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Acaso no haya mayor gloria para un escritor que su apellido se convierta en un adjetivo.

El mundo
inconfundible, único e irrepetible de Franz Kafka (1883-1924) dio lugar al adjetivo
kafkiano, que es una manera de calificar ciertas situaciones absurdas de la existencia, en
que fuerzas poderosas sobre las que no tenemos control, ni siquiera acceso, oprimen nuestra vida sin
que tengamos posibilidad de defensa. Lo kafkiano es la negación de la libertad, el deseo insatisfecho
por algo que se nos impone desde una altura a la que no podemos acceder. Posiblemente, el relato
que más se acerca a la idea de lo kafkiano sea El proceso (1914), donde un hombre corriente se
encuentra atrapado en una culpa que busca su castigo, siguiendo una lógica inversa a la idea de
justicia.
Kafka no necesitaba las proporciones de una gran novela para inventar un mundo. Le bastaban unas
palabras, generalmente pocas; el planteamiento, inesperado, de una situación que siempre había sido
contemplada como algo familiar, hasta obvia, era su punto de partida. Cualquiera que examine con
atención El proceso descubrirá inmediatamente esta capacidad creadora para alzar un mundo y
sostenerlo con la fuerza, con la potencia de su visión. En El proceso, esa visión tiene algo de religiosa.
Al respecto, Kafka escribía en un cuaderno en 1920: “El pecado original, la vieja culpa del hombre,
consiste en el reproche que formula y en que reincide, de haber sido él la víctima de la culpa y del
pecado original”. No hay nada más kafkiano que el concepto de pecado original. El hombre es, por
decirlo de alguna manera, naturalmente culpable, no como individuo, sino como miembro de una
especie, frente a un poder, el de Dios, que imparte una justicia a cuyas reglas no se tienen acceso.
Apenas ingresado en una historia de Kafka, el lector encuentra abolido el mundo real. La lógica sigue
funcionando (en realidad nunca funciona tan implacablemente como en el fatigoso rumiar de sus
personajes) pero las premisas de que parte o las conclusiones a que llega, escapan al normal
mecanismo humano. El lector se encuentra instalado en otro mundo. Llámese pesadilla, ensueño o
absurdo. Es otro mundo. Y no es el producto de una fantasía ingobernada. No es caprichosa; es un
mundo que encierra en un organización fatal la cifra de este mundo.
Porque el clima que Kafka crea con sus ficciones lo hunde y hunde al lector irremediablemente en un
mundo que es más real, más grave, más intenso, más comprometido que este que se llama realidad:
el mundo profundo que oculta tanta apariencia gastada, tanta superficie.
Josef K. es sorprendido, una mañana, por dos hombres que le informan que se le ha iniciado un
proceso, que está arrestado, pero no detenido. Ahí empieza la situación angustiosa, desde las primeras
palabras de la novela: él podrá seguir haciendo su vida normal, como apoderado de un banco, pero
sobre su cabeza -sabe- ha caído el peso de la culpa. Desde ese momento, estará sujeto a dos situaciones
intolerables: la espera y el azar. Por otra parte, el conocimiento de los hechos es incierto, incompleto,
porque la maquinaria de la justicia está rodeada de misterio: la jerarquía de la justicia comprende
grados infinitos, entre los cuales se pierden los procesados. Los debates ante los tribunales
permanecen secretos, tanto para los pequeños funcionarios como para el público.
Lo máximo que puede conseguir Josef K. son acercamientos tímidos, trasversales. Puede acudir a un
abogado, pero éste no le garantiza nada acerca de su proceso. Puede hacer un informe para demostrar
su inocencia, pero no sabe frente a qué acusación defenderse, ni sabe ante qué instancia acudir. El
mundo al que se ve arrastrado Josef K. es de una inmensa soledad, la soledad del individuo ante la
sociedad y el poder, cuyos rostros no podemos conocer. Su mayor error será la impaciencia, que lo
precipita a caminos equívocos donde se confunde. Desconoce las reglas del juego y cada vez que
piensa defenderse, en verdad, está perdiendo una nueva oportunidad.
La única salida que en principio se le ofrece es la que le proporciona un pintor humilde y
zarrapastroso, Titorelli, retratista de jueces del tribunal. Éste será quien le brinde mayor cantidad de
información concreta y organizada, pero una vez que lo escuche, K. habrá comprendido que su
proceso puede ser infinito. Ante él se presentan tres posibilidades: la absolución real, la absolución
aparente y el aplazamiento ilimitado. Pero no hay nadie que pueda determinar la absolución real, sólo
el Tribunal Supremo, al que nadie tiene acceso, ni siquiera los abogados. Lo único, por tanto, que se
puede obtener son remisiones periódicas de la culpa, plazos que separan cada vez más al procesado
de su destino final. Hay un momento en el que la culpa desencadenante -que no sabemos cuál es- ya
se ha borrado de las perspectivas del juicio. Una vez que la máquina de la justicia se ha puesto en
marcha, desaparece para siempre la posibilidad de la inocencia, todos los procesados son culpables.
Hay en las ficciones de Kafka un gran sentido de la angustia; angustia provocada por el infinito, el
desconocimiento y la postergación. Josef K., como otros personajes de Kafka, nunca llegan a nada,
porque no saben nada y tampoco saben a dónde ir. Cuentan sus biógrafos que cuando Kafka leía
fragmentos de sus relatos a sus amigos, la reunión terminaba entre risas. La risa como vía de escape
del absurdo. Kafka, en 1914, aún podía reír con sus amigos de estas situaciones absurdas fruto de la
imaginación. La historia moderna después demostró que la vida puede parecerse demasiado a una
novela de Kafka.

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