Está en la página 1de 4

El castillo.

Franz Kafka
José Luis Alvarado

Franz Kafka (1883-1924) dejó dicho desde sus inicios como


escritor: «Mi intención es reescribir mitos y fábulas». A él le
debemos el respaldo narrativo a las creencias fundamentales de
una cultura, acontecimientos que se repiten periódicamente y
que sólo pueden ser explicados a través del mito.

Franz Kafka y la literatura


Para Franz Kafka la literatura no era un vehículo de
entretenimiento para los lectores, ni siquiera para él, sino una
cosmovisión del mundo moderno. Para ello, descendió a la tierra
de los poderes oscuros para poder entender la vida escrita a
través de los poderes diurnos, es decir, de la leyes. El mito
kafkiano es un eterno presente, un mundo sin devenir, y por
encima de él pende como una amenaza o una advertencia el
mundo de las leyes, del poder, en el que nadie es inocente
mientras no se demuestre lo contrario. En ninguna narración es
tan aplastante el mito del poder contra el administrado como
en El castillo (1926), una auténtica pesadilla formada por todos
los obstáculos que puede encontrar una persona para alcanzar
sus deseos ante una autoridad que se niega a concedérselos.
Decía Borges que dos ideas, dos obsesiones, rigen la obra de
Franz Kafka: la subordinación es la primera de las dos; el
infinito, la segunda. En El castillo, como en casi todas sus
narraciones, hay jerarquías y estas jerarquías son infinitas. El
acceso al poder es, por tanto, imposible, y no sólo tanto el
acceso al poder mismo sino a sus caprichosos mandatos. En El
castillo, el protagonista, K., es un agrimensor que llega de
noche a un pueblo para ejercer su oficio. El pequeño pueblo se
encuentra dominado por un castillo, que si se mira bien, ni
siquiera es un castillo, sino un conjunto de casas donde vive la
autoridad y desde donde se establecen las normas que marcan
la convivencia y la vida de los administrados.
En el mundo de Kafka, sólo hay dos protagonistas: el poder y los
administrados. El otro protagonista, la persona en concreto, al
que seguimos a través de la narración, es un pobre ciudadano
que ni siquiera tiene nombre, sólo una inicial: K. Éste,
desconocedor de este mundo alucinante de pesadilla, pretende
penetrar en el castillo, conocer cuáles son los deberes que se le
van a imponer, pero incluso esto es imposible. Los personajes
de Kafka no tienen derechos: sólo tienen que someterse a una
serie de deberes que ni siquiera conocen, por lo que es muy
fácil infringirlos. La ignorancia de la Ley no excusa de su
cumplimiento. Así está escrito en las leyes de nuestro mundo
real, igual que en el de Kafka.
Nada más llegar al pueblo, se le hace saber que se necesita un
permiso especial para permanecer en él. Este permiso sólo
puede concederlo el señor al que se le tiene encomendada la
misión de establecer el trabajo de K., un hombre llamado
Klamm, que casi nadie conoce: incluso los que lo conocen no
pueden asegurar qué aspecto tiene, puesto que hasta en este
punto hay contradicciones. El interlocutor que ha designado
Klamm para entenderse con él es el alcaide de la ciudad, un
simple funcionario que atiende a K. acostado en la cama y que
le dice que no hace falta un agrimensor en el pueblo. Ésta será
una constante en la narración de El castillo: K. se encontrará
con varios funcionarios, secretarios y subsecretarios cuyo
poder es dudoso, puesto que siempre tienen a un secretario o a
un subsecretario por encima, y que atienden tumbados en la
cama a K., sin explicarle nunca cuál es su cometido en aquel
pueblo, por qué ha sido contratado.
Los funcionarios no representan una forma de acercarse al
poder, sino más bien un obstáculo. La historia se desarrolla
aparentemente durante seis días, pero eso sólo lo sabemos
porque nos lo dice el narrador, puesto que el tiempo se espesa
cada vez que K. se encuentra con una persona que entiende
puede acercarle al poder inmenso del castillo: las
conversaciones con estas personas parecen eternas, llenas de
digresiones y vericuetos, palabras que no representan más que
la evidencia de que el castillo se encuentra cada vez más lejos
de las pretensiones de K. Del castillo K. sólo sabe lo que le dice
el mensajero que se encarga de entregarle cartas de Klamm,
cartas por lo demás absurdas, que no aclaran nada la situación
de K. en el pueblo. Y el mensajero sólo conoce una mínima
parte del castillo, el lugar donde espera los mensajes, un
estrecho pasillo donde trabajan los funcionarios en su
subsecretaría, detrás del cual hay otras subsecretarías que tal
vez preceden a nuevas subsecretarías.
En el mundo de Kafka hay una única verdad: la ridícula
confusión que, llegado el caso, puede decidir la vida de un
hombre. Por encima de éste se encuentra, poderosa,
omnipotente, la Ley, que se ejerce sin ninguna posibilidad de
error, ejecutada por una serie infinita de funcionarios que
acatan el ministerio de su cargo sin ponerla en duda y, muchas
veces, sin saber si quiera lo que ordenan. Muchas
interpretaciones se han vertido sobre la obra de Kafka, pero nos
quedamos con una que viene a representar la realidad del
mundo moderno: una persona es inocente hasta que la Ley lo
declara culpable. En ese momento, la maquinaria de la Ley no
para, lo aplasta con expedientes y fieles funcionarios que sólo
atienden las órdenes de sus superiores jerárquicos, que a su vez
atienden las órdenes de otros superiores jerárquicos, y así
hasta el infinito. Nadie sabe en última instancia quién ha escrito
esa Ley que rige la vida de los administrados. Sólo hay un
deber: acatar esas Leyes anónimas y nadie puede penetrar en el
motivo por las que se promulgaron. Al final, sólo podrá sentirse
libre aquel que no se encuentre de frente con la Ley: si no es
así, pasará entonces a otra categoría, la de administrado, y
posiblemente a la de culpable ante un mundo normativo
incomprensible sobre el que él nunca tuvo poder de decisión.
Ese es el mito que estableció Kafka con sus narraciones: los
ciudadanos son simples individuos pasivos sujetos a leyes
dictadas sin su consentimiento a las que tienen que obedecer
so pena de ser declarados culpables porque alguien dictó
alguna vez una ley que ni siquiera el ciudadano tiene por qué
comprender o aceptar. Piénsenlo un poco y se darán cuenta que
el mito que trató de describir Kafka no está nada alejado de la
realidad diaria. Por eso el mundo de Kafka nos parece una
pesadilla demasiado cercana, demasiado cotidiana.
El castillo. Franz Kafka. Alianza Editorial

También podría gustarte