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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Introducción. LUCRECIA Y LAS SABINAS
FULVIA FLACA BAMBALIA
CLEOPATRA VII THEA FILOPÁTOR
LIVIA DRUSILA
AGRIPINA LA MAYOR
AGRIPINA LA MENOR
BOUDICA
BACANTES Y VESTALES
MUJERES TERRIBLES
MUJERES COMUNES
Epílogo. JULIA MESA
Notas
Créditos
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Sinopsis
Fulvia, Cleopatra, Livia, Medea… Roma tiene nombre de
mujer y, sin embargo, la historia a menudo se empeña
en relegarlas a un papel secundario, cuando no al de
meras espectadoras.
El ideal de mujer romana demandaba que fueran
capaces de gestionar la economía doméstica, que
fueran buenas conversadoras, grandes conocedoras del
arte y la cultura…, perfectas anfitrionas y modestas
compañeras. Pero las de este libro son otras historias:
las de jóvenes que se atrevieron a ser gladiadoras o,
peor aún, ¡actrices! De mujeres que no se conformaron
con ser compañeras y dar a luz a emperadores:
decidieron quién debía ocupar el cargo o, incluso,
dominaron el destino del Imperio desde las sombras.
Estas son las historias de esas mujeres, corrientes o
excepcionales, testigos de una época excesiva,
irrepetible, y semilla de lo que somos hoy.
EL CORAZÓN DEL
IMPERIO
Miguel Díaz de Espada
Introducción

LUCRECIA Y LAS SABINAS

Una violación y un rapto

¿Qué clase de civilización se sustenta sobre la idealización de


una violación y un rapto? La nuestra, por poner un ejemplo
que tenemos muy a mano. Si pensamos en los orígenes de la
cultura occidental, el Imperio romano, nos vendrán a la cabeza
imágenes de sus invencibles legiones, elegantes senadores,
grandes monumentos o eternas conspiraciones para hacerse
con el poder. La historia de los hombres, construida y contada
por y para ellos. No iban a ser tan descuidados de olvidarse de
contar la historia de sus mujeres y el papel que estas
desempeñan en la sociedad. Los escritores de la época dejan
muy claro el ideal al que deben aspirar.
La joven Lucrecia pasea por el atrio de su domus. Es la viva
imagen de una mujer honesta, hermosa y hacendosa que se
ocupa de las labores del hogar. Su peplos de lana es de un
color blanco tan puro, sus gestos tan comedidos y perfectos,
que no parece real. Y no lo es.
La historia de Lucrecia es una de las leyendas más
relevantes en Roma. Tiene todo lo necesario para que los
romanos se sientan orgullosos de su pasado, justifica la
superioridad de su pueblo frente al resto y reivindica su
sistema de gobierno como el mejor posible. También es, por
supuesto, el espejo en que deben mirarse todas sus mujeres.
Un mito que se cuenta en las escuelas y se representa en obras
teatrales: es el discurso de la élite. Como todo en estos
tiempos, tiene hasta su propia entrada en Wikipedia, pero en
este caso es recomendable leer una de las fuentes originales,
Tito Livio. Es imposible resumir mejor lo que los romanos
opinan de sus mujeres, que no deja de ser una de las bases del
pensamiento occidental. Vamos a ver qué piensa nuestro
amigo Livio de todo esto.
Hacia finales de la República, el momento en que se
concentran casi todos los ro-manos famosos, estos veían a sus
antepasados como seres nobles y virtuosos, más conectados a
la naturaleza y los ritmos de la agricultura. Lucrecia cumple su
papel a la perfección: laboriosa, pasa las horas hilando lana y
tejiéndola en un gran telar de marco, y así, semana a semana,
mes a mes, año a año. Invisible hasta el día en que un joven,
Sexto, es invitado a su casa. El marido de Lucrecia ha salido
de viaje —porque, obviamente, nada malo puede pasar si el
hombre de la casa está presente—, y este huésped es un
personaje poco recomendable. Es hijo de un rey con nombre
de malo de película de serie B, Tarquinio el Soberbio, a la
postre, el último monarca de Roma. Llamándose así y siendo
rey en un lugar que detesta a los reyes, mejor no quitarle ojo
de encima.
Al caer la noche, Lucrecia se acuesta en su cama, sola. Un
ruido la despierta al poco. Un hombre se ha acostado junto a
ella. Solo puede ser su marido, claro, que debe de haber
regresado, así que se prepara para recibirle como él disponga.
En su lugar descubre al despreciable Sexto. El hijo del rey
lleva todo el día espiándola, obsesionado con su belleza y
castidad, y ahora la amenaza apoyando un cuchillo en su
garganta. Sus intenciones son obvias, pero ella se resiste con
vehemencia, oponiendo su pureza a la violencia de él.
Lucrecia lo deja bien claro: prefiere la muerte al deshonor.
—No solo he de violarte y acabar con tu vida —replica
Sexto—, arrastraré a un esclavo hasta tu cama para degollarle
y diré a todos que, habiendo descubierto el flagrante adulterio,
he tenido que tomar la justicia por mi mano. Permanece, en
cambio, en silencio, y solo nosotros dos conoceremos tu
vergüenza.
Todo esto le parece bastante razonable a Lucrecia, y a Tito
Livio, más. A fin de cuentas, una mujer que no quiera ser
violada simplemente tiene que dejar que la asesinen, pero…
¿cómo hacer para controlar lo que hagan luego con su cuerpo?
Porque lo que no se puede permitir la chica es que, una vez
muerta, la acusen de adúltera, claro. Seguro que eso es lo que
más la preocupa. En definitiva y por resumir el meollo: si ha
sobrevivido a la agresión sexual, será porque ha consentido.
Toda la lógica del mundo.
Tras consumar la agresión sexual, Sexto abandona el lugar
del crimen, conminándola una vez más a permanecer en
silencio para salvar su reputación, dejando a Lucrecia
destrozada. Esta es la suerte de incontables mujeres, pero para
ella el destino tiene reservado otro papel, sobre ella se
contarán historias.
Sin tiempo de recuperarse, Lucrecia se pone en contacto
con su marido y su padre, sus tutores legales, que vuelven a la
carrera sin saber todavía qué ocurre. Ella decide no callarse.
—Esposo, hay huellas de otro hombre en tu lecho, ahora
bien, únicamente mi cuerpo ha sido violado, mi voluntad es
inocente. Sexto Tarquinio, comportándose como un criminal
en vez de como un huésped, la pasada noche vino aquí a robar,
armado y por la fuerza, un placer funesto para mí, y para él
también, si de verdad sois hombres. 1
Es el momento de quitarse el sombrero delante del gran
Tito Livio y hacerle una reverencia. Imposible concentrar en
tan pocas líneas, y con tanto estilo, el desconocimiento de
tantos hombres sobre las mujeres. Arranca con un descriptivo
y humillante detalle que revuelve las tripas de sus inquietos
lectores: el de las sábanas manchadas, para luego tranquilizar
su preocupación añadiendo que la mujer sigue siendo honesta
y leal a su marido. Por supuesto, el protagonista de todo es él.
El sufrimiento de ella ni está ni se lo espera.
Continúa salvaguardando el honor del esposo. Como
cualquier miembro de la Asociación Nacional del Rifle, él es
un hombre de verdad, capaz de proteger su hogar y su familia
contra criminales, pero ha sido un huésped el que ha abusado
de su confianza, nada se podía haber hecho. Él es inocente de
toda culpa: después de todo, el violador ha actuado de noche
con premeditación y alevosía.
Lo remata con una llamada a la violencia y la venganza, el
reclamo para un auténtico macho alfa. Esto podría ser
comprensible en una sociedad patriarcal y en la que el código
penal se basa en el ojo por ojo, pero hay un último detalle
genial. Literalmente, Lucrecia ha obtenido un «funesto placer»
de Sexto. Como todo el mundo sabe, una mujer siempre
disfruta de la relación sexual con un hombre; la ausencia de
consentimiento, el cuchillo en el cuello, la amenaza de muerte
y la violencia son anecdóticos, no pueden distraer al virtuoso
romano de la verdadera naturaleza de una mujer. Es por esto
por lo que una mujer debe ser tutelada toda su vida, hasta la
más pura se desvía a la mínima ocasión. Ya sabes, dice que no,
pero en el fondo quería decir que sí…
A Sexto los enfurecidos familiares se lo llevan por delante
y, junto a él, cae el último de los reyes romanos. Queda
instaurada una república de hombres buenos, germen del
imperio más poderoso de la historia. Y Lucrecia ya está
preparada para su gran acto final.
—Aunque se me absuelva del pecado, no me eximo del
castigo. En adelante, ninguna mujer sin castidad alegará el
ejemplo de Lucrecia —remata antes de clavarse un cuchillo y
morir.
Este es el ejemplo que Lucrecia trasmite a toda la sociedad
romana. El sexo fuera del matrimonio, de una forma u otra,
conlleva la muerte de la mujer. Ella ni siquiera es un sujeto, es
simplemente una extensión del honor y del buen nombre de su
familia; una vez que se ha manchado, no hay posible vuelta
atrás.
En otra pirueta narrativa, Tito Livio describe no ya una
doble criminalización de la víctima, sino una triple. Deberían
ser sus tutores legales quienes pusieran fin a la vida de
Lucrecia, pero ella es la perfecta mujer romana y ahorrará a
sus parientes el mal trago de tener que matarla, suicidándose
sin que le tiemble el pulso. Un postrero sacrificio para
consolar a su desolado marido.
No cuesta mucho imaginar el último gesto de la pobre
Lucrecia. Al caer al suelo, moribunda, lo hace de una forma
pudorosa, asegurando que su ropa quede dispuesta de forma
recatada, sin que se le pueda ver nada. No va a tirarse
despatarrada de cualquier manera y estropearnos la historia
justo al final.
Podría pensarse que esta es la primera violación bien
documentada de la historia… y estaríamos equivocados. El
mito fundacional de la ciudad, el de los famosos Rómulo y
Remo, incluye un secuestro y una violación en grupo. Ha
pasado a la historia con el bonito nombre de «el rapto de las
sabinas», y muchas veces se ha vendido como una muestra de
amor romántico y de la fogosidad de los romanos, qué
pilluelos ellos. Releyendo las fuentes originales, la verdad es
que el episodio no tiene maldita gracia.
La fundación de Roma se produce cuando los primeros
romanos, una caterva de ladrones y fugitivos, traicionan a sus
aliados sabinos secuestrando y violando a las mujeres de esta
tribu, para después casarse con ellas. La narración original nos
cuenta que ellas accedieron encantadas, no faltaría.
Cuando los sabinos vuelven, enfurecidos, para recuperar a
sus mujeres, las abnegadas sabinas se interponen entre los
suyos y sus violadores, haciendo un llamamiento a la
concordia que funciona bastante bien. Se casan, son felices y
comen perdices.
Resumiéndolo muchísimo, en la Roma de nuestras
protagonistas, algunos autores reflexionan preocupados acerca
de los oscuros orígenes de su estirpe: violencia desmedida,
traición a sus aliados y, para rematarlo, que un hermano
asesine a otro (Remo no pasó un examen de urbanismo y
Rómulo se lio a navajazos con él). Estos escritores nos hablan
sobre una peligrosa mancha en su carácter que explica el
mundo en que viven.
Puede que nuestra sociedad haya avanzado bastante en este
campo, o puede que no lo haya hecho ni la mitad de lo que
debería. Así que, ante la duda, sigamos meditando sobre los
orígenes de la violencia, toca repensar un poco más los
orígenes de esta violencia sexual.
Tal vez los romanos, que no dejan de ser unos bárbaros que
llegan a conquistar todo el mundo conocido, no puedan evitar
ser como son. Viajemos entonces hasta la Grecia clásica, cuna
de la filosofía, donde las cosas seguro que son diferentes. Sin
rebuscar demasiado, nos encontramos con el ejemplo de
Medusa, el monstruo mitológico que convertía en piedra a
quien la mirase demasiado rato. En sus orígenes, Medusa era
una simple sacerdotisa del culto a Atenea, hasta el día en que
es violada por Poseidón. Su diosa, completamente furiosa, se
venga de la mujer convirtiéndola en un engendro con
serpientes en vez de pelo. Es una injusticia tan grande que
indigna a cualquiera; Medusa no es culpable de su situación,
había nacido siglos antes que Lucrecia y no tenía su ejemplo
para saber qué hacer en caso de violación. Los griegos sí que
tienen claras las cosas.
En el presente libro vamos a tratar de dar voz a algunas de
las mujeres que ayudaron a construir la historia de Roma,
aunque con mucha más frecuencia esta historia les pasó por
encima. Unas mujeres que no tuvieron la oportunidad de
contarla ni escribirla (hasta hace muy poco no han podido
hacerlo), así que tendremos que rebuscar lo que los hombres
dijeron de ellas. Y esto es un dolor de cabeza continuo: los
autores nunca son inocentes, son prisioneros no solo de su
tiempo y forma de entender el mundo, sino también de sus
ambiciones políticas y enemistades personales.
Para los romanos, la mujer perfecta es invisible, así que no
suele merecer la pena hablar sobre ellas, y si lo hacen suele ser
para señalar algún comportamiento que consideran
inapropiado, acompañando la narración de todo tipo de burlas
e insultos que complican más aún rescatar el relato de las
mujeres. Por tanto, a modo de advertencia, antes de comenzar
el libro, haremos bien en recordar las palabras de uno de los
escritores más injustamente marginados por la historia,
Luciano de Samósata. Historiador, abuelo de la ciencia ficción
y padre de la literatura satírica. En concreto, una reflexión de
su Historia verdadera:
He concluido por no reprochar demasiado a otros autores las mentiras
encontradas al leerlos, viendo lo habitual que es incluso en los que se llaman
filósofos. Lo que más me extraña es que hubieran pensado que pasaría
inadvertido que no escribían la verdad. Por tanto, yo, empeñado por mi
personal vanidad en dejar algo para la posteridad, no pienso ser el único
privado de licencia para contar mentiras, y puesto que nada verdadero tengo
para contar, porque nada digno de mención me ha ocurrido, me dedicaré a la
ficción de un modo mucho más descarado que el resto. Solo en una cosa diré la
verdad; en decir que miento. Así escaparé a la acusación del público, al
reconocer yo mismo que no cuento nada verdadero. Escribo, por tanto, acerca
de cosas que jamás vi, comprobé o supe por otros y, es más, acerca de lo que no
existe en absoluto ni tiene posibilidades de existir. Por ello mis lectores no
deben creerme en absoluto. 2

La historia de las mujeres de Roma es cotidiana unas veces,


mientras que, otras, hará temblar los cimientos del Imperio,
pero siempre ha sido escrita en los márgenes de los libros. Es
tan increíble e improbable que, precisamente por ello, tal vez
sea verdad.
FULVIA FLACA BAMBALIA

(77 a. C. - 40 a. C.)

El césar con falda

Una cría romana corretea por un mercado de Roma. Va de aquí


para allá y trata de subirse a cualquier árbol que esté a su
alcance, o se queda fascinada contemplando los populares
combates de boxeo callejero.
Las nodrizas griegas y la pareja de escoltas germanos que
van tras ella dan un poco de pena. Estarán pensando en el
marrón que les puede caer encima si a su ama le pasa algo. La
niña se llama Fulvia y, salvo por el hecho de pertenecer a una
familia de mucho dinero, está destinada a ser una más de los
miles de mujeres romanas anónimas: cásate, ten muchos hijos,
muere en silencio, fin.
En su caso, sin embargo, desde jovencita ha dejado claro
que ella tiene otros planes, así que podemos imaginarla
encaramada como un gato a las ramas de alguno de los
muchos árboles que adornan Roma, chillando que no quiere
bajar y tirándonos lo que tenga a mano, tratando de imitar a un
boxeador con los nudillos y la cara ensangrentada, o lo que se
nos ocurra. Total, lo único que podemos afirmar con seguridad
es que de esta mujer, que en unos años dirigirá ocho legiones
en combate, no sabemos prácticamente nada.
Sabemos tan poco que, dos mil años después, le hemos
puesto un mote, Fulvia Flaca Bambalia, para darnos algo de
vidilla. Lo hacemos en honor a su padre Marco Fulvio Flaco
Bambalio. No, no te has equivocado al contar. Los romanos
solían tener tres nombres y a este le han caído encima cuatro.
Lo de Bambalio en realidad es un insulto, ‘tartamudo’, que le
pone el simpático de Cicerón, pues parece que Bambalio no
era muy hábil hablando en público. Al famoso orador este
gracioso mote le acabará saliendo bastante caro.

Fulvia suele ponerse como ejemplo de mujer que se salta


todas las convenciones de género y no es verdad. En sus
menos de cuarenta años de vida se casa tres veces, siendo
absolutamente leal a sus maridos, y cría a sus hijos lo mejor
que puede y sabe, tratando de darles un futuro. Hasta aquí se
comporta como una modélica matrona romana, solo ella
hubiera sido capaz de contarnos por qué decidió ocupar el
centro del poder político en uno de los momentos más
fascinantes de la historia de Roma, las luchas de poder en
época de Cicerón, Julio César y Octavio Augusto. Pero los
únicos que van a contar su historia son sus enemigos, y ya
sabemos cómo suelen acabar estas cosas: para los
historiadores romanos, hablar de una mujer solo merece la
pena cuando se trata de criticarla porque, según su criterio,
actúa contra el orden natural de las cosas.
Ella es la última descendiente de una adinerada estirpe
familiar tanto por parte de padre como de madre, pero no solo
eso. Proviene de una saga de héroes populares, como los
hermanos Graco, luchadores por los derechos de los más
desfavorecidos. Bueno, eso les gusta contar a ellos, tampoco
sería osado pensar que algo sacarían a cambio, nadie da nunca
duros a peseta, y mucho menos en Roma, donde todo está a la
venta. Pero da igual, esto para la mentalidad romana tiene un
valor simbólico enorme. Los hermanos Graco habían sido
horriblemente asesinados, mientras trataban de mejorar las
condiciones de vida de las clases populares, por las élites
privilegiadas de la Ciudad, eran héroes y mártires por la causa.
Y eso es lo que se cuenta en Roma de su familia y de la sangre
que corre por sus venas.
A Fulvia conseguimos bajarla sacudiendo el árbol, con
amenazas y gritos por ambas partes, justo a tiempo para el día
de su boda. Sus padres han encontrado para ella al perfecto
marido, acorde con los intereses de la familia, Publio Clodio
Pulcro. Su nombre original es Claudio, pero hace poco que se
lo ha cambiado a Clodio para parecer más cercano al pueblo
llano, el otro sonaba demasiado a noble importante. El bueno
de Clodio es justo lo que parece, un absoluto populista que
piensa hacer carrera política como defensor de los
desfavorecidos. De origen noble, se hace adoptar por un
plebeyo para poder ser elegido tribuno de la plebe. Todo un
personaje que, de haber nacido hoy, nos encontraríamos en
todas las tertulias televisivas al ir cambiando de canal en canal.

Para. Estate quieta un momento y escucha atentamente,


Fulvia, el día de tu boda es el más importante para cualquier
niña romana. Hasta entonces puede que hayas sido solo una
más en tu casa, una de tantas niñas y mujeres que comparten el
mismo nombre. Viendo como tus hermanos, poco a poco,
reciben privilegios y responsabilidades, mientras a ti te tienen
encerrada tras los muros del hogar familiar.
Pero todo eso cambia cuando te casas. Todas las miradas
recaen sobre ti, en los últimos tiempos te han ido avisando de
lo importante que es este momento, de la gran responsabilidad
que conlleva formar tu propio hogar y mantener además bien
alto el nombre y el honor de tu familia.
Posiblemente te sientas un poco mareada por todas las
atenciones, y sin duda muy ilusionada. Te visten como a una
princesa, con un largo vestido especialmente blanqueado para
la ocasión, ceñido con un amplio cinturón de lana anudado a la
cintura. Un velo anaranjado te cubre toda la cara, dándote un
aire misterioso y mágico, puedes ver a todo el mundo, pero
ellos a ti no. Las bailarinas a juego con el velo les dan un
punto delicado y sugerente a tus pies. El conjunto lo completa
una elaborada diadema de flores blancas y amarillas sobre tu
pelo trenzado, que te dan el aspecto que tienen las diosas que
has visto en las estatuas. Temblando de nervios, miedo y
emoción, depositas tus muñecas en un pequeño altar, dejando
atrás tu infancia, y, a lo lejos, ves acercarse a tu marido. Lo
más probable es que sea la primera vez que lo veas.
A las niñas en Roma (¿por qué hablamos de ellas siempre
como «mujeres»?) las casan desde los doce años, quizás, con
suerte, esperen hasta los quince. Pese a que la norma dicte esa
edad mínima, la realidad puede ser más cruel, y hay lápidas,
diseminadas por el Imperio, que conmemoran a chiquillas
casadas con solo siete u ocho años y muertas pocos años
después en un mal parto. Los romanos utilizan la expresión
viri potens, que significa literalmente ‘que pueda soportar
varón’, para reconocer el momento en que una niña está
«preparada» para casarse. No le des muchas vueltas, «que
pueda soportar varón» es exactamente eso que estás pensando,
y sí, es tan repugnante como parece.
Es un error mirar el pasado con los ojos del presente, y es
importante comprender las mentalidades de la época… Este
discurso estaría muy bien si no piensas que en Roma los
hombres, generalmente, esperan a los treinta o treinta y cinco
años para contraer matrimonio. Una edad a la que, gracias a la
relajada moral sexual romana en lo que a ellos afecta, ya
tienen una amplia experiencia sexual con mujeres de todo tipo,
libres, esclavas y prostitutas, o incluso con otros hombres. Una
niña, en cambio, es solo un arma política en el mejor de los
casos, y, si no, simplemente una boca más que alimentar a la
que crías para que se la quede otra familia. Entender la
mentalidad de una época está bien; comprender los privilegios
de la élite es aún mejor.

Fulvia se admira en el espejo, con sus trenzas, sus flores y


su velo del color del fuego. Se ve bien. En realidad, puede
llevar cualquier otra cosa, no es que las bodas estén demasiado
reguladas en Roma. De hecho, técnicamente solo hace falta
que esté la novia, el marido puede escaquearse. A fin de
cuentas, el mundo que va a cambiar es el de ella. De la misma
forma que hoy te puedes casar con un chándal lleno de
lamparones, pero casi todo el mundo elige el gran bodorrio,
los romanos también prefieren sus tradiciones. Los invitados y
los novios forman una gran comitiva nupcial, en dirección al
nuevo hogar de la pareja, en la que se bebe y se cantan
canciones en honor al dios Himeneo, intercaladas con chistes
de mal gusto sobre lo que va a ocurrir en un rato (es
sorprendente la facilidad de los romanos de pasar de la
elegancia a la chabacanería más lamentable sin despeinarse).
El nuevo hogar se bendice y un sacerdote dice unas pocas
palabras.
La tradición también dicta que se unte sebo en los marcos
de la puerta antes de cruzarla. Y no puede faltar que la novia
traspase el umbral de la casa en brazos del marido o sus
amigos. Puede que se te haya encendido una lucecita de
alarma en el cerebro al pensar en el novio, a estas alturas ya
borracho, atravesando una zona recién engrasada y llevando a
su mujer en brazos, pero no. Gracias al siempre atento
Himeneo, dios de los matrimonios, ese tipo de accidentes no
parecen frecuentes en Roma.
De golpe, todo el mundo se va y tú, que hasta ayer jugabas
con muñecas, te quedas a solas con un hombre que tiene la
edad de tu padre. Sin ninguna experiencia, sin ningún consejo
previo. Te has convertido en la matrona de la casa, eres la
garante, el recipiente, del honor de tu familia y responsable de
la economía doméstica. Tienes que satisfacer a tu marido, pero
solo un poco, para no parecer una prostituta. Te habrán dicho
que disfrutar del sexo es bueno para facilitar quedarte
embarazada, pero otras personas te han comentado
exactamente lo contrario, parece que llegados a este punto los
médicos romanos se hacen un poco un lío y disparan contra
todo lo que se mueve. Si se te empieza a olvidar hasta cómo te
llamas, no te preocupes, lo raro sería mantener la calma.
Los moralistas romanos tienen un montón de buenos
consejos sobre el matrimonio para darte. La noche de bodas es
como ir a coger miel a una colmena. Si quieres probar la dulce
miel, tienes que soportar el dolor de las picaduras de las
abejas. Si quieres hijos, ya sabes lo que te toca. No te quejes,
no llores, no molestes, no hables.
El derecho romano contempla dos tipos de matrimonios:
cum manu y sine manu. Las diferencias entre la coemptio, la
confarreatio o el usus. Tocaría explicarlo en profundidad y ver
cómo se va a gestionar la dote…, pero realmente no merece la
pena: si tienes mucho interés, ve a mirarlo en Wikipedia. Aquí
vamos a centrarnos en lo que a nosotros nos importa: la vida
de nuestras mujeres romanas. Para ellas, en realidad, la
diferencia entre un matrimonio y otro es poca. Durante toda su
existencia seguirán siendo consideradas menores de edad, da
igual que sea bajo la tutela de su padre, marido o cualquier
otro hombre de la familia.
Fulvia, de quince años, y Clodio, de cuarenta, son el
matrimonio de moda en Roma. A los romanos les encanta este
tipo de bodas, les da para hablar de los resortes y mecanismos
del poder; la prestigiosa y adinerada familia de ella uniendo
fuerzas a las ambiciones políticas de él. Desde muy pronto
algo empieza a salirse de los renglones de los libros de
historia. Fulvia acompaña a su marido en sus apariciones
públicas. Tal vez no tenga carácter como para quedarse
encerrada en su casa sin más, o tal vez Clodio vea algo en ella,
o simplemente quiera tenerla a su lado por la gran carga
simbólica que acompaña a la familia de su mujer. Desde luego
que Clodio demostrará ser un tipo con sentido del humor y
capacidad para reírse de sí mismo (que viene a ser algo así
como un test rápido de inteligencia), y Fulvia con el paso de
los años no dará muchas muestras de docilidad o debilidad de
carácter. Puede que sea un poco de todo.
La entrada en el edificio del Senado está vetada para ella.
Por suerte, su marido realiza la mitad de su actividad política
en un ambiente muy diferente. Clodio es el rey de los bajos
fondos de Roma. Los collegia son una antigua tradición en
Roma, una especie de asociaciones culturales que engloban
todo lo que se nos pueda ocurrir; un grupo de vecinos que se
juntan periódicamente para cenar, un gremio de trabajadores o
incluso un culto religioso. Bajo el paraguas legal de este tipo
de asociaciones, Clodio hace algo mucho más peligroso, el
collegium que él preside alista a todo tipo de matones,
exgladiadores y legionarios veteranos.
Sin un cuerpo de policía en las calles o un sistema judicial
eficaz, Roma siempre ha sido una ciudad con una violencia
endémica. De ella se dice que, por las noches, la ciudad parece
que ha abierto sus puertas y dejado pasar al enemigo. Clodio
va un paso más allá, reclutando y organizando un verdadero
ejército privado. No sabemos exactamente cuándo aparecen
las primeras organizaciones mafiosas tal como las entendemos
hoy en día, pero si quieres apuntarte esta fecha en tu agenda no
irás muy desencaminado.
Por las mañanas, el matrimonio realiza el ritual de la
salutatio. Es tradición que todos los clientes y amigos de la
familia se acerquen hasta su casa para reafirmar su lealtad
inquebrantable, mientras esperan recibir algún favor a cambio.
La vida en Roma consiste en rascarle la espalda a alguien
importante, esperando que alguien te la rasque a ti. Los más
afortunados podrán acompañar a la pareja en su paseo diario
por las calles y plazas de la ciudad, escoltados por los
matones, aceptando los regalos que los mercaderes les ofrecen
y disfrutando de la sensación de poder y miedo que emanan a
su paso.
Y la pequeña Fulvia va comprendiendo los resortes del
auténtico poder. Seguramente lo hace en silencio, y lo
podemos suponer con bastante seguridad porque, de lo
contrario, las fuentes hubieran corrido a chismorrear sobre
cualquier comportamiento poco adecuado. Así que ella se fija
en toda esa gente que corre a hacerles la pelota más descarada,
en cómo su marido reparte promesas y favores, o la forma en
que sus matones pasean con cara de aburridos, aunque atentos
a la mínima señal.
Los niños y las niñas de Roma tienen una educación similar
hasta los doce o catorce años. Llegados a esa edad, las chicas
son apartadas de las clases, pues se piensa que, si se van a
casar, no tiene mucho sentido invertir más en ellas, ya irán
aprendiendo a gestionar el hogar sobre la marcha. Pero la
educación de Fulvia no se interrumpe. Sin mucho esfuerzo la
podemos imaginar con quince años escuchando a su marido
discutir sobre sus maniobras políticas o aprendiendo sobre el
auténtico poder en las calles. Desde luego Fulvia es un
ejemplo algo retorcido del concepto de igualdad de
oportunidades. Si enseñas a alguien a ser un matón, da igual
que lleve falda o pantalones, al final, tendrás un matón.

Esta noche es una noche muy especial para las mujeres en


Roma. Celebramos los rituales de la diosa Bona Dea. Las
mujeres han echado a sus maridos de sus casas, que acaban
deambulando por calles y juntándose en tabernas con una
sonrisa condescendiente en plan «sí, ya sabes, cosas de
mujeres». Bona Dea es una de las deidades más antiguas,
anterior a la fundación de la ciudad, diosa de la virginidad y la
cosecha. Las mujeres más importantes invitan a sus amigas y
parientes a sus casas para celebrar un rito del que sabemos
muy poco. Si eres lector, y no lectora, este terreno está en
realidad vedado para ti, ¡vergüenza debería darte atreverte a
mirar, hombre! En fin…, pasa, pero estate quieto y no hagas
ruido.
En casa de Pompeya Sila, a quien los pocos que la conocen
solo la ubican como la esposa del romano más famoso de
todos los tiempos, un grupo de mujeres preparan el ritual, sus
caras cubiertas con un velo. Van tapando con telas todos los
bustos, mosaicos o cuadros en que se represente a un hombre.
No puede haber nada que recuerde al sexo masculino. Se ve
que ya han bebido bastante vino (en Roma nunca se ha bebido
suficiente vino, al parecer), y varias de ellas acorralan a un
gato macho tratando de echarle. Hasta las narices de todo, el
pobre gato, que solo quería dormir calentito, se escabulle por
una ventana perdiéndose en la oscuridad de los callejones. Le
acompañan las risas de las mujeres.
Un ritual religioso no tiene por qué ser aburrido para ser
serio. Están celebrando a la Bona Dea, la ‘buena diosa’, tan
poderosa que no está permitido mencionar su verdadero
nombre. Bailan alrededor de braseros encendidos, tan
concentradas que los velos que cubren sus caras corren peligro
de salir en llamas. Se intercambian cuencos con agua y espigas
de trigo remojadas en honor a su diosa. Forman un círculo
dándose las manos…, espera un segundo, una de las manos
que tocamos es demasiado grande, sudorosa y torpe. Un
hombre se ha colado en la fiesta. Gritando de enfado y
sorpresa, las invitadas arrancan el velo del intruso.
Los romanos tienen la plusmarca mundial en dos
disciplinas, que por suerte no han llegado a ser olímpicas:
pintar penes en las paredes y meterse en líos absurdos. Hay
que joderse, Publio Clodio Pulcro, ¿en qué demonios estabas
pensando?
Aprovechando una ausencia de Fulvia, Clodio ha
convencido a las mujeres del servicio doméstico para que le
hagan un traje de matrona adecuado a sus dimensiones y le
maquillen como mejor puedan. El resultado es algo parecido a
ver a un orangután disfrazado para carnaval, pero es igual,
Roma es una ciudad pobremente iluminada de noche donde
todos los gatos son pardos.
Lo que tenía en la cabeza Clodio al liar esta astracanada
solo podemos suponerlo. Se dice que tenía un lío con la
domina de la casa, Pompeya Sila, pero anda que no hay días a
lo largo del año que podía haber escogido para colarse en la
casa. Tal vez una apuesta estúpida entre borrachos, o esa
curiosidad universal de los hombres por saber qué hacen las
mujeres cuando tienen una noche de chicas. La cara de Fulvia
al ver llegar a su marido a la carrera, sujetándose las faldas de
matrona y el maquillaje corrido, es sin duda lo mejor de esta
historia. Puede que le ayudara a desmaquillarse, en silencio,
mirándole fijamente con los ojos entrecerrados y sin abrir la
boca. La misma mirada y silencio en el desayuno al día
siguiente y sucesivos, hasta que Clodio se rindiera. Lo que es
un hecho es que Fulvia se mantuvo a su lado. Por mucho que
la hayan criticado, ella jamás abandonará a ningún marido,
pariente o aliado, da igual el coste que comportara.
Las consecuencias de su payasada son bastante serias. En
este momento, Pompeya es mujer de Cayo Julio César,
pontifex maximus de Roma, y su casa es, por tanto, un recinto
sagrado. Clodio es llevado ante los tribunales por violar un
espacio sagrado, con el morbo añadido de acusarle de
conductas afeminadas y travestismo; el juicio promete ser todo
un show. Por cierto, hablando de permanecer leal a los tuyos,
el gran Julio César aprovechará esta situación para divorciarse
de Pompeya, su primera esposa (tenía mejores partidos en
mente), con esa sentencia que ha pasado a los libros: «La
mujer de César no solo ha de ser honesta, sino parecerlo».
Conste en acta que, a pesar de esto, Julio César ha pasado a la
historia como la personificación del honor romano, mientras
que Fulvia, leal hasta las últimas consecuencias, es una puta
lujuriosa, arrogante y asesina.
Frente a la pareja Fulvia/Clodio, en el estrado, ejerciendo
como parte de la acusación, el mismísimo Marco Tulio
Cicerón, el orador más famoso de todos los tiempos. Y en él sí
que tenemos que fijarnos un poco, porque es el perfecto
ejemplo de la Roma de este tiempo y de cómo su discurso ha
llegado hasta nuestros días, incluyendo su visión de las
mujeres.
Sin duda, no hay otro autor clásico con una producción
literaria tan ingente como la suya. Cicerón lo ponía todo por
escrito, llegando a hacerse acompañar de un escriba que iba
tomando notas de sus ocurrencias. Escribía incluso los ensayos
de sus intervenciones públicas, da grima solo de imaginarlo.
Podemos decir que toda la fama de la que goza se debe a que
comprendía el valor de la propaganda mejor que nadie. Nunca
se dejó de leerle, ni durante la Edad Media ni durante el
Renacimiento europeo o épocas posteriores, y así ha llegado
hasta nosotros. El hombre hecho a sí mismo, el gran abogado y
orador, el estoico romano. Nos hemos comido su discurso con
patatas.
El Senado romano está dividido en dos bandos bastante
permeables entre sí, populares y optimates, que, bajo nuestra
mentalidad moderna, podríamos definir como muy
conservadores los primeros y muchísimo más conservadores
los segundos. Cicerón pertenece a los optimates: es un nuevo
rico, un «hombre nuevo», que se decía entonces, defensor
acérrimo de los privilegios de su facción en el Senado.
Despreciado tanto por los que tienen dinero de toda la vida
como por el bando popular, no es una persona con muchos
amigos.
Su discurso más famoso, compuesto no hace muchos años,
es aquel en el que destapa la conjura de Catilina para derrocar
el gobierno de la república, que empieza así: «Hasta cuando,
oh, Catilina, abusarás de nuestra paciencia». Se estudia en
primero de latín y realmente está muy bien. Menos conocido
es el hecho de que seguramente él inventó esa conspiración y
después escribió la perorata para presentarse como salvador de
la patria, llevándose por delante, a las bravas, sin juicio ni
nada, las vidas de unos cuantos que solo pasaban por allí.
Por todo esto Cicerón pidió ser llamado padre de la patria
y solicitó a algunos conocidos que escribieran poesías épicas y
laudatorias en su honor. En general se cachondearon bastante
de él y no le hicieron demasiado caso, así que tuvo que
escribirse los elogios él mismo como de costumbre.
En sus cartas se presenta como un pensador estoico
abrumado por la decadencia moral de la República y las
constantes luchas por el poder. En un plano menos teórico, él
mismo suele protagonizar esas luchas por el poder, siendo un
rico terrateniente con villas y tierras por toda Italia, además de
poseer una especie de Airbnb de chabolas y casas mal
construidas en Roma. En sus escritos se queja continuamente
de lo mal que está todo y de lo difícil que sus inquilinos se lo
ponen para seguir forrándose sin medida. Cicerón en general
es muy de quejarse por cualquier cosa, es bastante llorica.
Muy estoico él.

En la plaza del foro, Fulvia, rodeada por sus matones y


clientes, observa el desarrollo del juicio, que pinta bastante
mal para su marido. En el estrado Cicerón está pletórico de
fuerzas, lleva el discurso bien ensayado y proyecta la voz con
fuerza. Su público estalla en carcajadas mientras imita
exageradamente el supuesto amaneramiento de Clodio.
—Publio Clodio, después de abandonar su túnica color
azafrán, su turbante asiático, sus sandalias de mujer, sus cintas
de púrpura, su sostén, sus escándalos y adulterios, se hace de
repente de la facción popular —arranca el orador entre grandes
aspavientos.
Clodio aguanta el chaparrón como puede. Fulvia tampoco
se mueve, pero sus ojos siguen a Cicerón de un lado a otro del
estrado. Espoleado por sus partidarios, parece haber cogido
carrerilla.
—Clodio vive en el vicio: se rodea de mujeres de
costumbres fáciles y de hombres disolutos que corrompen a
los jóvenes. Hombres que, languideciendo por el vino, se
rocían el cuerpo con perfumes, aman cantar y bailar desnudos.
Hombres dados al estupro y a todas las lujurias.
Todavía le quedan perlas por soltar, completamente
descontrolado.
—Un ser depravado, envilecido, monstruoso. Un demente,
un ladrón, un criminal, la destrucción personificada, la peste,
impúdico y vicioso por naturaleza.
Fulvia recuerda ahora a un boxeador que mira a su rival
segundos antes de que empiece la pelea. La retahíla de insultos
de Cicerón parece un sinsentido, pero sabe bien lo que hace,
está calentando a la audiencia antes de lanzar un dardo final.
—Ha atentado contra nuestros cultos más sagrados, como
los rituales de Bona Dea, provocado por sus instintos adúlteros
hacia la domina de la casa, Pompeya, ¿qué pensará el
honorable Cayo Julio César de esta intromisión en su honor?
Entre el público, hasta el más tonto sabe que algo se está
cociendo. Hombres armados con palos se acercan a la tribuna
de oradores y se despliegan entre la multitud. Fulvia sigue sin
quitar un ojo de Cicerón, que es plenamente consciente de lo
que pasa, pero no piensa ceder en su ataque. Hay que
reconocer que es un profesional, la voz casi no le tiembla
mientras retoma el hilo.
—No es más que un enemigo del Estado que, travestido y
afeminado, planea destruir nuestras sagradas instituciones. —
Algunos aplausos se mezclan con un pesado silencio.
Cicerón aguanta con dignidad lo justo antes de escabullirse
por un lateral, pasando la patata caliente a los jueces. Fulvia
tiene unos dieciséis años y acaba de experimentar en primera
persona la esencia del poder en Roma. Parece que le gusta la
sensación.

Todas las pruebas y testigos apuntan en su contra, la


defensa posterior de Clodio es tan lamentable como un «yo ese
día no estaba en Roma», está completamente acorralado.
Por poco que sepas de Roma, podrás imaginar que
finalmente Clodio es absuelto de todos los cargos, la única
víctima de todo aquello es la pobre Pompeya, de la que César
se divorcia.
Hasta este momento, Fulvia tenía motivos para odiar a
Cicerón, empezando por el mote de su padre, Bambalio, el
tartaja. Este es el estilo de Cicerón, una mezcla de graves
acusaciones e insultos personales dichos con bastante gracia
que van dirigidos a las tripas de los romanos y no a su cerebro.
Fulvia no piensa olvidar ni los insultos a su padre ni contra su
marido. Atacarlos a ellos es atacar a su familia, su casa y su
propio honor, por tanto. A fin de cuentas, ella es una perfecta
matrona romana. A partir de este juicio, Fulvia y el orador se
convertirán en, literalmente, enemigos mortales.
Los siguientes años son los mejores para el matrimonio.
Con un pie en el Senado y otro en las calles, hay pocos delitos
que no puedan cometer. Extorsión, soborno, tráfico ilegal de
mercancías, amaño de elecciones y juicios, eliminación de
rivales por la vía rápida…, en Roma manda el imperio de la
ley. La ley del más fuerte.

Fulvia en persona aparece en las entregas gratuitas de pan


en los barrios más desfavorecidos. Un lugar como la Suburra
no es el sitio donde uno espere toparse con una respetable
matrona, pero a ella no parece importarle mancharse las
manos. Uno a uno, con pequeños símbolos como este, logra
que el pueblo los adore. A toro pasado es fácil juzgar con un
poco de condescendencia este tipo de movimientos políticos,
pero hasta el plan más sencillo se le tiene que ocurrir primero
a alguien.
En poco tiempo Clodio es elegido tribuno de la plebe, que
es un poco lo que parece, la voz del pueblo en el Senado. Más
o menos. Una de sus primeras acciones es presentar una
propuesta que prohíbe expresamente que cualquier ciudadano
romano sea castigado por la ley sin un juicio previo. Parece
que, dentro del famoso derecho romano, nadie había tenido en
cuenta este detalle sin importancia: antes de condenar a nadie
deberíamos juzgarlo. ¿En qué demonios afecta esto a Fulvia?
Fácil. Años atrás, Cicerón resolvió la supuesta conjura de
Catilina tirando por la calle de en medio, así que esta nueva
ley provoca el exilio de Cicerón. Y así, sin que te haya dado
tiempo a entender del todo cómo ha ocurrido, el marcador
señala dos a cero para Fulvia.
Es enternecedor leer algunas de las cartas del filósofo en el
destierro, una condena similar, por cierto, al veraneo de un
multimillonario ruso en su yate por el mar Adriático. Escribe a
su familia: «Me inunda un torrente tal de lágrimas que no
puedo soportarlo…, no puedo ya escribir más, me lo impide la
angustia». Y así páginas y páginas y más páginas, hasta que a
su leal escriba lo mismo le da por saltar por la borda del yate
para buscar un trabajo menos pesado en las minas de sal en
África. Pensemos ahora en la imagen que ha perdurado del
estoico orador, años después, enfrentándose a la muerte de
cara, ofreciéndoles el desprotegido cuello a sus asesinos. Algo
no acaba de encajar.
El austero Cicerón vuelve de su exilio un tiempo prudencial
después, dispuesto a establecerse de nuevo en su principal
mansión en Roma, a tomarse unas merecidas vacaciones de
sus vacaciones. A la cabeza de una nutrida comitiva de carros
con todas sus posesiones, el filósofo dobla la última esquina en
dirección a su añorada vivienda. Pero, en vez de su casa, se
encuentra con Fulvia sentada encima de un montón de ruinas
humeantes, como un dragón enroscado encima de su tesoro,
vigilante. En estos temas los romanos no se andan con
tonterías, si te echan de tu casa, te echan de tu casa. Una vez
más, al orador le va a tocar salir por patas, esta vez perseguido
de cerca por los collegia de Fulvia.
Así con todo, Cicerón puede ser muchas cosas, pero no es
tonto. Comienza a armar su propio ejército privado, integrado
por escuelas de gladiadores al completo, dispuesto a combatir
el fuego con fuego. Los enfrentamientos en el Senado
rápidamente tienen su réplica en las calles. Mala época para
tener un puesto de fruta en Roma. Son los primeros en caer en
cualquier pelea callejera.
Uno de esos combates entre ambos bandos, con decenas o
cientos de hombres y mujeres acuchillándose y apaleándose,
pilla por medio a Clodio. Tenemos que reconocerle que,
durante este periodo de violencia en las calles, su marido no se
esconde tras los muros de casa y las armas de sus hombres,
sino que baja a pie de obra para estar junto a ellos.
Por desgracia para Fulvia, sus collegia vuelven a casa con
el cadáver acuchillado de Clodio. Esto puede ser una desgracia
para ella, pero una suerte para nosotros. Hasta este momento,
todo lo que sabemos de Fulvia son suposiciones sacadas de
leer entre las líneas de la historia de los hombres. Ahora, a sus
veinticinco años, por un momento, ella ocupa el centro de la
escena con todos los focos alumbrándola. Y Fulvia no piensa
decepcionarnos. Ya hemos dicho que ella jamás traiciona a los
suyos.

La fina lluvia le ha calado hasta los huesos, haciendo


inútiles las capas de ropa. Es enero y el frío tampoco ayuda.
Aun así, Fulvia se mantiene erguida como un poste en el
centro del atrio de su casa. Viste de luto, la cara tapada por un
fino velo negro. Junto a ella están sus hijos pequeños, una niña
y un niño, ellos sí protegidos por pesados capotes. La madre
parece indiferente a sus lloriqueos, una matrona romana debe
permanecer estoica y no mostrar sus emociones en un
momento como este.
El cadáver de Clodio reposa en el suelo, protegido por un
palio, su túnica blanca de senador está desgarrada por las
cuchilladas y empapada de sangre. Su cara, cubierta por las
heridas y marcas de la paliza. El pequeño se adelanta,
dispuesto a recitar una alabanza del muerto.
—Publio Clodio Pulcro, tribuno de la plebe, defensor… —
Su voz se quiebra, y es un sacerdote el que termina
rápidamente por él—. ¡Todo está cumplido!
Ahora sí, los sirvientes y parientes del fallecido, que
aguardaban entre las columnas del patio, rompen a llorar
lamentándose por su pérdida.
Un hombre se atreve a acercarse hasta Fulvia, que continúa
parada junto a su marido, sin mostrar ninguna reacción. Se
trata de uno de los lugartenientes de su collegia, que le habla
en voz baja.
—Domina, estamos listos, controlamos todos los accesos
de aquí al foro. —Ella asiente levemente mientras su capitán
continúa hablando—. Hoy no llevamos cuchillos. Se han
repartido espadas entre todos los hombres.
Parece que duda ante la falta de respuesta de su señora.
Intenta estirar la conversación frente a su silencio.
—Ni uno solo de los nuestros ha probado gota de alcohol.
Denos la orden.
Por primera vez Fulvia responde con voz ausente.
—Soldado, ¿qué es lo que ves?
El matón no parece entender muy bien qué le están
preguntando.
—¿Domina?
—Te he preguntado qué es lo que ves. —Por primera vez,
Fulvia aparta el velo que la cubre.
El hombre da un paso atrás al ver su cara, manchada por la
ceniza mezclada con la sangre provocada por los arañazos que
se ha hecho.
Dos sirvientas se acercan hasta el cadáver, llevan una túnica
limpia y aceite y agua para limpiar el cuerpo. Fulvia se lo
impide con un gesto.
—Dejadle así, que todos puedan verlo —remata.

Ha anochecido y la marcha fúnebre que avanza por las


calles de Roma es cada vez más numerosa. La precede un
grupo de actores que bailan y gesticulan, sujetando las
máscaras mortuorias que representan a los antepasados de la
familia. A toda prisa han conseguido terminar una que
recuerda a los rasgos de Clodio. Fulvia, llevando de la mano a
sus dos hijos, les sigue de cerca junto al ensangrentado
cadáver de su marido, que es transportado en litera. Los
acompaña el ruido de tambores y antorchas, muchas antorchas.
Los hombres de Fulvia están por todos lados, armados hasta
los dientes, aunque no parece muy necesario, la turba que los
rodea llora la muerte de Clodio entre exclamaciones de dolor y
muestras de respeto.
Los actores hacen gestos a los romanos para que se
acerquen al cadáver, mostrando con exagerados ademanes
todas las heridas y jirones de la túnica ensangrentada. Cada
pocos pasos, un mimo vestido como Clodio representa su
muerte, rodeado de cobardes enemigos que le acuchillan una y
otra vez.
La procesión se desborda en el foro, donde Fulvia tiene
planeado el acto final del espectáculo, un funeral que nadie en
Roma pueda olvidar. Los gritos de dolor van dando paso a las
consignas contra el Senado y los asesinos de su marido.
Culpan a Cicerón y a los optimates de haber matado al
defensor de los pobres, Fulvia ha convertido a su Clodio en un
nuevo Graco. Sus hombres no se detienen en la plaza, sino que
arrastran a la multitud hasta el edificio del Senado. Usando
bancos a modo de ariete, rompen sus puertas y se lanzan a su
interior, llevando el cuerpo de Clodio con ellos. Muebles,
bancos y sillas, cortinas o tapices, todo lo que sea susceptible
de arder es destrozado para formar una enorme pira en el
centro de la construcción. Con delicadeza, los collegia
depositan los restos de su señor encima y arrojan sus antorchas
sobre el montón.
En el exterior, con la cara cubierta de cenizas y sangre,
Fulvia ve arder el edificio.
Es bastante conocido que, pocos años después, Marco
Antonio hará una pira funeraria en el foro de Roma para
conmemorar la muerte de Julio César, acompañado de un
discurso que es a la vez un canto de dolor y una amenaza por
su amigo asesinado. Marco Antonio conocía de sobra las
exequias que Fulvia había dedicado a Clodio, en Roma no iban
quemando alegremente a todo el mundo en su plaza central,
pero puede que pegarle fuego al Senado le pareciese ir
demasiado lejos.
Sentada en su casa, Fulvia recibe una urna con las cenizas
de su esposo, aunque podemos suponer que no ha debido de
ser fácil separarlas de los restos calcinados del Senado. Ni
siquiera le hace falta pronunciar un discurso como el que
Marco Antonio se marcará años después. Hay poca gente en
Roma que no haya captado el mensaje.
El senador directamente responsable de la muerte de
Clodio, un romano tan poco importante al que solo conocemos
como Milón, es llevado a juicio por Fulvia. Una vez más, el
mejor de los abogados romanos, Cicerón, se enfrenta a Fulvia
defendiendo a Milón. No hay que echarle mucha imaginación
para saber quién gana el juicio, y quién escribe quejándose de
lo mal que están las cosas hoy en día y de lo bien que
funcionaban en tiempos de nuestros antepasados, que
mantenían a sus mujeres encerradas en casa. Tres a uno para
nuestra protagonista.

Fulvia es ahora mismo dueña de los bajos fondos en Roma,


que la adoran, y tiene un ejército privado a sus órdenes. Por si
fuera poco, al enviudar se ha librado de la tutela masculina y
dispone de un inmenso patrimonio para hacer con él lo que le
venga en gana. Es un partidazo y lo sabe, así que no es de
extrañar que sea ella la que elija a su siguiente marido. Tal vez
podía haberse quedado con otro forrado como ella, un senador
aburrido de una importante familia, que complementase su
carrera política. Pero parece que a Fulvia le va la marcha y,
tras guardar un respetuoso luto, se casa con un tipo de esos que
merece la pena conocer, aunque solo sea para salir de fiesta un
par de noches.
Su nuevo marido responde al nombre de Cayo Escribonio
Curión y es un actor importante en las guerras civiles del
momento. Aunque esto nos da bastante igual, solo nos importa
el tipo de hombre en que pone sus ojos Fulvia. Con fama de
juerguista (tampoco es muy raro en Roma) y amigo de gastar
el dinero propio y ajeno (esto tampoco es raro), es capaz de
cambiar de chaqueta en la guerra entre Pompeyo y Julio César
con bastante elegancia, sin que a nadie pareciese importarle
demasiado, o mantener la amistad con Clodio y Cicerón al
tiempo. A esto se le llama tener carisma y bastante rostro de
cemento. Como el galán con un puntito canalla de cualquier
telenovela.
Lamentablemente, las fuentes pierden el tiempo entre ir y
venir de una guerra a otra, o en los cargos políticos que ostenta
y demás tonterías, y se pierden lo realmente importante. Y es
que Cayo Escribonio Curión es el inventor/precursor de los
parques de atracciones modernos. Muy consciente de la
importancia del «pan y circo» para la plebe romana, Curión
decide que él va a dejar huella. Se inventa dos teatros
contiguos, uno al lado del otro, en los que se puedan
representar obras de forma independiente. A un gesto suyo, las
dos estructuras semicirculares empiezan a pivotar sobre la
enorme bisagra que las une, con el público encima chillando
de emoción, hasta formar un anfiteatro completamente
circular. No queda más que meter dentro gladiadores, panteras
y leones para que los espectadores puedan disfrutar de su
espectáculo favorito.
Los historiadores romanos le dedican a esto un par de
líneas, como si fuera lo más normal del mundo, dejándonos
con la curiosidad de saber cómo funcionaba exactamente ese
invento del diablo e imaginando a la pobre Fulvia pensando en
qué ha hecho mal con su vida, que solo se casa con idiotas.
Aparte de unas cuantas ideas de bombero, Curión no es un
mal militar y acaba sus días en África enfrentándose a alguien
con un nombre tan exótico como el rey Juba I de Numidia. A
los romanos se les solía atragantar la caballería ligera númida.
Después de la clásica escena, sujetando la bandera, de
resistiremos hasta el último hombre y de yo no me voy y dejo
abandonados a mis soldados, la cabeza de Curión termina
decorando el palacio de Juba I, dejando a Fulvia, con
veintiocho años, viuda por segunda vez.
Fulvia es lo más parecido a la soltera de oro del momento
en Roma. Aparte del consabido favor popular, dinero a
mansalva y un ejército de leales matones, ahora tiene dos
teatros que se unen mediante un pivote para formar un
anfiteatro, con el público chillando encima. Sin duda, el sueño
húmedo de cualquier romano. No tiene ninguna prisa y
aguarda su oportunidad con paciencia, hasta que se le pone a
tiro el soltero de oro de Roma, Marco Antonio, el ilustrísimo
compinche de Julio César.
En aquel tiempo, Marco Antonio es algo así como el
gobernador interino de la ciudad, hombre fuerte en ausencia de
César, y el matrimonio colma las expectativas de ambos. Es
bastante curioso que sus tres maridos habían sido amigos
íntimos y conocidos compañeros de borrachera por las peores
tabernas de Roma. Las malas lenguas también nos hablan de
los enfados de Clodio porque Fulvia y Marco Antonio se
hacían ojitos años atrás. Con Curión parece que también hubo
algún mosqueo de este tipo.
Como de costumbre, a lo largo de su vida los tres hombres
han tenido docenas de amantes conocidas y se han visto
envueltos en escándalos con algunas de ellas, pero la fama de
lujuriosa insaciable le cae solo a ella. En fin, en vez de un
triángulo amoroso, parece que Fulvia escogió un cuadrado.
Recuerda a las series de adolescentes de instituto donde,
buscando tramas nuevas y sin contratar a otros actores, todos
los protagonistas acaban liándose entre sí. La única diferencia
es que aquí todos la palman.
Marco Antonio es un gran militar, sin duda, pero como
gobernador de Roma aplica la política del palo y la zanahoria
sin mucho éxito. Se le suele olvidar la zanahoria en casa. Cada
vez que tiene un problema mira hacia Fulvia y su ejército de
gladiadores. Marco Antonio apunta y Fulvia dispara. Sus
hombres hacen visitas habituales a casas de senadores, baños
públicos, templos o cualquier lugar donde su ama les envíe.
No hay muchos momentos como este en Roma, en los que él
ponga el cerebro y ella el músculo. Así llegamos hasta la fecha
más conocida en la historia de la ciudad eterna, los idus de
marzo del 44 a. C.
Como todas las mañanas, Fulvia realiza el tradicional ritual
de la salutatio tendiendo la mano a una marabunta de pelotas
que corren a besarla, antes de prepararse para la celebración de
los idus de marzo, en la que es tradicional celebrar un pícnic
campestre con toda la familia. Su marido ha salido al Senado,
acompañando a Julio César a una sesión que se prevé
complicada, como todas en los últimos tiempos. Aunque su
bando ha vencido en la guerra civil, esta ha dejado muchas
secuelas.
No pasa mucho tiempo antes de que empiecen a escucharse
los primeros rumores sobre algún tipo de violencia desatada en
el Senado. Se escuchan gritos en la calle y personas que
corren. Los ciudadanos atrancan puertas y ventanas antes de
encerrarse en sus casas. Se respira el miedo a otra guerra civil.
Fulvia hace lo que haría cualquier general en esas
circunstancias: ordena que sus hombres se replieguen, silencio
de radio, y manda exploradores a buscar información y a
Marco Antonio. Este llega poco después, a la carrera,
ensangrentado y disfrazado de esclavo, confirmando las
noticias. Julio César ha muerto.
La historia es de sobra conocida, pero es menos sabido lo
que ocurre en las calles de Roma. En el ejercicio de su cargo,
Julio César se ha convertido para muchos en una figura
sagrada, inviolable, y ha sido asesinado en un recinto con una
enorme carga simbólica. El fantasma de la guerra se acerca,
acompañado de la habitual violencia, muerte y hambre (más
incluso de lo normal en la ciudad). Los ciudadanos hacen bien
en encerrarse en sus casas.
En cuanto a Fulvia, ella está acostumbrada a navegar por
este tipo de aguas, aunque nunca con unas olas tan grandes. Su
marido sigue vivo de milagro (que ya es un logro), y sus bases
de poder están intactas. Solo podemos suponer sus siguientes
movimientos por retazos de lo que las fuentes nos cuentan que
sucede en los días posteriores. Fulvia refuerza la seguridad de
su familia, ajusta pequeñas cuentas pendientes y con los
miembros de su collegium apuntala el orden (o el desorden) en
las calles de Roma. Es una pena que los historiadores romanos
permanezcan ciegos a la vida de las mujeres, porque en este
momento ella es algo así como el Vito Corleone de la película
El Padrino, un poder oculto dentro de las estructuras de poder,
y los amantes del cine solo podemos fantasear con qué hubiera
hecho y qué consejos estaría dando Don Vito en una situación
como esta.
La anterior guerra civil, entre Julio César y Pompeyo, no
nos ha preocupado demasiado. La que toca ahora sí, afecta de
lleno a Fulvia. Resumiéndolo al máximo, podemos decir que
en esta época hay unos novecientos senadores en Roma, lo que
matemáticamente da como resultado novecientos bandos
enfrentados. Los romanos siempre necesitan inventarse un
enemigo externo para no pelearse entre ellos, y a veces ni aun
así lo consiguen. En esta sopa primigenia de competidores
destacan dos, el marido de Fulvia, Marco Antonio, y un chaval
llamado Octavio, que en unos años dejará de ser un crío y se
convertirá en el primer emperador de Roma, Octavio Augusto.
Como les sobra una silla, invitan a un señoro irrelevante
llamado Lépido, y entre los tres forman el triunvirato de
Marco Antonio, Octavio y Lépido para repartirse el poder.
A muchos nobles y senadores esto no les parece bien;
además, el triunvirato necesita sanear su economía para
continuar guerreando, así que los triunviros se sacan de la
chistera una ley, las proscripciones. Se trata de un extenso
listado con los nombres de los enemigos de la patria que deben
ser purgados; asimismo, sus bienes serán confiscados por el
Estado. Si se trata de violencia intramuros de Roma, lo habrás
adivinado a estas alturas, están tocando la canción de Fulvia.
Los historiadores vuelven a sacarla del congelador donde la
guardan cuando no está matando a nadie y ponen una silla para
ella junto a los tres hombres. La alianza se sella casando a la
hija de Fulvia (e hijastra de Marco Antonio), Clodia, con
Octavio.
Cerca de tres mil personas asesinadas en dos años es el
balance de estas proscripciones. Fulvia y el resto,
todopoderosos, añaden nombre tras nombre a una lista
mezquina en la que vuelcan todas sus ansias de poder y dinero
y sus antipatías personales. El primero en la lista de Fulvia
está más que claro: Cicerón. Por si todos los años de
enemistad fueran pocos, el orador también ha utilizado su
afilada lengua contra Marco Antonio, así que años y años
escribiendo miles de páginas poco van a poder contra las tres
palabras que anota Fulvia en su orden de asesinato: Marco
Tulio Cicerón.
Fiel a su estilo, el pensador espera la llegada de los sicarios
con calma, bebiendo una última copa de vino y mirando a la
muerte de frente. Bueno, no, en cuanto se entera huye encima
de una litera, metiendo prisa a sus porteadores, y no se detiene
hasta ser consciente de lo ridículo de todo y lo inevitable de su
final. Fulvia y Marco Antonio tienen una especial
consideración con él. De todos los ejecutados en estos años, él
es el único a quien cortan la cabeza y manos para exponerlas
en los rostra, una tribuna del foro desde donde hablan los
oradores y magistrados al pueblo.
Si hay algo que caracteriza a las mujeres, según nos
cuentan los historiadores romanos, es su volubilidad, su falta
de control, espíritu vengativo y entrega a los impulsos más
bajos. Por eso deben estar toda su vida bajo la tutela
masculina, para que no se desmadren. Fulvia es el ejemplo
perfecto de todo esto. Con la cabeza de Cicerón colgada en el
foro, Fulvia extrae dos agujas de pelo con las que sujeta su
moño y con furia las clava atravesando la lengua de su
enemigo.
—¿Quién es el tartamudo ahora? —le susurra al oído
mientras remueve con saña el interior de la boca. Dos agujas
de sujetar el pelo, dos armas típicamente femeninas para una
forma de actuar típicamente femenina.
Esa es la imagen que nos legarán de ella. Los romanos no
son muy sutiles con sus alegorías.

Con treinta y tres años Fulvia ha llegado a la cima de su


carrera, ha eliminado a su rival más odiado y es una pieza
clave en la lucha por el poder en Roma. Mejor que lo disfrute,
porque en breve va a ser traicionada por sus socios
empresariales Octavio y su marido Marco Antonio.
Cuando su marido parte a Oriente en misión militar y
diplomática, ella no le acompaña. Es frecuente que las mujeres
romanas acompañen a sus esposos en este tipo de viajes, pero
para Fulvia seguramente es más eficaz permanecer en Roma.
Debe cuidar sus bases de poder en la ciudad, además de
ejercer como contrapeso de Octavio, el juego de alianzas en el
triunvirato es bastante delicado. Durante este viaje ocurre uno
de los romances más famosos de la historia, el idilio entre
Marco Antonio y la reina de Egipto, Cleopatra. Sí, en un
momento en el que Marco Antonio y Fulvia están casados.
Parece que Marco Antonio se sentía atraído por las mujeres de
carácter de la misma forma que una polilla por las luces
brillantes, la historia es tan interesante que la vamos a retomar
en el siguiente capítulo, no te preocupes, ahora estamos a otro
tema.
Una cosa es tener una amante y otra empezar a tener hijos
con ella y casarte, aunque sea por un rito no romano, como
hacen estos dos tortolitos. Aun así, Fulvia no parece que se
tome esto demasiado mal. A pesar de la supuesta humillación
y todos los chismorreos que recorren la ciudad, ella no toma
ninguna medida ni se divorcia de su marido. A ojos de los
romanos, Marco Antonio empieza a ser un apestado, mientras
que ella conserva su patrimonio económico y político intacto.
Pero no se divorcia de él.
No es posible saber qué pasa por la cabeza de Fulvia
cuando se entera de la rocambolesca aventura de su marido
con la reina extranjera, a la que además seguramente conocía
en persona después de su paso por Roma. Probablemente le
dieran ganas de enviar un par de asesinos para cobrarse la
humillación en carne, pero Marco Antonio sigue siendo una
herramienta afilada, y Fulvia no tira ninguna herramienta
mientras tenga uso.
La siguiente humillación personal es más difícil de digerir y
tiene implicaciones mucho más graves. Recordemos que
Octavio, amo y señor en Roma, está casado con Clodia, hija de
Fulvia. Una buena tarde, Clodia aparece a las puertas de casa
de Fulvia con una carta dirigida a su madre. Octavio dice estar
aburrido de su esposa y se divorcia de ella, asegurando que se
la devuelve «entera y sin tocar». Si aquella joven se hubiera
parecido un poco más a su madre, tal vez se habría atrevido a
clavarle un cuchillo en el pecho al futuro emperador que así la
despreciaba, cambiando para siempre la historia de Roma,
pero no lo hizo y, tras este episodio, nunca más tendremos
noticias de la pobre muchacha.
Cuestiones personales aparte, un insulto como este solo
puede significar una cosa. Octavio empieza a pensar que sus
socios le sobran en la ecuación y empieza a soltar lastre. Una
vez más, el fantasma de la guerra civil planea sobre Roma.
Muchas de las intuiciones o suposiciones que hacemos
sobre la vida de Fulvia son extrapolaciones de lo que está a
punto de pasar. Su marido le pone los cuernos con una
prostituta oriental, el mocoso imberbe de Octavio acaba de
repudiar a su primogénita y ella es el hazmerreír de Roma.
Cuando una mujer está en esta situación, la historia ni siquiera
es original: siempre recurre a los mismos tópicos. Se encerrará
a llorar desconsolada, preparará su mezquina venganza
recurriendo a sus «armas de mujer», que siempre son el
veneno, el sexo o las agujas del pelo, claro, o se recluirá en un
monasterio.
Fulvia va a usar sus armas de mujer. Dos, en concreto: su
dinero y su red de partidarios y aliados. Por primera vez
abandona la seguridad de su querida Roma y alista un ejército
de ocho legiones para enfrentarse a Octavio. En total podemos
hablar de unos treinta mil soldados, con todo el equipo que eso
conlleva; miles de tiendas de campaña, animales de tiro,
toneladas de comida y material bélico…, toda una pequeña
ciudad preparada para desplazarse hasta treinta o cuarenta
kilómetros al día. Para llevarlo a cabo se alía con el hermano
de Marco Antonio, Lucio Antonio, tribuno de la plebe y un
militar bastante competente, parece que las infidelidades de su
esposo no nublan el juicio de Fulvia.
La campaña militar, a cargo de Lucio Antonio, que es el
que tiene experiencia en estas cosas (Fulvia sería mejor en una
emboscada por las calles de Roma), es la habitual en las
guerras entre dos ejércitos romanos. Ambos bandos corretean
y se esquivan por la península itálica tratando de conseguir
ventaja el uno sobre el otro; habitualmente las tácticas suicidas
y absurdas los romanos las dejan para las películas de dos mil
años después. El ejército de Fulvia llega a entrar en Roma,
donde prometen acabar con la tiranía de Octavio, para largarse
poco después cuando este regresa con un ejército más grande.
Finalmente, Fulvia acaba en la ciudad italiana de Perugia,
donde su ejército es asediado por los hombres de Octavio.

Los muros de la ciudad de Perugia son antiguos y


constituyen una defensa formidable. Dos inmensas torres con
forma de cubo sobresalen de la muralla, protegiendo la
principal puerta de acceso al interior. Aburrimiento, rutina,
tensión, es lo primero que caracteriza un asedio. Un grupo de
legionarios, en lo alto de uno de los torreones principales,
matan el tiempo y los nervios siguiendo las órdenes de un
superior. Están recogiendo y clasificando los proyectiles que
les han lanzado en el último asalto a las murallas. Revisan las
flechas comprobando cuáles siguen siendo útiles para su
cometido y amontonan pelotas de piedra junto a las catapultas
y los proyectiles de plomo de las ondas (se llaman glandes,
para hacerse una idea de la forma y el tamaño aproximado) en
una mesa.
Una pareja de soldados separa los glandes de honda por
peso, haciendo comentarios sobre las letras escritas en ellos.
Para darle más emoción a la guerra, los romanos suelen
escribir mensajes en los proyectiles que se intercambian. Uno
de los proyectiles hace que se rían especialmente. Se lo pasan
mientras leen los toscos caracteres «FULVIA RAMERA».
Sin que se percaten, varias personas aparecen a sus
espaldas. Una de ellas les llama la atención.
—¿Qué os hace tanta gracia, soldados? —dice Fulvia,
acompañada de varios de sus hombres, mientras mira los
proyectiles de honda.
Los legionarios balbucean alguna pobre excusa y tratan de
esconder el glande, pero ella no se da por vencida, extiende la
mano pidiendo que se lo den.
Fulvia lo lee en silencio, mirando alternativamente a los
legionarios y a los miembros de su escolta. Se apoya en una de
las almenas. Mientras juega con el proyectil en las manos,
distraída, observa el gigantesco campamento de sus sitiadores.
La figura de la matrona romana, vestida con los tradicionales
peplos, palla y stola es visible desde muy lejos. El
campamento de Octavio se extiende hasta donde alcanza la
vista, hileras e hileras de tiendas de campaña alineadas tras
una sólida empalizada de madera. Más cerca, los ingenieros
enemigos cavan trincheras, cada vez más cerca, y preparan
maquinaria para asaltar las murallas de nuevo. El terreno entre
ambos bandos está repleto de soldados muertos, material
bélico inútil y montañas de desperdicios.
Fulvia hace un gesto a uno de sus hombres para que le pase
el cuchillo que tiene en el cinto. Usándolo a modo de punzón,
metódicamente y sin prisa, va tallando un nuevo mensaje en el
proyectil. Cuando parece satisfecha de su obra, se lo lanza de
vuelta, sin un aviso, al legionario, que lo coge en el aire.
—Devolvédselo cuanto antes, no hay razón para perder los
buenos modales, ¿verdad? —dice antes de hacer un gesto a sus
hombres y continuar revisando las defensas de la ciudad.
Una vez que se han alejado, el legionario lee el mensaje. Se
ríe mientras el resto se agolpa junto a él para verlo también.
Debajo de «FULVIA RAMERA» ha escrito «OS SALUDA».

En el interior de una amplia tienda de campaña, Fulvia


revisa pagarés, avales y correspondencia. Levanta una ceja
cuando ve a uno de sus veteranos capitanes, ya lo era con
Clodio casi veinte años atrás, entrar en la estancia a grandes
pasos. En la mano lleva una espada con funda y cinturón, que
deja en la mesa junto a ella.
—Está todo listo, señora —dice él.
Fulvia mira la espada con cinturón que hay en la mesa,
junto a ella. Mira a su capitán.
—De acuerdo —dice ella, y señalando el arma añade—: ¿Y
esto exactamente es para…?
El hombre pone cara de extrañado, la respuesta parece
obvia, y con un gesto le indica que ella debe ceñir el arma.
—Domina, es un símbolo, los hombres deben saber quién
les manda.
Ella sonríe antes de responder. No es una sonrisa bonita.
—¿Y en qué se supone que me beneficia ir de un lado a
otro del campamento como un pavo real arrastrando una
espada del vestido?, ¿qué es lo que esperan de mí?, ¿que salga
a caballo a desafiar al bastardo de Octaviano a un duelo
personal? —Se levanta alisando y colocando su vestido antes
de continuar—: No, cariño, los hombres saben quién manda
porque mi maldita cara está acuñada en las monedas con las
que pagan a sus putas, su vino y al médico que les trata la
gonorrea. Dásela a alguien que vaya a usarla de verdad, con
mis recuerdos.
Fulvia da una palmada en el hombro de su fiel camarada
antes de abandonar la tienda e ir a preparar la batalla.

A lo largo de su vida, Octavio demuestra desenvolverse


como un pato mareado en el campo de batalla, es posible hasta
que la sangre le maree un poco. Pero es extremadamente listo,
tanto que reconoce el valor de sus lugartenientes y los manda a
luchar en su nombre. El más famoso de ellos es Agripa, que, a
la cabeza de sus veteranas legiones, se enfrenta al ejército
recién reclutado a toda prisa por Fulvia y Lucio Antonio. La
batalla está perdida antes de empezar.
A duras penas Fulvia consigue salvar la vida, es posible que
no esté en la etapa final del asedio a la ciudad, y huir a Sición,
en Grecia, cerca de donde su marido se encuentra con su
amante Cleopatra. Las fuentes dicen que Fulvia morirá de
pena esperando la llegada de Marco Antonio para reconciliarse
con él. Pero ya sabemos que las fuentes son unas mentirosas.
A los treinta y siete años, después de haber acariciado el poder
absoluto de Roma, Fulvia muere sola, sin que sepamos de qué.
En su caso es imposible separar al personaje histórico del
literario. Sus enemigos la convierten en una caricatura, de ella
dicen que de mujer solo tenía el sexo, un auténtico César con
falda. Cicerón primero, y luego Octavio, la convierten en una
prueba de la degradación moral romana, el ejemplo viviente de
por qué la República necesita a salvadores, que casualmente
son ellos dos. Nosotros hemos empezado a fijarnos en ella por
ser la primera mujer romana que aparece retratada en una
moneda. Poco a poco, las últimas generaciones de
investigadores la han ido sacando del olvido y de la
deformación de las fuentes.
En cualquier momento de la historia, cada sociedad
necesita construir su propio relato, aportando su personal
visión del mundo y mirando con sus ojos al pasado como un
espejo en que reflejarse. De ser así, nuestra forma de ver a esta
singular mujer y tratar de reconstruir su discurso también dirá
mucho de nosotros mismos.
CLEOPATRA VII THEA FILOPÁTOR

(69 a. C. - 30 a. C.)

Aquello que los dioses no ven

La reina Cleopatra de Egipto. Si pensamos en una mujer


famosa y poderosa a lo largo de la historia, ella estará muy
arriba en la lista. Como de costumbre, la imagen que se
construye de ella en vida, y que ha ido creciendo y
distorsionándose hasta nuestros días, tiene poco que ver con el
personaje histórico. Excesiva, exótica, caprichosa, decadente,
seductora, devoradora de hombres… Una prostituta oriental
(para los romanos, todos los vicios vienen de Oriente) que con
sus artes de hechicera convierte a los romanos más nobles en
perritos falderos. Vive embriagada por el alcohol, sin que la
nube de opio que la rodea le permita ver más allá de su lujuria
y sus ansias de poder.
El mito es fortísimo, y, en este caso, algo de verdad
encierra. Ella es la última descendiente de la leyenda de
Alejandro Magno. Para sus súbditos, es monarca y diosa
viviente a un tiempo, su sagrada misión es proteger el
bienestar de todos, de ella dependen las cosechas y la
prosperidad del país. Vive a orillas del Mediterráneo, en la
ciudad más espléndida de la Antigüedad, y sus riquezas son
incontables. Entre los romanos causa auténtica fascinación,
parecen incapaces de resistirse a ella.
Por fortuna, en los últimos años, mientras los historiadores
y escritores dejaban de verla como un objeto de deseo, la reina
de Egipto ha comenzado a revelarse como un personaje
todavía más interesante a nuestros ojos. Educada en la
biblioteca de Alejandría, Cleopatra es una de las mujeres más
cultas de su tiempo: habla siete idiomas, escribe tratados de
medicina y farmacología, es oradora, embajadora y
comandante naval, y en sus años al frente de Egipto amplía las
fronteras de su reino hasta los límites de su antiguo esplendor.
En política interior es conocida por su ambicioso plan de obra
pública y, lo más extraño de todo, parece que goza de un
sincero respaldo y cariño por parte de sus súbditos.
Esto es lo más sorprendente sin duda alguna. Más allá de
aburridos eslóganes, Cleopatra parece tener el respeto de los
egipcios, a los que gobierna sin necesidad de ponerles una
espada en el cuello u obligarlos a arrodillarse delante de una
estatua de oro con su cara, que sería lo esperable en estos
tiempos. Esta veneración quedaría aún más patente tras su
muerte.
No es fácil encontrar a esta desconocida Cleopatra. Su
relato, no podía ser de otra forma, lo escriben sus enemigos,
que tratan desesperadamente de borrarla de la historia. Es
demasiado grande para eliminarla por completo, pero hay que
reconocer la eficacia de los historiadores romanos, que
consiguieron deformarla lo suficiente hasta hacer casi
irreconocible su figura.
Leyendo con cuidado entre las líneas de la historia de los
hombres, en mitad de grandes batallas y movimientos de
ejércitos, Cleopatra brilla con una luz muy especial en al
menos dos ocasiones. Y es que, en un tiempo de crisis en que
tiene que elegir entre sus aspiraciones personales y la
protección de su pueblo, esta reina siempre elige lo segundo.
Puede recordarnos a una madre que se sacrifica por el bien de
sus hijos. O, mucho mejor tratándose de ella, a una diosa que
conoce la responsabilidad que tiene para con su gente. Muy
pocos gobernantes en la historia de la humanidad pueden
presumir de algo parecido. Seguramente algunos lo intentaron,
pero fueron eliminados por otros más despiadados y jamás
llegaremos a conocerlos. De ella sí que sabemos su nombre,
solo nos falta reencontrarnos con su historia.

Esta mañana, familias enteras de romanos, caminando o en


carros, han cruzado el Tíber para desparramarse por los
campos que rodean la ciudad. Son los idus de marzo del año
44 a. C. En esta festividad, es tradición celebrar la llegada de
la primavera con grandes cantidades de comida, bebida y
diversión. Por todos lados se montan tiendas y cenadores, y se
alzan voces que piden a los dioses más años de felicidad para
seguir bebiendo vino.
Pasado el río, una de las elegantes villas campestres acoge
una fiesta algo diferente, en la que se ha convocado a la alta
sociedad romana. Es temprano, así que los invitados todavía
no han tenido tiempo de beber como cosacos y perder los
papeles, por lo que sus conversaciones y maneras encajan bien
con el ambiente que los rodea. Los jardines de la casa tienen
todo lo que esperamos encontrar en un sitio así, cuidados setos
que enmarcan diversas fuentes, bustos de pensadores griegos,
emparrados y toldos para protegerse del sol…, aunque una
serie de elementos no nos acaban de encajar tratándose de
Roma: una estatua de cuerpo humano y cabeza de perro, varias
efigies de gatos, tapices con unos extraños símbolos bordados
e incluso pequeños obeliscos, además del inusual vestuario de
los esclavos que ofrecen las bebidas. La ciudad eterna vive una
auténtica egiptomanía, todo lo que viene del país del Nilo, el
más exótico y rico de los reinos helenísticos, les fascina. El
cuidado diseño de este patio aprovecha al máximo esta
atracción.
Hombres y mujeres, todos los nobles invitados a la
celebración, aguardan impacientes la llegada de su anfitriona,
que se está haciendo de rogar. Al fin uno de los sirvientes,
tocado con un alto gorro, hace la presentación con una voz que
resuena como el trueno. Cuando la escuchan, el resto de los
siervos quedan paralizados, las manos cruzadas y la cabeza
gacha.
—¡Gloria de su padre, diosa que ama a su padre! ¡Señora
de la perfección y grande del centro, dueña del junco y la
abeja! ¡Nueva Isis! ¡Reina de reyes, de las dos tierras, del alto
y del bajo Egipto!
La reina Cleopatra llegó a Roma hace poco más de un año y
aquello fue un espectáculo inolvidable. La ciudad entera salió
a recibirla, aclamándola a ambos lados del camino.
Inalcanzable en lo alto de una enorme litera, pero muy a la
vista de todos, rodeada de riquezas, hombres de todas las
razas, músicos, bailarines y contorsionistas. Esta mujer parece
venir de otro tiempo. Los romanos se enorgullecen de ser el
centro del universo, pero ella rompe los esquemas de su
mundo. Hasta ahora pocos han tenido el privilegio de tratarla
de cerca.
En esta ocasión, caminando descalza por una senda de
tierra, se acerca una delgada chica de veintipocos años. Viste
un sencillo peplos de lino blanco (algo así como una camiseta
de tirantes, de cuello cerrado y hasta los tobillos) y lleva el
pelo recogido en un moño. Una pequeña diadema de seda
entretejida con oro, atada bajo el moño, es el único símbolo de
distinción. Hasta sus esclavas Eira y Carmión, que la
acompañan a todos sitios, llevan un vestuario más elaborado.
Nada destaca en ella. Se mueve ligera entre los invitados,
tomándolos uno a uno por ambas manos, sonriéndoles y
hablándoles con familiaridad. Nada es especial en Cleopatra
salvo su mirada, unos ojos brillantes, de mirada penetrante,
que parecen no pestañear en ningún momento.
La reina lleva el tiempo suficiente en Roma para haber
aprendido unas cuantas cosas acerca del carácter de sus
habitantes: para un auténtico romano, solo importa el hecho de
ser romano. La xenofobia es un sentimiento habitual en la
Antigüedad y ellos, amos del mundo conocido, la cultivan
como nadie. Cuando todas las riquezas del mundo no son
suficientes para conquistar una ciudad, tal vez haya que probar
algo diferente. Hay muchas formas de interpretar a una diosa y
Cleopatra parece conocerlas todas.
Sin separarse de ella, una nodriza cuida al hijo de la reina,
un niño de unos dos años que encarna la pequeña razón por la
que reside en la ciudad en la actualidad. Su rimbombante
nombre es Ptolomeo Filópator Filómetor César, Cesarión para
abreviar. Toda una declaración de intenciones, pues significa
algo así como ‘el César que ama a su padre y a su madre’. No
ha podido contraer matrimonio con el padre de su hijo, Cayo
Julio César, porque está casado con Calpurnia, una mujer que
pertenece a una de las familias más nobles y antiguas de la
ciudad. Un detalle sin importancia, una nimiedad fácil de
superar.
Cesarión lleva en su sangre la grandeza y el poder de
Egipto, junto a la fuerza bruta de estos bárbaros que han
conquistado todo el Mediterráneo. Las mismas legiones que
son un peligro para la independencia e integridad de su reino
constituyen también su sostén en el poder. En su hijo ve la
posibilidad de unir ambos mundos.
La faraona de Egipto pasea entre los bustos del jardín del
brazo de uno de los nobles. La ausencia de formalismos resulta
chocante para las austeras matronas romanas, acostumbradas a
permanecer en silencio, en segundo plano, en una recatada
postura y escondidas tras varias capas de ropa. A ella las
habladurías le dan igual: es Cleopatra, puede hacer lo que
quiera. Conversa en latín y griego con fluidez, saltando de un
idioma a otro sin dificultad, sobre geografía, historia o
medicina, cualquier tema le viene bien. Pero sobre todo
escucha, presta su absoluta atención a cualquier comentario,
hasta del menor de sus invitados, mirándole sin pestañear.
Todo el mundo se convierte en especial y único en su
presencia.
En voz alta da órdenes a sus esclavos, en egipcio,
organizando la fiesta. Acto seguido se dirige a un rico
comerciante judío, invitado expresamente por su inclinación
religiosa, y le habla en arameo. El comerciante parece
sorprendido y sonríe haciendo una reverencia antes de
responder. Solo ellos dos saben qué temas están tratando y por
qué ríen. La mañana transcurre relajada. Como en un baile,
todos intentan mostrar su inteligencia y elocuencia frente a
ella, su dominio de diferentes lenguas, buscando un momento
de atención y una sonrisa de aprobación, como un niño frente
a su madre.
Las primeras señales de que algo malo sucede vienen del
exterior, de la gente que festeja los idus. Se escuchan gritos.
Cleopatra gira la cabeza, interrogando con la mirada a Eira y
Carmión. Ni siquiera entre romanos borrachos son habituales
los altercados en una festividad como esta, al menos no antes
de que caiga el sol. A lo lejos ha estallado una pelea entre dos
familias, y a los chillidos de antes se unen ahora los quejidos
de los heridos. Tras los muros de la villa, los invitados se
miran inquietos, no tienen forma de saber qué ocurre, pero los
presagios no son buenos. Cleopatra hace un gesto a sus
esclavos, que cierran filas en torno a Cesarión sin necesidad de
más órdenes.
Los ruidos se acercan hasta irrumpir en la fiesta: una unidad
de legionarios corre pesadamente hasta detenerse frente a ella.
No llevan la armadura habitual de un legionario, sino que,
equipados con sus grandes escudos, cascos y porras, recuerdan
más bien a una unidad de antidisturbios. Un senador se
adelanta para recibir las noticias que traen, pero Cleopatra es
más rápida. A fin de cuentas, están en su casa. Habla en voz
baja con el oficial al mando y confirma que las noticias son tan
graves como parece. La reina estudia uno a uno a los
legionarios, veteranos que han servido a las órdenes de su
amante, antes de señalar a Cesarión y darles una orden.
—Proteged a su hijo.
Se gira hacia sus invitados.
—Amigos… Cayo Julio César ha sido asesinado. Muerto
por la mano de aquellos que decían ser leales a su causa. Es
mejor que volváis a vuestras casas.
Mejor será, sí, porque a río revuelto, ganancia de
pescadores. Para la mentalidad romana, estos momentos de
caos son los ideales para ajustar cuentas pendientes o, ya
puestos, descargar la rabia contra una reina extranjera,
causante (real o imaginaria) de todos los problemas. Protegida
por sus sirvientes y legionarios, cualquier intento de protesta
muere antes de empezar. Los invitados, obedientes, abandonan
los jardines en dirección a sus casas, dejando a Cleopatra sola
y muda como una estatua. Algunas almas sensibles contarán
después que la reina cae de rodillas, como atravesada por un
rayo.
Tampoco es para ponerse melodramáticos; en el mundo del
que proviene Cleopatra este tipo de traiciones son de lo más
normales. De hecho, el apelativo con que se suele apellidar a
los hijos en la casa real egipcia, Filopátor —‘que ama a su
padre’—, parece un grito desesperado de auxilio por la
tendencia de los hijos a asesinar a sus padres para hacerse con
el poder por la vía rápida. Tampoco es infrecuente que un
padre asesine a su descendencia para seguir en el trono y
evitarse futuras complicaciones y, por qué no, un hermano a
otro. La vida de los dioses es así de dura.
Cleopatra hace sus cálculos: tiene que asegurar su propio
bienestar y el de su hijo, así que busca la forma de abandonar
Roma sin peligro. En ningún caso se larga por la puerta de
atrás en una alocada huida: en las semanas siguientes trata de
obtener el reconocimiento de su hijo como descendiente y
heredero legítimo de César, con bastante poco éxito en mitad
del caos, la violencia y el miedo que se adueñan de Roma.
Aunque no todo en esta vida sea amor, tampoco podemos
imaginar a la reina como una autómata sin sentimientos. Ella y
Julio César se habían conocido años atrás, y es improbable que
dos personas tan excepcionales como ellos, cultos,
inteligentes, ambiciosos, no se sintieran atraídos el uno por el
otro inmediatamente, más allá del interés político que
compartían. Lo que a buen seguro provoca un auténtico dolor
en Cleopatra es que no le permitan despedirse de su amante.
Como es tradición en su país, ella respeta y honra
sinceramente a los difuntos, pero el cadáver ensangrentado de
César es entregado a Calpurnia, su legítima esposa, privando a
la reina y a Cesarión de prepararle para el último viaje.

Veinte años antes…


—Con doce varas o menos, se pasa hambre; con trece, sigue
habiendo escasez; catorce varas aportan serenidad; quince,
despreocupación; y dieciséis… abundancia.
El maestro repite la letanía para que su alumna no pueda
olvidarla. A más de mil kilómetros de Roma, la pequeña niña
que se convertirá en la última reina de Egipto no pierde detalle
mientras escribe en una tablilla de cera. Ya casi ha conseguido
no morderse la lengua mientras escribe.
¿Por qué es importante esta lección? Las varas de las que
habla su preceptor son en realidad las de un nilómetro.
Clavado de forma perpendicular al cauce del río Nilo, es un
sencillo mecanismo para medir las crecidas anuales del río.
Una vez al año, la subida de las aguas inunda enormes
extensiones de terreno, transformándolas en espacios fértiles.
En una época en la que la economía depende ante todo de la
agricultura, estas inundaciones han convertido Egipto en la
nación más rica de la Tierra. De hecho, los agricultores pagan
sus impuestos según la vara que se haya alcanzado ese año.
Como dioses vivientes que son, una de las más sagradas
obligaciones de los faraones es asegurar las lluvias y el caudal
suficiente en el río gracias a su virtuoso comportamiento y
diálogo con el resto de los dioses. Esta es la lección que
Cleopatra aprende hoy: unos palos hundidos en el suelo son lo
de menos, pero de ella va a depender, literalmente, que su
pueblo tenga comida o muera de hambre. Si te asustan las
responsabilidades —y este consejo es gratis—, no te hagas
faraón de Egipto.
En realidad, Cleopatra es una reina extranjera, de
ascendencia macedonia, griega, persa y egipcia. Su
antepasado, Ptolomeo, fue uno de los compañeros de
Alejandro Magno y el fundador de una nueva dinastía hace ya
trescientos años. En todo ese tiempo, ella es la primera que ha
aprendido la lengua de sus súbditos, a ninguno de los
anteriores gobernantes les pareció importante poder
comunicarse directamente con su pueblo. La capital de su
imperio, Alejandría, es el perfecto ejemplo del mestizaje entre
el mundo helenístico y el egipcio. Construida desde cero en
tiempos de Alejandro, busca aunar el racionalismo y la
eficacia de un campamento militar con la monumentalidad de
una monarquía de origen divino. En origen pretendía servir de
bisagra entre el mundo griego y el egipcio, incorporando
elementos de ambas tradiciones. El resultado es una ciudad
estratégicamente situada en la desembocadura del Nilo y una
de las maravillas del mundo antiguo. A un emperador romano,
pasear por su ciudad, sucia e insalubre, en la que dos de cada
tres habitantes viven por debajo del umbral de la pobreza,
debería hacer que se le cayese la cara de vergüenza. Para
Cleopatra, observar su capital es motivo de orgullo: amplia,
luminosa y limpia, con el comercio fluyendo desde el Nilo y la
ruta de la seda, para desbordarse por todo el Mediterráneo. Tal
vez esta ciudad sea el primer ejemplo de globalización de la
historia.
Por si fuera poco, se educa en la biblioteca de Alejandría, el
mayor centro de conocimiento de la Antigüedad. Aprende
filosofía, retórica y oratoria, forjándose una reputación como
gran oradora, y en los ratos libres le da por escribir un par de
tratados de medicina. Si la chica nos sale algo elitista y
excesiva, por esta vez podemos ser algo comprensivos. Tiene
motivos.
El magnífico mundo en que ha crecido y ha sido educada
Cleopatra, no puede sorprendernos, tiene los cimientos
podridos, en manos de una clase gobernante bastante inepta y
solo preocupada por mirarse el ombligo. De esta forma,
cuando llegue al poder, los estudios superiores de Cleopatra y
sus siete idiomas le van a servir para algo más que para
trabajar en una cadena de comida rápida, que sería su máxima
aspiración hoy en día.
Resumiendo mucho estos problemas: Roma es la potencia
hegemónica del Mediterráneo, y Egipto, uno de los últimos
reinos libres de la región, aunque tutelado por Roma, además
del más rico. Los romanos solo necesitan una excusa —y una
muy pequeñita bastaría— para lanzarse a la siguiente guerra
de conquista. Además, Cleopatra es la mayor de cuatro
hermanos, a los que su padre ha puesto el tradicional apellido
Filopátor, ‘amantes de su padre’, rezando por no tener
problemas. Tenía que haberles llamado también Filadelfos,
‘amantes de sus hermanos’, para más seguridad, pero tenía
demasiadas cosas en la cabeza.
A la muerte de su padre, Cleopatra, de dieciocho años, y su
hermano Ptolomeo XIII, de diez, contraen matrimonio para
cogobernar el reino, la solución habitual en estos casos. Con el
salón del trono convertido en un patio de recreo y la mitad de
los ministros conspirando contra la otra mitad, causa estupor
pensar que la dinastía de los Ptolomeos consiguió aguantar en
pie trescientos años. Que, tras siglos de este tipo de
casamientos entre hermanos, Cleopatra demuestre un alto
nivel de inteligencia es lo que en genética se conoce como una
mutación aleatoria, la base de la teoría de la evolución.
Los partidarios de Ptolomeo XIII demuestran ser más
desalmados (por eso han elegido a un niño de diez años como
indómito e indiscutible líder) y derrotan a los de Cleopatra,
que salva la vida por los pelos y acaba en el exilio. Para acabar
de facilitar la narración, en Roma está teniendo lugar otra
guerra civil, con Julio César como protagonista, que persigue a
su enemigo Pompeyo hasta Egipto. Este último pierde la
cabeza por el camino, pero eso nos da bastante igual, algo
malo habrá hecho. En toda esta historia hay poca gente
inocente, así que uno menos del que hablar. El caso es que
César acaba en Alejandría y, como enviado especial de Roma
en la región, trata de poner orden en la guerra civil entre sus
aliados egipcios.
Las fuentes nos cuentan con precisión el primer encuentro
entre nuestros dos protagonistas. Es demasiado divertido para
ser verdad, pero ¿qué más da? A estas alturas, con el follón de
bandos enfrentados que hay, el destino quiere que se
encuentren y lo van a hacer de una manera u otra, no vamos a
interponernos nosotros en su camino. Cleopatra, que sigue en
el exilio, regresa a Alejandría a escondidas, envuelta en una
alfombra, uno de los regalos destinados al palacio donde se
encuentra César. Cuando los esclavos la desenrollan frente a
él, Cleopatra da una ágil pirueta, se pone en pie y, sonriente,
clava su famosa mirada en Cayo.
Lo primero en lo que él se fija es en cómo todos los
egipcios de la sala se arrodillan, no en vano Cleopatra es su
diosa, la representación de la Nueva Isis, una deidad sincrética
de antiguos dioses griegos y egipcios. Su ropa, que está
terminando de arreglar, tiene un llamativo nudo de tela delante
del pecho, uno de sus símbolos sagrados. Sus dos esclavas de
confianza dan un paso adelante; mientras una presenta
formalmente a la reina, la otra le coloca el tocado con la cobra
real.
Cleopatra, por su parte, estudia al hombre que se ha
levantado a toda prisa sin dejar de observarla. Cayo Julio
César, el más renombrado de los romanos. Es imposible decir
de él nada que no se haya contado todavía; genio de la guerra,
gran político, hombre culto… Precisamente por esto podemos
permitirnos alguna pequeña maldad. Nadie ha hablado de él
usando la misma vara de medir que se ha utilizado
tradicionalmente con las mujeres. ¿Resistirá César el
escrutinio?
La joven Cleopatra (con veintidós primaveras) tiene ante sí
a un anciano de más de cincuenta, aunque hay que reconocer
que para su edad se conserva bastante bien. Se nota que se
cuida, come moderadamente y hace un uso inteligente de los
cosméticos. Sin embargo, la genética ha sido cruel con él y le
ha castigado con una avanzada calvicie. Si, rendido a la
evidencia, se hubiera rapado hace años asumiendo su
situación, no sería un problema, pero es sabido que César tiene
algunos «traumitas» al respecto. No por casualidad es
inmortalizado con una corona de laurel: la lleva puesta a todas
horas, precisamente para disimular lo que la naturaleza no le
ha dado. Sin lugar a dudas podemos decir que, si Julio César
hubiese tenido más pelo, la faz de la tierra habría cambiado:
no hubiera necesitado mostrar su virilidad continuamente. Es
un gran admirador de Alejandro Magno, en concreto, de su
espesa mata de pelo rubio.
Entre sus soldados es conocido como el sátiro calvo, y es
que César es un lujurioso promiscuo, incapaz de controlar sus
impulsos, da igual que sea con hombres o mujeres. Tanto es
así que a su espalda le llaman el marido de todas las mujeres y
la mujer de todos los maridos. De joven residió en la corte del
rey de Bitinia, y desde entonces tiene el mote de reina de
Bitinia o, mucho más preciso, almohada de la litera real. En
una discusión con Cicerón al respecto, el filósofo da la
cuestión por zanjada:
—Deja eso, por favor. Ya se sabe lo que él te dio y lo que tú
le diste.
Nadie está a salvo de sus pasiones y la virtuosa reina
Cleopatra, en el exilio y sin un refugio seguro, es una víctima
fácil a punto de ser corrompida por este viejo verde.
Hasta aquí lo que tenemos es el relato de una estupidez
monumental que, sin embargo, aparece en las fuentes punto
por punto. ¿Debemos, por eso, creerlo al pie de la letra o
juzgar a César por su aspecto físico?
Cuando se trata de Cleopatra, sin embargo, incluso en
ensayos académicos actuales, estamos obligados a leer una y
otra vez que «si la nariz de Cleopatra hubiese sido más corta,
la faz de la tierra habría cambiado», o reflexiones sobre su
supuesta sensualidad. Si vamos todos, pues vamos todos,
juntos y de la mano, cantando hasta el infierno si es necesario,
pero ya es hora de tomarnos en serio a esta mujer por su visión
de Estado más que por su hipotética nariz respingona.

Da igual quién ataque primero, la devoradora de hombres o


el sátiro calvo: el orden de los factores no altera el producto.
El hecho es que no tardan mucho en convertirse en amantes y
entrar en guerra con el marido despechado, el niño-faraón
Ptolomeo XIII. Con Alejandría sitiada, Cleopatra conoce de
primera mano los horrores de la guerra; la quema de una parte
importante de su querida biblioteca y el sufrimiento de los
grandes olvidados en cualquier asedio, la población civil. No
va a olvidar ninguno de los dos. Si quieres puedes apostar por
el resultado final de la contienda, está fácil. La reina da un
paso atrás, apoyándose en el mejor de los estrategas romanos,
que se enfrenta a su pequeño esposo y sus intrigantes eunucos.
En la batalla del Nilo se decide la guerra y la victoria de los
amantes. El niño al que sus consejeros han convertido en dios
primero y obligado a presenciar el espanto de una batalla
después se hunde en el río debido al peso de su armadura de
oro, muerto de miedo, tratando de respirar mientras da inútiles
brazadas. A veces es mejor aparcar la comedia y rescatar una
única imagen.
La victoria de Cleopatra es total y, para celebrarlo, se casa
con su siguiente hermano, Ptolomeo XIV, haciendo que todos
nos llevemos una mano a la cabeza y suspiremos sabiendo lo
que pasará a no mucho tardar. Julio César es llamado de vuelta
a su patria a cumplir con sus obligaciones con los suyos, pero
la reina le ofrece un plan bastante más interesante: un crucero
por el Nilo en su barco-palacio flotante. El habitualmente
estricto romano acepta la propuesta. Es un gran aficionado a la
arqueología y la historia, y no es fácil encontrar una cicerone
mejor que Cleopatra.
Por vez primera, desde Roma empiezan a mirar con malos
ojos a esa temible arpía que amenaza con arrebatarles a su
primer ciudadano, aunque es de suponer que este tipo de
comentarios ni siquiera está presente en la escala de
preocupaciones de ella, de hecho, le resbalan del todo. Para la
reina, el viaje de placer a lo largo del Nilo seguro que resulta
muy agradable, pero además visita todas las ciudades de su
reino, escuchando a los funcionarios locales y dejando
bastante claro quién manda en este país. Tampoco olvida
presentar a su actual compañero, un general con fama de
invencible cuyas veteranas legiones están acantonadas a poca
distancia. En este tiempo nace el hijo de ambos, Cesarión, otro
recordatorio más del linaje de su gobernante. Es fácil obedecer
a una monarca así.
Cleopatra ya ha viajado a Roma alguna vez en el pasado,
siendo una niña. Pero en la siguiente visita despliega todo su
poder. Esta ciudad lleva siglos siendo una república, y sus
habitantes odian todo lo que huela de lejos a monarquía. Da
igual que sus vidas estén dirigidas por un reducidísimo número
de familias de la élite, el relato que ellos han construido sobre
su pasado es el de un pueblo noble y puro que se forjó
luchando contra la tiranía. Es algo que no cambia, parece que
en cualquier momento de la historia los seres humanos nos
conformamos con la mentira que nos hace más felices. El caso
es que, en Roma, unos pocos militares acumulan cada vez más
prestigio y poder, y que es una república «democrática» solo
de nombre.
Bajo el punto de vista de la joven reina, la forma natural de
gobierno es la monarquía. Un gobernante justo y sabio que rija
el destino de sus súbditos. Tal vez, de cuando en cuando,
aparezca un familiar al que haya que sacudirse de encima, pero
esto entra dentro de lo normal. Lo que no puede entender es a
estos romanos y su sistema político, en el que cientos de
senadores tratan de imponer los intereses de su familia a los
del resto. La intención de Cleopatra es apoyar a su amante y
ayudarle a restaurar la monarquía romana, convirtiendo a su
hijo en el heredero al trono romano y egipcio. Que Julio César
ya esté casado no le incomoda demasiado: su mujer,
Calpurnia, es bastante mayor que ella, no le ha dado hijos en
quince años de matrimonio, y la poligamia es habitual en su
tierra natal.
Tradicionalmente se ha argumentado que César nunca
reconoció como hijo legítimo a Cesarión ni a Cleopatra como
su esposa. Este ha sido el argumento que los historiadores —
antiguos y presentes— han esgrimido para defender la virtud
del romano…, como si hiciera falta que alguien le defendiese.
Bastante más significativo es el hecho de que, en este tiempo,
Julio César levanta un templo en honor a la diosa Venus
Genetrix, la madre o progenitora de Roma, y en él ordena
colocar una estatua de oro de Cleopatra vestida como la diosa
Isis, deidad asimilada a Venus. Por si no ha quedado claro,
Cleopatra es identificada como la madre de Roma. Por si
escribirlo en un papel no es suficiente, se encargan de hacerlo
con una estatua de oro.
Su estancia en la ciudad deslumbra y trastoca la vida de la
élite romana. Las mujeres comienzan a copiar su vestuario y
peinado, paso previo a copiar una forma de ser que escandaliza
a los moralistas romanos. Se hace conocida por sus debates
sobre ética y política, además de reunirse con los senadores
más influyentes, a los que tiene algo desconcertados. Uno de
ellos, el orador Cicerón, escribe «odio a la reina», enfurruñado
como en un patio de colegio porque le ha prometido unos
volúmenes de su biblioteca que nunca llegará a entregar.
Buena conocedora del alma humana, la reina piensa que este
senador tiene más ínfulas de grandeza que influencia real. Se
encuentra también con Marco Antonio y, aunque habría sido
interesante, es imposible saber si cruzan alguna palabra en esta
ocasión.
Sin duda, para nosotros, el mejor de todos estos momentos
es aquel en el que conoce a Fulvia, esposa de Marco Antonio.
Las dos mujeres más poderosas del Mediterráneo, la reina de
Egipto frente a la reina de los bajos fondos de Roma. Dos
mujeres con todo y nada en común al mismo tiempo. Solo
podemos suponer que ambas, con una tupida red de
informantes, conocen a la perfección a quién tienen delante,
midiéndose, cuidando sus palabras y tratando de sacar ventaja
de la situación. Por favor, siéntete libre y deja volar la
imaginación porque las posibilidades de este duelo de gigantes
son ilimitadas.

El fin de esta historia es uno de los más conocidos de todos


los tiempos. Julio César cada vez se comporta más como un
monarca, y esto, a la larga, desencadena la conspiración que
termina con su vida. «Tú también, hijo mío», es lo último que
dice, o algo parecido, según quien te lo cuente.
Decíamos que Cleopatra reacciona con calma al conocer la
noticia. Durante un tiempo seguirá buscando el
reconocimiento para su hijo como futuro gobernante de Roma,
pero desde luego que lo tacha de su lista de prioridades. En
vez de eso, regresa a Egipto y, como haría cualquier faraón
razonable, ordena ejecutar a su marido Ptolomeo XIV,
haciendo subir al poder a Ptolomeo XV —Cesarión— para
cogobernar junto a él. Lo de cogobernar es un decir, ya que su
hijo en este momento no llega a los cinco años.
Cleopatra observa desde la seguridad de la distancia la
consecuente guerra civil que está teniendo lugar en Roma.
Apoya al bando de los cesarianos (Marco Antonio y el joven
Octavio Augusto), que van a resultar los más fuertes de la
contienda, y materializa su ayuda en una flota de guerra que
ella misma comanda. Solo por esto ya merecería tener un
busto con su efigie como los de tantos otros almirantes
romanos, ya que, como también solía ocurrirles a ellos, su
armada naufraga en una tempestad y salva la vida a duras
penas.
Donde realmente va a destacar en los siguientes años es en
la administración de su reino. Años de guerra, sequía y mala
gestión por parte de su padre hacen que Cleopatra se enfrente a
una situación delicada de la que sale bastante airosa. Abre los
silos reales de grano para enviar la ayuda a lo largo del Nilo y
trata de reparar las cicatrices de la guerra, sobre todo en
Alejandría. En estos años también se realiza un importante
plan de obra pública de edificios civiles y religiosos. Puede
que por el cine se nos venga a la mente una hilera de esclavos
tirando de pesadas piedras, bajo el sonido de los látigos, pero
la realidad es que estos trabajadores son cualificados, así que
el programa funciona como un auténtico new deal, con obreros
contentos y bien pagados que gastan su dinero y reactivan el
consumo. El otro puntal de la economía, el comercio, también
sale reforzado y podemos ver a la reina participando incluso
en operaciones comerciales de exportación/importación.
Cleopatra, a sus veintiocho años, se acerca a la cima de su
poder, y el destino le tiene preparado un encuentro irrepetible
y fascinante del que por mucho que se haya escrito no es
posible cansarse. Octavio Augusto y Marco Antonio se han
repartido el mando en Roma, y este último marcha a Oriente a
reforzar su influencia en esta parte del Imperio. Marco
Antonio es posiblemente uno de los pocos personajes de esta
narración que ha pasado a la historia de forma similar a su
auténtico carácter. En el estanque de pirañas que es Roma,
posiblemente él sea el único que no esconde sus intenciones y
dice siempre lo que le parece. Buen militar y poco dado a la
sutileza o a la diplomacia, alumno aventajado de Julio César,
acostumbrado a la guerra y, tal vez por ello, dispuesto a
disfrutar cada día como si fuera el último. Se hace asociar al
dios Dioniso, que, aunque para nosotros no sea más que un
borracho, es una deidad que celebra la vida y el renacimiento.
Cleopatra y el romano son los mayores poderes de la zona, así
que deben concertar una cita para estrechar la alianza entre
ambas naciones. Ambos intentan impresionarse mutuamente,
tratando de conseguir ventaja en las negociaciones. La batalla
está perdida para Marco Antonio antes incluso de empezar.
Muy temprano, antes de que salga el sol, los romanos han
desplegado a sus tropas de élite junto al río Cidno. En perfecta
formación, estandartes al viento, con sus generales sacando
pecho, no es de extrañar que Marco Antonio se sienta
orgulloso cuando vuelve la cabeza y el amanecer comienza a
arrancar destellos en cascos y armaduras recién pulidas. Están
de postal. Sin embargo, los soldados están inquietos, algo no
parece encajar. Él también lo nota o, mejor dicho, lo huele: los
alrededores del curso del río huelen a perfume. Desde la noche
anterior, la reina ha hecho verter flores y hierbas aromáticas
corriente arriba para conseguir este efecto.
Los equipos de los legionarios brillan, pero palidecen en
comparación con el palacio flotante que aparece remontando
la corriente, chapado en oro y con velas doradas también. A
bordo de la enorme galera llega la reina acompañada de sus
esclavas y esclavos, todos ellos vestidos con disfraces de
ninfas acuáticas y otros dioses menores, Nereidas y Gracias,
Cupidos con alas postizas, Amores y otros seres mitológicos.
Cleopatra viste un pequeño biquini dorado y su cuerpo está
cruzado de joyas. Conoce perfectamente la fama del hombre
que tiene delante, así que todo es una performance en la que
Afrodita, diosa del amor, viene al encuentro de Dioniso, para
alegría de sus pueblos. La desnudez, o semidesnudez, de la
diosa puede tener alguna connotación sexual, pero sobre todo
tiene un componente sagrado. La reina viene de muy lejos, y
Marco Antonio, educadamente y tratando de recuperar la
compostura, sin saber muy bien dónde posar los ojos, la invita
a cenar. Ella niega con un gesto. Será él el que la acompañe
esta noche.
Los esclavos terminan de preparar la gran carpa de la reina
en una amplia pradera, iluminan los alrededores con juegos de
luces que forman cuadrados y círculos, y dirigen a los
invitados al interior. Marco Antonio y su círculo más próximo
pueden esperar muchas cosas de esta velada, pero son
superados por todos los flancos por el lujo y la ostentación de
los salones que se despliegan frente a ellos, tapizados con un
lecho de pétalos de rosa. Tampoco esperan que, al finalizar,
Cleopatra les regale la vajilla de oro y piedras preciosas en la
que han comido. Los siguientes días las invitaciones y regalos
se suceden; los triclinios en los que se recuestan para comer,
las literas y caballos que los transportan, los esclavos que les
sirven… Al contrario que el resto de los romanos que ha
conocido, Marco Antonio se burla de sí mismo y de su
carácter rústico y provinciano en una situación como esta.
Finalmente, el general se rinde y acepta la invitación de
Cleopatra de acompañarla de regreso a Egipto.
Sus motivos están muy claros. Por mucho que su política
interior esté siendo eficaz, es la presencia de las legiones de
Roma en Egipto, leales únicamente a un general romano de
prestigio, la que asegura la absoluta fidelidad entre las
distintas facciones de su gran país. Además, Roma siempre es
un peligro para la independencia de su patria, y qué mejor
forma de controlar a un rival que tenerlo lo más cerca posible.
Marco Antonio, por su parte, ha dejado de ser el impulsivo
militar que fue en su juventud y ha empezado a dar muestras
de un cierto olfato político. Su alianza con Octavio Augusto
pende de un hilo, y contar con el respaldo del reino más rico
del Mediterráneo solo supone ventajas para él.
Es fácil imaginar qué ve un hombre como Marco Antonio
en Cleopatra para caer enamorado de ella. En este momento
está casado con Fulvia, otra mujer de fuerte carácter, poderosa
y con dinero, así que parece su tipo exacto. Como detalle
romántico, el general conoció a la reina cuando esta era una
niña y dice estar fascinado por ella desde entonces. Más
complicado es saber qué pasa por la cabeza de Cleopatra,
aunque, más allá de los cálculos políticos que sin duda hizo
con Julio César, ella corresponde a los sentimientos del
general romano. Es difícil encontrar una respuesta a este
interrogante, tal vez siente lo mismo que la actriz Rita
Hayworth cuando decía aquello de «todos los hombres que
conozco se acuestan con Gilda y se despiertan conmigo», y
Marco Antonio, con su peculiar forma de ser, es el único
hombre capaz de ver al ser humano escondido tras la diosa y la
reina. ¿Se basa la relación de ambos en el amor?, una
respuesta afirmativa sería demasiado sencilla para su compleja
relación, una negativa, más todavía.
Cleopatra consigue de una vez por todas romper con la
peligrosa monogamia en la corte de los faraones, teniendo tres
hijos con Marco Antonio. Aparte de este saludable mestizaje e
intercambio genético, por orden suya Marco Antonio elimina a
la última hermana viva de la reina, asegurando así la
prevalencia de su linaje. Los hermanos mayores, mellizos,
responden a los nombres de Alejandro Helios y Cleopatra
Selene, el sol y la luna. Cleopatra y su amante están creando
una nueva dinastía real, y sus hijos se asocian a las deidades
orientales de los nuevos territorios que la pareja empieza a
conquistar. Con el más pequeño le echan menos imaginación,
Ptolomeo XVI Filadelfos, ‘que ama a su hermano’, otro
intento más de que no se acaben matando.
Los siguientes años los marca la agitada política exterior de
Cleopatra, mientras su amante va y vuelve de Roma. Es en
este tiempo cuando Fulvia, la esposa romana de Marco
Antonio, levanta a ocho legiones contra Octavio Augusto,
aunque es derrotada y muere poco después. Buscando la
reconciliación, Marco Antonio se casa ahora con Octavia, que,
como podrás suponer, es la hermana de Octavio. Las fuentes
nos hablan del despecho y ataques de celos de la reina de
Egipto, pero, visto el tipo de sandeces que cuentan sobre ella,
esto no es demasiado probable. La historiografía nunca ha
considerado a Cleopatra como un sujeto, sino como un objeto,
por este motivo toda su existencia parece girar en torno a los
hombres que pulularon por ella, olvidando que ella tiene una
vida independiente de la de ellos.
Cleopatra está agarrada a su trono como una garrapata, su
linaje está asegurado y tiene otros problemas en mente con los
que lidiar, como una invasión del Imperio parto. Los
historiadores romanos de esta época le hacen un sorprendente
poco caso al ejército de cincuenta mil bárbaros a caballo que
asoman a las puertas de Egipto, y, sin embargo, no pierden la
oportunidad de mostrarnos a una reina que lloriquea y se pone
a dieta, deprimida porque la mujer de su amante es más joven
y guapa que ella. Seguro que sí.
Gorda o delgada, comiendo helado delante de la tele o
haciendo la dieta del cucurucho, las fronteras del Imperio
egipcio se expanden hasta los límites de su antiguo esplendor
gracias, generalmente, más a la diplomacia de la reina que a
costosas guerras. Marco Antonio demuestra ser también una
figura competente, asume el control del ejército de tierra,
mientras que ella se encarga de la política y la armada. Son sus
años más felices, y los más recordados de su romance, con una
Cleopatra apostando contra su compañero que va a gastar diez
millones de sestercios en una lujosa cena (diez o veinte
millones de euros de nada al cambio), para tomarle el pelo
disolviendo dos carísimas perlas en vinagre. Salvo por el
detalle sin importancia de que para disolver una perla
necesitarás ácido sulfúrico, la excesiva Cleopatra y el siempre
alegre Marco Antonio disfrutan el uno del otro.

Los alejandrinos ocupan una de las principales vías de la


ciudad, que va a morir a la explanada de los palacios reales,
flanqueada por un enorme teatro y, asomándose por detrás, la
imponente mole de la biblioteca. El viento barre con fuerza en
esta amplia avenida que conecta el Nilo con el Mediterráneo,
despejando el ambiente. Un gran estrado de madera, cubierto
de tapices, ocupa una de las fachadas principales, frente al cual
se celebra el gran triunfo militar de Marco Antonio contra los
armenios. El ejército y los prisioneros de guerra desfilan ante
dos grandes tronos de oro en los que se sientan Cleopatra y su
amante.
Ella es Thea Neotera, la Nueva Diosa, una mezcla entre Isis
y las divinidades de los territorios anexionados en los últimos
años. Él, que lleva un tiempo portando corona de oro y
guirnaldas de hiedra, cual Dioniso, para esta ocasión se
presenta con una armadura dorada y una toga de imperator
romano. Sus hijos los acompañan en el estrado. Cesarión viste
como un general romano, Alejandro Helios con un traje
oriental y una tiara en la cabeza, Cleopatra Selene recuerda a
su madre, y el pequeño Ptolomeo Filadelfos es presentado con
el traje tradicional macedonio. Es imposible no reconocer los
designios y la visión de futuro que proyecta la reina. Ella es la
última descendiente de Alejandro Magno, la leyenda que trató
de unir a todos los pueblos del mundo en uno solo. A los ojos
de Alejandría, su familia es la imagen de este pasado, presente
y futuro.
Es en este momento cuando se construye la imagen de la
reina que ha llegado hasta nuestros días. Desde Roma, la
batalla de la propaganda está a punto de comenzar. Octavio no
tiene intención de compartir el poder con nadie, y menos con
un aliado tan peligroso como Marco Antonio, que está
respaldado por la reina. Los romanos jamás aceptarán tener un
rey, así que él tiene que mostrarles por qué necesitan a un
gobernante supremo, que casualmente es él. En un mundo
decadente, corrompido por los vicios orientales y que ha
olvidado la virtud de sus antepasados, Octavio encarna todos
los valores del perfecto romano. Su única tabla de salvación es
un dirigente sin mácula. Roma le necesita desesperadamente.
En un ejercicio de hipocresía sonrojante, ofrece la mano
tendida a Marco Antonio, que es simplemente un honrado
romano pervertido y embrujado por la ramera egipcia. Brinda
a su enemigo la oportunidad de volver a casa y la
reconciliación, cual hijo pródigo, mientras alaba las virtudes
de su hermana Octavia, una perfecta matrona romana, frente a
la impúdica egipcia. Auténtico precursor de nuestras guerras
humanitarias, Octavio declara la guerra a Cleopatra, pero no a
Marco Antonio, a quien sigue tratando como un romano que
debe ser protegido y sacado de su error.
Como suele ocurrir en nuestros días, este discurso populista
es eficaz, los romanos creen lo que quieren creer: todo lo malo
viene de fuera, nosotros somos el pueblo elegido. Esta es la
Cleopatra que ha pasado a la historia, creada por las calumnias
de Octavio, que se apoyan en la xenofobia y el sexismo y son
algunas de las bases de nuestra civilización. Este mito está tan
bien trazado, es tan irresistible, exótico, lejano y cercano a la
vez que, durante los siguientes cientos y miles de años, ha sido
alimentado por los hombres que han escrito y volcado sus
fantasías sexuales sobre ella. Puedes leer la bibliografía
disponible sobre la reina y verás que coincide en dos puntos:
siempre se incluye un análisis sobre su aspecto físico y
supuesta belleza; y Cleopatra nunca es un sujeto pleno, va a
remolque de las guerras civiles entre romanos, y se le niega
una y otra vez el derecho a ser la protagonista de su propia
historia.
La guerra entre Cleopatra y Octavio (con Marco Antonio
chupándose un dedo, al parecer) se resuelve en la batalla naval
de Accio. El planteamiento estratégico de la reina y su amante
es un absoluto desastre y el combate está perdido antes de
comenzar. Se suele atribuir a la torpeza de ambos y el exceso
de consumo de opio, obviando el hecho del indiscutible talento
militar de Marco Antonio y sus muchos años de experiencia,
ya sea borracho o sobrio. Aunque no sea el objeto de este
libro, debemos hablar un poco de historia militar para tratar de
entender las causas de esta debacle.
Para un general de la Antigüedad, el momento de la batalla
es casi lo de menos. Napoleón decía que un ejército se arrastra
sobre sus estómagos. Al dirigir a decenas de miles de
soldados, el mayor mérito es, por tanto, que tu ejército llegue a
tiempo el día del combate bien ordenado, alimentado,
descansado y con buena salud. Lo siento por todos los amantes
del cine bélico, la realidad es bastante menos épica, más hacer
números y menos valientes generales dando emotivos
discursos. Cleopatra y Marco Antonio parten de Egipto con
una gran flota y un ejército embarcado en ella. Teniendo en
cuenta las dificultades logísticas de mover una masa humana
de este calibre, es de primero de dirigir batallas que hay que
marchar hacia Roma, llevar la guerra a territorio enemigo,
asegurar el abastecimiento de las tropas en la península itálica
y obligar al enemigo a luchar en el momento y lugar
escogidos. Esta es la opción que toma Marco Antonio.
Sin embargo, la reina ordena a su flota detenerse en la
quebrada costa de Grecia, en un terreno donde el
abastecimiento del ejército es muy complicado. Desde el
momento en que impone esta decisión, sus posibilidades de
victoria disminuyen drásticamente. ¿Cuál es el motivo de esta
elección? Nunca lo sabremos, pero solo hay una explicación
lógica. Como cualquier general romano, Octavio también
planea llevar el horror de la guerra a territorio enemigo,
abastecer a su ejército en Egipto y convertir a sus habitantes en
rehenes y simples daños colaterales. La reina bloquea esta
posibilidad, esperando con su flota a mitad de camino y
forzando la batalla en un terreno neutral. Al principio de este
capítulo decíamos que hay ocasiones en que Cleopatra, al
elegir entre su ambición personal y el bienestar de su pueblo,
escoge esto último. A muchos tal vez no les parezca la
decisión más inteligente, pero sin duda es la suya.
La reina y Marco Antonio escapan con los restos de su
ejército en dirección a Alejandría, seguidos de cerca por
Octavio. En la batalla definitiva, con todo en contra, las
fuentes sugieren que Cleopatra da la orden a su ejército de no
combatir. Otra vez una decisión táctica suya vuelve a
desconcertarnos. Cualquier gobernante hubiera ordenado una
resistencia a ultranza, total, qué más da, con todo perdido da
igual tentar a la suerte una vez más a cambio de unos cuantos
miles de vidas. Nuevamente no podemos saber por qué opta
por este camino, pero desde luego su decisión ahorra a Egipto
el espanto de la guerra sobre la población civil. Podemos
imaginar a Cleopatra recordando su juventud, casi veinte años
atrás, paseando entre los restos calcinados de la biblioteca de
Alejandría, con miles de valiosos volúmenes desaparecidos, y
jurando que jamás volverá a ver nada parecido.
La pareja se separa poco después: él trata de reorganizar el
ejército con bastante poco éxito y, parece que bastante
deprimido, se esconde en una isla cercana a Alejandría. En la
ciudad, Cleopatra se refugia en el mausoleo real, un fortín en
todos los sentidos salvo por el nombre. Se hace acompañar del
inmenso tesoro real y de sus dos esclavas más cercanas, Eira y
Carmión. Parapetada tras sus muros, trata frenéticamente de
llegar a algún tipo de acuerdo con Octavio. Este no toma al
asalto la fortaleza, no va a arriesgarse a una revuelta en Egipto
por atacar a una reina tan popular. Ella está dispuesta a abdicar
y dejar el reino en manos de su hijo Cesarión, y pide también
clemencia para Marco Antonio, pero todas las ofertas de la
reina son rechazadas.
Creyendo comprender los motivos de su enemigo,
Cleopatra envía un mensaje a su amante. En él, le comunican
el suicidio de la reina y su deseo de reencontrarse en la otra
vida. Todo este asunto, y lo que viene a continuación, resulta
demasiado romántico y novelesco, pero en este punto las
fuentes romanas (y egipcias) dejan bastante atrás sus
habituales juicios de valor e insultos, dando bastante
credibilidad al relato. Marco Antonio, valiente hasta el final,
se abre la tripa con su cuchillo, quedando malherido, pero no
muerto. Al tener noticia de ello, la reina pide que sea llevado
inmediatamente a su presencia.
Las tres mujeres, Cleopatra, Eira y Carmión, continúan
encerradas en el mausoleo. Las puertas están firmemente
atracadas y defendidas, y ellas se encuentran a salvo en la
planta más alta del edificio. Unos amplios miradores a gran
altura sobre la calle iluminan esta habitación con vistas al
Mediterráneo, donde se ha montado una sala del trono. Están
muy ocupadas en la última actividad en que esperaríamos
encontrar a una reina: tirando de una gruesa soga, izando un
bulto por uno de los balcones. No están muy habituadas a este
tipo de trabajos pesados, y sus delicadas sandalias resbalan por
el pulido suelo. Aun así, por pura fuerza de voluntad, van
ganando cuerda metro a metro. Al terminar, las esclavas
aseguran la soga contra una columna, mientras Cleopatra corre
hacia la balaustrada. Allí, atado al final del cabo, colgando a
más de diez metros del suelo, Marco Antonio se mece
inconsciente, cubierto de sangre.
Suben su cuerpo con cuidado y lo depositan en el suelo.
Ella le abraza y habla al oído, nadie escucha sus palabras, pero
Marco Antonio despierta al fin. El general no tiene preparada
ninguna gran frase con la que entrar en la historia: mucho
mejor —tratándose de él no podía ser de otra forma—, pide
una copa de vino y brinda por ambos antes de morir en sus
brazos. Nadie puede esperar la reacción de la siempre
pragmática Cleopatra, responsable del asesinato de sus
hermanos e inductora del suicidio de su amante. La reina grita,
los que la oyen piensan que ruge como un león, mientras se
araña la cara, los hombros y el pecho. Chilla cuando Eira y
Carmión tratan de agarrarla, las sirvientas luchan por impedir
que empuñe el cuchillo de Marco Antonio y se lo clave a sí
misma. Ama y esclavas ruedan por el suelo, golpeando y
gritando, hiriéndose con el filo del cuchillo, mezclando su
sangre con la del romano.
La pelea la termina uno de los legionarios de Octavio.
Usando sus propias escalas, unos cuantos soldados han trepado
en silencio hasta los balcones del palacio. El más rápido de
todos, tras analizar un segundo la situación, descarga un
potente puñetazo en el rostro de Cleopatra, que cae
inconsciente.
Pocos días después, con Alejandría completamente
controlada por los hombres de Octavio, Cleopatra vuelve a
sentarse en la sala del trono, flanqueada por sus esclavas y
fuertemente custodiada por legionarios romanos. Espera una
importante visita, así que viste con todos los elementos de su
dignidad; el nudo de Isis sobre el pecho, el tocado de la cobra
real, las manos cruzadas delante de ella, sujetando cayado y
flagelo. Con todo, el trabajo de sus maquilladoras no puede
disimular las heridas y marcas de la pelea, arañazos, cortes y
un ojo amoratado. Puede que ella no le dé mayor importancia.
Permanece inmóvil como una esfinge, casi no parpadea y
parece no percatarse de la llegada de su invitado, Octavio
Augusto, vencedor absoluto de la guerra.
El primer emperador de Roma le habla de paz y
reconciliación. Otorga la amnistía total para ella y sus hijos.
En un bondadoso gesto, ofrece a su hermana Octavia, viuda de
Marco Antonio, como protectora y tutora de los niños,
incluyendo a Cesarión. Habla incluso de visitar nuevamente la
ciudad juntos, como gesto de buena voluntad, renovando los
votos de amistad entre ambas naciones. Por primera vez
Cleopatra le mira y pronuncia unas pocas palabras que serán
las únicas de la reina que sobrevivirán a dos mil años de
historia.
—No seré exhibida en un triunfo.
No se hace ninguna ilusión sobre su futuro. Octavio
necesita un símbolo para mostrarse a su pueblo como el
guardián de las antiguas costumbres, el más noble y el primero
de los romanos. Necesita a Cleopatra viva. No va a arriesgarse
dando oportunidad a la reina de suicidarse, antes prefiere
llevarla a Roma con engaños para, una vez allí, cargarla de
cadenas y obligarla a recorrer la ciudad en un triunfo militar,
sufriendo el desprecio y la humillación a cada paso. Cleopatra
obtiene de su enemigo dos cosas: el derecho a enterrar a
Marco Antonio en su mausoleo y la promesa de respetar la
vida de sus hijos. Octavio solo cumplirá lo primero. Se
despiden sin más palabras, cada uno convencido del siguiente
paso a dar.
La sala del trono continúa bajo la vigilancia de los soldados
de Octavio, que examinan a todo aquel que entra o sale. Uno
de los esclavos de la reina trae su comida, ofreciendo una cesta
de higos a los hombres al pasar. Deposita la bandeja a los pies
de las esclavas y se marcha a toda prisa, tragando saliva al
cruzar delante de los guardias. La reina examina el contenido
hasta dar con lo que busca, un fino estilete y un pequeño
cuenco con un líquido de color claro. Eira es la primera en
extender el brazo para que Cleopatra, mojando el cuchillo en
el veneno de áspid, le haga un par de pinchazos en la muñeca.
Carmión la imita a continuación. Por último, ella misma se
inyecta la toxina en el torrente sanguíneo, disimulando la
herida con una tela.
La ayudan a colocarse el tocado, se apoya en el respaldo del
trono sujetando cayado y báculo. Las tres permanecen
inmóviles largo rato, tratando de disimular los calambres.
Cleopatra tiene un espasmo, con gesto de dolor busca la mano
de su doncella. Su pulso se acelera, le cuesta coger aire. Trata
de controlar el pánico y seguir respirando. Los guardias
parecen no enterarse de nada hasta que la cabeza de la reina se
dobla hacia delante, cayendo su tocado al suelo. Eiras no se
mueve, pero Carmión, torpemente, ciñe de nuevo la corona de
su señora. Ahora sí, furiosos y asustados por lo que acaba de
ocurrir, los legionarios corren hacia ellas.
—¿Te parece bien esto, esclava? —grita uno de ellos.
—Por supuesto que me parece bien. Es digno de la última
descendiente de una dinastía de prestigiosos reyes —responde
Carmión antes de desplomarse también.
Heme aquí que recibo la orden
de permanecer junto a las más antiguas divinidades
[…]
junto al alba de la existencia, en el océano del cielo,
yo soy lo que queda, junto con Osiris,
después de volver a transformarme en otras serpientes,
que los hombres no conocen y los dioses no ven. 1

El suicidio de Cleopatra es una puesta en escena de primera


categoría, y las referencias al Libro de los muertos egipcio
muy precisas. Cleopatra, como Isis, se aparta de los humanos
para ingresar en la esfera celestial. Con ella termina una época,
el último de los reinos egipcios. La complicación de simular la
picadura de una cobra, animal asociado a la realeza y que
nunca aparecerá, contribuyen a rodear su muerte de un enorme
misterio. Este misterio corre de boca en boca a lo largo del río,
de ciudad en ciudad, convirtiéndose en leyenda.
El mito del fin de Cleopatra ha crecido tanto que es
imposible reconocer su mano detrás de él. De hecho, la
representación más habitual es la de la reina siendo mordida
por una cobra, sin tener en cuenta que sus esclavos tendrían
que haber colado a tres agresivas serpientes, cada una de unos
dos metros, por delante de los guardias, para conseguir morder
a las tres mujeres. Mucho mejor todavía, la picadura es en el
pecho. Hasta este punto llegan las fantasías sexuales de
historiadores y cronistas, que obligan al pobre animal a morder
precisamente en el lugar que ellos hubieran escogido.
Para Octavio la victoria tiene un sabor agridulce. Nadie en
el Mediterráneo, ni en la propia Roma, puede hacerle frente,
pero le han robado el triunfo final. Se ve obligado a ceder a las
presiones y sobornos de los egipcios, que consiguen conservar
las estatuas y el culto a Cleopatra, la nueva diosa. Una religión
que se mantendrá en el país del Nilo hasta varios siglos
después de su muerte. Eira y Carmión también serán
recordadas con sendas estatuas, un símbolo de fidelidad hacia
una reina que, como comentábamos al inicio, curiosamente es
capaz de ganarse el sincero respeto de su pueblo. Esto es lo
más extraño de su historia y debería ser recordado.
La vida y muerte de Cleopatra VII, la última faraona de
Egipto, son excepcionales. Pero, más allá de eso, el mito que
hemos construido sobre ella es un espejo magnífico en el que
mirarnos como sociedad, en que apreciar la visión que
proyectamos sobre el relato de mujeres u hombres, nuestra
propia subjetividad y escala de valores.
En cuanto a Cleopatra, la mujer, simplemente escogió un
gran final digno de una gran reina.
LIVIA DRUSILA

(59 a. C. - 29 d. C.)

Puño de hierro. Guante de seda

Hoy es un día muy emocionante para Livia. Está plantada en


mitad de la calle, con las palmas de las manos extendidas
hacia delante. Tal vez se decida a bajarse el peplos para
mostrar el pecho, pero esta tradición no se cumple siempre, así
que depende de ella. A su lado, una criada espera paciente
sujetando un cuenco con aceite perfumado y unos trapos. La
calle está repleta de gente que aguarda expectante, de buen
humor, y otras chicas de su edad (de unos catorce o quince
años) esperan en la misma posición. A lo lejos, por fin,
empieza a escucharse la algarabía.
Los amigos del lobo, los lupercos, se acercan a la carrera y
ella estira el cuello para tratar de verlos. Son un grupo de
chavales que corren desordenadamente, empujándose y
gritando para darse ánimos, completamente desnudos y
borrachos. Chillan y ríen cada vez que descubren a una de las
chicas que también participan en el ritual entre el público, se
lanzan a por ellas empuñando látigos hechos con tiras de piel
de alguna cabra u oveja recién degollada, y las azotan sin
piedad. Livia cierra los ojos cuando los muchachos se fijan en
ella.
Los espectadores se apartan a una distancia prudencial y
ellos la rodean, golpeando una y otra vez. Los flagelos de piel
todavía tienen restos de sangre de los animales, que va
marcando finas líneas rojas en su cuerpo. Los lupercos se
aburren al rato y siguen su camino calle abajo buscando a la
siguiente víctima. Livia abre los ojos y respira aliviada. La
noche anterior casi no había podido dormir, entre el miedo y
los nervios. La realidad duele, pero no ha sido ni de lejos tan
grave como las historias con las que llevan semanas
asustándola. Mientras tanto su criada, sonriente y mirándola
con orgullo, empapa los trapos en aceite para frotar sus
verdugones.
La fiesta de las lupercales, en honor a la loba Luperca que
amamantó a Rómulo y Remo, es una más de las innumerables
tradiciones de Roma, destinada en este caso a garantizar la
fecundidad de las mujeres que se sometan a ella. Viéndolo con
perspectiva, no es una metáfora demasiado sutil de cómo ven
los romanos el tema de la maternidad: ellos disfrutando con
los amigos, borrachos; ellas aguantando los golpes en silencio.
Toda sociedad tiene una serie de mecanismos sutiles
(algunas veces tan sutiles como unos latigazos) para ir
recordando o enseñando a sus miembros el lugar que ocupan
dentro de ella. Para Livia, las lupercales son solo uno de estos
momentos, una fiesta que llega a ser divertida. Acostumbrada
a estar encerrada en su casa, posiblemente sea la primera vez
que se convierta en protagonista de algo. Si se tiene que llevar
unos cuantos latigazos a cambio, lo acepta encantada, y es que,
desde que tiene uso de razón, Livia se ha sentido invisible, y
no le falta razón.
Todo empieza cuando, a diferencia de a tus hermanos, a las
niñas romanas no os ponen un nombre. Evidentemente, tú no
puedes ser consciente de este hecho (aunque habrá algunas
mujeres adultas que luchen por este derecho), pero deberías
saber que no tener nombre te condena a no ser un sujeto. Si
eres niño te llamarás, por poner un ejemplo famoso, Cayo
Julio César. Si eres niña, serás simplemente Julia. Tan solo el
nombre de tu familia. Todas las mujeres de tu casa se llamarán
igual, Julia. Si tienes más hermanas, podréis ser Julia primera,
segunda, tercera…, o tu madre será la mayor y tú la menor, si
es que alguien se toma la molestia de distinguiros.
Eres propiedad de tu familia.
Seguramente esto también genere una sensación de orgullo
enorme: los hombres van y vienen, pero tú eres la salvaguarda
de tu linaje, tu deber es mantener el honor de tu familia por
encima de todo, ya que te han negado el derecho a pelear por
el tuyo propio.

Livia es hija de Marco Livio Druso Claudiano, que tiene


cuatro nombres en lugar de los tres habituales porque fue
adoptado por la familia de los Claudios, así que ella tendrá
algo más de suerte y será Livia Drusila, hija de Livio Druso.
De haber tenido más hermanas, todas hubieran sido Livias
Drusilas.
La pequeña cabecita de Livia se va llenando con toda esta
información. Le gustan mucho algunos de los mitos romanos
de los que hablamos en la introducción de este libro. Sin duda,
conoce el ejemplo de Lucrecia, que prefiere suicidarse a
perder su honor y su pureza, o el de las sabinas, que se casan
felizmente con sus violadores. Pero también hay que recordar
que le ha tocado vivir un momento de crisis, el del final de la
República, y ha podido conocer de cerca otros modelos de
mujer, a Fulvia y Cleopatra, en concreto; sus ambiciones, su
capacidad de labrar su destino y el precio que acabarán
pagando por ello. Toda su vida la pasará caminando por el filo
de la navaja, peleando por sus objetivos, buscando su propio
camino, sin olvidar mantenerse dentro del estándar de la
perfecta matrona romana. Lo mejor de todo es que le sale bien.
Livia es el ejemplo perfecto de la doble jornada laboral
aplicado en la Antigüedad. Como una mujer que deja a sus
hijos en el cole, hace brownies para merendar y tiene la casa
impoluta, y todo ello mientras llega a CEO de una
multinacional. Ser Livia es agotador.
Para ella, Lucrecia es solo una aficionada. Livia es la
heredera de la familia Claudia, la más pura y noble sangre
romana, defensores acérrimos de la tradición y los más
estrictos valores republicanos. Ir a cenar a su casa se convierte
en una velada inolvidable; conversaciones sobre genealogía,
sermones acerca de la auténtica moral y ética, y eternas
discusiones de política. Si te invitan mejor ve con el puntillo
ya cogido. Sus padres saben que es la joya de la corona y que
su matrimonio debe ser perfecto, así que esperan hasta que
tiene dieciséis años (a punto de convertirse en una solterona)
para casarla con el hombre adecuado, que resulta ser otro
Claudio, un primo de la familia llamado Tiberio Claudio
Nerón, de cuarenta y tres años (no, a pesar de su nombre no es
ninguno de los futuros emperadores).
Tiene todos los valores que se le presuponen a una joven de
buena familia. Por encima de todo, lealtad a su familia y
puditia, o pudor sexual. Solo queda por resolver una incógnita
que debe convertirla en la perfecta mujer que todo noble
romano espera. Livia deber ser fértil. Por suerte ha pasado el
ritual de las lupercales con nota.

Está recostada en una silla de parto, bastante parecida a las


actuales, con la barriga abultada y a punto de dar a luz. Es
atendida exclusivamente por mujeres, que se mueven de forma
eficaz, en un entorno bastante limpio. Tiene dieciséis años, así
que la edad de mayor riesgo ya ha pasado, y además cuenta
con la mejor asistencia que el dinero puede comprar. Consigue
mantener la compostura a pesar del dolor de las contracciones;
en toda su vida nadie la verá nunca perder los papeles en
público, ella encarna todas las virtudes de una matrona. Aun
así, un parto en Roma es el momento más delicado en la vida
de cualquier mujer. Las Matronalia, las fiestas en honor de la
maternidad, se celebran el uno de marzo, no es casualidad que
sean el mismo día que las fiestas en honor a Marte, dios de la
guerra. Los romanos tienen muy claro cuál es el campo de
batalla de los hombres y cuál el de las mujeres.
Uno de cada cuatro embarazos o partos no tiene buen final,
o muere el pequeño, o la madre, o ambos. Hay mujeres en
todas las ramas del campo médico, pero el oficio de
comadrona es exclusivo de las mujeres. Se conservan pocos
tratados de su trabajo, pero sabemos que están bien formadas y
preparadas para su labor. Por desgracia, la altísima mortalidad
infantil impone a las mujeres la obligación de tener muchos
hijos y de quedarse embarazadas desde que son demasiado
jóvenes, lo que, unido a las pobres condiciones higiénicas,
hace que estas comadronas realmente necesiten conocer su
oficio.
La mirada de los hombres de un mundo que consideran
completamente ajeno es, cuando menos, pavorosa. Los
escritores romanos tienen teorías para todo, mansplaining le
llamaríamos ahora, y no van a desperdiciar la oportunidad de
que nos echemos unas risas. La función del útero entra
directamente en el campo de la ciencia ficción para ellos, así
que lo resuelven explicándonos que este órgano es un
pececillo que se mueve libremente por el cuerpo de la mujer.
Es un bichejo bastante travieso que, según le dé, va mordiendo
por dentro un día en el pecho, otro en el codo y el siguiente en
el estómago, de ahí los misteriosos cambios de humor de las
mujeres. Esta es la explicación fisiológica de su conducta
errática, no es culpa suya, las pobres. Si alguna vez visitas un
museo con piezas de la antigua Roma y ves un exvoto (una
pequeña ofrenda para los dioses) con una forma que recuerda a
la de un pez hinchado, posiblemente sea uno de los úteros de
los que hablamos, se conservan bastantes.
Según nos cuentan, una mujer antes del embarazo es un
«campo preparado para la siembra», «una maceta», mientras
que el hombre es «una espada» o «un arado» (nótese la
obsesión con las cosas largas, duras y puntiagudas). Las
embarazadas, en cambio, son un horno que debe tener la
temperatura correcta para la buena cocción del bollo. Y es que,
evidentemente, ella es solo un receptáculo, toda la fuerza
creadora proviene del hombre. Puestos a jugar a la piñata
(antes o después acertarán algún golpe, más tarde que pronto),
también creen que, si el semen proviene del testículo derecho,
el bebé será niño, y, si es del izquierdo, niña. Como daños
colaterales, muchos preocupados padres romanos se atan con
fuerza este último tratando de asegurarse una descendencia
masculina.
Es importante entender este aspecto de la mentalidad
grecolatina. Una mujer es simplemente un hombre imperfecto,
algo que se ha quedado a medio hacer (por eso necesitan ser
tuteladas de por vida). En los primeros estadios de la vida, el
feto se parece más a una mujer biológica y, si se dan las
condiciones óptimas dentro de la madre, se va desarrollando a
hombre biológico. Medicina, filosofía y religión se dan la
mano para construir un discurso que deja bien claro el valor de
una mujer respecto al de un hombre.
Livia no puede más, con la comadrona a su lado
exigiéndole que empuje; no vamos a entretenernos más
comentando todo lo que los médicos romanos opinan acerca
del papel secundario de las mujeres en este proceso. Si quiere
gritar, insultar o encomendarse a alguna diosa tiene bastante
donde escoger. Diana y Juno la acompañan ahora mismo,
protegiéndola durante todo el proceso. Lucina es la deidad que
ayuda a los bebés a venir al mundo, de ahí viene lo de dar a
luz. Nona y Décima se encargan de contar el tiempo del
embarazo. Prorsa y Postverta echarán una mano si viene de
nalgas, mientras que Stimula relaja a Livia. Intercidona
protege al bebé del malvado Silvano que viene a secuestrarlo.
Cunina le cuidará en la cuna y Ossipagina hará que le salgan
los primeros dientes. Potina le dará sus primeras papillas y
Statina le enseñará a andar. Si estás pensando en montar una
línea de productos infantiles, ahí tienes unas cuantas ideas para
la marca comercial. De nada.
Ha demostrado ser una auténtica mujer romana. Ha dado a
luz a su primer hijo, un varón sano. Lo de que es su hijo es un
decir, porque legalmente el bebé pertenece al padre (si este lo
reconoce como suyo). Por si lo habías olvidado, la madre es
solo un receptáculo. Al niño le llaman como al padre, Tiberio,
y este sí que se convertirá en el famoso emperador Tiberio. De
momento, a pesar de todas sus virtudes (o precisamente por
ellas), ella es un personaje secundario de su propia vida. Lo
sigue siendo cuando estalla la guerra civil tras la muerte de
Julio César y su familia escoge el bando equivocado,
enfrentándose a Octavio. Los orgullosos Claudios, defensores
de la República, poco pueden contra la ambición del joven, y
el padre de Livia es obligado a suicidarse honorablemente,
admitiendo la derrota y tratando de salvar al resto de su linaje.
Su atropellada huida de Roma acompañando a su marido
nos deja una imagen sorprendente de ella. En mitad de Grecia,
perseguidos por los agentes de Octavio, se declara un incendio
forestal del que salva la vida por puro milagro. Esta Livia, con
la ropa y el pelo chamuscados, recuerda muy poco a la de las
magníficas estatuas de la futura primera dama de Roma.
Aunque sea fácil verla impávida, como de costumbre,
cargando con el pequeño Tiberio envuelto en una manta
empapada, seguimos sin poder reconocerla en las crónicas de
la época. Es simplemente un bulto más, un añadido a la
historia de los hombres, una medalla que ponerse al pecho.
Octavio consigue hacerse con el poder en Roma (muy cerca
de él andurrean Fulvia y Marco Antonio, como recordarás) y,
magnánimo, concede el perdón a muchas de las familias
enemigas. En concreto los Claudios, de moral intachable, le
vienen de perlas para demostrar su virtuosismo. Ten un poco
de paciencia porque nuestra pudorosa Livia, silenciosa como
un ratón, está a punto de convertirse en la estrella de la
película.
Acompañada de su marido, acude a una fiesta de
reconciliación organizada por Octavio. El pequeño Tiberio
tiene tres años y está embarazada de nuevo cuando el enemigo
de su familia posa sus ojos en ella. De inmediato cae
enamorado de Livia y le pide matrimonio, o al menos eso
cuentan las crónicas, que lo justifican porque ella pasa por ser
una de las mujeres más hermosas de Roma. Ante este
comentario solo podemos reprimir un rápido bostezo para no
perder el hilo de la narración y pensar en los verdaderos
motivos de Octavio para este estrambótico giro de guion.
Emparentar con los Claudios es hacerlo con uno de los
linajes más nobles de Roma, desde luego, pero tampoco le
hace demasiada falta, él es más de eliminar por la vía rápida a
todos sus enemigos y robarles todo su dinero. Octavio puede
tener muchos defectos (como ser un genocida sin ningún tipo
de empatía o escrúpulos), pero si hay algo que le hace destacar
es su capacidad para reconocer el talento y atraerlo; no se
equivoca al escoger como mano derecha al general Agripa, y
no lo hace al elegir a Livia como compañera y principal
consejera para el resto de su vida.
Ante este nuevo matrimonio nuestra protagonista tiene muy
poco que decir, simplemente puede sonreír pensando en el
enorme favor que le está haciendo a su propia familia, que
pasan de enemigos a aliados del primer ciudadano. La
humillación de tener que caminar hasta el altar embarazada y
poner su mano sobre el asesino de su padre solo podemos
suponerla, porque ella jamás deja entrever una emoción real.
Es Livia Drusila.
Seguro que llevas un rato viendo un pequeño problemilla
con todo este enlace: está casada ya (con un hijo y embarazada
del siguiente, por si fuera poco). Aunque nos importe menos,
Octavio también está casado en segundas nupcias y tiene una
hija. Si te parece un contratiempo serio, es porque no estás
demasiado acostumbrado a la mentalidad romana, y mejor que
no lo hagas. El día de su boda, es el marido de Livia, Tiberio
Claudio Nerón, quien oficia de padrino llevándola de la mano
y entregándosela como un regalo a Octavio por sus enormes
favores a la República y su contribución a la paz y la
prosperidad, «como un hermano se la entregaría a otro
hermano». A la alta política de Roma se va llorado de casa.
Es muy difícil saber qué piensa Livia cuando mira a su
nuevo marido. Su familia parece a salvo y se abre un futuro
prometedor para sus hijos, pero ella está embarazada y por
fuerza tiene que sentirse acorralada. Mucho más cuando
Octavio tiene una hija de otra esposa, de la que acaba de
divorciarse. Es un hombre bastante joven, de veinticuatro años
—solo cuatro más que ella—, algo bastante infrecuente
también. Livia, prudente, tiene que permanecer en silencio,
tratando de comprender al hombre al que ha unido su destino.
¿Quién es Octavio?
Nosotros le conocemos un poco, ha sido el secuaz de Fulvia
primero y el hombre que lleva a la tumba a esta y a Cleopatra
después, un currículum que da miedo. De niño, un hombre tan
sagaz como Julio César vio algo en él para nombrarle su
heredero por delante de otros candidatos más obvios. Posee un
talante hermético y es absolutamente despiadado, incluso para
el estándar romano. Quizás la mejor definición de su carácter
la dé el genial escritor Terry Pratchett: «Octavio es capaz de
pensar de sí mismo en mayúsculas: yo tengo UN DESTINO, mi
nombre SERÁ RECORDADO, Roma ME NECESITA». Hay que tener
muchísimo cuidado con una persona capaz de pensar en
mayúsculas.
Por completar su semblanza, es supersticioso más allá del
ridículo. Una vez al año se disfraza de mendigo para pedir
limosna y ahuyentar así a la mala suerte; nos iría mejor si esta
fuese la imagen que todos recordáramos del primer emperador
de Roma y no la de sus estatuas vistiendo una coraza con los
abdominales esculpidos. Además, mantiene siempre cerca de
él una piel de foca para espantar a los rayos, que le aterrorizan.
Su padrastro Julio César, de cuya calvicie y homosexualidad
los romanos se permitían burlarse, encajaba las bromas más o
menos bien; sin embargo, con Octavio estas cosas se comentan
en voz muy baja, no tiene el más mínimo sentido del humor.

Livia ha sido educada como una niña de la élite romana.


Conoce a la perfección lo que se espera de ella, pero, además,
empieza a enseñar la patita y mostrar una perspicacia fuera de
lo común. A pesar de las dudas o el miedo que cualquier ser
humano pueda sentir en sus circunstancias, comprende la
estrategia y objetivos de su marido. Por facilitar la lectura,
hemos separado a las protagonistas de este libro por capítulos,
pero los primeros diez años de su matrimonio coinciden con la
despiadada lucha entre Cleopatra y Octavio. Livia hace suya
esta pelea e inventa su propio campo de batalla. El tándem que
forma con su esposo es tan perfecto que parece irreal.
Livia y su marido acostumbran a pasear por las calles de la
ciudad. Las cicatrices de la guerra civil siguen abiertas y, de
hecho, las noticias que llegan de Egipto son preocupantes.
Caminan rodeados de su guardia de lictores (una especie de
guardaespaldas que simbolizan el poder romano), con un
vestuario sobrio, sin grandes alardes ni ningún símbolo de
ostentación. Son la imagen de la pareja perfecta a la vista de
todos.
Mientras ellos deambulan por las calles y saludan con
infinita dignidad, en Roma siempre hay alguien liándola, y hoy
le toca a un grupo de amigos que han salido de bares
demasiado temprano. Para no gustarles los reyes, los romanos
parecen los reyes de las apuestas estúpidas; en este caso, uno
de los borrachos decide que empieza a tener calor y se
desprende de toda su ropa, siendo imitado con entusiasmo por
sus compañeros. Al poco deciden continuar la juerga en otra
taberna y salen a la calle corriendo y gritando para que no
decaiga el ánimo, cual lupercos, pero sin el respaldo de la
religión oficial para cubrirles las espaldas.
Al doblar una esquina, benditas casualidades, las dos
comitivas chocan. El grupo de hombres desnudos caen sobre
los lictores, arrollando a Livia, que se levanta como puede
ayudada por algunos de sus guardaespaldas, mientras que otros
detienen a los infelices, a los que se les acaba de cortar la
merluza al reconocer la calidad de las personas que tienen
delante. Todos esperan la reacción de Octavio, que permanece
inmóvil mientras un párpado le tiembla de pura ira: su mujer
representa lo más inmaculado y sagrado de Roma, el regreso a
los antiguos valores, y ha sido violentada en mitad de la calle,
en su presencia.
—Ejecutadlos. Ahora —es lo único que dice.
Los hombres lloran arrodillados mientras los lictores se
preparan a cumplir la orden. Livia da un paso al frente, toda la
calle contiene la respiración, sin perder detalle. Media Roma
parece ser testigo de lo que ocurre, y correrán a contar a la otra
media lo que acaba de suceder aquí. Con delicadeza, sumisa,
posa su mano en el antebrazo de él.
—Octavio, para una matrona romana casta, que controla
sus impulsos, ver a hombres desnudos no significa más que
contemplar a una estatua desnuda. Deja que se marchen.
Livia nunca más será una mujer invisible. La República
está muerta y está a punto de nacer un imperio dirigido por
una única familia gobernante. Octavio se presenta como el
padre inflexible que Roma necesita, duro pero justo, garante
de las viejas tradiciones, y Livia es la madre. También virtuosa
y justa, pero cariñosa y más dispuesta a perdonar un error de
sus hijos. La aparición de los borrachos a la carrera está tan
bien calculada que no sería de extrañar que esa misma noche
cobren el sueldo pactado, antes de ser ejecutados para
garantizar su silencio. Podemos volver a reflexionar sobre
Cleopatra en el lejano Egipto y en el muro ideológico que se
está armando frente a la faraona del Nilo. Una revolución
moral conservadora que se refleja en la legislación sobre el
matrimonio, el divorcio y otras costumbres y tradiciones
romanas, que trata de justificar la supuesta urgencia de los
romanos en entregar todo el poder a Octavio. Se manipula la
nostalgia por un supuesto pasado glorioso en que cada romano
tenía lo que en verdad merecía, antes de que extranjeros,
mujeres, homosexuales y otros depravados tomasen el control;
Roma necesita a esta pareja para recuperar lo que les han
arrebatado. El discurso es tan actual, tan universal, que da
miedo comprobar lo fácil que es activar según qué resortes en
la mente de los seres humanos.
El matrimonio está formado por dos depredadores con un
único objetivo en mente, aunque la realidad presenta una arista
todavía más interesante. Livia no solo une su destino al de
Octavio, además ella tiene dos hijos propios y hará todo lo
necesario para colocarlos en el poder, pasando por encima de
su todopoderoso marido si lo considera necesario. Maestra del
engaño dentro del engaño.

A pesar de su riqueza y poder, la pareja sigue viviendo en


una casa del Palatino relativamente modesta; ella se ocupa de
la economía doméstica y se deja ver tejiendo su propia ropa y
la de su familia, como corresponde a una mujer (o como un
narcotraficante que se da de alta como taxista). Tanto Livia
como Octavio tienen hijos de sus anteriores matrimonios, pero
no hay mejor forma de asegurar su futuro que teniendo
vástagos en común, los primeros herederos de la dinastía Julio
Claudia, así que la noticia de su embarazo es recibida como un
buen augurio en Roma. Los tiempos de la agitación política
parecen tocar a su fin. Todo va bien hasta los últimos meses
del embarazo, cuando Livia empieza a sufrir de fiebres y nota
que el feto ha dejado de moverse. Toda mujer sabe
exactamente lo que esto significa, Livia es incapaz de reprimir
el escalofrío que recorre su espalda.
Por tercera vez en su vida, se encuentra recostada en la silla
de parto, pero esta vez las miradas que intercambian las
comadronas transmiten una enorme preocupación. Livia no es
demasiado consciente de esto, un bebedizo a base de beleño,
mandrágora u opio la mantiene atontada. Es necesario que
permanezca así para que el dolor de la cirugía a la que va a ser
sometida no le provoque espasmos que la desgarren por
dentro. Otra de las mujeres vierte cera templada derretida
sobre sus ojos. También es importante que no pueda ver lo que
está a punto de ocurrir; por experiencia, las doctoras saben que
la aterrorizada paciente puede tratar de levantarse de la silla a
pesar de estar drogada. Para más seguridad, la más corpulenta
de ellas se sitúa detrás de Livia, sujetando firmemente sus
hombros, mientras le susurra que esté tranquila y se ocupe solo
de respirar. Otra tira arena en el suelo delante de la silla para
que la cirujana no resbale con la sangre de su paciente.
Puede que en algún momento hayas escuchado que el
aborto era un derecho de cualquier mujer romana, así de
avanzadas estaban. Y no es cierto. La pregunta que
deberíamos hacernos es si una vaca tiene derecho a abortar. Y
no, el derecho obviamente es del ganadero dueño del animal.
En Roma pasa exactamente lo mismo, el aborto es un derecho
del hombre, ya que el hijo es de su propiedad y la mujer es
legalmente una menor de edad tutelada. Hay algunas mujeres
que pueden decidir sobre el aborto por no estar bajo el control
masculino, son las llamadas infames, como las prostitutas,
actrices o gladiadoras, por citar algunos ejemplos, pero no es
menos cierto que también pueden ser violadas y asesinadas sin
que nadie mueva un dedo, viven al margen de la sociedad. Si
el marido desconfía de las intenciones de su mujer respecto a
tener el bebé, puede mantenerla encerrada y bajo vigilancia
para asegurarse el nacimiento.
La cirujana dispone sus herramientas en perfecto orden, en
una mesita junto a su paciente; bisturíes curvos, pinzas, agujas
de varios tamaños, tenazas, algo parecido a un fórceps y un
espéculo vaginal. La operación llamada embriotomía es
peligrosa hoy en día, así que nos podemos imaginar hace dos
mil años. Estamos tan acostumbrados a ver batallas y sangre
en el cine que no deberíamos tener mucho problema en
empezar a hablar de este tipo de intervención, que tal vez haya
terminado con la vida de más mujeres que todas las guerras
juntas, por muy desagradable que resulte o nos revuelva el
estómago, y sacarla de la oscuridad a la que ha sido
arrinconada.
El mayor peligro para la madre es que el feto, una vez
muerto, como cualquier cuerpo, se pudre e hincha
rápidamente, provocando una sepsis e infección masiva, por lo
que es necesario extraerlo con muchísimo cuidado y habilidad.
A esto se dedica la cirujana, mientras su ayudante echa más
tierra en el suelo y limpia alrededor. Con infinita destreza usa
sus herramientas, tanteando primero y troceando y
desmembrando el feto después. Poco a poco lo va sacando,
asegurándose de que no se astille ningún hueso ni quede el
más mínimo resto dentro. Disloca las extremidades para poder
tirar de ellas. Por lo poco que sabemos de este caso concreto,
la doctora conoce a la perfección lo que está haciendo y la
operación es un éxito.
No hay que sumergirse en ningún libro de historia para
conocer las consecuencias de esta salvajada. Hoy por hoy,
todavía algunas mujeres son empujadas a ella en los países
donde el aborto es ilegal. En la antigua Roma, al menos, las
herramientas eran de primera calidad; ahora se llega a hacer
hasta con una percha si no hay nada mejor a mano. El
porcentaje de mujeres muertas es enorme, y las que sobreviven
tienen una alta posibilidad de quedar estériles o sufrir otras
secuelas físicas. Las consecuencias psicológicas también son
fáciles de imaginar.
No sabemos a ciencia cierta si Livia fue sometida a esta
operación porque las fuentes solo nos dicen que sufrió un
aborto tardío, pero tenemos claro que jamás volvió a
engendrar un hijo, así que las posibilidades de haber sufrido
esta intervención son muy altas. Como siempre, las fuentes
romanas hablan solo de lo que les interesa y omiten todo
aquello que les parece poco relevante.
Llevamos miles de años hablando de la historia de los
primeros emperadores, de sus guerras civiles y de las luchas
por la sucesión. De los enormes problemas de la ausencia de
un heredero claro en el comienzo de la dinastía Julio Claudia.
Se han hecho magníficas películas y series de televisión y
escrito grandes dramas al respecto. Sin embargo, hasta hace
muy poquito nadie había levantado el dedo para señalar que en
Roma es mucho más habitual morir en la silla de parto que en
un campo de batalla, y para hablar de las consecuencias del
aborto y posterior esterilidad de la primera de sus mujeres,
entre otras, la ausencia de un sucesor evidente en la familia
imperial.
Una mujer de la élite romana es medida, en gran parte, por
su capacidad para engendrar hijos. Así que, aparte de las
secuelas que arrastre Livia, su situación no puede ser más
delicada. Su marido, además, obsesionado por el absoluto
control, antes de estar con ella ya se había divorciado dos
veces en su búsqueda de la esposa perfecta. Octavio tiene a su
alcance docenas de chicas jóvenes de buena familia de
fertilidad probada. Este parece el momento perfecto para que
Livia empiece a actualizar su currículo.
Sin duda, lo más interesante de cualquier personaje
histórico es conocer su auténtico carácter y motivaciones, algo
muy difícil de conseguir. En el caso de las mujeres es
prácticamente imposible, su voz nos llega demasiado
amortiguada. No sabemos nada de Livia de primera mano, más
allá de las historias de la perfecta mujer romana, o la malvada
conspiradora en la sombra, pero podemos acercarnos a ella por
la huella que deja en los hombres que la rodean. Octavio, la
encarnación absoluta de la falta de escrúpulos y empatía, que
nunca se apartará de su camino hasta obtener el poder total en
Roma, jamás se divorciará de ella, formando un matrimonio
que durará cincuenta y dos años, hasta la muerte de él. Los
años pasan, pero, a pesar de la ausencia de descendencia en
común, la pareja cada vez se muestra más unida.

Livia aguarda paciente a que todos los invitados de su


marido se hayan marchado, un grupo de nobles que había
acudido a su domus a tratar algún asunto. Lejos de los
edificios públicos, esta es una forma habitual de hacer política
en Roma. Al igual que a nosotros, a los romanos también les
gustan las casas de diseño abierto, así que, mientras se
mantiene ocupada con su telar, rodeada de otras mujeres y
niñas de la casa, no tiene mucho problema para verlos
conversar en uno de los despachos de su marido, antes de que
abandonen la vivienda tras dirigirle un respetuoso saludo al
pasar.
Livia se acerca a su esposo, que continúa sentado tras una
gran mesa, hasta colocarse cerca de él, de pie. Le observa en
silencio, mirando ligeramente hacia la puerta de salida, sin
hacerle ninguna pregunta. Es Octavio el que habla.
—Uno de esos hombres, el senador Cornelio Cinna,
conspira contra mi persona. Tratará de asesinarme.
Livia sigue sin hablar, solo le interroga con la mirada.
—Lo sé porque lo sé. Estoy convencido.
Ahora sí le responde.
—Y aunque no conspirara, tú has decidido acabar con su
vida. Solo te resta decidir cómo.
Octavio hace gesto de enfadarse, no le gusta que le lleven la
contraria, pero el tono de su esposa hace que la protesta muera
en sus labios. Es imposible frente a la contención y modestia
de ella. Al ver la duda en sus ojos, Livia continúa hablando.
—Octavio, no solo no debes cometer ninguna injusticia,
sino que no debes dar la impresión de que la cometes.
Gobiernas a hombres, no a bestias. Un hombre puede ser
obligado a temer a otro, pero debes convencerle para que te
ame. Y se convencerá no solo por el buen trato que reciba,
sino por el que vea que reciben otros. Octavio, no te digo que
te vuelvas clemente con todos los que hayan cometido un
delito; es necesario extirpar al osado, tal como se hace con las
partes incurables del cuerpo. Pero, en cambio, a los que por su
ignorancia cometan un error, a unos será necesario
amonestarlos verbalmente, a otros enderezarlos con amenazas
y a todos con comedimiento, tal como haces con los esclavos
que han cometido una falta. Los gobernantes deben perseguir a
los que perjudiquen el bien público, mas deben tolerar a
quienes parezcan que los han agraviado en privado. Octavio,
empieza por estos hombres, tal vez ellos puedan cambiar y
hacer mejores a otros. La espada no puede conseguirlo todo,
mataría el cuerpo de una persona, pero enajenaría el alma de
otros muchos, llenándose de odio por el destino que ellos
mismos temen. Y los que obtienen perdón muchas veces no
solo se arrepienten, sino que, en pago, prestan numerosos
servicios con la esperanza de recibir más beneficios. Octavio,
fíjate en los médicos…, rara vez recurren a las amputaciones.
Antes alivian a sus pacientes con remedios para no agravar su
enfermedad.
—¿Acaso preferirías que lo nombrase cónsul? —pregunta
su marido, poco dispuesto a dar su brazo a torcer.
Si has leído con atención, Livia llama continuamente por el
nombre de pila a su marido. Eso se aprende en cualquier
escuela de vendedores, ya sea para ser teleoperador o en El
lobo de Wall Street. Ahora, anticipando la victoria de su
argumento, no va a meter la pata esbozando una sonrisa de
triunfo ni a replicar a la pregunta de forma altiva. Eso sería de
aficionado. Permanece más sumisa si cabe, más comedida,
respondiendo con las palabras que su marido necesita oír,
aunque él ni lo sepa.
—Octavio, si lo hicieras, Cornelio Cinna dejaría de tener
motivos para matarte.
Si no solemos creernos los discursos que las fuentes ponen
en la boca de los hombres famosos, no vamos a empezar a
hacerlo ahora simplemente porque se trate de una mujer. Esta
conversación tiene lugar en privado y ninguno de sus
protagonistas la registrará y, aunque lo hubieran hecho, ya han
demostrado que no son dos personas de las que uno pueda
fiarse. Es un resumen de lo que el historiador Dion Casio se
inventa tiempo después, el llamado discurso de la concordia.
Lo que sí podemos dar por cierto es la intervención de Livia
aconsejando a su marido en este caso y otros muchos,
suavizando la agresiva política de este, envolviendo el puño de
hierro en un guante de seda. Por cierto, el senador Cornelio
Cinna acabará salvando la vida y convirtiéndose en cónsul,
además de en uno de los más fervientes partidarios del
emperador Octavio. Esta será la última de las muchas
conspiraciones para acabar con él, haciendo buenos los
consejos de Livia, ya sean los que pone en su boca Dion Casio
o cualquiera que quieras imaginarte.
De Octavio sabemos que es un absoluto maniático del
orden y el control, llegando a escribir y ensayar sus
intervenciones públicas con Livia. A nosotros nos interesa más
saber que no solo prepara esos actos, sino que también estudia
las conversaciones que va a tener con su esposa. De nuevo, no
podemos conocer a Livia de primera mano, pero sí elucubrar
sobre el tipo de personalidad de su esposa, que consigue que el
primer emperador de Roma, soberano del mundo conocido, no
confíe del todo en sus propias palabras hasta contar con la
aprobación de ella. Puedes pensar en una mente controladora y
despiadada, o en alguien tan inteligente que hace que las
personas a su alrededor se sientan como niños pequeños.
Puedes pensar lo que quieras, a fin de cuentas, nunca lo
sabremos a ciencia cierta, y Livia es un poco de todos.
Imagínala como prefieras, lo que es innegable es que se
convierte en la gran confidente y consejera de Octavio,
llegando a ostentar un estatus equivalente al de amicus
principis, que es básicamente el consejero oficial del
emperador. Según pasan los años, su prestigio en Roma
aumenta sin cesar. Livia, infatigable, se muestra
continuamente en público como el modelo de comportamiento
al que toda mujer debe aspirar, sin un solo desliz en toda su
vida. Si decíamos que Octavio es un personaje que da miedo,
Livia no se queda atrás, su perfección resulta sencillamente
aterradora. Los romanos comienzan a ver como algo natural
que ella se convierta en la voz de su marido en cuestiones de
Estado cuando él se encuentra lejos de la ciudad (lo que
sucede con frecuencia), o que dirija las finanzas imperiales. A
fin de cuentas, no dejan de ser una extensión de la economía
doméstica en la que ella demuestra sobresalir. Sin hacer
ningún ruido, a base de pura inteligencia y jugando
únicamente con las cartas que le han repartido, Livia se coloca
en el centro del poder.
En paralelo, la revolución tradicionalista en Roma avanza
viento en popa para ella. La familia imperial es reconocida
como la más pura y noble de entre todos los romanos, y se
empiezan a erigir estatuas y a acuñar monedas de Livia. Puede
que esto parezca poca cosa, pero hasta el momento solo otra
romana había tenido el privilegio de plasmar su cara en una
moneda romana: Fulvia, y ya sabemos cómo se las gastaba
ella. Algunos contratos matrimoniales se formalizan delante de
su efigie, algo normal si tenemos en cuenta que se está
presentando como la madre de Roma. A pesar de ser madre de
dos hijos, su figura se equipara a la de las vírgenes vestales,
convirtiéndose en una figura sagrada.
Su marido le concede algunos privilegios, el más
importante de los cuales es el de poder administrar su propio
patrimonio. Dicho de otra forma, las mujeres en Roma son
seres poco de fiar que necesitan ser tutelados toda su vida,
excepto Livia. Ella encarna el modelo de matrona. Podría
haberse gastado sus ahorros en un cochazo (o un carrazo) o en
tragaperras, pero lo utiliza para ayudar a amigos en apuros
económicos y lo invierte en obras de caridad. Toda su vida
vestirá de forma sobria, con ropa confeccionada por ella
misma, sin ostentosa joyería. Es imposible ser más sosa que
Livia. Sus aburridos antepasados Claudios la observan,
asintiendo gravemente, con orgullo, desde el más allá donde se
encuentren.

Acompañar a la siempre prudente Livia nos permite


observar lo que ocurre detrás de las cámaras, lejos de las
grandes decisiones que hacen la historia. Podemos apreciar
hasta qué punto el relato histórico ha llegado corrompido hasta
nuestros días y repensar seriamente cómo interpretamos
nuestro pasado.
Esta noche, Livia ofrece una elegante velada para un
selecto grupo de amigos de su marido. Es imposible que no
nos sintamos intimidados por los nombres que Livia, nuestra
anfitriona, nos va presentando uno a uno: el propio emperador
Octavio, Mecenas, Virgilio y Ovidio. Por muy poco que
sepamos de Roma, estos nombres nos recuerdan a grandes
artistas y protectores del arte. Toca ponernos nuestras mejores
galas y mantener la compostura. Pero tan solo hace falta leer
alguna de sus obras más famosas para que una imagen algo
distinta se forme ante nuestros ojos: este grupo de amigotes,
borrachos durante toda la cena, más que grandes protectores
del arte parecen un cuadro en sí mismos.
El gran poeta Ovidio, sin cuestionar nunca su gran calidad
literaria ni pretender que debamos dejar de leerlo, nos deleita
con unos versos de su obra más famosa, el poema didáctico
Ars amatoria o el Arte de amar. Ha pasado a la historia como
un bello canto sobre el amor, con consejos sobre cómo cortejar
a una mujer o recuperar el amor perdido. A Octavio se le
atragantan las uvas, algunos de sus versos son bastante
opuestos a su mentalidad conservadora. A nosotros, sin
embargo, nos llaman la atención otras partes:
A las mujeres les gusta esa clase de violencia; lo que les produce placer desean
darlo muchas veces obligadas por la fuerza. Todas se alegran de haber sido
violadas en un arrebato imprevisto de pasión y consideran como regalo esa
desvergüenza. Por el contrario, la que, pudiendo haber sido forzada, se retira
intacta, aunque finja alegría en su rostro, estará triste.
Haz promesas a una mujer para obtener lo que deseas, ¿en qué te perjudican
las promesas? Si sois listos, burlaos de ellas impunemente: engañad a las que os
engañan; en su mayor parte son una raza impía.
Odio a la que se entrega porque es necesario entregarse y piensa para sus
adentros en la lana que ha de trabajar.
Vergonzoso es ver a una mujer caída por el suelo, embriagada por el mucho
vino: merece verse obligada a acostarse con cualquiera. 1

Mientras estamos pensando en la cantidad de veces que,


hoy por hoy, todavía seguimos escuchando estas inofensivas
reflexiones sobre el auténtico amor en la barra de cualquier
bar, Livia nos presenta al conocido poeta Virgilio, escritor de
la famosísima Eneida. Otra vez nos ponemos algo colorados
pensando en qué tema de conversación vamos a ser capaces de
sostener frente a tan ilustre escritor, hasta que leemos su obra y
el bueno de Virgilio empieza a darnos un poco de lástima.
El emperador le ha encargado un trabajo laudatorio que
entronque su propio linaje con los orígenes de Roma, hasta la
mítica guerra de Troya. Virgilio crea así una continuación de
los poemas homéricos (sí, amigos, la fan fiction ya estaba
inventada), la Ilíada y la Odisea, conectando a los héroes
clásicos con su patrocinador Octavio. Es un publirreportaje de
indudable calidad literaria, tanto que el propio Virgilio nos
acaba cayendo bien: en un inesperado arranque de dignidad,
trató de quemar todas las copias antes del estreno. No lo logra
por poco y la Eneida consigue un puesto, junto al Arte de
amar, en esa estantería de las bibliotecas destinada a libros que
necesitan urgentemente una relectura.
De Mecenas no vamos a hablar demasiado, bastante tiene
con aguantar sus propios problemas. Su esposa Terencia, la
gran perjudicada en todo este asunto, es, junto a Livia, la
protagonista involuntaria de la cena. Es un secreto a voces que
el emperador la ha escogido como amante y ni ella ni su
marido quieren o pueden hacer nada para negarse. Octavio,
borracho como el resto, se encuentra pletórico de fuerzas y
acaba de tener una gran ocurrencia con la que amenizar la
noche. De qué sirve tener el poder absoluto si no puedes
mostrarlo cuando te venga en gana, debe de pensar. Ordena
que todos los invitados aparten el mobiliario, triclinios, sillas y
mesas para hacer hueco en el centro. Si todavía no te has
escaqueado, ya sabes, toca mover muebles.
El emperador declara estar ante las dos mujeres más
hermosas de Roma (su esposa y su amante, recordemos),
ambas deben desfilar en un pase de modelos, y él será el juez
que anuncie la vencedora. Podemos llegar a pensar que, bajo
la mentalidad de la época, cualquier mujer reconoce ese orden
de las cosas como natural, ha sido educada dentro de una
escala de valores que la convierte en un objeto. Pero también
deberíamos añadir que los esclavos asumen su situación como
natural y tampoco estaríamos diciendo la verdad. Conocemos
las continuas luchas y tensiones en el sistema, por parte de
esclavos y mujeres, por una serie de derechos básicos.
Vemos la bilis y la humillación subiendo por la garganta de
Livia mientras espera su turno primero y camina por la
habitación después, a la vez que su marido hace jocosos
comentarios sobre una u otra mujer. Manteniendo la dignidad,
sumisa como corresponde a una matrona, al resto de los
invitados les cuesta sostenerle la mirada. Si te interesa conocer
el resultado del concurso y el nombre de la mujer más bella de
Roma, búscalo en otro libro, aquí no encontrarás la respuesta.
La velada termina tarde, los esclavos se afanan en recoger a
toda prisa maldiciendo por lo bajo, pensando en el madrugón
que les toca al día siguiente. Nosotros volvemos a casa
seguramente con demasiado vino en el cuerpo, pero mal sabor
de boca, y dándole vueltas en la cabeza al hecho de que a
veces se puede aprender más de Roma en una simple cena que
en varias de sus gloriosas batallas.

Aparte de esta Livia que soporta las ocurrencias de su


pareja al mismo tiempo que se convierte en el modelo de
conducta de toda Roma y consejera del emperador, existe otro
ángulo desde el que observarla: la relación con su hijo mayor,
Tiberio. Desde nuestra perspectiva actual, el mejor modelo de
hombre es aquel que se ha hecho a sí mismo, y los padres solo
deben ayudar a sus hijos hasta cierto punto, permitiéndoles
abandonar el nido en algún momento. Algo así ni se le pasa
por la cabeza a una matrona romana. Encerradas en su casa,
sin una vida propia, obsesionadas con el nombre de su familia
y agrandar su linaje, una madre está obligada a labrar el futuro
de sus hijos, peleando por ellos cada día de sus vidas. Esto no
incluye una crianza con apego, Livia ni se plantea dar el pecho
a Tiberio (para eso ya hay esclavas nodrizas), arroparle por la
noche o consolarle si se despierta llorando. Tiene más que ver
con esa imagen de la educación espartana según la cual los
niños que no pasaban el corte eran despeñados por un
acantilado. Ponerse en el camino de una madre romana entraña
un riesgo extremo.
Al acabar su jornada escolar, desde muy pequeño, a Tiberio
le llevan de la mano de una extraescolar a otra. Tocar el violín,
manualidades, aprender idiomas o lo que surja, todo le parece
poco a su madre. Debe convertirse en una estrella del deporte,
delegado de la clase y jefe del equipo de animadoras. Por si
acaso, también le va apuntando a las juventudes de cualquier
partido político. Ser Tiberio de niño también es agotador.
Con solo seis años es elegido líder del equipo de
legionarios infantil que participará en los juegos del circo para
niños, enfrentándose a otra unidad de críos en un combate
simulado, aunque algún palazo se vaya a llevar fijo. También
hace lucha grecorromana, y le montan encima de un caballo y
va a clases de esgrima antes de cumplir los diez años. Desde el
palco del circo, su madre no pierde detalle de sus evoluciones.
Aunque no nos interese demasiado, podemos reconocerle al
menos a Tiberio que se convertirá en un gran militar.
A los nueve años muere su padre, el primer marido de su
madre, y a Tiberio le visten de largo. Es el encargado de la
laudatio funebris, discurso funerario en honor del fallecido.
Habitualmente este panegírico se le encarga a magistrados, u
otros adultos de prestigio, pero el crío sube al estrado de los
rostra, en la plaza del foro, a declamar la laudatio frente a
todas las fuerzas vivas de Roma. Livia no le quita la vista de
encima mientras lo hace, y en silencio mueve los labios,
repitiendo el discurso que ambos han ensayado una y otra vez.
Los mejores maestros de retórica y oratoria llevan contratados
desde hace años.
Con catorce ya ejerce como orador y abogado de las causas
más diversas. Sus servicios como letrado están bastante
solicitados. No podemos saber si en realidad es tan bueno
como dicen, lo que es seguro es que ningún juez se va a
atrever a fallar contra el hijo de Livia, presente en todos y cada
uno de los procesos en los que interviene su pequeño.
Ante todos estos movimientos de su mujer, Octavio levanta
la ceja algo inquieto. No se atreve a contradecir a Livia, pero
algo en su hijastro no le convence. Y acabará teniendo razón,
al emperador se le da bien juzgar el potencial de la gente.
Además, no es hijo natural suyo, y eso también pesa en su
ánimo.
Desde el momento de su matrimonio con Octavio, Livia ha
sido la encargada de criar a la hija de este, Julia la Mayor
(premio si adivinas el nombre de su futura hija…), que tiene la
edad de su hijo Tiberio más o menos. Si por un momento
dejamos de ver a Livia, la primera dama de Roma, para
fijarnos en Livia, la mujer casada con el enemigo de su
familia, obligada a dirigir la educación de una niña que le
recuerda todos los días la fragilidad de su posición,
posiblemente tengamos un retrato mucho más completo de su
figura. Livia acoge a Julia bajo su ala y se encarga de
proporcionarle una educación más estricta, si es que eso es
posible, que a su hijo Tiberio. Trata de convertir a la niña en
un espejo de ella misma. Julia pasará toda su infancia pegada
al telar y escuchando las lecciones de su madrastra. Tal vez
Livia debería haber ido más al cine a ver películas de
adolescentes, no es muy difícil saber de dónde provienen todos
los niños rebeldes.
Según pasan los años, para Livia es fácil ver como su hijo
está siendo apartado del poder. El emperador espera a que su
hija Julia cumpla catorce años para casarla con un joven
prometedor, Marco Claudio Marcelo, que acompaña a Octavio
a todos los actos oficiales. Aquí nos agarramos que vienen
curvas, no te pierdas demasiado con los nombres, porque nos
dan un poco igual. Llámales a todos Pepe, si prefieres. Lo que
importa es que arranca la leyenda de Livia, la conspiradora, la
envenenadora.
Marco Claudio Marcelo cae enfermo de una dolencia
inexplicable y muere al poco tiempo. El primer competidor de
Tiberio por el trono de Roma ha caído casi antes de empezar a
jugar. En voz muy baja, algunos senadores acusan a Livia de
haberlo envenenado. No tenemos la más mínima prueba.
Muy poco tiempo después, Julia es casada con la mano
derecha de su padre, el general Agripa. Es un hombre mayor
que ella, de la edad del emperador, de hecho, pero a este
matrimonio le da tiempo a tener varios hijos, que son un
problema muy real para los objetivos de Livia. En unos años
Agripa cae enfermo y muere. Y van dos, aunque no hay
ninguna prueba contra ella.
Al fin, la realidad se impone, y Livia y Octavio por fin
hacen que sus hijos se casen entre sí. Livia obliga a su hijo
Tiberio a divorciarse de su anterior esposa y casarse con una
hermanastra a la que detesta. Julia, por su parte, empieza a
estar bastante harta de ser una moneda de cambio y también
tiene planes propios. Detengámonos un momento en ambos,
Julia y Tiberio, en el tipo de educación que han recibido, en la
clase de padres que tienen y en la posibilidad de que exista una
realidad paralela donde su historia funcione mínimamente. No
lo hace en ninguna. Julia acabará sus días exiliada. Las
historias que nos cuentan de sus continuos adulterios y
desvaríos sexuales resultan algo más creíbles en este caso
porque, a fin de cuentas, será su propio padre quien la condene
al destierro por ellas. En cuanto a Tiberio, por primera vez
decide que todo esto de Roma y de ser emperador no le
merece mucho la pena, y prefiere irse a conocer mundo, hacia
rutas salvajes.
A Livia los planes y deseos de su hijo le tienen bastante sin
cuidado, y sigue apostando por él como futuro emperador,
controlando su vida, aunque sea en la distancia. Su marido
tiene un nuevo favorito, Cayo César, hijo de Julia, al que
cariñosamente llama «mi burrito». Mi burrito acabará por
caerse de un caballo, las heridas provocadas se infectarán y
morirá a consecuencia de ellas. Por rebuscado que sea, más
voces acusan a Livia, porque tres muertos son mucha
casualidad.
Lucio César, el siguiente hijo de Julia, es el cuarto de la
lista, y muere a causa de una desconocida enfermedad
contagiosa. Difícil para Livia, pero no imposible.
Agripa Póstumo —no es muy difícil deducir de quién es
hijo— tiene una historia si cabe más extraña: acaba exiliado
por el emperador antes de morir, pero se sospecha que ella ha
enemistado a su esposo contra este nuevo candidato. Uno más.
Han pasado muchos años desde que Livia y Octavio se
casaron. Ahora son un matrimonio de ancianos bien avenidos
que siguen manteniendo la costumbre de pasear por Roma,
queridos por todos (los que no les querían están muertos). A
pesar de todo su poder, de dominar el mundo conocido, el
emperador no ha conseguido el heredero que deseaba: su
mujer ha quedado estéril tras la cirugía sufrida y sus cinco
candidatos favoritos han muerto. No le gusta nada ese Tiberio,
a estas alturas un hombre adulto, buen general, pero al que
considera que le falta esa chispa que necesita todo gobernante.
Pero al final acaba por claudicar y nombra heredero al hijo de
Livia. Ella asiente en silencio a su lado, sumisa como siempre,
sin mostrar sus emociones reales.

Livia tiene setenta y cinco años cuando queda viuda. Su


matrimonio con Octavio ha durado más de medio siglo,
muchísimo tiempo para los estándares romanos. Como
corresponde al primer emperador de Roma, su funeral es todo
un espectáculo. Las fuentes nos cuentan que ella permanece
cinco días junto al catafalco, en pie, rodeada de su escolta y
bajo la lluvia. Es una imagen bonita para despedirnos de ella,
aunque bastante improbable. Aunque lo mismo ocurre de
verdad, de esta mujer sabemos lo suficiente como para
esperarnos cualquier cosa. Permanece a la vista de todos
durante todo ese tiempo igual que ha vivido, digna y querida
por Roma entera. Es un misterio qué pensará de la memoria de
su marido, su enemigo, pero también su confidente y
compañero durante más de cincuenta años, famoso por todas
sus amantes, pero que jamás se ha divorciado de ella.
En cuanto a Tiberio, toda Roma sabe que madre e hijo no se
hablan. Él no soporta estar en su presencia. Tal vez a Livia
esto le dé exactamente igual, pues su familia, los Claudios,
gracias a su inagotable energía, han pasado de ser enemigos
del Estado a convertirse en sus gobernantes absolutos.
Soportar los reproches de su desagradecido hijo es un precio
muy pequeño que pagar. Su padre, madre y antepasados
pueden estar orgullosos.
El juicio que la historia le ha reservado es bastante
ambiguo; de la bella consejera de su marido a la despiadada
envenenadora, se ha dicho de todo sobre Livia. En cualquier
caso, no está de más recordar que su marido fue un genocida
que asesinó a pueblos enteros, civiles y niños incluidos (lo
normal en la época), y que aun así ha pasado a la historia
como el gran emperador Octavio Augusto. Utilizando la
misma vara de medir, no podemos ponernos demasiado
exquisitos con Livia por —en teoría— llevarse por delante a
cuatro o cinco personas, que además sabían a lo que jugaban.
Livia vive casi hasta los noventa años, su hijo jamás se
reconciliará con ella, de hecho, ni siquiera estará presente en
su funeral y se negará a rendirle cualquier honor. Habrá que
esperar unos cuantos años para que uno de sus descendientes
la nombre Julia Augusta Genetrix Orbis, algo así como la
sagrada madre del mundo, un título que marea a cualquiera.
En el transcurso de su larga vida le ha dado tiempo a ver de
todo y aprender una lección que también nos puede servir a
nosotros: da igual que todas las posibilidades estén en tu
contra, da igual lo fuerte o grande que seas, da igual lo que
digan o piensen de ti. Si resistes, ganas.
AGRIPINA LA MAYOR

(14 a. C. - 33 d. C.)

Los dioses labran desdichas…

Una suave música épica va desplazando lentamente la niebla


de la mañana, que desaparece para que la cámara se eleve y
permita ver un amenazador bosque en las profundidades de
Germania. Las altas coníferas casi parecen tocar el plomizo
cielo, el suelo completamente embarrado, aquí y allá aguantan
unas cuantas manchas de nieve sucia y pisoteada. El terreno
está devastado por las cicatrices de la guerra.
Cuesta no tatarear la banda sonora mientras miles de
legionarios romanos se van colocando en hileras; infantería
pesada protegida por escudos, caballería, arqueros…, no les
falta ni un detalle. Sobre una colina a su espalda, han
levantado el orgulloso campamento, con tanta precisión que
parece que lo han trazado con escuadra y cartabón. Roma ha
venido hasta aquí a meter en cintura a los peligrosos bárbaros.
Se ve que, a mil quinientos kilómetros de la Ciudad Eterna, un
grupo de campesinos vestidos con pieles de oveja son una
amenaza insufrible para la seguridad del Imperio. Uno de esos
pastores, un tal Arminio, lo clavó cuando dijo: «Roma envía a
lobos hambrientos a cuidar de sus rebaños».
Entra en escena el figurín al que todos miran, el
protagonista de la película, al parecer. Responde al sonoro
nombre de Germánico y sus hombres le abren paso con
respeto. Guapo, con pelazo, un tipo virtuoso y modesto que
suena en todas las quinielas para convertirse en el nuevo
emperador de Roma. El nuevo Alejandro. Una estrella del
deporte que acaba de ganar las carreras de cuadrigas. El ojito
derecho del emperador Augusto… Está hecho para caer bien,
así que mejor desconfía.
Esta mañana las cosas no le van muy bien a nuestro
adorado Germánico. De hecho, le van fatal, pero él no es de
los que se achantan. Dentro de su amplia tienda de campaña,
decorada algo hortera, por cierto, le esperan un grupo de
legionarios veteranos en representación del resto. Estos sí que
dan miedo, son de esos lobos hambrientos de que hablaba el
bueno de Arminio.

Germánico pasea entre sus hombres, disimulando una ligera


cojera que, las cosas como son, hasta le queda bien. Ambas
manos descansan en el cuello de la coraza musculada, que
tiene la cantidad justa de barro y sangre. Sus hombres le miran
caminar a un lado y otro de la habitación, con los brazos
cruzados o las manos sobre las armas. Relajados como un
muelle sin tensión, conscientes de lo poco que pueden tardar
en accionarse.
Uno de sus veteranos habla con voz ronca, Germánico se
queda quieto, escuchando con la vista fija en el suelo.
—Esta tierra está maldita por los dioses, señor. Sombría por
los bosques y manchada de pantanos. Fea como la puta madre
que la parió. Les pedimos a los soldados que tengan el equipo
listo para combatir, pero hace meses que no llegan las pagas.
¿De dónde sacan el dinero?, ¿se lo piden a esos malditos
salvajes? —El veterano ha removido una herida con este
comentario, en voz baja el resto de los hombres se quejan de
esos bárbaros que no se dejan matar, violar y robar como dios
manda, que a fin de cuentas es lo que se espera de cualquier
bárbaro razonable.
Germánico levanta la barbilla ofreciendo un perfil digno de
figurar en una moneda.
—Legionarios, recordad qué estamos haciendo aquí.
Recordad cómo estos bárbaros asesinaron a nuestros hermanos
y deshonraron nuestras sagradas águilas. —La alusión del
general está bien planteada. Némesis, la diosa de la Venganza,
patrona de las legiones, está muy presente en la vida de los
legionarios. Para ellos, la venganza no es solo un derecho, sino
una obligación—. Pensad en cuáles son nuestros derechos y
obligaciones con el Senado y el pueblo de Roma, y en el
sagrado juramento que nos obliga a todos los aquí presentes —
zanja Germánico.
—General, mis hombres gloria y honor tienen para dar y
tomar. Algunos llevan combatiendo años y a cambio solo han
recibido una tumba o promesas incumplidas —dice uno de
ellos.
Otro de los veteranos, bastante harto, va un paso más allá.
—Tampoco andamos escasos de piedras y flechas que los
malditos bárbaros no hacen más que tirarnos por encima de la
empalizada, y estamos dispuestos a compartirlas con nuestro
señor general.
Germánico no puede dejar pasar por alto esa amenaza, no
va a arrugarse frente a estos muertos de hambre.
—Mi nombre es Julio César Germánico —dice, consciente
del peso de cada palabra—, ¿pensáis que ese es el nombre de
un cobarde?
El general decide subir las apuestas. Como si estuviera en
mitad de una fiesta flamenca, se rasga la camisa y da un paso
al frente, ocupando el centro del tablao. Lleva una mano a su
espada y saca un palmo de la funda lentamente. Mira a los
lobos que le rodean a los ojos, uno a uno.
—¿Queréis conocer el auténtico rostro del valor? Tal vez
necesitéis aprender qué significa ser un verdadero romano. —
Germánico planta una rodilla en el suelo, aflojando al tiempo
las correas de la armadura, quitándosela con agilidad. Apoya
la punta de la espada contra su esternón mientras habla.
—Los dioses me han maldecido poniendo a un grupo de
cobardes bajo mi mando. Por mi honra y el nombre de mi
familia, no estoy dispuesto a soportar tal deshonor. ¿Necesitáis
un sacrificio para continuar en vuestros puestos? Tal vez mi
sangre os muestre el camino.
Nadie parece saber muy bien qué hacer. Hasta que el más
joven de todos los legionarios da un paso al frente. Se arrodilla
junto a su general ofreciéndole su propia espada. Habla latín
con un fuerte acento del sur de Hispania, concretamente de
Gadir.
—Está recién afilada, señor —le dice—, utilice esta, que le
irá mejor, señor, con esta espada es imposible fallar. Mire qué
puntiaguda, señor.
A Germánico se le queda un poco cara de tonto, con una
espada en cada mano y rodeado de hombres que, a duras
penas, consiguen que no se les escape la más mínima sonrisa.
Abandona la tienda a toda prisa, sudando como un pollo.
Cosas del azar, mientras su general desaparece a la carrera,
nadie menciona a Pijus Magníficus o a su respetable mujer
Incontinencia. En cuanto al chaval de Cádiz, posiblemente le
pase lo mismo que al escorpión de la fábula del escorpión y la
rana; le va a tocar limpiar letrinas y hacer guardias lo que le
queda de mili, pero volvería a hacerlo sin dudar ni un segundo.
Por suerte para Germánico, el emperador Octavio Augusto
le había casado con su nieta favorita, y ella será la que evite el
motín que está a punto de estallar. Su nombre es Agripina,
aunque pasará a la historia como Agripina la Mayor, para
diferenciarla de su hija, Agripina la Menor. Afortunadamente
para los romanos, la descendencia se cortó en ella, si no, les
hubiera explotado el cerebro tratando de encontrarle nombre a
la siguiente (¿Agripina Mínima?).
Agripina la Mayor tiene alma de estrella del rock. Es como
Tina Turner (tacha a Tina y pon Rosalía aquí si lo prefieres,
dependerá de la edad que tengas, supongo), un auténtico
animal encima del escenario. De esta gente consciente de su
propia importancia y que se transforman cuando tienen la luz
de los focos sobre la cara.
Tradicionalmente, el destino de las niñas de la élite romana
ha estado muy claro: las mujeres son como un valioso jarrón,
desde muy pequeñitas aprenden a estar guapas, calladas y no
moverse de su pedestal. Si un jarrón fuese capaz de dar a luz
hijos sanos y fuertes muchas veces, los historiadores romanos
que nos cuentan la historia de Agripina hubieran dado palmas
de alegría mientras despeñan a sus mujeres por un acantilado,
total, son un engorro y no hacen falta para mucho más. Para
espanto de estos historiadores, el sistema tiene muchas grietas
por las que se les va colando la realidad. La verdad, a estos
señores se les da muy bien la propaganda, pero en cuanto a
reflexionar sobre el alma humana van justitos.
En una de estas grietas, nos encontramos empujando con
fuerza a la pequeña Agripina la Mayor. Hija del general
Agripa (¿hemos hablado ya de los originales nombres
romanos?), el mejor general de su tiempo. Por cierto, que
Agripa significa algo así como ‘nacido de nalgas’, que parece
ser era una peligrosa costumbre de los niños de esa familia. Al
final los romanos tenían sentido del humor y se ponían los
nombres como si fueran jefes siux. Volviendo a ella, como
decíamos antes, era la nieta predilecta del emperador Octavio
Augusto, primer emperador de Roma y declarado un dios al
que había que rendir culto. Su abuela, Livia Drusila (hemos
hablado de ella en el capítulo anterior), fue un auténtico poder
en la sombra detrás de Octavio.
Desde niña, correteando por los pasillos de su casoplón,
escuchaba como la llaman sangre de Augusto. Criada en un
palacio imperial donde la palabra de su familia no solo es ley,
sino que además es sagrada, no cuesta mucho imaginar el tipo
de personalidad que fue forjando. Cuando solo tienes un
martillo todo te parece un clavo. Ahora vas y le dices a una
niña así que se quede quieta y sentadita en una silla, con las
piernas cruzadas para que no se le vea nada. Lo raro hubiera
sido que no la liase como la va a liar.
Volvemos ahora al guapetón de Germánico que, un poco
acalorado todavía, se encuentra con su mujer Agripina. No es
frecuente que las mujeres de los generales los acompañen en
mitad de una campaña militar, y mucho menos a un lugar tan
lejano y desagradable como la Germania, una cosa es un
destino en el mar Egeo en agosto, y otra la Selva Negra en
febrero. Pero esta mujer no tiene nada de corriente.
Agripina y Germánico son plenamente conscientes de su
relevancia histórica y de que todos los ojos de Roma están
puestos en ellos como herederos de un imperio. No piensan
defraudar a su público. En sus años de matrimonio
prácticamente no se separan, a pesar de que él casi no se aparta
del frente de batalla. En catorce años casados, les da tiempo a
tener nueve hijos (seis llegarán a adultos, cada uno con una
vida más loca que el anterior). Esto nos hace pensar dos cosas:
primera, tienen una relación muy fogosa, y cada vez que toca
desmontar su tienda, los legionarios deben esperar un buen
rato a que estos dos salgan de la cama; segunda, para dar a luz
nueve veces con menos de treinta años, en lugares tan
saludables como un pantano de Germania, Agripina tiene que
estar hecha del mismo material con el que hacen las cajas
negras de los aviones (y si se cumple la tradición familiar de
tener partos de nalgas, ya ni hablamos).
A estas alturas, Agripina es una figura muy conocida en el
campamento. Suele pasear entre las tiendas, esquivando
charcos y soldados, con una mano sujetando el abultado
vientre embarazado y la otra llevando a su pequeño hijo Cayo,
mientras este trata de dar sus primeros pasos. Agripina ordena
hacer un pequeño equipo de legionario al chiquitín (que
incluye armadura, un casco en miniatura, lancita, espadita y
zapatitos), y le lleva de un lado a otro como quien lleva a un
mono amaestrado. A los duros veteranos de frontera se les cae
la baba viendo a una respetable matrona romana embarazada,
escoltada por una miniatura de legionario dando traspiés.
Algunos incluso rompen el protocolo y le cogen en brazos,
mientras su madre da una sutil orden a su escolta para que no
intervenga. El cuadro es completamente surrealista. En poco
tiempo, Cayo es adoptado como amuleto de buena suerte por
los soldados, que le ponen el mote por el que pasará a la
historia: pequeña sandalia, el emperador Calígula (del latín
caligae, ‘sandalias’), y aquí tenemos de nuevo otro nombre de
jefe siux.
Cuando Agripina se entera de la rebelión que está a punto
de caerles encima, lo primero que hace es poner a salvo al
pequeño Calígula, un motín en el ejército romano no es algo
que tomarse a la ligera. Lo segundo es montar a caballo, así,
embarazada y todo, y ordenar a gritos que recojan su tienda y
sus pertenencias. Se asegura de levantar bien la voz para que
todo el mundo pueda oírla. Una matrona romana respetable no
piensa permanecer un segundo más en un lugar en el que no se
siente segura ni querida. Muy cerca hay una aldea de aliados
bárbaros, entre los que se sentirá mucho más protegida. Un
poco más tranquila, da la orden para que sus carromatos y
sirvientes vayan a la aldea bárbara, que se va a convertir en su
nuevo hogar.
A lo largo de la historia de la humanidad, de las revueltas
militares y las revoluciones, habría que rebuscar mucho, pero
mucho, para encontrarnos con una sublevación que se cortase
tan en seco como esta. Los cabreados legionarios se quedan
como si les hubieran sumergido en nitrógeno líquido. De
Agripina no sabemos si llega a creerse su puesta en escena o
trata de aguantarse la carcajada. En cuanto a Germánico, por
su semblante es fácil imaginar que, mientras ayuda a su mujer
a bajar del caballo, piensa «porque estás ya embarazada, que si
no te hacía otro hijo aquí mismo sin esperar a que nos monten
la tienda».
A las personas normales por lo general se nos ocurre la
frase perfecta a toro pasado. Ese comentario con el que ligas
fijo, dejas al capullo de tu jefe clavado en la silla o salvas una
situación imposible. Luego hay unos pocos como Agripina,
que van tirando ficha sobre la marcha. No mucho después del
fallido motín, lo que iba a ser una gloriosa batalla para las
águilas de Roma empieza a convertirse en un sálvese quien
pueda muy de andar por casa. Los legionarios corren
perseguidos de cerca por una horda de bárbaros y atraviesan
un puente que empiezan a derribar a hachazos, para no ser
alcanzados por los enfadados germanos. Con tan mala suerte
que muchos compañeros legionarios todavía no lo han
atravesado. Daños colaterales les llamamos ahora, que se
jodan y hubieran corrido más rápido se decía entonces. Una
vez más, Agripina a caballo acude al rescate de su marido (los
romanos debían de tener algún fetiche sexual con ver a una
mujer embarazada a caballo), se planta en el puente y ordena a
su escolta personal defenderlo hasta que lo cruce el último de
los legionarios. Ella en persona, junto a sus médicos y
sirvientes, van atendiendo a los heridos según cruzan el puente
a la pata coja, entre ovaciones del resto de la legión. Las
estrellas del rock están hechas para los baños de multitudes, y
Agripina tiene muy claro su destino.
Como todos los cuentos de hadas en Roma, la cosa no
puede terminar bien. De hecho, ojalá el motín hubiera tenido
éxito, Germánico hubiese perdido todo su prestigio militar, y
la pareja hubiera decidido jubilarse en una casita con una valla
blanca, garaje para dos coches y vistas al mar, donde criar a
sus hijos en paz. Podríamos ser felices imaginándolos así,
aunque ellos se habrían aburrido como ostras. A veces es
mejor no figurar en los libros de historia.
El siguiente destino de Germánico es en la provincia
romana de Siria, donde se dedica con su energía habitual a
guerras y politiqueos varios. Poco después de su llegada,
Germánico enferma y acaba muriendo. Probablemente sea de
malaria y no podemos descartar que se deba al exceso de vida
sexual, pero las malas lenguas susurran que ha sido
envenenado por su padre adoptivo, el emperador Tiberio.
Seguro que, en este momento, o incluso hace un rato, los
amantes de la historia de Roma están echando en falta una
explicación sobre las extensas y complicadas genealogías de
los emperadores y sus familias. Pero son un follón de la leche
y mejor pasar de puntillas por él. Basta decir que Octavio
Augusto (abuelo de Agripina) fue el primer emperador, siendo
Tiberio el segundo. A Germánico le tocaba ser el tercero de
haber seguido con vida. Así, sencillo y sabroso como una
rosquilla.
En Tiberio sí que podemos fijar la vista, a fin de cuentas, es
la Némesis de Agripina, el Joker de Batman. Conociendo su
historia, es difícil no sentir debilidad por él, un emperador que
no quiere ser emperador. Recuerda a Tony Soprano, el
protagonista de la serie Los Soprano, un heredero al que le cae
el poder encima, y resulta que da lo mismo que no lo quiera,
nadie ha pedido su maldita opinión. El pobre Tony solo quiere
ver jugar a los patitos en su piscina y le toca dirigir un imperio
del mal. Tiberio es hijo de una madre (la famosa Livia Drusila)
profundamente controladora, de igual modo que Tony Soprano
lo es de una mujer con un trastorno límite de la personalidad
de libro, cuyo nombre en la ficción televisiva también es
Livia, y no por casualidad.
Que sintamos debilidad por Tiberio (y por el gran Tony
Soprano) no quita para reconocer su carácter oscuro,
rencoroso, de motivaciones poco claras y siempre dispuesto a
asesinar a cualquiera que le moleste lo más mínimo. Las
fuentes clásicas lo presentan como un monstruo depravado y
un pederasta, pero mienten como cochinos bellacos en estos
casos y son poco fiables. Es mejor que nos vayamos a dormir
pensando que los horrores de los que le acusan nunca han
sobrepasado los límites de la imaginación de una persona. Y si
Tiberio hubiera tenido ese carácter, difícilmente habría llegado
a anciano sin que nadie le clavara un cuchillo mientras se
echaba una siesta.
La causa de la muerte de Germánico da igual. Para
Agripina, y para muchos romanos, ha sido la envidia de ese
emperador huraño la que ha acabado con el ciudadano más
amado de Roma. Tiberio, un tipo violento, con poco sentido
del humor en lo tocante a las conspiraciones contra él, con
todo el aparato de poder de Roma respaldándole vs. Agripina
la Mayor, la mujer más querida de Roma, respetada por las
legiones de su difunto marido y nada acostumbrada a dar su
brazo a torcer. Es un buen momento para ir a por un cubo de
palomitas de maíz y sentarse a disfrutar del choque de estos
dos trenes de mercancías.
Agripina monta un buen pollo tras la muerte de Germánico.
Marcha desde Siria hasta Roma (es un buen paseo) en
comitiva fúnebre con el cuerpo de su marido, al que perfuman
de tanto en tanto. Llega a juntar una escolta de mil legionarios,
y muchos más ciudadanos, que la siguen emitiendo gritos de
dolor y pena. Aquí las fuentes se ponen en modo Melodrama
ON y nos describen cómo los romanos derriban estatuas de
dioses y apedrean templos, y se afeitan la cabeza, mientras que
los padres se niegan a reconocer a sus hijos recién nacidos.
Hasta las tribus germanas pactan una tregua en honor a su
rival. Lo mismo las fuentes exageran un pelín. Lo que sí está
claro es que Agripina cuenta con un apoyo inmenso entre las
clases populares y (mucho más peligroso) en el ejército;
además, está más que decidida a mostrarle el dedo de en
medio a Tiberio. Mientras sus partidarios la llaman sangre de
Augusto una y otra vez, ella no se corta en acusar al emperador
de asesinato. Sutil como un ladrillo, nadie le ha enseñado a ser
de otra manera.
En otro ejercicio de sutileza, Agripina y sus seis hijos (los
otros tres no pasaron del primer año de vida) se instalan a vivir
en la corte imperial. Los desayunos familiares son una fiesta;
mamá preparando tortitas y los almuerzos para el cole, papá
arreglándose la corbata y terminando el café a toda prisa
porque llega tarde a la oficina, un beso apresurado antes de
salir…, un remanso de paz y amor. Tiberio cabreado como un
mono cabreado, y ella dedicando el tiempo a extender sus
redes clientelares entre senadores y amigos. Agripina
recordándole que «la sangre de Augusto corre por mis venas y
no por esas estatuas mudas», y el emperador poniendo cara de
pez y rumiando su rencor en silencio.
Y es que Agripina tiene muy claro su objetivo. Si su marido
no ha podido ser emperador, sus hijos sí lo serán. Tiene el
derecho, valor y fuerza para conseguirlo. En una de estas
ocasiones, durante la ceremonia anual de culto al emperador,
Agripina consigue colar a sus dos hijos mayores junto a
Tiberio, que sigue poniendo cara de pez, mientras que el
pueblo romano aclama a los tres. Hasta el más tonto de Roma
sabe qué significa esto. Así pasan enredando los siguientes
diez años, cada uno tratando de molestar lo más posible al
otro. A cada demostración de poder de ella, los amiguetes de
Tiberio responden con una acusación contra alguien cercano a
Agripina, pero sin atreverse a apuntar directamente contra la
sangre de Augusto.
Seguramente nuestro nombre, y el de la mayoría de las
personas normales, desaparecerá con nosotros. A lo largo de la
historia muy pocas personas son recordadas, y de todos esos
grandes hombres y mujeres, sabemos poco más que lo que
dice Wikipedia. Pero lo realmente importante, lo que les hace
humanos y que nos serviría de ejemplo, permanece en la
sombra. Muy pocas veces tenemos la suerte de conocer las
debilidades o miedos de alguno de ellos. Sin embargo, de igual
forma que la primera vez que entiendes los miedos de tus
padres comprendes mucho sobre ellos, algo parecido ocurre
con todos estos personajes históricos. En el caso de Agripina,
un fogonazo de luz nos permite acercarnos un instante a ella, y
tenemos que darle las gracias a su hija, Agripina la Menor, que
en este momento es tan solo una niña de mirada despierta.
Años después, rendirá un pequeño homenaje a su madre
escribiendo sobre ella para que dos mil años después podamos
conocer algo mejor a esta mujer.
Según recordará su hija, los años pasan en Roma para
Agripina la Mayor. Ya no es una mujer joven y lleva toda su
vida luchando, no solo ha visto morir a su marido, sino
también a hermanos, familiares y amigos cercanos, quemados
en la lucha por el poder. Sola y cansada, le pide permiso al
emperador para casarse de nuevo, necesita a alguien a su lado
con quien compartir la carga de los años. Tiberio, como no
puede ser de otra forma con su carácter rencoroso, se niega en
redondo. No podemos saber por qué Agripina la Menor elige
contarnos ese recuerdo de su madre, una mujer habitualmente
segura y fuerte, en un momento tan triste para ella. Pero sí
podemos imaginar a esta niña, de una inteligencia poco
común, al igual que su madre, siendo testigo de las luchas por
el poder, y el precio que inevitablemente se paga por ello.
Jamás olvidará esas lecciones.
El final de Agripina la Mayor tiene forma de manzana. En
una de las alegres cenas de palacio, con toda la familia
presente, Tiberio juega con esta fruta en su plato. Sin avisar se
la lanza a Agripina, que la coge al vuelo y hace el gesto de
dejarla en la mesa. Pero Tiberio niega con la cabeza, es un
regalo del emperador y debe comerla. Quizás a nosotros todos
los cuentos sobre venenos nos parezcan simples fábulas, pero
en la mentalidad romana están muy presentes. De hecho, son
una causa de muerte bastante frecuente entre la familia real. A
estas alturas, con cuarenta y siete tacos, Agripina no va a
empezar a obedecer a nadie, y mucho menos darle el gustazo a
Tiberio y ese ejemplo a sus hijos. Así que, muy educadamente,
le da un par de opciones al emperador acerca de dónde puede
guardarse la puta manzana.
Para Tiberio las formas son lo de menos, pero acaba de
insultar al emperador insinuando que ha tratado de
envenenarla. La conspiración contra la maiestas, la majestad
del emperador, es una figura del derecho romano que vale un
poco para todo; culpable contra la maiestas puede ser intentar
clavarle un cuchillo por la espalda, o ir a cagar (y este ejemplo
es literal) llevando unas monedas con la efigie del emperador
en el bolsillo. Un cajón de sastre, en fin, donde meter a toda la
gente incómoda y tirar la llave.
Consciente de que la gota ha colmado el vaso, Agripina
trata de mover ficha una vez más y huir a Germania, donde las
legiones le siguen siendo leales. La que se habría montado de
conseguirlo, la historia hubiera sido mucho más divertida con
una Agripina a caballo (y ya puestos, otra vez embarazada)
entrando a la cabeza de sus legiones en Roma. Pero Tiberio
está harto de Roma, de conspiraciones y de la madre que los
parió a todos. En su honor hay que reconocer que no solo va a
por Agripina, sino que se lleva por delante a todo aquel que le
haya mirado mal en alguna ocasión. Agripina y sus dos hijos
mayores, Nerón César y Druso César (aquellos que se situaron
junto al emperador como sus iguales), acaban en una celda.
Ellos condenados a morir de hambre, ella, gracias al retorcido
sentido del humor de Tiberio, con órdenes muy claras de ser
bien alimentada. Si no quería comer manzanas, se va a hartar.
Los dos chavales mueren al poco. El pobre Druso no lo
lleva demasiado bien y trata incluso de comerse el relleno del
colchón. En el fondo no son más que dos chicos
sobreprotegidos que han crecido a la sombra permanente de su
impresionante madre. A estas alturas, a Agripina le debe dar
todo igual y se niega a comer. Tanto tratan de obligarla que
uno de sus motivados guardias le saca un ojo a golpes. Fiel a sí
misma hasta el final, y consumida por la pena, consigue no
probar bocado e irse como ha vivido. Sin suplicar. Una estrella
del rock sabe lo importante que es el último bis.
Los antiguos germanos, aquellos entre los que una joven
Agripina amenazó con irse a vivir años atrás, tenían la leyenda
de que su dios Wotan sacrificó un ojo para conseguir el
conocimiento de lo que es y lo que será. Con un poco de
suerte, Agripina también sacrificó su ojo con el mismo
objetivo. Para llegar a ver cómo, a no mucho tardar, dos de sus
hijos iban a ser proclamados emperadores.
AGRIPINA LA MENOR

(15-59 d. C.)

… para que a los hombres no les falte qué cantar

Cinco años antes de que Agripina la Mayor se fuera al lugar


donde van las mujeres valientes cuando mueren sin ceder ni un
palmo de terreno, había encontrado un partidazo con quien
casar a su hija Agripina la Menor. Un primo segundo llamado
Cneo Domicio Enobarbo, un forrado muy cercano a la familia
imperial.
Con trece añitos, Agripina la Menor (Agripina para
nosotros a partir de este momento) espera nerviosa e
ilusionada como cualquier niña romana el día de su boda, de
puntillas, para ver por primera vez a su flamante prometido de
cuarenta y cinco. Cuando termines de calcular la diferencia de
edades, es difícil evitar que se te quede cara de haber chupado
un limón. Agripina espera muerta de nervios, pero tal vez es
porque su familia la haya informado del tipo de hombre con el
que se va a casar. Las niñas romanas suelen ir al matrimonio a
ciegas, pero las mujeres de esta familia tienen tendencia a
comportarse como exploradoras que operan tras las líneas
enemigas, así que no es de extrañar que ella vaya sobre aviso.
Su madre, abuela o incluso tías saben que se casa con el mejor
partido posible, pero uno al que no hay que quitar ojo de
encima.
Enobarbo es un hombre con fama de cruel y maltratador,
las fuentes romanas suelen ser muy poco imaginativas en estos
casos, así que las anécdotas que cuentan de él bien podrían ser
ciertas: atropellar deliberadamente con su carro a un crío que
juega en la calle, matar a un liberto que no quiere beber el vino
que le ofrece… El destino de Agripina, encerrada en casa de
un tipo así, tiene que ser el sueño de cualquier princesa
romana.
El día del enlace, mientras los amigos borrachos del novio
cumplen con la tradición de hacer comentarios picantes sobre
la noche de bodas (de un buen gusto exquisito, seguro), los
historiadores romanos ponen en boca de Enobarbo el primer
improperio que le dedican a Agripina, «de la unión de
Agripina y mía solo puede nacer un monstruo». Ni harto de
vino. El punto de partida de cualquier maltratador es ser un
cobarde, y Enobarbo, delante de Livia Drusila y Agripina la
Mayor (abuela y madre de la novia), se limita a ser un pelota
rastrero y servil. Estas dos son dos águilas de garras muy
afiladas y vista penetrante.
De Agripina resulta muy interesante el hecho de que,
seguramente, va a ostentar el récord de ser la romana más
insultada por las fuentes clásicas, algo bueno tienes que haber
hecho con tu vida para ganarte ese título. El mejor de todos,
que nos hace imaginar a Suetonio y sus colegas
hiperventilando y cotilleando como porteros de discoteca, es
cuando escriben que a Agripina el dinero no le interesa para
comprar joyas o vestidos, sino para obtener poder, antes se
comporta como un hombre que como mujer. Dos mil años
después, todavía se pueden escuchar los crujidos de su cerebro
ante un hecho absolutamente imposible y contra natura.
Sabemos muy poquito de Agripina los años siguientes, pero
no es osado suponer que, como cualquier mujer romana de la
élite, se los pasa encerrada en su casa aprendiendo a gestionar
la economía doméstica, mientras trata de no encontrarse
demasiado con su marido, rezando para que se vaya de juerga
con los amigos, a atropellar niños por la calle o a lo que le dé
la gana. Además, viviendo en la corte, la presencia del
emperador Tiberio es un recordatorio de su posición en la
vida. No tiene ni veinte años y a estas alturas de su vida el
emperador, frente al que hace una reverencia cada vez que se
cruzan, ha asesinado a su madre, su padre, dos hermanos, una
abuela, una tía, un tío y un par de primos. En Roma, esto está
científicamente comprobado, es más fácil morir en la corte que
en el campo de batalla.
Para cuando el emperador Tiberio estira la pata, Agripina
tiene veintidós años. Al final no resulta tan mal emperador, no
comienza demasiadas guerras estúpidas, no deja la economía
demasiado mal, trata de devolverle al Senado algunos poderes
arrebatados por Octavio… De acuerdo en que ordena ejecutar
a mucha gente, aunque hay que reconocer que, con el estilo de
vida romano, es difícil no ser culpable de algún crimen (Roma
era como las cárceles de las películas americanas, aunque
entrases inocente, al salir eras culpable de algo seguro). A
pesar del luto oficial, la gente lo celebra por las calles,
«Tiberio al Tíber», gritan de tanto en tanto. No sabemos cómo
lo celebra Agripina, pero da la casualidad de que exactamente
nueve meses después nace su único hijo. Después de diez años
de matrimonio sin ningún resultado, lo mismo a Agripina y
Enobarbo, de la borrachera que se pillan, les da por pasar un
buen rato.
Al niño le ponen de nombre Nerón. Sí, el famoso
emperador aficionado a cantar y tocar alrededor de una fogata.
Y, bueno, algo rana no podemos negar que les va a salir.
Parece que el que dijo aquello de «de la unión de Agripina y
mía solo puede nacer un monstruo» tenía un poco de razón.
Aunque también puede ser porque lo escribe años después de
la muerte de Nerón, cuando todo el pastel se había destapado.
Queridos amiguitos, nunca hay que fiarse de las fuentes
históricas.
En la carrera de ratas que es la lucha por el trono de Roma,
parece que solo hay dos pretendientes. El hermano de
Agripina, el pequeño Calígula, que ha dejado de ser pequeño
para convertirse en un mozo de veinticuatro años, y un tal
Tiberio Gemelo (nieto del Tiberio famoso), que todavía es un
niño. Haciendo una interpretación bastante libre del concepto
de patria potestad, Calígula adopta a Tiberio Gemelo y
después manda ejecutarlo. A todo el mundo esto le parece
bien, los romanos desde luego no se complican la vida ni
poniendo nombres ni repartiendo herencias. No podemos
descartar que, como todos los nobles se llaman parecido, los
romanos estén de acuerdo en ir matándolos para tener que
recordar menos nombres. Es una opción razonable.
Agripina, en completo silencio, camina por las calles de
Roma. Se trata de su primer gesto político. Los romanos son
tremendamente supersticiosos y dan una gran importancia a
todos los gestos públicos. Ella es plenamente consciente de
esto. Poco después de la subida al poder de su hermano,
Agripina ocupa el espacio reservado a los hombres,
encabezando una procesión seguida de sus dos hermanas
pequeñas, Drusila y Livila, ambas de diecinueve años. Cada
una lleva una urna con los restos deshonrados de su madre y
hermanos, asesinados por Tiberio, para darles una sepultura
digna. Se vuelve a escuchar la expresión «sangre de Augusto»
para referirse a las tres hermanas. Ellas, en una ciudad
sobrecogida que las sigue a una distancia respetuosa, suben las
escaleras del mausoleo familiar hasta depositar las cenizas.
Hoy en día, tenemos la suerte de conservar la dedicatoria que
mandaron hacer para su madre: «Hija de Agripa, nieta del
divino Augusto, esposa de Germánico y madre del emperador
Cayo (Calígula)». Parece que tenemos una ganadora, la hija ha
sacado los genes de la madre y, como vamos a ver, ha
aprendido un par de trucos nuevos por el camino.
También consciente del poder de los símbolos, Calígula
asocia a sus hermanas a su figura; el emperador debe ser un
hombre virtuoso, rodeado de una familia virtuosa. De golpe,
las tres hermanas consiguen una serie de derechos de los que
no había disfrutado ninguna mujer romana antes que ellas;
quedan liberadas del tutor masculino, pueden expresar su
opinión, hacer negocios… Agripina acaba de conseguir una
posición de poder que no pudo alcanzar su madre. En algunas
ceremonias legales, los romanos tienen que declarar que «no
querré a mis hijos tanto como quiero al emperador y sus
hermanas». Tal vez ahí se pasan un poco de frenada, pero ese
es uno de los principales problemas de los emperadores, nadie
les pone freno hasta que al final hay que clavarles una espada.
Para esta narración, la historia del malvadísimo Calígula
nos importa tanto como para dejarla a buen recaudo, en el
mismo sitio donde Agripina la Mayor le dijo a Tiberio que se
metiera su manzana. Aunque no podemos dejar pasar por alto
las partes más sórdidas, porque tocan de lleno a nuestra
Agripina. Puede que no tengas ni idea de historia de Roma,
pero, aun así, el nombre de Calígula lo asocias a todo tipo de
perversiones sexuales. De Agripina, por supuesto, en este
momento nos cuentan que tiene sexo con su hermano,
hermanas, maridos de estas, primos y senadores, además de
prostituirse en Palacio a quien tenga dinero. Solo falta el
repartidor del butano.
Los historiadores modernos han estudiado y escrito mucho
al respecto, buscando pruebas de si, efectivamente, tras los
insultos de sus enemigos políticos hay algo de verdad. Uno de
los más conocidos especialistas en la materia (mejor si
omitimos su nombre) da por buenas estas acusaciones de
incesto entre Agripina, su hermano y dos hermanas basándose
en unas pruebas de lo más sólidas: según nos cuenta, es
notorio que Calígula se lleva muy bien con sus tres hermanas
y, en una ocasión, las hace posar para que aparezcan
representadas en una moneda, vestidas como diosas romanas.
Esas son las pruebas. Los cuatro se llevan bien y una vez se
ponen menos ropa de lo normal. Querido lector/lectora, mucho
cuidado con hacerle una foto a tu hermano en la playa y
subirla a Instagram, que se empieza por los porros y se acaba
en la heroína.
Los siguientes años en la vida de Agripina y familia,
desgraciadamente, no están demasiado claros. Es una pena
porque deben de ser de impresión, pero los historiadores que
nos hablan de sus vidas se van de vacaciones, cogen la baja
todos al mismo tiempo o directamente se les come los deberes
el perro. No podemos saber qué hay de verdad en las historias
de desenfreno sexual de Calígula ni tampoco si realmente llega
a nombrar senador a su caballo (ojalá que esto último sea tal
cual lo relatan), pero parece que al par de años de estar en el
poder se le va la cabeza bastante. Hay que ponerse en los
zapatos de la época: coges a un niño pequeño y le convences
de que una palabra suya vale más que cualquier vida humana,
le llevas de veraneo con su padrastro, el aburrido Tiberio, en
los años en los que debería estar persiguiendo faldas,
pantalones o musarañas, y le encierras a que estudie retórica.
Agitas bien el cóctel con vino y opio, y le nombras emperador
de la nación más poderosa de la tierra con veintipocos años.
Un plan sólido, sin fisuras, ¿qué podía salir mal?
Calígula empieza a ver conspiraciones por todos lados y se
enfrenta a ellas como si echase una partida al juego de los
topos (ya sabes, ese en el que los simpáticos animalillos salen
de unos agujeros mientras tratas de atizarles con un mazo). El
problema de ese juego es que, cuantos más topos caces, más
topos salen y más rápido. Lo mismo pasa con las
conspiraciones, según le pegas con el mazo a las imaginarias,
lo mismo surgen las de verdad y no las ves llegar.
Agripina debe de estar flipándolo bastante, aunque lo
mismo no, parece que el estado natural de las cosas en su
mundo son las conspiraciones y los asesinatos. El asunto se
pone mucho más interesante cuando su hermano se casa con
una mujer, Milonia Cesonia, y tienen una hija. Milonia no es
ninguna cría manipulable, tiene casi cuarenta años y muy
claros sus objetivos, que son los mismos que los de Agripina:
luchar porque su sangre llegue al poder. Agripina mira a su
hijo Nerón, que con tres años ya es un niño gordito, pelirrojo y
que empieza a jugar con cerillas, y se le encienden todas las
sirenas de alarma en la cabeza. El crío acaba de pasar de ser el
número uno en la lista de sucesión al trono a un topo de los
que hablábamos hace nada.
Agripina decide entonces no hacer nada, quedarse en su
casa sentada ocupándose de sus labores, como una buena
mujer romana, y permitiendo a los senadores encargarse del
problema, que para algo les pagan. No, qué va, es broma. No
estaríamos hablando de ella si se hubiera comportado como
todo el mundo esperaba que hiciese. Como decíamos, nos falta
mucha información de este periodo, pero hay teorías con más
peso que otras.
Agripina hace poco que ha quedado viuda, el añorado
Enobarbo ha palmado al fin (seguro que Agripina se queda
dormida todas las noches llorándole, agotada), y se echa de
noviete a un pretendiente de la corte. Una cosa es que las
historias sobre su desenfreno sexual sean burdas mentiras y
otra muy distinta es que no tenga sangre en las venas, a fin de
cuentas, es hija de su madre. Agripina y su guapo amante
huyen de Roma como en una novela romántica, pero, en vez
de poner rumbo al atardecer, van hacia el norte. En busca de
las legiones de la lejana frontera germana. Las mujeres de esta
familia parecen obsesionadas con entrar a caballo en Roma a
la cabeza de un ejército, cada cual tiene sus sueños y son todos
respetables. Según quien cuente esta historia, el amante de
Agripina es el capitán de los guardias de palacio (que le da un
puntito sexy a todo el asunto) o el viudo de Drusila, una de las
hermanas de Agripina que acaba de morir. El desconsolado
viudo se monta tríos con Agripina y la otra hermana que queda
viva (esto le da un puntito más sexy todavía). Elige tu propia
aventura, es todo demasiado gracioso y no es fácil saber con
qué quedarse. Con suerte se fugó con ambos, los tres en un
solo caballo y ella en el medio.
El plan no les sale demasiado bien por culpa de un Calígula
desatado, en plan Ángel Vengador, descabezando
conspiraciones con su espada flamígera. El noviete acaba
muerto o exiliado (según acabes de elegir), y Agripina es
desterrada a una isla solitaria, en una celda con vistas al mar.
De hecho, la mandan a la misma cárcel donde murió su madre
y donde va a pasar una larga temporada. Aquí se aficionará a
dos cosas, a nadar y a escribir. Aprovecha el tiempo nadando
en mar abierto, hasta convertirse en una buena nadadora en
este medio. Aunque parezca algo irrelevante, por esas
casualidades de la vida, años después esto la salvará de morir
ahogada.
Mucho más importante es que, durante este exilio, empieza
a escribir sus memorias. Ella sola, apartada del poder, en el
mismo lugar donde murieron su madre y hermanos y con su
propia vida dependiendo del humor del emperador, podría
llevarnos a pensar que su autobiografía es una colección de
reflexiones, y que la escribió mientras sujetaba con ambas
manos una taza de té, con la cabeza apoyada contra la ventana
mientras ve la lluvia caer. Una vez más no estaríamos
hablando de Agripina.
Agripina se desmarca con unas memorias que son una
crónica política sobre su vida, al igual que han hecho otros
importantes hombres de Roma. Además, intercala una serie de
pasajes muy personales que hacen único este texto. El
recuerdo de su madre sola y frágil es uno de ellos. Otro es el
momento del parto de su único hijo, Nerón. Por cierto, que,
según ella misma nos dice, Nerón nació haciendo un «agripa»,
o sea, de culo, y es que hay niños que desde el primer hasta el
último día de su vida están dando por saco. Lamentablemente,
estas memorias de Agripina se han perdido y solo conocemos
algún retazo transcrito a posteriori por otros autores que
admiten haberlas leído. Es imposible no sentirse triste con la
pérdida de una obra así, la primera autobiografía de una mujer,
que incluye hechos políticos relevantes desde su punto de
vista, intercalados con momentos tan íntimos y femeninos
como un parto. Mejor que La guerra de las Galias de Julio
César, que sí, que muy bien, que explica muy bien la guerra,
pero da un poco de vergüenza ajena leer una y otra vez a Julio
César untándose crema y recordándonos cuánto mola y lo
virtuoso que es.
Mientras Agripina se toma su taza de camomila, lee y nada
a crol, a Calígula uno de los topos le sale rana. A él, a su mujer
Milonia y a la pequeña Julia sus propios pretorianos los
persiguen por palacio, para acabar ejecutándolos de una
manera horrible. Calígula lo mismo hasta se lo merece, pero
no deja de estremecer lo poco que vale para los romanos la
vida de un inocente. Agripina vuelve después de dos años de
destierro, con veintiséis, y parece que ha entendido la lección.
No va a renunciar a la fuerza y determinación de su madre,
pero tal vez sea más inteligente emplear la sutileza para lograr
sus objetivos.
Mirando en Google la lista de emperadores romanos,
parece que le toca el turno a Claudio, mientras ponemos a
Nerón a calentar en la banda. El mismísimo Claudio de la serie
y la novela Yo, Claudio. El personaje de ficción es tan
interesante que es imposible separarlo del histórico y saber qué
fue realidad y qué se inventó Robert Graves. Sube al trono en
plan «sujetadme que lo mato» de dos borrachos que acaban
abrazados, pero al revés. Claudio se esconde tras una cortina
mientras acuchillan a Calígula y, al vitorearle como emperador
los asesinos, él responde en plan quitad, tontos, que yo no
merezco semejante honor.
Desde pequeño era un personaje secundario sin ningún
cargo público, y de repente se convierte en el macho alfa del
Imperio. Bastantes años atrás, Livia Drusila le acariciaba la
cabeza, protectora, mientras calmaba a su marido el emperador
Octavio Augusto, que preguntaba airado si el chaval era
retrasado o se lo hacía. El flamante nuevo hombre fuerte en
Roma es algo tartamudo, cojo, con la cabeza un poco ladeada,
le dan explosiones de risa o llanto sin venir a cuento…; no es
para sentir mucha envidia del escultor que va a tener que
sacarle guapo en las estatuas, el pobre deberá sudar tinta. Todo
nos lleva a pensar que Claudio es el inventor del dicho «dame
pan y llámame tonto». Con su delicada salud, es impensable
que aguante tanto como aguantó en ese nido de víboras. Un
poco como le pasa a Tyrion Lannister, que a todos nos cae
bien.
Agripina vuelve a la corte imperial sin hacer demasiado
ruido, consciente de que cada vez le quedan menos parientes
vivos. Debe de haber echado de menos Roma, donde cada día
ocurre una aventura diferente. Hoy a Agripina le va a tocar
una de fantasmas. Los romanos son la gente más supersticiosa
del mundo, lo que no deja de sorprender por la enorme
confianza que tienen en sus ingenieros y científicos en general.
Todo es susceptible de ser un augurio bueno o malo, ya sea un
pájaro posado en el alero de un edificio, la vacilante llama de
una vela o los cereales del desayuno que hoy se hunden más
que ayer. Debe de ser bastante estresante pasar el día viendo e
interpretando estas señales. Sienten miedo y respeto por el
inframundo, y un especial pánico a lo que ellos llaman mala
muerte: los espíritus vengadores de aquellos que mueren en
malas circunstancias. Teniendo en cuenta todo esto, las
apariciones de Calígula, su esposa e hija directamente les
aterrorizan. Si alguna vez han existido los espíritus, el de un
emperador que ha visto a su mujer y a su bebé ser torturados y
asesinados es el primero en la lista de los horrores. Claudio
temblando escondido debajo de las sábanas, los pretorianos
echando a suertes para librarse de la guardia de la noche…, el
ambiente en palacio es como una mala película de fantasmas
con una sábana por encima, ruido de cadenas, risas
enloquecidas y todo lo demás.
Nada más llegar, Agripina recoge los restos de Calígula y
su familia para llevarlos al panteón real. La forma de terminar
con la maldición y los chirridos de puertas a las tres de la
mañana es darles una piadosa y digna sepultura. Habría que
haberles explicado a los asesinos que, para evitar maldiciones
y poder dormir por la noche con la conciencia tranquila, es
importante no descuartizar a niños e inocentes en general, pero
eso es algo propio de nuestra mentalidad moderna, que nos
hemos vuelto unos blanditos políticamente correctos. Lo
mismo Agripina se lo cree o no, lo que es seguro es que ella es
consciente de que Roma es un imperio de símbolos. Da igual
que su hermano la hubiera desterrado, ella demuestra que es la
hija de Agripina, de Germánico, nieta de Augusto, por su
sangre corre la sangre de los mismos dioses. Para los romanos
es importante tener la certeza de que sus gobernantes son
moralmente superiores a ellos, y Agripina, de luto y dando
piadosa sepultura a su loco hermano, es una prueba viviente de
la virtud romana.
A todo esto, Agripina y el nuevo emperador Claudio son
sobrina y tío, mientras que el pequeño Nerón entra de nuevo
en la carrera para la sucesión. En Palacio parece que es
habitual que todo el mundo sea familia cercana de todo el
mundo, y luego nos sorprendemos de los comportamientos
erráticos de los emperadores. Falta todavía una disciplina del
saber histórico que estudie las decisiones de los gobernantes
bajo la óptica de que sus padres y abuelos fueron primos
carnales. Seguro que entendíamos mucho mejor la historia del
mundo. En cualquier caso, nuestra heroína ha vuelto tras
sobrevivir a dos emperadores, si fuese un gato le quedarían
cinco vidas.
En los primeros años de gobierno de Claudio, podemos ver
que Agripina ha aprendido algo de la experiencia de su madre
y sabe dar un paso a un lado antes de que la obliguen a darlo
hacia atrás. La hermana que le queda viva, Livila, se enreda en
una conspiración con uno de los hombres a los que la historia
ha tratado injustamente bien, el filósofo Séneca, y acaba
siendo exiliada a la misma isla que las Agripinas (a estas
alturas la familia debe de tener ya pase de temporada). El
emperador, hombre precavido vale por dos, manda también a
un pretoriano que se la cargue nada más llegar. Parece mentira,
pero, con treinta años, Agripina ha visto morir asesinados a su
madre, padre y cinco hermanos.
El siguiente barco a la vista para Agripina es la nueva
esposa del emperador, la también famosa Mesalina. De ella las
fuentes escriben que se puso la primera a la cola donde
repartían la belleza, pero llegó tarde a la de la inteligencia; a
estas alturas leer este tipo de insultos arranca un nuevo bostezo
ante el manido cliché. Tal vez sea medalla de plata en la
carrera de mujeres más insultadas por los historiadores
romanos.
De nuevo, el hijo que Mesalina tiene con Claudio, llamado
Británico, es un peligro muy real para la vida de Nerón. Tal
vez una Agripina más joven hubiera cumplido con la tradición
familiar de viajar al norte a tratar de levantar en armas a las
legiones. Pero ella reflexiona y se da cuenta de que, en Roma,
todo el mundo acaba haciéndose trizas más temprano que
tarde, y que lo más sensato es apartarse del poder y esperar
una oportunidad. Siéntate en el umbral de tu casa y verás pasar
el cadáver de tu enemigo. Y menos mal que se queda tranquila
un tiempo, así podemos centrarnos un rato en Mesalina sin
liarnos demasiado.
Arrancamos fuerte con Mesalina. Siendo mujer del
emperador, organiza un concurso con la prostituta más famosa
de su tiempo, Escila (sutil referencia al monstruo mitológico
que devora hombres enteros); parece que es una manía
continua la que tienen las nobles romanas con prostituirse,
algo les faltará en casa. La pobre Escila se retira de la
competición tras veintipico hombres, tambaleándose,
balbuceando que Mesalina «tiene unas entrañas de acero»,
dejando sola a la campeona y pidiendo más sementales para
ella (lamentablemente, las fuentes no facilitan en qué número
queda el marcador de Mesalina).
El pobre Claudio no da abasto para satisfacer todos sus
caprichos, su esposa hasta le hace jurar que todos los romanos
deben obedecerla bajo pena de muerte, así ninguno podrá
rechazarla en la cama. Mesalina se escabulle del burdel al que
va con el apodo de la mujer-loba, «ardiendo aún con la
calentura de su clítoris rígido, agotada de hombres pero aún no
saciada».
Es improbable que todas estas tonterías sean verdad, sobre
todo si tenemos en cuenta que en Roma las mujeres no son
sujetos de derecho, son propiedad y responsabilidad de un
hombre. Qué mejor forma de insultar al emperador que
presentarle como un paralítico incapaz de controlar lo que
tiene en su casa, superado por la furia homicida y ninfómana
de su mujer. De esta forma, Mesalina no es más que un daño
colateral, a nadie le interesó nunca hablarnos de ella, solo
conocemos con certeza su nombre y fecha de nacimiento. Su
historia, como la de tantas mujeres, está sepultada por los
intereses de los hombres.
Desde luego que Mesalina es un producto de su tiempo,
tampoco se ha criado para ser una mujer florero. Siempre que
puede trata de aconsejar a Claudio, y no duda en intentar
eliminar a sus rivales, sin olvidar que es (¡oh, sorpresa!)
sobrina de Agripina y prima de Nerón. Probablemente sea una
niña a la que repitieron una y otra vez lo guapa que era hasta
que se lo creyó, siendo educada como una princesita. Casada a
los trece años con un hombre mucho mayor para convertirse
en primera dama, es casi imposible que el papel no le viniera
grande. Intenta identificar a sus enemigos y luchar contra
ellos, como lo haría cualquier niña de quince años rodeada de
adultos que llevan toda su vida en este juego; es difícil no
sentir lástima por ella. La historia de su caída es tan increíble
que el propio Suetonio, con todas las burradas que escribe
sobre ella, nos pide perdón por esta en concreto, parece que le
dé un poco de vergüenza contárnosla. Tal vez por eso sea
verdad. La cámara graba, la actriz se aclara la garganta antes
de colocarse en su marca, y vemos la conspiración más corta y
estúpida de la historia de Roma. Bienvenidos.
Mesalina se aburre como un caballito de mar mientras cena
a solas; Claudio está ausente de la corte, a pesar de sus
defectos físicos, es una compañía divertida. No está del todo a
solas, los pretorianos montan guardia como estatuas. Según
nos dice Suetonio, ella no puede dejar de mirar a uno de los
soldados y ponerle ojitos, comparando mentalmente sus bíceps
con los de su viejo, decrépito y minusválido marido. El
guardia, que no es de piedra, tensa los músculos y responde de
forma parecida mientras nadie mira. Si todo lo que escribe
sobre Mesalina es cierto, este guardia va a acabar como
cientos de hombres antes: un rato a solas en un cuarto oscuro y
ya nos veremos otro día. En lugar de eso, Mesalina y el
legionario se prometen en secreto; su brillante plan es matar a
Claudio y casarse para convertirse en emperadores. Muchas
veces, en vez de preguntarnos las causas de la caída del
Imperio romano, deberíamos preguntarnos cómo demonios
aguantó tanto en semejantes manos. La cara de Claudio al
enterarse del asunto es para no perdérsela. Su respuesta no es
ninguna broma.
Mesalina huye por los pasillos de palacio, perseguida de
cerca por los pretorianos; cuando le dan caza se turnan para
violarla y decapitarla, jaleándose los unos a los otros mientras
lo hacen. Por suerte, su madre no puede ver aquello, había
corrido la misma suerte un momento antes, ante los gritos de
desesperación de su hija. Mesalina va a pasar a la historia
como un personaje cómico, exagerado y con una sexualidad
ridícula. Lo mismo deberíamos revisar cómo leemos historia.
Mientras Mesalina entra de cabeza en la historia, Agripina
cumple treinta y tres años llevando una vida bastante apacible.
Las fuentes no nos dicen nada de ella, así que por una vez se
está comportando como una buena mujercita romana. Se ha
vuelto a casar, esta vez con un tal Cayo Salustio Crispo
Pasieno, un hombre cuyos mayores atractivos son tener mucho
dinero y no resultar una amenaza para nadie, lo que le ha
permitido ir sobreviviendo a un emperador tras otro. A un
nivel más personal, se le conoce por ser algo bufón, el alma de
las fiestas, y porque se enamora de un árbol al que colma de
atenciones. Debía de ser un tío divertido, o no, lo mismo es un
imbécil cuando le conoces de cerca, todos cambiamos de
cerca.
La verdad es que el colega tenía gracia y buenos reflejos.
Pocos años atrás Agripina y él compartieron cena con el
emperador Calígula. Los hombres recostados en triclinios, ella
en una silla de tijera, con la espalda bien recta como
corresponde a una matrona (solo las prostitutas usan los
triclinios). Hablan relajadamente entre ellos, aunque a su
alrededor nadie pierde palabra. En presencia del emperador
nadie se atreve a perder palabra jamás. Calígula, algo
borracho, trata de provocar al marido de su hermana, que
sonríe y asiente sin parar. El emperador, consciente de los
rumores que corren sobre él y sus hermanas, decide disparar
con todo.
—Dime, querido cuñado, ¿has probado ya la última moda
en Roma…?, ¿has practicado sexo con tus hermanas? —La
pregunta no es inofensiva, una respuesta afirmativa es
inaceptable socialmente, una negativa significa censurar al
emperador. Y no censuras al emperador Calígula si pretendes
seguir viviendo.
Agripina se atraganta con el vino que está bebiendo. Los
invitados acercan aún más el oído, alguno sonríe con maldad
alegrándose del desastre ajeno.
Cayo Salustio ni pestañea. Carraspea y coge algo de comer,
ganando un poco de tiempo mientras su cerebro va a mil por
hora. «Todavía no, emperador», es su concisa respuesta. Ahora
le toca sonreír a Agripina.
Punto, set y partido para Cayo Salustio, especialista en
sobrevivir a emperadores.
Volviendo al presente, la feliz pareja se establece en Asia
Menor, donde a su marido no le ha costado mucho conseguir
un cargo político. Para Agripina esta estancia son unas
vacaciones: un clima mucho más saludable que el de Roma,
buena comida, la activa vida cultural helenística…, seguro que
pasa las horas muertas nadando en el mar Egeo y tomando el
sol sin preocuparse de los problemas de palacio. Por las
noches, a la luz de una lucerna, escribe mensajitos que ata a la
pata de una paloma mensajera en dirección a Roma,
inventando todo tipo de infundios sexuales contra su gran
enemiga Mesalina. No podemos descartar este giro dramático.
Es una incógnita qué siente Agripina al enterarse del triste
final de Mesalina. Puede que piense ¿Mesaquién?, y no se le
mueva un músculo de la cara, con tanta muerte violenta a su
alrededor está más que fogueada en el tema. Además, el
forrado de su marido acaba de morir, haciendo de ella una
mujer más rica todavía, aunque vaya a echar de menos sus
famosos chistes y ocurrencias. Agripina hace las maletas y
prepara su viaje a Roma, no todos los días te invitan a la boda
de un emperador. En otro giro dramático de los
acontecimientos, y este sí que está bien documentado, el
emperador Claudio y Agripina deciden montar un bodorrio por
todo lo alto y se casan.
Tío y sobrina, de cincuenta y ocho y treinta y tres años,
respectivamente. Puede parecer algo asqueroso, pero es la
forma más razonable de emparentar, de una vez por todas, al
poder imperial con la sangre de Augusto y detener las luchas
por el poder, que a estas alturas ya cantan y tienen hartos a los
romanos. El problema para celebrar la boda no es tanto de
pudor, sino que, directamente, una boda entre tío y sobrina
carnal está prohibida expresamente por el derecho romano. Por
suerte el derecho romano es poca cosa para chafarnos la
historia.
Ni siquiera Claudio tiene el poder legal para romper una
ley, así que sobre la marcha se les ocurre una sencilla solución.
Agripina y el emperador presionan a sus clientes, amigos y
partidarios en el Senado para que lo hagan ellos. Agripina se
convierte en un regalo que los senadores le hacen a Claudio,
una recompensa por lo que ha sufrido a manos de la perversa
Mesalina. La sangre de Augusto, la mejor mujer de Roma,
para el primer ciudadano. El emperador tiene que negarse tres
veces, como san Pedro, y llevarse las manos a la cabeza
mientras dice que no merece semejante honor. A los senadores
ahora les toca amenazarle, recordándole su responsabilidad
por mantener la paz y el equilibrio en Roma. Claudio cede a
las presiones del Senado y estos dos se casan, son felices y
comen perdices. Si sacas algo bueno del tiempo que pases
leyendo este libro, que sea el convencimiento de que nuestros
políticos, pase lo que pase, podrían ser peores. La dignidad y
el amor propio no son requisitos esenciales para ser senador de
Roma.
Agripina ya no es ninguna niña. Es una mujer adulta que se
acerca a la cumbre de su poder. Ha visto morir a la gente a la
que quería hasta quedar prácticamente sola, es imposible no
pensar en sus memorias perdidas y en lo que está escribiendo
en este momento. A partir de aquí, las fuentes clásicas se
ponen serias de verdad y sacan toda la artillería pesada contra
ella: se tira a todo lo que se mueve. Si eres hombre, mujer,
animal o cosa y quieres mantener tu virtud intacta, quédate
alejado a más de un kilómetro a la redonda de palacio.
Hay solo un hombre con el que no le acusen de tener sexo,
su padre Germánico, que por suerte murió cuando ella tenía
tres años. Y menos mal que le incineraron, si no, igual la
acusan de necrofilia. Así de simpáticos se muestran con ella.
Hoy por hoy, debería darnos exactamente igual a cuántos tíos
y tías se tirase si le apetecía, con lo que había pasado en su
vida se merecía alguna alegría de vez en cuando. Lo relevante
es que está a punto de demostrar su habilidad como
gobernante, el resto es secundario. Julio César, Octavio
Augusto o Marco Antonio, entre otros romanos famosos,
tuvieron docenas de amantes (estas sí, documentadas) y a ellos
nadie les ha juzgado e insultado por ello. Es absolutamente
irrelevante y ya es hora de que lo superemos.
Su pequeño Nerón deja de ser un niño y se prepara para el
ritual de paso a la vida adulta. Este tiene lugar frente a un altar
dedicado a dos dioses muy especiales, su bisabuelo Octavio
Augusto y su tatarabuelo Julio César. Poco después, Agripina
convence a Claudio de que adopte a Nerón como hijo.
Británico, el otro hijo de Claudio, es solo un niño, así que el
mensaje para toda Roma es claro: la sangre de Augusto tiene
más peso que la de Claudio. De un plumazo Agripina se ha
convertido en esposa del emperador y madre del heredero. A
pesar de su juventud, a Nerón no dejan de caerle honores y
responsabilidades: príncipe de la juventud, abogado, oficial de
pretorianos, cuestor, cónsul, magistrado…
A toro pasado es fácil verlo, pero no deja de sorprender
cómo, con las experiencias pasadas, a nadie le parezca mala
ocurrencia la de coger a un chaval de quince años y meterle
todo eso en la cabeza, esperando que con veinte años no esté
hasta el gorro de todo y de todos. Algunas señales de aviso va
dando de su futura actitud ante la vida, ya que una de sus
aficiones es, disfrazándose para no ser reconocido, salir por las
noches de borrachera con sus amigos a cazar vagabundos.
Aunque, para ser ecuánimes, este es un pasatiempo habitual de
los niños pijos romanos (y de otras épocas), y a todo el mundo
le parece normal lo de pegar palizas a romanos inocentes.
Menos normal es que, años después, con Nerón ya convertido
en emperador, todavía mantenga estas costumbres: en una de
esas correrías, cuando uno de esos pobres transeúntes se acaba
revolviendo y saca un palo de los pliegues de la capa para
medir el lomo a sus atacantes, emperador incluido, este no se
lo toma bien. Al día siguiente Nerón le obliga a suicidarse,
acusado de conspirar contra su vida.
Ajenos a las tonterías de la juventud, en palacio, Agripina y
Claudio reciben a sus visitas cada uno sentado en un trono, a la
misma altura. Hasta este momento una mujer tiene la
capacidad de influenciar a su marido, pero algo ha cambiado
con ella. Los mismos que la insultan nos dicen que ella tiene
potestas, potestad para gobernar. Por primera vez en la historia
de Roma, una mujer se coloca junto a su marido, no detrás de
él. También recibe el título de Augusta, es decir, alguien
sagrado en vida. Este es un momento fundacional en la historia
de Roma, hasta entonces el emperador es un funcionario del
Estado, por más importante que sea. Agripina y Claudio
fundan una dinastía real, muy por encima del resto de los
ciudadanos. Agripina abandona las sombras del hogar para
ocupar el espacio público, reservado hasta entonces en
exclusiva a los hombres.
Resulta casi imposible saber qué medidas legales o políticas
impulsa Agripina y cuáles son de Claudio, ninguna crónica las
separa. Pero sí tenemos un dato muy revelador: en los años
previos, el emperador Claudio ha hecho ejecutar a trescientos
hombres acusados de conspirar contra él. Tras el matrimonio
con Agripina, solo a cuatro, menos de uno por año. Los
historiadores romanos corren a sacar sus conclusiones con
mucha facilidad, saca tú la tuya. Conservamos algún ejemplo
de las maniobras políticas de la emperatriz, como el
nombramiento del jefe de los pretorianos del emperador, algo
así como el capitán de la guardia. Agripina nombra a un
veterano llamado Sexto Afranio Burro, leal hasta la muerte a
la mano que le da de comer y con acceso directo a su hijo
Nerón. Lo habitual es que a los antecesores en el cargo se les
exilie o directamente se ordene su asesinato. Agripina les
entierra en oro y honores, y les compra una casita bien lejos de
Roma donde no puedan molestar. No es que esto muestre el
brillo de una inteligencia superior, más bien habla bastante mal
de las políticas de sus antecesores en el cargo.
Sentada en un trono igual al de su marido, Agripina se
presenta frente a embajadores extranjeros vestida con una
clámide, una corta capa militar, lo que la convierte
posiblemente en la única mujer de la Antigüedad en usar
vestuario militar, exceptuando a Xena y otras princesas
guerreras. Un minuto de silencio por todos esos romanos que
lloriquean en cualquier taberna, abrazados, criticando lo mal
que están las cosas hoy en día, que ya no hay mujeres
pudorosas como las de antes.
Como emperatriz, Agripina también utiliza otro privilegio
real, funda una ciudad que lleva su nombre, Colonia
Agrippinensis. Lo hace en el mismo lugar donde años atrás su
madre la llevaba en el vientre mientras paseaba al pequeño
Calígula disfrazado entre legionarios. Un bonito homenaje.
Para los romanos, la fundación de una ciudad tiene bastante de
sagrado y una serie de ventajas inmediatas más tangibles. Para
saber cuáles son, lo mejor es preguntarse «¿qué han hecho los
romanos por nosotros?». Durante siglos, sus habitantes se
llamarán agripinenses. Hoy en día la ciudad se llama de la
misma forma, Colonia, la cuarta ciudad en tamaño de
Alemania.
El matrimonio dura cinco años, él aguantando insultos por
cojo y ella por puta. Al final, parecido a lo que pasa en la serie
Yo, Claudio, el emperador cae enfermo y muere de golpe, sin
tiempo ni para decir ahí os quedáis. Todo el mundo mira de
reojo a Agripina, la prostituta, la envenenadora. Es muy
complicado saber qué ha pasado realmente por el tracto
digestivo de Claudio. Era un hombre mayor, de salud delicada,
y Nerón es el legítimo heredero al trono, así que no hay
muchos motivos para quitarle de en medio.
Por otro lado, Británico está creciendo y puede llegar a ser
un problema. Además, Agripina reacciona muy rápido,
ocultando la muerte de su marido un tiempo, pagando quince
mil sestercios a los pretorianos de palacio por su lealtad y
haciendo una antorcha con el testamento de Claudio. Agri, tía,
ese testamento quemado tiene una pinta malísima.
Podemos imaginarla como una leona protegiendo a su
único cachorro, con el resto de su manada muerta, rodeada de
hienas. Lo mismo ha visto la oportunidad y soltado un
zarpazo. En la alcoba de su marido, frente a su cadáver, dando
órdenes a sus leales pretorianos para proteger el delicado
equilibrio de poder, sintiéndose la única gobernante del mundo
conocido. La sangre de Augusto golpeando en las sienes con
fuerza, a punto de dar un puñetazo en la mesa y declarar que
piensa gobernar en solitario. Pero no lo va a hacer y es una
pena, mejor o peor, las cosas hubieran sido muy diferentes.
¡Cómo replantearíamos nuestra historia si en la lista de
emperadores romanos se hubiera colado una mujer!, tal vez
nos sorprendería menos ver a mujeres en puestos de poder.
Si alguna vez has visto una imagen de Agripina, seguro que
es la del relieve en que está coronando a su hijo como
emperador. En internet sale la primera si buscas su nombre.
Hasta ese momento, todos los emperadores han sido mostrados
coronados por una divinidad que representa a la ciudad de
Roma, pero los escultores tienen muy claro quién paga al final
del día. Al bueno de Claudio le organizan un funeral
tremendísimo, aunque nadie le llora demasiado. El entierro se
recuerda por un poema satírico titulado La conversión de
Claudio en calabaza, del que como habrás imaginado no sale
muy bien parado. Eso sí, Agripina diviniza al difunto
inmediatamente, aunque, más que un honor hacia él, significa
que de golpe ella se convierte en nieta y viuda de dioses y
madre del emperador. También suma sacerdotisa del culto a
Claudio. Es que hay gente a la que le gusta el poder y luego
está Agripina. Los primeros días del gobierno de Nerón, los
pretorianos de palacio cambian el santo y seña para cuando se
cruzan por el pasillo: optimam matrem, la mejor de las madres.
Pocas parcelas de poder le quedan vedadas a Agripina.
Seguramente, la más importante es ir al Senado a participar en
sus debates, pero la entrada al edificio está terminantemente
prohibida a mujeres. Pero si algo les sobra a los romanos es
imaginación, tal vez para compensar su falta de vergüenza. Así
que los senadores empiezan a reunirse en palacio, con
Agripina detrás de unas cortinas cómodamente sentada
tomando un refrigerio. Para mantener un poco las formas, no
puede realizar discursos ni hablar en voz alta. Tampoco le hace
falta, escucha todo lo que se dice y les comenta a sus
partidarios lo que tienen que responder. Una vuelta de tuerca,
con el personal sello de Agripina, de la clásica mujer que espía
tras las cortinas de su casa.
Como podrás sospechar, Agripina no va a terminar sus días
gobernando en paz, junto a su hijo Nerón, en el país de la
gominola. Se ha pasado por el forro todas las costumbres e
instituciones, y durante años ha ido acumulando enemigos a
ambas orillas del Tíber. Sin embargo, y en esto no es diferente
al resto de gobernantes de Roma, jamás imagina por dónde le
va a llegar el golpe. Agripina tiene unos cuarenta años cuando
su hijo llega al poder, Nerón cuenta con dieciséis, una edad
estupenda para dirigir el mundo civilizado.
Las primeras señales de que las cosas no van bien a
nosotros nos pueden parecer pequeñas, a ella no tanto.
Agripina se dispone a sentarse en el trono junto a su hijo, pero
este se adelanta y, tomándola del brazo, la saca del salón a la
vista de todo el mundo. Para compensar este desplante y
suavizar el justificado cabreo de su madre, Nerón le regala
unos caros vestidos y joyas. Lo mismo a Agripina todo esto no
le parecía nada sutil, una mujer como ella, a la que el niñato de
su hijo manda a la cocina y le compra unas chucherías para
que se entretenga. Le falta el canto de un duro para abofetearle
delante de todo el Senado.
Nerón cambia a su madre por sus dos consejeros más
cercanos, el prefecto Burro y el filósofo Séneca. Ambos han
sido puestos ahí por su madre, son de su entera confianza
puesto que se lo deben todo, y los dos van a traicionarla sin
que les tiemble la conciencia lo más mínimo. El caso de
Séneca es especialmente sangrante. Si hay un lugar en el
infierno reservado a las personas con doble moral, Séneca
estará en él, calentándose sobre una pira hecha con sus
aburridas cartas moralizantes. El filósofo estoico es uno de los
grandes multimillonarios de Roma, sentado en la terraza de
una de sus innumerables posesiones, viendo trabajar a una
legión de esclavos, escribe tratados elogiando la vida sencilla,
despreocupada y desprendida de las posesiones materiales. O
diserta sobre la justicia y la rectitud en el comportamiento
mientras traiciona a Agripina. Una mujer que, además de
amiga suya, le ha sacado del destierro y devuelto a Roma para
ser tutor de su hijo.
Cabreos aparte, el caso es que Agripina poco a poco está
siendo aislada y apartada del poder. Los enemigos acumulados
desde hace años salen como caracoles después de la lluvia, y
sus amigos, carraspeando para que no se note, se retiran a un
discreto segundo plano. Olfateando el peligro, prudente como
siempre, decide retirarse de Roma para no empeorar aún más
su situación. Antes de irse, eso sí, le queda una última bala, el
último zarpazo de una leona herida. Realmente es un hecho
poco importante, pero un reflejo magnífico del carácter de esta
mujer y del amor que siente por su hijo a pesar de todo.
Y es que lo que le falta por oír a Agripina, sus enemigas y
enemigos la acusan de aliarse con Británico (el chavalín
huérfano del emperador Claudio) para tratar de asesinar a
Nerón. Ante estas acusaciones, Séneca mira al emperador
asintiendo en plan «te lo dije». Agripina se dirige a palacio
como un basilisco, escupiendo ácido, derribando puertas y
apartando guardias, que piensan que es mucho mejor
enfrentarse a su superior después que a esta fuerza de la
naturaleza ahora, y le dejan paso libre. Cuando se encuentra
con Nerón, le echa tal chorreo que transforma al emperador de
Roma en un crío balbuceante. Le grita sobre las mujeres que la
están acusando, no le sorprendería que ninguna de ellas jamás
hubiera tenido hijos y que «una madre no cambia de hijos
como una mujer impúdica cambia de amante». Zanja la
discusión exigiendo a su hijo que se comporte como un
emperador y deje de hacerlo como un imbécil. Se va dando un
portazo, camino a su autoexilio.
Nerón, Séneca, Burro, los cortesanos y guardias presentes
se quedan un rato largo en silencio, esquivándose con la
mirada, antes de empezar a hablar del mal tiempo que estaba
haciendo esos días en Roma, a ver si deja de llover de una vez.
Cuatro años después de subir al poder, el emperador Nerón
decide asesinar a su madre. Esta lleva casi todo ese tiempo
alejada de Roma, pero es poco probable que permanezca
callada del todo. Sigue ejerciendo influencia entre los
senadores y guardias de palacio y, esto no es de extrañar,
afeando la conducta de su hijo. Ni Nerón ni Séneca son tontos,
saben que no pueden acusarla de conspiración y matarla sin
más. Hasta los romanos tienen un límite y cargarte a tu madre
por capricho está más allá del punto de no retorno, aunque por
poco. Nerón pasará a la historia como un señor gordo con una
corona de laurel dorada que toca la lira y desafina mientras se
quema Roma, es mejor verle como uno de los asesinos más
torpes e imaginativos de todos los tiempos.
El emperador, disimuladamente, hasta en tres ocasiones
trata de contratar a esclavos de su madre para que le claven un
cuchillo mientras nadie mira. Pero Agripina hace tiempo que
está harta de traidores y todo su círculo de confianza le es
absolutamente leal. Descartados los cuchillos, Nerón recurre al
siempre fiable veneno. Por suerte para Agripina, había hecho
caso a su madre con eso de que hay que comer de todo, y
llevaba años ingiriendo pequeñas cantidades de todos los
venenos conocidos para inmunizarse frente a ellos (joder, ¿es
para quererla o no?). Tocado por las musas de las ideas
irrealizables, Nerón diseña un falso techo en el dormitorio de
Agripina que, accionado por una palanca, debe caer sobre ella
y matarla mientras duerme. Inexplicablemente, este brillante
plan tampoco sale bien. El siguiente, por desgracia, es el
bueno.
Agripina es invitada por su hijo a una cena de
reconciliación en una de las residencias de veraneo del
emperador en Nápoles, a la que se accede en barco. Es
imposible que Agripina no se huela algo, pero al fin y al cabo
a un hijo se le perdona todo, y los humanos, a fin de cuentas,
nos alimentamos de ilusiones. La fiesta va bien, madre e hijo
sentados juntos hablando amigablemente. Ojalá pasen un rato
de sincera alegría, porque es el último de Agripina. Se
despiden bien entrada la noche, a orillas del Mediterráneo,
Nerón besando a su madre en ambos ojos. Ella sube a su barco
y se hace a la mar, metiéndose en su camarote a dormir la
mona.
A las fuentes que nos hablan de este momento,
directamente parece que se les llena la cabeza de lucecitas de
colores, porque es imposible distinguir exactamente cuáles son
las geniales órdenes de Nerón. Parece que han hecho otro falso
techo, accionado por palanca, en el camarote de Agripina (qué
manía con los falsos techos tenía el tío). O ideado un sistema
para que el barco se abra por la mitad, Agripina caiga al mar, y
después se cierre en plan aquí no ha pasado nada. U otro
artilugio para que el barco se voltee para tirar a todo el mundo
por la borda. Lo más seguro es que sea un esclavo con poca
imaginación, pero un hacha bien afilada, el que haga hundirse
la nave.
Fuera como fuese, a Agripina se le baja la borrachera
flotando entre los restos del naufragio, agarrada a un madero.
Una barca se acerca hacia los restos, y una asustada esclava
que también está en el agua grita:
—¡Soy la emperatriz, sacadme de aquí!
Agripina ve cómo responden desde la barca golpeando a la
esclava con remos y bicheros en la cabeza, así que la cosa está
muy clara. Se quita la ropa como puede (la ropa de una
matrona romana es un engorro de narices), pasa buceando por
debajo de la barca, y echa a nadar con decisión y largas
brazadas hacia donde piensa que puede estar la costa. Más o
menos lo que ha hecho toda su vida: respirar hondo, evaluar
sus opciones y actuar. Al final nadar SÍ que servía para algo,
desconfiado lector.
Un rato largo después, en la costa, un grupo de pescadores
que han sido testigos del naufragio la recogen medio
desmayada y muerta de frío. Agripina pasa el resto de la noche
en una de las chozas de un pequeño pueblo costero, vestida
con una túnica de lana basta y calentándose junto al fuego con
una sopa de pescado. También pide algo para escribir y envía
dos cartas. En una de ellas le habla a su hijo del naufragio, se
encuentra bien de salud y no hace falta que mande a nadie para
auxiliarla. La otra, bastante más sincera, se la hace llegar a sus
partidarios en Roma. Junto a la puerta de la choza los
lugareños se van congregando, atraídos por la presencia de la
emperatriz, que para ellos no deja de ser una diosa viviente.
Los historiadores nos cuentan que cantan y celebran una fiesta,
agradeciendo a los dioses haber conservado la vida de
Agripina. Más bien bailan pensando en el chorro de oro que
les va a caer por salvar la vida de la emperatriz.
Cuando las noticias llegan a la residencia de Nerón, no se
monta ninguna fiesta. Su madre ha sobrevivido, y el intento de
asesinato es más que probable que salga a la luz. El emperador
mira al prefecto Burro exigiendo una solución, pero en un
inesperado ataque de dignidad este le responde que no, que ni
de coña, que los pretorianos no van a ir a matar a su madre, y
que se juegan un motín de los gordos si se da esa orden. El
emperador mira ahora a Séneca, que hace un gesto a sus
esclavos (estos, al igual que su señor, son amantes de la
justicia y la vida sencilla). Los matones de Séneca se arman de
cuchillos y palos y salen a terminar el trabajo. Cuentan que,
cuando los asesinos llegan hasta la aldea, Agripina les muestra
su vientre y les dice que acuchillen ahí, «en el mismo lugar en
que le llevé durante nueve meses». Esto recuerda demasiado a
una telenovela, pero seguro que, mientras la golpean con una
porra en la cabeza, primero, y luego la acuchillan, en ningún
momento pide clemencia ni hurta el golpe. Menuda es ella.
Sus últimas energías las dedica a tirarles los restos de la sopa
caliente a la cara antes de mandarlos a la mierda.
Nerón aparece por la choza poco después. Los historiadores
cuentan que, borracho como una cuba, se planta frente al
cadáver desnudo de su madre y alaba el fantástico cuerpo que
tiene para su edad. Ni siquiera viniendo de Nerón es posible
que llegase a decir algo así, es demasiado grosero. De hecho,
es difícil separar al Nerón real de la pantomima en que se le ha
convertido con el paso de los siglos, su reinado está jalonado
de claroscuro.
Ya que contamos esta historia desde el punto de vista de
Agripina, no podemos pasar por alto que las partes del reinado
de Nerón más positivas, como la mejora de la política fiscal
para las clases bajas, ocurren mientras ella vive y está a su
lado. Tras la muerte de su madre, cada vez se parece más al
Nerón que todos tenemos en la cabeza. Algo parecido ocurre
con el anterior emperador, Claudio, sin duda las cosas van
mejor con Agripina en el trono. Tal vez ella no sea una gran
gobernante, hace falta poco para superar a los hombres de esta
familia, solo se limita a dar órdenes razonables, lo que resulta
ser de lo menos razonable en Roma.
Agripina es enterrada ese mismo día, solo unos pocos
esclavos lloran su tumba y permanecen junto a ella, ya que
Nerón decreta una damnatio memoriae sobre su madre y
declara nefasto el día de su nacimiento. Un único senador sale
del Senado durante toda la votación en que se acusa a Agripina
de tratar de matar a su hijo y se agradece a Nerón su
preocupación por el pueblo romano. Un único senador que lo
mismo sale a echar un pis, pero tal vez sea una de esas
personas cuya historia es interesante conocer. Se llamaba
Publio. En cualquier caso, Roma queda escandalizada por el
matricidio y Nerón cae en una espiral de locura que en pocos
años acabará con su dinastía. Pero esta es otra historia.
«Los dioses labran desdichas para que a los hombres no les
falte qué cantar». La cita es de Homero. La vida de ambas
Agripinas, madre e hija, es una de esas grandes desdichas
labradas por los dioses, pero, a diferencia de otras muchas, a
los hombres no les dio por cantarla, más bien trataron de
olvidarla. Ambas luchan por ellas mismas y por su sangre,
tratando de ocupar el centro del espacio político, rompen las
barreras impuestas por su género a base de ingenio y fuerza de
voluntad. Logran ser las protagonistas de la historia de Roma
por un fugaz instante, y como recompensa son asesinadas
primero y humilladas y olvidadas por la historia después. La
historia de la primera emperatriz de Roma. Un aviso a
navegantes, un recordatorio del papel de la mujer en la
sociedad romana.
BOUDICA

(-61 d. C.)

Peleas como una chica

Los cascos del caballo golpean el suelo, arrancando terrones


de hierba. Lo hacen con tanta fuerza que, pese a no estar
herrado, parece capaz de partir las piedras bajo él. Se
encuentra bajo un roble centenario, en mitad de un claro del
bosque. Se agita inquieto y piafa mientras el vaho sale de sus
ollares, de su cuerpo se elevan jirones de vapor en contraste
con el frío de la mañana.
Un guerrero celta se encuentra a su lado, tratando de
calmarlo mientras acaricia con su mano la musculatura del
cuello del animal. Es un joven guapo, de melena rubia y
mostacho del mismo color, viste únicamente unos pantalones
de cuadros y un torques de oro que dejan ver una figura
atlética, sin un gramo de grasa. De acuerdo, está un poco
cosificado, ahí plantado medio desnudo en mitad del campo
con el frío que hace, pero por esta vez vamos a dejarlo pasar;
la imagen que nos ofrecen ambos, bestia y hombre, es
magnífica.
Esto último es lo que está pensando la diosa Macha, se
puede leer en sus ojos, mientras los observa. Ella es la deidad
de la fertilidad y los caballos. Y también de la guerra, el
panteón en el mundo celta no puede ser más distinto del
romano. Ha decidido presentarse como una mujer joven, el
pelo recogido en una gran trenza roja atada con cintas blancas,
vistiendo una larga túnica de blanco puro y un manto del
mismo color que llega hasta sus pies descalzos. Una diadema
de oro corona su cabeza, entrelazada con pequeñas flores y
espigas de cereal. Su vestido refleja la luz del sol, haciendo
que toda la mujer brille. No podía ser de otra forma tratándose
de ella.
El manto no pretende ocultar su avanzado embarazo, la
mujer diosa está cerca de dar a luz. Apoya con cariño la mano
en el hombro de su compañero y coge el cepillo que este tiene
en la otra. Se dispone a cepillar el caballo mientras, en voz
baja, le canta una canción para calmarlo. El animal parece
relajarse. Le habla de la maldición de Macha, una de las
leyendas más conocidas de la mitología de su pueblo. Para
ellos, el tiempo es circular, así que está obligada a revivir el
mismo dolor y el mismo amor una y otra vez, hasta el fin de
los tiempos. La diosa Macha cuenta su historia.
Cansada de la soledad y la inmortalidad, ha bajado a la
tierra buscando un compañero. El elegido es Crunden, un
afligido viudo que cuida de sus cuatro hijos en una granja en
las montañas del Úlster. La cara del hombre cuando se
presenta en su casa, enciende el fuego, le ayuda a amasar la
harina y ordeñar sus vacas hace sonreír a Macha cuando la
recuerda. No se le dice que no a una diosa. Ella solo pone una
condición.
—Jamás podrás mencionar mi nombre. A nadie. Me
perderás para siempre si alguien llega a saber quién soy.
No podría ser de otra forma, la torpeza de él será la
perdición de ambos. Crunden acude a una feria de ganado a la
que asisten el rey del Úlster y todos sus guerreros. En mitad de
las celebraciones, observando las carreras de carros y las
sucesivas victorias de su monarca, el hombre no puede evitar
fanfarronear.
—Mi mujer es más rápida que el más rápido de los caballos
del rey. Más veloz que el viento.
Macha continúa cepillando y susurrando al oído del
caballo, no se sorprende cuando un grupo de hombres armados
irrumpe en el claro, rodeándola. Suspira con tristeza. Se gira
para ver como dos guerreros llevan a rastras a su marido, con
evidentes signos de haber recibido una paliza. El rey se
adelanta a sus matones, quiere conocer a esa mujer que
presume de poder derrotar a sus caballos. Desafía a Macha a
una carrera contra el más rápido de ellos, su premio será la
vida de su esposo. Ella señala su abultado vientre, buscando la
piedad en los ojos de los hombres frente a ella.
—Ayudadme, pues todos vosotros habéis nacido de madre.
Solo pido un pequeño plazo, mi rey, hasta que el hijo que llevo
en mi interior haya nacido.
Apoyando un cuchillo en el cuello de Crunden, el rey se
niega a aceptar. La mujer y el mejor de los caballos se colocan
el uno al lado de la otra. Este la mira extrañado, no es para
menos, Macha conoce a todos los caballos del mundo. Ella
calienta y estira sus músculos. La carrera comienza. Aunque es
cierto que el animal vuela como el viento en un galope
desbocado, la diosa no se queda atrás y, sujetando su vientre,
le sigue de cerca con expresión de dolor. Con un último
esfuerzo y un grito le adelanta, sus pies parecen no tocar el
suelo, para pasar primera la línea de meta.
Los hombres se acercan estupefactos a la mujer, que se ha
desplomado nada más terminar la competición, mientras su
esposo trata de sujetarla. Ella no puede moverse, pero esta vez
lo que la atenaza son los dolores de parto. Está dando a luz a
sus gemelos, un niño y una niña. Lanza un último grito, y
todos los hombres que la rodean, como si hubieran sido
golpeados, caen al suelo presas de una gran debilidad.
—De aquí en adelante, y hasta la novena generación, la
vergüenza que habéis puesto sobre mí caerá sobre vosotros. En
el momento en que más necesitéis de vuestra fuerza, cuando el
enemigo os esté cercando, la misma debilidad y dolor de una
mujer dando a luz caerá sobre vosotros.
Es lo último que dice antes de morir en brazos de su
marido. Esta es la maldición de Macha, que perseguirá a los
hombres del Úlster durante años. Su estupidez, su falta de
compasión, su fanfarronería son las responsables de todos los
males que acontecerán en esta tierra en el futuro.

Hasta ahora hemos visto por encima la vida de unas pocas


mujeres de Roma, su forma de entender la vida y lo que se
supone que debían ser para convertirse en la perfecta matrona
romana. Incluso la faraona Cleopatra viene de una mentalidad
no muy diferente. Pero fuera de sus fronteras, el mundo es
mucho más grande y distinto de lo que ellas puedan imaginar.
Poco después de la caída de la emperatriz Agripina la Menor,
otra mujer se levanta reclamando su espacio en esta narración:
Boudica, reina de los icenos. Seguramente al emperador
Nerón, sentado en su trono a varios miles de kilómetros, todo
esto le da igual, es lo que tiene ser el ombligo del mundo. Pero
los pueblos bárbaros, ya sean celtas, germanos o escitas,
entienden el mundo, y el papel de las mujeres en él, de una
forma que aquí no vamos a dejar pasar.
No podemos caer en el error de imaginar la sociedad celta
como un paraíso hippy de luz y amor. Una comuna de
ecologistas en comunión con la naturaleza enfrentados al
opresor romano, como en la aldea de Astérix. Los pueblos
bárbaros que conviven con Roma también son sistemas
patriarcales en los que una aristocracia guerrera de hombres
ostenta el poder. Es un mundo violento en el que las guerras de
conquista son habituales. Pero leyendas como la maldición de
Macha nos dejan muy claro que no debemos resignarnos a la
visión que griegos y romanos tienen sobre las mujeres.
Corremos el peligro de aceptar como naturales una serie de
construcciones culturales desarrolladas en el Mediterráneo,
cuando no lo son, por mucho que lleven miles de años
campando a sus anchas entre nosotros.
Por oposición al modelo romano, esta leyenda presenta a
las mujeres como sujetos de derecho, con un nombre propio,
protagonistas de sus vidas. Mirando con un poco más de
atención, nos reservan además un pequeño tirón de orejas: las
narraciones que este pueblo construye al calor de la hoguera
no necesitan hablarnos de una mujer «adelantada a su tiempo»
o de curtidas guerreras vikingas, como parece que es
obligatorio en muchas películas hoy en día. Sencillamente,
presentan a una mujer que es por sí misma. Macha no necesita
convertirse en la copia de un hombre ni tener una mentalidad
que no corresponde a la de su época.

La revuelta de Boudica, reina de los icenos, una de las


muchas tribus britanas anteriores a la conquista romana, es un
gran ejemplo de todo esto. También es interesante porque todo
lo que sabemos de ella (lo poco que conocemos, como de
costumbre) lo escriben sus enemigos romanos con unos
objetivos muy claros en mente. Lo que nos cuentan se
escribirá bastante tiempo después de su muerte, y tanto Tácito
como Dion Casio (los hombres que lo hacen) se deshacen en
elogios y halagos hacia la reina. Haremos bien, por tanto, en
sospechar de todo el relato. Lo primero que dicen de ella es
que «posee una inteligencia mayor que la que generalmente
tienen las mujeres». Así, sin anestesia, la primera en la frente.
En general, cuando los romanos nos hablan de la mujer
bárbara (en singular, como si solo existiese un tipo de mujer),
no dudan en señalar varias de sus supuestas virtudes: se
ocupan de criar a sus hijos, son trabajadoras y castas, inmunes
al adulterio. Esto se debe a su más estrecho contacto con la
naturaleza, alejadas de los vicios perniciosos de la civilización.
Evidentemente, el destinatario de este discurso está muy
claro: las matronas romanas, las mujeres de la élite que los
rodean. Estas mujeres parece que han perdido las cualidades
de sus antepasadas, se empeñan en contratar a nodrizas griegas
para que amamanten a sus hijos, resultando irremisiblemente
corrompidos al no poder disfrutar de la pureza de la leche de
una auténtica madre romana. Todos sabemos que no existe
mejor alimento. Las germanas tampoco van por ahí tirándose a
todo lo que se mueve. Nueve de cada diez veces que una
fuente romana menciona a sus mujeres es para hablar de los
cuernos que ponen. En serio, señores romanos, dadle una
vuelta a esta psicosis.
Las guerras contra los bárbaros muestran muy claramente
otra faceta de los romanos. Roma es un imperio de obediencia.
Qué mejor forma de demostrarlo que feminizando a los
vencidos. Son habituales las monedas conmemorativas en las
que el pueblo derrotado aparece representado como una mujer,
versión romana del «pegas como una niña». Se domina a las
naciones vecinas (rivales o aliadas) igual que se debe dominar
a una mujer. Por este motivo tampoco tienen ningún problema
con la homosexualidad, siempre que se ejerza el papel activo.
Un ejemplo de cómo los romanos entienden el mundo que
los rodea es el del rey oriental Antíoco IV Epífanes. El hecho
es que este monarca, aliado en términos de igualdad a Roma,
durante unas negociaciones les pide algo de tiempo para
consultarlo con su consejo. El cónsul romano agarra una
espada y, con la punta, traza un círculo en el suelo rodeando al
rey. «Piénsalo aquí dentro», es la lacónica respuesta del
romano. Diplomacia a la romana.
Recordar la rebelión de la reina Boudica les viene, por
tanto, de perlas. Sirve para mantener sujetas a sus díscolas
matronas, criticar a sus rivales políticos, incapaces de dominar
a una mujer, o insultar a aquellos pueblos a los que vencen.
Como en el caso de Cleopatra, tampoco pueden ocultar la
sincera fascinación que sienten por Boudica. Una mujer fuerte
e independiente, como la faraona, que además vive en un
mundo primitivo de montañas y valles. A pesar de todos sus
privilegios, estos romanos no dejan de vivir en un mundo
cargado de leyes, obligados a escribir sus crónicas para el
emperador de turno. Aunque casi nadie muerda la mano que le
da de comer, todos odiamos a nuestro jefe, así que es
imposible que no se sientan atraídos por la libertad que
representa la reina britana.

Boudica, cuyo nombre en protocelta significa ‘victoria’,


está casada con el rey de los icenos, pero el nombre de este,
como justo castigo por su torpeza, vamos a olvidarlo. No es lo
más habitual que hombre y mujer compartan el poder, y desde
luego no tenemos evidencias de la existencia de mujeres
guerreras, pero esta sociedad celta parece acostumbrada a la
presencia de mujeres gobernantes, como es su caso. En la
época que le toca vivir, los romanos hace tiempo que han
conquistado el sur de la isla de Gran Bretaña, imponiendo una
paz inestable que en cualquier momento puede saltar por los
aires. Al ser un territorio pobre y atrasado, la intención de los
gobernadores romanos va poco más allá de robar todo lo que
puedan mientras dure su mandato.
Al igual que otros muchos nobles locales, el marido de
Boudica se ha enriquecido gracias al comercio con los
invasores y a cambio se ha endeudado hasta las cejas con
ellos. Para mejorar aún más la situación, su esposo redacta un
testamento en que, a su muerte, establece que el reino sea
heredado a partes iguales por las dos hijas del matrimonio y el
emperador de Roma. Si piensas que esto es una mala idea,
completa la imagen mental con el emperador Nerón, que hace
menos de un año ha ordenado asesinar a su madre y que
actualmente se encuentra preparando una gira por Grecia para
que sus súbditos aprecien su talento como cantante (un
personaje fascinante). A la muerte de su marido, Boudica es la
primera que prefiere olvidar su nombre, y no podemos
culparla.
La reina no vive en un gran castro fortificado. Los icenos
son un pueblo que se encuentra disperso en multitud de
pueblos, aldeas y granjas, así que son presa fácil para Roma.
El gobernador provincial aprovecha la excusa del testamento
(tampoco es que le hiciera mucha falta) y aplica el derecho
romano, según el cual la deuda del marido pasa
automáticamente al resto de la familia. Sin un amago de
negociación, los romanos hacen suya la cita del Julio César de
William Shakespeare, «grita ¡devastación! y suelta los perros
de la guerra». Al igual que en otras obras del inglés, estos
perros se llaman hambre, espada y fuego.
Boudica observa impotente a los legionarios campar a sus
anchas en la tierra de sus antepasados, esclavizando a
familiares y robando sus pertenencias. Llevándose a la fuerza
a los jóvenes para servir en sus legiones. No podemos saber su
actitud ante los invasores, pero conocemos la reacción de
estos, así que suponemos que la reina no agacha la cabeza
esperando a que pase la tormenta. Decíamos que se domina a
los enemigos igual que se domina a una mujer, así que
Boudica y sus dos hijas (niñas pequeñas, especifican las
fuentes) son violadas en grupo por los soldados, aunque su
vida es perdonada. Un escarmiento y un recordatorio de cómo
entienden la política exterior los romanos. Esta es una imagen
que debemos conservar de Boudica: más allá de la barrera del
dolor físico y emocional, tratando de recomponer los pedazos
rotos de su dignidad mientras cuida de sus hijas.
No conocemos nada del carácter real de esta mujer, solo
podemos imaginarlo a raíz de los hechos posteriores. La regla
número uno del trato de los romanos hacia los bárbaros es
asegurar que todos los pueblos a los que se enfrentan estén
desunidos. Al estar en inferioridad numérica, la estrategia
preferida de Roma es aprovechar las rencillas de unos bárbaros
contra otros para alzarse ellos con la victoria final, pase lo que
pase. Boudica consigue justo lo contrario: usando su dolor y
humillación como arma política, se convierte en un símbolo de
la lucha contra los invasores. Los britanos están hartos de los
continuos abusos de Roma, pero tienen miedo (con mucha
razón) de sus legiones, solo necesitan un líder claro a quien
seguir. Esto es habitual en sociedades tribales o protoestatales;
se trata de una serie de pueblos que únicamente se unen para
seguir a un caudillo militar por su prestigio o carisma personal.
Las fuentes hablan de su habilidad para unir a distintos linajes
a su causa, aferrándose a conceptos como la libertad, la familia
o la independencia económica. Boudica convierte su dolor en
el dolor de su pueblo, su venganza personal en la causa de su
gente, como Braveheart, pero con más motivos si cabe.
Los britanos son un pueblo tremendamente apegado a la
tierra de sus antepasados y tradiciones, así la figura de
Boudica adquiere tintes mágicos. Seguramente ella favorece
esta asociación participando en rituales druídicos o dejándose
ver con una liebre, que a nosotros nos puede parecer un animal
poco aguerrido, pero para ellos es un símbolo sagrado. Es
asimilada a una deidad como Andraste, aunque los nombres
pueden cambiar: Morrigan, Macha (la de las carreras de
caballos), Badb, Epona… Un follón de diosas que en el fondo
seguramente sean todas la misma: antiguas manifestaciones
duales del bien y el mal; maternidad, fertilidad, la tierra, los
caballos, guerra, venganza…
Icenos, trinovantes y otros pueblos de nombre
impronunciable siguen ahora el estandarte de Boudica. Sea
casualidad o fruto de una planificada estrategia, escoge el
momento ideal para dar el primer golpe en un lugar cargado de
simbolismo. La mayor parte de las tropas del gobernador se
encuentran en Gales enfrentándose a los druidas, tratando de
pacificar la región al estilo romano. Aprovechando la ausencia
de grandes contingentes de tropas enemigas, reúne a sus
aliados para atacar la colonia de Camulodunum (actual
Colchester), edificada en tierras confiscadas por Roma. En
este lugar se han establecido legionarios veteranos,
particularmente odiados por los vecinos de los alrededores. La
ciudad cuenta con un bonito templo en el que se rinde culto al
emperador, erigido con dinero robado a los britanos. Más nos
hubiera valido gastar todo ese oro en unas sólidas murallas, es
lo que deben de pensar los veteranos cuando ven aparecer el
ejército de la reina. Las fuentes nos dicen que ciento veinte mil
guerreros van tras ella, posiblemente fuesen diez o veinte mil.
Es indiferente, en cualquier caso, son muchos los bárbaros que
siguen a la diosa de la guerra y la venganza.
La destrucción de la ciudad es absoluta. No solo mueren los
veteranos, también asesinan a sus mujeres e hijos. Boudica se
presenta subida en un carro de guerra, empuñando una lanza y
acompañada de sus dos hijas. Es un recordatorio bastante
efectista de las razones por las que están peleando. Los
arqueólogos han identificado y excavado los restos de esta
colonia y la batalla que la destruyó. El estrato correspondiente
es denominado el horizonte de destrucción de Boudica, una
capa de tierra quemada, huesos y todo tipo de material que
atestigua cómo el incendio devoró la ciudad entera. Esta
política de tierra calcinada no es la habitual entre los pueblos
bárbaros, parece que Boudica ha dejado atrás su humanidad
mientras limpiaba las heridas de sus hijas.
La siguiente parada en su camino es la ciudad de
Londinium (Londres hoy). El gobernador envía un contingente
para detenerla. Boudica entonces finge una retirada y los
romanos responden lanzándose a una rápida persecución,
adentrándose en un bosque cerrado. Un consejo para los
aspirantes a generales romanos: nunca peleéis en un bosque,
siempre palmáis. Los legionarios son aniquilados por las
tropas de la reina, despejando el camino hasta Londinium. En
la ciudad, el resto de los soldados romanos son evacuados
rápidamente, dejando a los civiles a merced de Boudica.
También en esta ocasión, los arqueólogos han podido
identificar los restos de la batalla en la actual capital de
Inglaterra, llamando nuevamente al estrato de tierra calcinada
horizonte de destrucción de Boudica. Los civiles, mujeres y
niños son pasados a cuchillo.
Verulamium es otra importante ciudad de la zona que cae
fácilmente en sus manos, con los romanos reculando frente a
ella. De forma sorprendente, el saqueo y la destrucción se
limita a las dependencias militares, respetando a los civiles.
Podemos dejar volar nuestra imaginación imaginando los
deseos de venganza de Boudica, sus motivaciones y deseos,
pero a ciencia cierta no tenemos la más mínima idea de lo que
pasa por su cabeza. Lo que es seguro es que no se comporta
simplemente como la jefa de un grupo de bandidos. La
rebelión ha prendido en gran parte del territorio y ella
demuestra tener un plan. Es capaz de mantener a un ejército
tan grande y heterogéneo como el suyo cohesionado a base de
victorias, maniobrar con él para emboscar a una legión
romana, o detener sus ansias de saqueo en al menos una
ocasión. Si esto te parece fácil, baja de la nube y piensa menos
en cómo actuaría la protagonista de la película y más en cómo
te las apañarías para dar órdenes de ese tipo a veinte mil
guerreros, la mayor parte de los cuales no han visto tu cara
jamás y es la primera vez en su vida que salen de la aldea.
El gobernador romano será todo lo cruel que queramos,
pero no es ningún incompetente. Ha esquivado a las tropas de
la reina mientras estaba en inferioridad (algo bastante
inteligente), reuniendo mientras tanto a todas las unidades
romanas dispersas por la isla. Cuando se siente seguro avanza
contra ella. Boudica también se siente confiada y va a su
encuentro. Las batallas en esta época no son algo casual;
decenas de miles de combatientes, y los enormes
campamentos que arrastran, no se encuentran así como así en
un campo de batalla, como en la guerra de Gila: «¿Está el
enemigo?, dile que se ponga». Según las victorias han ido
cayendo de su lado, más y más clanes se unen a ella, hasta que
cree estar preparada para un decisivo combate frontal contra
sus enemigos.
Los historiadores romanos escriben que, en el momento en
que su general observa el ejército de Boudica, sonríe,
anticipando la inminente victoria. Sus enemigos han acudido a
la batalla acompañados de sus familias, mujeres y niños, que
se colocan detrás de ellos en carromatos para ser testigos de la
victoria. La leyenda ha ido creciendo con el tiempo, y hoy
podemos leer incluso que se adornan con guirnaldas de flores,
o que en la línea de combate hay ancianos o niños: campesinos
armados con azadas. Vienen a una fiesta, no a una lucha. Por
estúpida que parezca, esta narración es la que ha sobrevivido
hasta hoy: la de un general romano sonriendo al conocer de
antemano el resultado de la batalla. Habrá que suponer que, si
el gobernador sonríe delante de veinte mil guerreros
vociferantes que acaban de arrasar las principales ciudades de
su territorio, será para disimular lo que siente.
Boudica no solo ha dado muestras de ser una líder
competente, sin duda está rodeada de consejeros que son
guerreros profesionales, veteranos de las derrotas en la guerra
contra los romanos y de las luchas entre tribus britanas.
Imaginar a la reina discutiendo con su consejo militar,
pensando que es buena idea sacar a sus familias de paseo el fin
de semana para que vean una batalla, tiene su origen en que
esta historia se ha contado siempre desde el punto de vista
romano. La presencia de carromatos y civiles posiblemente se
debe a un hecho frecuente en la historia de estos pueblos
bárbaros: la migración como estrategia vital. Según conquistan
nuevos territorios, más fértiles y ricos, grupos enteros de
población se van desplazando hacia ellos. De hecho, con el
tiempo, este tipo de migraciones será una de las causas de la
caída del Imperio romano.
Ya sea una líder competente o una cenutria con suerte, la
batalla final se acerca, junto con el discurso por el que pasa a
la historia. La reina, como siempre, está subida a su carro de
guerra, acompañada de sus hijas. Una liebre salta de los
pliegues de su túnica y sale corriendo en una dirección que es
interpretada como de buen augurio.
Boudica eleva la voz para proclamarse, simplemente, como
una más de las muchas mujeres que luchan por sí mismas, sus
hijas y por la libertad perdida. Es preferible la pobreza sin amo
a la riqueza en la esclavitud. La culpa es de su propio pueblo
por haber permitido a los romanos entrar en su tierra, sin
expulsarles inmediatamente como hicieran con el famoso Julio
César. No han de tener miedo, los romanos no los superan en
número ni en valor. ¿La prueba?, se protegen con yelmos,
corazas y grebas, construyen empalizadas para asegurarse de
no sufrir ningún daño. Su miedo los induce a esta clase de
combate, en vez de cargar de frente con resolución. Son solo
liebres y zorros tratando de gobernar a perros y lobos.
Boudica da las gracias por gobernar a hombres y mujeres
libres, de igual valor, antes que sobre egipcios cargadores de
peso o asirios. Esclavos de un tañedor de lira, hombres, si es
que se les puede llamar así, insolentes, injustos, impíos y
arrogantes que se bañan en agua caliente, se acuestan en
blandas camas con muchachos a los que corrompen. ¡Que esta
Neronia (nombre feminizado del emperador Nerón) cante
sobre los romanos que desean seguir siendo esclavos de una
mujer por más tiempo!
Todos los guerreros prorrumpen en gritos de entusiasmo y
aprobación, haciendo chocar sus lanzas contra los escudos.
Nosotros, que hemos permanecido al fondo durante todo el
discurso, nos quedamos como en las bienaventuranzas de La
vida de Brian, estirando el cuello para tratar de oír mejor:
«¿Qué ha dicho? ¡¡No se oye!!». Y es que la línea del frente de
una batalla de esta envergadura fácilmente supera el kilómetro
de longitud, con varios cientos de metros de profundidad. Si
pensamos además en el estruendo de los animales y hombres
en movimiento, no parece tener mucho sentido dedicarse a
arengar a tus tropas antes de que empiece el jaleo. Aun así, no
hay fuente histórica, película o serie de televisión que nos
ahorre el discurso épico antes de cualquier batalla, y Boudica
no se va a quedar sin el suyo.
El romano que escribe esto, Dion Casio, lo redactará más
de un siglo después, sin poner un pie en la isla de Gran
Bretaña ni conocer a nadie que pudiera darle alguna
información fiable, pero le da exactamente igual. Él escribe
con un objetivo concreto, denunciar la corrupción y
degeneración del Imperio frente a la honesta rudeza de los
bárbaros. Leído a través de nuestra mentalidad del siglo XXI,
algunas partes de este discurso son positivas, como igualar en
valor a hombres y mujeres. Para Dion Casio es simplemente
otro insulto más: lo mal que están las cosas en Roma para que
hasta un pueblo de mujeres pueda con nosotros. Lo de
cambiarle el nombre al odiado emperador Nerón, refiriéndose
a él como si fuese una mujer, es de patio de colegio, se ve que
llegado a este punto se le están empezando a acabar las ideas
buenas. Por lo demás, el idealizado discurso que escribe
resulta sorprendentemente actual, lo que hace que debamos
replantearnos si las mentalidades han cambiado tanto como
pensamos con el paso de los siglos.
Con ambos ejércitos frente a frente, la reina posiblemente
dé algunas palabras de ánimo a sus seguidores más cercanos,
tratando de aparentar una calma que es imposible que sienta.
Seguro que participa en algún ritual religioso, asociado a los
cultos de los druidas, una puesta en escena visible a lo lejos
por todo su ejército, mucho más eficaz que desgañitarse a lo
tonto. Por muy sugerente que nos resulte la idea, la
investigación arqueológica e histórica no ha descubierto
evidencias de mujeres que combatan en el campo de batalla
codo a codo con los hombres, aunque pudiera haber casos
aislados sin duda. Decíamos que esta no deja de ser una
sociedad patriarcal en la que la guerra es un asunto de
hombres. Boudica, por tanto, observa el arranque de la pelea
desde la retaguardia, sintiendo a buen seguro lo que siente
cualquier general de este periodo ante una batalla: una
absoluta sensación de descontrol.
Los días anteriores habrá tenido tiempo de elaborar algún
plan de batalla sencillo, recibir todo tipo de informes de las
fuerzas enemigas y las suyas propias, y tratar de poner algo de
orden en sus filas. Llegado el momento de la verdad, las
posibilidades de cambio son mínimas, miles de guerreros se
lanzan al combate, y Boudica debe limitarse a ser testigo del
momento cumbre de la rebelión que ha iniciado.
Su ejército se compone de unos cuantos cientos de
guerreros profesionales, bien equipados y entrenados,
acompañados por unos cuantos miles de campesinos
guerreros. Estos últimos forman tropas de menor calidad,
aunque tampoco sea justo pensar que son carne de cañón,
simplemente les falta la experiencia suficiente, ya que la
guerra no es su ocupación principal. No adoptan una
formación de combate definida, cada cual se agrupa alrededor
del estandarte de su clan y sigue al jefe de su familia. Frente a
ella, las legiones romanas son como minions, todos igualitos
ordenados en cuadrados que da gusto verlos y con las cosas
muy claras.
Hay algunos momentos en los que Boudica puede albergar
la esperanza de alcanzar la victoria, como cuando sus tropas de
élite plantan cara a los romanos, cargando frontalmente contra
ellos y consiguiendo atravesar su formación en algunos
puntos. Pero una batalla es ante todo un proceso largo y
agotador; cuando sus mejores guerreros empiezan a cansarse,
son relevados por los menos experimentados. En el bando
contrario, los romanos continúan a lo suyo, la primera línea de
minions se retiran a retaguardia a beber agua y descansar un
rato sin perder la formación, siendo relevados por la siguiente
línea. Así una tras otra, dieciséis hileras de profundidad dan
para tomárselo con bastante calma. Su general tiene claro que,
cuanto más aburrida sea la batalla, más posibilidades tiene de
vencer. Los britanos, impotentes, empiezan a ceder terreno.
Comienza con unos pocos jóvenes que se retiran del
combate buscando la seguridad de los carromatos en la
retaguardia. Continúa cuando algunos heridos, dando alaridos
de miedo y dolor, causan el pánico entre sus compañeros. El
estandarte de una de las tribus cae en manos de los romanos,
mientras que otro se retira de la pelea. En medio del caos,
estos símbolos se ven a lo lejos y todos saben lo que significa.
Boudica no puede hacer nada, no hay posibilidad de una carga
heroica ni de un inspirador discurso que devuelva a la gente a
la batalla. No es una película, son personas reales muriendo de
verdad, sintiendo auténtico terror. Todo su ejército está en
desbandada.
Son atrapados entre los carromatos y sus enemigos, sin
espacio para moverse. Las familias que los acompañan
tampoco se libran de caer en la masacre. Los que se salvan lo
hacen porque son demasiados para que los romanos puedan
asesinarlos a todos. Lo último que sabemos de la reina
Boudica es que desaparece en mitad del combate. Tal vez
muera durante la pelea, aunque su cadáver, fácilmente
reconocible, no es reclamado por los romanos. Posiblemente
se suicide poco después, al ser consciente de la magnitud del
desastre y lo que les espera a continuación a los vencidos. En
cualquier caso, su cuerpo nunca fue encontrado y exhibido
como un triunfo por Roma, sino que fue enterrado con honores
por sus hombres en algún lugar seguro. Es costumbre entre los
pueblos bárbaros enterrar sus tesoros en época de crisis para
que nadie pueda robarlos. Hacen bien, tras su muerte, la
represión desatada en los meses siguientes por el gobernador
horroriza hasta a los propios romanos.
Boudica ha pasado a la historia como un símbolo de la
lucha contra el invasor, icono feminista o incluso una muestra
del carácter nacional inglés. Para los romanos es simplemente
una nota al pie de la página de su gloriosa historia. Es difícil
no simpatizar con su causa, solidarizarse con su historia de
sufrimiento y venganza, aunque el trato que dispensa a los
vencidos —las fuentes nos hablan de las torturas y violaciones
que sufren las nobles romanas capturadas por su ejército— nos
devuelve a la realidad bastante rápido.
En cualquier escapada a Londres (cosas del destino, la
misma ciudad que ella arrasó), no olvides ir a ver la estatua
erigida en su honor, homenajeada junto a sus hijas, en su carro
de guerra. Es imposible no verla, defendiendo orgullosa un
puesto de recuerdos para turistas, frente al Big Ben en el
puente de Westminster. Puedes sentarte por allí a reflexionar
sobre una mujer que representa una verdad distinta a la del
discurso oficial, que peleó cruelmente por sí misma y por los
suyos hasta el final. Y acercarte a leer los dos versos del
poema dedicada a ella: «Regiones que el César nunca conoció
/ tus herederos dominarán», un homenaje al colonialismo
inglés de época victoriana. También podrías reflexionar sobre
cómo la reina Boudica ha terminado por convertirse en un
icono del imperialismo de su país, la justificación moral de su
derecho divino a dominar a otros pueblos.
Piensa entonces en la diosa Macha, en su maldición, y en
cómo está obligada a repetir una y otra vez la historia, hasta el
final de los tiempos. Es una buena leyenda.
BACANTES Y VESTALES

(186 a. C.)

Orgías, bacanales y una exigencia de castidad

Orgías y bacanales. Ahora que estás prestando toda la atención


posible, te vas a llevar una enorme desilusión.
Lamentablemente, este capítulo no trata sobre alocadas
juergas, consumo inmoderado de vino, comida, todas las
prácticas sexuales que se te puedan pasar por la cabeza y
algunas otras que, con impaciencia, esperas conocer. Esto no
es la fiesta de la toga, con bailarinas y gladiadores, en la que a
nadie le importa lo que hagas mientras respetes a la persona
que tengas a tu lado. Para el actor Charlie Sheen, reputado
especialista en estas cuestiones, para que se le pueda llamar
orgía tiene que haber al menos seis personas. Esta es la imagen
que todos tenemos en la cabeza y que es imposible romper.
Sin embargo, en sus orígenes, la palabra orgía tiene un
significado completamente distinto. Se trata de una ceremonia
o ritual religioso, muchas veces reservado solo a iniciados.
Otra acepción se refiere a los objetos que se utilizan en el
transcurso de dichas celebraciones. Así pues, en un sentido
etimológico, podemos etiquetar como orgías el cáliz de los
cristianos o la menorah judía, siendo respetuosos con ambos
símbolos.
Las bacanales, por su parte, son las celebraciones en honor
a Baco, el dios niño. Aunque en Roma tengan pocos límites,
alguno sí que tienen, y no hay ninguna constancia de prácticas
sexuales en presencia de esta deidad, que no deja de ser un
menor de edad.
Los romanos nos podrán caer mejor o peor, pero no vamos
a negar que saben divertirse (al menos los hombres, que son
los que tienen ese derecho). Además, faltan todavía varios
siglos para que la mentalidad judeocristiana llegue a sus vidas,
negándoles el derecho a disfrutar de su cuerpo.
Es sorprendente, por tanto, el viaje que han hecho estas dos
palabras rodeadas de tabúes desde que surgiera su significado
original y hasta las declaraciones del famoso actor de Dos
hombres y medio, ya que parece poco probable que esté
pensando en madrugar el próximo domingo y acudir, junto a
cinco miembros de su congregación al menos, a escuchar el
sermón de su pastor.
El cambio en el significado que han sufrido estos dos
maltratados términos sucede durante el momento de mayor
crisis y gloria al que se enfrenta Roma. Por debajo de la gran
historia del Imperio hay otra mucho más desconocida, pero
igual de interesante, cuyas grandes protagonistas son, muy a su
pesar, un grupo de mujeres anónimas. Pasen y vean la historia
de cómo las bacanales se convierten en la primera caza de
brujas de la antigüedad.
Es una noche de verano, en uno de los bosquecillos a las
afueras de Roma. El año exacto es un poco indiferente; si eres
especialista en evolución de la moda romana, añádele al rótulo
finales del siglo III a. C. para quedarte a gusto. Las cigarras
siguen cantando, ha sido un día caluroso, aunque también lo
hacen por el resplandor que llega desde un claro entre los
árboles. La luz de varias hogueras y antorchas en movimiento
muestra una escena bastante extraña.
Un grupo de mujeres baila y da vueltas siguiendo la
melodía que marcan distintos instrumentos, tocados también
por mujeres. No se ve a ningún hombre, solo mujeres de todas
las edades, desde niñas a ancianas. La música de diferentes
tambores, tímpanos y flautas frigias es rítmica, repetitiva, se
acelera hasta llegar a un clímax y parece morir para volver a
resurgir con fuerza. Las mujeres que bailan parecen en trance
o poseídas por algún demonio. Llevan el pelo suelto (algo muy
infrecuente salvo para las prostitutas o las niñas) y
enmarañado, por encima de su peplos visten pieles de corzo y
de serpiente enroscadas por el cuerpo, coronadas por hojas de
vid.
El baile no parece seguir ninguna rígida coreografía ni
busca ser sensual o agradable a la vista. Ellas son las ménades,
«las que desvarían», poseídas por el dios Baco, que las empuja
a una locura mística. Seguramente intoxicadas por el alcohol y
otras sustancias alucinógenas, han caído en un frenesí extático.
El resto se aparta prudentemente de los movimientos erráticos
de las imprevisibles bailarinas, las niñas las observan con una
expresión que va de la admiración al puro terror.
Algunas de ellas llevan una vara de carrizo o una antorcha
encendida mientras bailan, pero otras acunan a pequeños
muñecos hechos de paja y tela. Los mecen como se hace con
un bebé de verdad, mientras continúan girando. En el ritual
también están permitidos lobatos, cervatillos, crías de zorro o
cabra…, las ménades abrazan a alguno de estos animales
mientras bailan. Cerca de ellas, una de las mujeres de más
edad está terminando de degollar a uno de los pequeños
animales, recogiendo con cuidado su sangre en un cuenco.
Otra de las bacantes, provista de un gran cuchillo, descuartiza
al animal, repartiendo pedazos de su carne entre el resto, que
son ingeridos crudos, a grandes bocados.
Una ménade, sosteniendo a su bebé de trapo, se acerca a la
anciana, que le ofrece el cuenco rebosante de sangre. Sumerge
al pequeño en el líquido y, con ojos febriles, aprieta su cabeza
contra el fondo con fuerza, tratando de ahogarle. Pasados unos
segundos, levanta al muñeco y, sin dejar de girar y bailar,
muerde con fuerza su cuello. Da violentos mordiscos hasta que
consigue arrancarle la cabeza. Con la boca y la cara
manchadas de sangre, grita de pura felicidad.
Si hasta ahora todo este ritual nos parece un sinsentido,
cuando la mujer escupe la cabeza se desata el pandemónium.
Gritan tratando de hacerse con las efigies, una de ellas se
abalanza sobre otra tratando de quitarle a su bebé mientras
giran, tironeando de él hasta que lo desmiembran. Una de las
bailarinas consigue zafarse del resto y proteger a su pequeño
con violencia. Corre hasta una de las hogueras y lo arroja a las
llamas, observando con satisfacción como se consume.
Las ménades no han terminado, se arman con palos y
antorchas. Todavía bailando y girando, lanzando gritos
inarticulados, aullidos, las bailarinas abandonan el claro en
una desordenada fila, acompañadas por la música de tambores
y flautas. Se encaminan a una de las múltiples puertas de
acceso a Roma sonriendo con maldad.
Todo este ritual es prácticamente desconocido, y lo tenemos
que reconstruir basándonos en los pocos retazos de
información que conservamos. El culto a Baco es mistérico y
sus secretos solo se revelan a los iniciados. Ya sabes, la
primera regla del club de la lucha es que no se habla del club
de la lucha. Lo que está perfectamente documentado es el
terror religioso que estas violentas mujeres despiertan entre los
supersticiosos romanos. Esa misma noche, un pobre hombre
llega a su casa habiendo perdido su valiosa capa; ante la
bronca de su mujer, él se justifica: ha tenido que arrojársela a
una ménade, como si fuera la red de un gladiador en el circo,
para escapar de su furia. Las fuentes tampoco especifican si
este hombre es simplemente un borracho mentiroso o un
honrado trabajador del turno de noche que ha escapado de la
paliza por los pelos.

Roma es una inagotable fuente de sorpresas. El dios Baco


es uno de los más complicados dentro del ya de por sí
complejo panteón romano. Es un dios que muere y renace;
engañado por los titanes, ahogado, desmembrado y quemado,
vuelve a la vida para disfrutar de la felicidad. La violenta
ceremonia que acabamos de presenciar es, por tanto, un ritual
de celebración de la vida en el que él es el Liberador, capaz de
librarnos de las ataduras y el sufrimiento diario, una evasión
de la realidad cotidiana. Las hojas de parra y el vino, que son
sus símbolos más reconocibles, nos hablan de este eterno
renacer y de la alegría que desata su consumo. Es fácil ver las
similitudes con otro culto de origen oriental, el cristianismo,
que también conmemora el renacimiento y el sacrificio
necesario para alcanzar una vida mejor.
En la Roma del siglo III a. C., el culto a Baco es todavía
minoritario y está formado exclusivamente por mujeres,
aunque ambos aspectos estén a punto de cambiar. Durante el
ritual de las ménades hemos podido ver otro hecho muy
curioso. Algunas mujeres visten finos trajes de lino e incluso
de seda, cubriéndose con mantos de llamativos colores,
mientras que otras llevan una simple túnica de lana basta, sin
teñir. Sí, lo has adivinado: en este ritual participan mujeres de
todas las clases sociales. Esta deidad no hace distinción entre
pobres y ricas, amas o esclavas, la promesa de un mundo
mejor es igual para todas. Tampoco hay sacerdotes que oficien
la ceremonia y esto es algo absolutamente excepcional: Baco
no necesita intermediarios, cualquier iniciado, tras pasar una
serie de pruebas, puede comunicarse directamente con él.
Así que, lejos de la idea que hoy tenemos de ellas, las
bacanales son un culto formado solo por mujeres que escapa al
control del Estado, en el que las clases sociales se desdibujan y
en el que no hay constancia de ningún tipo de práctica sexual.
Esto es lo que realmente sabemos de las bacanales. Es un culto
muy antiguo, al menos quinientos años antes de la fundación
de Roma ya existía, y hasta ahora las autoridades no han hecho
mucho caso de su presencia en la ciudad. Estas mujeres,
pobres y ricas, ménades y bacantes, mayores o niñas, bailan y
celebran al dios Baco en un momento en que Roma está
luchando por su supervivencia.

A finales del siglo III a. C., la ciudad eterna no es todavía


capital del gran imperio por el que será recordada. Es una
ciudad más de las muchas que se fundan en la Antigüedad y
luchan por hacerse un hueco. Ha ido conquistando con una
política muy agresiva toda la península itálica y a estas alturas
va asomando la patita por otras regiones del Mediterráneo. Los
historiadores llevan mucho tiempo discutiendo sobre cómo es
posible que una ciudad construida en mitad de la nada, en la
que lo que mejor se cría es el mosquito Anopheles (el de la
malaria), se convierta en sinónimo y definición de imperio.
Los especialistas en la materia han dado múltiples respuestas y
todas ellas tienen parte de verdad. Tal vez sea porque en la
carrera de ratas por alcanzar el poder alguien tiene que ganar y
les tocó a ellos. Si juegas el suficiente tiempo a la lotería, es
posible que te acabe cayendo y los romanos son, ante todo,
gente perseverante.
En este tiempo, Roma se enfrenta al rival más peligroso de
toda su historia, el famoso general cartaginés Aníbal. Si a una
persona se le puede medir por el nivel de sus enemigos, los
romanos acaban de sacar un diez en el examen. Todos hemos
escuchado la historia de su épica travesía por los Alpes con
cuarenta elefantes, de los que solo sobreviven dos. Se han
escrito más de mil libros al respecto, aunque se echa en falta
uno narrando el episodio desde el punto de vista de los dos
elefantes supervivientes: seguro que justifican la muerte de sus
compañeros por el anhelo de gloria y victoria de las armas
cartaginesas.
El caso es que Aníbal derrota a las legiones romanas una y
otra vez sin la menor piedad, poniendo a Roma de rodillas, a
punto de borrarla del mapa para siempre. Finalmente, un
romano de la familia de los Escipiones nos hace el favor de
pararle los pies para que no tengamos que reescribir los libros
de historia a estas alturas, y pone las cosas en su sitio. Así que,
hoy por hoy, el nombre de Roma nos suena más que el de
Cartago.
La civilización romana ha estado a punto de ser aniquilada.
Para resurgir con fuerza tras la derrota de su enemigo público
número uno, en los años siguientes, Roma afianza su presencia
en el norte de África, derrota a griegos y sirios, y consolida sus
asentamientos en la península ibérica. Dejan de ser una
potencia local para convertirse en ese imperio que todos
reconocemos cuando pensamos en ellos. Los siglos siguientes
no harán más que ampliar sus fronteras. El cielo es el límite.
Esta es la cara A de la historia, la habitual cuando abres un
libro que hable de este periodo. Sin embargo, ¿qué pasa con
las mujeres de Roma mientras tanto? Todas estas victorias, la
gloria de sus soldados, el convencimiento de ser el pueblo
elegido, ¿en qué afecta a sus vidas?
Decía un conocido general que el que habla de la gloria en
la victoria es que nunca ha caminado por un campo de batalla
el día después. Una bonita frase, que podría rematarse
añadiendo que es mucho más instructivo hacerlo por la noche.
Si consigues reunir el valor suficiente.
Tras una de estas grandes batallas, los supersticiosos
soldados se encierran en su campamento al caer la noche.
Nadie quiere pasear a esas horas, a oscuras, por un lugar donde
acaban de morir de forma espantosa miles de personas. Los
disciplinados soldados han estado haciendo su trabajo durante
el día, amontonando a los muertos, quitándoles todo lo que
tienen de valor, cavando zanjas paras las fosas comunes y
rematando a los enemigos heridos. Durante esta guerra ha
habido combates con más de cincuenta mil muertos en una
jornada, que se dice rápido, demasiados para poder enterrarlos
o quemarlos a todos en un solo día.
Al anochecer, los lobos salen de sus escondrijos a darse un
festín, sin preocuparse demasiado por las figuras
fantasmagóricas y los guturales quejidos que los rodean. Junto
a ellos, poco a poco, emerge la multitud de personas que desde
tiempos inmemoriales ha seguido a cualquier ejército en
campaña: campesinos, pobres, desposeídos, la mayor parte de
los cuales son mujeres. Al igual que los legionarios, ellas
también tienen miedo de los espíritus, pero les asusta más el
hambre, no tener nada de comer para darles a sus hijos.
Un soldado herido cubre su desnudez con un capote
mientras tirita, ve llegar a un par de estas mujeres y trata de
alejarse de ellas. Se ha hecho el muerto durante el día mientras
le robaban todo lo que tenía, pero sabe que aún le queda algo
más. En una carrera a cámara lenta trata de arrastrarse lejos del
alcance de ellas, pero le dan caza. Rebuscan en su boca por si
tuviera dientes de oro. Los tiene. Él trata de zafarse con sus
últimas fuerzas, pero es inútil, con un cuchillo mellado, las
pordioseras obtienen lo que estaban buscando. Sus chillidos no
se distinguen demasiado de los del resto de los espectros. Esta
es la cara B de la historia.

La guerra es un asunto de los hombres. Ellos son los que


obtienen algún beneficio y los únicos que pueden retener algún
recuerdo positivo. Incluso un grupo de pastores, al calor de
una hoguera, compartiendo una bota de vino, pueden hablar
con orgullo de los camaradas caídos, la gloria del combate o el
valor y la inteligencia de su general, fanfarroneando los unos
delante de los otros. Las mujeres solo pueden permanecer en
casa sentadas mientras ven a sus hijos marchar o sufren las
consecuencias del paso de un ejército por su tierra.
El caso de la Segunda Guerra Púnica, que es como
llamamos a todo el enfrentamiento de Aníbal contra Roma, es
especialmente doloroso para los civiles en general y las
mujeres de Roma en particular. Dentro de su estrategia militar,
el general cartaginés pasa cerca de quince años en suelo itálico
practicando una política de tierra quemada. Como de
costumbre, las fuentes describen a la perfección las batallas, el
movimiento de ejércitos y las decisiones tomadas por los
políticos, pero son más parcas cuando hablan de lo que no
consideran tan importante: la vida de los no combatientes.
Roma necesita más y más soldados para recuperar las pérdidas
en combate, y las mujeres ven como sus padres, maridos,
hermanos e hijos son llamados a filas, muriendo a millares, en
mitad de un absoluto desastre demográfico. Durante años, a lo
largo de toda Italia, las mujeres sufren las violaciones
sistemáticas de los soldados del ejército vencedor, el robo y la
hambruna por las cosechas destruidas. Si has llegado hasta
aquí a través de toda esta narración de guerra y destrucción,
aguanta un poco más, en breve volveremos a nuestras ménades
y, lo que es mejor, a un ejemplo de gran dignidad por parte de
las mujeres de Roma.

Al igual que un ser humano puede soportar una


determinada cantidad de dolor físico y emocional antes de
romperse por dentro, lo mismo ocurre con una sociedad. El
desfile triunfal del general Escipión esconde una realidad
terrible: cientos de miles de ciudadanos han sido llamados a
filas y muchos de ellos han muerto en combate. Durante años,
las cosechas han sido desatendidas y todos los recursos del
Estado se han destinado al esfuerzo bélico. Muchas mujeres se
han quedado solas, sus casas destruidas, víctimas de la
violencia sexual y sin ningún tipo de sustento económico. En
los quince años que dura la guerra en la península itálica, es
imposible saber cuántas mujeres mueren a causa de la
violencia, el hambre, el frío, las enfermedades o,
sencillamente, la pena. No podemos saber el número de
mujeres y civiles que sufren la guerra, pero sí conocemos que
una riada de refugiados se dirige a la seguridad que
proporcionan las murallas de Roma. La población de la ciudad
se multiplica con gente que lo ha perdido todo; para muchas
mujeres, dedicarse al robo, la prostitución o directamente
venderse como esclavas es la única escapatoria.
Intramuros, la situación se descontrola según la guerra
avanza y todas las noticias que van llegando desde el frente
son malas. Las fuentes son bastante descriptivas de estos
hechos, y no tenemos ningún motivo para dudar de ellas,
puesto que son el altavoz de unos horrorizados senadores que,
además, no quedan en muy buen lugar. Según nos cuentan, tras
las primeras derrotas la muchedumbre se agolpa en el foro,
presa del pánico y la confusión, las matronas vagan por las
calles sin ningún tipo de control. En otros momentos la ciudad
queda desierta, con todos sus habitantes encerrados tras las
puertas de sus casas. Tras la derrota de Cannas, los senadores
demuestran haberse preocupado por lo urgente antes que por
lo importante. Antes incluso de pensar en qué hacer con
Aníbal, se plantean cómo detener los tumultos y mantener a
las matronas alejadas de los lugares públicos, obligándolas a
permanecer en sus casas. Los gobernantes romanos tienen muy
claro cuál es el lugar de sus mujeres y tratan de devolverlas a
él.
Por si las calamidades de la guerra contra Aníbal fueran
pocas, un cónsul romano de resonante nombre, Lucio
Postumio Albino, decide buscar fortuna en la Galia,
adentrándose con veinticinco mil soldados en sus profundos
bosques. Si has leído el capítulo anterior, imaginarás cómo
acaba el asunto. Los pocos supervivientes que regresan a la
ciudad cuentan cómo el cráneo del cónsul, chapado en oro, eso
sí, está siendo utilizado como elegante cáliz por los jefes
galos. La situación en Roma es insostenible, con sus habitantes
creyendo que han perdido el favor de los dioses. Es en estos
años cuando dos vírgenes vestales son descubiertas
supuestamente rompiendo sus votos y teniendo relaciones
sexuales.
El culto a Vesta es uno de los más antiguos y sagrados de
Roma: sus sacerdotisas son las encargadas de mantener
encendido el fuego eterno, que simboliza la llama que arde en
cada hogar. Son las hijas de Roma y la castidad es su
juramento más importante. Una de ellas tiene suerte y
consigue suicidarse a tiempo, pero la otra es conducida en
carromato por la ciudad, a la vista de todo el mundo, y
emparedada en vida: hay que ajusticiarla, pero está prohibido
derramar la sangre de una vestal. Su amante, un pontífice, es
azotado hasta la muerte. Como guinda del pastel, para
recuperar el favor divino, se entierra en vida a dos parejas de
griegos y galos. El mismo cronista romano se muestra
extrañado ante este tipo de rituales extranjeros, desconocidos
hasta entonces en Roma. Este es el día a día de cualquier
ciudad en guerra.
Nadie puede imaginar otra de las consecuencias de la
guerra para las mujeres. Toda su vida, desde que nacen hasta
que mueren, se encuentran bajo la tutela de un hombre. Pero
en este momento, sus padres, maridos o hermanos han sido
llamados a filas o han muerto en la lucha. Esa presencia
continua en sus vidas ya no existe, podemos imaginar la
primera ocasión en que una matrona ocupa el espacio público,
insegura, pensando en cómo remontar el negocio de su marido,
juntándose con otras mujeres como ella y preguntándose por la
guerra las unas a las otras. Por primera vez en la historia de
Roma, y al fin en nuestra narración, miles de mujeres se
convierten en protagonistas de sus vidas, y en este momento,
con su civilización a punto de sucumbir, van a demostrar estar
a la altura de los acontecimientos.
Los senadores alistan dos cohortes urbanas para garantizar
la seguridad intramuros, hasta donde podemos saber para
hacer frente a estallidos de violencia. Nunca antes en la
historia se ha presenciado una manifestación de mujeres
(posiblemente tampoco de hombres). Las matronas están
hartas de la guerra, quieren conocer la verdad de lo que ocurre
en el frente, donde están sus familiares, y exigen el fin de la
censura. Además, la ciudad se llena de procesiones de mujeres
de luto portando las máscaras funerarias de sus difuntos. Los
legionarios reclutados a toda prisa para garantizar la seguridad
en las calles son en su mayor parte ancianos y niños. Frente a
ellos tienen a sus esposas, madres, hijas o nietas con muy
pocas ganas de bromear. El resultado es todo un baño de
realidad; si no quería caldo, la curia romana se va a tomar
varias tazas de mujeres ocupando el espacio público en este
momento y los siguientes años.
Muchas de ellas se reúnen en la plaza del foro, celebrando
actos públicos o incluso oficiando ceremonias religiosas,
reclamando respuestas de sus gobernantes. Más aún, gestionan
su propio patrimonio y regentan los negocios familiares. Es en
este momento cuando el Senado promulga una ley que afecta
directamente a las mujeres de clase alta, la Lex Oppia:
«Ninguna mujer poseerá más de media onza de oro, ni llevará
vestimenta de colores variados, ni se desplazará en carruajes
tirados por caballos a una distancia inferior a una milla…».
A primera vista, esta es una simple ley suntuaria; en un
momento de luto generalizado y en el que todos los recursos
deben dirigirse al esfuerzo bélico, no es bueno para la moral
ver a las romanas ricas haciendo una indecorosa ostentación de
riqueza. Parece una norma bastante razonable, pero es
precisamente la gota que desborda el vaso de su paciencia.
Según estas mujeres, si no poseen ningún derecho, no van a
aceptar que se les exija ninguna responsabilidad adicional.
Para su mentalidad, la ostentación es el único privilegio que se
les ha concedido a lo largo de una vida que, por otro lado, han
pasado siempre a la sombra, y no van a renunciar a él. Algo
mucho más importante, el Estado romano no se atreve todavía
a confiscar sus riquezas, pero esta ley es claramente una
maniobra que estrecha el cerco sobre su patrimonio, y no
piensan dar un paso atrás.
La imponente villa de los Brutos, una de las familias más
influyentes en el Senado de Roma, tiene el dudoso honor de
ser la primera en la historia en haber sufrido un escrache. No,
manifestarse en la puerta de un político no lo han inventado
los argentinos, sino estas matronas de clase alta que, vestidas
con sus mejores galas, peinadas y enjoyadas, se abalanzan
sobre los portones de los Brutos, aporreándolos y haciendo
retroceder a los guardias, que se apartan pensando que
enfrentarse a los mercenarios de Aníbal al final no habría
resultado tan mala opción. Solo se conservan unas pocas
palabras sueltas que nos narren estos enfrentamientos, y es una
auténtica pena. Podemos dejar volar nuestra imaginación
varios siglos hasta las primeras sufragistas del siglo XIX, por
qué no, su lucha es similar. Unas mujeres de las que sí
sabemos que practicaban jiu-jitsu antes de las manifestaciones
o que preparaban lazos y trampas para apresar y golpear a los
desprevenidos policías frente a ellas.
A lo largo de la guerra, los enfrentamientos con el Senado
romano, que, a falta de sus tutores legales, trata de ejercer la
patria potestad sobre ellas, es continuo. Durante todo este
largo tira y afloja, destaca por encima de los demás el
momento en que se prohíbe a las mujeres el derecho a usar
vehículos con animales de tiro. No conocemos todas las
implicaciones de esta prohibición, pero desde luego afectan a
su capacidad de trabajar o dirigir un negocio. La respuesta de
las romanas es organizar una de las primeras huelgas de la
historia y desde luego la más extraña. Las matronas se niegan
a quedarse embarazadas, y organizan entre ellas una red de
intercambio de anticonceptivos. Roma puede ser un imperio de
obediencia, pero no conquistas el mundo sin una buena dosis
de pragmatismo, así que los legisladores romanos se ven
obligados a anular la ley.
Los peores años pasan y Roma vuelve a su relativa
normalidad. Salvo por una excepción, una nueva generación
de mujeres acostumbradas a gestionar su patrimonio y
participar en la vida pública. Finalmente, la odiada Lex Oppia
es anulada, en palabras de un consternado senador, porque «ni
los maridos, ni los padres ni los hermanos pueden controlar a
sus mujeres». Tendemos a pensar en la historia como una
sucesión lineal de acontecimientos irreversibles e inmutables,
cuando no lo es. La lucha por los derechos de las mujeres
tampoco, esta anomalía en el estatus de muchas mujeres,
provocada por la guerra contra Aníbal, nos debe servir de
ejemplo y de recordatorio de lo frágiles que pueden ser
algunos de los derechos conquistados.

Vamos a volver ahora a nuestras olvidadas bacanales, que


continúan celebrándose a las afueras de Roma. El tiempo
parece no haber pasado por ellas. El mismo calor, las mismas
chicharras, las ménades desmembrando al niño dios, mujeres
libres o esclavas sacrificando cachorros de animales (los
derechos de los animales todavía no se han inventado, las
luchas sociales en Roma de una en una, por favor). A simple
vista, todo parece seguir igual. Estamos a punto de irnos
directos al siguiente capítulo, cuando algo llama nuestra
atención. Una de las bailarinas es un hombre, vestido como
una mujer. Cuando nos fijamos en el resto de bacantes, vemos
que no es el único. Por todos lados hay hombres con ropas de
mujer. En las últimas décadas de guerra sin tregua, lo que era
un culto minoritario se ha convertido en algo tremendamente
popular y —mucho más extraño— que permite la
participación de los hombres. En realidad, son las mujeres las
que inician en los ritos báquicos a sus propios hijos.
Tras más de mil años de existencia, ¿por qué este pequeño
culto precisamente ahora empieza a introducir a hombres?
Esta pregunta puede que nos interese a nosotros, pero los
senadores romanos son bastante más pragmáticos. Muchos
recuerdan cómo han tenido que recular frente a sus mujeres.
Hasta ahora cuatro «bailarinas histéricas» no les preocupaban
demasiado, pero este culto que escapa a los mecanismos de
control del Estado está admitiendo hombres en sus filas. Por si
fuera poco, en los últimos años se han producido un par de
revueltas de esclavos en Roma, no tan famosas como la de
Espartaco, pero sin duda un peligro para la élite dirigente. A
sus ojos, las celebraciones a este dios, dirigidas por mujeres,
que diluyen las diferencias entre amos y esclavos, empiezan a
ser una amenaza a su forma de vida. Las bacantes no lo saben,
pero solo se necesita un pequeño empujoncito para hacerlas
saltar por el precipicio.
El final de esta historia comienza como un telefilme de
sobremesa. O como tu telenovela favorita. Te quejarás, así da
gusto aprender historia. Una mujer joven —podemos
imaginarla guapa y de veintipico años para no desmerecer
nuestro culebrón— se está arreglando en el dormitorio de su
domus, asistida por sus esclavas. La habitación parece un
campo de batalla mientras ella da órdenes a sus sirvientas. Se
ha probado todas las combinaciones posibles de vestuario y
diferentes peinados más y menos elaborados, todo ello
rematado con sus mejores joyas. No cede un milímetro hasta
no quedar satisfecha de la imagen que le muestran en el
espejo. El resultado es obligatoriamente bueno, aunque es
posible que nos parezca un puntito hortera. Como una nueva
rica que trata de hacerse pasar por lo que no es.
No podría ser de otra forma, Hispala Fecenia, que así se
llama nuestra protagonista, es cortesana, o prostituta de lujo si
lo prefieres; desde que tiene uso de razón lleva fingiendo ser
quien no es. Su vida puede que a nosotros no nos parezca nada
envidiable, pero ella tiene motivos para sentirse satisfecha.
Siendo esclava de niña, fue su amo el que le puso el nombre,
Hispala, que tal vez haga referencia a su origen hispano.
Aunque quizás la explicación fuese otra, desde niña Hispala ha
sido una esclava sexual, obligada a prostituirse para enriquecer
a su amo, así que no sería de extrañar que en su casa hubiera
otras niñas con falsos orígenes exóticos, un amplio catálogo
para complacer a los exigentes clientes romanos.
Si alguna vez has visto una domus romana, piensa en esas
habitaciones que se abren a la calle y que habitualmente se
utilizaban para montar algún tipo de negocio; la prostitución
de las esclavas de la casa (adultas o niñas, qué más da) era uno
de ellos. Hispala sobrevivió a esta infancia hasta que, con el
poco dinero que iba ahorrando con su trabajo de años, fue
capaz de comprar su libertad. Convertida en liberta, ha seguido
haciendo aquello para lo que la criaron. Al menos ahora todo
el dinero que gana es para ella y, aunque sea una mujer infame,
no está bajo la tutela de ningún hombre. Desde luego que tiene
todo el derecho del mundo a caminar con la cabeza bien alta.
Es lo que hace, pasea orgullosa, escoltada por sus esclavos,
camino de una importante cita. Hace poco que se ha
enamorado de un joven, Publio Ebucio, que por si fuera poco
pertenece a una familia noble. Estos cuentos de hadas en
Roma no suelen ser verdad, pero Ebucio parece sinceramente
enamorado de ella, no hay otra explicación para que un
miembro de la clase ecuestre tenga una relación formal con
una prostituta, por mucho estatus que esta tenga. En cuanto a
Hispala, no podemos saber si corresponde a sus sentimientos o
simplemente está buscando una vida más cómoda. Tal vez un
poco de ambas opciones. Qué más da, si te sientes con fuerzas
para juzgarla después de pensar en su infancia, una niña
obligada a hablar latín con acento hispano delante de sus
clientes, tienes un serio problema con tu escala de valores.
Como no hay amor de verdad sin contratiempos, Ebucio
tiene problemas en casa. Por una vez en lo que va de libro los
romanos nos lo ponen fácil, y en vez de una malvada
madrastra tenemos que enfrentarnos a un malvado padrastro.
Su padre biológico murió hace tiempo, dejándole una enorme
herencia que administra el nuevo marido de su madre. Es algo
rocambolesco, pero es tarde para quejarse, has venido hasta
aquí para ver una telenovela. El diabólico padrastro le hace la
vida imposible al prometido de Hispala, se dedica a
despilfarrar su herencia a lo loco y no quiere ni oír hablar del
matrimonio, no sea que el chaval recupere el control de su
patrimonio al casarse.
Hay otro problema que debería hacer que todas las alarmas
de nuestro cerebro se disparen. La madre de Ebucio pertenece
al culto al dios Baco y piensa introducir a su hijo en él. Entre
otras cosas, eso le exige a él un periodo de abstinencia sexual
para la ceremonia de ingreso, lo que genera las primeras peleas
en la pareja. Toda buena historia entre dos amantes necesita un
poco de tensión sexual no resuelta. Los dos tortolitos se cogen
de la mano mientras él se niega a ir un paso más allá. Es el
momento de añadir que Hispala también es una bacante, o al
menos lo fue de niña, introducida al culto por su ama.
Hispala se dirige ahora por los barrios más exclusivos de la
ciudad camino de su cita. No puede creerse la suerte que tiene,
y nosotros tampoco. Una respetable matrona aficionada a los
melodramas se ha enterado de todo este cotilleo (fácil, no se
habla de otra cosa en la alta sociedad) y quiere conocerla en
persona para ayudarla con sus problemas. Los esclavos de la
domus están esperando su llegada y se apresuran a hacerla
entrar y asegurarse de que esté cómoda. La señora de la casa,
nada más y nada menos que la mujer de un cónsul de Roma, la
espera sentada en el elegante atrio. La matrona alaba su
atrevida elección de vestuario, su belleza, su juventud y el
valor que ha demostrado por creer en el verdadero amor.
Hispala aguanta bien el tipo, está acostumbrada a navegar por
estas aguas y otras muchísimo peores. No es una conversación
tan desagradable.
La primera señal de que algo no va bien son los guardias
armados que aparecen, inofensivos, en las esquinas del patio.
Cuando ve a dos lictores, símbolo del poder ejecutivo romano,
en el vestíbulo de la casa, simplemente respira y cierra los
ojos. A continuación, por una de las muchas puertas del atrio
aparece el marido de su anfitriona, el cónsul romano, que se
sienta junto a ella en una silla vacía. Le pone una mano en la
rodilla y sonríe conciliador. Hispala ya no es la mujer segura
de su fuerza, vuelve a ser la niña con acento hispano violada
una y otra vez durante años.
—Dime, pequeña, ¿qué sabes del culto a Baco?
Espurio Postumio Albino es el nombre de este cónsul. Nos
daría exactamente igual quién fuera salvo por el hecho de que
hace unas pocas páginas hablamos de su padre. Se trata de
aquel general romano que, en lo peor de la guerra, acabó en la
Galia, donde su ejército fue masacrado y su cráneo acabó
convertido en vajilla para las borracheras de los galos. Este
cónsul es, por tanto, un político que necesita
desesperadamente una victoria para borrar la vergüenza del
nombre de su familia. Ni él ni el Senado han olvidado el
comportamiento de muchas mujeres en Roma ni las revueltas
de esclavos. Un culto peligroso para su forma de entender el
mundo, en el corazón mismo de su república, en el momento
en que se ha lanzado a conquistar el Mediterráneo.
Las fuentes recogen minuciosamente este interrogatorio. El
terror de Hispala al ser preguntada directamente por una de las
máximas autoridades de la República, sus temblores e
incapacidad para hablar.
—Señor, siendo esclava, muy niña aún, fui iniciada junto a
mi ama. Desde que he sido manumitida hace varios años, nada
sé de lo que allí ocurre.
La venerable matrona no va a dejar pasar la oportunidad y
dejar escapar a su invitada. La historia de amor de Hispala se
vuelve ahora contra ella. Durante el forzado periodo de
castidad de su prometido, previo a la iniciación al culto a
Baco, Hispala se había venido arriba previniéndole contra este,
describiéndole todas las depravaciones a las que podía ser
sometido. No le debió de costar mucho imaginárselas, eran las
mismas que ella había sufrido durante años.
Con su vida pendiendo de un hilo, salvo el asesinato de
John F. Kennedy, Hispala lo confiesa todo. Las monstruosas
depravaciones que tienen lugar durante las ceremonias
nocturnas, el absoluto abandono de las ancestrales tradiciones
romanas, la violación sistemática de los niños iniciados al dios
Baco. Agresiones sexuales llevadas a cabo por los hombres
anteriormente ingresados al culto. No hay delito ni
inmoralidad que no se cometa allí. Hombres desaparecidos por
negarse a participar, corrupción de menores y prometedores
jóvenes romanos que son convertidos en afeminados
peligrosos e inútiles para la sociedad.
Habrás leído que Roma no paga a traidores; por suerte para
Hispala, el cónsul Postumio no conoce dicha expresión. A
cambio de su detallado testimonio, la joven obtiene el
completo perdón por todos sus difusos crímenes. Además, se
le paga la ingente suma de cien mil ases como justa
recompensa por colaborar al sostenimiento de la República y
obtiene el permiso para casarse con su prometido. Por último,
es «invitada» a quedarse a vivir en la casa del cónsul el resto
de sus días, bajo la protección de su mujer. Una jaula de oro
para no dejar ningún cabo suelto.
Resulta imposible saber a ciencia cierta qué ocurría durante
las ceremonias en honor a Baco. De entre todas las
acusaciones que reciben, una llama particularmente la
atención: son las madres quienes llevan a sus hijos al culto,
donde son torturados y violados por otros hombres. Podemos
llegar a asumir que alguna mujer con un grave trastorno
psiquiátrico llegue hasta esos extremos de comportamiento,
pero suponer que son miles las mujeres de Roma que cometen
esta atrocidad con sus propios hijos, sin que nadie levante la
voz durante años, es sencillamente ridículo. La respuesta a por
qué acercan a sus pequeños a los rituales báquicos tampoco la
conocemos, pero podemos suponerla.
En mitad de la guerra contra Aníbal, con una sociedad rota
por el dolor y el sufrimiento, las mujeres buscan
desesperadamente algún consuelo que dar a sus vástagos. La
promesa de una vida mejor, el renacimiento y la celebración
que indefectiblemente llegan tras las penalidades,
ejemplificados por la propia vida del niño dios, tal vez sea el
mejor regalo que una madre le puede dar a su hijo.
Otro hecho nos debería hacer dudar aún más, si es posible,
de la versión oficial. Tras el testimonio de Hispala, el Senado
no abre una investigación exhaustiva ni un proceso judicial,
sino que actúa con rapidez siguiendo un plan estudiado. Por
primera vez en la historia de Roma, una cuestión interna de
orden público es afrontada como un asunto puramente militar.
Destacamentos de legionarios se colocan en lugares
estratégicos controlando las numerosas salidas de la ciudad.
Los pregoneros de la curia romana proclaman la prohibición
del culto al dios Baco como enemigo de Roma y la declaración
de sus seguidores como criminales. Muchos de ellos tratan de
huir de la ciudad, pero todos los pasos están bloqueados.
Se calcula que, en los tres días que dura la represión, unas
siete mil bacantes (incluyendo algunos hombres) son
asesinadas dentro de los muros de Roma. Para hacernos una
idea de la escala de este episodio de terror, en las conocidas
proscripciones de las guerras civiles, que involucrarán a
Fulvia, Marco Antonio y Octavio Augusto, los muertos suman
dos mil a lo largo de tres años.
Orgías y bacanales. Antes de dejarlas atrás, una última
imagen, pequeña e íntima, pero que tal vez sea la más
importante que debamos tener en la cabeza la próxima vez que
escuchemos ambas palabras. Una mujer romana trabaja la lana
en su casa, pobre o rica, ama o esclava da igual, es una de las
ménades que hasta hace poco bailaba despreocupada en los
bosquecillos de los alrededores de Roma. Se ocupa de sus
obligaciones como corresponde a una buena matrona romana.
Todo parece encajar, salvo por el hecho de que está llorando
por lo bajo, muy bajito, y las manos le tiemblan mientras trata
de hilar un vellón.
Detrás de ella, a poca distancia, su marido la observa
inexpresivo, parece que también ha llorado hasta hace poco.
En sus manos sujeta un gran cuchillo de carnicero. Según el
derecho romano, las mujeres jamás serán un sujeto por sí
mismas, debiendo ser tuteladas toda su vida por un hombre.
Por tanto, el Senado no tiene la potestad legal de ejecutar a una
criminal, debe ser su padre o marido quien lo haga. Un
recordatorio del lugar reservado a la mujer en esta sociedad.
Orgías y bacanales.
MUJERES TERRIBLES

Una voz propia, un relato único

Qué difícil resulta adentrarse en la mentalidad, forma de


entender el mundo y relacionarse con él de las personas del
pasado. En el caso de las mujeres, que no tuvieron siquiera la
posibilidad de contar su historia, la tarea es casi imposible.
Hasta ahora hemos tratado de hacerlo a través de lo que unos
pocos escritores romanos nos han contado de ellas, sorteando
todas las dificultades posibles. Cicerón, Séneca, Tito Livio,
Dion Casio… son algunos de los que hemos seguido, ya que la
mayor parte de ellos vivieron en una época similar a la de
Fulvia, Cleopatra, Livia o las Agripinas. Aunque el enorme
peso histórico de sus nombres pueda intimidar un poco, si se
leen con detenimiento, lo cierto es que la calidad de lo que
escriben muchas veces deja bastante que desear, saltando de la
propaganda más sonrojante a las moralinas más infantiloides
sin cortarse un pelo.
Vamos a viajar, por tanto, más atrás en el tiempo y sacar del
armario a auténticos pesos pesados de la Grecia clásica:
Eurípides, Sófocles o el mismísimo Homero, y rescatar a
alguna de las mujeres sobre las que escribieron. Vale que sus
narraciones hablan sobre mujeres mitológicas, pero es un
pequeño precio que gustosamente podemos pagar si tenemos
en cuenta que su calidad como poetas consigue desnudar el
alma humana de una forma que difícilmente ha podido
superarse en tres mil años de literatura. Lo mismo, entre todas
las grandes gestas e historias de héroes, nos sorprenden
ofreciéndonos una perspectiva diferente de las mujeres.
Evidentemente, todos estos autores hablan desde la élite de
una sociedad patriarcal en la que los valores guerreros y
heroicos de la vida lo impregnan todo. Mientras que la reina
de Ítaca, Penélope, esposa de Ulises, con una mano lleva
veinte años haciendo encaje de bolillos para gobernar el reino
en ausencia de su marido y con la otra espanta a sus
pretendientes, al niñato de su hijo Telémaco no se le ocurre
nada mejor que mandarla a la cocina a fregar, que dan ganas
de cruzarle la cara de un bofetón. Esta es la visión que más o
menos se da de las mujeres en sus narraciones. Víctimas de
violaciones, secuestros, infidelidades, mujeres dignas o
envidiosas arpías, pero casi siempre objetos decorativos en las
grandes historias que se construyen por encima de ellas.
Podríamos aceptar sin más este discurso con el consabido
mantra de «no hay que mirar el pasado con los ojos del
presente». Las sociedades de la Antigüedad aceptan dentro del
orden natural de las cosas la preeminencia del varón sobre la
mujer o la existencia de hombres libres y esclavos. Podríamos
aceptarlo tal cual, pero hay demasiados matices por los que
merece la pena una relectura de la literatura de ese tiempo.
Es el caso de la esclavitud, por ejemplo. Cuando Roma
derrota la rebelión de esclavos liderada por Espartaco, lo
primero que hacen es liberar a multitud de ciudadanos libres
que habían sido esclavizados por los rebeldes; Espartaco no
tenía en mente cambiar el orden establecido o luchar por la
libertad, solo deseaba situarse él en la cima de la pirámide. En
cuanto a la religión cristiana, es conocido que desde un
principio acepta la existencia de la esclavitud. Uno de sus
fundadores, Pablo de Tarso, invita a los amos a comportarse
gentilmente con sus esclavos, pero a estos les indica que deben
aceptar su posición y esforzarse en complacer a sus amos, por
mucho que los maltraten. No es de extrañar que esta religión
sea la escogida por el Imperio romano para afianzar y expandir
sus bases de poder.
Sin embargo, desde los orígenes de la Iglesia católica, hay
voces que desafían este discurso. Otro padre fundador de la
Iglesia, Gregorio de Nisa, teólogo y obispo de dicha ciudad,
razona que todos los seres humanos somos creados iguales, a
imagen de Dios, por lo que la esclavitud es uno de los peores
pecados que puede cometer un cristiano. Filósofos estoicos
como Dion Crisóstomo también critican la esclavitud e
incluso, en un discurso absolutamente pionero, la existencia de
la prostitución. Lamentablemente, los nombres de Gregorio de
Nisa o Dion Crisóstomo son mucho menos conocidos que los
de Pablo de Tarso o Cicerón, y así nos ha ido.

La historia nunca avanza en una única dirección, no lo ha


hecho en el caso de la esclavitud y tampoco en la relación de
dominación de los hombres hacia las mujeres. Decíamos que
los grandes clásicos griegos, generalmente, reducen a las
mujeres a simples espectadoras en sus obras; sin embargo, hay
ocasiones en las que alguna de ellas brilla con una luz
radiante, creando un discurso propio (ya sea bueno o malo)
que es imposible poner en boca de ningún hombre. Es el caso
de Medea, la mayor de las heroínas de la Antigüedad.
Medea es una fuerza de la naturaleza empujada al abismo
por la maldición de los dioses. La mueven las mismas
motivaciones que a un héroe tan reconocido como Aquiles. De
hecho, son tan parecidos que no pueden evitar acabar juntos,
después de muertos, lamiéndose las heridas de una vida dura.
Así de claro lo tienen los poetas clásicos. La única diferencia
es el juicio que le reservan a una y al otro.
La tragedia de Medea no arranca con ella, sino con un
apuesto joven que se convertirá en su marido. Se trata de
Jasón, sí, el de los argonautas, una de las historias de
aventuras, viajes y peligros más famosas de todos los tiempos.
Jasón es el prototipo de héroe clásico. Bueno, realmente no, no
es demasiado listo ni hábil, ni siquiera buen guerrero
comparado con los héroes que le acompañan, pero da igual, es
guapo hasta cortar el hipo. De cruzarse con él por la calle y
chocarte contra la siguiente farola. Además, ha sido criado por
un centauro en mitad de un valle perdido, respirando el aire
puro de las montañas, con lo que podemos suponerle un cierto
aire rústico, un buen bronceado y la musculatura necesaria
para pelear contra un ser que es mitad hombre, mitad caballo.
Leyendo las fuentes clásicas, las Argonáuticas de Apolonio
de Rodas, las Píticas de Píndaro o la Medea de Eurípides, la
figura de Jasón deja un marcado regusto amargo; si esto fuese
una mala película de acción, Jasón sería la chica mona que
necesita que la rescaten de peligro en peligro, corriendo cogida
de la mano del prota para que no se pierda por el camino, la
pobre. Medea le roba todos los planos.
Su maestro centauro, por cierto, se llama Quirón, y es
conocido por ser el más sabio y justo de estas criaturas, el
primero de los veterinarios. Es también conocido por sus
consejos sobre cómo atrapar y violar a mujeres desprevenidas.
Así son las cosas en la mitología clásica.
Cuando nuestro héroe concluye su aprendizaje, encamina
sus pasos al país de Yolco, donde su malvado tío Pelias es rey.
Por el camino, atravesando ríos y cordilleras con gesto
decidido, pierde una sandalia, pero está demasiado
concentrado en encontrarse con su destino y este le parece un
contratiempo menor como para parar a buscarla. Al llegar a la
capital del reino, cojeando con un solo zapato, a todo el mundo
este prodigio le parece suficiente para escogerlo como nuevo
rey. Hay que tener en cuenta que los mayores méritos para ser
escogido monarca son que tus antepasados fueran los más
hábiles engañando, robando y asesinando a sus rivales, así que
ir semidescalzo no va a empeorar demasiado el destino de sus
súbditos a estas alturas. No todos están contentos con la nueva
situación, el rey Pelias no lo es por casualidad, ha demostrado
tener las mismas habilidades que sus antepasados y no tiene
ninguna intención de ceder el poder al joven advenedizo. Todo
héroe debe superar un viaje iniciático, y Pelias ordena que
Jasón demuestre su valor encontrando y devolviéndole el
vellocino de oro, una piel de cordero dorada, bastante hortera,
por cierto, que tiene todas las propiedades mágicas que le
quieras imaginar a una oveja de oro.
La misión es evidentemente una trampa irrealizable,
plagada de peligros imposibles de superar. Aunque tampoco es
que a Jasón le dejen solo, él no es el prototipo de hombre
hecho a sí mismo. Para empezar, le construyen una nave
diseñada por la diosa Minerva, el Argos, un barco que habla y
profetiza el futuro; después lo dotan con los argonautas, una
colección de los mayores héroes y semidioses de la
antigüedad; Hércules, Orfeo, Cástor y Pólux… Los
argonautas, ellos sí, demuestran ser bastante listos y no acaban
de fiarse de este recién llegado, así que, en una votación a
mano alzada, eligen como líder de la expedición a uno de sus
veteranos, el temible Hércules. Su razonamiento es que, si
entre tus filas tienes a una persona capaz de matar a un gigante
de un golpe, harás bien en nombrarle capitán. Hércules, por su
parte, se comporta un poco según la imagen que todos tenemos
de él; un auténtico visigodo, mucho músculo y poco cerebro.
—No puedo aceptar tal honor y, además, os prohíbo
cualquier otro nombramiento. Reconoced como yo hago a este
gallardo capitán.
Por su parte Jasón está más que encantado.
—Acepto el mando, y conozco los deberes que acompañan
tales honores.
Como no podía acabar con una simple frase bonita, antes de
salir del puerto tiene que meter la pata, es superior a sus
fuerzas, al despedirse de su madre.
—Te lo ruego, madre, no trueques mis fuerzas en desaliento
y, aunque el dolor te agobie, sufre con espíritu varonil,
permanece en tu estancia y no poses tu planta cual ave de mal
agüero sobre las tablas de mi nave.
Las tablas de su nave, que no olvidemos que hablan y ven
el futuro, se dan la vuelta para mirarle un segundo, pero
prefieren no decir nada. Crujen a modo de suspiro y ya. Esa
misma noche, los compañeros beben demasiado vino y Jasón,
completamente borracho, la emprende a golpes con sus
subordinados. Uno de ellos, Orfeo, armado con su lira, les
calma a todos tocando, se echan a dormir la mona y poco más
hay que añadir antes de que nuestra protagonista entre en
escena a poner un poco de orden.
Tras innumerables y simpáticas aventuras, en las que los
argonautas lo hacen todo, mientras que Jasón posa en la proa
del barco, llegan por fin a la Cólquide, país donde se encuentra
el vellocino de oro y vive Medea, hija del rey Eetes. Ella es
nieta del dios Helios, hija de una ninfa y sobrina de la maga
Circe, que le ha enseñado los secretos del inframundo y todo
tipo de pócimas y ungüentos. Sabia en recursos y hechicerías
diversas; libaciones de sangre, ensalmos, conjuros, sortilegios,
mal de ojo y demás divertidos pasatiempos. En realidad, todo
este currículum significa poca cosa: la mitad de las mujeres de
la mitología son hijas de alguna deidad, magas, preparan
pócimas o se convierten en ranas para tratar de escapar de un
dios violador. Nos llama más la atención lo que dicen de ella
las personas que la rodean y la conocen.
—Duro es su carácter y soportar no puede que nadie la
maltrate. La conozco y la temo: es terrible, y quienquiera que
en su enemistad incurra no resultará fácil que la victoria
obtenga.
Y es que las motivaciones de Medea son las mismas que las
de Aquiles, en concreto un inquebrantable sentido del honor.
Este concepto, la honra de un individuo, por estos tiempos es
exclusivo de los hombres, las mujeres solo lo poseen en cuanto
que son patrimonio de su familia. Esto la convierte en una
mujer única a ojos de sus contemporáneos.
Medea acompaña a su padre y al resto de la casa real en la
recepción que organizan para conocer a tan famosos héroes.
Todo sea dicho, a falta de otra cosa, Jasón tiene un piquito de
oro.
—A esta tierra misteriosa y lejana, oh rey, comandando una
falange de héroes, la flor y nata de la nobleza griega, he
llegado buscando el vellocino de oro. A este precio, sin
derramamiento de sangre, recuperaré el trono que me
pertenece por derecho y tú, gran señor, obtendrás eterna
gratitud de todos los griegos. Desde lo alto del Olimpo, las
deidades atónitas nos contemplan enfrentar tempestades y
gigantes en la nave maravillosa construida sobre los planos de
Minerva, pues Argo es el nombre del navío, y nosotros los
argonautas somos.
Medea escucha todo esto en silencio, tal vez estudiando la
planta de Jasón, que la verdad es que, con esa túnica tan
cortita, empuñando una lanza y la piel de pantera descansando
sobre el hombro, está para comérselo. Lo que desde luego
hace es no perder ojo de su padre, le conoce perfectamente. El
rey solo tiene una duda, está pensando si matar a los
extranjeros primero y luego robarles, o al revés. No se ha
tragado el discurso y no tiene ninguna intención de permitir
que nadie le arrebate su preciado vellocino de oro. Jasón no ha
pensado demasiado bien que llegar a un país y pedir llevarse
su tesoro nacional lo mismo no es muy buena idea. Además, el
bueno de Hércules hace tiempo que ha abandonado a sus
compañeros, lanzándose a perseguir musarañas, y los
argonautas han perdido, literalmente, bastante pegada.
Medea tampoco va a perder los papeles por este puñado de
extranjeros. Enemistarse con su padre por un par de piernas,
por más bonitas que estas sean, no entra dentro de sus planes.
Sin embargo, no ha tenido en cuenta que, además de nosotros,
hay más testigos presenciando este momento. Desde el
Olimpo, los aburridos dioses no pierden detalle. Podemos
imaginarlos enredando las hebras del destino, urdiendo algún
maquiavélico plan en torno a ella y Jasón, aunque esta es una
concepción bastante errónea de las deidades de la Antigüedad.
De las primeras cosas que aprendes al estudiar mitología es
que cuando eres todopoderoso no te hace falta ser inteligente.
De hecho, ser listo no tiene demasiada utilidad en el día a día
de un dios. Según su escala de valores, cuando tienes el poder
de destruir una ciudad con una simple mirada, es mucho mejor
ser vengativo, olvidadizo o caprichoso.
Las diosas que apoyan el viaje de Jasón tienen un gran plan.
Sobornan al pequeño Cupido con una pelota azul brillante que
flota en el aire (vamos, un globo) para que lance una de sus
flechas de amor sobre Medea. El arquero de los enamorados
acepta encantado y se cuela en silencio en palacio, colocando
una flecha en el arco y tensando la cuerda. Cierra un ojo para
apuntar. La mujer se tambalea al recibir el golpe, parece a
punto de desmayarse; a su lado, la amiga que tan bien la
conoce parece consciente de que algo va mal.
—Medea, tus labios mudos, tus pupilas hablan silenciosa
súplica. La sangre fluye a tus mejillas coloreándolas y se retira
empañándolas con la palidez de la muerte. ¿Por qué no puedes
apartar los ojos del extranjero?
Ella casi no tiene fuerzas para responder.
—Amiga, morir, morir ahora sería preferible, así quedaría a
salvo mi honor de sacerdotisa y el nombre de mis padres. Que
corte la parca el hilo de mi existencia, antes que todos burlarse
de mí puedan. Tal vez fuera mejor dejar a este hombre morir
lejos de los suyos…, pero ¡qué digo! Ni la muerte extinguiría
este amor. Porque he visto al niño dios, al insolente y travieso,
al indómito y caprichoso. Cupido ha traspasado mi corazón
con sus flechas antes de cruzar el atrio y alejarse riendo a
carcajadas. Y ya no hay nada más que el eco de la voz de
aquel que llaman Jasón, y su aire majestuoso de descendiente
de dioses.
Mientras Medea sufre esta tormenta en su cabeza, su padre
decide que es mejor no jugársela directamente contra los
argonautas, y le propone a Jasón otra misión imposible si
quiere la piel de la oveja. Debe domar a dos bueyes gigantes
de bronce que escupen fuego y obligarlos a arar un campo
donde plantar dientes de dragón, de los que saldrán cientos de
guerreros mágicos a los que tiene que derrotar. Si lo consigue,
también deberá superar a un dragón que nunca duerme, que es
el que protege la piel. Poca cosa.
Esa misma noche Medea va al encuentro de los
aventureros, hallándolos bastante deprimidos. Estos son
bastante más inteligentes que los dioses y saben la que se les
viene encima. En un aparte, ella y Jasón hablan en voz baja
sobre ellos mismos y la enorme tarea que tienen por delante.
Mirándola a los ojos, el héroe suelta lo primero que se le pasa
por la cabeza. Hay gente que no se calla ni debajo del agua.
—Señora, me pides que en lugar del estandarte de Marte
confíe en hechiceras, mas vencer así no es glorioso, confiando
más en las palomas de Venus que en las espadas de Marte. Es
triste cosa que dependan de las mujeres la vida, el éxito y el
honor de los hombres.
Por suerte para él, Medea está bastante embobada, las
flechas de Eros no pierden potencia de un día para otro.
—Jasón, a una palabra mía se transforma el mundo, se
apaga el fuego, tiembla la tierra tragándose ciudades,
aplácanse los vendavales y la luna se desvía. Si la fortuna te es
propicia, caudillo, si una palabra mía ha de completar tu
búsqueda…, acuérdate de Medea, yo no he de olvidarte.
A lo que él contesta:
—Te juro, Medea, que tu recuerdo no se borrará de mi
memoria, y si consigo triunfar en esta lucha no he de
mostrarme ingrato.
Hasta ahora Medea ha sido bastante sutil, el amor es lo que
tiene, pero nuestra heroína está a punto de despertar del
letargo.
—Quizás en Grecia valgan las palabras tanto como los
rituales. Mas si me olvidas, a palomas y vientos llamaré que
me lleven a tu palacio, donde te echaré en cara tu ingratitud.
—Deja los vientos en calma y la paloma en su palomar, y
escucha. Grato será que vengas conmigo a Grecia, donde todos
te aclamarán. Pues estoy preso en las redes de tu amor y te
ofrezco compartir contigo hasta la muerte mi mansión y mi
tálamo. —Es la respuesta de él.
Ella se acerca mucho más a él, prácticamente sus caras se
están tocando.
—Apareja la nave y convoca a tus hombres, héroe. Yo
prometo entregarte el vellocino y para eso cerraré los ojos del
dragón. Mas antes quiero que ratifiques tu promesa y como
esposa me lleves a tu hogar, que no como cautiva.
Jasón levanta la mano derecha.
—Serás mi esposa si logro regresar a Grecia, y como tal
serás aclamada.
Su destino está ahora unido sin posibilidad de ruptura, un
juramento como este es sagrado, y Medea no disimula en
remacharlo.
—Entonces, por las flechas de Eros y mi propia y amada
sangre tenemos un pacto. Te advierto que, si me abandonas,
me vengarán las furias infernales, porque violas sus
juramentos, y si te mofas de mí en compañía de tus
argonautas, no gozaréis largo tiempo de vuestro triunfo.
Puede que esté maldita por los dioses y no sea capaz de
controlar sus actos, pero el principal rasgo de su carácter sigue
intacto. No va a permitir que nadie se ría de ella. Ni siquiera
un barco repleto de héroes y semidioses.
La figura de Medea es terrible, preparando sus ungüentos
que aplica sobre Jasón y sus armas, cantando sus hechicerías y
contactando con el inframundo para obtener su ayuda. Frente a
ella los toros que escupen fuego, los guerreros gigantes y el
dragón que nunca duerme calientan, ansiosos por empezar la
pelea.
—Desde este instante, durante un día y una noche serás
invulnerable, podrás combatir venciendo no solo a tus iguales,
sino a los mismos dioses. Sus armas han de romperse contra
las tuyas. Invulnerable a los toros de pies de bronce que
escupen fuego y a los gigantes que surjan de la tierra.
»A la liza acudirá la temible diosa y van con ella millares
de víboras, que se enroscan en el follaje, y perros de la infernal
jauría que ladran rabiosos. Aunque les oigas a tu espalda, no
les hagas caso, y sobre todo no te vuelvas.
»La serpiente que nunca duerme protege la piel de oro, mas
no desfallezcas entonces, amado; cantaré el poema de Morfeo,
mojaré una rama de enebro, continuará la canción de beleño y,
al fin, el monstruo caerá dormido. 1
Toros, dragones y gigantes nos empiezan a dar un poco de
pena con la que se les está viniendo encima. Se quedan
paralizados, igual que un conejo en la carretera de noche
deslumbrado por los faros de un coche. No pasa mucho tiempo
hasta que Jasón, finalmente, puede colocarse el vellocino de
oro sobre sus hombros, descubriendo maravillado sus
propiedades: brilla un montón y es calentita en invierno.
Parece mentira, pero después de este despliegue, hay
algunos que todavía tienen ganas de cruzarse en su camino. Es
el caso del rey Eetes, su padre; en cuanto los argonautas
consiguen el vellocino, rompe su juramento y envía un ejército
a capturarlos. Medea huye con Jasón y sus compañeros a
bordo del Argos, acaba de convertirse en una expatriada. En
un mundo donde la condena al destierro puede ser peor que la
pena de muerte, ella ha unido su destino al de su prometido.
Los argonautas discuten acerca de entregarla a su padre para
tratar de escapar, pero por una vez Jasón demuestra tener las
ideas claras y se niega, pidiendo ayuda a Medea para que los
saque del lío.
Hay varias versiones similares del camino que ella toma en
este momento; la mejor de todas, sin duda, es aquella en la que
Medea ofrece una tregua al general del ejército que los
persigue, que no es otro que su querido hermano Apsirto. Por
mucho que se quieran ambos hermanos, las órdenes de él son
claras: apresarla para llevarla de vuelta a su tierra, donde será
encarcelada o ejecutada. Cosas de las familias de antes. Medea
se adelanta a los acontecimientos asesinando a su confiado
hermano, cortándolo en pedazos y arrojándolos en todas
direcciones para que su desolado padre se detenga a recogerlos
y obtener así el tiempo suficiente para escapar.
Tras muchas aventuras y monstruos de todas las formas y
colores, al fin Medea y Jasón llegan a la patria de este, donde
reclama su legítimo trono. El rey Pelias, a pesar de que los
viajeros han regresado con el vellocino de oro, se niega a dejar
el poder y conspira para matarlos. Otro que parece no conocer
a Medea. Ella juega inocente con las dos hijas pequeñas del
monarca.
—Cantad, pequeñas, cantad y bailad como Artemisa con su
lira. Cantad y no paréis de reír como Talía. Cantad, hijas,
cantad como Afrodita a la que todos admiran. —Las niñas
están fascinadas con la famosa maga.
—Niñas, ¿sabéis cuál es el mayor de los regalos que
cualquier mujer puede hacerle a un hombre? La fidelidad. A
vuestro padre, a vuestro esposo cuando lo tengáis…, nada es
más importante que la fidelidad. ¿Y el regalo más importante
que los dioses le pueden hacer a un humano? La inmortalidad.
¿Queréis jugar a ser diosas?
Medea y las niñas ríen. Les muestra cómo es posible matar
a un pequeño cordero y después devolverle a la vida con las
palabras adecuadas. Hechizadas por su nueva amiga, las
pequeñas tratan de ofrecerle el regalo de la inmortalidad a su
padre, asesinándolo en un caldero de sangre. Evidentemente,
luego no son capaces de hacerlo revivir.
Tras el magnicidio, la pareja es expulsada de la tierra. Una
cosa es que sus súbditos odiasen al rey y otra que les parezca
bien la forma en que ha sido asesinado. Su marido Jasón está
espantado con todas estas muertes, pero él también está
enredado en la maldición de los dioses. Medea ha sido
repudiada por su padre, ha asesinado a su hermano y a un rey,
su único destino posible es junto a él. Nuevamente emprenden
camino hasta la tierra de Corinto, donde su rey les proporciona
refugio. Medea por fin parece encontrar la paz por la que tanto
ha luchado y por la que tantos crímenes ha cometido. De su
matrimonio con Jasón tiene dos niños, y durante diez años
viven tranquilamente. El típico final de vivieron felices y
comieron perdices.

Echándole bastante imaginación, podemos llegar a


tragarnos todas las leyendas, con sus gigantes, dioses y
dragones, pero hay un hecho que es absolutamente increíble:
el momento en que Jasón decide romper su juramento y
traicionar a su esposa. No podemos aceptar que, a esas alturas,
a alguien todavía se le pueda pasar por la cabeza vender a
Medea. Ya hemos comentado que, el día que repartían belleza
e inteligencia, a nuestro héroe se le olvidó colocarse en una de
las dos colas. Jasón entra en su particular crisis de los cuarenta
y, como muchos hombres a lo largo de la historia, se compra
una moto de gran cilindrada y se encapricha de una cría. En su
caso concreto, establece una buena amistad con el rey de
Corinto, y ambos deciden que se prometa con su joven hija,
divorciándose de Medea. Este es el valor de la lealtad para el
capitán de los argonautas: a cambio de convertirse en el
heredero al trono de Corinto, debe repudiar a su mujer e hijos,
expulsándolos de su lado.
Podemos suspirar con resignación previendo lo que está a
punto de suceder y tomar aire un segundo escuchando a los
que cantaron esta historia: «míseros mortales que, semejantes
a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los
frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Que
cualquier momento puede ser el último, y todo es más
hermoso porque estamos condenados. La leona en la
prosperidad se oculta, mas llegará como la caída de la noche».
Medea, efectivamente, como una leona enjaulada, pasea de
un lado a otro de su habitación.
—Odioso para mí, como las puertas del Hades, es el
hombre que oculta una cosa en su seno y dice otra… Aquel
que se siente tocado por mi lanza no tarda en expirar. Su
familia se desgarra las mejillas, quedan sus hijos huérfanos y
enrojece él la tierra con su sangre y se corrompe, y hay en
torno suyo más aves de rapiña que hembras gemebundas.
Permíteme, oh, Zeus, no morir sin gloria y sin lucha, pero
permíteme primero hacer algo grande, que se contará entre los
hombres en el más allá.
El acto final de la tragedia de Medea se prepara, pero antes
nos tiene reservada una pequeña sorpresa, que atraviesa más
de dos mil años de historia para llegar hasta nosotros como
una bofetada.
—Mi esposo, el que era todo para mí, resulta ser el peor de
los hombres. De todas las criaturas que tienen mente y alma no
hay especie más mísera que la de las mujeres. Primero han de
acopiar dinero con que compren un marido, que en amo se
torne de sus cuerpos. Llega una a nuevas leyes y costumbres y
debe convertirse en adivina, pues nada de soltera aprendió. Si
tras largos esfuerzos se aviene el marido, vida envidiable es la
del yugo, y si tal cosa no ocurre, más vale morirse. El varón, si
se aburre de estar con la familia, en la calle al hastío de su
humor pone fin; nosotras nadie más a quien mirar tenemos. Y
dicen que vivimos en casa una existencia segura, mientras que
ellos con la lanza combaten, mas sin razón: tres veces formar
con el escudo preferiría yo antes que parir una sola.

Hablábamos a comienzo de este capítulo de la naturalidad


con que en la Antigüedad clásica se aceptaba el dominio del
varón sobre la mujer. Sin embargo, Eurípides, el poeta que
escribe esto para ponerlo en boca de todas las actrices que han
interpretado a Medea a lo largo de la historia, lanza una
reflexión que hace tambalearse este orden natural de las cosas.
Seguramente Eurípides lo escribió cargado de connotaciones
negativas; para él, Medea representa una perversión de la
naturaleza. Pero el discurso está ahí para quien se moleste en
leerlo.
Hasta este momento, Medea ha asesinado de forma
espantosa en dos ocasiones, aunque siempre ha sido en
defensa propia. Su primera reacción al saber que su marido
piensa divorciarse de ella y expulsarla junto con sus dos hijos
es vengarse de él matándolo, pero una nueva Medea entra en
juego, una mucho más terrible si cabe. Recurriendo una vez
más a su poder, la joven prometida de Jasón muere, envuelta
en un manto en llamas. Su padre, el rey de Corinto, al correr a
socorrerla sufre la misma suerte. A su lista de crímenes se
suma el de una chica completamente inocente. Sin embargo,
ella lo tiene muy claro.
—Amiga, tolerable no es que se rían de mí mis enemigos.
Y que nadie me crea tonta, indolente o débil, sino, por el
contrario, para mis enemigos tan dura como amable para
aquellos que me aman. Y no hay gloria mayor que la del que
es así.
Medea prepara su huida, no ha actuado precipitadamente,
sino que se ha asegurado la protección de otro rey antes de
realizar su venganza. Ella sabe que una vida en el exilio
equivale a una condena a muerte para ella y sus hijos, solos,
rodeados de antiguos enemigos. Tampoco está segura de que,
tras su marcha, sus pequeños puedan quedarse a vivir en paz
con su padre. Antes de partir, prepara el golpe final.
—Si no tengo ya hogar, patria ni abrigo contra el mal,
marcharé de esta tierra tras destruir la casa de Jasón. Porque ni
verá nunca más vivos a mis hijos ni podrá procrear otros con
la muchacha recién casada.
Jasón ha roto su juramento para con ella, y Medea, ante
todo, piensa mantener su palabra. Aunque eso signifique
asesinar a sus propios hijos. Este es el momento que el poeta
Eurípides escoge para mostrarnos a una Medea que es al
mismo tiempo la más terrible de las mujeres y la más humana.
—Hijos míos, si os dejo atrás en esta casa viviréis siempre
lejos de vuestra madre, dejándome con mis infortunios. Sin
gozar de vosotros ni ver vuestras venturas, ni procuraros bodas
que yo pudiera adornar o en las que antorchas portar. En vano
yo os crie por lo visto, en vano soporté el dolor desgarrador,
para que mi ancianidad cuidarais y a mi muerte piadosa
sepultura me dierais, envidiable suerte para un mortal. El
rostro materno no verán vuestros ojos, porque distinta será la
vida que tengáis. ¿Por qué volvéis la mirada hacia mí
dedicándome esa última sonrisa, niños míos? ¿Qué voy a
hacer yo? Me desfallece el alma cuando veo vuestros
semblantes alegres.
El cuchillo en su mano tiembla. Una y otra vez Medea
piensa en abandonar sus planes.
—No puedo, adiós venganza, ¿por qué doblar mis penas
solo por un afán de hacer sufrir al padre?, ¿qué es lo que me
pasa?, ¿me resignaré a ser objeto de burla, permitiendo que
mis enemigos impunes queden? ¡Vaya con mi blandura, que
tan mansas ideas admita mi alma! ¡No, por los vengadores
subterráneos del Hades, yo no voy a entregar a mis hijos para
que sean ultrajados en manos de nuestros enemigos! Debo
tomar un triste camino, y a estos encaminarlos a otro peor aún.
Me despediré de ellos.
Puedes releer la obra original mil y una veces, o verla
representada, y siempre esperas lo mismo; quieres que Medea
dé un paso atrás y suelte el cuchillo. Pero da igual las veces
que lo leas, el final no cambia.
—Dadme, hijos, vuestra mano derecha, que la pueda
estrechar. Queridísima mano, queridísima boca. Felices seáis
los dos, pero allá, porque de lo de aquí vuestro padre os privó.
¡Dulce abrazo, piel suave, dulcísimo aliento! Marchaos, idos
ya. ¡Vamos, mano infeliz mía, toma la espada, tómala! No te
ablandes ni pienses que los amabas mucho, que los pariste, al
menos en este breve día de ellos olvídate; luego podrás llorar.
Eres de piedra, o de hierro, que estás matando con tu propia
mano la cosecha de tus entrañas.
Jasón, que en todo este asunto pinta bastante poco, regresa
a la carrera, sin saber todavía que sus hijos han muerto. Vuelve
para tratar de salvarlos de la venganza de los parientes del rey
de Corinto. Al descubrir sus cuerpos, por primera vez en este
capítulo, nos fallan las fuerzas para bromear sobre él.
—Monstruo, la mujer a la que más odiamos yo y los dioses,
y toda la especie de los hombres, que a tus hijos osaste atacar,
¿a la tierra y al sol te atreves a mirar? Leona salvaje, que no
mujer, esposa fatal que eres mi perdición. Sal de aquí, que solo
me quedan los ayes por mi suerte, que no podré gozar de mi
reciente boda ni en vida la palabra dirigiré a mis hijos, que he
perdido ya.
Todas las dudas de Medea, todo el amor hacia sus hijos que
ha demostrado al estar a solas con ellos, desaparecen cuando
se enfrenta al hombre que la ha traicionado. La misma dureza
de carácter la muestra en las últimas palabras que intercambia
con su marido, cargadas de odio y reproches.
—Y pensabas llevar una vida placentera, riéndote de mí
tras tu deshonra del lecho conyugal, e impunemente echarme
del país. Ante eso llámame leona salvaje si es tu gusto, el caso
es que herí tu alma como merecías.
—Mas tú también padeces y mis males compartes.
—Sí, pero me compensa saber que no te burlas.
—¡Sigue odiando! Aborrezco tus amargas palabras.
—Y yo las tuyas, fácil será ya el despedirnos.
Jasón tiene una última súplica para su mujer:
—Déjame que a estos muertos entierre y llore. —A lo que
Medea se niega.
—No, seré yo quien con mis manos los sepulte para que los
enemigos no los ultrajen, y una fiesta solemne instauraremos
que expíe crimen tan despiadado. Y tú, como es debido,
morirás malamente habiendo visto el fin de tus bodas. Vuelve
a casa, a tu nueva esposa debes enterrar ya.
—Ya me voy, mas mis hijos me faltan los dos.
—No llores aún, ya vendrá la vejez.
Un carro tirado por serpientes aladas se posa junto a
Medea, que sube a él junto a los cadáveres de sus hijos.
—¡Por los dioses, la piel tan suave de los niños déjame
tocar una última vez!
—No se puede; es inútil y vano insistir. Adiós, Jasón.

Hasta aquí llega la historia de nuestra Medea. Años


después, tras su muerte, llegará hasta los Campos Elíseos,
donde se casará con Aquiles. La heroína y el héroe clásicos
por excelencia tienen mucho que contarse. Sin embargo,
mientras que él es la encarnación del honor y el valor, ella es
una asesina y matricida despiadada con la que es imposible
empatizar. Esto tiene mucho que ver con las percepciones de
los roles de género en la Antigüedad. Bajo nuestra mirada,
muchos de los rasgos de su carácter son positivos:
independencia, fortaleza, elevado sentido del honor y ese
discurso con el que se revuelve contra la dominación de los
hombres sobre las mujeres. Para los autores griegos, esto no
tiene nada de positivo, una mujer con ese carácter
evidentemente es una aberración de la naturaleza, algo malo le
sucede. La moraleja que nos dan es que una mujer que se
muestre inflexible y no permita que nadie se ría de ella no
puede acabar con un glorioso hecho de armas, sino con el más
horrible de los crímenes. Ya sabemos qué lugar deben ocupar
las mujeres honestas. Se lo dijo muy claro Telémaco a su
madre Penélope.
Antes de terminar, podemos añadir otro pero. En realidad,
no existe una única Medea, sino muchas. Es un personaje tan
fascinante que ha sido reinterpretado una y otra vez. Ya en la
Grecia clásica apareció una versión en la que Medea no
asesina a sus hijos, convirtiéndola en una figura diferente. Hoy
por hoy, le sucede algo similar al Jocker de Batman, al que
hemos dejado de ver como un asesino sin más motivaciones
que hacer el mal, para replantearnos su relación con el
superhéroe y la misma naturaleza de estos enmascarados que
se toman la justicia por su mano. De ella se han construido
relatos en los que no asesina a sus hijos, solo a aquellos que
buscan su ruina. Incluso se ha argumentado, con algo de razón,
que para los autores griegos su mayor crimen no es matar a sus
pequeños, a fin de cuentas, el rey Agamenón también lo hizo
sin ser juzgado por ello. El pecado de Medea, por tanto, es
matar a los hijos de su marido, ya que legalmente son
posesiones de él. Hay muchas Medeas, según quien la lea y el
momento histórico que le toque.
Su historia debería hacernos reflexionar sobre lo inmutables
que pueden llegar a ser algunas construcciones culturales. El
rico domina al pobre, el amo al esclavo, el blanco al resto de
las razas y, por supuesto, el hombre a la mujer. Tal vez todos
seamos conscientes de estas injusticias, da igual el momento
de la historia que nos toque vivir, simplemente es demasiado
fácil disfrutar de una serie de privilegios como para llegar a
planteárselos. Es más cómodo vivir como un niño mimado
toda tu vida, como demuestran las palabras que Telémaco le
dedica a su madre:
—Así que, métete en casa y ocúpate de tus labores propias,
del telar y de la rueca, y ordena a las criadas que se apliquen
en el trabajo. El relato estará al cuidado de los hombres, y
sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa.
MUJERES COMUNES

Con nombre propio

Todo lo que has leído en este libro hasta ahora es mentira. Más
o menos. Lo es por el mismo motivo por el que lo sería si
dentro de dos mil años una persona tratara de saber más acerca
de nuestra sociedad y solo tuviera a mano las autobiografías de
Donald Trump, Pablo Escobar y Mark Zuckerberg, junto con
unas cuantas fotos de las mansiones en las que han vivido. Sin
entrar en ningún juicio de valor sobre ellos, está claro que los
tres son hombres, multimillonarios y con capacidad de ejercer
un enorme poder.
Lo mismo nos ocurre cuando tratamos de saber algo de las
protagonistas de los anteriores capítulos. Pero hay algo más
que todas estas Fulvias, Livias y Agripinas tienen en común:
ellas también pertenecen a una reducidísima élite privilegiada,
y es que prácticamente toda la producción literaria, artística e
incluso arqueológica que se conserva pertenece al discurso de
esa pequeña parte de la sociedad, resultando en un espejo
doblemente deformado cuando tratamos de saber algo de las
mujeres en la Antigüedad. Por suerte, en los últimos años se
van rescatando pacientemente migajas de conocimiento a las
que nadie había prestado atención hasta ahora.
Es el caso, por ejemplo, de las fábulas de Esopo, auténtica
recopilación de sabiduría y mentalidad popular, tanto de
mujeres como de hombres, alejada de los grandes discursos
del Senado. Disponemos también de numerosas inscripciones
en lápidas, dedicatorias, correspondencia privada, grafitis y
otros pequeños vestigios arqueológicos que ofrecen una
semblanza de Roma bastante alejada de los palacios de
mármol.
Por cada Cleopatra existieron miles de mujeres libres,
esclavas o libertas, pobres o ricas, que trabajaron y
desempeñaron multitud de oficios, unas mujeres que siempre
estuvieron ahí, pero que habían sido sistemáticamente
despreciadas, en mitad de una historia entendida como los
grandes hechos de los reyes, las batallas y las fechas cruciales.
La suya es una historia mucho más amplia, mucho más real,
que la de los ricos y famosos, de la misma forma que tu día a
día no se parece en nada a la cuenta de Instagram de ese
influencer al que sigues. Demasiada historia para contarla en
unas pocas páginas. Tendremos que conformarnos con
acercarnos un poco a sus vidas, tratando de no molestarlas
demasiado.

El día a día de una joven esclava doméstica en una lujosa


domus no es tan mala, o al menos es mucho mejor que en otros
lugares, sobre todo la de una joven como la que aquí nos
ocupa, de menos de veinte años. Es de noche y está agotada,
pero todavía le queda mucho trabajo por hacer: la cena de sus
amos se ha alargado más de la cuenta y es a ella a quien le toca
recogerlo todo. El señor de la casa está apurando los últimos
tragos de vino en el primer mueble diseñado específicamente
para la práctica del manspreading, el triclinio. Es por algo por
lo que las mujeres decentes tienen prohibido su uso. El hombre
realiza uno de sus rituales diarios: no le quita ojo a la chica
mientras esta se agacha a recoger platos y restos de comida, le
pide que se acerque para servirle más bebida, no vaya a
cansarse estirando el brazo hasta la mesa.
La violencia física y sexual es el derecho de cualquier amo
hacia su esclava (o esclavo), aunque por supuesto este
privilegio es solo del hombre de la casa, su mujer tiene
terminantemente prohibido llevarse a cualquier sirviente a la
cama. Mientras termina de recoger, asintiendo y sonriendo a
las insinuaciones que recibe, no sabemos qué le pasa por la
cabeza, aunque las fuentes nos describen emociones bastante
razonables: de la resignación al odio, pasando por todo tipo de
desórdenes mentales. Lo definió a la perfección aquel que
dijo: «Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?, eso
es lo que significa ser esclavo».
Esquivado el peligro de forma momentánea, y ya en la
cocina, llena dos pesados cubos con desperdicios. Otros
esclavos se encargarán de limpiar la pila de platos, pero ella se
dirige con los cubos a una esquina, donde hay una bebé recién
nacida envuelta en una manta, en un cesto. La sujeta
firmemente contra su pecho, con una tela que cruza por detrás
de su espalda, antes de abandonar la habitación. En su camino
vuelve a encontrarse con el amo, que la detiene sujetándole
una mano. El hombre le dirige lo que él piensa que son unas
palabras cariñosas y se permite un momento de ternura con la
pequeña. Está claro quién es el padre de la criatura. Un poco
más alejada, la matrona de la casa tampoco le quita ojo de
encima, ni a ella ni sobre todo a su bebé, aunque su expresión
es completamente distinta.
En el exterior la esclava aprieta el paso, conoce bien la zona
y esquiva los lugares con peor fama, pero Roma de noche es
una ciudad insegura, sin ninguna fuerza policial ni nadie que
vaya a mover un dedo para defender a una esclava. Un grupo
de hombres la ven pasar y le dedican el comentario universal
que puede escucharse en cualquier calle en cualquier momento
y lugar de la historia. No se toman demasiado bien el ser
ignorados y la persiguen durante un rato, cada vez más cerca
de ella y cada vez más desagradables. La chica finalmente se
detiene, rodeada, deja los cubos en el suelo y, con la cabeza
gacha y protegiendo a su hija con un brazo, enseña el colgante
que lleva al cuello, en el que está escrito el nombre de su
propietario. Varios de los acosadores reconocen el símbolo,
esta mercancía está marcada, pertenece a otro hombre, así que
se retiran entre risas a buscarse la diversión en otra parte.
Lo primero en que uno se fija al llegar a Roma no es en sus
imponentes murallas o edificios públicos, sino en las enormes
pilas de desperdicios y vertederos que la rodean. Uno de estos
es el destino final de la esclava. Antes de llegar, un enorme
charco se cruza en su camino; ella se descalza sin pensárselo
demasiado para no estropear sus valiosas sandalias, y lo
atraviesa sin muchos remilgos. Tira la basura en el primer
montón que tiene a mano, aunque antes de irse tiene algo más
que hacer.
Afloja la tela con la que sujeta a su pequeña hija, dejándola
con cuidado sobre uno de los montones de desperdicios,
tapada con una manta. Se da media vuelta y se aleja unos
cuantos pasos antes de pararse pensativa. Parece que duda.
Vuelve a acercarse a la recién nacida, la coge en brazos para
quitarle la manta que la protege, vuelve a dejarla, esta vez
desnuda, sobre la basura y se va definitivamente.
Este es el destino de muchos niños en Roma, más probable
en el caso de las niñas, que son menos valiosas. De hecho, una
forma común de adopción es acudir a un basurero a recoger a
una, ya sea para convertirla en esclava o en la protagonista de
una bonita historia de superación personal. Eso si tiene suerte,
antes de que el frío, el hambre, los perros callejeros o una
banda de mendigos la descubran. La banda sonora de un
vertedero en Roma son los lloros de los bebés abandonados.
Sin duda, es la cara más oscura y terrible de Roma. Una
sociedad con un altísimo porcentaje de mortalidad infantil
tradicionalmente se ha considerado que desarrolla mecanismos
de desapego para evitar quedar definitivamente traumatizada.
Una matrona debe mostrar contención en todo momento de su
vida, mientras que su marido, por supuesto, no va a enseñar la
más mínima debilidad. El abandono de recién nacidos o el
maltrato sistemático hacia los esclavos, por ejemplo, nos
hablan bastante mal de la realidad cotidiana de los romanos.
Por suerte, va a acudir a nuestro rescate la última persona que
esperaríamos que lo hiciese, Marco Tulio Cicerón. El primer
orador de Roma, del que en este libro hemos mostrado una
cara bastante diferente: la de un conspirador sin escrúpulos o
un multimillonario que se las da de filósofo estoico. Sin
embargo, es el mismo Cicerón el que, en sus cartas, llora
sinceramente por la muerte de su deseado nieto y la de su hija
en las complicaciones del parto. A pesar de las burlas e
insultos que a buen seguro le dedican sus enemigos por
mostrar esta debilidad indigna de un senador de Roma. Su
caso nos revela la importancia de pensar en los personajes
históricos más allá de la deformación de las fuentes e incluso
de nuestros propios juicios de valor, tratando de rescatar al ser
humano detrás de todas las capas que lo ocultan.
Nos lo confirman innumerables ejemplos de dolor por la
muerte de un recién nacido, a lo largo de todo el Imperio,
como un nonato enterrado amorosamente junto con sus
juguetes, a pesar de no tener todavía el estatus jurídico de
persona, o bebés entregados en adopción con la esperanza de
estar ofreciéndoles un futuro mejor. De igual forma sucede con
las mujeres esclavas, cuyo futuro, aparte de sufrir esta doble
discriminación, depende por entero de sus amos. Nadie discute
la naturaleza humana de los esclavos y, con un poco de suerte,
una niña aprenderá un oficio de su amo, pudiendo ahorrar un
patrimonio con su trabajo y llegar a comprar su libertad. En
unas páginas retomaremos algunas de estas profesiones a las
que puede dedicarse; en cualquier caso, no tenemos motivos
para dudar de que una esclava pueda ejercer las mismas
ocupaciones que una mujer libre.
Sin duda alguna, el mayor estigma en Roma, antes que la
esclavitud, es la pobreza. Un pobre en esta sociedad se define
como aquel que no puede saber si al día siguiente tendrá algo
para comer. Se calcula que, en la ciudad de Roma, esta
absoluta falta de control sobre el propio presente y futuro
afecta a dos tercios de la población. Las mujeres sufren esta
situación con un particular añadido. Hemos comentado que la
economía de esta época tiene una base ante todo agraria y es,
por tanto, muy variable a lo largo del año. Así, es frecuente
encontrar a mujeres que podríamos calificar «de clase media»
desempeñando un trabajo durante la temporada de máxima
ocupación, pero viéndose obligadas a prostituirse debido a una
época de malas cosechas, guerras o simplemente falta de
faena. Al igual que ocurre hoy en día, en el caso de las
mujeres, pobreza y prostitución van de la mano.
Antes de hablar de las mujeres como fuerza laboral, para
tratar de avanzar en la imagen que nos formemos de ellas, no
podemos olvidar a todas las consideradas infames, aquellas
que por su comportamiento contrario a la moral han perdido
todos sus derechos. Infames son consideradas, por ejemplo, las
adúlteras, pero también aquellas que ejercen profesiones como
la de actrices o prostitutas. Este estatus jurídico las deja
completamente desprotegidas, nadie va a mover un dedo en
caso de ser agredidas, y su palabra no tiene validez en un
juicio. Aunque puede que algunas de estas mujeres que viven
en los márgenes de la sociedad vean ventajas en su condición.
Estar liberadas de la tutela masculina les permite moverse con
una libertad de la que es imposible disfrutar en cualquier otra
circunstancia.
Tal vez sea el caso de las gladiadoras, de las que, a ciencia
cierta, sabemos muy pocas cosas. Puede que sean prisioneras
de guerra o esclavas educadas desde niñas, pero las fuentes
también sugieren la existencia de alguna «niña rica» que
prueba suerte en el mundo de la lucha profesional,
escandalizando a toda la sociedad con su comportamiento. Es
una lástima no saber más de ellas. Al pensar en mujeres que
combaten dentro de los espectáculos del circo romano,
podríamos caer en la tentación de pensar que lo hacen como
una pantomima, de la misma forma que en Roma se organizan
luchas entre enanos o condenados a muerte. Sin embargo, los
pocos relieves o estatuillas que conservamos de ellas las
muestran con un armamento, unas actitudes y un orgullo
iguales a los de sus compañeros gladiadores; profesionales
bien entrenados y pagados, auténticas estrellas del deporte.
Muy poco se puede decir sobre ellas y sus motivaciones, más
allá de las que podían tener los gladiadores, considerados a la
vez infames y al mismo tiempo admirados y objetos de deseo.
Se puede resumir en la escueta frase que les dedicaron a dos
de estas mujeres: «Pelearon con valor y obtuvieron un
merecido empate».

El trabajo manual es una actividad profundamente


despreciada por la élite intelectual romana, teniendo sus
autores que hacer encaje de bolillos entre este desdén y sus
continuas alabanzas a sus primeros antepasados, unos
honrados y esforzados campesinos. Será que el campo se
trabaja solo. El puro sentido común nos lleva a pensar que, a
pesar de estar prácticamente desaparecidos de las fuentes, la
inmensa mayoría de los hombres romanos se dedican a la
agricultura, el comercio, las profesiones artesanales, etcétera.
No solo es una suposición, miles de lápidas y otros
documentos hablan de estos hombres y del amor propio con el
que ejercen su trabajo, pudiendo interpretar, en algunas
ocasiones, un punto de orgulloso desafío hacia ese discurso de
sus gobernantes.
Sin embargo, este mismo sentido común ha dejado de
funcionar si hablamos de la mujer en el mundo laboral
romano: el espacio reservado a la mujer, en la Antigüedad y en
la Edad Media, es el hogar y no hay mucho más que hablar.
Sin entrar a valorar la cuestión de por qué no consideramos
trabajo las ocupaciones no remuneradas que se dan de puertas
para adentro del hogar (daría para otro ensayo), es importante
señalar que los romanos son aficionados al uso del genérico
masculino, lo que supone uno de los mejores argumentos a
favor del uso del lenguaje inclusivo (apúntalo si quieres); de
haberlo usado de forma habitual, la vida y el trabajo de
multitud de mujeres no hubieran pasado tan desapercibidos.
Quizás el mejor ejemplo lo tengamos en las mujeres que
ejercen la medicina. Hoy por hoy no se cuestiona la existencia
de médicas en la Antigüedad, sin duda una minoría, pero con
una presencia habitual. Mucho más interesante que ofrecer una
lista detallada de todos los nombres femeninos y las distintas
ramas que ejercen dentro de su profesión es el trato que les
seguimos dispensando en pleno siglo XXI. Y es que, en muchos
museos o publicaciones actuales, cada vez que aparece el
nombre de una médica, parece que sentimos la imperiosa
necesidad de acompañarlo con un «pero». Ya sabes, igual que
cuando le dices a alguien «yo te quiero mucho, pero…»,
seguro que lo que viene a continuación no es bonito.
Julia Saturnina fue médica, «pero» tal vez fuese
comadrona. Secunda era médica, «pero» es un hecho
excepcional, o fulanita ejerció la medicina, «pero» lo mismo el
que talló su lápida estaba borracho y se equivocó de nombre.
Dice mucho de nosotros y de nuestra sociedad esta necesidad
de justificar su mera existencia. No podemos discutir que en
nuestras facultades de Medicina se licencien más mujeres que
hombres; sin embargo, al volver la mirada al pasado, todo lo
que se aleje de una comadrona o una enfermera (como si esto
fuera algún tipo de demérito, por otro lado) provoca unos
chirridos en nuestro cerebro que es urgente engrasar. En serio,
si le vas a dedicar un cartel a la médica Julia Saturnina, en vez
de aclararlo diciendo que debe de ser una comadrona, puedes
rellenar el espacio que te sobra con un «vendo Ford Fiesta» o
«alquilo apartamento en la playa», sería un homenaje mucho
más bonito a una de las primeras médicas hispanas de las que
tenemos noticia.
Provenientes de todas las clases sociales —esclavas,
libertas o mujeres de alta cuna—, en campos tan diversos
como la medicina general, la traumatología, la obstetricia, la
oftalmología, la farmacología…, siempre en una clara minoría
respecto a sus compañeros masculinos, pero sin que podamos
encontrar un rechazo social hacia su trabajo. Si no lo tiene uno
de sus más conocidos colegas de profesión, el famoso Galeno,
al hablar de ellas, no deberíamos tenerlo nosotros dos mil años
después.
Algo similar ocurre con el resto de las profesiones. Si
pensamos en trabajos con una enorme carga física, como la
minería o la cantería, fácilmente recordaremos alguna película
en la que una interminable riada de esclavos es obligada a
picar piedra hasta caer muertos. No pueden faltar, por
supuesto, niños condenados a este terrible destino. Sin
embargo, no es fácil encontrar a mujeres entre todo el casting
de figurantes. Y es que al director de la película le ha parecido
más razonable que los romanos usasen a niños de seis años
para cargar piedras antes que a mujeres adultas, que
permanecen cocinando y lavando la ropa a la espera del
regreso de sus hombres. Otra vez nuestro propio sesgo nos
juega una mala pasada al pensar en el pasado.
Por lo que podemos entresacar de los miles de inscripciones
en lápidas u otros monumentos, contratos, cartas, pleitos,
relaciones de cobro de impuestos, etcétera, la presencia de
mujeres en el ámbito laboral vuelve a aparecer como
minoritaria, pero aceptada sin más problemas. Ya sea en
núcleos familiares en los que el oficio se transmite a toda la
descendencia, niñas incluidas, esclavas con algún tipo de
formación que siguen ejerciendo años después como libertas,
mujeres con un patrimonio propio que gestionan por sí
mismas, puedes imaginar un poco lo que se te ocurra, la lista
es demasiado larga para incluirla aquí. Desde profesiones
consideradas tradicionalmente femeninas, relacionadas con la
belleza, como una maquilladora profesional, hasta sorpresas
como encontrar a una mujer que fabrica armamento para el
ejército. Una rica terrateniente que pleitea con sus vecinos por
un problema de tierras, o las que se parten el lomo, de sol a
sol, en las labores agrícolas. Una viuda que vende los pocos
productos que tiene de mercado en mercado, o una gran dama
que invierte en artículos de lujo del Lejano Oriente. Tal vez
esta sea la imagen más habitual de las mujeres de Roma, más
allá de la triste prostituta sin presente ni futuro, o la ociosa
matrona que hila lana.

Al final, el discurso de la élite no soporta pasar por el tamiz


de la realidad. El tiempo libre es un privilegio de los hombres
ricos de Roma; de hecho, la palabra otium como ideal que
persiguen se antepone al negotium, el ocio al negocio o,
etimológicamente, el ocio a la negación del ocio. Con una vida
sustentada sobre el trabajo de una legión de esclavos y
sirvientes, esta clase dirigente puede dedicarse a las
conspiraciones políticas o a jugar a los soldaditos en cualquier
confín del Imperio.
Pueden encerrar a sus mujeres en casa, ocultas bajo varias
capas de ropa, para así protegerse frente al adulterio (el
auténtico terror para cualquier romano) y mantenerlas
eternamente infantilizadas. Pueden reírse de ellas llamándolas
histéricas o filosofar acerca del «¿quién vigila a los
vigilantes?» que, antes de convertirse en el lema de una
película de superhéroes, expresaba la preocupación romana
acerca de la imposibilidad de custodiar a sus mujeres;
cualquier hombre encargado de esta tarea corre el riesgo de ser
corrompido por su naturaleza lujuriosa y voluble. Pueden
mantenerlas eternamente ocupadas hilando lana para que no
tengan tiempo de hacer otra cosa, mientras repiten una y otra
vez el mito de Lucrecia.
Sin embargo, una sociedad que vive tan al límite como la
romana, que depende en gran medida de los ciclos de la
naturaleza, no puede permitirse sobrevivir encerrando al
cincuenta por ciento de la población en sus casas. Y, aunque a
nadie le interesase contarlo, existen demasiados ejemplos de
mujeres de todo tipo y condición ocupando con fuerza el
mercado laboral, en trabajos que incluso se pensaban vetados a
ellas. Tampoco podemos caer en la tentación de ver esto como
una revolución feminista y la antesala de un mundo igualitario;
estas mujeres siguen existiendo en una sociedad
profundamente patriarcal con unos valores muy marcados.
Tienen que vivir, por tanto, en un mundo plagado de
contradicciones.
No es difícil ver un paralelo con lo que sucede hoy en día
con la incorporación al mercado laboral de la mujer, en el que
tantas mujeres deben aportar un salario a la precaria economía
familiar mientras cargan con el peso de los cuidados del hogar,
niños, ancianos y personas dependientes. Una profesional de
éxito, realizada como persona, que no descuida a sus hijos.
Una mujer libre e independiente que sigue los cinco consejos
de belleza favoritos de la última actriz de moda y que, aunque
no se priva de comer lo que quiere, se mantiene guapa y
delgada. En Roma no existen revistas de moda que exigen una
cosa y al mismo tiempo su opuesto, pero el discurso es el
mismo.
A pesar de todas las trabas, el acceso de las mujeres al
trabajo remunerado significa un importante avance. Ya a
finales de la Edad Media, otra mujer, Christine de Pizan, una
de las primeras escritoras profesionales, pide el acceso de las
mujeres a una educación igualitaria y la entrada al mercado
laboral como primeros pasos para su liberación. En el caso de
nuestras mujeres romanas trabajadoras, conseguirán algo que
todas las emperatrices y mujeres ejemplares, con todo su poder
e inteligencia, jamás han logrado.
Cuando unas pocas esclavas compran su libertad y, ya
como libertas, continúan ejerciendo sus profesiones, consiguen
acumular patrimonio y prestigio social, que hace que la tutela
que se ejerce sobre ellas sea cada vez más difusa. Adquieren
obligaciones como la de pagar impuestos por su trabajo, pero
no van a hacerlo sin una serie de derechos. El primero de ellos
será el de dejar de ser llamadas simplemente por el apellido de
su familia o por su apelativo como antiguas esclavas. Las
primeras mujeres de Roma en conseguir un nombre propio.
El derecho a ser una persona.
Epílogo

JULIA MESA
(165 - 224 d. C.)

Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto

La historia de las grandes mujeres que pelearon por hacerse


con el poder en la transición entre la República y el Imperio,
Fulvia, Livia o las Agripinas, por ejemplo, pareció condenada
al olvido tras el asesinato de Agripina la Menor a manos de su
hijo, el emperador Nerón. Parecen un simple borrón en los
libros de historia, casi un accidente protagonizado por unas
mujeres que, por un momento, escapan a los mecanismos de
control de su sociedad.
Más de un siglo después, otro grupo de mujeres van a
demostrar que ese recuerdo no ha sido olvidado del todo. Por
las imágenes que conservamos (búscalas en internet si
quieres), se parecen bastante entre ellas, algo normal teniendo
en cuenta que eran parientes directas. Resulta curioso ante
todo su aspecto apacible, todas con sus pelucas tan frecuentes
en las matronas de la época, tal vez por hacer bueno el dicho
de «lobas con piel de cordero». En otro periodo de crisis del
Imperio, y durante unos pocos años, conseguirán alcanzar el
poder en Roma a pesar de las habituales quejas del Senado,
pasando por encima de su propia familia cuando lo consideren
necesario.
La pequeña parte de sus vidas que podemos conocer
arranca a la sombra de uno de esos emperadores con un
nombre que, nada más oírlo, dan ganas de ponerse firmes:
Septimio Severo. En su caso no es solo el nombre, se trata de
un militar curtido desde la base del ejército que se hace con el
poder tras una guerra civil enorme y cruel incluso para los
propios estándares romanos. Al cadáver de su rival por el
trono, literalmente, lo pisotea con su caballo, demostrando de
esta forma la sutileza con la que piensa gobernar los próximos
años. La opinión pública romana, que nunca decepciona, lo
adora por gestos como este y otros similares, siendo uno de los
emperadores más populares de su tiempo. Esta semblanza de
Septimio puede no interesarnos demasiado si no fuese porque,
cuando el nuevo emperador llega victorioso a Roma, las
mujeres de su familia van a mostrar un carácter bastante
similar.
La dinastía Severa (¡todos en pie y firmes!) no es de origen
itálico, proviene del norte de África, Libia en concreto, y,
aunque los miembros de la familia son ciudadanos romanos de
pleno derecho, también tienen una mentalidad algo diferente,
en concreto una visión del mundo más similar a la de la
faraona Cleopatra, y asumen con naturalidad la existencia de
una autoridad suprema. Julia Domna, esposa del emperador, y
Julia Mesa, hermana de esta, son las principales de su linaje y
parece que aterrizan en Roma con ganas de marcha, aunque,
como de costumbre, su historia permanece a la sombra y solo
podemos intuirla entre la red de insultos y descalificativos
habituales.
Por lo poco que podemos rescatar de Julia Domna, sabemos
que es una mujer capaz y culta. De hecho, se entrega al estudio
de la filosofía y patrocina la obra de otros pensadores, con los
que debate. En un plano más mundano, es notoria su
enemistad con el prefecto del pretorio (el inevitable
comandante de la guardia de palacio). Hay momentos para
filosofar y otros para pasar a la acción, así que, tras unos años
de tira y afloja, soluciona el problema ejecutándolo. El
argumento definitivo para cualquier sofista. Su marido pasa el
tiempo alejado de Roma, de guerra en guerra, seguramente
pisoteando enemigos con su caballo, mientras que Julia
Domna y su hermana despliegan una intensa actividad política
en la ciudad. Esto último, como de costumbre, solo podemos
suponerlo, aunque con bastante seguridad por lo que va a
suceder en los próximos años, a la muerte del emperador. Julia
Domna y su esposo no han olvidado el ejemplo de la más
ilustre pareja de Roma, el tándem perfecto que formaban Livia
y Octavio Augusto. Julia y su lejana antecesora se presentan
en sociedad con el nombre de Julia Augusta y ejercen una
influencia real en el gobierno del Imperio. Obtiene también el
apelativo de mater castrorum, o madre del ejército, un título
nada inocente en una época en la que son los soldados los que
eligen al siguiente emperador por la vía rápida. Como dar
títulos sale gratis, acabará siendo mater senatus, mater patriae
o Pia Felix Augusta. Desde luego, el ejemplo de Livia Drusila
no ha sido olvidado en absoluto.
Utiliza también su influencia en una arriesgada maniobra
política; pretender que sus dos hijos sean nombrados
emperadores en igualdad de condiciones. Si has llegado hasta
aquí, a estas alturas deberías tener claro que una madre romana
es capaz de cualquier cosa por sus hijos y que la única forma
de que un gobierno así funcione hubiera sido que ambos
chavales gobernasen en planetas distintos. El mayor de los
dos, el futuro emperador Caracalla, asesina al más pequeño,
que según la leyenda muere en brazos de su madre. Caracalla
tampoco se libra de la suerte de los emperadores, muriendo en
una conspiración unos años después. Julia Domna, que ha
fiado todo al destino de sus hijos, comete un honorable
suicidio según las fuentes romanas. Es bastante extraño que
los historiadores nos cuenten que una mujer, un ser
supuestamente carente de honor personal, termine así sus días,
sin que les tiemble el pulso. En el epílogo de su vida, por
tanto, la realidad se impone a la misoginia.
Tradicionalmente se ha dicho que, en este tiempo, todos los
emperadores son elegidos por los soldados ante la impotencia
del Senado y la nobleza romana, dejando claro quién es el
auténtico poder en Roma. Se podría completar añadiendo que
es cierto, con el permiso de Julia Mesa. A la muerte de su
hermana, esta mujer decide que la hora de ocupar el centro del
tablero político ha llegado para ella. No ha tenido
descendencia masculina, pero sí dos hijas, Julia Soemias y
Julia Mamea (a estas alturas, mejor no añadir nada sobre los
nombres de las romanas), cada una de ellas con un hijo varón,
y ninguna de las tres tiene intención de retirarse de la partida.
Inmensamente ricas y conocidas en Roma, no van a permitir
que su dinastía termine aquí. Nombra emperador al primero de
sus nietos, al que el Senado acepta sin dudar, y esta
naturalidad con la que lo hace nos revela muchas cosas de la
influencia que lleva ejerciendo durante años en Roma. A
continuación, envía un ejército contra el asesino de su sobrino
Caracalla, que, como no podía ser de otra forma, se había
autoproclamado emperador. Para asegurarse la victoria, de
paso soborna a parte de las tropas de su enemigo. Es evidente
que Julia Mesa demuestra ser una mujer previsora. De su
cuñado, el fallecido Septimio Severo, ha aprendido que las
legiones respetan solo dos cosas: mano firme y el reparto de
dinero a espuertas.
Debemos detenernos un instante en el candidato al que
sienta en el trono, el emperador Heliogábalo, ya que, aunque
no sea una de nuestras mujeres, tal vez sea el más misterioso
de los gobernantes de Roma. Sin duda es una de las figuras
más deformadas por las fuentes clásicas.
Julia Mesa sube al poder a un crío de catorce años, sin
ningún tipo de experiencia militar o política, lo que deja
bastante claro las pocas intenciones que tiene de permanecer
en un segundo plano. Junto a su nieto está su propia hija, Julia
Soemias, que se convierte en corregente. El flamante
emperador es sacerdote del culto al dios Sol —Heliogábalo, en
su forma latinizada—, de ahí su nombre, y llega a Roma en
una extravagante procesión, en la que acompaña a un
meteorito que representa a su deidad. Con un vestuario
oriental que a los romanos les resulta de lo más extravagante y
afeminado y realizando unos extraños bailes rituales, el chico
ha perdido antes de empezar.
Según nos cuentan de él, Heliogábalo puede ser una de las
primeras personas transgénero de la historia, llegando incluso
a plantearse la castración para completar su cambio de sexo.
Por supuesto, sus únicos intereses en esta vida son participar
en alocadas y extravagantes fiestas, se comporta como se
supone que debe comportarse una mujer, adora prostituirse en
los barrios más infames de Roma y, no podía faltar la guinda
del pastel, le gusta ser maltratado por sus parejas. Su
comportamiento es un nocivo ejemplo que puede llegar a
corromper a los virtuosos jóvenes romanos, atreviéndose
incluso a casarse con una virgen vestal o, por qué no, tratar de
nombrar César a uno de sus amantes esclavos, con el que
también se casa.
No podemos saber si realmente Heliogábalo es un hombre
con una sexualidad que escapa a la norma o hasta qué punto
todas las historias que se cuentan sobre él están exageradas o
deformadas. Y no podemos saberlo porque las escasas fuentes
que nos hablan de su vida, por resumirlo bastante, son
básicamente escritas por las mismas personas que le clavarán
un cuchillo poco después. Lo que sí es seguro es que este tipo
de insultos son los que han acompañado durante mucho
tiempo a uno de los colectivos más vulnerables de nuestra
sociedad, un grupo de personas que se han visto empujadas a
la prostitución y a sufrir malos tratos de forma habitual. Es
igual de probable que lo disfruten como que al emperador de
Roma le dé por meterse en el peor agujero de Roma, con
cualquier borracho anónimo, a jugarse la vida.
En cualquier caso, las mujeres de la familia han escogido a
un pelele a través del cual poder gobernar sin demasiado
disimulo. Julia Mesa es la primera mujer en presentarse en el
Senado acompañando a su nieto, en un intento de reforzar la
autoridad del pequeño, mientras que su hija Julia Soemias va
un paso más allá, acudiendo ella misma sin compañía
masculina. En poco tiempo se instaura un Senado formado
exclusivamente por mujeres, dirigido por madre e hija. Es una
pena que no tengamos demasiada información sobre sus
sesiones porque, aunque desaparezca en la historia sin hacer
demasiado ruido, sin duda para sus protagonistas es un
momento clave de sus vidas. Decenas de mujeres sentadas en
un espacio público, discutiendo abiertamente sobre política y
leyes que afectan directamente a sus vidas por primera vez, es
una foto que no debería olvidarse.
Tradicionalmente, la madre de un emperador disfruta de
una serie de derechos y privilegios, así como de una cierta
capacidad para ejercer el poder. Julia Mesa, como abuela, no
tiene esta capacidad de influir y, sin embargo, parece claro que
es ella la protagonista de todos estos cambios y, en mitad de
esta intensa vida política, no le quita el ojo de encima a su
nieto. Sean o no verdad las cosas que se cuentan sobre él,
Heliogábalo no parece tener la más mínima intención de
convertirse en un emperador, preocupado solo por el culto a su
dios, tratando de imponerlo como deidad principal en Roma.
El pueblo romano cada vez está más harto de sus excesos y
excentricidades, hasta que Julia Mesa toma una decisión: subir
al poder a su otro nieto, Alejandro, hijo de Julia Mamea.
No existe el retiro dorado para un exemperador y su madre,
así que el destino de Heliogábalo y Julia Soemias es una
muerte cruel, seguida de la profanación de sus cuerpos. Esta
no es una historia bonita, es la de una mujer arrogante con un
objetivo muy claro en mente: asegurar la pervivencia de su
linaje en el poder. Si para conseguirlo tiene que pisotear a sus
enemigos bajo los cascos de su caballo, lo hará sin dudar. Si
no hemos juzgado a los emperadores por comportarse de esta
forma, no debemos hacerlo con ella.
El pequeño Alejandro, con trece años, es un niño dócil y de
buen carácter, nadie tiene la más mínima duda de quién
gobierna realmente en Roma. Pero esta vez las cosas se van a
hacer bien; los antiguos cultos y tradiciones son restablecidos,
la entrada al Senado a mujeres queda vetada y la
administración del Imperio se encarga a funcionarios capaces.
La abuela ha comprendido a la perfección qué límites puede
superar y cuáles no si quiere seguir ejerciendo el poder. Morirá
pocos años después, sentada en la cima del mundo, sin saber
que su única hija y nietos vivos también serán asesinados a no
mucho tardar. Recuerda a un guion de Juego de Tronos, pero a
lo bestia.
El ejemplo que nos proporcionan estas mujeres de las
dinastías Julio-Claudia y Severa es que, en una sociedad
fuertemente patriarcal, el juego estaba trucado y era imposible
que ganasen. Cuando las circunstancias hicieron que a su lado
hubiera hombres sólidos (como Octavio Augusto, Claudio o
Septimio Severo), sus posibilidades mejoraron, pero,
acompañadas por otros como Nerón, Heliogábalo o el pequeño
Alejandro Severo, su caída fue solo cuestión de tiempo.
Habrá que esperar casi dos siglos hasta que otra mujer
alcance un estatus similar, su nombre es Gala Placidia. Con
media Roma escondida en sus casas temblando de miedo ante
la inminente llegada de los visigodos a la ciudad, ella sale a las
puertas a recibirlos. Poco después se casará con uno de sus
reyes. De haber leído este libro u otro similar, no sería raro que
Gala Placidia estuviera hasta el gorro de Roma y los romanos
y prefiriese largarse con un bárbaro a caballo a vivir aventuras,
aunque esa es otra historia.

«Alguien se acordará de nosotras cuando hayamos muerto»,


escribió la poetisa Safo de Mitilene. Durante siglos la historia
no le dio la razón; su obra, centrada en el mundo femenino,
fue bastante maltratada y en el siglo XI la Iglesia católica
ordenó quemarla por inmoral. Por suerte, a finales del XIX,
unos arqueólogos que retiraban tiras de papiro usado de un
sarcófago hicieron buenas sus palabras redescubriendo este y
otros muchos versos suyos.
De la misma forma, durante mucho tiempo, la historia y la
voz de las mujeres ha permanecido silenciada, negando el
derecho de cualquier ser humano a poseer su propio relato,
hasta que, hace pocos años, unos cuantos historiadores y
arqueólogos han comenzado a rescatarla. Historiadoras y
arqueólogas en su mayoría, para ser justos. Un ingente trabajo
que, debido a las continuas zancadillas de las fuentes
históricas, solo puede realizarse a través de grandes dosis de
sentido del humor. A todas las mujeres, a las ricas y famosas
de hace dos mil años, a las que la historia pasó por encima y a
las actuales, sirva este pequeño homenaje.
Notas
1. Véase Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación, libro I, capítulos 56-
60.
2. Luciano de Samósata, Historia Verdadera, I, 4.
1. Libro de los muertos, conjuro 175.
1. Ovidio, El arte de amar, libros I y II.
1. Apolonio de Rodas, Argonáuticas, capítulo 5.
El corazón del Imperio
Miguel Díaz de Espada

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© Miguel Díaz de Espada, 2021

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