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“El alma no es el cuerpo y puede estar en un cuerpo o en otro, y pasar de un cuerpo a otro”

Giordano Bruno

Las hogazas de pan de la panadería Viena, exudaban ese olor a trabajo y hogar, que siempre lo
hizo pensar en el retiro madrugador de su padre hacia las minas de Plata que tanta gloria diera a
su pueblo de origen. Ahora, después de años asentado en la ciudad, no podía dejar de pasar cada
mañana por el lugar solo para sentirse en sincronía con su ambiente, para palpar ese júbilo que lo
alejaba del bullicio citadino. Este era sin duda, la forma perfecta de iniciar un día para él.

Recorriendo tranquilamente los adoquines gastados del lado norte, que cobijaba desde
inmigrantes ilegales, hasta bandidos internacionales, todos sumergidos en ese mar de etnias,
lenguajes, aromas, caligrafías y colores, avanzaba con paso pausado, casi desenfadado. Y es que lo
merecía, toda esa calma después de años de esfuerzo y sacrificio, de no ver ni esposa ni hijos, para
finalmente, llegar a ser el jefe. Él era ahora esa persona a la que antes obedeció y temió, aquel que
disfrutaba su día a día, delegando responsabilidades y todo lo que conllevan, a copias de su
pasado que corrían con la misma ambición que adornara alguna vez su alma falta de fe.

El crujido del pan sonaba como una tronadura, como una explosión de la que casi podía sentir el
dulce aroma de la pólvora, mientras devoraba parte de la pieza, una costumbre que arrastraba
desde niño, cuando caminaba en la única calle de aquella villa al pie de la montaña, enviado por su
madre, o por alguna madre, porque siempre fue ambicioso y supo sacar provecho de cada tarea
asignada, un buen mandadero, un buen subalterno, un gran aprendiz. Destaco muy pronto de su
familia, despego muy joven de ese lugar, atraído por los resplandores del progreso en la ciudad,
pero nunca dejo de sentir esa nostalgia, que devoraba cada detalle de su paso por el barrio Norte
y por la panadería Viena.

Pero la ciudad cambiaba a pasos gigantes, era el precio de ser capital y puerto, y ese progreso que
lo enamorara en un principio, ahora devoraba los últimos refugios de su nostalgia. Comiendo ese
pan tomaba las mejores decisiones, caminando por ese barrio cerraba los mejores tratos. Ahora
todo eso estaba condenado a la desaparición paulatina, sin poder hacer nada más, que observar la
lenta muerte con impotencia. Paso por fuera del que fuera el cine donde llevo por primera vez a
Mariela, su esposa y compañera de tanto y tantos. El recinto adornado por mascarones en su
fachada, tenía un aire barroco, que ahora era devorado por un simple cubo de gris y cristal.
Permanecían inamovibles y dignos los mascarones, sirviendo de telón para la nueva edificación
que albergaría ahora, la Oficina Provincial de la Cámara de Comercio. Pero fue un cine, pensó, fue
un cine donde viera junto a ella tantas películas, del blanco y negro al color, donde cumplían la
tradición cada aniversario. Una película, una cena en El Taco de la Bota, y un baile con el orfeón de
veteranos en el Parque Cisne. Así fue la primera cita, y se prometieron que así sería la última.

Se halló sometido por esos pensamientos, masticando el delicioso pan matutino, perdido en sus
cavilaciones, cuando todo desapareció en un relámpago, para dibujarse nuevos paisajes, familiares
pero nuevos, claros, no como sueños ni recuerdos en cálido sepia, vividos y reales, y entremedio
un gran zumbido, ensordecedor, casi doloroso. Inclino su cuerpo hacia abajo tratando de esquivar
el sonido, apretando sus parpados hasta que el sonido lentamente comenzó a diluirse en el canto
de aves y el susurro dulce del follaje de los arboles cercanos. Abrió sus ojos con asombro, y los
restregó incrédulo, frente a él no había cine, plaza, gente, nada. Solo una gran sierra que cortaba
el encuentro de dos montes, bañada de un bosque oscuro y frio, que terminaba a unos doscientos
metros de él. Giro sobre sí mismo para mirar a su espalda, ahí se alzaba una gran montaña negra,
por sobre una nube de polvo que envolvía su ser y llenaba su nariz de aromas familiares o
desconocidos. Sus piernas de doblaron en la impresión y pareció dejar de respirar un instante,
pero el ruido de otra explosión lo reincorporo en una descarga de adrenalina y terror. La nube de
polvo se acrecentó hasta ocultar el sol. Ahí perdido entre esas tinieblas sintió una mano tirarlo del
hombro, y una voz aguda, grito entre el estruendo:

- Que haces aquí hombre!-

Envuelto en esa situación, solo se dejó llevar por la fuerza de aquella mano que sintió amiga, que
guiándolo en la oscuridad, logro resguardarlo del alud, hasta que ese contacto se perdió entre
gritos, gruñidos y estruendos. Nuevamente se hallaba solo en lo que parecía ser una caverna,
reviso sus ropas y las sintió extrañas, echas jirones, reviso sus bolsillos y no encontró ni
documentos, ni el dinero, ni el manojo de llaves, solo podía sentir una pequeña caja y unos
cuantos papeles en su bolsillo. Percibió al tacto que la caja estaba a medio llenar con lo que
parecía ser cerillos, con desesperación encendió el primero para observar lo que le rodeaba, logro
divisar unas cajas, algo que parecía ser una lámpara, algunas telas y herramientas. Se acercó a
oscuras a la lámpara y se percató con alivio que el campaneante sonido del líquido acusaba la
permanencia de al menos la mitad del recipiente.

Todos sus actos fueron mecánicos, sin pensar, movido solamente por el instinto, y luego de varios
intentos encendió la lámpara, examino la caverna para encontrar alguna hendidura en la roca o
algo que indicara una pequeña esperanza de salir, no encontró nada. Luego noto que sus ropas no
eran las que traía, no era la misma tela, ni el mismo color, y aquellos zapatos de elegante cuero
negro, habían sido remplazados por lo que parecían ser unas botas de trabajo. Trato de recordar
cuándo escupió el pan, donde tiro la bolsa, o en qué momento lo habían robado y dejado con esos
harapos, no recordó. Solo podía hallar confusión en sus recuerdos, recordaba haber mirado el
mascaron del cine, y luego un apagón. Así estuvo durante mucho tiempo cuestionando y a ratos
tratando en vano de buscar una salida a aquella jaula de roca. Se perdió en pensamientos, durmió,
lloro, grito, no tuvo ninguna respuesta. De pronto recordó haber sentido unos papeles en su
bolsillo, los busco con vehemencia y los acerco a la lámpara, dos eran ilegibles y permanecían a
medio carbonizar, parecían certificar algo, no perdió tiempo y al mirar el siguiente su corazón se
detuvo. Petrificado observo la foto que traía en su bolsillo, acercándola para omitir cualquier
error, era innegable, la foto le era más que familiar, conocía esa foto y la historia que encerraba.

La foto con bordes redondeados contenía la figura de dos personas, ella, una mujer baja, de
aspecto alegre y blancas vestiduras, que permitían deducir un avanzado embarazo, el un hombre
macizo de aspecto tosco pero inocente, con grueso bigote y manos cruzadas sobre su vientre.
Reconoció a la mujer, y como no hacerlo, como no recordar esa dulce sonrisa que comprendió mil
travesuras y compartió la alegría del prospero futuro que había forjado, como podría no reconocer
a su madre. Llevo con asombro su mano a la boca como para acallar un sollozo, y en ese momento
sintió que algo se quebraba en su ser, al sentir el grueso bigote que nunca quiso dejarse.
No conoció a su padre, no tuvo la oportunidad, su madre lo dio a luz siendo viuda de aquel
sacrificado minero, que falleciera sepultado en una tronadura fallida. Cuando fue retirado del
corazón de la montaña, sostenía en su rígida mano, la única foto que se tomara junto a su mujer
encinta, y que mantenía con el cada vez que se adentraba en el gigante de roca. Esa foto que le
parecía tan familiar, luego de verla mil veces en aquel especial rincón de la casa, ahora solo le
provocaba terror y un sin número de preguntas, en una cabeza imposibilitada de ordenarlas.

Paso los siguientes momentos tratando de evitar agitarse, lo que era imposible, dadas las
circunstancias, caminando al filo de la cordura, danzando con la delgada línea que la delimita, o
absorto en cavilaciones abstractas tratando de argumentar un mínimo atisbo de explicación a los
acontecimientos que lo mantenían siendo quien no era y permaneciendo donde no estaba. Largas
horas pasaron y sintió su cuerpo adormecerse lentamente, miro la fotografía una última vez y
cerro sus ojos, cayendo en un profundo sueño.

El mascaron principal del cine evocaba al dios Hades, nadie sabía porque, pues el motivo yacía
perdido entre ciénagas de antigua arquitectura, a nadie le importaba tampoco. Cuando se
desmorono, los testigos relataron que un hombre pasaba por el frontis del viejo edificio,
describieron como el hombre pareció quedarse congelado, sin percatarse del desmoronamiento
del mascaron, mientras devoraba una hogaza de pan. El vendedor de la panadería Viena lo
identifico como un fiel cliente y una persona amable. La Cámara de Comercio dedico una placa
especial de mármol en su nuevo edificio a la tragedia, en parte porque él era un reconocido
comerciante, y en parte como medida para limpiar un poco la negligencia cometida durante las
obras. La viuda del hombre fue invitada a la ceremonia. Ella declino asistir.

Cuando cerro sus ojos la imagen de la fotografía se negaba a desaparecer estampada en sus
parpados, hasta diluirse lentamente convirtiéndose en la foto de su amada esposa, pronto
comenzaron a pasar por su mente recuerdos ajenos y propios mientras olvidaba quien era y quien
seria, se sintió flotar sumergido en una tranquilidad infinita hasta que vio una gran luz y escuchó el
sonido quejumbroso de una mujer. Al sentir la luz más cerca dejó todo atrás.

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