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June 20, 2022

Capítulo 25. Perdón


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capítulo 25

Perdón
El pasado no se aferra a ti…

Tú te aferras al pasado…

Cuando dejas de aferrarte…

El pasado se evapora..

OSHO

La hoja en blanco la amenazaba frente a la nada. Su inspiración colapsaba


dentro de un vacío irremediable. Perdón. Justamente tenía que escribir sobre
algo que no lograba nunca del todo. Ni cuando se trataba de perdonar a otros
y menos todavía cuando se trataba de ella misma. A veces, sentía que no
haber vuelto a hablar sobre hechos del pasado, en lugar de enterrarlos en el
olvido, los revivía en la memoria diaria, la que no pide permiso y es
:
insolente, porque se presenta en momentos inesperados para estropear
cualquier intento por dejarla atrás.

Perdón… acción de perdonar. Pedir perdón. Efecto de perdonar. No tener


perdón. Una marea de ideas caía sobre Isabella, quien incómoda en su silla
sabía que debía producir un texto a la medida de las expectativas de su
editora, Lucía. Cuando ella daba una orden, no había posibilidad alguna de
fallar sin que eso implicara el riesgo de perder el trabajo. Era muy exigente.
Claramente, si algo no necesitaba era que la despidieran arbitrariamente por
una desgraciada columna sobre el perdón que, sabía Dios por qué, le habían
encomendado hacer. El universo y sus señales no eran aliados.

Su propia historia le reclamaba un espacio en el monitor. ¿Podía escribir algo


así? Sus columnas tenían que ver con reflexiones o con relatos breves que
invitaban a la opinión. Solía utilizar simbolismos y eso definía su estilo. Era
sagaz, provocadora, profunda y muy inteligente. Sus textos eran generadores
de debate y cientos de lectoras, escribían a un e-mail de la revista abierto
para dejar sentada su postura o simplemente felicitar a Isabella. La profesión
le daba el espacio que su vida personal le quitaba.

No hay edad para que el perdón sea urgente…

Borró.

Perdón y culpa. No es posible abordar una necesidad sin el sentimiento


correlativo. Si queremos pedir perdón, sentimos culpa. Si es otro el que lo
hace, sucede lo mismo. Si es respecto de nosotros mismos, peor.
Definitivamente nuestro ser reclama que nos perdonemos algo cuando el
remordimiento nos quita el aliento.

Le gustó. Era una verdad incuestionable. Borró en parte.

¿Es negociable el perdón? ¿Te perdono y entonces, tú deberás perdonarme?


¿Hasta qué momento quedamos en deuda cuando nos perdonan un error?
Pensó en Luciano. Eran perfectos interrogantes. No borró.

Situaciones venían a su borrador como una lluvia intensa de afirmaciones y


:
preguntas que su corazón relacionaba con el tema y su alma liberaba sobre el
teclado. Isabella sentía deseos de llorar frente a esa solitaria terapia en blanco
y negro. Ese desahogo en Times New Roman número doce.

Hice todo por ti, incluso perdonarte lo que ni tu misma puedes.

Te he engañado con ella, perdóname.

Me duele sentir que nos une solo una pesada mochila. Perdóname.

No te amo, perdóname.

Pienso en él, perdóname.

¿Piensas en ella? Te perdono.

Ya no hay modo de revertir lo hecho. Perdóname.

He quitado una vida y tú has respondido por mí. No puedo perdonarme.

Dolor de estómago.

Verdad.

El texto comenzaba a nacer en el rincón más oscuro de su creatividad.

Había transcurrido algo más de un año y medio. Su relación con Luciano era
una red que la tenía atrapada. No podía salir de ella. Sentía que nunca lo
haría. Le hubiera gustado que estar a su lado fuera tiempo feliz. Ser
compañeros. Sentir ganas de contarle cosas como le ocurría con Matías, pero
no era así. Vivía tratando de hacer lo que él esperaba de ella la mayoría del
tiempo. Se lo debía. Imaginar el futuro era algo para lo que no estaba
preparada. Lo que le había dicho a Matías era cierto. Le daba miedo. Aunque
había omitido los motivos.

Suspiró. Tomó en sus manos una mamushka. La observó mientras sentía al


tacto cierta sensación extraña. En su escritorio había objetos. Varios y no eran
al azar. Todos eran obsequios que la relacionaban con un momento que no
deseaba olvidar o con una persona que necesitaba cerca. Buscaba en ellos
:
inspiración. En ese caso, el regalo era de Gina, traído del viaje a Rusia con su
padre. De pronto comenzó a abrir la pieza. Encontró otra igual más pequeña.
Luego lo hizo una vez más y otra vez y otra. Entonces, como deshojando una
vida, la idea la atravesó.

Las mamushkas habían nacido en un pequeño pueblo de Rusia llamado


Serviev Posad donde había un mercado de pulgas muy peculiar que siempre
estaba lleno de mujeres distintas. Isabella imaginó un paralelismo. Ese lugar
donde se mezclan personas que pueden no tener nada en común o al
contrario, creer en lo mismo, era la vida. Seguramente cada una de ellas,
detrás de su imagen colorida, escondía una culpa y la necesidad de perdonar
o de ser perdonada. Sin embargo, seguían allí, formando parte de un
escenario que solo mostraba la representación de esas mujeres, ignorando
que por dentro había miles de ellas escondiéndose de sí mismas o
protegiéndose de algo o de alguien. Lo importante no era lo que el mundo
veía, sino lo que quedaba oculto. El hecho de que al abrirse la mamushka,
como cada mujer, revelaba lo que tenía dentro y eso debía interpretarse como
una simbología de la representación interior de las personas.

Isabella se sorprendió al descubrir que ese objeto, encerraba su propia


historia. Ella era una mamushka. Quizá cada mujer lo fuera. El conjunto
podía tener entre cinco y treinta muñecas. ¿Cuántas constituían a la única
Isabella que todos veían? Entonces ubicó a su derecha el preciado adorno y
comenzó a escribir.

Mamushkas

Al contrario de la creencia popular, cada pieza de origen ruso no está


relacionada con ese país. Cada mamushka nos representa. Es una pieza tan
universal como los sentimientos. Cada mujer en cualquier país es una de
ellas. Porque el mundo la ve incompleta. Porque deja ver la imagen que desea
mostrar. Porque hay en su interior una parte de sí misma que busca algo y
otra, que lo ha perdido. Una que se arrepiente y otra, que no lo hace. Una que
se arriesga y otra, que se somete. Parecen iguales, pero no es así. No se
:
completan, se confunden. Las marea reconocerse en una única unidad. La de
la historia de hoy busca desesperadamente el perdón y no puede
desentenderse de la culpa.

Perdón y culpa. Definitivamente nuestro ser reclama que nos perdonemos


algo cuando el remordimiento nos quita el aliento. ¿Es negociable el perdón?
¿Te perdono y entonces, tú deberás perdonarme? ¿Hasta qué momento
quedamos en deuda cuando nos perdonan un error?

Quizá encontremos las respuestas al abrir un conjunto de mamushkas. Nos


sentimos más pequeñas cuanto más profundizamos en nuestro interior. A
medida que deseamos tomar distancia de la equivocación, nos cobijamos en
un mundo silencioso que nos habita, nos juzga y nos limita. Pero al
desarmarnos por completo de todo enlace con la identidad pública, cuando
una a una abrimos las mamushkas que somos y nos permitimos las
emociones que cada una guarda, nos acercamos a ese anhelado perdón.
Transitamos lágrimas, recuerdos, miedos, crisis, alegrías y nostalgias a la
sombra de esa culpa por la que no podemos ser libres. La buena noticia es
que, ya completamente desunidas las partes de nuestro ser sobre la mesa,
comienza el proceso de juntar nuestras propias partes y reconstruirnos. En
ese momento sagrado nos damos cuenta de que hemos sido víctimas de
mandatos sociales que nos han enseñado a guardar silencio como ejemplo de
buena educación, a resistir lo que pudo no gustarnos, a enmudecer cada
tramo de nuestros errores y hacer posible que remordimientos y sinsabores se
devoren nuestra fortaleza. Entonces, algo profundo sucede. La última muñeca
nos mira y en palabras escritas en el aire expresa que ha sido suficiente. El
perdón no es una transacción comercial y no existen deudas morales eternas.
No hay reglas que impongan hacer o soportar lo que es voluntad rechazar.

Al final del camino liberarse de viejas anclas emocionales, perdonarnos y


perdonar, son las únicas acciones que nos empoderan frente al mundo y nos
posibilitan elegir la felicidad como única opción.

Tú, ¿cuántas mamushkas llevas dentro de ti?


:
Isabella López Rivera

Imprimió una copia y fue directo al escritorio de Lucía. La editora la leyó


atentamente. Se quitó los lentes Tiffany y la miró directo a los ojos.

–Muchas –dijo.

–Perdón, Lucía, no comprendo –agregó–. ¿Te refieres a la cantidad de


palabras? No superan las cuatrocientas cincuenta. Son cuatrocientas treinta y
dos con título y firma para ser exacta…

Lucía la observó y pudo advertir que Isabella sentía miedo. Evidentemente, su


opinión la amedrentaba. Era talentosa. Muy creativa. No iba a decírselo, pero
había desarrollado una gran idea. La columna llegaba más allá de su
contenido.

–Muchas –repitió–. Llevo muchas mamushkas dentro de mí. Aunque no


debería decírtelo.

Isabella sonrió aliviada. Eso significaba que le había gustado.

–Buen trabajo –agregó–. Se publicará sin correcciones.

Isabella salió del despacho diferente. Algo en ella había cambiado. ¿Acaso
estaba desarmando sus mamushkas? Abstraída en sus pensamientos no vio a
Matías que caminaba hacia ella.

Él, en cambio, observó con nitidez un brillo diferente en su mirada. La


hubiera besado hasta que el tiempo se detuviera. No podía.

–¿Qué sucede? –preguntó ya a su lado.

–Creo que estoy abriendo mis mamushkas –dijo. Le dio un beso espontáneo
en la mejilla y le regaló la luz de un rostro que irradiaba esperanza.

Matías fue feliz. No entendió, pero fue feliz.

Escribir era sanador, siempre lo era. Ser periodista era el vínculo más
perfecto con un mundo en el que podía ser ella o todas las mujeres o
:
ninguna. Podía comunicar. El hecho de sentir que tenía algo para decir y
podía hacerlo era el motor de su trabajo. Internamente conectaba con su ser y
pedía exactitud y claridad para transmitir hechos y sentimientos de manera
exacta. Lo lograba.

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