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La copa dorada.

Henry James: El tercero en discordia


José Luis Alvarado

Cuesta pensar qué pasaba por la cabeza


de Henry James (1843-1916) cuando se dispuso a escribir sus
últimas novelas: partiendo de una historia relativamente
sencilla, e incluso algo aséptica, se propuso encontrar todas las
formas posibles de encararla, desarrollarla, complicarla y
finalizarla hasta el punto que, en un determinado punto de la
lectura, uno se pregunta si no estará ante esa clase de magos
que despliegan con tal facultad sus habilidades que no terminan
nunca de sacar objetos de su chistera, a cada cual más
sorprendente. La mente de Henry James, como esa chistera del
mago, parece que no tuviera fondo, que decidiera dar por
finalizada la historia no por su propio peso, sino por la sabia
decisión de poner un punto final a algo ya comenzado pero que
podría extenderse ad infinitum.
En La copa dorada  (1904) se parte de una situación muy del
gusto de Henry James: el poder económico de unos americanos
se impone a la raigambre cultural europea, la cual compran sin
ningún tipo de pudor. En este caso se trata de un rico
americano, coleccionista de antigüedades y obras de arte, que
recorre Europa junto a su hija, Maggie, y que recalan en
Londres, donde conocen a un verdadero príncipe italiano
arruinado del cual se enamora ella. Por supuesto, no solo se
enamora de su buena presencia y su educación, sino también de
las generaciones que lleva detrás, las locuras, los crímenes, los
expolios y los derroches que han ido sembrando desde hace
siglos. De alguna manera, aunque pueda parecer de lo más
prosaico, realmente es la manera romántica, inocente e
idealista que tienen los americanos de afrontar la vida. Maggie y
su padre admiran lo hermoso, lo refinado, lo antiguo, y el
Príncipe le ofrece todo eso a cambio de su mansedumbre. No
hay que añadir que ese padre se encuentra obnubilado por el
amor a su hija, a quien solo quiere deparar lo más bello que
haya en la vida, alejándola de las molestas pequeñas tragedias
de la vida cotidiana.
Dentro de otra vena romántica algo distinta de la anterior, se
encuentra una amiga común, la señora Assingham, que es la
que hace posible el matrimonio, atrayendo entre sí a la joven
pareja. Y de fondo, aparece otro personaje femenino que irá
creciendo en importancia con el relato, la joven Charlotte,
amiga de Maggie, también norteamericana pero sin recursos
económicos, de ese tipo de personas que, dignamente, se van
haciendo invitar por distintas familias para ir sobreviviendo.
Maggie consigue casarse con el Príncipe, pero en el idílico
cuadro familiar que la joven quiere trazar, falta una esquina
para completarlo: que su padre, viudo, vuelva a contraer
matrimonio con una mujer que sepa entender sus gustos, un
tanto misántropos. La persona elegida por Maggie será su
amiga Charlotte: el cuadro ya queda perfectamente enmarcado:
el padre regala a su hija el prestigio de un aristócrata europeo y
la hija concede a su padre la compañía de una mujer conocida
por sus buenas maneras modeladas por la pobreza.
El cuadro podría ser perfecto si no lo ensombreciera un hecho
desconocido por la pareja americana: Charlotte y el Príncipe
mantuvieron en el pasado un idilio en Roma, que no fructificó
por la delicada situación económica de ambos. Ellos,
naturalmente, han sacado ventaja de sus respectivos
matrimonios, pero no olvidan la relación que mantuvieron
anteriormente. Pueden estar seguros que la antigua pareja no
caerá en ninguna situación escabrosa a pesar de pasar juntos la
mayoría de los días, porque el escándalo es una circunstancia
prohibida en la narrativa de Henry James, pero sí le da ese
toque de picante que requiere la historia para que termine
complicándose.
Hasta aquí la situación planteada por el escritor
norteamericano. De apariencia inocua, sin embargo contiene
una fuerte carga dramática por el hecho de que la historia va a
ser contada desde dos puntos de vista muy diferentes: la
primera parte, es decir, el encuentro entre los americanos y
Europa, entre el dinero y la necesidad, la veremos siempre
desde el lado del Príncipe, y no por casualidad. Un detenido
estudio de la perspectiva nos enseña, ya muy avanzada la
novela, que ese punto de vista es el más discreto de todos,
porque no nos permite ver con naturalidad los tejemanejes del
padre y la hija, sus verdaderas intenciones. El Príncipe se
convierte en una especie de manto de humo que impide seguir
con claridad el fondo del asunto, puesto que en estos primeros
capítulos los que manejan las situaciones son los americanos
mientras que el Príncipe permanece pasivo a la espera de
acontecimientos. Solo hay uno que puede explicar: su relación
con Charlotte.
Una casualidad, a través de la compra de una copa dorada,
pondrá a Maggie en la pista de cuáles son las intenciones reales
de su marido y su madrastra: ella empieza a saber, o más bien a
intuir, qué ocurrió entre ellos, y empieza a explicarse su
comportamiento después de casados. Es en este momento
cuando la novela cambia radicalmente de punto de vista, que se
centrará en el personaje de Maggie. Curiosamente, de nuevo
James vuelve a dar una vuelta de tuerca a la acción, porque
precisamente Maggie no sabe toda la historia, o más bien no
sabemos lo que sabe Maggie, pero sabemos que sabe algo. Con
este incierto conocimiento tratará de recuperar a su marido, lo
que a la postre resultará más doloroso de lo que cabría esperar.
Porque lo que se mantiene a lo largo de la trama es la especial
relación entre padre e hija, de manera que parecen entre ellos
otro matrimonio, éste sí especialmente cuidadoso con lo que se
dicen o se hacen, como si el amor paterno-filial fuera más fuerte
que el conyugal.
Para que el encuadre de las situaciones se complete, la figura
de la amiga común a los cuatro, la señora Assingham, se hace
absolutamente necesaria para que se desarrolle la trama,
puesto que es ese tercero en discordia que sabe más de los
cuatro que los propios cuatro entre ellos. Así las cosas, la
novela se transforma ante el lector como una sucesión de
sugestiones y sobreentendidos basados en los pensamientos,
primero del Príncipe y después de Maggie, en lo que saben (que
nunca lo es todo), y en cualquier momento sostenidos por unos
diálogos escasos pero jugosos y necesarios para ver por dónde
va la acción.
Leer cualquiera de las últimas novelas de Henry James puede
ser una tarea ardua para el lector medio, porque nunca va de
frente a la historia que se trata de contar, pero el esfuerzo
recompensa de sobra. Como antes se ha comentado, la historia
se sigue como a través de jirones de niebla, y solo en
determinados momentos, especialmente brillantes y decisivos,
esa niebla se dispersa, aunque solo sea por unos instantes, para
exhibir todo el esplendor con que Henry James sabe dotar a sus
novelas. La copa dorada  es un prodigio de estructura narrativa,
difícilmente igualado más tarde, que en cualquier caso hizo
posible el desarrollo de la novela del siglo XX.

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