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June 20, 2022

Capítulo 34. Brujas, Bélgica


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capítulo 34

Brujas, Bélgica
Le expliqué que el mundo es una sinfonía, pero que Dios toca de oído.

Ernesto Sábato

Gina llegó al aeropuerto de Bruselas sintiendo la soledad en cada poro de su


piel. No solo por la vida entera que había dejado atrás, y le reclamaba espacio
desde la nostalgia, sino porque la ruidosa Nueva York era sinónimo de Paul, y
él era su amigo del camino. Estar a su lado conllevaba alegría. El único
sentido de estar en ese país desconocido era confiar en su consejo. Paul había
dicho: “Debes ir al silencio mágico de Brujas para mirar y mirarte”.

Luego de los trámites de rigor en migraciones caminó unos cuatro minutos


hasta la estación Bruselas Midi donde, según indicaciones de Paul, debía
tomar el tren a Brujas. Había sido muy detallista en la explicación. Tanto que
le parecía seguir sus pasos. Iba incómoda con sus maletas y el bolso. En los
:
trenes no se despachaba equipaje. Si bien tenía programados pocos días allí,
sus maletas debían acompañarla, pues no sabía cuál sería el siguiente destino.
Por suerte, su calzado deportivo Massimo Dutti, sus jeans y una de las
camisetas sin mangas, alivianaban el calor que le provocaba la carga y
facilitaban el trayecto. Recordó a Paul diciéndole: "¿No te olvidarás de mí
hasta llegar al hotel?”. En ese momento entendió por qué. Si le hubiera
avisado, no iba. Después de todo estaría allí poco tiempo y había vivido hasta
ese día sin conocer el lugar. Eso de andar buscando trenes sobre la hora,
improvisando traslados y caminando cargada, le pesaba literalmente. Las
estructuras y los planes hacían lo posible por recuperar espacio en su ser. Ella
era notaria, estaba acostumbrada a tener el control pero, en el último tiempo,
eso había cambiado. En ese momento sintió que era nadie. Un ser anónimo
en un país extraño donde solo el idioma inglés le permitía comunicarse,
porque la gente hablaba una lengua incomprensible para ella. El idioma
oficial era flamenco, muy parecido al holandés. Todavía no descubría la
magia con la que su amigo signaba ese lugar en el mundo. Después de más
de dos horas, por fin llegó y se alojó en el hotel Lace, en el corazón de la
ciudad. La habitación era cómoda, vistosa, pero sin suntuosidad. Simple.
Echó de menos los cuadros de su dormitorio en el hotel de Nueva York. Sacó
de su maleta lo necesario, se dio un baño, y salió a caminar. Eligió sus shorts
blancos y una camiseta amarilla con una estampa, regalo de Paul. Había
pasado el mediodía. Se observó en el espejo del hall del hotel y sonrió.
Parecía otra mujer. Desde Nueva York, su forma de vestir era además de
liberadora, más espontánea. Los colores le daban el aspecto de alguien que
enfrenta la vida con deseos de atropellarla de placer. No podía creer que se
hubiera comprado esos lentes enormes tan llamativos y mucho menos, que
los estaba usando desde entonces con tanto gusto.

Se dirigió hacia la plaza principal. Las calles adoquinadas acompañaban un


escenario medieval. Era como viajar en el tiempo. Retroceder y encontrar el
pasado. ¿Hablaría de eso Paul cuando le dijo que se enfrentaría a fantasmas y
verdad? ¿Sería Brujas el lugar para amigarse con el ayer? ¿Acaso allí
entendería que no debía sufrir por lo que se había terminado?
:
Pasado. Brujas era pasado. Pero era también la parte soñada del tiempo
vencido. La que nunca muere y brilla cuando se la mira. Era ese pasaje de
una vida a la que se quiere regresar, entrar, mirar, disfrutar, permanecer.
Casas pequeñas, coloniales y cálidas. Todo era confortable. Sentía que la
abrazaba. Puentes como los que la habían llevado a los labios de Peter o al
corazón de Paul. Carrozas con caballos en las calles en las que se podía
pasear. Caballos como los que habitualmente veía y de los otros, los que no
sabía cómo se llamaban, pero tenían las patas como de elefantes. Eran de
otra época. La trasladaban a castillos y fantasía. Brujas era eso. Había entrado
en las páginas de un cuento sin salir de su vida.

Justo arriba del museo se detuvo a comer algo, pues tenía hambre. En la
mesa ubicada a su lado, un joven devoraba un waffle. ¿Cuánto hacía que ella
no se permitía un exceso de calorías de esa magnitud? Años. Se sintió
tentada. Minutos después, un waffle con helado de crema y pasta de
avellanas le anunciaba un momento de placer irrepetible. Jamás había
comido algo tan exquisito. No sabía si era el sabor único, un ingrediente
mágico o si, simplemente, su paladar se había entregado a la posibilidad de
disfrutar una delicia sin culpa. Desde allí podía observar todo el centro. Nada
se parecía a lo urbano clásico. Le gustaba. Poco a poco la energía de esa
ciudad maravillosa se había metido en los mismos poros, agotados de
soledad, para llenarlos de expectativa silenciosa. ¿Qué se llevaría de esa
experiencia? Cada lugar dejaba una huella invisible en su historia.

Caminó apartándose del área y sin darse cuenta se detuvo ante una puerta
sombría. Negra, de doble hoja. Cinco escalones se alzaban en señal de
respeto hacia la entrada y un león de cada lado parecía custodiar el ingreso.

Imponía la necesidad de coraje atravesar la entrada que contrastaba con


imágenes doradas de ángeles en el frente. Era la basílica de la Santa Sangre.
No pudo resistir la tentación. Había que cruzar las puertas. Era simbólico.

No pudo creer lo que sus ojos vieron. Era tanto el dorado, que sintió que el
color del oro se había inventado allí. No había un solo espacio vacío en ese
:
escondite católico. Los detalles se sumaban unos sobre otros, haciendo del
lugar un sitio denso que le daba poder. Instintivamente, y sin dejar de
observar, se acercó al altar. Miraba desde las entrañas y hasta con el alma,
porque los ojos no eran suficientes para grabar en su memoria el escenario y
lo que sentía. No cabía en su ser esa inexplicable sensación de presagio. Se
arrodilló en la primera banca, rezó una plegaria con los ojos cerrados.
Entonces, sucedió.

–Debes oír. Esa es la llave de tu felicidad.

Gina reaccionó de inmediato. Como si hubiera despertado de golpe. No había


nadie. Estaba sola. ¿Acaso era su imaginación? No. Era una voz de mujer,
anciana. La buscó pero no halló ninguna persona además de ella en la iglesia.
No sintió miedo, sino extrañeza. Cerró los ojos una vez más.

–Debes oír. No me busques. Tus ojos no podrán alcanzarme –escuchó con


claridad.

–¿Quién eres? –preguntó sin abrirlos.

–No importa. Solo debes oír –repitió la voz. Sintió una mano posarse sobre su
hombro y cuando quiso tocarla, ya no estaba allí. Ni la mano ni la mujer.

Permaneció unos minutos, víctima del misterio. Rodeada de un mutismo


abrumador que parecía burlarse de la consigna de oír que le había llegado
como un enigma secreto.

Había anochecido cuando salió. Todo estaba cerrado. Parecía que el tiempo
se había dormido profundamente. El silencio devoraba la quietud. Miró a su
alrededor confundida. Solo un farol lanzaba una luz amarillenta como un
dardo sin punta. La nada en ese pequeño lugar en el mundo llamado Brujas.

¿Qué era lo que debía oír?

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