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Primera parte. La trasferencia
1. Dos proposiciones y una tesis sobre
la trasferencia en análisis
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decir que el cuerpo resulte afectado por un hablar así,
de palabra quebrada.
El psicoanalista acaso se vea llevado a interesarse por
la vida social de su paciente, por una enfermedad del
cuerpo o por los fenómenos psicológicos de conciencia.
Para él, empero, ninguno de estos registros representa
otra cosa que el contexto del acontecimiento. No es ni
lingüista o sociólogo, ni médico o psicólogo. Para que psi
coanalista haya, hace falta mucho más que un diván y
un sillón, un flujo de palabras y su escucha: hace falta
que esta palabra esté quebrada, y que esto afecte al cuer
po. Estas dos instancias, referida una al lenguaje y refe
rida la otra al cuerpo, encuadran el campo específico del
psicoanálisis. Este deja a otras disciplinas el examen del
estatuto psicológico, social y biológico del ser, y como
objeto propio retiene sólo el ser que habla y que goza.
Si el primer principio psicoanalítico fundamental trata
el inconciente como el efecto de una palabra quebrada
en el ser hablante, el segundo pone el concepto de goce
como el efecto de esta misma palabra sobre el cuerpo.
Así la experiencia analítica, definida por el encuentro,
por el punto singular de encuentro entre una palabra des
falleciente y un cuerpo gozante, constituye efectivamen
te la base puntual sobre la que se levanta el edificio teó
rico del psicoanálisis.
La manera de conducir la cura y las interrogaciones
particulares que el analista plantea y se plantea depen
den estrechamente de la idea que se forme de esos dos
conceptos rectores que son el inconciente y el goce. Bien
se entiende que estas nociones fundamentales no se pre
sentan siempre en la práctica de un modo constante y ex
plícito, pero operan a la manera de presupuestos implí-
.citos. v hasta de prejuicios que insensiblemente pueden
determinar cierta intervención que ensayamos ante el pa-
ciente o la elección de un problema teórico por tratar.
Me gustaría mostrar al lector que nuestra concepción de
la trasferencia y de la interpretación psicoanalítica, así
como los problemas que derivan de ella, se desprenden
en línea directa del concepto de inconciente. Si uno ex
trae rigurosamente todas las consecuencias de la tan cé
lebre definición-fuente según la cual el inconciente está
estructurado como un lenguaje, desembocamos en una
muy particular modalidad de teorizar y de cuestionar la
relación trasferencial con nuestros pacientes. Modalidad
que al término de este capítulo he de resumir en dos pro
posiciones y una tesis final acerca de la trasferencia.
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Recordemos desde ahora que existen dos clases de
vínculo trasferencial en el curso de una cura analítica.
El primero, que pertenece a la dimensión simbólica, es
tá tejido por el surgimiento puntual e imprevisto de for
maciones inconcientes en uno u otro de los participan
tes del análisis. El segundo, que se inscribe en la dimen
sión imaginaria, está tejido por el amor y el odio. Este
es la condición solidaria de aquel: sin el amor o el odio
de trasferencia no existiría aquella realización simbólica
inconciente que en un instante, en el interior o en el ex
terior del espacio de las sesiones, sella la relación del aná
lisis.
En este primer capítulo, partiendo de ese concepto
fundamental de inconciente, abordaremos la dimensión
simbólica del vínculo trasferencial y concluiremos enton
ces con dos proposiciones y una tesis que nos despejará
el camino hacia el estatuto del objeto a en la cura. En
el curso del capítulo siguiente tratáremos más en par
ticular de la dimensión imaginaria de la trasferencia, por
la indirecta vía de la noción lacaniana de sujeto-supuesto-
saber.
1. El saber inconciente
¿Qué es, con precisión, ese inconciente sobre el que
los psicoanalistas razonan y fundan su práctica? Parta
mos del hecho inaugural del descubrimiento freudiano,
hecho renovable en la cotidianeidad de cada cura analí
tica: el sujeto dice sin saber lo que dice.
Sea en la forma de una laguna (olvido) o, al contrario,
de una palabra en exceso que improvisamente pasa a
ocupar el lugar de otra (lapsus), la ruptura del relato del
paciente es considerada por el psicoanálisis como una
singularidad local, llamada un dicho. El paciente habla,
construye frases, emite sonidos, pero cuando dice, es de
cir cuando se equivoca hablando, ese dicho se le escapa.
Por dos veces se le escapa. Primero su intención es reba
sada porque dice más de lo que querría, y entonces el
dicho se impone a sus ojos como algo que no viene de
él. Y después cuando, asombrado, intente corregirse y
descubrir el sentido de ese dicho inesperado —tomado
como un mensaje que le estuviera destinado—, empero
esa experiencia le quedará para siempre inexplicada. Es
ta es entonces la segunda fuga: la del sentido último del
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dicho que él enuncia. El sujeto dice más de lo que quiere
y no reconoce todo lo que dice. El dicho llega sin su vo
luntad y desaparece sin ser, en fin, aprehendido. Es co
mo si el ser hablante no fuera, en el momento del acon
tecimiento, más que lugar de pasaje, travesía de un di
cho del que él no es ni el autor ni el destinatario. ¿De
dónde viene ese dicho entonces, y adonde va?
Dejemos nuestra pregunta en suspenso; ello nos lle
vará después a la definición del inconciente y, correlati
vamente, de la trasferencia. Veamos ahora lo que el in
conciente no es.
2 . ¿Quién sabe?
Si el sujeto no sabe el alcance del acto de decir, el de
cir, por su parte, parece saber. ¿Saber qué? Saber en qué
momento y por referencia a qué otras palabras situarse,
saber aparecer como una ruptura del enunciado y pro
vocar un efecto de sorpresa, de risa o de estupefacción.
El ejemplo consagrado es el del chiste, en que uno dice
intempestivamente la palabra justa, y justo a tiempo, pa
ra que todos rían y queden sorprendidos, incluido el que
lo dice. Una pregunta se puede plantear acto seguido:
¿quién entonces sabía que era en ese momento preciso
cuando convenía proponer cierta palabra? O su varian
te: ¿quién habla? Malísimas preguntas estas porque en
cierran una trampa, la del pronombre «quién» colocado
al comienzo de su formulación: «¿quién habla?» o «¿quién
sabe?». Si uno respondiera a ese «quién», implícitamente
afirmaría la existencia del inconciente como un ser invi
sible que actuara en nosotros. Pensarlo así es la intui-
—eión-eomúnT-pero-nada-más-alejado-de-la-eoneepeión-psi--
coanalítica. Según lo he de explicar, el inconciente exis
te, sí, pero la palabra existencia o aun la palabra ser no
tienen el mismo sentido cuando se trata de una entidad
psíquica, que si es un objeto material lo que está enjuego.
Ahora bien, si nos situamos en la escena de la sesión
de análisis, son interrogaciones y suposiciones —no ex
plícitas, por lo general— de ese tenor, exactamente, las
que surgen cuando él paciente comete una equivocación
que empero resulta ser una verdad, es decir, la manifes
tación de un deseo hasta entonces desconocido por él.
Ante todo, esto lo afecta; digamos mejor: es afectado el
cuerpo en el modo de la vergüenza, a veces de la risa,
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siempre de un sufrimiento cierto que el psicoanálisis lla
ma goce. Desde luego que sólo se trata de una verdad
parcial y a medias velada, «dicha a medias», pero sin du
da suficiente para emocionar, para reclamar una expli
cación que no acertará, y parecer entonces la obra deli
berada de alguien. El analizado intentará en ese caso ex
plicar y explicarse una equivocación cuyo sentido empero
no deja de fugar. Porque ese dicho tan torpe y a la vez
tan pertinente no tiene sentido último. Todo sentido le
es posible, pero ninguno le es cierto. Es así como en la
busca indefinida de una respuesta, el inconciente cobra
sensiblemente la forma de un ser o de una sustancia.
Desde esta suposición de que el inconciente es —algo
o alguien—, el sujeto con toda naturalidad se desliza a
la idea de tener él su inconciente individual y exclusivo.
Y en el mismo movimiento de presuposiciones ficticias,
el psicoanalista, a fuerza de ser el destinatario de una
palabra que le es dirigida, poco a poco recibe la atribu
ción de ese mismo poder que se imputa al inconciente
(«él» actúa y cura o, a la inversa, «él» actúa y causa mi
dolor, él es único, él me pertenece, etc.). Ningún afecto
anuda tan vigorosamente el lazo entre analista y anali
zado como esa suposición, que identifica el analista al
inconciente. Volveremos sobre esto en el próximo capí
tulo, pero desde ahora recordemos que para J . Lacan el
amor-odio dirigido a la persona del psicoanalista, llam a
do «amor de trasferencia», nace y se consolida en ese mo
vimiento de suposiciones inherente al hecho de sufrir y
de demandar razones. Uno lo ama y uno lo supone el Otro
supremo, el Otro saber o, en una palabra, el inconciente
mismo. Ahora bien, el proceso de las suposiciones no se
detiene ahí; el sufrimiento es inseparable de un extraño
comercio que se establece dentro de la ficción trasferen-
cial. Cuando uno sufre demasiado, acude la idea de utili
dad y, con ella, la idea de alguien, de un Otro del goce.
Uno sufre para saldar una deuda interminable, y uno su
fre por alguien o contra alguien. Ahora bien, por el solo
hecho de estar ahí el psicoanalista en posición de escu
cha —sea en el lugar del Otro del saber o del Otro del
goce—, él interviene siempre en la dimensión del Uno
unificador del campo. No se trata aquí del uno numera
ble, sino del Uno de la totalidad, del Otro Uno que reúne
bajo un rasgo distintivo las demandas del analizado. Des
de el momento en que el paciente está en análisis, el es
tilo de su palabra o la manera de quejarse llevan la mar
ca de la relación con su analista.
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Actitudes, roles, imágenes: todas estas manifestacio
nes imaginarias no son en verdad más que los efectos
de una palabra que en el acto mismo de buscar respues
tas, las cree posibles. La palabra, enunciándose, crea al
dios que la escucha. Una fórmula general designa ese fon
do de atribuciones falsas imputadas al psicoanalista y que
hemos esquematizado en estos tres estatutos: el Otro del
saber, el Otro del goce y el Otro Uno; es decir, el sujeto-
supuesto-saber, fórmula que es preciso traducir «analista-
supuesto-inconciente» o, más globalmente, «inconciente-
supuesto-sujeto». Desarrollaremos esta fórmula en el ca
pítulo siguiente.
Pero no es menos cierto que el sujeto-supuesto-saber
nunca es una conjetura inadmisible que el profesional
debiera rechazar. Es verdad que el inconciente no es un
ser, ni una sustancia, ni una figura imaginaria del psi
coanalista; no obstante, hacen falta todas esas ficciones
y el amor-odio que en ellas se teje para que la palabra
del analizado se sostenga y el acontecimiento del dicho
se cumpla una nueva vez. Para que el acontecimiento
ocurra hace falta hablar, suponer y amar-odiar al que nos
escucha. El sujeto-supuesto-saber es a punto tal la con
dición del acontecimiento analítico, que el psicoanalis
ta, referido mal que le pese a ese lugar de ficción, partici
pa de ello. Supongamos que este acontecimiento sea, por
ejemplo, un síntoma aparecido en el curso de la cura:
diremos entonces que el analista participa del síntoma
y que el síntoma es un síntoma de análisis. Las conse
cuencias éticas del hecho de aceptar que el psicoanalis
ta es el complemento decisivo del acontecimiento analí
tico se resumen en una palabra: horror.1 El analista vi-
___ 1 «Sí. el psicoanalista tiene horror de su acto. Y esto al punto de ne
garlo, denegarlo, renegar de él . . .». EstaTfrase de nacSnTextraída-de
la «Carta al diario Le Monde», publicada en la entrega de este diario
del 26 de enero de 1980, frase tan conocida hoy, evoca a su manera
estas otras frases de Strachey, menos conocidas, con las que concluye
uno de los textos psicoanalíticos más hermosos sobre la técnica (apa
recido en 1 934): «. . . todo esto pone de relieve que la formulación mu-
tativa representa un acto crucial para el analista tanto como para el
paciente, y que él mismo se expone a un gran peligro por el hecho de
consumarlo. Esto a su vez se vuelve comprensible si consideramos el
momento de la interpretación: el analista se dispone n estimular deli
beradamente una parte de la energía pulsional del paciente, que es vi
va, real, univoca y que está dirigida directamente hacia él. Bien se com
prende que un momento así esté destinado, más que cualquier otro,
a poner a prueba sus relaciones con sus propias “ pulsiones inconcien
tes” ». J . Strachey, «La nature de l’action thérapeutique de la psycha-
nalyse», Revue Frangaise de Psychanalyse, PUF, 1970, 2, págs. 255-84.
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ve el horror de su acto cuando se da cuenta de que por
su función de sujeto-supuesto-saber no sólo se inserta en
la vida de su paciente y provoca síntomas nuevos, sino
que él mismo es síntoma. Horror que nada puede atem
perar aun si el analista reconoce que es la función que
él ocupa y no su persona la que opera.
Establecido esto, no sabemos todavía en qué consis
te el inconciente y no hemos respondido a la interroga
ción sobre el origen y el destino de ese dicho inventado
y pertinente.
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tiende en red de los decires otros, pasados y futuros, cum
plidos o por cumplir, por parte de uno u otro de los suje
tos. Sea. Pero el inconciente, ¿dónde señalarlo?
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¿Concluiremos entonces que el término «inconcien
te» designa a la red ordenada? No; el inconciente no es
el dicho en sí, ni es tampoco la red ordenada de decires
otros, sino su relación m utua y solidaria.
4. El par significante
Ahora empezamos a entrever mejor el fundamento
del principio «El inconciente está estructurado como un
lenguaje». Comentando su propia fórmula, J . Lacan no
vaciló en considerarla redundante porque los términos
«estructura» y «lenguaje» tienen un sentido similar: con
junto de elementos discretos, organizados según cierta
lógica. Habría bastado enunciar «El inconciente está es
tructurado» para dar a entender claramente que diluci
dar este concepto psicoanalítico rector significa trabajar
en detalle la estructura de la relación entre el dicho y
los decires, entre un significante y los otros.
¿Cuál es esta relación? ¿Cómo están ordenados los
significantes y a qué leyes exactamente obedecen sus des
plazamientos? Es este el objeto común de abordajes di
ferentes elaborados a lo largo de toda la obra de J . La-
can. Según los períodos y las coyunturas de su enseñan
za, y según la influencia de otras disciplinas, la respuesta
a estas preguntas fue tomada sucesivamente del domi
nio de la lingüística (leyes de la metáfora y la metoni
mia), de la lógica proposicional (el cuadrante de Apuleyo
retomado por Peirce),3 de la logística de Frege, de la axio
mática de Peano, después del dominio de la topología (to
pología combinatoria, en particular el toro y la botella
de Klein) y, por último, fue referida a la teoría de nudos
(nudo borromeo). No obstante su diversidá37éstbs~ábbr^
dajes se agrupan en torno de una constante única: cier
tas formaciones psíquicas (sueños, síntomas, lapsus, etc.),
siendo profundamente distintas unas de otras, se redu
cen en último análisis a la relación matricial compuesta
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por dos términos, S i (el Uno) y S2 (los otros), que noso
tros llamaremos «par significante».
Con la teoría del par significante, teoría difícil que
plantea en psicoanálisis una cantidad de problemas no
resueltos, el principio más general del inconciente estruc
turado como un lenguaje adquiere precisión. El incon
ciente consiste en la relación de un significante, S j, con
otros, S 2: el primero es el que aparece aislado en el tex
to del relato del analizado —el dicho, en nuestro caso—
y es numerable como Uno; los otros no son acotables,
son ordenados y su número es infinito.
Esta relación no es estática porque los significantes
otros se desplazan encadenados (desplazamiento asocia
do a la sucesión metonímica) y, por sustitución (esta se
asocia a la trasposición metafórica), ocupan por turno la
posición del Uno. Sustitución muy particular porque el
último elemento que alcanzó ese puesto no lo abandona
para dejárselo al que sigue, sino que este se superpone
a aquel, se sobreimprimen uno al otro hasta condensar
se y constituir un significante nuevo que emerge local
mente en el relato y produce acontecimiento. Éste ele
mento nuevo, tan significante como los otros, no forma
empero parte del conjunto infinito de otros significantes,
sino que constituye su límite, es contado en más, Uno
en m ás, y por consiguiente el conjunto se cuenta como
el que tiene uno en menos.
La interdependencia de los términos del par signifi
cante —el Uno en más, S i (numerable y actual) y los
otros, S 2 (infinitos y virtuales)— es esencial. El conjun
to infinito conserva su consistencia en tanto conjunto si
y sólo si existe un significante que le falta y que le es
exterior: S 2 consiste sólo si S i existe. La existencia de
S i en el exterior del conjunto, ex-sistencia, se traduce
'diferentemente según los modelos aplicados: sea que S i
se considere un rasgo distintivo —en particular un rasgo
escrito— que, aun estando fuera del conjunto, permite
clasificar la equivalencia de los elementos; o que S i de
signe el puesto límite de una serie en progresión, es de
cir simplemente el puesto del sucesor. Sea, también, se
gún la teoría del nudo y de la cadena borromeos, que re
presentemos a S i como un anillo de cuerda anudado a
otros anillos de manera que la incorporación de los nue
vos anillos no desanude a los primeros, o bien que al con
trario su corte libere a todos los demás y deshaga el nu
do. Todas estas figuras traducen la misma articulación:
el orden y el desplazamiento del conjunto S 2 dependen
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del hecho de que un elemento S i no forme parte de él
y ocupe el lugar particular del límite, es decir de la ex-
sistencia.
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Tenemos claramente establecido que los significan
tes circulan entre los sujetos, fuera del tiempo y del es
pacio. Preguntémonos entonces concretamente cómo in
terviene el principio del inconciente estructurado como
saber en la conducta del psicoanalista frente al aconteci
miento del dicho, un lapsus por ejemplo. Si en efecto el
analista ha hecho suyas estas elaboraciones, sabrá, cuan
do ocupa su sillón, olvidarlas y verlas resurgir después
bajo la forma de dos proposiciones decisivas.
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1.! i
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estructura a raíz de este o aquel corte en el discurrir de
la cura, y el profesional adopta entonces la postura que
los significantes y el goce en juego le dejan adoptar. To
da la cuestión, insisto, está en que sepa en qué consiste
el elemento dominante.
¿Cuál es entonces el elemento dominante cuando el
psicoanalista interpreta? No se trata de un orden impe
rativo —dominancia del significante amo, S i— ni de una
intervención explicativa —dominancia del saber, S 2—,
ni siquiera de una demanda formulada ál paciente
—dominancia del sujeto-analista—. Lo que domina en ese
raro momento en que el dicho interpretativo se impone
es el goce, un excesivo goce. Los analistas lo llaman pul
sión, y a su evocación más depurada, silencio de las pul
siones. Es él, ese excesivo goce vestido de silencio, el que
esfuerza a decir y hace interpretar. Cuando el goce do
mina, el analista se calla y, callando, tiene toda la proba
bilidad de que su próxima palabra sea efectivamente una
palabra de interpretación. La interpretación sólo emerge
sobre un fondo de silencio que la prepara. Es así como
traducimos la fórmula siguiente, tan compacta, de La-
can: «El analista [. . . ] es aquel que, por poner el objeto
a en el lugar del semblante, está en la posición más con
veniente para hacer lo que es justo hacer, a saber: inte
rrogar como desde el saber qué hay de la verdad»;4 en
nuestros términos: el analista es aquel que, por callarse,
está en la posición más conveniente para decir una in
terpretación.
Pero ¿cuál es este silencio? Es preciso hacer más que
el silencio, es preciso hacer un silencio para sí, como si
uno no supiera nada, llegar a olvidar lo que uno sabe.
Es así como puede acudir una interpretación. Esta posi
ción no deja de recordar a la del pintor; escuchemos a
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Nuestra afirmación de que la interpretación es una
palabra que el analista dice sin saber lo que dice tiene
que ser ajustada entonces por medio de dos condiciones:
que esa palabra nazca del silencio y que el analista sepa
lo que hace.
Lo vemos bien: estamos lejos de la teoría que hace
de la interpretación el resultado de una reflexión calcu
lada de parte del analista, cuyo propósito sería hacer con-
ciente lo inconciente. La interpretación de que hablamos
no tiene nada de una traducción ni de una revelación del
sentido oculto en las palabras o los sueños del analiza
do. El psicoanalista puede en efecto practicar este tipo
de intervención razonada, explicativa, pero no se tratará
de una interpretación. La mejor interpretación se dice
siempre en dos o tres palabras breves, a la manera de
una réplica que toque, corte y puntúe el enunciado del
analizado. El ejemplo más notable de interpretación es
esa frase ultrarreducida llamada interjección, que a ve
ces cobra la forma elemental y simple de una exclama
ción. Incisiva y concisa, la interjección —no importa
cuál—6 impone el silencio y remite al analizado a una
lejanía, hacia el horizonte de la dimensión abierta del
Otro. La interpretación, reducida a la simplicidad de una
palabra lanzada intempestivamente, corta y separa exac
tamente el campo del sujeto del campo del Otro.
En resumen, si quisiéramos condensar en una sola
frase el paisaje de las conductas posibles del analista en
el curso de una cura, diríamos: el silencio es la norma,
las intervenciones explicativas son frecuentes y la inter
pretación es rara. Preferimos entonces conservar este tér
mino de interpretación para designar el caso especial de
un dicho conciso, que sorprende al analista que lo enun-
cia, tan raro, puntual e intempestivo como lo es un lap-
sus en el analizado. Dicho que tiene por efecto no hacer
conciente lo inconciente, sino producir lo inconciente, re
lanzar la cadena de los significantes otros y convocar la
consumación de otros acontecimientos.
¿Qué queremos decir? Que la interpretación es una
formación del inconciente, no menos que pueden serlo
el lapsus o el síntoma en el paciente; y que, traída a la
luz en la boca del psicoanalista, sigue exactamente las
mismas leyes que son las de la lógica significante. El di
cho interpretativo se desprende de la cadena de signifi-
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cantes virtuales y reprimidos, aparece enunciado por el
analista y desaparece enseguida, remplazado por otro sig
nificante que toma su lugar.7 Así, una interpretación es
suplantada pronto por otra formación equivalente, lap
sus, sueño o síntoma, surgida esta vez en el paciente.
Prácticamente: una vez lanzada la interpretación, ella no
va al oído, va derecho al olvido. ¿A qué olvido? Al de la
represión: un olvido en manera alguna muerto ni pasi
vo, sino, al contrario, un olvido activo que no cesa de rea
parecer en retornos sucesivos. La interpretación reprimi
da retorna en sueño, y es soñando como el analizado res
ponde al dicho de su analista; uno no explica el sueño,
uno lo produce. Ahora bien, si hablamos de retorno de
la interpretación reprimida en el analizado, lo inverso
también es cierto: la interpretación es el retorno en el
analista de un sueño dicho por su analizado y reprimido
enseguida. O bien, de manera más general: el inconcien
te del analizado retorna en una interpretación del ana
lista.
Freud abre con una frase escrita en 1913 una pers
pectiva muy cercana al concepto de interpretación que
sostenemos nosotros. He aquí la cita:
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