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capítulo 41
San Andrés
El mar es un antiguo lenguaje que ya no alcanzo a descifrar.
Una noche, entre las sábanas blancas que fueron testigo de su amor
incondicional, cuando Andrés estaba dentro de Josefina, ella le pidió que se
detuviera, pero sin abandonar su cuerpo.
Él sonrió. La besó.
–Quiero que estallemos por dentro. Que el orgasmo llegue así, despacio y
explotar sin más movimiento que nuestro parpadeo.
Luego de mirarse más allá de ellos mismos, ella cerró los ojos y él se
desplomó sobre su cuerpo.
–Te amo.
–Cada vez que pienses en mí, que este momento y este viaje sean lo primero
que recuerdes.
–Así será, bonita. Y volveremos aquí cada año a celebrar la vida. Y una noche
cualquiera en este lugar, no en otro sitio, le daremos vida a nuestro primer
hijo. Lo prometo.
Desde la cama podían oír el murmullo de las olas y ver a la luz de la luna ese
mar turquesa que los envolvía en su inmensidad. Ambos pensaron lo mismo.
Tenía que ser un nombre que les recordara ese lugar.
Andrés volvió a besarla. Rieron imaginando sus rizos, sus ojos y las travesuras
que haría hasta que un sueño reparador los alcanzó.
***
–¿Ahora? Son casi los dos de la madrugada –dijo ella. Se habían acostado
tarde preparando el equipaje.
–¡Sí! –respondió ella vencida por la ansiedad. –¡Sí! –repitió y lo besó antes de
que él pudiera abrir el pequeño tesoro.
–Perdón. ¿Qué querías decirme? –dijo sin disimular su felicidad como si fuera
posible volver el tiempo atrás para escuchar una propuesta.
La noche los abrazó, el mar se mezcló con ambos en los rincones más
secretos de sus sueños y no hicieron falta más palabras para que el tiempo se
detuviera en ese momento sin riesgo de olvido.
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