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La estructura no es la taxonomia

Por Juan Bautista Ritvo

Desde hace un tiempo en este lado del mundo y en aquél (obvio:


París), se suele decir, con mayor o menor énfasis, que la psicopatología
obstruye la clínica hasta terminar por doblegarla. Una forma sutil de
esta posición la muestra Philippe Julien cuando sostiene que la histeria
no es una neurosis sino un discurso; con lo cual empobrece, a la vez,
las nociones de discurso y de neurosis.1

Creo que hay, en estas alegaciones y de un modo tan implícito como


efectivo, una confusión entre psicopatología psicoanalítica y psicopa-
tología psiquiátrica. Esta última es taxonómica y su tarea fundamental
consiste en subsumir un caso particular en una regla general. La psi-
coanalítica es, antes que nada un “trayecto”, es decir un curso de na-
vegación (utilizo figuras de Serres) que tiene que bordear obstáculos,
franquear pasos y, sobre todo, tomar decisiones en momentos crucia-
les, que son los momentos en que emerge ese “poco de libertad” de
que nos habla Lacan. No es una colección de rasgos fijos que operan
gracias a un método de presencia y de ausencia (si padece amnesia, en-
tonces tal y cual cosa; si no la padece, entonces esto otro...; si se calla
para no ser repetitivo, entonces...), sino un instrumento flexible para

1  Julien, Philippe, Psicosis, perversión, neurosis, Amorrortu, Buenos Aires, 2002. El autor
sostiene que no es una neurosis porque instituye un lazo social que muestra lo imposible de
la posición del Amo. ¡Son justamente las características de la neurosis histérica, que no es
una neurosis entre otras sino el lenguaje de la neurosis como tal! ¿Julien supone, acaso, que la
neurosis no es un lazo social?
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saber lo que es posible saber, lo que es necesario aquilatar y los límites
de la imposibilidad, de tal modo que en cada caso sea posible situar
a las alternativas del analizante en función de la tríada acto, pasaje al
acto, acting-out; y ya se sabe, el acto está entre el acting y el pasaje, del
mismo modo en que el síntoma está entre la inhibición y la angustia.

Síntoma y acto: términos medios que se borran para pasar a los extre-
mos y al mismo tiempo para sostenerlos; a la vez, el síntoma coagula el
acto y es condición de posibilidad de éste. La psicopatología psicoana-
lítica, si es algo, es una nosografía del acto, lo cual supone considerar
lo que hay de real en el afecto, la deriva sin inscripción y la inscripción
sin deriva, que habitualmente hemos calificado de “fijación libidinal”;
supone, también y decisivamente, redistribuir el campo del acto en
relación al goce. Tarea que nos remite a un momento clave de la ela-
boración lacaniana: el seminario “La Angustia”, el que se conecta, más
allá de las falacias de la cronología, con la bolsa del cuerpo, ese cuerpo
humoral transido de agujeros y de remiendos que Lacan retoma de la
vieja medicina mítica y lleva a sus últimas consecuencias en el semi-
nario “El Sinthome”, cuando proclama que la palabra puede ser, y de
hecho es, un cáncer que prolifera en el sujeto y lo corroe. ¿Podemos
integrar esta perspectiva con las disyunciones alienantes que siempre
hacen del acto analítico, de sus antecedentes y de sus consecuentes,
una encrucijada del sujeto antes que una ubicación estática en el cam-
po de la enfermedad?

La oposición que suele hacerse entre la estructura (rigurosamente ha-


blando es la estructura del rasgo unario, autodiferente y por lo tanto
privado de origen y destino) y singularidad es algo a mi juicio insoste-
nible y ruinoso para la clínica. La correlación entre el significante de
la carencia y la carencia radical de significante, que es suplementaria y
no complementaria2, correlación que hace a la esencia del rasgo y de
2  Quiero decir: la carencia de significante no es recubierta por el significante fálico de
carencia, porque este último se constituye como el menos en demasía de ese demasiado en
menos que es el primero; tan demasiado en menos que ya ni el signo menos puede designarlo.
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su vínculo con lo imposible, dibuja en la estructura el lugar en hueco
del sujeto, el que al ocuparlo queda, por un efecto paradójico, fuera
del conjunto y al mismo tiempo comprendido en él.

Así, diagnosticar no consiste en subsumir un ejemplar en una clase


nosográfica, sino en delinear lo que más arriba llamé trayecto: el tra-
yecto de alguien situado frente a sus alternativas. Debemos, sin duda,
separar la clínica de la psicopatología, pero para permear a ésta en el
máximo grado posible por aquélla, no para instaurar un empirismo sin
principios, sostenido en la genialidad posmoderna de psicoanalistas
inspirados: es el camino ya transitado por tantos para abjurar, en nom-
bre de lo políticamente correcto, de la paternidad y de la castración.

No hay patología sin norma y no hay norma sin ideal; sobre estos
parámetros epistemológicos se funda la ciencia médica. Pero tanto la
norma como el ideal se dicen de varias maneras, digámoslo para imitar
al maestro griego. El ideal del Yo, por ejemplo, sutura imaginariamen-
te la falta que no obstante reconoce. Pero toda acción, todo arte que
pertenezca a las ciencias morales (diré ‘conjeturales’ para no ofender
a los ortodoxos) tiene una finalidad que, a diferencia de la finalidad
del Ideal del Yo, es inmanente3. La finalidad de esta última estructura es
externa, está al servicio del amor al padre y a la censura sacrificial de
los mociones pulsionales. En cambio, el fin que orienta –lo querra-
mos o no– a la dirección de la cura, el analista como desecho, como
apariencia de a, es inmanente. En cuanto a la norma, me parece que
la argumentación esbozada desconoce toda la complejidad de la posi-
ción freudiana4 para quien toda norma es patológicamente normal o
3  He tratado de pensar la noción kantiana de ‘finalidad sin fin’, cuya riqueza no ha sido
advertida fuera del campo académico donde, como corresponde, duerme el sueño de los
justos, es decir de los eruditos en citar y citar y citar...

4  Cuando se desconoce la complejidad de Freud, fatalmente se simplifica hasta el ridículo


a Lacan: no se puede leer críticamente a Freud desde una posición santurrona e incluso
chambona con respecto a Lacan.
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normalmente patológica5: no hay otro padre que el padre caído, pero
en el padre caído resplandece, fugitivamente y no sustancialmente,
la huella de lo que lo trasciende, la huella de un paso, de un pasaje,
de un pase, si se quiere usar el término ritual, de algo que insistirá
sustrayéndose y así dejará su marca, su rastro, su pista; es el nombre
paterno que separa y ordena, pero que no tiene otra realidad que el
acto mismo de separar; es el separar que excede a lo que no separa;
algo bien distinto de ese cielo, de ese topos uranos donde la ecclesia
ubica al nombre, a la espera de la oportunidad de bajar a tierra.6 No
obstante, la discusión debe ir más a fondo.

Todas estas delimitaciones –falsas delimitaciones–- quedan restringi-


das a la consideración de la patología según los esquemas del siglo
XIX, para el cual es patológico todo lo que atenta contra el lazo social;
hay, según este rígido esquema, en primer lugar relaciones sociales,
funciones sociales de asimilación y acomodación y, en segundo y
patológico término, desintegración de estas mismas funciones. Para
el psicoanálisis, (es la perspectiva que va desde El malestar en la cultura
al Reverso del psicoanálisis, sin dejar de tener en cuenta El porvenir de una
5  La distancia entre enfermedad y salud es cuantitativa sólo en la neurosis espontánea;
al instituirse la neurosis de transferencia, el objetivo cambia: al fin del análisis puede ser
cualitativa. Pero la salud no está, por así decirlo, atrás, como si fuera un ideal intemporal,
sino adelante, en la meta inventada por el análisis a partir de lo que está censurado en la
vida cotidiana. La salud es lo que se puede hacer con la enfermedad que, por definición, es
conflictiva; no el ideal del cual ésta se habría apartado.

6  Me parece que es éste el lugar desde el cual se puede leer la metáfora paterna, cuya
escolarización, para nada ajena a la pedagogía del mismo Lacan, la ha transformado en un
cachivache confuso e inútil. El padre de la religión, a la vez sacrificial y separador, cuyo primer
aspecto sepulta al segundo, es el referente concreto y primero del análisis: identificar ambos
aspectos, separarlos, es una invención del análisis sobre la huella del conflicto que hace de
la operación paterna algo más que una endeble utopía, aunque su fragilidad sea evidente.
Es mérito del psicoanálisis haber traído a la ciencia oficial y positivista el malestar de la
paternidad.
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ilusión) el lazo social –esa relación social que Simmel, en su Sociología,
ligaba al secreto, a la división entre lo privado y lo público, a la opaci-
dad–, es él mismo la enfermedad y la denuncia de la enfermedad. A
diferencia de la nosografía corriente, lazo social, malestar en la cultura,
patología y psicopatología de la vida cotidiana, son nominaciones
parcialmente equivalentes que convergen sobre un fenómeno sinto-
mático repetido y repitiente.

El malestar en la cultura es el organizador mayor, ya que implica a todos


los sujetos de la sociedad civil en un horizonte que es la condición de
posibilidad de la neurosis. El malestar es, en primer término, ambiguo,
porque se está bien en el mal, se disfruta (y es así, “se”, nadie en
particular) de estar en la mierda con tal de no caerse al precipicio. Y
por la misma razón, es paradójico, porque los medios destinados a
evitar la ganancia de placer como precio que se paga para conservar el
equilibrio, precipitan al precipicio del horror cotidiano: los medios de
la autoconservación son los medios de la autodestrucción.

La expresión “horror cotidiano” nos introduce en la psicopatología


de la vida cotidiana que es la frontera que separa y al mismo tiempo
vincula la vida privada con la pública. Esos discursos que Lacan tema-
tiza como discursos claves de nuestro tiempo –el discurso histérico y
el discurso amo– son cotidianos, ni públicos ni privados y al mismo
tiempo lo uno y lo otro; ellos especifican el malestar y lo determinan
como neurótico, según la clásica fórmula de Lacan: el neurótico de-
manda que se lo demande desear congruentemente; algo imposible,
porque el deseo es la antítesis de la congruencia, si es que la congruen-
cia implica, a la vez, consistencia e igualdad.

El perverso7 se define en relación a la cultura del malestar (que nada


7  Llamo “perverso” a quien se ofrece, simultáneamente, como instrumento del goce del
Otro y reduce a este Otro a un desecho, fetiche negro. Pero no llamaría “perverso” a la
torsión fetichista de la fobia, que es una dimensión interna de la neurosis.
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tiene que ver con la acepción frívola de “cultura” que parece encantar
a tanto analista kitsch); transforma la paradoja en obscenidad y hace de
la ambigüedad la afirmación del goce del Otro. El perverso estructural
(no me refiero a la llamada conducta perversa), conoce a la perfección
y explota la fragilidad de la imaginación fantasmática de cada cual,
aunque ese saber tiene el precio de desmentir la inexistencia del Otro.

Por su parte, el verdadero incauto es el psicótico (“inocente”, diríamos


para emplear un vocablo de Kierkegaard), quien no puede situarse
porque ha sido expulsado de los complejos pliegues de la paradoja
ambigua de la cultura. ¿Qué tiene de psiquiátrica esta psicopatología?

Un poco por todos lados nos topamos con críticas a las “tipificacio-
nes mórbidas” y a la “psicopatología freudiana”, críticas que invocan
el detalle, la singularidad (singularidad que muchas veces es asimilada
a un fonologismo ignorante), los márgenes de las demarcaciones “rí-
gidas”; críticas que a veces son tácitas, pero no menos efectivas, como
cuando se exploran viejas e imprecisas nociones, sin remitir en ningún
caso a las clásicas estructuras freudianas.

Pero, ¿no se ha confundido la estructura con la taxonomía, la patolo-


gía del acto con la especie clínica, llevando así al brete del empirismo
que no tiene otro límite que el fantasma del analista?

Es cierto: hay una psicopatología –a la que Freud y el psicoanálisis


no han sido por cierto inmunes– para la cual el diagnóstico se con-
suma al subsumir un caso bajo la especie mórbida correspondiente,
concebida ésta como una colección de rasgos exteriores los unos a los
otros – partes extra partes– que se disponen según la tabla de presen-
cias y de ausencias: si tiene memoria nítida, entonces es...; si padece
de amnesia, entonces es... tan cierto como que quienes sostienen el
discurso antipatológico, se limitan a leer algunos textos escolares del
propio Freud, pero hace rato que no indagan, pongo por caso y no
es un caso cualquiera, Inhibición, síntoma, angustia, donde la noción
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de “clase patológica” –colección de particulares unidos por ciertos
rasgos generales– es reemplazada por la de serie8 –respuestas diversas
y ubicadas en una distinta relación de complejidad con respecto a una
encrucijada inicial del deseo–, que es algo muy distinto; y lo es por-
que, decisivamente, es propio de la serie resolver situaciones mediante
un giro (Wendung) que realiza alternativas que bajo ningún punto de
vista están saturadas de antemano. Así, el paciente actúa gracias a una
combinación que las series complementarias permiten pensar como
una conjunción única y a la vez ejemplar del azar y la necesidad a
posteriori.

La trivial oposición de singularidad y estructura es tan pobre como la


tortilla que, como diría James, ni siquiera tiene dos miserables huevos.
En “Subversión del sujeto”, la estructura es concebida a partir de la
falta de significante, la que no puede ser colmada por el significante
cero. Ahora bien, esa falta paradójica –sólo se puede inscribir la impo-
sibilidad de inscribirla, del lazo de la muerte con el sexo sólo podemos
inscribir su imposibilidad de inscripción– ¿no designa, acaso, el lugar
hueco del futuro sujeto?

La estructura sólo se completa descompletándose con el rasgo que singulariza pero


no tipifica al sujeto de la enunciación. Y es así porque las estrategias contras-
tadas que definen las figuras clínicas9 –el obsesivo difiere la desapari-
ción del sujeto imposibilitando el deseo del Otro; la histérica preserva
la insatisfacción pero al precio de sustraerse como objeto– admiten

8  En el capítulo quinto de la edición alemana del texto de Freud mencionado, se emplea


el verbo anreihen, que significa “enfilar”, “colocar en serie” y que Etcheverry traduce
adecuadamente “en una misma serie”: la serie que forman, como se sabe, la histeria de
conversión y la de angustia.
9  Es parte esencial de dichas figuras la trama delicada de los mecanismos argumentales
y temporales, ambos a una, que Freud ha descubierto en la neurosis obsesiva en particular
– anulación retroactiva, preterición de la decisión, etc – y que Anna Freud, en su conocido
trabajo, degradó a simples “mecanismos”, cuando en verdad son la sustancia misma del
“tiempo lógico” en la neurosis.
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diversas lecturas –no cualquiera, en modo alguno cualquiera, pero sin
que sea posible hacer un inventario exhaustivo de ellas– que forman
siempre un conjunto disjunto de las singularidades; ellas no ilustran
un tipo, realizan un estilo patognomónico según modos inéditos y lo
hacen por una razón que no es de fácil explicación, aunque tenemos
que intentar reducirla a su elemento más simple; si la neurosis busca
determinar ( controlar) lo que hay de fatalmente indeterminado en
el cruce de la sexualidad y de la muerte, los fracasos y los hallazgos
sintomáticos del proyecto modalizan aspectos impredecibles de la
acción significante.

Diagnosticar no es subsumir, sino trazar las alternativas actuales de la


repetición del acto para cada cual; y las alternativas, ya se sabe, aunque
se desconozca, pensadas desde la tríada freudiana de inhibición, sín-
toma y angustia, vuelta a formular como basculación del acto entre el
acting out y el pasaje al acto, pensadas entonces desde la estructura,
están abiertas al margen de libertad10 que es inherente a la acción
significante.

10  La expresión ‘margen de libertad’ pretende evocar, rápidamente, la expresión de Lacan


“ese poco de libertad”, que necesita de explicitación, desarrollo y hasta de rectificación para
que el análisis no retorne al ciego positivismo que fue la marca del posfreudismo; y aunque
difiero de sus elaboraciones, para mi gusto demasiado puntual e insatisfactoriamente escolares
y así sin sentido de la compleja dimensión significante, suscribo totalmente el comienzo de
un libro de Diana Rabinovich: “... si el psicoanálisis no abre para cada sujeto hablante la
posibilidad de ese ‘poco de libertad’ como lo denomina Lacan, su ejercicio deviene una mera
estafa” ( “El deseo del psicoanalista”, Manantial, pág. 9) La libertad tiene grados en Lacan,
desde la “bolsa o la vida” ( hay, es sabido, quienes prefieren perder la vida antes de que les
roben su auto, causa y sentido de su vida) hasta el “salto” en el sentido kierkegaardiano, que
es propio del acto, particularmente del acto de fin de análisis. La determinación insuficiente
de la estructura es, en todos los casos, causa de libertad, del mismo modo que el equívoco de
la ley es causa de interpretación.

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