atención exclusiva a variables económicas
(precio y cantidad).
C. La representación de las participaciones sociales
En contraste con la sociedad anónima, en las sociedades de responsabilidad limitada se prohíbe expresamente que las
participaciones puedan estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta o denominarse acciones, por
lo que tampoco tienen el carácter de valores (art. 92.2 LSC).
La negación del carácter de valor a la participación social y la prohibición de representarla mediante títulos o anotaciones
en cuenta (o –cabría añadir– mediante sistemas de registros distribuidos), que separa tipológicamente a la sociedad de
responsabilidad limitada de la sociedad anónima, produce, entre otras, dos importantes consecuencias. De un lado, que no
se puede aplicar a la circulación de las participaciones, y en definitiva a la de los derechos inherentes a ellas, el régimen
especial propio de los valores (Lec. 44, núm. 1). Por tanto, en materia de transmisión de las participaciones sociales rige –
de forma análoga a las participaciones de las sociedades de personas y a las acciones no documentadas– el régimen general
de la cesión de créditos y demás derechos incorporales (arts. 1256 y ss. CC, y 347 y 348 C. de C.), que es menos ágil, más
complejo y menos protector del adquirente que aquél (así, el adquirente de la participación, aun siendo de buena fe, no
verá protegida su adquisición frente a la falta de titularidad del transmitente, podrá ser objeto de cualesquiera excepciones
de que dispusiera la sociedad frente a éste, etc.). Y de otro lado, que, al no ser posible aplicarles ese régimen especial, las
participaciones carecen de la aptitud circulatoria imprescindible para ser objeto de transmisiones masivas e impersonales,
como las que tienen lugar concretamente en los mercados de valores, lo que impide -lo hemos visto- que las sociedades
limitadas puedan cotizar en bolsa o en cualquier otro mercado, regulado o no. Esta caracterización de las participaciones
determina que las mismas sólo puedan gozar de formas indirectas de representación o documentación.
Ésta resultará, en función del origen o procedencia de las participaciones, de la obligatoria constancia de su titularidad en
la escritura pública fundacional [art. 22.1.c) LSC], en la escritura pública de aumento del capital social (art. 314 LSC), en el
documento público en el que se formalice su transmisión y, en su caso, en los asientos del libro-registro de socios (arts.
106.1 y 104 LSC). Desde esta perspectiva, la documentación o representación de las participaciones de una sociedad
limitada se aproxima más a la propia de la cuota o parte de interés en las sociedades personalistas, fundada exclusivamente
en la escritura social, que a la que es propia de las acciones.
Es cierto, finalmente, que el hecho de que las participaciones no puedan estar representadas por medio de títulos o de
anotaciones en cuenta no impide su documentación por algún otro medio, aunque los documentos que sean emitidos no
podrán denominarse acciones, no incorporarán derecho alguno y poseerán un carácter meramente informativo y, en su
caso, probatorio. Tal es el supuesto de la certificación de las participaciones registradas a nombre de cualquier socio en el
libro-registro de socios (art. 105.2 LSC). Su naturaleza, aunque discutida, no puede ser ajena a la consideración de que, en
nuestro sistema, las anotaciones en el libro-registro que sirven de base para la certificación no poseen eficacia constitutiva
respecto de la adquisición de la condición de socio, sino que cumplen una función meramente informativa y probatoria. No
pudiendo, pues, considerarse título legitimador para disponer de las participaciones, la utilidad de estas certificaciones en
la práctica es más bien reducida.
II. LA TRANSMISIÓN DE LAS ACCIONES Y DE LAS PARTICIPACIONES SOCIALES
1. EL CARÁCTER ESENCIALMENTE TRANSMISIBLE DE ACCIONES Y PARTICIPACIONES
Tanto las acciones como las participaciones, a pesar de sus diversas formas de representación y de sus distintas aptitudes
circulatorias, son por esencia transmisibles (art. 1112 CC). Ello permite que los socios puedan desvincularse de la sociedad a
través de la transmisión de sus acciones o participaciones, ya que con carácter general no pueden pretender la restitución de
las aportaciones efectuadas ni la liquidación de su participación (salvo en los supuestos en que disfruten –como veremos–
de un derecho de separación). De esta forma se garantiza además que los cambios de socios no afecten a la base y estabilidad
patrimonial de la sociedad, que permanece inalterada por importantes o frecuentes que sean las transmisiones de las
acciones o participaciones (siendo paradigmático el ejemplo de las grandes sociedades cotizadas, cuyas acciones son objeto
diariamente de transmisiones masivas en los mercados de valores).
Al margen de permitir o de imponer posibles restricciones estatutarias a la transmisión de acciones y participaciones, la Ley
sólo prohíbe la transmisión antes de la inscripción de la sociedad, o en su caso del acuerdo de aumento del capital, en el
Registro Mercantil (art. 34 LSC). Esta prohibición se ha justificado tradicionalmente por el carácter constitutivo de la
inscripción de la sociedad en el Registro, aunque esta explicación no justifica la prohibición de enajenar las acciones o
participaciones procedentes de un aumento de capital con anterioridad a la inscripción de éste. En todo caso, la misma no
impide la posible celebración durante este período de acuerdos con plena eficacia obligatoria para la enajenación de las
futuras acciones o participaciones, ni impide tampoco posibles cambios de socios que puedan verificarse mediante técnicas
distintas de la transmisión (como podría ser la modificación subjetiva del negocio fundacional, cuando la sociedad se halle
en formación, o del negocio de suscripción o asunción de las nuevas acciones o participaciones, cuando se trate de un
aumento pendiente de inscripción).
2. FORMAS DE TRANSMISIÓN
A. Acciones
En el caso de las acciones, la forma requerida para su transmisión no es uniforme, sino que depende del modo en que estén
representadas. En el caso de las acciones representadas por títulos al portador, la transmisión se verifica por principio con
la simple tradición o entrega de los títulos (art. 120.2 LSC, que se remite a estos efectos al art. 545 del C. de C.), cuando
vaya acompañada –como es lógico– de un contrato con eficacia traslativa (art. 609 CC), en consonancia con el régimen de
circulación característico de los valores; la Ley impone además otro requisito formal, fundado en simples razones de control
fiscal y de seguridad jurídica, consistente en la intervención de un fedatario público o en la participación o mediación de
una sociedad o agencia de valores o entidad de crédito (art. 11.5 LMVSI). Tratándose de acciones nominativas, además de
la entrega del documento (y de un negocio causal válido), se exige también que la transmisión sea notificada a la sociedad,
para que pueda ser anotada en el libro registro de acciones nominativas (arts. 120.1 LSC); estas acciones pueden circular
también mediante endoso (art. 120.2 LSC), cuando la transmisión se hace constar en el propio documento a través de una
cláusula que no exige por principio más que la firma del transmitente –o endosante–, aunque también en este caso la
legitimación para el ejercicio de los derechos de accionista se vincula a la inscripción de la transmisión en el libro-registro.
Cuando las acciones se representen por medio de anotaciones en cuenta, la transmisión tiene lugar por transferencia
contable, que se verifica con la inscripción de la transmisión a favor del adquirente en el correspondiente registro
informático; en este caso, la inscripción produce los mismos efectos que la tradición de los títulos (art. 11 LMVSI). Y, por
último, en el caso de las acciones que no estén representadas ni en títulos ni en anotaciones (que como vimos no son
infrecuentes en la práctica), la transmisión ha de realizarse de acuerdo con las normas del Derecho común sobre la cesión
de créditos y demás derechos incorporales (art. 120.1 LSC), que es también la forma de transmisión –vamos a verlo– de las
participaciones sociales.
B. Participaciones
Tratándose de participaciones sociales, al no estar documentadas, se exige que su transmisión se haga constar en
documento público (art. 106.1 LSC), entendiéndose por tal –como es sabido– todo aquel autorizado «por un notario o
empleado público competente, con las solemnidades requeridas por la Ley» (art. 1216 CC). Se trata, en todo caso, de un
requisito ad probationem y no ad solemnitatem, lo que quiere decir que el documento público no es forma esencial de la
declaración de voluntad transmisiva, sino tan sólo la forma de hacer valer el negocio de transmisión en el tráfico. Y por ello,
una vez concluido el negocio, las partes podrán compelerse recíprocamente a cumplimentar la forma legalmente exigida
(art. 1279 CC).
Complementariamente, la Ley dispone también que las sucesivas transmisiones de las participaciones (así como la
constitución de derechos reales y otros gravámenes sobre ellas) se harán constar en el libro-registro de socios que debe
llevar la sociedad (art. 104.1 LSC). Aun cuando este libro es de llevanza obligatoria para la sociedad y debe ser legalizado
conforme a lo establecido para los libros de los empresarios (art. 27.3 C. de C.), la inscripción en él es voluntaria para el
adquirente de las participaciones, por lo que, sin perjuicio de los inconvenientes que su falta pudiera comportarle, no podrá
ser compelido a ella por la sociedad ni ésta podrá practicarla de oficio. En este sentido, debe tenerse en cuenta que las
anotaciones practicadas en el libro registro de socios –al igual que en el libro registro de acciones nominativas (art. 116
LSC)– no constituyen el único instrumento de legitimación del socio frente a la sociedad, pues la Ley declara que el
adquirente de las participaciones podrá ejercer los derechos de socio frente a la sociedad desde el momento en que ésta
tenga conocimiento de la transmisión (art. 106.2 LSC). En definitiva, se puede decir que este libro es un mero registro
privado al que únicamente tienen acceso los socios (art. 105.1 LSC) que, como ya se ha indicado, cumple una mera función
informativa y probatoria, sin que su contenido genere una confianza protegible al modo de la información proporcionada
por los registros públicos ni tampoco sea un medio de legitimación imprescindible en las relaciones socio-sociedad.
3. LAS RESTRICCIONES ESTATUTARIAS A LA LIBRE TRANSMISIBILIDAD
A. Diferencias tipológicas entre la sociedad anónima y la limitada
En principio, una sociedad puede tener interés en que sus acciones o participaciones no puedan ser libremente transmitidas
a cualquier persona, con el fin de evitar la posible entrada de terceros indeseados y de preservar cierta homogeneidad y
estabilidad en la composición personal de la sociedad. Pero este interés social, que es muy frecuente en el caso de las
sociedades cerradas, debe armonizarse con el interés de los socios en poder disponer de sus acciones, para no verse
obligados a permanecer en la sociedad de forma indefinida y en contra de su voluntad.
Este conflicto es resuelto por la Ley de forma distinta para la sociedad anónima y para la sociedad de responsabilidad
limitada. Y esta diversidad de criterios revela una de las principales diferencias tipológicas existentes entre ambas formas
societarias, al fundamentar el carácter naturalmente «abierto» que caracteriza a las primeras y el carácter esencialmente
«cerrado» que, por el contrario, define a las segundas.
Así, en el caso de la sociedad anónima, al tratarse de una forma social idealmente pensada para las necesidades de las
empresas con un gran número de socios, que en principio no otorgan relevancia a las circunstancias personales de éstos y
que descansan como tales sobre un presupuesto natural de libre circulación de las acciones, el principio general es la libre
transmisibilidad de éstas. Con todo, se trata aquí de un simple rasgo tipológico que no estructural, pues el propio legislador
permite que los accionistas opten por «cerrar» el capital de la sociedad anónima mediante la incorporación a los estatutos
sociales de cláusulas limitativas de la libre transmisibilidad (art. 123.1 LSC), aunque con el límite de que no «hagan
prácticamente intransmisible la acción» (art. 123.2 LSC). Estas posibles restricciones o limitaciones estatutarias sólo están
expresamente vedadas para las sociedades cotizadas en bolsa (art. 9.4 del RD 1310/2005), dado que la libre transmisibilidad
de las acciones es una condición ineludible para su negociación en las Bolsas de Valores o en cualquier otro mercado (en
este caso, las restricciones podrían ser acordadas contractualmente por algunos socios mediante un pacto parasocial, que
sin embargo –como vimos– no sería oponible a la sociedad).
En las sociedades de responsabilidad limitada, en tanto que tipo societario predispuesto para las sociedades de esencia
personalista y carácter cerrado, se requiere por el contrario que exista alguna restricción a la transmisión de las
participaciones, hasta el punto de predicarse la nulidad de las cláusulas estatutarias «que hagan prácticamente libre la
transmisión voluntaria de las participaciones sociales por actos inter vivos» (art. 108.1 LSC). En consecuencia, la
transmisibilidad de las participaciones ha de estar necesariamente sometida a limitaciones, por lo que ni siquiera los
estatutos sociales tienen la opción de decantarse por un régimen de libre circulación. Y ello explica que el propio legislador
prevea en este caso un régimen restrictivo de carácter supletorio, que resulta aplicable –como veremos– en defecto de
reglas estatutarias (art. 107 LSC), y que contribuye a garantizar la caracterización de esta forma social como una «sociedad
esencialmente cerrada».
En último término, pues, son dos los grandes modelos o sistemas que existen en materia de transmisión. De un lado, el de
las sociedades anónimas que carecen de cualquier limitación estatutaria y en el que las acciones pueden ser objeto de libre
transmisión, que tienen su paradigma en las grandes sociedades cotizadas o bursátiles. Y de otro lado, el de las sociedades
que de una u otra forma limitan o condicionan la libre circulación de la posición de socio; dentro de éstas se incluyen
necesariamente las sociedades limitadas, pero también las sociedades anónimas –no cotizadas– que voluntariamente
opten por «cerrar» su capital mediante la incorporación a sus estatutos de un régimen restrictivo. De hecho, la realidad
societaria muestra que la gran mayoría de las sociedades anónimas no cotizadas incluye en sus estatutos cláusulas
limitativas de la libre transmisibilidad, lo que revela que las necesidades específicas de las sociedades cerradas también
pueden encontrar acomodo en esta forma societaria. Así lo destaca la exposición de motivos de la Ley de Sociedades de
Capital, cuando afirma que, «como la realidad enseña, la gran mayoría de las sociedades anónimas españolas –salvo,
obviamente, las cotizadas– son sociedades cuyos estatutos contienen cláusulas limitativas de la libre transmisibilidad de las
acciones», lo que produce una «superposición de formas sociales» para atender a las necesidades específicas de las
sociedades cerradas.
B. Modalidades o clases de restricciones
Aunque en principio los estatutos de la sociedad anónima y de la sociedad limitada pueden configurar libremente las
restricciones a la libre transmisibilidad, existen tres tipos o modalidades fundamentales.
La primera consiste en las denominadas cláusulas de consentimiento o autorización, que subordinan la validez de las
transmisiones a la aprobación de la sociedad. En el caso de la sociedad anónima, se exige expresamente que se precisen en
los estatutos sociales las causas que permiten denegar la autorización (art. 123.3 LSC), con el fin de evitar que una excesiva
discrecionalidad de los órganos sociales pueda comprometer las posibilidades efectivas de transmisión de las acciones. Pero
en la sociedad limitada, en coherencia sin duda con su carácter estructuralmente cerrado, no se exige que los estatutos
determinen causas específicas para la denegación del consentimiento, aunque lógicamente nada impide que se
establezcan. En todo caso, para evitar incurrir en arbitrariedad, lo que sería inadmisible, debe entenderse que la decisión
negativa habrá de someterse a los límites generales del abuso del derecho y de la buena fe y que la decisión de la sociedad,
además, deberá respetar el interés social y el principio de paridad de trato entre los socios. Además, en la sociedad anónima
la facultad de autorizar o consentir la transmisión debe corresponder a la sociedad (en concreto, a los administradores,
salvo disposición contraria de los estatutos: art. 123.3 LSC) y no puede ser atribuida a un tercero (art. 123.2 RRM). Pero esta
limitación no resulta aplicable a la sociedad limitada, en la que no parece existir ningún impedimento para que dicha
facultad pueda atribuirse, además de a la sociedad, a todos o alguno de los socios o a un tercero (como podría ser, por
ejemplo, un banco financiador de la sociedad).
La segunda modalidad consiste en las cláusulas que reconocen un derecho de adquisición preferente o de tanteo a favor
de los socios, de la propia sociedad o, eventualmente, de terceros. En estos casos, debe tratarse de cláusulas completas,
que expresen con precisión las transmisiones en las que existe la preferencia (por ejemplo, solo en favor de terceros o
también entre socios), las personas que podrán ejercitarla, el plazo para su ejercicio y el sistema para fijar el precio de
adquisición (arts. 123.3 y 188.2 RRM); en relación concretamente con el precio, la preferencia puede configurarse como la
facultad de adquirir la titularidad de las acciones o participaciones pagando por ellas el precio ofrecido por el adquirente
en la operación de transmisión proyectada, o como la facultad de adquirirlas por el valor que resulte de acuerdo con los
criterios prefijados en los estatutos, que podrían remitirse -como es frecuente en la práctica- al valor que determine un
auditor de cuentas (en el caso de la sociedad anónima estos criterios encuentran un límite en el derecho del accionista a
obtener en todo caso el valor real de las acciones: art. 123.6 RRM).
Finalmente, también se pueden incorporar a los estatutos restricciones que establezcan un derecho de opción o rescate
a favor de los socios, de terceros o de la propia sociedad, por el que se reconozca a su beneficiario la posibilidad de adquirir
las acciones o participaciones de un socio en caso de concurrencia de ciertas circunstancias (por ej., en caso de cambio de
control de la sociedad que tenga la condición de socio, de sanción penal a un socio, de pérdida por un socio de la condición
de empleado de la sociedad o de cumplimiento de la edad de jubilación, etc.). La admisión de esta clase de restricciones,
que en términos prácticos constituyen supuestos de exclusión de socios, requiere que los estatutos determinen de forma
clara y precisa las circunstancias que hayan de concurrir para su operatividad.
Junto a estas modalidades básicas, en la práctica son también habituales otras cláusulas cuyo objeto consiste en permitir o
imponer -según sea el caso- la venta conjunta de todos los socios. Así, las cláusulas conocidas como de acompañamiento
(o «tag-along») atribuyen típicamente a los socios minoritarios el derecho –que no la obligación– de poder vender sus
acciones o participaciones en los mismo términos y precio en que pueda hacerlo el socio mayoritario, como medida de
protección ante posibles situaciones de cambio de control de la sociedad. En sentido contrario operan las cláusulas de
arrastre (o «drag-along»), que por lo general benefician al socio mayoritario, al reconocerle la facultad, cuando pretenda
vender su participación a un tercero, de «arrastrar» a los minoritarios y de forzarles a vender también en unas mismas
condiciones. En su configuración más habitual, estas cláusulas suelen revestir un carácter supletorio o subsidiario en
relación con un pacto de adquisición preferente o similar, en el sentido de aplicar en defecto de ejercicio de este último.
Aunque en principio sólo son válidas las restricciones o limitaciones a la transmisibilidad, excepcionalmente cabe prever en
los estatutos auténticas prohibiciones de transmisión, aunque son sujeción a ciertos límites. Así, en la sociedad anónima
sólo se permiten las cláusulas que prohíban la transmisión voluntaria durante un plazo no superior a los dos años desde la
constitución de la sociedad (art. 123.4 RRM), lo que puede servir para garantizar el compromiso y estabilidad de los socios
durante los primeros años de vida social. En la sociedad limitada, en cambio, esta misma prohibición puede establecerse
por un plazo máximo de cinco años (art. 108.4 LSC) e, incluso, con carácter indefinido, aunque en este caso –con el fin de
evitar que el socio quede «encerrado» de forma permanente en la sociedad– sólo cuando los estatutos reconozcan al socio
el derecho a separarse de esta en cualquier momento (art. 108.3 LSC).
La aplicación de estas restricciones estatutarias a las transmisiones de acciones o participaciones que se verifiquen mortis
causa o por sucesión hereditaria requiere que así se prevea de forma expresa en los propios estatutos (arts. 110 y 124.1
LSC). A falta de previsión, pues, las restricciones contenidas en estatutos para las transmisiones inter vivos no serían
aplicables y el heredero o legatario adquiriría la condición de socio. Y es que en estos casos, el legítimo deseo de la sociedad
de evitar que puedan ingresar en la misma personas extrañas o indeseadas ha de conjugarse con los derechos sucesorios
de los causahabientes del socio fallecido, que reciben las acciones o participaciones ex lege como parte de la herencia. Con
todo, los estatutos pueden prever un derecho de adquisición –un derecho de rescate– de las acciones o participaciones del
socio fallecido a favor de los restantes socios o de la propia sociedad, siempre que se garantice al heredero o legatario la
obtención del valor razonable de aquellas (arts. 110.2 y 124.2 LSC).
Problemas similares se plantean en otros posibles supuestos de transmisión forzosa, cuando ésta se produce, no por la libre
decisión del socio, sino por hechos o acontecimientos ajenos a su propia iniciativa, como sería el caso en particular de los
procedimientos judiciales o administrativos de ejecución. En la sociedad anónima, estas formas de transmisión quedan
sometidas al mismo régimen de la transmisión mortis causa (art. 125 LSC). Pero no ocurre así en la sociedad limitada, pues
en este caso el legislador establece para la transmisión un complejo sistema que, en lo esencial, consiste en insertar una
restricción de la transmisibilidad en el desarrollo del propio procedimiento de enajenación forzosa (art. 109 LSC).
C. El régimen legal supletorio en la sociedad limitada
Como ya hemos indicado, la prohibición –fundada en razones de caracterización tipológica– de que las participaciones de
una sociedad limitada queden sometidas a un principio de libre transmisión ha llevado al legislador a establecer un régimen
restrictivo de carácter supletorio para el caso de que los estatutos sociales carezcan de previsiones al respecto. Se trata de
un régimen, por tanto, que sólo entrará en juego si los estatutos no contienen un régimen de transmisión específico, pues
éstos tienen prioridad para regular las transmisiones como tengan por conveniente. Y este régimen legal, que procura hacer
compatible el interés económico del socio que desea transmitir sus participaciones en determinadas condiciones con el
interés de los demás en controlar los cambios de socios, está integrado por las reglas que, en síntesis, se exponen a
continuación.
En primer término, se declaran libres las transmisiones voluntarias de participaciones por actos inter vivos realizadas entre
los socios o a favor del cónyuge, ascendiente o descendiente del socio –cuando sea persona física– o de cualquier sociedad
perteneciente al mismo grupo que la transmitente –cuando el socio sea una sociedad– (art. 107.1 LSC), bajo el
entendimiento de que estas transmisiones son generalmente inocuas para la subsistencia del intuitu personae que las
restricciones a la libre transmisibilidad aspiran a preservar (aunque los estatutos –como hemos visto– siempre podrían optar por
restringir también estas concretas transmisiones). En relación con las transmisiones realizadas a favor de cualquier otra persona,
la regla es que el socio que pretenda transmitir deberá comunicar su propósito al órgano de administración mediante escrito
en el que consten la identidad del adquirente o adquirentes y las condiciones de la operación (número de participaciones,
precio, etc.), entre las que podrá incluirse un aplazamiento del pago del precio, en cuyo caso será preciso para la adquisición
que una entidad de crédito garantice el pago de la parte aplazada. Estas condiciones son vinculantes para el socio que
proyecta transmitir, tanto cuando obtenga el consentimiento expreso o tácito [v. art. 107.2. f) LSC] de la sociedad para la
transmisión como en el caso de que la sociedad le imponga un distinto adquirente en los términos que permite la Ley [art. 107.2, letras
c) y d), del LSC].
Seguidamente, la sociedad, previa inclusión del asunto en el orden del día, decidirá mediante acuerdo de su junta general
acerca de la conveniencia o no de la transmisión proyectada [art. 107.2. b) LSC]. En caso de rechazo, se deberá asimismo
acordar, en la misma junta o en otra posterior, la designación y presentación de uno o varios adquirentes alternativos (socios
o terceros) que se consideren aceptables y que cubran la totalidad de las participaciones afectadas, teniendo preferencia a
estos efectos los socios concurrentes a la junta que deseen adquirirlas (y si son varios, a prorrata de su participación en el
capital), pero no pudiendo la propia sociedad decidir adquirirlas ella misma. Esta exigencia de presentación de adquirentes
alternativos para la totalidad de las participaciones que el socio pretenda transmitir no es susceptible de derogación o
alteración alguna y, por ello, con el fin de facilitar su cumplimiento, la Ley llega a admitir la posibilidad de que la propia
sociedad, mediante acuerdo de su junta general, intervenga como adquirente de aquellas participaciones –y sólo de ellas–
que no quiera adquirir ningún socio o tercero aceptado por la propia junta, de modo que así puedan resultar adquiridas
todas las participaciones que el socio pretenda transmitir [art. 107.2.c) LSC].
Una vez adoptadas por la junta las decisiones anteriores, si se ha optado por consentir o autorizar la transmisión, la sociedad
podrá ponerlo en conocimiento del socio que pretende transmitir, quien a su vez podrá proceder de inmediato a la
formalización de la operación en las condiciones en su día comunicadas. En caso contrario, es decir, si se ha decidido
denegar el consentimiento, la sociedad está obligada a comunicarle notarialmente el nombre de los adquirentes
alternativos interesados en la adquisición, salvo que el transmitente hubiera concurrido a la junta en que se acordó su
designación (porque la ley presume que en este caso ya conoce su identidad), debiendo formalizarse la transmisión en
documento público y en las mismas condiciones en el plazo de un mes [art. 107.2.e) LSC], a cuyo efecto los adquirentes y
el transmitente podrán compelerse recíprocamente a la formalización. En todo caso, transcurridos tres meses desde que el
socio informó a la sociedad de su propósito de transmitir sin que ésta le hubiera comunicado su consentimiento a la
operación o, en su caso, la identidad de los adquirentes alternativos, operará en su favor un silencio positivo, es decir,
quedará el socio en libertad para realizar la transmisión proyectada [art. 107.2. f) LSC].
Por último, se ha de señalar que, en los casos de transmisiones gratuitas u onerosas distintas de la compraventa (donación,
permuta, aportación a sociedad, etc.) y, obviamente, para el supuesto de que la sociedad decidiera no consentir la transmisión
y presentar un adquirente alternativo, la Ley ha previsto la sustitución del negocio pretendido por una compraventa. A tal
efecto, se preocupa de establecer el precio de la operación, ya sea el fijado de común acuerdo por las partes o, en su
defecto, el valor razonable de las participaciones afectadas determinado pericialmente [art. 107.2.d) LSC]. En todo caso,
siendo esta una vía apta para resolver la complicada situación que se puede plantear en estos casos, no es menos cierto
que la solución legal conducirá a que quien pretendía donar, permutar o aportar sus participaciones pasará a ser vendedor
de ellas, lo que puede resultar insatisfactorio no sólo para quien acaba comprando para evitar la transmisión (por ej., los
socios que deseen impedirla), sino sobre todo para quien acaba vendiendo sin querer vender (el socio transmitente que deseaba
permutar, donar, etc.).
LECCIÓN 20 LAS SOCIEDADES DE CAPITAL. LAS ACCIONES Y LAS PARTICIPACIONES
SOCIALES. LAS OBLIGACIONES (II)
Sumario: I. Los negocios de una sociedad sobre sus propias acciones y participaciones 1. Consideraciones generales 2. La
suscripción o adquisición originaria de acciones y participaciones propias 3. La adquisición derivativa de acciones y participaciones
propias A. La adquisición de las propias acciones en la sociedad anónima B. La adquisición de las propias participaciones en la
sociedad limitada 4. Aceptación de acciones y participaciones propias en garantía, prohibición de asistencia financiera y
participaciones recíprocas 5. Régimen sancionador
II. Copropiedad y derechos reales sobre las acciones y las participaciones 1. Copropiedad 2. Usufructo y prenda 3. Embargo
III. Las obligaciones 1. Concepto y características 2. La emisión de obligaciones A. Régimen y formalidades B. El sindicato de
obligacionistas C. El reembolso de las obligaciones 3. Las obligaciones convertibles en acciones

I. LOS NEGOCIOS DE UNA SOCIEDAD SOBRE SUS PROPIAS ACCIONES Y PARTICIPACIONES


1. CONSIDERACIONES GENERALES
La posibilidad de que una sociedad adquiera sus propias acciones o participaciones (la generalmente conocida como
«autocartera») se ha visto tradicionalmente con desconfianza por el ordenamiento, en atención a los riesgos y posibles
consecuencias lesivas que esta práctica puede comportar. Desde un punto de vista patrimonial, esta adquisición de acciones
o participaciones propias puede encubrir una restitución de aportaciones a los socios y una liquidación encubierta del
patrimonio social, que afectaría gravemente a la función de cobertura y de garantía que desempeña el capital. Y desde una
perspectiva corporativa, estas operaciones también son idóneas para amparar conductas irregulares de los administradores,
que podrían distorsionar de esta forma las reglas de formación de la voluntad social (reduciendo el número de acciones o
participaciones en circulación para incrementar el peso relativo de la participación de un socio, sirviéndose de aquéllas en
las juntas, etc.) y, en su caso, afectar negativamente a la paridad de trato de los socios (v. gr., adquiriendo las acciones o
participaciones a unos socios y no a otros, o aplicándoles distintas condiciones de compra). Se añaden a ello los peculiares
problemas que suscitan estas prácticas en el caso de las sociedades cotizadas, por el riesgo fundamental de que éstas puedan
servirse de la adquisición de acciones propias para alterar o manipular la cotización bursátil, aunque esta preocupación es
ajena a la disciplina del Derecho societario y se aborda por las normas sobre «abuso de mercado» que son específicas de los
mercados de valores (v. arts. 5 y 12 y ss. del Reglamento (UE) n.º 596/2014 de 16 de abril de 2014, sobre el abuso de mercado,
y normativa de desarrollo, que se ocupan –entre otras cuestiones– de los «programas de recompra» de acciones propias que
realizan numerosas sociedades cotizadas y de las condiciones que deben cumplir).
La posible adquisición derivativa de las propias acciones o participaciones es la operación de mayor trascendencia práctica y
la más relevante en el sistema legal, aunque la misma se regula de forma distinta –por razones no del todo justificadas– en
la sociedad anónima y en la sociedad limitada. Pero además, el legislador se ocupa también de otro conjunto de operaciones
o «negocios» sobre las propias acciones o participaciones que suscitan riesgos similares.
2. LA SUSCRIPCIÓN O ADQUISICIÓN ORIGINARIA DE ACCIONES Y PARTICIPACIONES PROPIAS
Tanto en la sociedad anónima como en la sociedad limitada se prohíbe de forma absoluta y en todo caso la posible suscripción
o adquisición originaria por una sociedad de sus propias acciones o participaciones (art. 134 LSC). La prohibición se extiende
también a la suscripción por una sociedad de las acciones o participaciones emitidas por su sociedad dominante, con el fin
de evitar que ésta pueda servirse de una filial para realizar la operación de forma indirecta («autocartera indirecta»). Esta
regla, que encuentra un claro paralelismo con el principio de íntegra suscripción del capital social (art. 21 LSC), trata de
garantizar la realidad y efectividad de éste en sede de constitución de la sociedad o de cualquier aumento posterior, en el
sentido de que la emisión de acciones o participaciones se corresponda con la realización de una aportación patrimonial
efectiva.
En todo caso, la infracción de esta prohibición comporta consecuencias dispares en ambos tipos societarios. En la sociedad
limitada, la asunción de las propias participaciones es nula de pleno derecho (art. 135 LSC), sin perjuicio de las eventuales
responsabilidades sancionadoras –que veremos– en que además puedan incurrir los fundadores o los administradores. Pero
en la sociedad anónima, del incumplimiento de esta prohibición no se deriva la nulidad de la autosuscripción. Las acciones
que se suscriban en contravención del régimen legal pertenecen a la sociedad, aunque la obligación de desembolsarlas se
atribuye a los administradores o fundadores (art. 136 LSC); se garantiza con ello la correcta integración del capital, evitándose
que la liberación de las acciones se realice con cargo al patrimonio social.
3. LA ADQUISICIÓN DERIVATIVA DE ACCIONES Y PARTICIPACIONES PROPIAS
A. La adquisición de las propias acciones en la sociedad anónima
En la sociedad anónima, y a diferencia de la autosuscripción, la compra o adquisición derivativa de acciones propias –o de
la sociedad dominante, en el caso de las filiales– no se prohíbe con carácter general, ya que la misma puede responder a
finalidades plenamente legítimas (facilitar la salida de un socio, destinar las propias acciones o participaciones a un inversor
determinado o a los empleados de la sociedad, aplicar una cláusula restrictiva de la libre transmisibilidad de las acciones
para evitar su transmisión a un tercero, etc.). Pero estas adquisiciones se someten a un conjunto de requisitos y condiciones
legales, procedentes en su mayoría del Derecho comunitario, que en esencia tratan de desactivar los potenciales riesgos
patrimoniales y corporativos que comportan.
Estas operaciones se someten antes que nada a un límite cuantitativo, al exigirse que el valor nominal de las acciones
adquiridas (sumando las acciones poseídas por la sociedad emisora –autocartera directa– y por sus filiales –autocartera
indirecta–) no exceda del 20 por 100 del capital (art. 146.2 LSC) o, en el caso de las sociedades cotizadas o bursátiles, del
10 por 100 (art. 509 LSC). Además, cualquier adquisición de acciones propias debe ser autorizada por los accionistas
reunidos en junta general, a través de un acuerdo que debe precisar los extremos más relevantes de la operación
proyectada, como el contravalor mínimo y máximo, el plazo (que no podrá exceder de cinco años) o las modalidades de la
adquisición [art. 146.1. a) LSC]. Para desactivar sus posibles riesgos patrimoniales, se exige también que la adquisición no
produzca el efecto de que el patrimonio neto resulte inferior al importe del capital más las reservas de carácter indisponible
[art. 146.1. b) LSC]; ello supone que la sociedad sólo puede realizar la adquisición con cargo a beneficios o reservas de libre
disposición, sin comprometer el patrimonio que esté afecto a la cobertura del capital y demás reservas indisponibles. Y, por
último, la adquisición se excluye por completo en ciertos casos, como las acciones que no estén íntegramente
desembolsadas (pues la adquisición podría suponer una condonación indirecta de la deuda por dividendos pasivos) o las
que lleven aparejadas prestaciones accesorias (en atención seguramente al peculiar régimen de transmisión al que están
sometidas estas acciones) (art. 146.4 LSC).
La Ley exige que los administradores controlen «especialmente» el cumplimiento de estos requisitos legales (art. 146.3
LSC), lo que revela la trascendencia que les atribuye. También destaca aquí la exigencia de preservar el principio de igualdad
de trato de los accionistas (art. 97 LSC), que es de aplicación general al conjunto de relaciones de una sociedad con sus
accionistas pero que ofrece una particular relevancia en las operaciones de autocartera, por su carácter potencialmente
discriminatorio.
Estos requisitos y condiciones no se exigen en algunos supuestos excepcionales de «libre adquisición» (art. 144 LSC), en los
que la sociedad puede adquirir libremente sus propias acciones (o las de su sociedad dominante), y que generalmente se
explican por la inexistencia de cualquier riesgo específico o por la presencia de otro interés jurídico predominante.
En caso de incumplimiento del régimen legal, la regla general es que las adquisiciones no son nulas (aunque sean
adquisiciones realizadas en contravención de una norma imperativa), pues sólo se obliga a la sociedad a enajenar las
acciones indebidamente adquiridas en un plazo máximo de un año; a falta de tal enajenación, la propia sociedad (o
eventualmente el secretario judicial o el registrador mercantil, a solicitud de los administradores o de cualquier interesado)
deberá proceder a la amortización de dichas acciones y a la consiguiente reducción del capital (arts. 139 y 147 LSC). Y es
que la enajenación es un mecanismo sencillo y de fácil aplicación, idóneo para contrarrestar las consecuencias nocivas de
la adquisición ilegal, que además evita la grave inseguridad jurídica que la sanción de nulidad comportaría para la circulación
de las acciones y el tráfico bursátil (la nulidad sólo se declara para las adquisiciones prohibidas, las de acciones que no estén
íntegramente desembolsadas o que lleven aparejadas prestaciones accesorias –art. 146.4 LSC–, pues en estos casos la
simple obligación de enajenación no evitaría el resultado que la Ley quiere prevenir). En todo caso, al margen de estas
consecuencias civiles, las adquisiciones contra legem también sujetan a los administradores de la sociedad infractora –
como veremos– a un peculiar régimen sancionador de carácter administrativo, que en esencia aspira a reforzar la
efectividad del régimen legal.
Por último, mientras las acciones propias se encuentren en poder de la sociedad, y con independencia de que su adquisición
haya sido o no regular, quedan sometidas a un régimen especial, que en esencia afecta a su contenido de derechos. Así, se
suspende el ejercicio del derecho de voto y de los demás derechos de carácter político incorporados a estas acciones, con
la finalidad básica de evitar su posible utilización por los administradores en las juntas de accionistas; en cuanto a los
derechos económicos –como el derecho a los dividendos– se atribuyen por regla general de forma proporcional al resto de
las acciones (art. 148 LSC). Además, la Ley trata también de garantizar una completa información a los accionistas en
relación con estas operaciones, al obligar a los administradores a dar cuenta detallada de las adquisiciones de acciones
propias en el informe de gestión [arts. 148. d) y 262.2 LSC]. Esta información se refuerza en el caso de las sociedades
cotizadas, que por razones de transparencia quedan sometidas a un régimen especial de comunicación al mercado de las
operaciones que realicen sobre sus propias acciones (art. 106 LMVSI y arts. 40 y sigs. del RD 1362/2007).
B. La adquisición de las propias participaciones en la sociedad limitada
A diferencia de la sociedad anónima, en la que se permite la adquisición derivativa de las propias acciones –o de la sociedad
dominante– siempre que se cumplan los distintos requisitos y condiciones legalmente previstos, en la sociedad limitada la
adquisición de las propias participaciones –o de las participaciones o acciones de la sociedad dominante– se prohíbe con
carácter general y sólo se permite en determinados supuestos excepcionales. En concreto, las «adquisiciones derivativas
permitidas» van referidas a cuatro supuestos distintos (art. 140.1 LSC).
En primer término, cuando las participaciones o acciones formen parte de un patrimonio adquirido a título universal, sean
adquiridas a título gratuito o se adquieran a consecuencia de una adjudicación judicial para satisfacer un crédito de la
sociedad contra el titular de ellas (supuestos previstos también como de «libre adquisición» de las acciones en la sociedad
anónima: art. 144 LSC). En segundo lugar, cuando las participaciones propias se adquieran en ejecución de un acuerdo de
reducción de capital aprobado por la junta general, para cuya adopción habrá de observarse toda la disciplina relativa a la
reducción de capital (y de ahí que esta excepción legal vaya referida únicamente a la adquisición de participaciones propias
y no de las acciones o participaciones de la sociedad dominante). En tercer lugar, cuando las participaciones se adquieran
en aplicación del derecho de adquisición preferente de la sociedad en caso de ejecución forzosa (excepción igualmente
referida sólo a las propias participaciones), al que ya nos hemos referido (v. art. 109.3 LSC). Y, finalmente, cuando se trate
de adquirir las participaciones de socios separados o excluidos de la sociedad, así como cuando la adquisición por la propia
sociedad sea procedente conforme a lo establecido en el régimen de transmisibilidad voluntaria por actos inter vivos o
mortis causa que les sea aplicable, siempre además que la adquisición haya sido autorizada por la junta y se efectúe con
cargo a beneficios o a reservas de libre disposición.
Este régimen general se exceptúa para las sociedades limitadas que tengan la consideración legal de «empresas
emergentes» (o start-ups), a las que se permite adquirir participaciones propias hasta el 20% del capital con autorización
de la junta, aunque solamente en el contexto de planes de retribución para administradores, empleados y otros
colaboradores que incluyan la entrega de participaciones (art. 10.1 de la Ley 28/2022, de fomento del ecosistema de las
empresas emergentes).
La sociedad no puede mantener por tiempo indefinido en su patrimonio las participaciones propias adquiridas al amparo
de las referidas excepciones legales (en los restantes casos la adquisición no se produce, por resultar nulo el negocio
prohibido: art. 140.2 LSC). En concreto, en analogía con lo previsto para la sociedad anónima, se prevé que en el plazo de
tres años habrán de ser enajenadas conforme a las reglas legales o estatutarias de transmisibilidad que en cada caso
procedan o bien habrán de ser amortizadas (art. 141.1 LSC), plazo que se reduce a un año para la enajenación de las acciones
o participaciones de la sociedad dominante (art 141.3 LSC). Obviamente, esta alternativa general y el referido plazo para
usarla no resultan de aplicación al supuesto anteriormente descrito en segundo lugar, toda vez que, al adquirirse las
participaciones en ejecución de un acuerdo de reducción de capital, su amortización va implícita en la propia naturaleza de
la operación, lo que excluye la posibilidad de enajenación. Además, mientras las participaciones propias –o las
participaciones o acciones de la sociedad dominante– permanezcan en poder de la sociedad adquirente, quedan en
suspenso todos los derechos de aquéllas (art. 142.1 LSC). Y de no acordarse la enajenación de las propias participaciones
en el referido plazo, la sociedad está obligada a acordar inmediatamente su amortización y la consiguiente reducción de
capital, medida que puede también ser acordada por el secretario judicial o alternativamente por el registrador mercantil
a solicitud de los administradores o de cualquier interesado (art. 141.2 LSC).
4. ACEPTACIÓN DE ACCIONES Y PARTICIPACIONES PROPIAS EN GARANTÍA, PROHIBICIÓN DE ASISTENCIA
FINANCIERA Y PARTICIPACIONES RECÍPROCAS
Entre los demás negocios sobre las propias acciones o participaciones contemplados en la Ley se encuentra la posibilidad de
que éstas sean aceptadas en prenda o en otra forma de garantía por la sociedad. Y es que los negocios de aceptación en
garantía pueden ser empleados con fines de elusión de la disciplina sobre adquisición de acciones o participaciones propias,
al margen de suscitar unos riesgos parecidos (la sociedad que ejecutase la garantía en caso de incumplimiento de la obligación
principal podría terminar adquiriendo sus propias acciones o participaciones). Por esta razón, en la sociedad anónima la
aceptación de acciones propias (o de la sociedad dominante) en prenda o en otra forma de garantía se permite, aunque
siempre que se respeten los límites y requisitos aplicables a la adquisición de las mismas (art. 149.1 LSC). De este régimen se
exceptúan las operaciones hechas por las entidades de crédito en el ámbito de sus actividades ordinarias (art. 149.2 LSC),
que por tanto pueden ser libremente realizadas; se busca así no perjudicar a estas empresas mediante una limitación de los
bienes susceptibles de ser obtenidos en garantía, dado que las mismas tienen precisamente como objeto o actividad la
concesión de crédito a terceros. Pero en la sociedad de responsabilidad limitada, en consonancia con la prohibición general
de la adquisición de las propias participaciones, la posibilidad de aceptar éstas en garantía se excluye en todo caso (art. 143.1
LSC, que por razones poco claras extiende la prohibición a los supuestos de aceptación en garantía de acciones o
participaciones emitidas por cualquier sociedad del grupo al que pertenezca, y no sólo –como en la sociedad anónima– por
la sociedad dominante).
Otro de los negocios sobre acciones y participaciones propias regulados en la Ley consiste en la posibilidad de que una
sociedad anticipe fondos, conceda préstamos, preste garantías o facilite cualquier otro tipo de «asistencia financiera» para la
adquisición de sus acciones o participaciones por un tercero (art. 150.1 LSC, que extiende la prohibición a la adquisición de
acciones o participaciones de la sociedad dominante, y art. 143.2 LSC, que por razones también poco justificadas la refiere
por igual a la adquisición de acciones o participaciones de cualquier sociedad del grupo). Al margen de reforzar la efectividad
de la disciplina sobre adquisición de acciones o participaciones propias, esta prohibición quiere evitar los peligros que la
asistencia financiera comporta por sí sola: en un plano patrimonial, el adquirente de las acciones o participaciones se estaría
financiando con cargo al propio patrimonio social; y en el orden administrativo, los administradores podrían facilitar la
adquisición de la condición de socio a terceros de su confianza, con el consiguiente riesgo de actuaciones discriminatorias.
En todo caso, y dejando de lado los supuestos más meridianos y flagrantes ( v. gr., la sociedad que financia a un socio o a un
tercero para que adquiera las acciones o participaciones a título originario o derivativo, o que garantiza dicha financiación),
lo cierto es que en la práctica se suscitan muchas dudas sobre la posible extensión de esta prohibición a operaciones más
complejas en las que la sociedad despliega alguna actividad accesoria con el fin de facilitar o promover la adquisición de sus
propias acciones o participaciones, o en las que el patrimonio de la sociedad acaba respondiendo indirectamente de las
deudas incurridas por un socio para la adquisición de su participación (como en el caso de las conocidas como «fusiones
apalancadas», en las que una sociedad operativa se fusiona con la sociedad instrumental empleada para adquirir el control
de aquélla con financiación a crédito, que en todo caso se permiten expresamente – aunque con unos requisitos reforzados
de información– por el artículo 42 del RDLey 5/2023, sobre «Fusión posterior a una adquisición de sociedad con
endeudamiento de la adquirente»). Por lo demás, mientras que esta prohibición tiene carácter absoluto en el caso de la
sociedad limitada, en la sociedad anónima existen algunas excepciones; en concreto, de la prohibición de asistencia financiera
quedan exceptuadas las operaciones ordinarias de las entidades de crédito (art. 150.3 LSC), por las mismas razones que
hemos visto antes, así como los negocios dirigidos a facilitar la adquisición de acciones por el personal de la sociedad (art.
150.2 LSC), al objeto de no entorpecer la posible participación en el accionariado de los trabajadores de ésta.
Por último, la Ley se ocupa también de las denominadas «participaciones recíprocas» entre sociedades, que se dan cuando
dos sociedades participan recíprocamente en sus respectivos capitales sociales (la sociedad A participa en el capital de la
sociedad B, que a su vez participa en el de A). Y es que estas participaciones recíprocas generan problemas similares –aunque
menos intensos– a los de la adquisición de acciones o participaciones propias: en el plano patrimonial, pueden incidir
negativamente sobre el principio de integridad del capital, pues el patrimonio de las sociedades participadas estaría formado
de forma mediata por acciones o participaciones propias (cada sociedad participaría indirectamente en sí misma); y en el
ámbito político o administrativo, pueden afectar también a la correcta distribución de competencias dentro de cada sociedad,
por el riesgo de que los administradores de las dos sociedades utilicen los derechos de voto de las respectivas participaciones
de forma consensuada (los administradores de A votan en B en un determinado sentido, previo acuerdo para que los
administradores de B voten en A en otro). Como ocurre con la adquisición de acciones propias, el legislador somete las
participaciones recíprocas a un conjunto de límites y requisitos aunque sin llegar a prohibirlas, ya que pueden emplearse con
finalidades plenamente legítimas (v. gr., facilitar la integración o la colaboración entre dos empresas), con una regulación que
además es común para las sociedades anónimas y limitadas.
La regla básica consiste en la prohibición de establecer participaciones recíprocas – incluyendo aquí las posibles
participaciones circulares que puedan constituirse a través de filiales– que excedan del 10 por 100 de la cifra del capital de
las sociedades participadas (art. 151 LSC); por debajo de este límite, pues, las participaciones recíprocas son plenamente
regulares, seguramente porque en este caso los riesgos de la operación resultan poco significativos. Además, para garantizar
la plena efectividad de este régimen legal, se prevé un deber de notificación a cargo de las sociedades que superen el límite
del 10 por 100 en el capital de otra (art. 155 LSC). En caso de superación de este límite legal –y en clara analogía con lo
previsto para la adquisición de acciones propias– no se decreta la nulidad del negocio de adquisición, sino que se establece
la obligación de la sociedad que reciba antes dicha notificación de proceder a la enajenación de las participaciones excedentes
en el plazo de un año (art. 152.1 LSC). El incumplimiento de esta obligación de reducción faculta a cualquier interesado para
instar la venta judicial de las participaciones excedentes, a la vez que determina la suspensión de los derechos
5. RÉGIMEN SANCIONADOR
Como vimos, la efectividad de la disciplina en materia de negocios sobre acciones o participaciones propias y participaciones
recíprocas se refuerza con la previsión de un sistema de sanciones administrativas, que básicamente trata de compensar el
limitado efecto disuasorio y preventivo que tienen las consecuencias civiles asociadas al incumplimiento de las prescripciones
legales en este ámbito (obligación de enajenación, nulidad del negocio, suspensión de derechos, etc.). Estas sanciones, que
se aplican a cualquier administrador, directivo o apoderado que actúe por cuenta de la sociedad y que lleve a ésta a incumplir
las obligaciones o prohibiciones legales (incluyendo en su caso a los administradores de la sociedad dominante que hayan
inducido a una filial a cometer la infracción), consisten en multas, que han de graduarse en función de la entidad y efectos
de la infracción (art. 157, apdos. 2 y 3, LSC). En las sociedades anónimas, la competencia para iniciar y resolver los expedientes
sancionadores por estas infracciones corresponde a la Comisión Nacional del Mercado de Valores (art. 157.6 LSC), aunque
no se trate de sociedades cotizadas. Y en las sociedades limitadas, la competencia para instruir el procedimiento se atribuye
al Ministerio de Asuntos Económicos(art. 157.5 LSC).
II. COPROPIEDAD Y DERECHOS REALES SOBRE LAS ACCIONES Y LAS PARTICIPACIONES
1. COPROPIEDAD
La posible existencia de una situación de copropiedad o de derechos reales sobre las acciones o las participaciones se aborda
por la Ley desde la perspectiva de la incidencia de estas situaciones sobre el ejercicio de los derechos atribuidos por aquéllas.
Conforme a una generalizada tradición en el ámbito de las sociedades de capital, la Ley admite las situaciones de cotitularidad
tanto de las acciones como de las participaciones. En estos casos, cuando dos o más personas compartan la propiedad de la
acción o de la participación, ésta se mantiene indivisa y se obliga a los copropietarios a designar una sola persona o
representante común para el ejercicio de los derechos de socio (art. 126 LSC), con el fin de preservar la función de la acción
o participación como unidad de medida de derechos en la sociedad y de simplificar la vida interna de ésta. Por tanto, esta
exigencia no guarda relación propiamente con el carácter indivisible de la acción o participación (art. 90 LSC), sino que se
fundamenta en el principio de unificación subjetiva del ejercicio de los derechos inherentes a la posición de socio, que se
establece en interés de la sociedad. Pero todos los copropietarios responden solidariamente del cumplimiento de las
obligaciones sociales (como podría ser la obligación de desembolso o las eventuales prestaciones accesorias), de tal forma
que la sociedad puede optar por dirigirse contra cualquiera de ellos.
2. USUFRUCTO Y PRENDA
En cuanto a la constitución de derechos reales limitados sobre las acciones o participaciones, no se somete a requisitos
especiales, sino que procederá de acuerdo con las normas del Derecho común. La regla general, pues, es que la prenda o el
usufructo se constituirán en virtud del negocio o título correspondiente. Pero en el caso de las acciones, por su condición de
valores, la constitución de la prenda o del usufructo debe ir acompañada de la entrega o tradición de las acciones o, si
estuvieran representadas por anotaciones en cuenta, de la oportuna inscripción en el registro contable (con alguna
especialidad en relación a las acciones nominativas, pues en este caso, al tratarse de títulos a la orden y según prescribe el
art. 121.2 LSC, la constitución de los derechos reales podría hacerse también a través de un endoso «en garantía» o «en
usufructo»). Además, como vimos, la constitución de derechos reales deberá inscribirse en el libro registro de acciones
nominativas (art. 116.1 LSC) y, tratándose de una sociedad de responsabilidad limitada, en el libro registro de socios (art.
104.1 LSC).
El usufructo de las acciones o participaciones presenta delicados problemas desde una perspectiva societaria, al comportar
una disociación entre la titularidad de aquéllas y las facultades de disfrute y de aprovechamiento económico de las mismas,
algo que explica la atención que la Ley le dedica. La regla básica a este respecto consiste en la atribución de la condición de
socio al nudo propietario, aunque al usufructuario le corresponde «en todo caso» el derecho a los dividendos acordados por
la sociedad durante el usufructo; en cuanto a los demás derechos de socio (como podría ser el derecho de asistir y votar en
junta, el derecho de información, o el derecho de separación), se atribuyen al nudo propietario, a menos que los estatutos
dispongan otra cosa (art. 127.1 LSC). Debe tenerse presente, en todo caso, que estas reglas –y en particular las previsiones
que puedan contener los estatutos sociales– sólo disciplinan las relaciones externas del nudo propietario y del usufructuario
frente a la sociedad y, por tanto, la forma de ejercitar los diversos derechos que dimanan de la acción o participación, pero
sin prejuzgar en absoluto las relaciones internas que puedan mediar entre aquéllos ni la titularidad material de los diversos
derechos. La Ley trata simplemente de unificar el régimen de ejercicio de los derechos de socio, con el ánimo de garantizar
el funcionamiento ágil de la sociedad y de evitar que a ésta puedan serle opuestas las disposiciones particulares que sobre la
titularidad o el ejercicio de los diversos derechos puedan contenerse en el título constitutivo del usufructo. Pero la atribución
o el reparto de los derechos entre el usufructuario y el nudo propietario es una cuestión ajena a la sociedad, que habrá de
regirse –según dispone el art. 127.2 LSC– por lo que determine el título constitutivo del usufructo, en su defecto por lo
previsto en la propia Ley de Sociedades de Capital y, supletoriamente, por el Código Civil.
Por lo demás, la facultad general que distingue al usufructuario de «disfrutar» las acciones o participaciones ajenas y de
percibir sus «frutos» (arts. 467 y 471 del Código Civil) no se concreta sólo en su derecho a percibir los dividendos que acuerde
la sociedad; porque en defecto siempre de lo que pueda disponer el título constitutivo del usufructo, en el momento de
liquidación de éste el usufructuario tiene también derecho a percibir el incremento del valor razonable que puedan haber
experimentado las acciones o participaciones usufructuadas, cuando los beneficios propios de la actividad social no hayan
sido objeto de distribución en forma de dividendos y se hayan destinado a reservas, cualquiera que sea su naturaleza o
denominación (art. 128.1 LSC). Este mismo derecho le corresponde al usufructuario en la hipótesis de que la sociedad se
disuelva durante el usufructo, en cuyo caso podrá exigir del nudo propietario la parte de la cuota de liquidación que
corresponda al incremento experimentado por el valor razonable de las acciones o
participaciones por causa de la constitución o incremento de las reservas sociales (art. 128.2 LSC). En ambos casos, a falta de
acuerdo entre las partes, el importe a abonar debe ser determinado por un experto independiente designado por el Registro
Mercantil (art. 128.3 LSC) y, en el caso de las sociedades anónimas cotizadas, en función de su valor de mercado o cotización
media del trimestre anterior ( art. 502.2 LSC).
La Ley establece también un conjunto de reglas, que aplican siempre en defecto de lo que pueda prever el título constitutivo
del usufructo, en relación con el derecho de suscripción o de asunción preferente que corresponda a las acciones o
participaciones usufructuadas cuando la sociedad realice un aumento de capital, en consideración a la pérdida de valor (la
dilución económica o «aguamiento») que pueden experimentar aquéllas en caso de falta de ejercicio -o de transmisión- del
referido derecho. De esta forma, la decisión sobre el ejercicio o la enajenación del derecho de preferencia corresponde por
principio al nudo propietario; pero en caso de inactividad de éste, el usufructuario está legitimado para proceder por su
cuenta a la suscripción o asunción de las nuevas acciones o participaciones o a la venta de los derechos, lo que puede hacer
dentro de los últimos diez días del plazo fijado para su ejercicio (art. 129.1 LSC). En caso de venta de los derechos, el usufructo
se extiende al importe que se obtenga; y en caso de suscripción o asunción de las nuevas acciones o participaciones, se
extiende solo a aquellas cuyo desembolso hubiera podido realizarse con el valor total de los derechos de preferencia (art.
129, apdos. 2 y 3, y art. 502.1 para las sociedades cotizadas, de la LSC), lo que equivale a excluir del usufructo las acciones o
participaciones cuya suscripción o asunción responda a un incremento del compromiso económico del socio con la sociedad.
Si el aumento de capital fuera con cargo a reservas, las nuevas acciones o participaciones corresponden al nudo propietario,
aunque se extiende a ellas el usufructo (art. 129.4 LSC), en atención a la ausencia de efectos patrimoniales de esta modalidad
de aumento para la sociedad y por extensión para el valor de la participación global de cada socio.
La Ley se ocupa, además, del posible usufructo de acciones no liberadas, algo que sólo es posible –como sabemos– en el caso
de las sociedades anónimas, declarando la obligación básica del nudo propietario de realizar los desembolsos pendientes;
pero la obligación de desembolso puede ser atendida por el usufructuario en caso de incumplimiento del nudo propietario,
sin perjuicio de la facultad de aquél de repetir contra este último al término del usufructo (art. 130 LSC).
En caso de prenda de las acciones o participaciones, la incidencia que pueda tener sobre la titularidad de los diversos
derechos sociales es también una cuestión que ha de resolverse por principio en el propio título por el que se constituya.
Pero en analogía con el usufructo, la Ley disciplina las condiciones de ejercicio de dichos derechos (no las relaciones internas
entre el propietario de las acciones o participaciones y el acreedor pignoraticio, que habrán de regirse preferentemente por
el título constitutivo de la prenda), con el ánimo de garantizar el funcionamiento ágil de la sociedad y de evitar la oponibilidad
frente a ésta de los distintos acuerdos que puedan contenerse en los títulos constitutivos. Y la regla general a este respecto
es que el ejercicio de los derechos de socio corresponde, salvo disposición contraria de los estatutos, al propietario de las
acciones o participaciones (art. 132.1 LSC). En caso de ejecución de la prenda, además, en la sociedad limitada se aplicarán
las reglas previstas para los supuestos de transmisión forzosa (art. 109 LSC), mientras que en la sociedad anónima habrá que
estar a lo que dispongan los estatutos (art. 125 LSC).
3. EMBARGO
Aunque propiamente no constituya un supuesto de constitución de un derecho real sobre las acciones o participaciones,
hemos de referirnos finalmente a la traba de un embargo sobre ellas, supuesto para el que la Ley dispone que se observarán
las disposiciones relativas a la prenda, «siempre que sean compatibles con el régimen específico del embargo» (art. 133 LSC).
Por razones obvias, esta remisión implica la aplicación del régimen de las transmisiones forzosas en el caso de las
participaciones y, tratándose de una sociedad anónima, del régimen estatutariamente previsto para las transmisiones de
acciones que se verifiquen en un procedimiento de ejecución; pero en cambio, resulta más dudosa la posibilidad de que,
conforme a lo permitido para la prenda, los estatutos puedan atribuir al embargante legitimación para el ejercicio de los
derechos de socio o, al menos, para el de algunos de ellos (por ej., el derecho de separación).
III. LAS OBLIGACIONES
1. CONCEPTO Y CARACTERÍSTICAS
Las obligaciones –o bonos– son valores emitidos en serie o en masa, mediante los cuales la sociedad emisora reconoce o crea
una deuda de dinero en favor de quienes los suscriben (art. 401.1 LSC). Son valores de financiación, con los que el emisor
allega recursos financieros a título de crédito que, por tanto, deberá restituir en el momento de su vencimiento. En esencia,
la emisión de obligaciones puede verse como una modalidad de préstamo mutuo, que compromete a la entidad emisora a la
restitución de las sumas recibidas junto con los correspondientes intereses. Pero es en la forma de documentación, y no en
el contenido del contrato, donde radica lo característico de la operación: el derecho de crédito del obligacionista frente a la
sociedad emisora se incorpora a un valor, representativo de una parte alícuota de la cantidad total del empréstito, que se
caracteriza por su negociabilidad y por su aptitud para ser transmitido libremente, sin necesidad –a diferencia del régimen
común de la cesión de créditos– de notificación al deudor. El crédito se fracciona así en una pluralidad de valores que
incorporan unos derechos comunes y uniformes frente a la sociedad emisora, y que pueden ser fácilmente negociados en
mercados organizados. De hecho, al igual que las acciones, las obligaciones tienen la consideración legal de valores
mobiliarios o negociables y pueden estar representadas por medio de títulos o de anotaciones en cuenta (art. 412.1 LSC), o
también mediante sistemas basados en tecnología de registros distribuidos [art. 407.2.c) LSC], aunque la forma de las
anotaciones en cuenta es obligatoria –por las mismas razones que vimos en relación con las acciones– para las obligaciones
que coticen en un mercado regulado de valores (art. 496.1 LSC).
Así pues, la acción o la participación es una parte alícuota del capital que atribuye al titular derechos corporativos o de socio,
y entre ellos el de participar en los eventuales beneficios sociales (lo que en el caso de las acciones explica su habitual
caracterización como valores de «renta variable» o «participativos»). En cambio, la obligación es una parte alícuota de un
crédito que confiere a su titular la condición de acreedor, y que incorpora -en su caracterización más habitual, al existir
numerosas clases y variaciones- el derecho a percibir un interés periódico y a obtener la restitución del principal (y de ahí
que se definan como valores de «renta fija», de «deuda» o «no participativos»). Existen con todo, clases de valores en los
que se difuminan algunas de estas diferencias (v. gr., acciones privilegiadas con derecho a un dividendo fijo u obligaciones
con participación en beneficios) o que permiten el tránsito entre ambas categorías (como las obligaciones convertibles en
acciones, que veremos).
La emisión de obligaciones o de otros valores negociables agrupados en emisiones se permite a todas las sociedades de
capital (art. 401.1 LSC), incluyendo pues a las sociedades de responsabilidad limitada. Tradicionalmente, estas últimas tenían
expresamente prohibido acordar o garantizar la emisión de obligaciones. Esta prohibición constituía de hecho uno de los
principales elementos ordenadores y de diferenciación entre las sociedades de capital, que básicamente dejaba reducida la
posibilidad de financiación mediante este particular instrumento a las sociedades anónimas, en su condición de forma
societaria característica de la gran empresa ideada para operar en los mercados de valores. Pero la Ley 5/2015, de Fomento
de la Financiación Empresarial, que modificó el régimen de la Ley de Sociedades de Capital en materia de obligaciones,
eliminó dicha prohibición, con el fin de permitir que las sociedades limitadas puedan también financiarse a través de los
mercados de capitales emitiendo obligaciones y demás valores de renta fija, aunque con mayores restricciones –como
veremos– que las sociedades anónimas. Junto a las sociedades de capital, existen otras sociedades y personas jurídicas con
capacidad para emitir obligaciones (sociedades de garantía recíproca, agrupaciones de interés económico, asociaciones, cajas
de ahorro, etc.) que, al margen de alguna especialidad de régimen, se rigen supletoriamente por la disciplina de la Ley de
Sociedades de Capital (disp. adic. 5.ª de la Ley 5/2015). En cambio, la emisión de obligaciones se prohíbe a las personas físicas,
sociedades civiles, colectivas y comanditarias simples (disp. adic. 1.ª LSC).
2. LA EMISIÓN DE OBLIGACIONES
A. Régimen y formalidades
Históricamente, el legislador sometió la emisión de obligaciones por las sociedades anónimas a un límite cuantitativo,
referido al importe del capital social y de las reservas, con el fin de buscar cierto equilibrio entre los recursos propios de
una sociedad y los recursos ajenos recibidos a través de este instrumento de deuda. La dudosa racionalidad económica de
dicho límite, que no aplicaba a las restantes formas de financiación (por ej. bancaria) y que por tanto penalizaba por razones
formales las emisiones de obligaciones y las posibilidades de financiación a través de los mercados de valores, hizo que el
mismo fuera mereciendo con el tiempo sucesivas y significativas excepciones. Así, al margen de algunas entidades que
tradicionalmente han estado exentas de cualquier límite de emisión, como las entidades de crédito, del mismo se eximió
con carácter general a las sociedades cotizadas o a las emisiones de obligaciones que estuvieran dirigidas a inversores
institucionales o cualificados (por contraposición a los inversores minoristas).
En la actualidad, no existe ningún límite de emisión para las sociedades anónimas, cotizadas o no, pero sí para las sociedades
de responsabilidad limitada. Con el fin declarado por el legislador –según el preámbulo de la Ley 5/2015– de «evitar un
endeudamiento excesivo», las sociedades limitadas no pueden emitir obligaciones por un importe superior al doble de sus
recursos propios (art. 401.2 LSC). Aun así, este límite no opera en el caso de las emisiones garantizadas, cuando la entidad
emisora constituye garantías específicas al servicio de sus compromisos de pago (bajo cualquiera de las formas admitidas
por el art. 404 LSC). Y es que la finalidad protectora que subyace a dicho tope legal se hace innecesaria cuando el emisor
afecta bienes o derechos específicos al cumplimiento de sus obligaciones económicas y cuando los obligacionistas, pues,
garantizan sus posibilidades de cobro al margen de la situación económica de aquél.
Tradicionalmente, la emisión de obligaciones se reservaba a la junta general, que en todo caso podía delegar la facultad en
los administradores. Pero en la actualidad la facultad se atribuye directamente al órgano de administración, salvo
disposición contraria de los estatutos (art. 406 LSC), en consonancia con la competencia general de los administradores
sobre la política de financiación ajena.
Con carácter general, se exige que la emisión de obligaciones se haga constar en escritura pública (art. 407 LSC). Pero esta
exigencia formal se exceptúa para las obligaciones que vayan acompañadas –según las exigencias impuestas por la
normativa del mercado de valores– de la publicación de un folleto informativo sujeto a verificación y registro por la Comisión
Nacional del Mercado de Valores, ya sea porque las obligaciones son objeto de una oferta pública de venta o suscripción o
porque se admitan a cotización en un mercado regulado u oficial (como podría ser AIAF), ya sea porque se admitan a
negociación en un mercado «no oficial» o sistema multilateral de negociación establecido en España (por ejemplo, el MARF)
(art. 41 LMV). El legislador ha considerado sin duda que el control de legalidad que garantiza la escritura pública resulta
redundante y carece de justificación desde la perspectiva de la protección de los inversores cuando la emisión de
obligaciones es intervenida por la referida Comisión o por la autoridad supervisora del correspondiente sistema multilateral
de negociación.
Las emisiones de obligaciones tampoco deben ser objeto de inscripción en el Registro Mercantil. Al margen de otras
consideraciones, los efectos generales de la publicidad registral (art. 21 del C. de C.) carecen de cualquier significado
práctico en relación con emisiones que encierran simples operaciones de financiación y que no tienen efecto alguno sobre
la estructura u organización del emisor.
Por lo demás, las obligaciones y demás títulos de deuda pueden ser emitidos por las sociedades españolas –al decir poco
preciso del artículo 405.1 LSC– «en el extranjero». Se da así cobertura legal expresa a la práctica generalizada de las
sociedades españolas más relevantes de realizar sus emisiones en mercados extranjeros (como Irlanda, Inglaterra o
Luxemburgo) y con sujeción típicamente al Derecho inglés, de conformidad con las prácticas habituales de los mercados
internacionales. En estos casos, los términos y condiciones de las obligaciones (tipo y plazos de pago del interés, condiciones
de amortización y reembolso, etc.) se regirán por la ley a la que se haya sometido la emisión (art. 405.3 LSC), mientras que
la ley española aplicaría sólo a las cuestiones relativas a la capacidad, competencia y condiciones de adopción del acuerdo
de emisión (art. 405.2 LSC).
En la práctica no es infrecuente que las emisiones de obligaciones se realicen de forma indirecta. Lo habitual en estos casos
es que la sociedad se sirva al efecto de una filial 100% –en ocasiones extranjera– cuyo único objeto es operar como vehículo
específico de emisión, que es la que formalmente emite las obligaciones y que transfiere a su matriz los fondos obtenidos
a través de un préstamo «espejo» que replica los términos y condiciones de aquéllas. La sociedad dominante, que
materialmente es la que obtiene la financiación y la que atiende en último término al servicio económico de la emisión
(pago de intereses, reembolso, etc.), se limita en estos casos a garantizar frente a los inversores las obligaciones asumidas
por su filial en tanto que emisor. Esta práctica tampoco es desconocida para el legislador, que reconoce la facultad de las
sociedades de capital de emitir pero también de «garantizar» obligaciones y demás valores de deuda (art. 401.1 LSC).
B. El sindicato de obligacionistas
Con carácter general, en cualquier emisión de obligaciones la sociedad debe constituir el denominado sindicato de
obligacionistas, que ha de integrarse por todos los suscriptores de los valores (art. 419 LSC) y que se concibe como una
asociación que tiene por finalidad la defensa de los intereses comunes o colectivos de los obligacionistas.
El sindicato tiene como órgano representativo y de gestión al «comisario», que inicialmente debe designarse por la sociedad
(arts. 403 y 421.1 LSC) y al que la Ley atribuye importantes facultades, como –entre otras– la convocatoria de la asamblea
de obligacionistas (arts. 422.1 LSC), el ejercicio de las acciones que correspondan al sindicato (art. 421.6), el derecho de
asistir a la junta general de la sociedad emisora y de requerir de ésta los informes que interesen a los obligacionistas (art.
421.4), o el derecho a ejecutar las eventuales garantías en caso de incumplimiento de la sociedad (art. 429 LSC).
Como órgano deliberante del sindicato se encuentra la asamblea general de obligacionistas, que constituye el órgano
soberano de decisión en las materias que afectan a los intereses comunes de éstos. Con carácter general, la asamblea está
capacitada para acordar todo lo necesario a la mejor defensa de los legítimos intereses de los obligacionistas frente a la
sociedad emisora, como la modificación de las garantías establecidas, la destitución o nombramiento del comisario, el
ejercicio de eventuales acciones judiciales (art. 424 LSC) y hasta la modificación de las condiciones del préstamo (art. 425.1
LSC). La convocatoria de la asamblea puede ser efectuada por los administradores de la sociedad o por el comisario, que
está obligado a hacerlo cuando lo soliciten obligacionistas que representen por lo menos la vigésima parte de las
obligaciones emitidas y no amortizadas (art. 422.1 LSC). La Ley exige además determinados quórum y mayorías para la
adopción de acuerdos por la asamblea (art. 425.1 LSC), a la vez que permite la impugnación de éstos por los obligacionistas
(art. 427 LSC).
No obstante, el ámbito de aplicación de la regulación del sindicato de obligacionistas está sometido a importantes
limitaciones. De un lado, no aplica a las emisiones –ya referidas– realizadas por sociedades españolas «en el extranjero»,
pues en este caso será la ley nacional aplicable a la emisión la que determinará las «formas de organización colectiva» de
los bonistas para la tutela de sus derechos (art. 405.3 LSC). Y de otro lado, incluso para las emisiones que se sometan al
Derecho español, el sindicato sólo se requiere cuando las obligaciones sean objeto de una oferta pública de suscripción en
territorio español o sean admitidas a negociación en un mercado regulado o en un sistema multilateral de negociación
españoles (art. 41 LMVSI). A sensu contrario, no será necesario constituir el sindicato cuando las obligaciones se coloquen
fuera del régimen de oferta pública, por ejemplo entre inversores cualificados, y además no se admitan a negociación en
ningún mercado –regulado o no– español.
C. El reembolso de las obligaciones
El reembolso de las obligaciones deberá realizarse por la sociedad emisora en el plazo convenido, de acuerdo con el plan o
cuadro de amortización fijado en el momento de la emisión. Puede acordarse aquí el pago de la totalidad de las obligaciones
en una única fecha, u optarse por un reembolso gradual y progresivo, que permita al emisor diluir en el tiempo los costes
de la restitución del empréstito. En este caso, cabe prever el abono parcial y escalonado de todas las obligaciones o el pago
total de cierto número de valores, que –con el fin de garantizar la igualdad de trato de los obligacionistas– habrían de
determinarse por sorteo (art. 432.2 LSC).
Pero existen otras formas posibles de recogida o de rescate de las obligaciones que, por tener lugar al margen del plan de
amortización o en fecha distinta a la de su vencimiento normal, podrían catalogarse de impropias o extraordinarias. Se trata
del pago anticipado de las obligaciones, que puede haberse previsto en la escritura de emisión como facultad de la sociedad
emisora o resultar de un convenio celebrado entre la sociedad y el sindicato de obligacionistas; de la compra en bolsa de
las obligaciones a efectos de amortizarlas; o de la conversión de las mismas en acciones, aunque en este caso –al mudarse
la condición de acreedor por la de accionista– se exige el consentimiento individual de los obligacionistas (art. 430 LSC).
3. LAS OBLIGACIONES CONVERTIBLES EN ACCIONES
Las obligaciones convertibles en acciones son valores para cuya emisión sólo están autorizadas las sociedades anónimas, que
por el contrario están vedados –a diferencia de las obligaciones ordinarias– a las sociedades de responsabilidad limitada (que
«en ningún caso» puede emitir ni garantizar obligaciones convertibles en participaciones sociales, en los términos del art.
401.2 LSC). Las obligaciones convertibles son, antes que nada, una simple modalidad de obligaciones, que incorporan un
derecho de crédito frente a la sociedad emisora y que, en caso de no ser convertidas, deben reembolsarse en la fecha de su
vencimiento. Su característica definitoria, sin embargo, consiste en la facultad que otorgan a sus tenedores para optar, como
alternativa a la restitución de la suma prestada, por la conversión de las obligaciones en acciones, en los períodos y de acuerdo
con la relación de conversión que la sociedad emisora haya establecido. La conversión se concibe legalmente como una
facultad del obligacionista, que puede optar entre conservar su originaria posición de acreedor, esperando a la normal
amortización de los valores, o integrarse en la sociedad como accionista, mediante la conversión de los mismos en acciones
(aunque nada impide –algo que cada vez es más habitual en la práctica– configurar la conversión en términos forzosos u
obligatorios, en cuyo caso la emisión de obligaciones convertibles opera en realidad como un aumento de capital diferido en
el tiempo).
La emisión de las obligaciones convertibles debe ser acordada por la junta general de accionistas (art. 406.2 LSC), aunque
ésta puede delegar la facultad para emitir –al igual que en los aumentos de capital– en el órgano de administración. Al acordar
la emisión, la sociedad debe aprobar simultáneamente un aumento del capital «en la cuantía necesaria» (art. 414.1 LSC), con
el fin de garantizar desde el inicio la existencia jurídica de las acciones necesarias para atender a las eventuales solicitudes de
conversión. Ello explica que los administradores estén obligados a ir emitiendo las acciones correspondientes a los
obligacionistas que soliciten la conversión y a inscribir en el Registro Mercantil el aumento de capital que resulte de las
acciones emitidas (art. 418.1 LSC). Los administradores se limitan en este caso a ejecutar el aumento de capital previamente
acordado por la sociedad, en la medida que resulte necesaria para atender a las peticiones de conversión que vayan
produciéndose. Con todo, el aumento de capital no es preciso en el supuesto de las conocidas como obligaciones
«canjeables», que se dan cuando el derecho de conversión –o de canje– se reconoce, no sobre acciones de nueva emisión,
sino sobre acciones propias poseídas por la sociedad emisora en autocartera (o sobre acciones de una tercera sociedad
poseídas por el emisor de las obligaciones). Es esta una modalidad de obligaciones que no está expresamente contemplada
en la Ley de Sociedades de Capital (sí lo está en otras normas del mercado de valores), pero su admisibilidad no resulta
dudosa al amparo de los principios de autonomía de la voluntad y libertad de emisión.
Los antiguos accionistas tienen un derecho de suscripción preferente de las obligaciones convertibles emitidas por la sociedad
(art. 416.1 LSC), al igual que en los aumentos de capital. Y es que la emisión de un empréstito convertible puede dar lugar
indirectamente – en caso de ejercitarse el derecho de conversión– a un aumento de capital e incidir por tanto sobre la
posición de los antiguos socios de la misma forma que cualquier otro supuesto de emisión de acciones. Este derecho de
suscripción preferente opera respecto de las obligaciones convertibles, pero no de las acciones que emita la sociedad para
atender a las solicitudes de conversión (art. 304.2 LSC), pues lo contrario equivaldría a condicionar la efectividad del derecho
de conversión a la falta de suscripción por los socios de las acciones que se emitiesen. Además, al igual que en las emisiones
de acciones, este derecho puede ser excluido cuando «el interés de la sociedad así lo exija» (art. 417.1 LSC), lo que en principio
ocurrirá siempre que la sociedad obtenga algún beneficio por el hecho de ofrecer las obligaciones convertibles a
determinados inversores y no a los accionistas; en el caso específico de las sociedades cotizadas, en analogía también con lo
previsto respecto de los aumentos de capital, la decisión sobre la exclusión del derecho de suscripción preferente puede
atribuirse a los administradores cuando se les delegue la facultad de emitir obligaciones convertibles (art. 511 LSC).
Al constituir un procedimiento indirecto de aumento de capital, las obligaciones convertibles no pueden emitirse por una
cifra inferior a su valor nominal ni ser convertidas cuando este valor nominal sea inferior al de las acciones que correspondan
según la relación de conversión (art. 415 LSC). Se garantiza así el principio de integridad del capital social, al evitarse que las
acciones puedan acabar emitiéndose (en contra de lo prevenido por el art. 59.2 LSC) por una cifra inferior a su valor nominal.
Los tenedores de obligaciones convertibles disfrutan de las medidas de protección de sus derechos atribuidas con carácter
general a todos los obligacionistas. Pero se benefician también de otros instrumentos de tutela específicos, que tratan de
salvaguardar su posición de socios in fieri o potenciales y de protegerles frente a determinadas operaciones que pueda
realizar la sociedad con posterioridad a la emisión, que por tener un impacto sobre el valor de las acciones alteren o degraden
el contenido económico del derecho de conversión que les corresponde. De esta forma, si la sociedad emisora realiza un
aumento de capital con cargo a reservas, se exige la modificación de la relación de cambio de las obligaciones por acciones
en proporción a la cuantía del aumento (art. 418.2 LSC); en consecuencia, la sociedad deberá ofrecer al obligacionista que
convierta un mayor número de acciones, o bien el mismo número pero con el valor nominal incrementado, según que el
aumento tenga lugar mediante emisión de nuevas acciones o por elevación del valor nominal de las antiguas. Del mismo
modo, la sociedad no puede acordar una reducción de capital con devolución de aportaciones, salvo que con carácter previo
reconozca a los obligacionistas la facultad de ejercitar su derecho de conversión (art. 418.3 LSC). En cambio, la LSC no prevé
ningún instrumento legal de protección de los obligacionistas convertibles en relación con los aumentos del capital social con
emisión de nuevas acciones que pueda realizar la sociedad emisora, a pesar de que estos pueden diluir el valor político y
eventualmente económico de las acciones reservadas a quienes conviertan y, por tanto, incidir negativamente sobre el
derecho de conversión (anteriormente, la LSA atribuía un derecho de suscripción preferente a los obligacionistas convertibles
–junto a los antiguos accionistas– en las emisiones de acciones o de nuevas obligaciones convertibles, pero la sentencia del
TJUE, de 18 de diciembre de 2008, declaró que la atribución de ese derecho a los obligacionistas era incompatible con el
Derecho comunitario). En consecuencia, será la sociedad emisora la que deberá prever en las condiciones de la emisión los
oportunos mecanismos de protección de los obligacionistas en caso de aumento de capital, a través por ejemplo de fórmulas
de ajuste de la relación de conversión.
En todo caso, debe tenerse en cuenta que este régimen de protección de los obligacionistas no aplica a las emisiones de
obligaciones convertibles que se realicen –como no es infrecuente en la práctica, al igual que con las obligaciones ordinarias–
con sujeción a un Derecho extranjero, pues en estos casos el contenido del derecho de conversión y los mecanismos de ajuste
del mismo se regirán «por la ley extranjera que rija la emisión» (art. 405.4 LSC) y, con carácter general, por los términos y
condiciones de esta última.
LECCIÓN 21 LOS ÓRGANOS DE LAS SOCIEDADES DE CAPITAL (I). LA JUNTA GENERAL
Sumario: I. Concepto y clases de órganos sociales
II. La junta general. Competencia y clases 1. Características 2. Competencia de la junta 3. Clases de juntas
III. Convocatoria, celebración y adopción de acuerdos 1. Convocatoria A. Competencia para convocar B. Forma y contenido de la
convocatoria C. El complemento de convocatoria 2. La junta universal 3. Constitución, mayorías y sistema de adopción de acuerdos
4. Asistencia y delegación del voto 5. El derecho de información 6. Emisión del voto y conflicto de interés
IV. La impugnación de los acuerdos sociales 1. Causas de impugnación 2. Personas legitimadas 3. Plazos de caducidad 4. Normas
procesales

I. CONCEPTO Y CLASES DE ÓRGANOS SOCIALES


Las sociedades anónimas y limitadas responden a un mismo modelo de organización corporativa, que en esencia descansa
sobre la existencia de una dualidad de órganos: de un lado, la junta general, como órgano deliberante que reúne a los socios
y que expresa con sus acuerdos la voluntad social; y de otro lado, los administradores, que son el órgano ejecutivo encargado
de la gestión de la sociedad y de representarla en sus relaciones con terceros.
En el modelo legal, la junta general viene concebida como el órgano supremo y soberano, al que queda subordinado el órgano
de administración. La necesidad de que la junta se pronuncie sobre las materias sociales más relevantes (aprobación de
cuentas, modificación de estatutos, fusión o disolución, etc.), así como su competencia para nombrar y para destituir a los
administradores, determinan que la misma ocupe un lugar preeminente dentro de la estructura organizativa tanto de la
sociedad anónima como de la limitada. Esta situación normativa de supremacía se refuerza además por la posibilidad
expresamente reconocida de reservar competencias en materia de gestión social a la propia junta, así como por la facultad
que se atribuye a ésta para impartir instrucciones a los administradores o para someter a autorización alguna de sus
decisiones.
En términos generales, cabría decir que este modelo legal se verifica de forma más o menos precisa en las sociedades de
pocos socios (sociedades cerradas en general, como sociedades limitadas y anónimas de carácter familiar o personalista).
Pero este esquema carece de correspondencia con el equilibrio real de poderes que suele prevalecer en las grandes
sociedades cotizadas, particularmente en aquellas que carecen de cualquier socio de control y en las que el capital está más
disperso y atomizado. Se explica así, en atención a la relevancia adquirida por este fenómeno, que el control del poder
autónomo que en estas sociedades tiende a concentrar el órgano de administración, en gran medida por la inoperatividad
práctica de la junta general como órgano de control, se haya erigido en una de las cuestiones más candentes del moderno
Derecho de sociedades y a las que más atención ha dedicado en los últimos tiempos tanto el legislador (como evidencian las
numerosas especialidades de régimen previstas para las sociedades cotizadas en materia de órganos sociales) como en
general el movimiento del buen gobierno corporativo o del « corporate governance» (cuestiones que analizaremos en la
Lección 27.ª sobre sociedades cotizadas).
II. LA JUNTA GENERAL. COMPETENCIA Y CLASES
1. CARACTERÍSTICAS
La junta general (de accionistas en la sociedad anónima, de socios en la sociedad de responsabilidad limitada) es el órgano
de formación y expresión de la voluntad social, cuyas decisiones obligan a los administradores y a todos los socios, incluso a
los disidentes y a los que no hayan participado en la junta (art. 159 LSC).
La junta supone generalmente una reunión de socios, aunque no necesariamente debe ser así; al margen de la hipótesis de
las sociedades unipersonales, en que las competencias de la junta son ejercitadas por el socio único, incluso en sociedades
con una pluralidad de socios podría uno de ellos constituirse en junta y adoptar acuerdos cuando su participación en el capital
le permita cumplir por sí solo los requisitos de quórum y mayorías exigidos para la válida formación de la voluntad social;
además, como veremos, la reunión puede tener lugar de manera exclusivamente telemática, o de forma híbrida (presencial
y telemática), cuando así lo prevean los estatutos sociales. La junta es además una reunión convocada (con la única excepción
–que veremos– de la junta universal), ya que su celebración debe ir precedida por una convocatoria con un contenido
determinado y efectuada de acuerdo con el procedimiento legal o, en su caso, estatutario. Y es además un órgano necesario,
en cuyo seno ha de adoptarse cualquier acuerdo expresivo de la voluntad social, al no existir ningún otro procedimiento
alternativo para la toma de decisiones por los socios en las materias que la Ley reserva a la competencia de la junta.
2. COMPETENCIA DE LA JUNTA
Las facultades decisorias de los socios se extienden a los «asuntos propios de la competencia de la junta» (arts. 159.1 LSC).
Las principales competencias de la junta general resultan de la propia Ley, que requiere expresamente un acuerdo de este
órgano en relación con numerosas materias. Entre estas sobresalen las relativas a la aprobación de las cuentas anuales, el
nombramiento y la separación de los administradores, las modificaciones de estatutos (incluyendo el aumento y la reducción
de capital), las modificaciones estructurales o la disolución de la sociedad (art. 160 LSC), materias que se amplían en las
sociedades cotizadas –como veremos– a otras cuestiones específicas como la política de remuneraciones de los consejeros o
las operaciones vinculadas de mayor relevancia. Además de las competencias legales, la junta también puede deliberar y
acordar sobre cualquier otro asunto que determinen los estatutos (art. 160. j LSC), al margen de estar capacitada en términos
generales para acordar todo lo necesario para la marcha de la sociedad y la defensa de sus intereses.
Pero la junta, aun siendo soberana, no tiene un poder ilimitado. Al margen de los límites que se derivan del necesario respeto
a la Ley y a los estatutos (pues mientras no los modifique, no puede tomar decisiones que atenten contra ellos), la junta debe
garantizar la paridad de trato de todos los socios (art. 97 LSC y, en relación específicamente con las juntas de las sociedades
cotizadas, art. 514) y respetar los derechos individuales de éstos, que por su carácter sustancial operan como límites objetivos
al poder de la mayoría. Además, sus decisiones deben orientarse a promover el interés social y no el posible interés particular
de algunos socios o terceros, pues en caso contrario –como veremos– los acuerdos podrían ser impugnados.
Otra limitación al poder de la junta dimana de la existencia necesaria del órgano de administración, al que la Ley encarga la
función de administrar y de representar a la sociedad en todos los actos comprendidos en el objeto social (art. 209 LSC). Aun
así, la propia Ley reconoce a la junta determinadas facultades relacionadas con la gestión de la sociedad, que es el ámbito
propio y natural de las competencias de los administradores, lo que determina que exista aquí un cierto margen de
concurrencia y de solapamiento entre ambos órganos.
Por un lado, la decisión de adquirir o de enajenar un activo, o de aportarlo a otra sociedad, que en principio corresponde a
los administradores, tiene que autorizarse por la junta general cuando vaya referida a los denominados «activos esenciales»,
condición que legalmente se presume cuando el importe de la operación supere el 25 por 100 del valor de los activos que
figuren en el último balance aprobado (art. 160.f LSC). Ello supone que los negocios de disposición que afecten a los activos
de mayor relevancia económica (la compra de una empresa, la venta de un activo esencial para la explotación del negocio,
etc.) deben ser aprobados por la junta general, en atención a los efectos de estas operaciones sobre la situación patrimonial
de la sociedad y su similitud con los que son propios de las modificaciones estructurales. En casos extremos, además, estas
operaciones podrían comprometer incluso las posibilidades prácticas de la sociedad de seguir desarrollando su objeto social
o encubrir una liquidación encubierta de la misma, como en el caso de que los administradores dispusieran de todo el activo
de la empresa. Nada dice la Ley sobre el alcance o eficacia jurídica del acuerdo de la junta. Aun así, debe entenderse que su
eventual omisión no afectaría a validez del negocio jurídico que pudieran celebrar los administradores, de conformidad con
las reglas generales –que veremos– sobre facultades de representación de éstos y protección de los terceros de buena fe.
Por otro lado, aunque la junta no pueda realizar directamente y por sí misma actos de gestión o de representación, es posible
también que se reserve una intervención en estas materias. No se trata sólo de la posibilidad de que los estatutos reserven
a la competencia de la junta determinados asuntos de gestión, de acuerdo con el régimen general (art. 160.j LSC). Es que
incluso en ausencia de habilitación estatutaria, la junta está capacitada con carácter general para intervenir en este ámbito
por una doble vía: puede impartir instrucciones a los administradores, requiriéndoles para que realicen o no determinados
actos en materias propias de su competencia o instruyéndoles sobre las pautas o criterios a seguir; y puede también someter
a autorización determinadas decisiones de los administradores, en el sentido de requerir la aprobación de los socios para
decisiones de gestión que de otra forma corresponderían a aquéllos (compra o venta de activos por encima de ciertos
umbrales, operaciones de financiación, etc.). Con todo, esta facultad de intervención de la junta en asuntos de gestión se
reconoce «salvo disposición contraria de los estatutos» (art. 161 LSC), lo que podría justificarse en las sociedades con una
mayor centralización y especialización de la función de administración y en las que la junta resulta menos ágil y operativa,
como sería el caso de las sociedades cotizadas.
3. CLASES DE JUNTAS
Tanto en la sociedad anónima como en la limitada existen juntas que han de celebrarse por obligación legal y con carácter
periódico (juntas «ordinarias»), y otras que por el contrario pueden ser convocadas por iniciativa de la sociedad o de los
socios y que como tales tienen un carácter extraordinario (juntas «extraordinarias»).
De esta forma, la Ley obliga a ambos tipos de sociedad a celebrar dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio una
junta ordinaria, con el objeto de censurar la gestión social, aprobar en su caso las cuentas anuales del ejercicio anterior y
resolver sobre la aplicación del resultado (art. 164.1 LSC). Se trata, por tanto, de una junta de celebración imperativa,
caracterizada por un doble elemento: por su carácter periódico, en atención a la obligación de celebrarla durante los primeros
seis meses de cada ejercicio (aunque el incumplimiento de este plazo no afecta a su validez, como precisa el art. 164.2 LSC,
al poder existir circunstancias excepcionales que justifiquen su celebración extemporánea); y por tener un contenido mínimo
e inderogable, pues debe resolver necesariamente sobre las referidas materias, sin perjuicio de su competencia plena para
adoptar acuerdos sobre cualquier otro asunto.
Además de la junta general ordinaria, cabría también que los estatutos impusieran la obligación de celebrar alguna otra junta
adicional de forma periódica o en fechas o supuestos concretos. Pero al margen de estas juntas de celebración forzosa, una
sociedad anónima o limitada también puede convocar juntas extraordinarias en cualquier otro momento en que convenga a
los intereses sociales, tanto si es para resolver sobre asuntos de gran relevancia como para tratar materias intrascendentes o
de mero trámite (art. 165 LSC).
Los administradores, están capacitados para convocar una junta extraordinaria siempre que lo estimen conveniente o
necesiten recabar el acuerdo o la opinión de los socios para cualquier asunto (art. 167 LSC). Pero, además, están obligados a
convocarla cuando lo soliciten uno o varios socios que sean titulares al menos del 5 por 100 del capital social –o del 3 por
100 en las sociedades cotizadas (art. 495.2 LSC)– y siempre que expresen en la solicitud los asuntos a tratar en la junta (art.
168 LSC). En este caso, al tratarse de un derecho reconocido a los socios (un «derecho de minoría», pues se atribuye
únicamente a aquellos que ostenten dicha participación social y no a cualquier socio), la convocatoria de la junta es obligada
para los administradores, que no pueden entrar a valorar la conveniencia o el interés de su celebración; de ahí que estén
obligados a convocarla para su celebración en un plazo de dos meses cuando sean requeridos para ello y a incluir en el orden
del día aquellos asuntos que hubieren sido objeto de la solicitud, sin perjuicio de la posibilidad de añadir otros adicionales.
Debe destacarse, en todo caso, que todas las juntas tienen la misma competencia (con la única excepción de la aprobación
de las cuentas anuales y de la aplicación del resultado del ejercicio social, que son materias legalmente reservadas a la junta
ordinaria) y se rigen por unas mismas reglas generales en materia de convocatoria, celebración, adopción de acuerdos
sociales e impugnación.
III. CONVOCATORIA, CELEBRACIÓN Y ADOPCIÓN DE ACUERDOS
1. CONVOCATORIA
A. Competencia para convocar
La convocatoria de la junta, que es requisito indispensable para su válida celebración, corresponde en todo caso a los
administradores (art. 166 LSC). En concreto, la decisión de convocar cualquier junta, tanto ordinaria como extraordinaria,
debe ser necesariamente acordada por el órgano de administración de conformidad con las reglas de funcionamiento que
resulten de su configuración (por ej., conjuntamente por los administradores mancomunados o mediante un acuerdo del
consejo de administración, por tratarse en este caso de una facultad indelegable –art. 249 bis.j LSC–).
Sin embargo, para suplir la posible inactividad –culpable o no– de los administradores, la Ley ha previsto un sistema
alternativo en el que la convocatoria puede solicitarse tanto del secretario judicial del Juzgado de lo mercantil mediante un
expediente de jurisdicción voluntaria (arts. 117 a 119 de la Ley 15/2015, de la Jurisdicción Voluntaria) como
alternativamente del registrador mercantil del domicilio social. Así, tratándose de la junta general ordinaria, cualquier socio
–con independencia de su grado de participación en el capital social– está legitimado para instar su convocatoria cuando
no se celebre en el plazo legal (art. 169.1 LSC); y cuando se trate de juntas extraordinarias cuya celebración haya sido
solicitada por socios que ostenten la participación mínima requerida (5 por 100 con carácter general y 3 por 100 en las
sociedades cotizadas), estos mismos socios pueden también solicitar la convocatoria cuando los administradores no hayan
dado curso a su solicitud (art. 169.2 LSC). En ambos casos, la convocatoria podrá realizarse por el secretario judicial o el
registrador mercantil, previa audiencia de los administradores, cuando estimen que no existe ningún motivo fundado que
justifique el incumplimiento de la obligación legal.
La posibilidad de recurrir a este mismo sistema de convocatoria se contempla también para los supuestos de inoperancia –
que no de inactividad– del órgano de administración, cuando éste se encuentre objetivamente incapacitado para acordar
la convocatoria por fallecimiento o cese de alguno o varios de sus miembros. En estos casos, cualquier socio puede solicitar
del secretario judicial o del registrador mercantil la convocatoria de la junta con el único objeto de proceder al
nombramiento de nuevos administradores, sin perjuicio de que la convocatoria pueda hacerse con la misma finalidad por
cualquier administrador que permanezca en el ejercicio de su cargo (art. 171 LSC).
B. Forma y contenido de la convocatoria
Con carácter general, la convocatoria de las juntas de las sociedades anónimas y limitadas debe hacerse mediante anuncio
publicado en la página web de la sociedad y, si ésta no existiera, en el Boletín Oficial del Registro Mercantil y en uno de los
diarios de mayor circulación en la provincia en que esté situado el domicilio social (art. 173.1 LSC). Pero este régimen tiene
carácter dispositivo, por la posibilidad legalmente reconocida de prever en estatutos sistemas alternativos de convocatoria.
En concreto, los estatutos pueden establecer que la convocatoria se realice mediante cualquier otro «procedimiento de
comunicación individual y escrita, que asegure la recepción del anuncio por todos los socios» (art. 173.2 LSC). Y los estatutos
pueden acordar también «mecanismos adicionales de publicidad» a los legalmente previstos, como sería en particular la
gestión telemática por la sociedad «de un sistema de alerta a los socios de los anuncios de convocatoria interesados en la
web de la sociedad» (art. 173.3 LSC).
Pero esta flexibilidad, pensada lógicamente para las sociedades de pocos socios, no rige para las juntas de las sociedades
cotizadas, que –como veremos– quedan sujetas a unos requisitos reforzados de publicidad destinados a garantizar la mayor
difusión pública de la convocatoria.
En la sociedad anónima, la convocatoria debe hacerse con un mes de antelación, cuando menos, a la fecha fijada para la
celebración de la junta (art. 176.1 LSC). En la sociedad limitada, por el contrario, la antelación mínima para la convocatoria
se reduce a quince días (art. 176.2 LSC), por el entendimiento de que esta forma social suele acoger a empresas de menor
complejidad y de reducido número de socios.
El anuncio de convocatoria debe contener, entre otras menciones, una relación comprensiva de todos los asuntos que han
de tratarse en la junta (art. 174 LSC). Esta relación, denominada orden del día, reviste una gran importancia, no sólo porque
informa a los socios de los asuntos que van a ser objeto de deliberación y acuerdo, a efectos por ejemplo de que decidan
sobre su asistencia o el posible ejercicio de su derecho de información, sino también porque fija y predetermina las materias
sobre las que puede válidamente pronunciarse la junta, que no podrá adoptar ninguna decisión sobre extremos distintos
de los anunciados (con las únicas excepciones legales –que veremos– de la destitución de los administradores y del ejercicio
contra éstos de la acción social de responsabilidad). Como veremos, el contenido del anuncio de convocatoria se amplía
notablemente en las sociedades cotizadas.
C. El complemento de convocatoria
En el caso específico de la sociedad anónima, la Ley reconoce el derecho de los accionistas que sean titulares del 5 por 100
del capital (o del 3 por 100 en las sociedades cotizadas) a completar el orden del día fijado por los administradores
incluyendo uno o más puntos en el mismo; a estos efectos, pueden solicitar que se publique «un complemento a la
convocatoria» mediante notificación dirigida a la sociedad dentro de los 5 días siguientes a la publicación del anuncio de
convocatoria, complemento que debe ser publicado por la sociedad –so pena de nulidad de la junta– al menos 15 días antes
de la fecha prevista para su celebración (art. 172 y, en relación con las sociedades cotizadas, art. 519.1 LSC, que limita este
derecho a las juntas ordinarias). Se permite así que los socios intervengan en la determinación del orden del día de la junta
general, de tal forma que ésta pueda deliberar y decidir sobre materias y asuntos que puedan interesar a aquéllos por
añadidura a los previstos por los administradores.
Al margen de solicitar la inclusión de nuevos puntos en el orden del día, los socios también disponen por principio del
derecho a formular propuestas distintas a las de los administradores en relación con los asuntos o materias que ya figuren
en el mismo (v. gr., que se reparta un mayor dividendo, que se nombre a un administrador distinto, que un aumento de
capital se acuerde por un importe superior, etc.). En las sociedades cotizadas, como veremos, se reconoce además el
derecho de los accionistas que sean titulares del 3 por 100 del capital social a presentar propuestas de acuerdo alternativas
a las formuladas por los administradores sobre los asuntos que figuren en el orden del día de la junta con la obligación de
la sociedad de difundirlas en su página web (art. 519.3 LSC).
2. LA JUNTA UNIVERSAL
El requisito de la previa convocatoria de la junta, así como la necesidad de realizar la convocatoria de acuerdo con el
procedimiento legal o estatutario, decaen en un único supuesto: cuando estando presente todo el capital social los asistentes
acepten por unanimidad la celebración de la junta.
Se permite así la válida celebración de juntas que no hayan ido precedidas de ninguna convocatoria o, lo que es más
importante en términos prácticos, que hayan sido convocadas de manera informal y sin dar cumplimiento a los requisitos
legales o estatutarios. Porque estableciéndose estos requisitos en garantía de los socios, es claro que pierden todo su
significado cuando los propios socios acuerden unánimemente constituirse en junta general con el fin de tratar cualquier
asunto. Esta posibilidad ofrece una enorme trascendencia práctica en la realidad societaria, hasta el punto de representar la
forma más habitual de celebración de las juntas en las sociedades de pocos socios, que pueden obviar así las exigencias
legales o estatutarias en cuanto a forma, antelación y publicidad de la convocatoria.
Para la válida celebración de una junta universal, es necesaria una doble condición: que asista la totalidad del capital social,
sin excepción alguna, pero también que los concurrentes acepten por unanimidad la celebración de la junta (art. 178.1 LSC).
Aunque no se exija de modo expreso, debe entenderse que los socios tienen que aceptar adicionalmente el orden del día,
pues toda junta ha de celebrarse para tratar materias o asuntos determinados. En cambio, no es preciso que los socios
concurran personalmente a la junta universal, ya que pueden delegar su voto y hacerse representar en la misma cuando
tengan un conocimiento previo de la pretensión de celebrar una junta con tal carácter y de los asuntos a tratar (como sería
el caso típicamente de las juntas universales convocadas de manera informal).
La constitución de la junta universal puede tener lugar en cualquier lugar, ya sea en territorio español o extranjero (art. 178.2
LSC). Y la competencia de esta junta es absoluta y total «para tratar cualquier asunto» (art. 178.1 LSC); todos los asuntos
propios de la competencia de la junta pueden ser decididos en junta universal, incluyendo, por tanto, los relativos a la
aprobación de las cuentas anuales y a la aplicación del resultado que la Ley reserva a la junta ordinaria que debe celebrarse
dentro del primer semestre de cada ejercicio social.
3. CONSTITUCIÓN, MAYORÍAS Y SISTEMA DE ADOPCIÓN DE ACUERDOS
El sistema requerido a efectos de la válida adopción de acuerdos sociales por la junta general varía significativamente entre
la sociedad anónima y la limitada.
En la primera, para que la junta de accionistas pueda celebrarse y adoptar acuerdos, es necesario que concurran los quórum
de constitución legalmente exigidos, en el sentido de requerirse la asistencia de accionistas que sean representativos de
determinadas cuotas del capital social. De ahí que la Ley adopte un sistema de doble convocatoria, ya que los quórum de
constitución o de asistencia en primera convocatoria (25 por 100 del capital social para los acuerdos ordinarios y 50 por 100
para acordar una modificación de estatutos y otros acuerdos de especial trascendencia, según resulta de los arts. 193 y 194
LSC) son más elevados que en segunda convocatoria (ningún quórum especial para los acuerdos ordinarios y 25 por 100 del
capital para los de modificación de estatutos y asimilados, de acuerdo con los mismos preceptos). De esta forma, sólo cuando
asistan –presentes o representados– estos porcentajes de capital podrá la junta constituirse y celebrarse válidamente, al
operar estos quórum como presupuesto previo para la deliberación y aprobación de cualquier acuerdo. Y una vez constituida
la junta, los acuerdos se adoptan por una mayoría de los votos de los accionistas presentes o representados, que con carácter
general se entiende como mayoría simple (más votos a favor que en contra) pero que se eleva a mayoría absoluta para los
acuerdos de modificación de estatutos y asimilados (art. 201 LSC). En el sistema legal, pues, la toma de decisiones en la
sociedad anónima se vincula al voto favorable de la mayoría, no del capital social, sino de los votos de los accionistas que
participen en la junta válidamente constituida.
Con todo, este régimen legal puede ser reforzado –nunca rebajado o debilitado– estatutariamente. Es posible, en
consecuencia, elevar tanto los quórum de asistencia como las mayorías de votos legalmente previstos (arts. 194.3 y 201.3
LSC), ya sea con carácter general o para acuerdos determinados, pero sin que pueda exigirse en ningún caso la unanimidad.
Los estatutos podrían así prever mayorías reforzadas, que además podrían ir referidas, no al capital presente o representado
en la junta, sino al capital total o emitido, de tal modo que la voluntad social tuviese que ser necesariamente expresiva de un
porcentaje absoluto del capital social.
Por lo demás, en la sociedad anónima, el derecho de voto que corresponde a cada accionista ha de corresponderse
estrictamente –como vimos– con el valor nominal de su participación en el capital (arts. 96.2 y 188.2 LSC). Pero al margen de
las acciones sin voto, que constituyen una clase especial de acciones, esta regla de proporcionalidad admite una excepción
general y otra específica para las sociedades cotizadas. La primera consiste en la posibilidad de que los estatutos limiten con
carácter general el número máximo de votos que puede emitir un mismo accionista (arts. 188.3 y 527 LSC), con independencia
pues de su verdadera participación en el capital. Esta posible limitación del voto puede servir, en la intención del legislador,
para diluir el poder de los grandes accionistas y reforzar así en términos relativos el derecho de voto de los minoritarios. Pero
aunque se permita para todas las sociedades anónimas, la limitación tiende a utilizarse en la práctica sobre todo por algunas
sociedades cotizadas de capital disperso como medida anti-OPA y para dificultar posibles operaciones indeseadas de toma
de control, pues en virtud de la misma el socio que se hiciese con una participación mayoritaria o significativa del capital no
tendría garantizada en junta una mayoría de los votos. Y la segunda excepción consiste en las denominadas acciones de
lealtad o «acciones con voto adicional doble por lealtad» (art. 527 ter y ss. de la LSC, introducidos por la Ley 5/2021), que
solo se permiten para las sociedades cotizadas y que analizaremos cuando nos ocupemos de estas últimas (Lección 27.ª).
En la sociedad limitada, el sistema legal de formación de la voluntad social descansa sobre principios parcialmente
divergentes. En este caso, la Ley exige con carácter general para la adopción de cualquier acuerdo el respaldo de
determinadas mayorías de los votos «correspondientes a las participaciones sociales en que se divida el capital social» (arts.
198 y 199 LSC, que imponen distintas mayorías –un tercio, más de la mitad o dos tercios de los votos– para diversas clases de
acuerdos). Se explica así que en relación con las sociedades limitadas no se establezca ningún quórum de constitución ni un
sistema de doble convocatoria para la junta general, pues ésta sólo podrá celebrarse cuando asistan socios que sean titulares
de participaciones que atribuyan el número de votos exigido por la Ley para adoptar el acuerdo de que se trate. Cabría decir,
pues, que las mayorías de voto operan en este caso a modo de quórum de asistencia, pues sólo cuando concurran aquéllas
podría la junta tomar acuerdos y, por tanto, celebrarse válidamente.
Estos porcentajes legales de votos tienen un carácter mínimo y pueden también ser reforzados estatutariamente para todos
o determinados asuntos, aunque «sin llegar a la unanimidad» (art. 200.1 LSC). Además, y con el fin de reforzar la configuración
personalista de la sociedad limitada, se permite en este caso que los estatutos exijan, junto a la mayoría de votos, una mayoría
personal, de tal forma que los acuerdos deberían adoptarse también con «el voto favorable de un determinado número de
socios» (art. 200.2).
Y en lo que hace a la medida de atribución del derecho de voto, en la sociedad limitada el reconocimiento del derecho a
emitir un voto por cada participación social tiene un simple carácter dispositivo, al establecerse «salvo disposición contraria
de los estatutos sociales» (art. 188.1 LSC). En consecuencia, como vimos al abordar las clases de acciones y participaciones,
y a diferencia de la sociedad anónima, en la sociedad limitada es posible configurar estatutariamente participaciones de voto
plural, ya sea con carácter general (igual valor nominal y diferente número de votos, otorgamiento de un voto por cabeza,
etc.) o para acuerdos determinados.
4. ASISTENCIA Y DELEGACIÓN DEL VOTO
En principio, todos los socios (incluyendo a los titulares de acciones o participaciones sin voto) tienen derecho a asistir a las
juntas generales. En la sociedad anónima se permite sin embargo limitar este derecho, exigiendo en los estatutos la posesión
de un número mínimo de acciones para asistir a la junta general, número que con carácter general no puede ser superior al
uno por mil del capital social (art. 179.2 LSC) y, en el caso específico de las sociedades cotizadas, a mil acciones (art. 521 bis
LSC). Se trata de una posibilidad que puede ayudar a agilizar la celebración de las juntas de las sociedades que reúnan a
grandes cantidades de accionistas, lo que explica sin duda que se prohíba expresamente para las sociedades limitadas (art.
179.1 LSC).
Los socios no están obligados a asistir personalmente a la junta y tienen derecho a hacerse representar por otra persona para
el ejercicio de su derecho de voto. En la sociedad anónima, la representación puede conferirse por principio en favor de
cualquier persona, aunque los estatutos pueden limitar –no excluir– este derecho (art. 184.1 LSC), exigiendo por ejemplo que
el representante sea necesariamente otro accionista; pero esta facultad estatutaria no alcanza a las sociedades cotizadas, en
las que para garantizar y facilitar el la participación de los accionistas en las juntas generales se prohíbe limitar de cualquier
forma el derecho de aquéllos a hacerse representar por cualquier persona (art. 522.1 LSC). En la sociedad limitada, por el
contrario, en atención a su carácter estructuralmente cerrado, la regla es que los socios solamente tienen derecho a hacerse
representar por otro socio, y lo que se permite a los estatutos es autorizar la representación por medio de otras personas
(art. 183.1 LSC). En ambas sociedades, sin embargo, los socios tienen un derecho incondicional a hacerse representar por un
familiar o apoderado general (arts. 183.1 y 187 LSC).
En cuanto a la forma, es necesario que la representación se otorgue por escrito; en el caso concreto de la sociedad anónima,
aunque sólo cuando así se prevea en sus estatutos, cabe también conferirla por medios de comunicación a distancia que
garanticen debidamente la identidad del socio (arts. 184.2, 521 y 522.3 LSC). Se exige además que la representación se
confiera con carácter especial para cada junta, en el sentido de ir referida a una junta concreta y determinada, para evitar sin
duda que el socio se desentienda de manera indefinida del uso de sus derechos políticos (art. 184.2 LSC; en la sociedad
limitada, en cambio, esta exigencia puede evitarse otorgando la representación en documento público – art. 183.2–). Este
régimen básico se completa en el caso de la sociedad anónima con la denominada «solicitud pública de representación» (art.
186 LSC), que –aun siendo de aplicación a todas las sociedades anónimas– ofrece una especial relevancia para las sociedades
cotizadas, con una multitud de pequeños accionistas generalmente despreocupados de la vida social que tienden por ello a
delegar su voto en los administradores o en las entidades depositarias de sus acciones. En estos casos, y en general siempre
que la solicitud de representación afecte a más de tres accionistas, se exige que el documento del poder incluya el orden del
día y la solicitud expresa de instrucciones para el ejercicio del derecho de voto, así como el sentido en que votará el
representante en caso de no impartirse ninguna indicación. Se busca así que los accionistas tomen al menos la decisión de
delegar su derecho de voto de una forma reflexiva e informada, sabiendo la utilización que va a hacerse del mismo en caso
de no impartir instrucción alguna. Además, en atención siempre a esta realidad, la Ley prohíbe a los administradores de las
sociedades cotizadas ejercitar los votos que tengan delegados en aquellos puntos del orden del día en que se encuentren en
una situación de conflicto de interés, como serían –entre otros– los acuerdos relativos a su nombramiento, destitución o al
ejercicio de la acción social de responsabilidad (art. 526 LSC).
En el caso de la sociedad anónima, se prevé también que los accionistas puedan asistir a la junta por «medios telemáticos»
(art. 182 LSC) e, incluso, que puedan participar en ella sin necesidad de asistir, cuando ejerciten su derecho de voto «mediante
correspondencia postal, electrónica o cualquier otro medio de comunicación a distancia» que garantice debidamente la
identidad del socio (arts. 189.2 y 521 LSC); con todo, la admisibilidad de ambos derechos y sus posibles formas de ejercicio
quedan remitidas a los estatutos, que podrán determinar lo que estimen conveniente a este respecto.
Pero los estatutos, además de reconocer la facultad de los socios de participar en una junta física o presencial a través de
medios telemáticos o de comunicación a distancia, pueden prever también la posible celebración de juntas exclusivamente
telemáticas o virtuales, «sin asistencia física de los socios o de sus representantes» (art. 182 bis LSC, introducido por la Ley
5/2021). Las juntas telemáticas se previeron inicialmente por la normativa extraordinaria aprobada con ocasión del estado
de alarma originado por el Covid-19 y de las consiguientes restricciones de circulación y de movimiento existentes, que
imposibilitaban la celebración de las tradicionales juntas físicas; de esta forma, el legislador permitió para el año 2020 que
las juntas de las sociedades de capital pudieran celebrarse por videoconferencia o conferencia telefónica múltiple (art. 40.1
del RDLey 8/2020) y, en el caso de las sociedades cotizadas, de forma «exclusivamente telemática» (art. 41.1 del RDLey
8/2020), posibilidad esta última que posteriormente se extendió para el año 2021 a todas las sociedades anónimas (art. 3.1
del RDLey 34/2020). Pero esta posibilidad, que se introdujo con carácter excepcional, ha terminado generalizándose y
normalizándose por el legislador, al permitir ahora la LSC (tras la reforma operada por la Ley 5/2021) que todas las sociedades
de capital puedan prever en estatutos la celebración de juntas exclusivamente telemáticas (art. 182 bis). La validez de estas
juntas requiere, entre otras condiciones, que la sociedad se sirva de medios técnicos que garanticen adecuadamente la
identidad y legitimación de los socios (o de sus representantes) y que permitan a éstos participar de manera activa y efectiva
en la reunión, ejercitando en tiempo real sus derechos de palabra, información, propuesta y voto y siguiendo las
intervenciones de los demás asistentes. Los estatutos pueden facultar a los administradores para convocar juntas telemáticas,
cuando así lo estimen oportuno, pero podrían también imponer la obligación de celebrar todas las juntas generales de forma
telemática.
5. EL DERECHO DE INFORMACIÓN
Tanto en la sociedad anónima como en la limitada los socios disponen de un derecho de información en relación con los
asuntos sometidos a la decisión de la junta, que les permite recabar los elementos de juicio necesarios para poder ejercitar
su derecho de voto de forma reflexiva y, en general, para tener un conocimiento preciso de la marcha de la sociedad (arts.
196 y 197 LSC).
Este derecho puede ejercitarse de dos formas: por escrito y con anterioridad a la reunión de la junta, en cuyo caso los
administradores deberán facilitar al socio la información solicitada también por escrito y con carácter previo a la celebración
de aquélla; o verbalmente en la propia junta, debiendo entonces los administradores suministrar la información requerida
durante la celebración de la misma o, si no fuera posible, en los días inmediatamente siguientes ( v. arts. 196, 197 y 520.1
LSC).
El derecho de información opera en términos generales como un simple «derecho de pregunta», pues en principio no ampara
la solicitud de entrega de documentos y sólo permite solicitar aclaraciones o informaciones sobre los asuntos incluidos en el
orden del día). Al ceñirse a estos asuntos, el derecho de información desempeña una importante función instrumental y
accesoria del derecho de voto, pues permite que los socios recaben los elementos de juicio necesarios para formarse criterio
sobre el ejercicio de este último. Pero tiene también un significado propio y autónomo mucho más amplio, al representar en
términos generales un instrumento de transparencia y de control de la gestión de la sociedad realizada por los
administradores.
Los administradores están obligados a suministrar la información solicitada, y sólo pueden denegarla cuando consideren que
la información podría utilizarse para fines extrasociales o que su publicidad perjudica a la sociedad (arts. 196.2 y 197.3 LSC);
aun así, esta excepción no procederá cuando la solicitud provenga de socios que representen al menos la cuarta parte del
capital social, o el porcentaje menor que puedan fijar los estatutos (arts. 196.3 y 197.4 LSC), al estimarse que en este caso ha
de prevalecer la efectividad del derecho de información de la minoría sobre el posible riesgo de perjuicio al interés social.
Debe tenerse en cuenta que este derecho de información general se completa con un derecho de información «documental»
en relación a determinados asuntos en los que la Ley exige poner ciertos informes y documentos a disposición de los socios
desde la convocatoria de la junta, como los relativos a aprobación de cuentas anuales, modificación de estatutos o
modificaciones estructurales de la sociedad (en los términos que veremos). Pero además, la operatividad del derecho de
información se refuerza en el caso de las sociedades cotizadas, que deben disponer de una página web con información sobre
la propia sociedad (estatutos, reglamentos de la junta y del consejo, informes de gobierno corporativo, etc.) en la que deben
incluir también una extensa información y documentación sobre la junta general –como veremos– desde el momento de su
convocatoria (v. art. 539 LSC).
6. EMISIÓN DEL VOTO Y CONFLICTO DE INTERÉS
Los socios pueden ejercitar su derecho de voto con plena libertad, en la forma que estimen más conveniente para sus propios
intereses. A diferencia de los administradores, que están obligados a promover el interés de la sociedad por encima de sus
intereses personales (y que quedan sometidos por ello –como veremos– a un estricto régimen en materia de deber de lealtad
y conflictos de interés), los socios no representan ningún interés distinto del suyo propio y pueden votar como consideren
oportuno en uso de su autonomía privada y derecho de propiedad.
Existen con todo algunos supuestos en los que el socio puede tener un interés personal directo en el asunto sometido a la
decisión de la junta, en los que se suscita el riesgo de que el acuerdo se adopte en consideración a dicho interés y pretiriendo
el interés social. Para prevenir este riesgo, la Ley (art. 190) establece la prohibición de ejercer el derecho de voto en una serie
de supuestos en los que el socio es portador de un interés particular susceptible de entrar en conflicto con el interés de la
sociedad y de interferir indebidamente en la correcta formación de la voluntad social. Se trata, en concreto, de los acuerdos
que autoricen al socio a transmitir sus acciones o participaciones cuando exista una restricción a su transmisión, que excluyan
al socio de la sociedad, que le liberen de una obligación o le concedan un derecho (como podría ser el establecimiento o la
extinción de una prestación accesoria en su favor), que le otorguen créditos, préstamos u otra asistencia financiera, o que
dispensen al socio-administrador de las obligaciones derivadas del deber de lealtad, conforme al artículo 230 LSC. En atención
a la esencialidad del derecho de voto y al carácter excepcional del deber de abstención del socio, se trata de una relación de
supuestos exhaustiva o numerus clausus, que como tal no puede extenderse por vía interpretativa a casos distintos de los
expresamente previstos.
Pero estas prohibiciones legales no agotan las posibilidades de reacción contra otras eventuales hipótesis de conflicto de
interés de los socios en las que estos impongan con su voto una decisión incompatible con el interés social, pues el
correspondiente acuerdo podría ser impugnado a posteriori –como veremos– cuando se adopte en beneficio de uno o varios
socios o de un tercero y en perjuicio del interés de la sociedad. En estos supuestos, de impugnarse el acuerdo, se produce
una inversión de la carga de la prueba: si con carácter general es el socio que impugne el que habrá de acreditar el carácter
lesivo del acuerdo, cuando el voto del socio o socios incursos en conflicto de interés haya sido decisivo para la aprobación del
mismo se traslada a la propia sociedad y en su caso a dicho socio o socios la carga de probar su conformidad con el interés
social (art. 190.3 LSC).
Es posible que un socio limite de forma voluntaria su libertad de voto y se obligue contractualmente con otros socios a votar
en las juntas generales de una manera coordinada o concertada (dando lugar a los llamados «sindicatos de voto»). Estos
pactos – cuya validez general no es actualmente objeto de discusión– pueden establecerse con la finalidad de consolidar una
mayoría social que imponga su criterio en las juntas y que garantice la estabilidad de la administración o, en su caso, para
agrupar a socios de escasa participación y tutelar así, mediante la combinación de sus votos, el interés de las minorías. Se
trata de acuerdos que pueden articularse bajo diversas formas (que van desde la mera asunción por el socio de la obligación
de votar en las juntas generales en el sentido previamente acordado por el sindicato hasta las fórmulas más estrictas que
obligan a los socios a delegar su voto en un mismo representante) y que jurídicamente constituyen una simple modalidad de
los pactos «reservados» o «parasociales» (art. 29 LSC): tendrán pleno valor jurídico entre los socios que los estipulen, pero
no son oponibles a la sociedad, por lo que no podrán ser invocados frente a ésta (pretendiendo, por ejemplo, la invalidez del
voto que un socio pudiera emitir en contravención de lo pactado). Además, como veremos, en el caso de las sociedades
cotizadas los pactos parasociales que regulen el ejercicio del derecho de voto en las juntas generales quedan sujetos a un
régimen especial de publicidad (art. 530 y ss. LSC), que aspira a facilitar su conocimiento por el conjunto de los accionistas e
inversores.
Una vez adoptados, los acuerdos deben recogerse en un acta, con el fin de dar fe de su contenido y de otros extremos relativos
al desarrollo de la junta (v. arts. 202 LSC y 26 C. de C.); el acta puede ser notarial, cuando se levante por un notario a solicitud
de los administradores, quienes pueden requerirlo en cualquier caso, pero que están obligados a hacerlo cuando lo soliciten
socios titulares de un mínimo del 1 por 100 del capital en la sociedad anónima y del 5 por 100 en la sociedad limitada (art.
203 LSC).
IV. LA IMPUGNACIÓN DE LOS ACUERDOS SOCIALES
1. CAUSAS DE IMPUGNACIÓN
El carácter soberano de la junta general y el postulado de la sumisión de todos los socios al voto de la mayoría no excluye la
posibilidad de impugnar los acuerdos sociales ante los tribunales, con el fin de solicitar que sean anulados o privados de
efectos a través del ejercicio de la correspondiente acción judicial. De esta forma se garantiza un control judicial de los
acuerdos sociales desde la perspectiva de su adecuación al régimen legal y estatutario, y en general al marco normativo por
el que han de regirse las sociedades. Pero las acciones de impugnación constituyen al tiempo uno de los principales
instrumentos de defensa de los socios minoritarios, que pueden combatir así los eventuales acuerdos que sean impuestos
por los mayoritarios en su propio beneficio y en perjuicio del interés de la sociedad y de los demás socios o de manera abusiva.
A estos efectos, la Ley establece un régimen de impugnación de los acuerdos sociales que es común para las sociedades
anónimas y limitadas, al margen de alguna especialidad para las sociedades cotizadas.
Los acuerdos impugnables son aquellos que sean contrarios a la Ley, se opongan a los estatutos o al reglamento de la junta
general o lesionen el interés social en beneficio de uno o varios socios o de terceros (art. 204.1 LSC).
En relación con los acuerdos contrarios a la Ley, cabe impugnar los que contravengan una regla de carácter imperativo de la
Ley de Sociedades de Capital o de cualquier otra norma jurídica que sea vinculante para la sociedad; la impugnación puede
basarse en la ilicitud del contenido del acuerdo (a modo de ejemplo, la aprobación de unas cuentas anuales que no reflejen
la imagen fiel del patrimonio y de la situación de la sociedad, la exclusión del derecho de preferencia de los socios en un
aumento de capital dinerario cuando no se justifique por un interés social, etc.), pero también del procedimiento seguido
para su aprobación (así, defectos relevantes de convocatoria o de constitución de la junta, incumplimiento de los requisitos
sustantivos exigidos para la aprobación de determinados acuerdos, etc.).
La impugnación también es posible cuando el acuerdo contravenga cualquier regla de los estatutos (como podría ser la
exigencia de una mayoría reforzada o el sistema de retribución previsto para los administradores, por ejemplo), pues la junta,
aunque siempre puede modificarlos, está obligada a cumplirlos mientras no lo haga. A este supuesto se equipara por la Ley
la impugnación de los acuerdos que se opongan al reglamento de la junta general; pero lo cierto es que este documento,
además de exigirse sólo para las sociedades cotizadas, reviste un carácter secundario y procedimental al tener que ajustarse
necesariamente a lo establecido en la Ley y en los estatutos (art. 512 LSC), por lo que es poco probable que la impugnación
pueda fundarse exclusivamente en la infracción del mismo.
Destaca también, por último, la posibilidad de impugnar los acuerdos que, sin violar propiamente la Ley o los estatutos,
impliquen una lesión del interés social en beneficio de uno o varios socios o de un tercero, al permitirse así el control de la
posible actuación abusiva o desleal de los socios mayoritarios que utilicen su poder de voto para imponer acuerdos en su
propio interés y en detrimento injustificado del resto de socios. Los supuestos más característicos son aquellos en que los
socios mayoritarios hacen valer sus votos en la junta para imponer de forma abusiva acuerdos que de forma directa o indirecta
les benefician a ellos (o a un tercero), con el correlativo perjuicio para la sociedad y para los demás socios (por ej., venta de
activos por debajo de su valor a otra sociedad vinculada a los mayoritarios o los administradores, acuerdo de reembolsar
acciones o participaciones a un socio por encima de su valor real, aprobación de retribuciones excesivas a administradores
vinculados al socio mayoritario, asunción por la sociedad de gastos personales de éste, etc.). Pero también puede existir una
lesión al interés social cuando el acuerdo, aun sin causar propiamente daño alguno al patrimonio social, se imponga de forma
abusiva por la mayoría, lo que legalmente se presume cuando no responda a una necesidad razonable de la sociedad y se
adopte en interés propio y en detrimento injustificado de los restantes socios (art. 204.1.II LSC). Ejemplos característicos de
estos acuerdos abusivos serían los aumentos de capital que no respondan a una necesidad real de financiación de la sociedad
y que tengan como finalidad principal diluir o devaluar la participación de los minoritarios ( v. gr., excluyendo el derecho de
preferencia para que las nuevas acciones o participaciones sean suscritas o asumidas por el mayoritario u otra persona afín,
o acordando un aumento a un tipo de emisión muy bajo sabiendo de antemano que los minoritarios no van a poder participar
en el mismo), o los acuerdos reiterados de la junta de no repartir dividendos pese a la existencia de beneficios cuando resulten
especialmente lesivos para los minoritarios (como podría ocurrir cuando el mayoritario obtenga recursos de la sociedad por
otras vías, como podrían ser salarios, retribuciones o contratos con ésta).
En todo caso, en atención a los graves efectos que puede comportar una impugnación desde la perspectiva de la estabilidad
y seguridad jurídica de los acuerdos sociales y por extensión de la propia actuación de la sociedad en el tráfico, y con el fin
también de evitar un posible abuso del derecho de impugnación mediante acciones interesadas o innecesarias que no
respondan a ningún fin ni interés legítimo, la Ley excluye la posible impugnación de los acuerdos en distintos supuestos.
Este es el caso, de un lado, de los acuerdos sociales que sean dejados sin efectos o sustituidos válidamente por otros. Así,
cuando el vicio sea meramente formal (v. gr., defectos de convocatoria de la junta o en la forma de aprobación del acuerdo),
no procederá la impugnación cuando el acuerdo en cuestión haya sido ratificado o convalidado a través de otro acuerdo
posterior que, reiterando su contenido, corrija o evite el defecto inicial. Si la irregularidad fuese material o de contenido, por
el contrario, la impugnación queda sin objeto cuando la sociedad adopta un nuevo acuerdo que elimina o que sustituye al
acuerdo previo irregular. La revocación o sustitución del acuerdo puede producirse antes de la interposición de la demanda
de impugnación, en cuyo caso ésta será directamente improcedente; si por el contrario tiene lugar en un momento posterior
a la interposición de la demanda, «el juez dictará auto de terminación del procedimiento por desaparición sobrevenida del
objeto» (art. 204.2 LSC).
De otro lado, la Ley también excluye la posible impugnación de los acuerdos sociales cuando se fundamente en infracciones
legales de escasa relevancia, que no comprometan bienes o intereses jurídicos significativos, con el insistente fin de combatir
el posible uso abusivo y oportunista de las acciones de impugnación y de evitar que éstas puedan comprometer
indebidamente la seguridad jurídica de la actuación en el tráfico de las sociedades mercantiles. En concreto, en virtud de la
conocida como «regla de la relevancia», la impugnación será improcedente cuando se invoque la infracción de requisitos
formales o procedimentales en materia de convocatoria o constitución de la junta o de adopción de acuerdos que no tengan
carácter relevante, o defectos que tampoco sean esenciales en la información suministrada por la sociedad en respuesta al
derecho de información ejercitado por el socio [art. 204.3, letras a) y b), de la LSC]; y de acuerdo con la denominada «regla
de la resistencia», tampoco procede la impugnación cuando en la junta participen personas no legitimadas o se emitan votos
inválidos o irregulares que sin embargo no sean determinantes para la formación de la mayoría exigible [art. 204.3, letras c)
y d), de la LSC]. A estos efectos, la cuestión sobre el carácter esencial y determinante de los motivos de impugnación invocados
por el demandante debe resolverse como cuestión incidental de previo pronunciamiento una vez presentada la demanda
(art. 204.3 LSC), con el fin de cerrar el paso a las impugnaciones que no afecten a ningún interés o bien jurídico mínimamente
relevante.
2. PERSONAS LEGITIMADAS
La legitimación activa para la impugnación de los acuerdos sociales se reconoce a distintos grupos de personas (art. 206.1
LSC). En primer lugar, a cualquiera de los administradores, que están legitimados individualmente y no sólo como órgano (no
siendo necesario, en consecuencia, que concurran los administradores mancomunados o que el consejo adopte un previo
acuerdo para el ejercicio de la acción). En segundo lugar, la legitimación corresponde a los socios; pero en relación con éstos,
la legitimación no se reconoce a todos ellos, sino sólo a aquellos que representen, individual o conjuntamente, el 1 por 100
del capital (art. 206.1 LSC) o, en el caso de las sociedades cotizadas, el 1 por 1.000 [art. 495.2. b) LSC], y siempre además que
tuvieran la condición de socios antes de la adopción del acuerdo. La Ley busca evitar así que las acciones de impugnación
puedan ejercitarse por socios con participaciones muy reducidas y por tanto con una limitada exposición económica a la
sociedad, con el recurrente propósito de evitar posibles conductas oportunistas o abusivas y la propia incertidumbre que
estas acciones comportan para la estabilidad y seguridad de los acuerdos sociales; en todo caso, para evitar una eventual
situación de desprotección, los socios que no alcancen dicho porcentaje podrían solicitar a cambio el resarcimiento de los
daños que pudieran haber padecido por causa del acuerdo impugnable (art. 206.1 LSC). Y en tercer lugar, la legitimación se
atribuye también a los terceros, pero no con carácter general, sino sólo a aquellos que «acrediten un interés legítimo»; en
concreto, debe entenderse que los terceros solamente estarán legitimados para impugnar aquellos acuerdos que, incidiendo
sobre su propia posición o situación jurídica, les afecten de manera directa y objetiva en su esfera personal o patrimonial; ha
de tratarse por tanto de un interés cualificado de especial intensidad y relevancia, que se vea directamente comprometido
por el acuerdo en cuestión, que el tercero –a diferencia de los administradores y socios, que no necesitan justificar ningún
interés distinto de su condición de tales– habrá de invocar y acreditar en la demanda.
Los requisitos de legitimación se amplían en relación con los acuerdos que «por sus circunstancias, causa o contenido
resultaren contrarios al orden público», pues en estos casos aquélla se reconoce a cualquier socio (con independencia aquí
de su participación o del momento en que hubiera adquirido dicha condición), a cualquier administrador, y a cualquier
tercero, sin necesidad de acreditar en este caso ningún interés legítimo (art. 206.2, en relación con el art. 205.1, de la LSC).
De esta forma, el legislador amplía las posibilidades de combatir los acuerdos impugnables que considera de mayor gravedad,
por contravenir, no ya una simple norma legal o estatutaria, sino cualquier bien o principio del ordenamiento que revista una
especial significación jurídica (como podrían ser –según ha entendido una extensa jurisprudencia– los acuerdos simulados
que se declaran adoptados en supuestas juntas que en realidad nunca se celebraron).
3. PLAZOS DE CADUCIDAD
La acción de impugnación está sujeta a un plazo de caducidad de un año (art. 205.1 LSC), aunque en las sociedades cotizadas
–sin duda porque sus acuerdos sociales afectan a grupos muy amplios y variados de interesados o « stakeholders» y precisan
por ello de una mayor exigencia de estabilidad– el plazo se reduce a tres meses [art. 495.2.c) LSC]. Al fijar plazos de caducidad
tan breves, y al prever por tanto la convalidación de los acuerdos impugnables que adolezcan de algún vicio o irregularidad
por el simple transcurso de dichos plazos sin que se ejercite la acción de impugnación, la Ley trata básicamente de facilitar la
consolidación y certidumbre de las situaciones jurídicas y de evitar que la actividad social pueda verse perturbada con
impugnaciones tardías e intempestivas, que pudiesen afectar a relaciones y actos ya perfeccionados y, de esta forma, a la
propia seguridad del tráfico jurídico.
Los referidos plazos de impugnación sólo se exceptúan para los acuerdos que sean contrarios al orden público [arts. 205.1 y
495.2.c) LSC], que en consecuencia no quedan sometidos a plazo alguno de caducidad o prescripción y que podrían ser
impugnados sin sujeción a ningún límite temporal. El legislador quiere evitar así que la firmeza o convalidación de los acuerdos
sociales que se deriva del mero transcurso del plazo de caducidad beneficie también a aquellos que se opongan a algún
principio o bien jurídico esencial, que revista carácter prevalente frente a las razones de seguridad jurídica que fundamentan
la fijación de dicho plazo, por los mismos motivos por los que amplía –lo hemos visto– el círculo de personas legitimadas para
su impugnación.
4. NORMAS PROCESALES
Desde el punto de vista procesal, las demandas sobre impugnación de acuerdos sociales deben dirigirse contra la sociedad
(art. 206.3 LSC) y se tramitan de acuerdo con las reglas del juicio ordinario (art. 207.1 LSC y art. 249.3.º LEC). La Ley de
Enjuiciamiento Civil incluye algunas medidas cautelares específicas para estos procesos: junto a la posible anotación
preventiva de la demanda de impugnación en el Registro Mercantil (art. 727, núms. 5 y 6, LEC), cabe solicitar también la
suspensión de los acuerdos impugnados cuando los demandantes representen el 1 o el 5 por 100 del capital social, según
que la sociedad demandada sea cotizada o no (art. 727.10.ª LEC).
Merece destacarse también que la impugnación de los acuerdos sociales puede someterse a arbitraje, mediante la
incorporación a los estatutos de una cláusula arbitral. Con todo, se exige que esta cláusula sea aprobada –por razones difíciles
de entender, que parecen tributarias de la desconfianza con que históricamente se ha contemplado la posible sumisión a
arbitraje de las acciones de impugnación– por una mayoría reforzada (dos tercios de los votos correspondientes a las acciones
o participaciones en que se divida el capital) y que la administración del arbitraje y la designación de los árbitros se
encomiende a una institución arbitral (art. 11 bis de la Ley de Arbitraje).

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