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muerte de su hermana, la paciente modificó su posición

de sujeto. Antes de ese instante de silencio, ella recorda­


ba; después de ese instante, hacía más que recordar: es­
taba dentro de la mirada de su hermana, confundida con
ella. En un recuerdo encubridor afirmaba haber ocupa­
do para María el puesto de la hijita desaparecida, pero en
el fantasma inconciente que esas mismas palabras y mi
escucha actualizaban, ella ocupaba ese otro puesto de ser
los ojos de su hermana. Los mismos ojos, quizá, que y o '
había visto.

Detengamos este discurso en el punto mismo en que


el deseo del analizado y el del analista se convierten en
un solo deseo, el de la relación trasferencial.
En verdad, la analizada no hablaba'de su hermana
ni de la niñita desaparecida ni del niño triste del cuadro,
ni aun de su propia tristeza que pudo capturarme la vís­
pera. Tampoco hablaba de la muerte, que empero la ha­
bía horrorizado tanto el día en que, ella la primera, des­
cubrió el cuerpo yacente de su hermana. No; durante ese
fragmento de análisis no se trataba de la muerte ni de
la tristeza, sino de un lugar donde se condensaba en si­
lencio y de manera masiva la trasferencia en juego. Du­
rante estos fragmentos de sesión, los ojos eran más que
los vehículos de una tristeza o de una muerte que ellos
encarnaran y trasmitieran en una extraña filiación. La
paciente hablaba y el analista escuchaba una sola cosa,
siempre la misma, que atravesaba y ,religaba como un
hilo todos esos ojos, incluidos los míos. A ese lugar, esa
cosa sin sustancia, muda, desprendida de los seres que
así se habían sucedido, le damos nosotros, por conven-
eiónHde4enguajeT-elmom-bre-físie0-de--mi-rada“ Ah-ÍT-en-esa—
mirada de nadie, producida entre una escucha y un de­
cir, la trasferencia se realiza y el inconciente existe.

Unos días después, en la sesión siguiente, la analiza­


da me cuenta algo que ha dicho su madre. Con estas pa­
labras quiero concluir;
«Cuando ayer fui a preguntar a mi madre qué se había
hecho del cuadro, ella me respondió: ¡Pero si sigue es­
tando en uno de los cuartos! Es gracioso, ese niño de la
paloma las ha seguido toda la vida».

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Primera parte. La trasferencia
1. Dos proposiciones y una tesis sobre
la trasferencia en análisis

El término «experiencia psicoanalítica» no designa


el itinerario de un análisis ni su resolución. En sentido
estricto nombra un acontecimiento único, pero repetido,
en el curso de ese segmento de vida que es la cura analí­
tica. Una cura es un trayecto jalonado por experiencias
sucesivas y poco frecuentes; cada una de ellas es una sin­
gularidad, un punto de variación brusca y decisiva de
la relación entre el psicoanalista y su paciente. Local, ra­
ra, y aun insignificante en apariencia, aquella experien­
cia constituye sin embargo la única coyuntura de donde
se desprenden los conceptos rectores de inconciente y
de goce.
Pero, ¿en qué consiste esta coyuntura tan crucial? Se
trata ante todo de un acontecimiento que el psicoanalis­
ta espera. Un acontecimiento que no debemos imaginar
como un acontecimiento-acción. Nada tiene de la acción
desplegada dentro de una extensión física y siguiendo
el tiempo del reloj. Se asemeja más al punto geométrico:
sólo existe merced a las coordenadas que le asignan una
posición. Un signo sensible permite empero señalarlo: la
discordancia del relato del paciente. Tomemos el ejem­
plo clásico del sueño: lo que al psicoanalista interesa no
es el sueño en sí ni los tradicionales símbolos oníricos
y su desciframiento. No; nuestra espera se sitúa en otra
parte: se trata de escuchar cómo el paciente nos cuenta
su sueño y, sobre todo, cómo no logra contárnoslo bien.
Lo que interesa —veremos por qué— son las rupturas del
relato, los olvidos o las vacilaciones en la recordación de
tal o cual detalle del sueño. Pero sería erróneo creer que
el psicoanálisis se reduce a fenómenos de lenguaje. Es
cierto que opera exclusivamente por la palabra, pero es­
ta carece de todo valor analítico si no es una palabra que­
brada y vacilante. Es preciso destacarlo: la palabra sólo
nos interesa, a nosotros analistas, cuando tropieza y des­
fallece. Esto sin embargo no basta para que haya acon­
tecimiento; además es preciso que exista sufrimiento, es

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decir que el cuerpo resulte afectado por un hablar así,
de palabra quebrada.
El psicoanalista acaso se vea llevado a interesarse por
la vida social de su paciente, por una enfermedad del
cuerpo o por los fenómenos psicológicos de conciencia.
Para él, empero, ninguno de estos registros representa
otra cosa que el contexto del acontecimiento. No es ni
lingüista o sociólogo, ni médico o psicólogo. Para que psi­
coanalista haya, hace falta mucho más que un diván y
un sillón, un flujo de palabras y su escucha: hace falta
que esta palabra esté quebrada, y que esto afecte al cuer­
po. Estas dos instancias, referida una al lenguaje y refe­
rida la otra al cuerpo, encuadran el campo específico del
psicoanálisis. Este deja a otras disciplinas el examen del
estatuto psicológico, social y biológico del ser, y como
objeto propio retiene sólo el ser que habla y que goza.
Si el primer principio psicoanalítico fundamental trata
el inconciente como el efecto de una palabra quebrada
en el ser hablante, el segundo pone el concepto de goce
como el efecto de esta misma palabra sobre el cuerpo.
Así la experiencia analítica, definida por el encuentro,
por el punto singular de encuentro entre una palabra des­
falleciente y un cuerpo gozante, constituye efectivamen­
te la base puntual sobre la que se levanta el edificio teó­
rico del psicoanálisis.
La manera de conducir la cura y las interrogaciones
particulares que el analista plantea y se plantea depen­
den estrechamente de la idea que se forme de esos dos
conceptos rectores que son el inconciente y el goce. Bien
se entiende que estas nociones fundamentales no se pre­
sentan siempre en la práctica de un modo constante y ex­
plícito, pero operan a la manera de presupuestos implí-
.citos. v hasta de prejuicios que insensiblemente pueden
determinar cierta intervención que ensayamos ante el pa-
ciente o la elección de un problema teórico por tratar.
Me gustaría mostrar al lector que nuestra concepción de
la trasferencia y de la interpretación psicoanalítica, así
como los problemas que derivan de ella, se desprenden
en línea directa del concepto de inconciente. Si uno ex­
trae rigurosamente todas las consecuencias de la tan cé­
lebre definición-fuente según la cual el inconciente está
estructurado como un lenguaje, desembocamos en una
muy particular modalidad de teorizar y de cuestionar la
relación trasferencial con nuestros pacientes. Modalidad
que al término de este capítulo he de resumir en dos pro­
posiciones y una tesis final acerca de la trasferencia.

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Recordemos desde ahora que existen dos clases de
vínculo trasferencial en el curso de una cura analítica.
El primero, que pertenece a la dimensión simbólica, es­
tá tejido por el surgimiento puntual e imprevisto de for­
maciones inconcientes en uno u otro de los participan­
tes del análisis. El segundo, que se inscribe en la dimen­
sión imaginaria, está tejido por el amor y el odio. Este
es la condición solidaria de aquel: sin el amor o el odio
de trasferencia no existiría aquella realización simbólica
inconciente que en un instante, en el interior o en el ex­
terior del espacio de las sesiones, sella la relación del aná­
lisis.
En este primer capítulo, partiendo de ese concepto
fundamental de inconciente, abordaremos la dimensión
simbólica del vínculo trasferencial y concluiremos enton­
ces con dos proposiciones y una tesis que nos despejará
el camino hacia el estatuto del objeto a en la cura. En
el curso del capítulo siguiente tratáremos más en par­
ticular de la dimensión imaginaria de la trasferencia, por
la indirecta vía de la noción lacaniana de sujeto-supuesto-
saber.

1. El saber inconciente
¿Qué es, con precisión, ese inconciente sobre el que
los psicoanalistas razonan y fundan su práctica? Parta­
mos del hecho inaugural del descubrimiento freudiano,
hecho renovable en la cotidianeidad de cada cura analí­
tica: el sujeto dice sin saber lo que dice.
Sea en la forma de una laguna (olvido) o, al contrario,
de una palabra en exceso que improvisamente pasa a
ocupar el lugar de otra (lapsus), la ruptura del relato del
paciente es considerada por el psicoanálisis como una
singularidad local, llamada un dicho. El paciente habla,
construye frases, emite sonidos, pero cuando dice, es de­
cir cuando se equivoca hablando, ese dicho se le escapa.
Por dos veces se le escapa. Primero su intención es reba­
sada porque dice más de lo que querría, y entonces el
dicho se impone a sus ojos como algo que no viene de
él. Y después cuando, asombrado, intente corregirse y
descubrir el sentido de ese dicho inesperado —tomado
como un mensaje que le estuviera destinado—, empero
esa experiencia le quedará para siempre inexplicada. Es­
ta es entonces la segunda fuga: la del sentido último del

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dicho que él enuncia. El sujeto dice más de lo que quiere
y no reconoce todo lo que dice. El dicho llega sin su vo­
luntad y desaparece sin ser, en fin, aprehendido. Es co­
mo si el ser hablante no fuera, en el momento del acon­
tecimiento, más que lugar de pasaje, travesía de un di­
cho del que él no es ni el autor ni el destinatario. ¿De
dónde viene ese dicho entonces, y adonde va?
Dejemos nuestra pregunta en suspenso; ello nos lle­
vará después a la definición del inconciente y, correlati­
vamente, de la trasferencia. Veamos ahora lo que el in­
conciente no es.

2 . ¿Quién sabe?
Si el sujeto no sabe el alcance del acto de decir, el de­
cir, por su parte, parece saber. ¿Saber qué? Saber en qué
momento y por referencia a qué otras palabras situarse,
saber aparecer como una ruptura del enunciado y pro­
vocar un efecto de sorpresa, de risa o de estupefacción.
El ejemplo consagrado es el del chiste, en que uno dice
intempestivamente la palabra justa, y justo a tiempo, pa­
ra que todos rían y queden sorprendidos, incluido el que
lo dice. Una pregunta se puede plantear acto seguido:
¿quién entonces sabía que era en ese momento preciso
cuando convenía proponer cierta palabra? O su varian­
te: ¿quién habla? Malísimas preguntas estas porque en­
cierran una trampa, la del pronombre «quién» colocado
al comienzo de su formulación: «¿quién habla?» o «¿quién
sabe?». Si uno respondiera a ese «quién», implícitamente
afirmaría la existencia del inconciente como un ser invi­
sible que actuara en nosotros. Pensarlo así es la intui-
—eión-eomúnT-pero-nada-más-alejado-de-la-eoneepeión-psi--
coanalítica. Según lo he de explicar, el inconciente exis­
te, sí, pero la palabra existencia o aun la palabra ser no
tienen el mismo sentido cuando se trata de una entidad
psíquica, que si es un objeto material lo que está enjuego.
Ahora bien, si nos situamos en la escena de la sesión
de análisis, son interrogaciones y suposiciones —no ex­
plícitas, por lo general— de ese tenor, exactamente, las
que surgen cuando él paciente comete una equivocación
que empero resulta ser una verdad, es decir, la manifes­
tación de un deseo hasta entonces desconocido por él.
Ante todo, esto lo afecta; digamos mejor: es afectado el
cuerpo en el modo de la vergüenza, a veces de la risa,

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siempre de un sufrimiento cierto que el psicoanálisis lla­
ma goce. Desde luego que sólo se trata de una verdad
parcial y a medias velada, «dicha a medias», pero sin du­
da suficiente para emocionar, para reclamar una expli­
cación que no acertará, y parecer entonces la obra deli­
berada de alguien. El analizado intentará en ese caso ex­
plicar y explicarse una equivocación cuyo sentido empero
no deja de fugar. Porque ese dicho tan torpe y a la vez
tan pertinente no tiene sentido último. Todo sentido le
es posible, pero ninguno le es cierto. Es así como en la
busca indefinida de una respuesta, el inconciente cobra
sensiblemente la forma de un ser o de una sustancia.
Desde esta suposición de que el inconciente es —algo
o alguien—, el sujeto con toda naturalidad se desliza a
la idea de tener él su inconciente individual y exclusivo.
Y en el mismo movimiento de presuposiciones ficticias,
el psicoanalista, a fuerza de ser el destinatario de una
palabra que le es dirigida, poco a poco recibe la atribu­
ción de ese mismo poder que se imputa al inconciente
(«él» actúa y cura o, a la inversa, «él» actúa y causa mi
dolor, él es único, él me pertenece, etc.). Ningún afecto
anuda tan vigorosamente el lazo entre analista y anali­
zado como esa suposición, que identifica el analista al
inconciente. Volveremos sobre esto en el próximo capí­
tulo, pero desde ahora recordemos que para J . Lacan el
amor-odio dirigido a la persona del psicoanalista, llam a­
do «amor de trasferencia», nace y se consolida en ese mo­
vimiento de suposiciones inherente al hecho de sufrir y
de demandar razones. Uno lo ama y uno lo supone el Otro
supremo, el Otro saber o, en una palabra, el inconciente
mismo. Ahora bien, el proceso de las suposiciones no se
detiene ahí; el sufrimiento es inseparable de un extraño
comercio que se establece dentro de la ficción trasferen-
cial. Cuando uno sufre demasiado, acude la idea de utili­
dad y, con ella, la idea de alguien, de un Otro del goce.
Uno sufre para saldar una deuda interminable, y uno su­
fre por alguien o contra alguien. Ahora bien, por el solo
hecho de estar ahí el psicoanalista en posición de escu­
cha —sea en el lugar del Otro del saber o del Otro del
goce—, él interviene siempre en la dimensión del Uno
unificador del campo. No se trata aquí del uno numera­
ble, sino del Uno de la totalidad, del Otro Uno que reúne
bajo un rasgo distintivo las demandas del analizado. Des­
de el momento en que el paciente está en análisis, el es­
tilo de su palabra o la manera de quejarse llevan la mar­
ca de la relación con su analista.

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Actitudes, roles, imágenes: todas estas manifestacio­
nes imaginarias no son en verdad más que los efectos
de una palabra que en el acto mismo de buscar respues­
tas, las cree posibles. La palabra, enunciándose, crea al
dios que la escucha. Una fórmula general designa ese fon­
do de atribuciones falsas imputadas al psicoanalista y que
hemos esquematizado en estos tres estatutos: el Otro del
saber, el Otro del goce y el Otro Uno; es decir, el sujeto-
supuesto-saber, fórmula que es preciso traducir «analista-
supuesto-inconciente» o, más globalmente, «inconciente-
supuesto-sujeto». Desarrollaremos esta fórmula en el ca­
pítulo siguiente.
Pero no es menos cierto que el sujeto-supuesto-saber
nunca es una conjetura inadmisible que el profesional
debiera rechazar. Es verdad que el inconciente no es un
ser, ni una sustancia, ni una figura imaginaria del psi­
coanalista; no obstante, hacen falta todas esas ficciones
y el amor-odio que en ellas se teje para que la palabra
del analizado se sostenga y el acontecimiento del dicho
se cumpla una nueva vez. Para que el acontecimiento
ocurra hace falta hablar, suponer y amar-odiar al que nos
escucha. El sujeto-supuesto-saber es a punto tal la con­
dición del acontecimiento analítico, que el psicoanalis­
ta, referido mal que le pese a ese lugar de ficción, partici­
pa de ello. Supongamos que este acontecimiento sea, por
ejemplo, un síntoma aparecido en el curso de la cura:
diremos entonces que el analista participa del síntoma
y que el síntoma es un síntoma de análisis. Las conse­
cuencias éticas del hecho de aceptar que el psicoanalis­
ta es el complemento decisivo del acontecimiento analí­
tico se resumen en una palabra: horror.1 El analista vi-
___ 1 «Sí. el psicoanalista tiene horror de su acto. Y esto al punto de ne­
garlo, denegarlo, renegar de él . . .». EstaTfrase de nacSnTextraída-de
la «Carta al diario Le Monde», publicada en la entrega de este diario
del 26 de enero de 1980, frase tan conocida hoy, evoca a su manera
estas otras frases de Strachey, menos conocidas, con las que concluye
uno de los textos psicoanalíticos más hermosos sobre la técnica (apa­
recido en 1 934): «. . . todo esto pone de relieve que la formulación mu-
tativa representa un acto crucial para el analista tanto como para el
paciente, y que él mismo se expone a un gran peligro por el hecho de
consumarlo. Esto a su vez se vuelve comprensible si consideramos el
momento de la interpretación: el analista se dispone n estimular deli­
beradamente una parte de la energía pulsional del paciente, que es vi­
va, real, univoca y que está dirigida directamente hacia él. Bien se com­
prende que un momento así esté destinado, más que cualquier otro,
a poner a prueba sus relaciones con sus propias “ pulsiones inconcien­
tes” ». J . Strachey, «La nature de l’action thérapeutique de la psycha-
nalyse», Revue Frangaise de Psychanalyse, PUF, 1970, 2, págs. 255-84.

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ve el horror de su acto cuando se da cuenta de que por
su función de sujeto-supuesto-saber no sólo se inserta en
la vida de su paciente y provoca síntomas nuevos, sino
que él mismo es síntoma. Horror que nada puede atem­
perar aun si el analista reconoce que es la función que
él ocupa y no su persona la que opera.
Establecido esto, no sabemos todavía en qué consis­
te el inconciente y no hemos respondido a la interroga­
ción sobre el origen y el destino de ese dicho inventado
y pertinente.

3 . El dicho como significante


Dejemos de tratar ahora al dicho como signo asocia­
do al sentido, y no sigamos más al paciente en sus supo­
siciones. En lugar de preguntarnos «¿quién habla?», ha­
gámonos mejor esta otra pregunta: «¿cómo puede ser que
un dicho intempestivo sea pertinente, que sepa apare­
cer ahí donde hace falta y cuando hace falta para que
analista y analizado reconozcan en él un cabo de deseo
hasta entonces ignorado?».
Es evidente que un dicho así, tan singular, no pesa
por su realidad sonora en tanto palabra, ni por las imá­
genes o el sentido que se le asocian. Eso sería definirlo
como un signo, según la descripción ya clásica de F. de
Saussure. No; el valor de ese dicho es por entero diverso
de su valor expresivo: es su valor significante. Pero nóte­
se: empleamos aquí significante en acepción muy dife­
rente de su acepción lingüística original, según la cual
se lo entiende como la parte sensible del signo (imagen
acústica). Para el psicoanalista, el dicho es más que un
signcfo una parfe"del"signo; no vale ni por el sentido que
puede expresar ni por el sonido con que es pronunciado.
El dicho es sobre todo un significante, y ello por dos ra­
zones: precisamente las que definen el significante. En
primer lugar, a diferencia del signo, que significa algo
para alguien (Peirce), el significante no significa nada pa­
ra nadie. Entonces podemos afirmar que el dicho tiene
dos caras: por una es signo y por la otra es significante.
Como signo convoca a su desciframiento. Ahí —lo hemos
visto— se forjan las suposiciones y se instituye el sujeto-
supuesto-saber. Como significante, por el contrario, no
sólo no dice nada, sino que sobre todo no quiere decir
nada, no se dirige a nadie (ni analizado ni analista) y,
por eso mismo, no entra en la alternativa de ser explica­
ble o inexplicable. El dicho como significante es, sin más.
He ahí la primera razón que hace del dicho un signifi­
cante.
La segunda razón justifica y corrige a la primera por­
que el significante es, sí, pero bajo la condición de per­
manecer adscrito a un conjunto de otros significantes;
es uno entre otros, con los cuales se articula. La cone­
xión mutua de los significantes asegura así un orden es­
trictamente exterior y autónomo respecto de toda inten­
ción, conocimiento o percepción conciente. Así, un sig­
nificante no es algo que quepa interpretar o traducir, no
se dirige a los ojos del sujeto ni espera desciframiento,
permanece como librado a sí mismo en su comercio con
los otros. Conocemos el aforismo; un significante sólo es
significante para otros significantes.
Entonces el dicho como significante cuenta como Uno,
uno entre otros dichos. ¿Qué otros dichos? Dichos no efec­
tivos, no pronunciados ni actuales; más bien se trata de
unos decires virtuales. Unos decires todavía no cumpli­
dos o ya cumplidos. Pero —observación importante— no
es necesario que se actualicen siempre en el mismo su­
jeto; pueden surgir en la forma de un dicho a través de
uno u otro de los dos participantes del análisis. Una vez
actualizado un dicho, otro seguirá, después, acaso lejos,
en otro. El lapsus cometido por el analizado se repetirá
luego en la forma de un olvido, de un acto fallido, de un
síntoma o también de otro lapsus en esta otra persona,
el analista, con la que existe una trasferencia imaginaria
(sujeto-supuesto-saber). En cada caso la ocurrencia sig­
nificante será diferente, aun si se trata de un aconteci­
miento semejante: este sueño nunca será idéntico al sue-
mo que sigue. Y en cada caso, el sujeto que se equivoca
puede también ser diferente: este sueño acontecido en
el analizado será seguido por esta palabra inventada en
el analista. Pero siempre, independientemente de las per­
sonas que participan, independientemente de quién ha­
ble o padezca en la relación trasferencial, de manera in­
defectible tendremos esta misma relación matricial cons­
titutiva del inconciente: un significante y todos los otros
o bien, en nuestro caso, un dicho y todos los otros di­
chos incumplidos.
Pero no nos apresuremos. El dicho está ahí, delante
de nosotros, en el instante en que nuestro analizado ha­
bla y se equivoca. Sea. Como signo, engendra a Dios y
las suposiciones. Como significante, se prolonga y se ex­

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tiende en red de los decires otros, pasados y futuros, cum­
plidos o por cumplir, por parte de uno u otro de los suje­
tos. Sea. Pero el inconciente, ¿dónde señalarlo?

Seamos claros. La red significante no es observable.


Los elementos que la componen no poseen ninguna cua­
lidad sensible y en el límite poco importa de qué sean
la huella. En consecuencia el psicoanalista ño observa
nada-, es decir nada, salvo el dicho que él escucha y des­
de el cual infiere otros decires. Al psicoanalista le basta
tener presente la premisa de que los dichos significantes
no son idénticos, sino equivalentes, y además, que ellos
se ordenan dentro de su diferencia. Tomemos el caso de
un síntoma, el del ataque histérico. En una de las pági­
nas más bellas de Estudios sobre la histeria,2 Freud se
empeña en seguir paso a paso las diversas combinacio­
nes de elementos reprimidos que sobredeterminan local­
mente la formación patógena de un ataque histérico, que
por su parte reúne todas las características de nuestro
dicho significante: único, de aparición repentina e invo­
luntaria para el paciente, y desligado del contexto de in­
cidentes que rodean a su manifestación. Ahora bien, ca­
da una. de las unidades distintivas que Freud puntúa,
aunque referida a circunstancias precisas de la vida del
paciente, sólo cobra su valor como elemento de un con­
junto, y a su vez el conjunto sólo vale en relación con
el síntoma histérico por él determinado.
El psicoanálisis en consecuencia establece la tesis de
que la red de los decires otros se ensambla en virtud de
ciertas leyes que explican el advenimiento intempestivo
de un dicho nuevo, pertinente y efectivo: sueño, lapsus,
-sí-n-toma-o-aeto-fal-HdoT-Es-eomo-siTos-deciresmtros’Supie^
ran qué orientación tomar para que uno de ellos, llegado
el momento, atraviese al sujeto y produzca acontecimien­
to. He ahí precisamente la idea rectora que ha conduci­
do a tratar al inconciente de «saber». El inconciente es
un saber, en el sentido en que la red significante es un
saber y los significantes saben hacer aparecer la falla pre­
cisa en el momento preciso. Tan bien saben lograr la fa­
lla que, por ejemplo, el acto fallido en un sujeto es en
el fondo un acto logrado del inconciente.

2 S. Freud (en colaboración con J . Breuer), en Obras completas,


Buenos Aires: Amorrortu editores, vol. 2, 1980, págs. 184-6.

31
¿Concluiremos entonces que el término «inconcien­
te» designa a la red ordenada? No; el inconciente no es
el dicho en sí, ni es tampoco la red ordenada de decires
otros, sino su relación m utua y solidaria.

4. El par significante
Ahora empezamos a entrever mejor el fundamento
del principio «El inconciente está estructurado como un
lenguaje». Comentando su propia fórmula, J . Lacan no
vaciló en considerarla redundante porque los términos
«estructura» y «lenguaje» tienen un sentido similar: con­
junto de elementos discretos, organizados según cierta
lógica. Habría bastado enunciar «El inconciente está es­
tructurado» para dar a entender claramente que diluci­
dar este concepto psicoanalítico rector significa trabajar
en detalle la estructura de la relación entre el dicho y
los decires, entre un significante y los otros.
¿Cuál es esta relación? ¿Cómo están ordenados los
significantes y a qué leyes exactamente obedecen sus des­
plazamientos? Es este el objeto común de abordajes di­
ferentes elaborados a lo largo de toda la obra de J . La-
can. Según los períodos y las coyunturas de su enseñan­
za, y según la influencia de otras disciplinas, la respuesta
a estas preguntas fue tomada sucesivamente del domi­
nio de la lingüística (leyes de la metáfora y la metoni­
mia), de la lógica proposicional (el cuadrante de Apuleyo
retomado por Peirce),3 de la logística de Frege, de la axio­
mática de Peano, después del dominio de la topología (to­
pología combinatoria, en particular el toro y la botella
de Klein) y, por último, fue referida a la teoría de nudos
(nudo borromeo). No obstante su diversidá37éstbs~ábbr^
dajes se agrupan en torno de una constante única: cier­
tas formaciones psíquicas (sueños, síntomas, lapsus, etc.),
siendo profundamente distintas unas de otras, se redu­
cen en último análisis a la relación matricial compuesta

3 En su seminario de 1961-1962, «La identificación» (inédito), La-


can retoma, corrigiéndolo, el cuadrante o cuadrado lógico de Peirce,
que reúne las diferentes proposiciones categoriales universales y par­
ticulares de Aristóteles. Cuadrante presentado originariamente por Apu­
leyo en su «Perihermeneidas», texto que forma parte del libro 1 de De
Platone et eius dogmata, en Opuscules Philosophiques et Fragmente,
Les Belles Lettres, 1973.

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por dos términos, S i (el Uno) y S2 (los otros), que noso­
tros llamaremos «par significante».
Con la teoría del par significante, teoría difícil que
plantea en psicoanálisis una cantidad de problemas no
resueltos, el principio más general del inconciente estruc­
turado como un lenguaje adquiere precisión. El incon­
ciente consiste en la relación de un significante, S j, con
otros, S 2: el primero es el que aparece aislado en el tex­
to del relato del analizado —el dicho, en nuestro caso—
y es numerable como Uno; los otros no son acotables,
son ordenados y su número es infinito.
Esta relación no es estática porque los significantes
otros se desplazan encadenados (desplazamiento asocia­
do a la sucesión metonímica) y, por sustitución (esta se
asocia a la trasposición metafórica), ocupan por turno la
posición del Uno. Sustitución muy particular porque el
último elemento que alcanzó ese puesto no lo abandona
para dejárselo al que sigue, sino que este se superpone
a aquel, se sobreimprimen uno al otro hasta condensar­
se y constituir un significante nuevo que emerge local­
mente en el relato y produce acontecimiento. Éste ele­
mento nuevo, tan significante como los otros, no forma
empero parte del conjunto infinito de otros significantes,
sino que constituye su límite, es contado en más, Uno
en m ás, y por consiguiente el conjunto se cuenta como
el que tiene uno en menos.
La interdependencia de los términos del par signifi­
cante —el Uno en más, S i (numerable y actual) y los
otros, S 2 (infinitos y virtuales)— es esencial. El conjun­
to infinito conserva su consistencia en tanto conjunto si
y sólo si existe un significante que le falta y que le es
exterior: S 2 consiste sólo si S i existe. La existencia de
S i en el exterior del conjunto, ex-sistencia, se traduce
'diferentemente según los modelos aplicados: sea que S i
se considere un rasgo distintivo —en particular un rasgo
escrito— que, aun estando fuera del conjunto, permite
clasificar la equivalencia de los elementos; o que S i de­
signe el puesto límite de una serie en progresión, es de­
cir simplemente el puesto del sucesor. Sea, también, se­
gún la teoría del nudo y de la cadena borromeos, que re­
presentemos a S i como un anillo de cuerda anudado a
otros anillos de manera que la incorporación de los nue­
vos anillos no desanude a los primeros, o bien que al con­
trario su corte libere a todos los demás y deshaga el nu­
do. Todas estas figuras traducen la misma articulación:
el orden y el desplazamiento del conjunto S 2 dependen

33
del hecho de que un elemento S i no forme parte de él
y ocupe el lugar particular del límite, es decir de la ex-
sistencia.

5. Dos proposiciones sobre la trasferencia


Es claro que no resulta fácil, frente a estas elabora­
ciones, advertir su vínculo inmediato con la práctica co­
tidiana del psicoanalista. No obstante, los intentos de for-
malización del par significante responden —bajo la for­
ma de tesis restrictivas— a la dificultad en que se
encuentra el terapeuta frente al síntoma, de dar razón
de lo inconciente. Para él no se trata de justificar «cientí­
ficamente» el inconciente ni de apoyarse para su oficio
en una razón fundada. Lo difícil para un psicoanalista
frente al acontecimiento, se trate de un dicho o de una
formación psíquica patógena, es saber —poder— plan­
tear la pregunta adecuada. ¿Cuál? La que trae consigo
una segunda pregunta o también la obligada necesidad
de escribir la pregunta. Precisamente, entre los efectos
de la teoría en el trabajo con nuestros pacientes hay uno
que a mi parecer es el que más directamente se liga a
la intervención del psicoanalista, a saber: una pregunta,
una buena pregunta. En la medida en que haya un «sa­
ber hacer» en psicoanálisis, consistirá en un «saber inte­
rrogarse». Toda la dificultad del analista está ahí: formu­
larse la pregunta que pudiera trasformar la impotencia
frente al síntoma, por ejemplo, en una imposibilidad de
decir. Una cosa es no saber cómo responder al llamado
del síntoma en mi analizado, y otra muy diferente es plan­
tearme frente a ese mismo síntoma una pregunta tal que
'*meTleve-a-reconocerTosTímites-deTa-respuestu—La-im-—
potencia consiste en no saber qué responder, mientras
que la imposibilidad de decir conlleva el reconocimiento
del límite de mi saber.

Ahora extraigamos todas las consecuencias prácticas


engendradas por el concepto de inconciente. Llegamos
entonces a dos proposiciones y una tesis final sobre la
trasferencia. El conjunto de estas proposiciones no ha si­
do explícitamente formulado por J . Lacan, y por eso me
hago cargo de su enunciación y su justificación.

34
Tenemos claramente establecido que los significan­
tes circulan entre los sujetos, fuera del tiempo y del es­
pacio. Preguntémonos entonces concretamente cómo in­
terviene el principio del inconciente estructurado como
saber en la conducta del psicoanalista frente al aconteci­
miento del dicho, un lapsus por ejemplo. Si en efecto el
analista ha hecho suyas estas elaboraciones, sabrá, cuan­
do ocupa su sillón, olvidarlas y verlas resurgir después
bajo la forma de dos proposiciones decisivas.

1. Si el inconciente está estructurado como un len­


guaje, es decir si existe como la actualización en un acon­
tecimiento local (Si) del conjunto virtual de significan­
tes (S2), en tanto que no es ni antes ni después del acon­
tecimiento donde es preciso buscarlo, no hay inconciente
más que en el acontecimiento m ismo. En consecuencia,
sería erróneo creer que antes del lapsus, por ejemplo, el
inconciente esperaba para manifestarse, o que al contra­
rio, después del lapsus subsiste una huella devenida in­
conciente.

2. Hasta aquí hemos debido tomar como punto de par­


tida acontecimientos reconocidos dentro del relato del pa­
ciente, pero ni el acontecimiento, S i, ni la red significan­
te, S 2, que le está adscrita, son propiamente hablando
del paciente. Por una parte, el lapsus que el psicoanalis­
ta acaba de oír no es la obra de nadie porque en ese mo­
mento el analizado no es más que el vehículo, el porta­
voz de un dicho del que no es el autor. Y por otra parte,
la red compleja e infinita de significantes que concurren
ahí, puntualmente, a ese lapsus, no se confunde con la
dimensión finita e imaginaria del yo [moi] del paciente.
Ennscrnsécuencia~ninguno_d elo stérm in o sd elp arfu n -
dador del inconciente, S i y S 2, está encerrado en esa en­
tidad que llamamos un individuo. Por eso, justam ente,
el inconciente no puede ser individual ni subjetivo. De
ahí la segunda proposición: no hay un inconciente del
analizado y después otro que fuera propio del analista;
en la relación analítica no hay más que un solo incon­
ciente enjuego, el que se abre en el momento del acon­
tecimiento. En ese instante, profesional y paciente se bo­
rran en sus diferencias, en favor de un dicho que al mis­
mo tiempo viene a sellar su vínculo.

35
1.! i

6 . La interpretación es el retorno en el analista


de lo reprimido del paciente
Si nos atenemos a esta perspectiva de un inconciente
estructurado, acontecial y único, que en definitiva abar­
ca el conjunto de la relación analítica, entonces las con­
secuencias en el plano ético y en el práctico serán decisi­
vas. ¿Por qué? Porque el analista, situado en el corazón
de esas proposiciones y viviéndolas como suyas, deberá
reconocer que poco importa quién profiera el dicho, bal­
bucee o se trabe hablando: él también se puede conver­
tir en el portavoz ciego de una palabra singular que hace
consistente ese inconciente único surgido entre sillón y
diván. Y que es entonces, en el momento en que el ana­
lista dice sin saber lo que dice: es entonces, en fin, cuan­
do consuma efectivamente una interpretación psicoana-
lítica.
Antes de pasar a la tesis sobre la trasferencia, consi­
deremos un instante él problema de la interpretación.
Aseverar que la interpretación es una palabra que el
analista pronuncia sin saber lo que dice es una fórmula
que debemos ajustar. Este puede no saber lo que dice,
puede ignorar el origen y el alcance de esa palabra inter­
pretativa, pero a condición de que sepa lo que hace. Si
el analista sabe lo que hace, puede permitirse decir sin
saber, lo que es muy diferente de decir algo sin que im­
porte qué. Saber lo que uno hace es saber lo que es do­
minante en determinado momento de la cura. Dominan­
te en el sentido de lo que causa, hace posible el manteni­
miento del vínculo con su paciente. Así por ejemplo,
ciertas intervenciones, dirigidas a que el análisis avan­
ce, cobran la figura dominante de un significante impe­
rativo, referencial, y colocan así al analista en una posi­
ción de autoridad. Otras, por el contrario, instituyen un"
vínculo de tipo universitario en que el saber es el elemen­
to dominante: el psicoanalista explica o enseña. Otras,
por fin, histerizan la relación: el analista demasiado pre­
sente se insinúa, demanda y se muestra sujeto. Sería una
malísima conclusión deducir que es imprescindible apar­
tar con repulsión una cualquiera de esas tres posiciones,
de autoridad, universitaria o histérica, so pretexto de no
traicionar la única posición «verdadera», la analítica. No
hay razón alguna para creer que el psicoanalista deba
necesariamente y siempre estar prendido en el vínculo
analítico. Cada uno de estos tipos distintivos de vínculo
(que Lacan llam a discurso) entre analista y analizado se

36
estructura a raíz de este o aquel corte en el discurrir de
la cura, y el profesional adopta entonces la postura que
los significantes y el goce en juego le dejan adoptar. To­
da la cuestión, insisto, está en que sepa en qué consiste
el elemento dominante.
¿Cuál es entonces el elemento dominante cuando el
psicoanalista interpreta? No se trata de un orden impe­
rativo —dominancia del significante amo, S i— ni de una
intervención explicativa —dominancia del saber, S 2—,
ni siquiera de una demanda formulada ál paciente
—dominancia del sujeto-analista—. Lo que domina en ese
raro momento en que el dicho interpretativo se impone
es el goce, un excesivo goce. Los analistas lo llaman pul­
sión, y a su evocación más depurada, silencio de las pul­
siones. Es él, ese excesivo goce vestido de silencio, el que
esfuerza a decir y hace interpretar. Cuando el goce do­
mina, el analista se calla y, callando, tiene toda la proba­
bilidad de que su próxima palabra sea efectivamente una
palabra de interpretación. La interpretación sólo emerge
sobre un fondo de silencio que la prepara. Es así como
traducimos la fórmula siguiente, tan compacta, de La-
can: «El analista [. . . ] es aquel que, por poner el objeto
a en el lugar del semblante, está en la posición más con­
veniente para hacer lo que es justo hacer, a saber: inte­
rrogar como desde el saber qué hay de la verdad»;4 en
nuestros términos: el analista es aquel que, por callarse,
está en la posición más conveniente para decir una in­
terpretación.
Pero ¿cuál es este silencio? Es preciso hacer más que
el silencio, es preciso hacer un silencio para sí, como si
uno no supiera nada, llegar a olvidar lo que uno sabe.
Es así como puede acudir una interpretación. Esta posi­
ción no deja de recordar a la del pintor; escuchemos a

«¿Qué pensar de los imbéciles que le dicen a uno: el pin­


tor es siempre inferior a la naturaleza? Le es paralelo.
Siempre que no intervenga voluntariam ente. . . entién­
danme bien. Toda su voluntad debe ser de silencio. De­
be hacer callar en él a todas las voces de los prejuicios,
olvidar, olvidar, hacer silencio, ser un eco perfecto. En­
tonces sobre su placa sensible todo el paisaje se inscri­
birá».5

4 J . Lacan, Encoré, Seuil, 1978, pág. 88.


5 En Conversaron avec Cézanne, Macula, 1978, pág. 109.

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Nuestra afirmación de que la interpretación es una
palabra que el analista dice sin saber lo que dice tiene
que ser ajustada entonces por medio de dos condiciones:
que esa palabra nazca del silencio y que el analista sepa
lo que hace.
Lo vemos bien: estamos lejos de la teoría que hace
de la interpretación el resultado de una reflexión calcu­
lada de parte del analista, cuyo propósito sería hacer con-
ciente lo inconciente. La interpretación de que hablamos
no tiene nada de una traducción ni de una revelación del
sentido oculto en las palabras o los sueños del analiza­
do. El psicoanalista puede en efecto practicar este tipo
de intervención razonada, explicativa, pero no se tratará
de una interpretación. La mejor interpretación se dice
siempre en dos o tres palabras breves, a la manera de
una réplica que toque, corte y puntúe el enunciado del
analizado. El ejemplo más notable de interpretación es
esa frase ultrarreducida llamada interjección, que a ve­
ces cobra la forma elemental y simple de una exclama­
ción. Incisiva y concisa, la interjección —no importa
cuál—6 impone el silencio y remite al analizado a una
lejanía, hacia el horizonte de la dimensión abierta del
Otro. La interpretación, reducida a la simplicidad de una
palabra lanzada intempestivamente, corta y separa exac­
tamente el campo del sujeto del campo del Otro.
En resumen, si quisiéramos condensar en una sola
frase el paisaje de las conductas posibles del analista en
el curso de una cura, diríamos: el silencio es la norma,
las intervenciones explicativas son frecuentes y la inter­
pretación es rara. Preferimos entonces conservar este tér­
mino de interpretación para designar el caso especial de
un dicho conciso, que sorprende al analista que lo enun-
cia, tan raro, puntual e intempestivo como lo es un lap-
sus en el analizado. Dicho que tiene por efecto no hacer
conciente lo inconciente, sino producir lo inconciente, re­
lanzar la cadena de los significantes otros y convocar la
consumación de otros acontecimientos.
¿Qué queremos decir? Que la interpretación es una
formación del inconciente, no menos que pueden serlo
el lapsus o el síntoma en el paciente; y que, traída a la
luz en la boca del psicoanalista, sigue exactamente las
mismas leyes que son las de la lógica significante. El di­
cho interpretativo se desprende de la cadena de signifi-

6 Ciertos lingüistas clasifican las interjecciones en situativas, resu


tativas y suputativas.

38
cantes virtuales y reprimidos, aparece enunciado por el
analista y desaparece enseguida, remplazado por otro sig­
nificante que toma su lugar.7 Así, una interpretación es
suplantada pronto por otra formación equivalente, lap­
sus, sueño o síntoma, surgida esta vez en el paciente.
Prácticamente: una vez lanzada la interpretación, ella no
va al oído, va derecho al olvido. ¿A qué olvido? Al de la
represión: un olvido en manera alguna muerto ni pasi­
vo, sino, al contrario, un olvido activo que no cesa de rea­
parecer en retornos sucesivos. La interpretación reprimi­
da retorna en sueño, y es soñando como el analizado res­
ponde al dicho de su analista; uno no explica el sueño,
uno lo produce. Ahora bien, si hablamos de retorno de
la interpretación reprimida en el analizado, lo inverso
también es cierto: la interpretación es el retorno en el
analista de un sueño dicho por su analizado y reprimido
enseguida. O bien, de manera más general: el inconcien­
te del analizado retorna en una interpretación del ana­
lista.
Freud abre con una frase escrita en 1913 una pers­
pectiva muy cercana al concepto de interpretación que
sostenemos nosotros. He aquí la cita:

«Pero no sin buenas razones yo he sostenido que todo


hombre posee en su inconciente propio un instrumento
con el que es capaz de interpretar las exteriorizaciones
de lo inconciente en otro [. . . ]».8
Y en otro texto de la misma época:
«[. . . ] lo inconciente del médico se habilita para resta­
blecer, desde los retoños a él comunicados de lo incon­
ciente, esto inconciente mismo que ha determinado las
ocurrencias^debenfermo»r9-------- ------------------------------

Evitemos el error a que estas frases pueden inducir:


creer que cada uno poseería un inconciente propio. Es
cierto que en esta frase Freud mantiene la distinción en­
tre dos inconcientes, pero por nuestra parte retengamos
la idea de alternancia: uno pone en acto el inconciente
7 Recordemos que esta sustitución es, en verdad, una condensa­
ción. Véase supra, pág. 33.
8 S. Freud, «La predisposición a la neurosis obsesiva», en op. cit.,
vol. 12, 1980, pág. 340.
9 S. Freud, «Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalíti-
co», en ibid., pág. 115.

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