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P.J. RUIZ
No es fácil adentrarse en un túnel oscuro y desconocido por muy valiente y temerario que sea
uno, no. Se piensan muchas cosas en ese momento, créanme. En la familia, en los días carentes de
peligro, o simplemente en entregarse a la muy noble luz del sol, cosas así… pero en realidad, todo ello
no es más que la constante perenne de esa voz interna que nos grita sin recato “no lo hagas”,
probablemente porque en esos sitios siempre sabes cuando entras, pero nunca cuando sales.
En definitiva, el instinto de auto-protección se desboca y tira con fuerza de nosotros hacia atrás
en un intento poderoso por evitar que demos el paso inicial hacia aquello que desconocemos, que
inherentemente nos atormenta con su atracción y con una pila simultáneamente adherida de miles de
complejos y prejuicios que no queremos oír, pero que están sin duda en todos nosotros.
Normalmente, en las ocasiones en que esto sucede, no pasa nada, porque el único peligro que
subyacía en la acción que íbamos a emprender residía en nuestra ignorancia de cuanto más allá de ese
paso había. Pero se produce un número pequeño, ridículo e inclasificable de ocasiones en las que esas
advertencias obedecen a factores que algo en nosotros percibe, y que sin embargo no parecen reflejarse
Esa era exactamente la situación en que se encontraba Áurea cuando saltó desde la página
ciento sesenta y uno de su excelente libro de poesía contemporánea hasta el borde de aquella puerta
abierta detrás de la estantería que, de pura vejez, había caído desplomada, liberando virutas, polvo y
quedaban de ella más que un par de maderos desvencijados. Alguien se había preocupado con
habilidad de que permaneciera bien oculta tras la estantería que se había derrumbado corroída por la
carcoma. Detrás de la frontera desconocida que marcaba aquella madera pútrida solo se adivinaba el
fragor de las sombras y el solaz del silencio más profundo, quizás roto por un levísimo arrullo
Áurea miró a ambos lados, en un inocente intento por no encontrarse sola en el sótano de Casa
Montaña aquella mañana, pero no pudo hallar la menor compañía que le devolviera la calma que en
ella era habitual. Solo había polvo en suspensión lanzado por el choque de lo antiguo con el mundo
real. Apretó los puños y se dio cuenta de que se encontraba verdaderamente tensa, y con una sensación
Conocía muy bien la casa de su padre, o al menos eso había creído hasta entonces, y desde
luego no había constancia en su memoria de que por debajo del sótano, utilizado como bodega y por
ella recientemente para almacenar parte de su gruesa colección de libros, hubiese acceso alguno a
galerías más profundas. Pero eso ya no servía para nada, porque esa puerta oscura en la que se
comenzaba a asentar el polvo se reía descaradamente de cuanto hasta ahora había creído saber sobre el
Dio un paso grácil, bien temperado y felino… delicado. Las maderas de la rota estantería
crujieron bajo sus zapatillas, vehículo de aquel temeroso cuerpo de treinta años enfundado esa tarde en
gruesos tejanos de diario y una blusa blanca descuidada. Doblando algo la cintura pudo asomarse un
poco más a la entrada del misterio que la aturdía, y lo que vio parecía incitarla a seguir caminando.
Allí, entre las tinieblas que parecían eternas desde hacía siglos, y que tanto habían inspirado a fantasías
derruidas en la búsqueda de lo oculto, se divisaba la familiar y provocativa silueta de una escalera con
grandes peldaños que descendía describiendo una curva hacia no sabía donde.
“Baja. Ven a mí” Sonaba una voz inaudible en su mente que la atraía como la sangre
materna. Estaba asustada, sí, pero juraría haberla oído con claridad, aunque su raciocinio dictaminaba
Entonces, mientras estaba embelesada como quien mira directamente a los ojos de una cobra
elevada sobre el suelo, la familiar voz de Alfredo, el viejo mayordomo de Casa Montaña, resonó desde
la planta superior, justo desde el quicio de la puerta que conducía al sótano, para decirle en su singular
¡No lo había recordado en toda la tarde! Era 20 de Julio, el día elegido por su padre para
celebrar en compañía de los amigos cercanos la adquisición de aquella galería de arte en Granada, y de
la que estaba tan orgulloso sin que ella entendiera muy bien por qué. A su juicio era un negocio
ruinoso, y así se lo había hecho saber, pero después se había dado cuenta de que de algún modo era el
método elegido por Álvaro De Gracia, hombre ilustre y prestigioso ganadero, de congraciarse a modo
de mecenazgo con el mundo que tanto le había entusiasmado siempre de la pintura y la escultura.
En muchos aspectos, también era un medio para omitir la frustración artística que en esos
campos siempre había sentido, pues entre sus muchos logros nunca había estado el poseer la habilidad
de plasmar las cosas. Dirigir aquella galería, dotarla de vida y fomentar el arte en su más honda
entrada, a una carrera veloz por la rampa que llevaba al despacho de su padre, desde donde podría
subir a su habitación por el pasillo trasero y arreglarse en menos que canta un gallo. Tenía que
posponer sus investigaciones y no defraudarlo, porque sabía que había puesto mucha ilusión en hacer
público entre sus amigos de la jet la nueva adquisición del sello De Gracia.
Mientras se duchaba presurosa con agua tibia y se vestía, como si nada hubiese ocurrido,
olvidó totalmente la misteriosa puerta, y media hora más tarde bajaba las escaleras principales de la
hacienda arreglada para la ocasión, rodeada de fragancias caras y dispuesta a ejercer de anfitriona, tal
Nada más llegar abajo, papá la esperaba con una sonrisa de oreja a oreja, lo cual la convenció
de que la precipitada elección de su vestuario, un delicado vestido de colores vivos de la firma Prada
adquirido en su reciente viaje a Italia, había sido la acertada. A partir de ese momento y durante el
tiempo que duró la bien servida copa de bienvenida, Áurea saludó a viejos conocidos y también a
personas de las que no recordaba nada con anterioridad, pero con las que mantuvo su exquisito tacto,
bien aprendido en los mejores colegios y a las que analizaba inconscientemente con una densa suma
de conocimientos aprendidos en una bien llevada carrera de psicología que nunca había ejercido, ya
que tuvo que hacerse cargo nada más terminarla de la administración de Casa Montaña.
Más tarde, cuando se abrieron ceremoniosamente las puertas del salón principal y Alfredo
anunció que la cena estaba servida, sintió un cierto alivio por no tener, de momento, que saludar a
nadie más. Aunque entendía bien el protocolario vaivén de sociedad, le cansaba en la mayoría de las
ocasiones observar tanta hipocresía y recelo juntos bajo un mismo techo. Sabía ocupar su sitio, desde
luego, pero eso no evitaba que fuese plenamente consciente de los errores sociales en que su entorno
estaba inmerso. A veces su padre, hombre conservador donde los haya, la tachaba socarrona y
burlonamente de anarquista republicana, y ella en sus adentros entre risas y bromas sonreía consciente
de lo mucho que se le acercaba con aquellos calificativos casi pertenecientes a otra época. Pero sobre
Se sentó frente a papá en la gran mesa, y conversó distraídamente con los González, situados a
habituales visitantes de Casa Montaña. A su derecha estaba David Martos, un prestigioso arquitecto
A veces los intereses de los González y los De Gracia habían coincidido comercialmente, y
fruto de ello se había desarrollado una cordial amistad que era bien conocida en los círculos
El primer plato, una exquisita carne de ternera confitada, fue servido tras las viandas
seleccionadas para el elegante “picoteo”, y entonces, con ese instinto que todos tenemos y que nos
avisa si estamos siendo observados, fue cuando percibió por vez primera que alguien, un joven de no
más de veinticinco años, la miraba fijamente desde uno de los extremos de la mesa de modo
singularmente intenso. Discretamente atenta, con el rabillo del ojo percibió que no parecía hablar con
nadie. No recordaba que se lo hubiesen presentado, pero había algo en aquel hombre que le resultaba
sutilmente provocador, y, desde luego, descarado. Aunque desconocía sus intenciones estaba más que
acostumbrada a los cazafortunas de la zona, siempre dispuestos a adularla en vano sin nada interesante
que ofrecer, conocedores de que era una de las solteras más apetecibles de los altos círculos sociales
del país. Bella, interesante, heredera única de un pequeño imperio… El objetivo deseado de muchos, a
los cuales siempre había sabido capear del mismo modo que los toreros hacían a los magníficos
animales que llevaban su apellido. Porque lo que esos hombres desconocían es que, además, era
inteligente.
A pequeños vistazos con aroma de indiferencia observó que el hombre era moreno de piel, con
el pelo negro rizado, rostro marcado y muy atractivo. Parecía bien vestido, pero con un aire bohemio y
desenfadado que no pasaba desapercibido, algo así como el inevitable personaje diplomáticamente
incorrecto dentro del cuadro de invitados de la noche más selecta en cualquier película de suspense de
Fue Paloma González quien, con picaresca mal disimulada y un atisbo de sonrisa maliciosa, le
dijo al oído que el chico que no le quitaba vista se llamaba Sebastián de la Flor, un afamado pintor que
había prestado su pincel, a un costo bien remunerado por supuesto, a algunas de las casas mas nobles
del país para eternizar sus enormes egos en lienzos que, a la postre, resultaban extraordinarios. Al
parecer había hecho una fortuna que no tenía reparo en despilfarrar, y que proporcionaba abundantes
páginas a los diarios más frívolos dada su promiscuidad con las féminas y a algún que otro escándalo
tras una relación con una chica de la alta sociedad barcelonesa que no le sonaba de nada.
En cuanto a su obra, lo único que Paloma sabía era que sus exposiciones causaban expectación
y que había cierto aire de moda en tener uno de sus cuadros colgados en los salones ilustres, por lo que
el futuro del joven era realmente sólido. Áurea pensó que en muchos aspectos tendría que ser
agradable despertar interés en ese hombre, pero en cambio ella lo único que sentía era una cierta y
molesta vulneración de su discreta intimidad, porque aquella mirada penetrante la estaba turbando en
exceso.
Cuando la cena terminó, mientras la orquesta deleitaba a los invitados al compás de piezas
maestras de la canción contemporánea interpretadas en clave de jazz, el hombre se acercó sin dudarlo
a Áurea con el mismo aire de quien cabalga sobre el viento, aprovechando un instante en que la mujer
se desprendía de una pareja de invitados para tomar una copa hábilmente preparada por Fernando, el
más agradable y extrovertida que imaginó. Así fue quitando hierro al hecho de que eran dos
desconocidos en medio de una fiesta de sociedad, y a Áurea le pareció que la técnica que había
Le comentó con despreocupación y jovialidad que provenía de una vieja familia vitoriana, muy
enraizada con el pasado de la provincia, pero con la que ya tenía poca relación, sobre todo porque
siempre había tenido predilección por tío Augusto, un hombre viejo y creativo, que en lo que todos
pensaron que era una apoteosis de senilidad fue capaz de encontrar secretos que solo había revelado a
él, su sobrino. Aquello no había agradado a los patriarcas de los Flor, que rápidamente se interesaron
por ese conocimiento que, por deseo de su difunto tío, Sebastián jamás reveló.
Aquello le supuso ser apartado de un modo particularmente notorio de una familia que hasta
entonces siempre le había querido, pero no le importó lo más mínimo, porque en el fondo pensaba que,
Le contó a la mujer que tío Augusto había sido toda su vida misionero por tierras extrañas, y
que gracias a sus conocimientos en lenguas muertas consiguió acceder a obras antiguas de todos los
géneros que le llevaron a estudiar en direcciones peculiares, muy apartadas del conocimiento científico
que tanto se sacraliza hoy día, cuando la realidad es que seguimos anclados al planeta, las
enfermedades, las guerras y el hambre. Esa afirmación categórica sonaba convincente en los labios
bien delineados de aquel hombre atractivo e inteligente, y Áurea no pudo discutirlo. Estaba absorta.
Cuando tío Augusto, tras una vida de entrega a los demás, retornó a una familia que para nada
le había concedido el beneplácito del cariño filial o su apoyo, contaba ya con ochenta y seis años, en
los que había viajado por Etiopía, las selvas de Borneo, Zimbabwe, Perú, Camboya o India, por citar
unos pocos lugares. Así, cargado de viejos baúles y muy cansado y desgastado por un sin fin de
enfermedades exóticas, se alojó en la casa familiar, donde su hermano Arnaldo, padre de Sebastián, lo
Ahí fue cuando el entonces aprendiz de pintor conectó con el viejo misionero, y durante años el
lazo entre ambos creció hasta el punto de que muchos fueron los momentos en que aquel gustaba de
contar a su sobrino sus extrañas vivencias obtenidas a lo largo del mundo-tiempo. Mientras, la calidad
artística de los cuadros del joven de la Flor crecía de manera notable, permitiéndole exponer por vez
primera en Vitoria, lo cual no fue visto con agrado por su padre, que esperaba que estudiase medicina
del mismo modo que habían hecho sus antepasados desde varias generaciones atrás.
Pero el joven se apartaba y estaba cada vez más próximo a aquel viejo que le habló de su
alucinante estancia con los jíbaros, de extrañas tribus de la India que vivían en tierras donde el tigre
blanco acecha al ser humano como presa predilecta, de las tradiciones Tui-Pui de Oceanía, de historias
perdidas en torno a los sitios sagrados de Angkor o Tiwanaku, y miles de relatos y leyendas que había
Sebastián disfrutaba con estos conocimientos y participaba de ellos, pero sobre todas las cosas
le fascinaba la leyenda nunca antes oída sobre extrañas mujeres que habitaron la Tierra desde el
principio de los tiempos, mimetizadas entre las diferentes especies y alimentándose de ellas,
sobreviviendo ajenas al tiempo o a la vejez, y muy anteriores al ser humano. Una locura en principio
Según las averiguaciones de su tío, estas criaturas habían sido documentadas ampliamente a lo
largo de los tiempos, y aquello le encantó, no por la elevada jerarquía de esta supuesta especie dentro
de la cadena trófica, sino por su antigüedad casi imposible. ¿De donde provenía la base para imaginar
algo así?
Lo que el joven pensó entonces es que si su rastro estaba marcado tradicionalmente en todas
partes del orbe en épocas tremendamente separadas, desde luego era evidente que se trataba de un
fenómeno, como mínimo, de tipo paleo-sociológico. Parecía muy interesante y extraño, digno de la
mayor atención.
Al principio se lo tomó como lo que creyó que eran, relatos hermosos y tradicionales
misteriosamente extendidos, pero un día, sin que se lo esperase, su tío le enseñó algo que le hizo
temblar hasta los cimientos y que cambió sus creencias bien adquiridas para siempre.
Era un fósil, una piedra plana de no más de treinta centímetros de longitud. En su cara posterior
mostraba signos de tratarse de una roca metamórfica arrancada de su veta, de composición arenisca,
como le explicó el viejo. Por delante, incrustada y petrificada en su totalidad, estaba la forma familiar
de una hermosa mano femenina de largos dedos, conservada hasta en su carne, y que terminaba en
cinco tremendas uñas que nada tenían de humanas, convirtiéndose en garras cilíndricas aguzadas. En
un corte lateral practicado en la roca para dividirla en dos se veía como los tejidos internos y el hueso
estaban completamente diferenciados, demostrando que aquel ser había sido sepultado y petrificado en
muy poco tiempo, a raiz, posiblemente, de algún acontecimiento natural imprevisto en el que
Su tío le dijo que el ejemplar había sido encontrado en las inmediaciones de Mohenjo Dharo,
India, y que un grupo de conocidos había pensado en él para vendérselo, sabiendo de sus estudios
sobre seres y tradiciones antiguas. Mejor así, pensaba, porque de lo contrario hubiese sido relegado a
alguna caja en un museo de historia natural de cualquier parte entre otros objetos que demostraban que
todo lo escrito está equivocado, y apartado por tanto de la circulación académica. Tío Augusto lo había
fechado por varios medios en diferentes sitios, y su edad nunca había bajado de los ciento noventa
millones de años, lo cual demostraba verazmente que algo importante estaba en su poder, por lo que
A su retorno a India buscó a algunos de aquellos hombres que habían encontrado la pieza, y los
interrogó sobre su origen. Le marcaron un sitio en un mapa, no sin antes advertirle sobre los múltiples
peligros de ir por lugares donde los salteadores campeaban a sus anchas. Eso no disuadió al misionero,
que provisto de herramientas y un todo-terreno se internó entre las montañas del valle del Indo. Estuvo
días allí hasta que encontró el lugar que le habían indicado, y con infinito cuidado fue levantando
estrato tras estrato de aquella roca sedimentada hacía eones, sabiendo perfectamente que si la mano
había aparecido, era probable que el resto del cuerpo estuviese allí mismo, a no mucha profundidad.
El hombre solo pudo encomendarse a Dios cuando ante sus ojos comenzaron a salir a la luz los
que eran sin duda los rasgos inconfundibles escritos indeleblemente en piedra de un cuerpo de mujer
de estatura normal y curvas más que sinuosas contraído en una posición que hablaba de una muerte
repentina. Iba vestida con un tejido extraño que le ceñía el cuerpo, imposible de ubicar históricamente,
pero lo que realmente le conmocionó fue el aspecto de su cabeza. Estaba inmersa en algo que parecía
pelo desaliñado, pero de un grosor capilar sorprendente, como si fuesen trenzas o algo parecido. El
rostro, muy deformado, presentaba rasgos extraordinarios que no quiso precisar, pero que, de algún
modo, confirmaban la existencia de una mujer de aspecto terrible en un pasado remoto, cuando aún el
Cuidadosamente reunió todas aquellas losas y las numeró. A duras penas trató de sacarlas del
país con la ayuda de sus amigos traficantes, pero en la tumultuosa frontera el baúl en el que viajaban
se perdió misteriosamente mientras solucionaba los trámites, y nunca pudo ya encontrarlo, por lo que
lo único que tenía como prueba de aquel hallazgo eran unas fotografías y mil sensaciones.
Tío Augusto sabía que aquel era el descubrimiento de su vida, y entró de pleno en desarrollar
sus conocimientos para entender lo que había encontrado. Ingresó para ello en círculos profanos,
misteriosas mujeres terribles. Identificó su presencia en ciclos larguísimos de tiempo por lugares
inconexos, y acabó llegando a la conclusión de que seguían existiendo hoy día en diversos lugares del
mundo, donde actuaban en total impunidad, porque las consideraba ajenas al tiempo.
En una ocasión, después de muchos esfuerzos, se entrevistó con un tal Carl Brauner, estudioso
alemán que decía tener restos de una cabeza humanoide de mujer con más de trescientos millones de
años, lo cual había sido rápidamente desacreditado por los círculos tradicionales, orgullosos de
mantener su inmovilismo y las cátedras bien limpias. Cuando el misionero, tras muchas
conversaciones previas, accedió a aquella pieza se quedó boquiabierto, pues era en suma idéntica a la
que el había desenterrado en India, y que ahora estaría en manos de algún coleccionista millonario
como el que tenía enfrente. Brauner miraba a su vez las fotos y coincidía plenamente en que se trataba
de dos miembros de la misma especie. Los cabellos del ejemplar que estaba ante el misionero
aparecían muy definidos, mejor que en el que él había desenterrado, y parecía formado por un
enjambre de finas serpientes revueltas muy bien conservadas que rodeaban a un rostro donde
destacaban dos ojos muy abiertos y sorprendidos, que conservaban un aspecto negro opaco temible.
Entre ambos fósiles había al menos ciento diez millones de años de diferencia, una cifra sorprendente
en los márgenes evolutivos, por lo que ambos hombres concluyeron que sin duda se trataba de una
Cuando su sobrino se interesó por el tema, el viejo, feliz, le hizo saber cuanto había llegado a
reunir, y éste se ofreció a seguir adelante con sus investigaciones a poco que pudiera.
Antes de morir, tío Augusto estaba estudiando unos escritos sorprendentes que había tomado
favores como para negarle nada. Se trataba de una versión anterior y completa del libro de Henoc, en
la que se hallaban textos que habían sido mutilados a conciencia en los códices que llegaron a nosotros
Concretamente había unos párrafos en los que decía que, en el principio de los tiempos, antes
de que hubiera día o noche, y de que la vida se moviera por los cielos y las aguas, una raza de otro
mundo llegó para sembrar el planeta de seres específicos que en el futuro pudiesen ser recolectados a
fin de obtener materias de transformación: tejidos blandos, grasas, aceites animales, y otros. Para ello
modificaron el ADN de las pro-células que habitaban los océanos, llegadas en grandes cometas de
hielo, introdujeron un denso programa genético en ellas y fomentaron la irradiación de las especies,
que eclosionaron con fuerza hace cuatrocientos cuarenta millones de años de un modo científicamente
no explicado.
alocados, lo cual hubiese impedido la evolución de los organismos, aquella raza prodigiosa construyó
alrededor de la Tierra una Luna gigantesca uniendo fragmentos orbitales de todos los tamaños sobre un
armazón de metales muy avanzados, hasta darle el aspecto redondo que hoy conocemos. El proyecto,
inimaginable para nuestro entendimiento, fue culminado con éxito, y la Luna fue capaz de resistir
impactos impresionantes de cuerpos agresores sin deformarse o romperse. Su función, aparte de servir
como observatorio en la distancia, era la de regular la rotación terrestre, propiciar las mareas y dar
Todo parecía dispuesto, pero antes de partir de vuelta a sus mundos originarios, aquellos seres
programada, garantizando su éxito en los primeros estadios. El texto, que no tenía desperdicio,
acababa diciendo que estas criaturas, conocidas como las Eyai-yi, habían sido diseñadas
artificialmente por ingeniería genética, albergando en su interior un compuesto líquido que alimentaba
torrente sanguíneo hacia cualquier zona dañada. Esto les permitía regenerarse tras heridas o
amputaciones graves, haciéndolas a todos los efectos inmunes al envejecimiento y la muerte, así como
altamente adaptables al medio más hostil y, sobre todo, muy miméticas, ya que eran capaces de re-
ubicar cada célula de su cuerpo para tomar la apariencia de cualquier forma viva con la que tomaran
contacto. No obstante, antes de atacar debían mostrar su aspecto original, a fin de poder digerir la
sangre que necesitaban para extraer la abundante energía que los nano-robots requerían.
Máquinas depredadoras de características terribles, sin duda. Lo que ocurrió, según el párrafo,
es que su trabajo terminó en algún momento, cuando la naturaleza ya estaba creada y dirigida, pero por
un error en su programación ellas siguieron vivas y actuando durante toda la eternidad, ajenas al hecho
de que ya no eran necesarias. Simplemente se limitaron a sobrevivir en las sombras, lejos de todo
protagonismo, y totalmente fuera del control de sus creadores, que les habían perdido el rastro
Cuando estos regresaron al planeta con sus naves enormes para comprobar el acierto del
programa introducido pensaron que sus criaturas habían desaparecido, y no se tomaron la molestia de
buscar. Así permanecieron ocultas y voraces por los tiempos de los tiempos. Al principio se
alimentaron de peces y aves, después de reptiles, más tarde de dinosaurios pequeños, y finalmente de
seres humanos.
Áurea permanecía absorta ante la extraña conversación en la que estaba tomando parte, pero el
apasionamiento del pintor la mantenía ensimismada. No la asustaban en modo alguno esas historias,
que le resultaban tremendamente atractivas, y menos si eran contadas con la habilidad oratoria de la
Entonces, sin apartar la mirada ni pestañear, con ojos relampagueantes y azules, el joven habló
con la voz grave y pausada que con tanta habilidad la envolvía. Espontáneamente y sin dudarlo le
pidió para su sorpresa, con el mayor respeto y una irreprochable educación, que le permitiese plasmar
cuanta belleza tenía ante él en el que deseaba que fuese el mejor de sus cuadros. Áurea sintió que se le
erizaban los pequeños vellos de la nuca, y por un instante no supo qué decir. Más que el susurro de una
petición formulada con indiscutible encanto, lo que la mujer sintió fue la tremenda fuerza emotiva y
viril de aquel extraño hombre, y sin poder evitarlo le llegó el inesperado y placentero morbo cálido
que precede al éxtasis del orgasmo, lo cual disimuló con extremo cuidado mientras contenía su propia
Fascinada ante semejante despliegue de apabullante encanto, tardó en reaccionar, pero le fue
imposible mantenerse impávida al paso de aquel tren de mercancías que todo lo arrollaba, y con un
atrevimiento singular le soltó un nítido y seguro “sí, como no”, sorprendida de que su boca tomase el
control de la situación antes de consultar íntimamente con su ego cuanto debía decir.
En ese instante tuvo un flash, un latigazo irreverente que no duró ni una fracción de segundo,
pero que le quedó muy marcado y claro. Mientras miraba a los ojos llameantes de aquel joven, se dio
cuenta de que, de algún modo, ya había visto ese fuego con anterioridad en ese día, y sin saber por qué
sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo, hasta el punto de que le costó trabajo disimularlo. Aquella
mirada tremenda tenía todo el encanto de las grutas profundas y las cavernas que ahora adivinaba más
allá de la recién descubierta puerta del sótano, y eso no parecía encajar para nada en el momento.
llegando a sus sentidos en aquella velada. Desde la ruptura con Marcos, su último romance, no se
había interesado por ningún hombre, y desde luego no contemplaba para nada acercarse a alguien que
pudiese ser mínimamente problemático, como sin duda era el atrevido pintor. Pero no podía evitar
darse cuenta de que su interior se había conmovido ante aquella fuerza sincera que se desprendía del
Mientras ella estaba en esos pensamientos que fluyeron con la velocidad del rayo, el joven se
retiró alegando que tenía cierta obra que debía terminar, y sin preguntar besó su mejilla con un gesto
rápido y marcadamente poderoso, no carente de sensualidad. Fue como el zarpazo de una fiera el sutil
roce con aquella piel. Cuando Áurea se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, el chico ya estaba
caminando hacia la salida de la casa en compañía de Alfredo, que le abrió la puerta con decoro y una
mal disimulada sonrisa que transmitió a su jefa cuando las miradas se cruzaron. Ella se quedó con la
mente perdida un rato hasta que alguien la interrumpió, permitiéndole reintegrarse a los momentos
invitados, se fueron, se sentó a debatir con su padre, que se manifestaba muy contento con el resultado
del acto. Había debatido a sus anchas y promocionado sobremanera la nueva galería de arte, por lo
cual sentía realizado su más íntimo deseo de lo que del elegante momento esperaba. Se contaron cosas
y anécdotas, y rieron ambos mientras el hombre fumaba un grueso habano y ella bebía un martini
pincel y paleta lo habían llevado a cotizarse como uno de los talentos más singulares del momento,
consiguiendo exponer en galerías de toda Europa. Las obras que su padre había conseguido ver eran
descritas como coloristas y temperamentales, llenas de fuerza y un toque hipnótico de fantasía que
resultaba novedoso e inconfundible dentro del encuadre sutilmente daliniano que lo albergaba.
Le había sorprendido sobre todo un cuadro llamado “la chica dorada”, en el que un paisaje con
un extraño mar de oro en el horizonte, pintado a modo de semi-relieve, permitía centrar la mirada en
una pequeña figura femenina que ocupaba el plano central. Le había impresionado mucho la forma de
plasmar el agua en la orilla, justo por debajo de aquella enigmática mujer de largo cabello negro que
Don Álvaro había conocido al artista mientras negociaba la adquisición de la galería de arte
granadina, y desde el primer momento el joven había mostrado un respeto y sentido de la sensibilidad
que le había encantado, por lo que se había ganado su confianza hasta el punto de ser invitado a una
Todo parecía marcadamente correcto y muy interesante, pero cuando Áurea le dijo que le había
manera perceptible, cosa que no pasó desapercibida a la curiosidad de la hija. Se dio la vuelta para
ponerse otra copa, y cambió de conversación con poco disimulado disgusto. Evidentemente algo había
que su padre no le había dicho, pero no consideró conveniente profundizar más en ese instante en lo
Lo que pasaba por la mente de Álvaro De Gracia era la preocupación que sentía
repentinamente, sabedor de la fama de mujeriego que precedía al apuesto pintor. Quería mucho a su
hija, y solo el profundo respeto que a su madurez e inteligencia tenía le privaba de sugerirle que no se
acercara en exceso a Sebastián de la Flor. Tenía un mal presentimiento, y, al menos en aquel momento,
No sabía dónde, pero desde luego parecía un sitio profundo bajo el suelo, donde rezumaban gotas de
agua que se estrellaban con múltiples ecos y reverberaciones que engrandecían lo siniestro del
conjunto.
Ella estaba desnuda y tirada en el hediondo cieno que anegaba el suelo, totalmente sucia y
mojada, en tanto que un hombre desconocido encapuchado y muy alto la obligaba entre risas a hacer
inimaginables actos obscenos a un niño encadenado que lloraba inconsolable. Ella no podía resistirse,
porque su voluntad había sido doblegada a base de hambre y golpes que debilitaron su cuerpo y
resistencia. Mientras, una misteriosa silueta permanecía en las sombras mirando la escena en total
silencio. Solo emergía de ella la luz de dos profundos ojos verdes desde aquella sensual forma del
color de la brea y el ébano, que brillaban con una insólita ferocidad plena de lascivo sexo prohibido y
Fue tan aterrador que se despertó sobresaltada y sudorosa, pero lo último que recordaba del
sueño era que algo informe y decrépito, con tufo a tumbas y excrementos, se abalanzó de repente con
la agilidad de un gran depredador sobre la indefensa criatura encadenada mientras ella se apartaba y
Entonces todo se llenó de un denso olor a sangre caliente, y fue tan real que despertó con él
muy incrustado en las fosas nasales, ahogando un grito de espanto que se convirtió en un estertor
su tío misionero le había impactado en exceso, y con eso recuperó el hilo de la lógica. Esa noche hacía
Al día siguiente, un impecable deportivo negro Aston Martin aparcó con brusquedad frente a la
puerta principal de Casa Montaña, y de él bajó un apuesto y activo Sebastián, que fue inmediatamente
atendido por Alfredo, siempre diligente. Áurea, muy cansada tras la noche algo agitada y sorprendida
por la inesperada visita, miraba por el cristal de su ventana en el piso superior, mientras los dos
hombres descargaban un buen número de cosas del maletero del coche, que debían ser, dedujo, los
Bajó, no sin antes asegurarse de estar correctamente arreglada, y se encontró con el joven en el
- Buenos días, Áurea. Creo recordar que fue usted misma quien me dijo que
que empecemos? Porque si es así podemos dejarlo para otro día – Había
- Sí. Supone bien – El hombre dio un par de pasos y se plantó justo delante de
la mujer, mirándola fijamente a los ojos de un modo que Áurea sintió muy
profundamente - Permítame, por favor, llevarme un trozo de su belleza
- Usted no es para mi una mujer corriente, Áurea. – Dijo con una voz que se
las cinco de la tarde – Ella miró su reloj. La hora dicha por Sebastián no
podría ser más exacta, pero no recordaba haber dormido tanto. No quiso
pensar en ello, y pidió a Alfredo que preparara algo acorde con el momento
parecía el mejor sitio para instalar el improvisado estudio de pintura. A decir de la chica era amplio,
Subieron después de tomar las pastas y en él colocó el hombre su caballete sobre el que descansó un
Avanzó la larga tarde del 21 de Julio, y el joven pintor se debatía entre pinceles y emulsiones
coloridas con una mezcla de habilidad y premura, algo casi fiero. Ella nunca había visto a un artista
enfrascado en su obra, y menos actuando como modelo, por lo cual se encontraba casi como un águila
desde la atalaya oteando el horizonte. Estaba muy concentrado y la miraba de un modo intensamente
lleno, como si estuviese robándole pequeños trozos de realidad para soltarlos sobre el lienzo mediante
Áurea no pudo evitar recordar aquellas creencias indígenas que había visto en algún
documental del National Geographic hacía tiempo. Ciertas tribus africanas y sudamericanas aún
estaban convencidas de que cualquier modo en que la imagen de un ser humano fuese plasmada en
otro medio, a través de una fotografía, pintura o dibujo, hacía que una parte de su alma fuese
eliminada, privando al legítimo dueño de un trozo importante de sí mismo que impediría el buen
Si eso pudiese haber sido realidad alguna vez, desde luego estaba convencida de que estaba
ocurriendo en aquel preciso instante en que el apuesto artista parecía arrancarle trozos de espíritu con
la mirada. De nuevo sintió ese hormigueo placentero que le recorría la columna ante la evidencia de la
fuerte y morbosa carga sensual del momento. Le gustaba todo cuanto acontecía desde la llegada de
estancia, saludando al joven cortésmente, y acercándose a su hija para darle un beso que a la chica le
pareció algo más despegado de lo que en él era habitual. Conocía bien a su padre, y sabía que la
escena, por algún motivo, no le gustaba y lo estaba requemando poco a poco. Tras un minuto de debate
coloquial y bien avenido, el hombre se fue dejando la puerta entornada, con claras segundas
intenciones. El pintor, muy reservado, no le permitió ver el lienzo, sobre el que había dejado caer un
Sebastián de la Flor respiró hondo al ver aquella puerta entreabierta, dejó a un lado la paleta y
el pincel con evidente disgusto para limpiarse la mano con un trapo, y sin preguntar nada se dirigió a
ella, cerrándola sin aspavientos. Áurea no se sorprendió ante aquel descaro, y tampoco le dio
importancia. Prefería algún tipo de intimidad ante aquel hombre mientras sentía cómo absorbía cada
Quedaron en completo silencio, y nada más se escuchaban los a veces furiosos trazos
húmedamente administrados sobre el lienzo por el pincel que suponía iba reflejando su imagen sin
contemplaciones. Fue muy curioso, porque mientras el hombre iba pintando, algo en su rostro se iba
moviendo, provocando cambios sutiles que aumentaban su atractivo varonil. Ella no supo si eran las
sombras o la luz, pero ahora, a la vez que su camisa semiabierta dejaba al aire con intención evidente
parte de su vello levemente disperso por el pecho, comenzaba a sentirse verdaderamente atraída por
aquel ser diferente. Acababa de entender lo que le hacía tan marcadamente sexy e irresistible, y era ese
aire de inteligencia bohemia perfecta y viril que desplazaba las masas de aire a su alrededor como si se
tratase de enormes olas que tras moverse por la habitación acababan batiendo contra las costas de sus
muslos cada vez mas excitados. Por un momento, en un acceso de ironía, Áurea se preguntó quién
operaba el efecto más oscuro al trazar sus pinceladas, y cada vez su mirada, cuando la observaba para
plasmar el siguiente rasgo, era más distante y fría, hasta que, de repente, se tornó en lo que pareció un
rictus agónico y aterrado, mientras en la chica crecía la sorpresa hasta cautivarla. Veía un notable aire
Se percató de pronto del profundo surrealismo de la situación, y su mente hiló como un libro
recién abierto la secuencia de los hechos de un modo tan lúcido que nunca antes hubiese podido ni tan
siquiera imaginar. Se dio cuenta de que Sebastián había llegado al atardecer, pero ella no recordaba lo
que había sucedido en las muchas horas anteriores del día. Tampoco a eso, como a su hallazgo de la
puerta secreta la tarde anterior, había dado la menor importancia… y forzosamente debía tenerla.
De pronto, como una tormenta que truena, su consciencia se abrió a lo olvidado mientras de
algún modo parecía elevarse despegada del cuerpo y flotar por encima de la habitación. No era algo
fruto de la imaginación, sino una realidad tangible que la cogió por sorpresa. Se sentía sin peso, llena
de aire o formando parte de él mientras seguía pensando a gran velocidad. Lo primero que recuperó en
su memoria fue la puerta oscura del sótano, esa negrura atractiva y silenciosa. Supo que esa mañana,
no sabía cómo, había estado encerrada en algún lugar de más allá del límite desde muy temprano hasta
casi las cuatro de la tarde, rodeada de humedad y hediondos vapores putrefactos provenientes de
del hombre, su cuerpo había quedado tendido en aquel lúgubre antro, mientras la esencia de lo que
realmente era Áurea De Gracia era movida con fuerza a ocupar un lugar doloroso dentro de algo que
se agazapaba esperándola detrás de los muros rezumantes, deseando ocupar su espacio físico en el
Ahora comprendía el motivo para el terror notado en aquel artista. Fuera lo que fuese lo que
había estado ante los ojos de Sebastián de la Flor, no era ella, de eso ya estaba segura, y había acabado
mostrándose en su integridad ante los trazos perfectos de aquel genio del pincel que estaba atrapando
repentina de que realmente no había sido una visión de su mente dormida, sino algo terrible sucedido
Resulta verdad que en cada metro de suelo que pisamos pervive el recuerdo de una muerte ¿O
no? Pero lo que ella recordaba ahora, mientras aquel artista extraño y visionario retrataba lo que había
creído que era Áurea De Gracia, no era una tumba ni un lugar a ello dedicado, sino cosas mucho
peores.
Recordaba haber vagado durante mucho rato a través de toscas galerías terrosas que conocía
como si las hubiese excavado con sus manos. Cada rincón, cada esquina, le resultaba misteriosamente
familiar. Le venían a la memoria además ruidos, casi voces… Como los gritos de un cisma en la
distancia más cercana y terrible, rebotados por incontables ecos, audio reflejo de ángulos imposibles.
Y mientras ella recordaba, aquel hombre pintaba y pintaba encumbrado en la locura, demente y
maquinal, incapaz de detenerse a pesar de la contemplación de lo que podría ser el mismo infierno.
Ahora su pincel temblaba, y la mirada, cuando se clavaba en la mujer que ocupaba la silla, era sumisa,
apabullada como la de la gacela que teme al león con hambre, contrastando con la lacerante seguridad
que había exultado solo diez minutos antes en los que había hecho gala de la mayor hombría.
El hombre tenía miedo, y ese miedo estaba quedando impreso, sin duda, en su obra, pero
Áurea, pegada al techo de la habitación en su volatilidad, no sentía ya curiosidad alguna por verla,
porque lo que la cautivaba era cuanto estaba llegando a su cerebro como el torrente de barro que baja
de las montañas para sepultar todo lo que antes había sido el mundo normal.
Recordaba haber llegado a un lugar frío tras su marcha por los pasadizos descendentes, una
especie de sala lúgubre, sólo alumbrada por un fulgor verdoso y antiguo que provenía de todas partes y
que conservaba las reminiscencias de las obras excavadas por lo enanos antes de que el hombre
Hubo un tiempo en que enormes galerías luminosas corrieron por todo el subsuelo de
totalmente autosuficientes sin necesidad de contacto con el exterior. Veloces máquinas se desplazaban
por ellos en los tiempos antiguos a modo de tuneladoras que vitrificaban las grandes galerías de
gusano tras de sí, y filas interminables de raudos obreros minúsculos se colgaban de los precipicios del
mundo interior dispuestos a continuar con el trazado del tendido, como si fuesen las mismísimas
legiones de César. Esas obras inmensas de ingeniería fueron inspiradas por planos bien trazados en las
mesas de los divinos antiguos, y ejecutadas mediante la mano de obra de aquellos con quienes se había
encontrado Tolkien en una fría mañana de invierno junto a su casa, dando lugar en su fértil
imaginación al reflejo, una parte mínima, de lo que en verdad fue el lejano pasado.
Eran muchas las razas que habían colonizado el planeta antes de la llegada del hombre, una
legión de especies inteligentes que extrajeron recursos y desaparecieron, dejando tras de sí escasos
vestigios de cuanto fue su obra, debido al estado cambiante de la corteza. Pero en el subsuelo, lejos de
En ocasiones, pocas, aquellas galerías llegaban tan cerca de la superficie que a veces un
deslizamiento o un pequeño seísmo contribuían a comunicarlas con el mundo exterior, y eso era
exactamente lo que había ocurrido en Casa Montaña en algún momento de su largo pasado. Quizás
alguien excavando para profundizar la bodega se había encontrado con este submundo inesperado y
Áurea no podía determinar donde había estado, pero desde luego el sitio era muy profundo,
pues buena parte del recorrido se había desarrollado bajando toscas rampas con paredes vitrificadas y
fosforescentemente luminosas.
Allí, en medio de una sala vacía y tenebrosa en medio de subterráneos incógnitos, recordaba
haber tenido tres visiones diferentes al arrullo de un viento proveniente del abismo:
Primera visión:
Estaba muy alto, en pleno vuelo, y a todo lo largo de cuanto la mirada alcanzaba se divisaba
una gran llanura al sol de arenas doradas sacudidas por el viento, que creaba remolinos y bucles al
pasar sobre las dunas. El juego de luces y sombras era hermoso, y la ausencia de vida total. Se trataba
de un horizonte amplio y caluroso de no sabía que época, pero que algo en su interior le decía que
indudablemente antiguo.
En unos minutos pasó sobre un gran río, ancho y caudaloso, y en la distancia por una zona en la
que había miles de cansadas formas humanas en pesado movimiento. Alguien elaboraba una especie
de plataforma ciclópea con descomunales bloques de granito que eran llevados mediante curiosos
artefactos voladores oscuros guiados por hombres desde el suelo a través de una pequeña caja unida a
un cable que ascendía. Como aviones teledirigidos, pero desde luego no eran nada de eso.
Una tras otra, estas máquinas se movían en una bien organizada fila aérea, cuya danza les
llevaba hasta el punto álgido de la construcción, donde depositaban su carga en plataformas que se
mostraban ingrávidas y que eran empujadas hasta un lugar en donde se abrían por su centro. Al dejar
caer su carga, la piedra que llevaban era finalmente depositada en su destino por multitud de hombres,
Muy alto, en la perpendicular del sitio, una gigantesca nave cilíndrica, no podía ser otra cosa,
se mostraba estática y refulgente al brillo solar. Desde ella se ejercía el control de cuanto estaba
sucediendo, y Áurea supo que dotaba de energía a toda la maquinaria utilizada por medio de lazos
invisibles. Su presencia era motivo de un sutil y permanente miedo en los obreros, que no se atrevían
ni tan siquiera a mirarla directamente, y con frecuencia desprendía cargas electrostáticas que formaban
eso era circunstancial porque aun estaba a medio terminar. Al mirar detenidamente supo sin duda
alguna que se trataba de la mayor de las grandes construcciones de Gizeh, la que se llamó más tarde la
Gran Pirámide de Keops. Desconocía el origen de tanto saber, pero para ella sencillamente era así.
Montones de hombres participaban en la obra, y muchos murieron para levantarla. Tantos que
nadie se fijó en aquellos que, sencillamente, desaparecían para acabar formando parte de la
rudimentaria estadística de bajas sin que nadie investigase lo más mínimo, en un tiempo donde la vida
se cotizaba poco. Un día estaban, y al siguiente ya nadie sabía nada de ellos, nadie. Era como si se los
tragase la arena, y así, entre la aquiescencia de los guardianes, un cúmulo de tenebrosos designios
pareció extenderse sobre el campamento durante los años que duraron las operaciones.
En la zona donde las mujeres y los niños se dedicaban a los trabajos de apoyo a los obreros,
dos ojos muy negros e inexpresivos, carentes de pupila, calculaban la escena en silencio mientras sus
manos maleaban la piedra de granito en estado líquido, antes de fraguarla en su forma final dentro de
los contenedores de madera preparados al efecto. La gente rehuía acercarse a la mujer que poseía estos
ojos por el miedo profundo que les inspiraba aquella mirada carente de sentimientos, pero era buena
Entonces, la visión que Áurea sentía cambió rielando y avanzó en el tiempo, porque al
disiparse la bruma pudo ver la colosal obra ya terminada. Había pasado mucho tiempo. Ahora la
pirámide inmensa era digna del mejor horizonte, un espectáculo despampanante. Allí, en medio de
ninguna parte, se alzaba majestuosa la forma pulida perfecta, anaranjada y brillante al sol, de la mayor
estructura de la tierra. Sus caras estaban tan lisas que parecían espejos donde se reflejaba el cielo, y
muchos de los hombres que la habían visto se referían ya a ella como “la luz”, apodo que se perdió con
el paso del tiempo, pero que definía muy bien lo que aquello parecía desde la distancia. Un texto corto
escrito en algún idioma desconocido recorría sus cuatro lados en una gruesa línea que no sabía
traducir, y muy por encima, a kilómetros de distancia, seguía aun aquella nave eterna con forma de
Había un gran cortejo dotado de las más fastuosas galas alrededor del monumento, porque ese
era un día sin duda muy especial. Por una de las rampas de acceso, un grupo de hombres sin pelo y
ricamente ataviados llevaba a hombros un gran cofre dorado mediante varas negras de madera de
acacia que estaban incrustadas en sus laterales a través de cuatro argollas gruesas. El artefacto parecía
Guiados por algunos de los seres de gran estatura que idearon el conjunto, los porteadores y el
séquito entraron cuidadosamente a la pirámide en procesión por pasadizos internos de todos los
tamaños y ubicaron su carga con gran ceremonia dentro del enorme sarcófago de granito rojo que
había sido ubicado en una hermética sala principal que después fue conocida como “cámara del rey”,
Nada más reposar en él, el cofre comenzó a emitir destellos e inundó la estancia con una luz
pálida y espectral que hizo que todos retrocedieran con respeto ante el efluvio de su poder amenazante.
zumbido de baja frecuencia y ruidos efervescentes ante los que el nerviosismo se hizo patente.
Solo alguien permaneció imperturbable mientras esto sucedía. Junto al sarcófago, con una
máscara dorada cubriéndole el rostro, había una figura de gran estatura que parecía dirigir las
operaciones con enérgicos ademanes obedecidos por todos. Era el arquitecto divino, creador de los
planos en piel de gacela que numerosos ayudantes habían estirado miles veces sobre el suelo de la
zona de obras resistiendo al viento de las arenas. Su trabajo había sido perfecto, inexpugnable y
estanco para asegurar el descanso de aquel cofre de oro con querubines alados en la tapa, porque en el
residía el más grande de los poderes que aquellos seres gigantescos habían donado a la humanidad.
Miles de años después, cuando el reino de los humanos de la arena estaba en todo su esplendor,
poderes de la época, extrajo subrepticiamente el peligroso objeto con sumo cuidado en compañía de un
grupo de guerreros juramentados llevándoselo, junto con muchos miles de personas que nada de esto
sabían, hasta las inmediaciones del golfo de Aqba, a lo que parecía ser un camino sin salida, una
encerrona en la que las tropas del gobernante de turno, montadas en ricos carros con corceles de
belleza sin igual, podían realizar una carnicería digna del mayor banquete de la madre muerte. Pero
eso no debía pasar, porque la marcha se había realizado con consentimiento de las autoridades.
Al principio, los liberados siguieron las rutas de las caravanas que iban a Arabia atravesando
los desiertos de la península del Sinaí, pero antes de llegar a la amenazante Elham, en el extremo norte
del golfo, viraron estratégicamente hacia el sur, entrando en el largo valle de Wadi Watir. Nada más
salir del angosto paso y llegar a las playas de Nuweiba, la muchedumbre se dirigió a su extremo sur,
cercanísima fortaleza de Pi-Hahiroth. Estaban en una ratonera y no había más camino a donde ir.
Durante toda la larga marcha, la misma enorme nave cilíndrica había viajado sobre la multitud,
resplandecer en las alturas. Al ruido de los truenos desatados, los aterrados hombres se postraban ante
el magnificente espectáculo de lo que pensaban que era la presencia divina, y seguían los designios de
su “iluminado” líder sin hacer preguntas. En ocasiones, los rayos liberados llenaban el cielo con
estampidos que resonaban entre las montañas como mastodónticos avatares del fin, transmitiendo la
vibración al rocoso suelo y asustando a hombres y animales, que caminaban cabizbajos siguiendo los
designios decididos de aquel hombre de la barba, iluminado por las palabras de los de arriba. Todos los
que a él se habían opuesto desde su salida habían sido fulminados desde los cielos.
Entre la multitud que caminaba tras el hombre barbado había una mujer solitaria de negros ojos
carentes de pupila, que caminaba ondulando su cuerpo de una manera curiosa, sensualmente grácil. Su
cabello era largo y liso, oscuro como el cielo nocturno sin estrellas, y nunca se la veía en compañía de
alguien ni hablando con nadie. Todos la tenían por una mujer extraña y ese prejuicio causaba mucho
malestar a quienes se acercaban a ella, pero los mandatos del hombre barbado no daban lugar a dudas,
y a regañadientes fue admitida en la marcha como una más. A fin de cuentas no había una sola prueba
En aquellos días, todas las noches moría gente de modo misterioso en las inmediaciones del
campamento, pero las condiciones del viaje eran propicias para que se produjesen todo tipo de males,
y eso sirvió para ver como algo normal lo que iba sucediendo. Los escasos cadáveres que se habían
hallado aparecían rígidos, desangrados, casi convertidos en piedra, pero aquellos hombres rudos
pensaron que se trataba de algún tipo de enfermedad, y se limitaron a cuidar sus hábitos de vida y a
encomendarse a la deidad que desde arriba los vigilaba con ojos diferentes.
antiguos esclavos, el gobernante que a duras penas autorizó su partida fue informado de que el cofre
dorado para el que se había erigido la pirámide había sido sustraído de su interior por el hombre
barbado, y montó en cólera al verse engañado y ridiculizado ante su pueblo con esa impunidad. Se
llenó de ira, y convocó a todos los generales para que preparasen la partida de sus fuerzas de élite a la
captura de aquel grupo de hombres desarmados y recuperar la joya divina a cualquier precio. No
habría concesiones ni piedad para los sacrílegos, que debían ser pasados todos a cuchillo por su
ejército de carros. Todos excepto el hombre barbado. A ese se lo reservaba para él en persona, porque
llevaba su misma sangre y había muchas cuentas que saldar entre ambos. Era su hermano.
En unos días, los espléndidos ejércitos del rey expoliado, a bordo de los carros de batalla
tirados por hermosos pares de caballos bien seleccionados por su energía y colorido, cortó el paso a la
masa en las playas de Nuweiba, a orillas del golfo de Aqba, donde una extensión de quince kilómetros
de agua evitaban cualquier intento de huida. A su espalda solo quedaban las montañas y el angosto
paso por donde habían llegado a aquellas arenas, que ahora estaba cortado por los soldados. La
situación era desesperada sin duda, aunque el hombre barbado se mostraba tranquilo.
A punto para el ataque, que indudablemente debía acabar en una masacre, el jefe de los
ejércitos mandó un último emisario a media tarde al hombre barbado solicitando la entrega del cofre,
pero éste, para su sorpresa, no lo atendió y negó su posesión ante el sorprendido pueblo, que lo apoyó
Al atardecer de ese día, mientras una tensa espera había derivado en un silencio sepulcral, el
viento se levantó, junto con un incesante rugido que provenía de algún lugar sobre las densas nubes
negras de aquel crepúsculo. De repente, tras una agitación en aumento en la superficie marina, las
aguas del golfo se abrieron poco a poco ante los ojos de los hombres con un bramido que hizo
retumbar el suelo desértico. Como el efecto de un cuchillo inimaginable, un gran corte se produjo con
lentitud en la superficie convulsa, y penetró hasta el mismo fondo, dejando a cada lado una negra
pared de temible agua que amenazaba con engullir a quien se atreviese a pasar por el estrecho paso de
no más de cincuenta metros de anchura, y que ahora estaba tan seco como el piso de la orilla.
El hombre barbado convocó sin dudarlo a las multitudes para entrar a toda prisa en el cañón
recién abierto. La señal era clara, y no había más opción que aceptar lo ofertado por los designios
divinos. Así, en menos de una hora, los miles de sitiados entraron en tropel por el gran corredor
imposible, despejando precipitadamente con sus manos el camino para los pocos carros que los
En uno de aquellos carros, el más custodiado, viajaba, sin que solo unos pocos lo supieran, el
motivo de su incansable persecución. El objeto ahora destellaba a pesar de estar bien cubierto por
tablas engarzadas de madera que le daban camuflaje, y desprendía un chisporreteo que no podía ser
la nave en las alturas del golfo y por el insólito espectáculo de ver abierto el fondo marino para librar a
velocidad dentro del sendero rodeado de muros de agua, el rugido desde el cielo cesó bruscamente, y
un repentino estruendo sonó parecido a una trompeta gigantesca en un tono gravísimo que hizo
temblar los estómagos de todos. El viento cesó, y las montañas de agua se desplomaron sin más,
cerrando el cielo.
El piso tembló cuando aquella ciclópea masa líquida ocupó en pocos segundos el espacio
natural que la gravedad reservaba para ella, entrando ambos frentes en colisión y provocando
remolinos y brazos de espuma que se elevaron cientos de metros en segundos arañando los pilares del
cielo. En unos instantes, el magnífico y bien equipado ejército agresor quedó reducido a la nada ante
las miradas de los débiles perseguidos, que cayeron postrados ante lo que consideraron un milagro
fuera de toda medida. Carros, hombres y caballos quedaron aplastados por las masas de agua, y fueron
muy pocos los afortunados que salvaron la vida y llegaron a las playas de Nuweiba, donde hacía poco
La mujer morena, desde la cima de una colina en Baal-Zephom, al otro lado, observaba la
escena en total calma tras ocultar el cadáver de su última presa tras las rocas. Sus largas y poderosas
uñas estaban manchadas de algo rojizo que le conferían un aspecto feo e intrínsecamente maligno.
Ahora sus ojos eran de un verde intenso y luminoso, brillantes en su sobrecarga de ira. A ella no le
afectaba nada lo que había ocurrido, y solo le importaba que ya no tendría hambre durante el resto de
la jornada.
Segunda visión:
El tiempo donde se desarrollaba esta escena se hallaba en un pasado aún más lejano, en el que
grandes bestias se movían por la tierra sin control. El cielo era muy oscuro, y la luz apenas llegaba a la
superficie, cuajada, además de por desechos orgánicos, por capas y capas de ceniza volcánica,
producto de la violenta vida interior del planeta. La atmósfera estaba muy saturada de gases y vapor de
agua, por lo que la humedad era notable, y no había propiamente noche, dado que la luz difusa se
repartía de manera uniforme por todo el globo debido a fenómenos de refracción ya extintos. Esto
propiciaba la presencia de enormes masas selváticas que saturaban el aire de oxígeno, lo cual incidía
La zona donde flotaba ahora era una jungla infranqueable, solo surcada por las vías migratorias
abiertas por criaturas que desgajaban los árboles en su mastodóntico deambular sin tan siquiera
inmutarse por ello. Se escuchaba un bullir de vida en derredor, y nada parecía poder alterar aquella
exótica y fiera paz que imponía un gran respeto y elevaba sobrevivir a la categoría de arte.
De pronto, de manera casi dolorosa, todos los animales y sonidos del bosque callaron al
unísono. Fue algo repentino y muy impactante, porque en muchos casos eran ruidos que provenían de
grandes distancias, y se fueron apagando hasta oírse el eco del silencio reflejado en los árboles. En
cierto modo era como si se presintiese el advenimiento de algo que estuviese a punto de acontecer, y
Un fragor inmenso lo llenó todo, un rugido como mil truenos, y desde el cielo un torrente de
llamas se expandió mientras algo grande iniciaba lo que era su aproximación final a tierra, rodeada de
una pirogenia a gran escala, cuyo resplandor amenazaba con disolver los colores predominantemente
verdes de la jungla hasta el blanco brillante. La cortina densísima de nubes se volatilizó ante la
violenta penetración de aquel falo candente que violaba la regularidad inmaculada del medio, y las
ondas expansivas arrollaron las altas copas de los árboles, que ahora se doblegaban como juncos en
Fueron unos minutos de fuego intenso, en los que los bosques, finalmente, fueron incendiados
en medio de tormentas de llamas cargadas de remolinos y aparato eléctrico, que precedían a un viento
que en ocasiones elevó las cenizas con ramas y troncos hasta alturas considerables.
Pero no era un bólido ni nada parecido, no. Descendía, pero de lo hacía de un modo calculado,
técnico, lleno de control. Aquello estaba dirigido por una inteligencia notable.
Cuando, fuera lo que fuese, se posó con una suavidad inesperada y los torrentes de fuego
suelo en estado semi-fundente. Era pavoroso contemplar las columnas de gases elevándose, sin dejar
Al disiparse en parte, Áurea vio que el intruso causante de toda aquella vorágine era un cuerpo
metálico cónico de grandes proporciones, provisto de un trío de robustas patas con taladros que
aseguraron la estructura al suelo creando agujeros profundos a modo de anclas. Aun se mostraba al
rojo vivo, pero eso no parecía dañarlo. Todo estaba ahora pelado y chamuscado a sus pies. Más tarde,
dándole una tonalidad anaranjada bajo aquel cielo ceniciento y agredido, aún convulso y cargado de un
agua que comenzó a diluviar en busca del equilibrio perdido, relajando la tensión infringida a la
naturaleza y apagando las distantes llamas poco a poco entre los escozores de las gotas convertidas
instantáneamente en vapor.
Esa fue la primera vez que el cielo lloró sobre la superficie del planeta, cuya estabilidad
Un día después, cuando la temperatura del suelo bajó considerablemente, dos figuras de
aspecto humanoide y gran estatura descendieron por una especie de rampa iluminada, internándose en
el bosque lejano, donde los árboles chorreaban aún y el barro negruzco llegábales a las rodillas.
Durante los días siguientes estuvieron analizando plantas, diseccionando animales e investigando la
muestras.
Pero entre unos matorrales había algo que se movía acechándolos, y no era ninguna alimaña
propia de la fauna del momento. Sus ojos eran negros y de enorme profundidad, pero mientras en ellos
crecía el impulso de cazar para alimentarse pasaban a un verde radiante. Dos manos hermosas y bien
definidas de imposible ser humano, con uñas ennegrecidas que crecían hasta convertirse en puñales
asesinos, apartaban las ramas para que la mirada observase todo, sin perder detalle de aquellos
Terminada su investigación después de un corto periodo, la nave partió con estrépito al espacio,
pero cuando lo hizo faltaban varios de sus tripulantes sin que nadie supiese lo ocurrido con ellos. Al
tratarse de un entorno hostil, se dio por sentado que habían caído en las garras de grandes bestias, cosa
desagradable pero posible entre los expedicionarios del espacio profundo, y se llevaron al mundo de
origen sus estudios bien detallados en los que se recomendaba la colonización del pequeño planeta
Basados en esos informes, cinco mil años más tarde un grupo de naves de desembarco llegó a
la misma zona, en la actual Camboya, donde asentaron un gran campamento con estrictos niveles de
seguridad. Era una operación de gran importancia, destinada a extraer recursos del subsuelo.
operativa, por lo que procedieron a ir dando forma a la misión que los había traído a este planeta
lúgubre, y que era vital para el futuro de sus intereses como civilización.
Necesitaban muchísima agua para sus procesos, por lo que la construcción de una
infraestructura se tornaba necesaria. En un lugar donde no llovía y la humedad era galopante, el medio
para obtenerla en grandes cantidades era traerla desde los sitios donde ésta permaneciese concentrada
por condensación, por lo que comenzaron un vasto plan para este fin.
Con brillante tecnología y gran cantidad de medios, excavaron dos enormes estanques de siete
kilómetros de longitud y dos de anchura, por ciento cincuenta metros de profundidad, y los conectaron
a una red de canales que traían el líquido del lejanísimo norte, en ocasiones desde lugares a más de
cuatro mil kilómetros de distancia. Todo fue desarrollado de acuerdo con planes metódicos, efectuados
mediante cartografía elaborada desde la órbita, y en la que unos pequeños puntos amarillos, a
Aquellos estanques megalómanos fueron muchísimo más tarde la base alrededor de la cual se
asentaron los templos de Angkor cuando llegaron los gobernantes de Khmer, a quienes
vergonzosamente se atribuyeron sin tener en cuenta la realidad de que nunca el hombre de ese siglo
pudo llegar a hacer realidad semejante proyecto. Las canalizaciones, en cambio, fueron en gran parte
borradas por el impulso vital del planeta, en constante re-formación, pero muchas de ellas dieron lugar
a cauces de ríos que llegan hasta hoy, y a los entramados enterrados cerca de los Urales, solo
recientemente descubiertos mediante mapas escritos en piedra que han llegado a nuestros días, como el
de Dashka.
La gran cantidad de agua obtenida por estas obras fue usada para lavar metales preciosos y para
busca de ricos filones de bronce, plata y oro. Cuando los metales eran extraídos, vehículos de trasporte
aéreo los llevaban hasta las plantas de purificación, donde eran separados de la roca por
procedimientos hidráulicos y fundidos en pequeños cubos que eran almacenados hasta su envío al
crucero de carga, que se encargaba de llevarlos al destino final, a mucha más distancia de la que
podamos imaginar.
Fueron muchos los seres de aquella raza minera que desaparecieron en las llanuras de la zona,
siempre bajo la excusa de que era un riesgo habitual que trabajos tan peligrosos acabasen en
accidentes, pero lo extraño es que nunca se halló un solo cuerpo, siendo las medidas de seguridad
extremas. En ocasiones, la maquinaria que usaban estaba aun en funcionamiento cuando los cuerpos
de seguridad llegaban, pero jamás encontraron ni una sola pista, ni una huella que indicara lo que
estaba ocurriendo.
Tercera visión:
Estas imágenes eran aún más remotas, del planeta cuando la vida aún no hollaba tierra firme
excepto en su variante formada por las grandes aves, surgidas antes de los seres terrestres, en contra de
lo esperado. Las especies animales eran predominantemente marinas, un mundo diabólico en las
profundidades lleno por seres de aspecto que no podemos imaginar entregados al arte de la
supervivencia y la depredación. Nada había en las orillas excepto algunos penachos de algas bajo un
cielo permanentemente nublado y saturado de metano, gases que conferían una apariencia rojiza a
todo.
Mucho más arriba de esas nubes, a extraordinaria altura y con un murmullo característico, un
océano flotante de cuatro kilómetros de grosor, que un día se desplomó para no llegar a nosotros,
filtraba toda la radiación ultravioleta. De composición anular debido a las diferentes densidades y
velocidades de rotación, sus gotas permanecían separadas unos milímetros, viajando lateralmente a
gravitatoria y la fuerza centrífuga. Los reflejos del sol al atravesar aquel agua producían algunos de los
El cielo bajo aquel líquido anillo era surcado por grandiosos pájaros depredadores que cazaban
en las aguas del mar de superficie y anidaban en lugares extraños entre las rocas, mostrando el
misterioso hecho de que la naturaleza había dado cabida antes a la magnificencia de su vuelo que a lo
burdo de arrastrarse sobre cuatro patas con el pecho en el suelo, como hicieron después los reptiles.
Muchas de esas aves habían surgido en el sorprendente submundo del océano superior, en el
que los peces primigenios habían adquirido alas a medida que evolucionaban debido a sus necesidades
de adaptación. Ese hábitat había sido el primero en formarse, asumiendo los caracteres genéticos de
otros sistemas biológicos que viajaban a bordo de los enormes cometas de hielo que bombardearon la
Tierra hace cuatro mil ochocientos millones de años. Cuando el agua se condensó en las alturas a gran
velocidad a consecuencia de los impactos, albergó las formas macrobióticas lanzadas al espacio por
Así, de ese modo curioso e inesperado, las aves volaron antes que casi nada en los océanos
superficiales alcanzase a adquirir complejidad, y algún día se descolgaron de entre las aguas de arriba
para ocupar el tramo existente hasta las aguas de abajo, lleno de nubes y gases extraños. Solo las
grandes aberturas en los polos evitaban que el efecto invernadero entrara en un ciclo autoalimentado
Resultaba increíble ver esas masas enormes de carne alada elevarse con la suavidad más
sublime, gracias a la altísima densidad de la atmósfera, que casi podía cortarse a cuchillo. Sus siluetas
a gran altura eran irreales y místicas, con las alas muy quietas y eficaces, un espectáculo inesperado
para visitantes venidos de futuros lejanos. El lento batir de esas alas contrastaba con los graznidos
agudos y poderosos, que retumbaban con un peculiar sonido gracias a las especiales condiciones del
medio.
Pero algo llamó la atención de la incorpórea visitante del mundo de las visiones llamada Áurea
De Gracia. Unos inesperados pasos en la orilla, totalmente fuera de lugar, salían desde el mar
sangriento hacia las descarnadas dunas. En la distancia se veía una forma familiar, una que
incomprensiblemente ya estaba en las otras dos visiones, y que sin duda era el centro sobre el que
giraba todo el mensaje que hubiese que extraer del ya grueso conjunto de signos que su mente le
pretendía mandar.
Era una mujer desnuda de largos cabellos negros que se internaba en tierra firme con caminar
tranquilo. Miraba en todas direcciones con curiosidad, llenando de sensaciones sus ojos negros sin
pupila como la noche del cementerio, posiblemente porque era la primera vez que pisaba el suelo tras
deambular por quien sabe qué mundos allende los mares. Tenía algo aferrado con sus manos cerca de
la cabeza, y no era nada hermoso. Se trataba de los restos de un extraño pez semi-devorado con
Necesitaba su carne, y la devoraba con una boca dotada de grandes caninos que chorreaban
fluidos por las comisuras hasta los pechos, aun mojados de océano. Su mirada se iba tornando verde.
La mujer se sentó plácidamente a degustar su presa mientras el pelo comenzaba a secarse con
el viento. Entonces sonó una especie de trompeta lejana muy grave, y alzó la mirada. Tras la cobertura
acuática, que ahora se estiraba como efecto de la recién aparecida marea, se comenzaba a divisar ya el
Casi oculta entre las nube rojizas y justo bajo el inicio del océano superior, una gran nave
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Mientras las tres visiones se mezclaban en el confuso cerebro de Áurea para disparar conjeturas
extrañas, Sebastián de la Flor pintaba y pintaba ajeno al mundo exterior, y en su lienzo comenzaba a
aparecer lo que sin duda era una mujer que nada se parecía a la que posaba ante su pincel, pero que era
Sus ojos eran totalmente negros y muy turbadores, llenando de misterio una cara en semi-
penumbra alrededor de la cual caía un pelo liso negro que cubría los hombros. La imagen aparecía en
primer plano pero decantada hacia un lado del lienzo. Detrás se veía una playa lejana en la que estaban
marcados unos pasos con un pez muerto en el suelo. El cielo era rojizo, y el aspecto general era de un
mundo hostil y lejano, sobre el cual se elevaba un objeto extraño y fuera de lugar, una especie de
cilindro metálico que parecía suspendido a gran distancia entre las nubes y que para nada se
correspondía con algo imaginable por una persona cuerda para fondo de un retrato.
El pintor sabía que aquella mujer que estaba plasmando, aquella fuerza natural, era muy, muy
vieja, posiblemente la criatura primigenia, donada al mundo cuando éste era joven para sobrevivir a
costa de la vida. Tenía la certeza de que había llegado desde otros lugares del universo a bordo de un
vehículo extraterreno, con el fin de regular la obra natural inscrita artificialmente en los códigos ADN
de las especies. Desconocía el número de seres que fueron liberados, pero estaba en torno a unos
doscientos según los antiguos escritos hallados por tío Augusto en su incansable búsqueda por medio
mundo. Su presencia y acción regularía el esquema de la vida hacia fines bien delimitados para los
intereses de los entes que sembraron los mares de células eucariotas y que permitieron el vuelo de las
aves antes de que la tierra firme fuese poblada. Era su fin, su objetivo.
Lo que estaba ante Sebastián era, en definitiva, un súper-depredador, un Eyai-yi, una especie
causante de terribles extinciones selectivas durante eones, un mecanismo de control preciso dotado de
características míticas.
Podía matar por su olor, por un cruce de miradas, por las picaduras de su cabellera, o por sus
habilidades físicas, y era prácticamente invulnerable a menos que se le cortase la cabeza de un solo
tajo, como hizo Perseo con aquella a la que se llamó Medusa. Además, su mimetismo le permitía
tomar la apariencia de diversas especies y pasar desapercibida hasta que llegaba el momento de actuar,
convenientemente alimentada, tenía además la facultad de desplegar un gran par de alas y levantar el
vuelo, poseyendo por si fuera poco habilidades hipnóticas con la mirada y con la voz.
Cuando estaba hambrienta sus ojos eran negros sin alma, pero ante la evidencia del alimento
Había visto sus representaciones, documentadas por tío Augusto, en cada cultura del mundo, y
siempre fue consciente, gracias a las infinitas lecciones aprendidas en el curso de sus charlas, de que
espejos…
Su punto débil era la vanidad.
A veces el destino juega fuerte, y encontramos lo que buscamos donde y cuando menos lo
esperamos, y eso era lo que a él le había sucedido. Sintió sorprendentemente la energía de aquel ser
cuando entró en el salón donde la noche anterior estaba Áurea De Gracia, y había permanecido toda la
velada intentando identificar su procedencia. El sexto sentido que había desarrollado con las
enseñanzas del viejo, fino y perspicaz, no le engañaba nunca, y ahora le decía que estaba muy próximo
a uno de aquellos entes de pesadilla. No consiguió encontrar al Eyai-yi a lo largo de la noche, pero
sintió que la mujer, de algún modo, estaba enlazada con ese mal. Tenía la intención de aislarlo y
arriesgar su propia existencia para ver lo que muy pocos habían mirado en el curso de los milenios sin
sucumbir.
Antiguamente fue representada en todas las tradiciones desde que el hombre dormía en las
cavernas y se dedicaba a la cacería. En aquellos tiempos pintaron en las paredes con barro, sangre o
cinabrio, sus logros, sus gestas, y también sus terrores. La imagen fue repetidamente plasmada y
descrita, una y otra vez renombrada a lo largo de las eras, en ocasiones como basilisco, otras como
gorgona, quimera, vampiro, arpía, dragón o mil tipos de criaturas que intentaron acercar lo
había aproximado jamás a la realidad, aunque sirvieron para tejer la conjetura humana de lo maligno y
ayudar a nuestra especie a crear sus demonios misteriosamente pluralizados y repartidos por todo el
globo.
medias que se tiñeron de fantasía y descrédito, dejando a los habitantes del planeta indefensos ante la
mayor amenaza individual que se movía por su superficie. Mientras unos pocos intentaban dar
verosimilitud a lo que el hombre no estaba dispuesto a admitir, el depredador supremo seguía adelante
hibernando y sobreviviendo en largos ciclos de siete meses de sueño, al término de los cuales surgía
desde las profundas galerías de los enanos para buscar su alimento en la superficie durante seiscientos
sesenta y seis días. Durante ese periodo sembraba la muerte allí donde aparecía, pero siempre de un
modo discretamente estudiado, producto de su hondo conocimiento del arte de la caza. Jamás fallaba,
nunca su presa sobrevivía, y en la mayoría de las ocasiones todo rastro era borrado.
Encontramos sus representaciones en los grabados más antiguos de Súmer o Asiria, en los
No importa donde ni cuando busquemos, porque nos encontramos este ser de frente en todo el mundo
y todas las épocas, en un gesto omnipresente de poderío que llega hasta nuestros días, con incesantes
recámara de la naturaleza.
Ahora, ante el pintor, la figura que había parecido ser Áurea De Gracia estaba cambiando
lentamente mientras la mirada inocente y sorprendida de la mujer se perdía y nacía una más negra y
poderosa, cargada de la maldad anciana del mundo. La pupila había desaparecido contraída y
transformada en un par de puntos negros como botones. Su cabello se movía a pesar de la ausencia de
viento, y en las puntas el pintor pudo ver cien cabezas, mil cabezas de diminutas y largas serpientes
negras de roja boca cargadas de voraz vida propia. Mostraban lenguas bífidas que exhalaban finos
silbidos cargados de azufre y vahos tóxicos que rodeaban al Eyai-yi con un sutil veneno. Su hedor
aturdía a las víctimas osadas que se acercasen para dejarlas expuestas a la mordedura final que tantas
- ¿Querías verme, hombrecillo? – Aquella pregunta irónica sonó desde una garganta que había
conocido el mundo cuando era joven, y lo hizo con el nada melódico tono del reptar, de la putridez y el
vómito. A Sebastián le pareció tosca y paralizante, propia de las llanuras del infierno imaginado, pero
Sus manos albergaban ahora uñas largas, gruesas y muy duras, capaces de desgarrar de un tajo
cualquier carne inoculando un veneno letárgico de acción neuronal inmediata. El cuerpo que había
sido Áurea se había convertido en el de una hermosa hembra de piel morena cuya figura sobrecogía
por la perfección de las curvas y que, sin embargo, causaba sensaciones muy lejanas a la lascivia o el
deseo sexual. Todo en ella tenía un matiz singular, algo que dejaba en el aire la sensación de que no se
podía escapar con bien de su presencia. La belleza del depredador a punto de matar.
su recuerdo para intentar sobrevivir a la que con desgraciada pero perseguida fortuna había encontrado
-¡Mírame! Soy lo que buscabas, pintor - Los ojos se habían tornado verdes, y emitían una luz
Su voz era terrible, y la invitación irresistible. Pero lo que más aterró a Sebastián de la Flor no
fue la seguridad de que estaba a un paso morir, sino algo que era lo último que faltaba por plasmar en
su brillante cuadro. Lo que más le aterró fue aquella sonrisa perfecta y maliciosa que había adivinado
sin mirar directamente a los ojos del Eyai-yi, liberada desde las criptas profundas de Casa Montaña en
forma de un torrente de vientos helados que había ocupado el cuerpo que anteriormente fuese el hogar
para el alma de Áurea De Gracia, a la que había acabado desalojando a la perfección, física y
espiritualmente.
Era una sonrisa maliciosa, simétrica, cuajada de proporciones magníficas en las que se
adivinaban colmillos sensacionales, pero a la vez carente del latido feliz de la vida humana a la que
imitaba. Era la sonrisa perfecta para retratar, eso desde luego, pero su efecto cautivador comenzaba a
hacer mella en el joven artista, que comenzaba a sentir el hipnotismo exacerbado de la presencia más
oculta y poderosa, dejándose llevar por el sueño previo a la mordedura letal. Sebastián de la Flor
tembló consciente de que estaba cediendo a la criatura, y comenzaba a hacerlo cargado de deseo y
gozo.
-¡¡¡Mírame!!!
Hizo un considerable esfuerzo por no claudicar finalmente y volver su mirada a los ojos de
aquel ser que ahora le atraía con tanta fuerza. Pensó en su tío, en mujeres, en coches, en buen vino
bebido entre amigos… Todo con tal de alejar su necesidad de entregar su cuello.
Mientras su cuerpo, en lucha con su mente, se relajaba de manera inevitable a los encantos del
Eyai-yi, escuchó algo conocido y peculiar, incuestionable. Había sido el clásico chasquido, el crujido
de la madera seca cuando es liberada de la presión, y eso solo podía deberse a una cosa: la criatura se
estaba levantando de la elegante silla y caminaría en breve hacia él, hacia su sangre caliente y
apetecible que ahora quería beber mientras el verde radiante de los malditos ojos comenzaba a ser
insoportable.
Pero el pintor era un hombre muy inteligente y precavido, y aquella mañana había hecho muy
bien sus deberes. Con un movimiento ágil y casi mecánico, sin mirar a la criatura que ahora lanzaba
bufidos terribles acompañando a los silbidos nauseabundos de las mil cabezas que exhalaban gases
desde su cuero cabelludo, se abalanzó sobre uno de los laterales del lienzo en el que colgaba una
pequeña guita de cáñamo hábilmente trenzada a modo de pasador, y tiró hacia fuera con fuerza
El pesado y engañoso bastidor reveló entonces estar compuesto de dos capas separadas de tela
grapadas al marco, en el centro de las cuales había un gran espejo a modo de sándwich, que quedó al
descubierto ante la mirada iracunda de aquel ser capaz ahora de matar solo con su efluvio visual.
Aquello resultó demoledor, y así, del mismo modo que en los desiertos de arabia fueron cazadas
algunas de sus hermanas hacía más de quinientos años, la terrible criatura inició su inesperado
descenso hacia la muerte, tal como le había pronosticado tío Augusto leyendo la hazaña de Abd-El-
Kber. Fue un tuareg loco que había matado una de esas mujeres y llevó su presa como tesoro a un
mercado árabe en 1470, hecho que pasó de generación en generación por todo el Sahara hasta que fue
Lo que ocurrió a continuación no es totalmente descriptible, pero hubo un grito inmenso del
ente al visionarse reflejado, un rugido profundo y gutural que estremeció la casa con su fuerza, a la vez
que se liberaban efluvios del olor malvado de carne maldita en rápida descomposición. El pintor se
esforzó por no mirar, por mantenerse ausente de lo que estaba sucediendo a escasos centímetros y que
tanto le incitaba a abrir los ojos. Sabía que podía ser fatal, y por ello resistió mientras el aire se
impregnaba de sustancias irrespirables que lo hicieron volver la cabeza y aguantar cuanto pudo con los
pulmones cerrados. Aquel ser demoníaco estaba ahora mirándole con sorpresa, sentía su energía
atravesándolo, casi tocándolo. La cosa en su malignidad estaba muy cerca de la extinción pero
sabiendo que aun tenía una gran capacidad para robar vidas. En lo oscuro de quien no ve, Sebastián
esperaba recibir en cualquier momento el contacto de una mano poderosa sujetándole los hombros y
clavando sus zarpas agudas, o incluso el terrible tufo que precede al feroz bocado de la muerte en el
cuello… Quizás, después de todo, el relato del tuareg loco era falso y el truco del espejo no había
¡Pero no!
Un minuto después, solo un miserable minuto en la vida de un prodigio que existía desde hacía
más de cuatrocientos cincuenta millones de años, los estertores de la criatura parecieron terminar entre
muebles rotos, huesos que se quiebran y olores desagradables con reminiscencias a amoníaco vertido
en exceso. El hombre caído junto al lienzo que milagrosamente se mantenía intacto, roto y extenuado
por la angustia, perdió el conocimiento mientras el suelo temblaba y el planeta se liberaba de una de
manos estaba a pocos centímetros de este, delatando lo que había sido un último intento por segarle la
vida.
La habitación presentaba síntomas de gran destrucción en la zona donde había estado la silla
preparada para Áurea, incluso a nivel de techo y suelo. Una especie de quemaduras habían corroído las
superficies, y alrededor del cadáver un líquido viscoso de color ocre impregnaba de olores
desagradables el aire. Trozos de astilla estaban diseminados por doquier, así como cristales rotos, telas
arrancadas y algo parecido a vómitos sanguinolentos que nunca desaparecieron de las maderas.
Cuando Alfredo y don Álvaro, alertados por el estrépito y lo que no pudieron calificar ante las
autoridades de otro modo que “gritos espeluznantes”, subieron, lo que encontraron fue terrible, pero lo
que más les sobrecogió, antes de horrorizarse con el cuerpo sin vida de la criatura, fue la escena que
La chica que estaba en primer plano era Áurea, sin duda alguna, y tan hermosa que solo el
pincel de alguien con un talento infinito podría plasmarlo de ese modo. Se hallaba de pie, fresca y
primaveral, con una luz que irradiaba desde la sonrisa que era difícil describir. Vestía un traje blanco
largo, y hollaba la arena con los pies desnudos, tratados con una perfección extrema por el pincel. La
escena estaba representada en una playa rojiza en la que se veía otra figura más atrás, una mujer
desnuda de larga melena y proporciones magníficas que se adentraba en las aguas. Era un segundo
plano enigmático que resultaba difícil de comprender, pero igualmente perfecto en su ejecución. La
obra era solemne, espléndida, y produjo en ambos hombres una sensación de paz que no encajaba con
Mucho más abajo, profundamente perdida en una cripta enterrada bajo Casa Montaña, Áurea
De Gracia despertaba confusa con su cuerpo desnudo cubierto de barro y otras secreciones que
prefería no calificar. Había una humedad pegajosa en medio de aquel hedor y tenía frío mientras
comenzaba a ascender vacilante el camino de retorno a casa. Caía una y otra vez y sangraba por las
rodillas, pero se levantaba y seguía adelante, mientras recordaba haber estado siendo pintada en la
Y…
¿Quién era esa mujer a la que desde el techo de la buhardilla, había visto pintada en el lienzo al
abandonar su cuerpo? ¿Qué era aquel pelo horrible cargado de reptiles amenazadores que se estiraban
y retorcían en todas direcciones? ¿Por qué había sido representada con caninos terribles, capaces de
seccionar cualquier carne? Estaba terriblemente confusa mientras gemía en su infinito ascenso por
Revivió muchas pesadillas hasta que llegó al despacho dando tumbos y su padre, gozoso al
verla, la cubrió apresuradamente, con ayuda de un asustado Alfredo, usando un tapiz de pared que le
evitó la embarazosa e insana desnudez. Luego, cuando la casa se llenó de gente presurosa dispuesta a
escucharla, pudo contar a todos su historia, que no parecía ser acogida de un modo totalmente positivo
por aquellos que se consideraban sabedores de todas las verdades, poniendo sobre el tapete su magna
escena del presunto crimen, y mandaban a sus expertos a internarse en el túnel, los ojos enrojecidos de
la mujer se cruzaron con los del reanimado y cuestionado Sebastián de la Flor, al que dos mechones de
canas a ambos lados de su cabello rizado conferían ahora un aire aún más carismático de como lo
había conocido solo una noche atrás. ¡Cómo habían corrido los acontecimientos! Eran ojos cómplices
que decían y preguntaban, pero que necesitarían tiempo para digerir lo sucedido. Mucho tiempo.
El médico del 061, aparte de las intrascendentes heridas de rodillas y manos de Áurea, no halló
nada preocupante en ninguno de los dos implicados en la tragedia, salvando el evidente estado de
ansiedad, por lo que recetó algunos calmantes que ella rechazó sin demasiada cortesía. Tenía aun
Más tarde, los espeleólogos de la guardia civil revelaron que el pasaje se había derrumbado de
manera total a escasos metros de la entrada sin causar víctimas y por motivos naturales. Sería
necesario trabajar mucho para reabrirlo, y no parecía que el caso lo precisara vista la declaración de la
mujer. Un informe técnico posterior dictaminó que Casa Montaña estaba en perfecto estado y
totalmente segura pese a los movimientos del subsuelo, por lo que no fue necesario más que tapiar la
Muchos meses después, Álvaro De Gracia hizo colgar un gran crucifijo bendecido en el sitio
donde había estado la terrible puerta, y a su lado situó el cuadro pintado aquella tarde negra por
comprensible antes de que, misteriosamente, desapareciese del depósito sin dejar rastro junto con
todas las fotografías y discos duros de los ordenadores. Nunca se supo más de su paradero, y nadie
quiso hacer conjeturas sobre lo que realmente podría haber sido, aunque en círculos internos de las
pericia de muy buenos abogados, Sebastián de la Flor quedó libre de la acusación de asesinato y pudo
proseguir una vida aparentemente normal en la que las drogas comenzaron a hacer acto de presencia
cada vez con mayor asiduidad. Rehusó explicar a nadie su versión de los hechos.
Unos meses después recibió una inesperada carta en su casa de Madrid, que se había
convertido en un antro lujurioso y desordenado donde los medios del corazón extraían abundante
basura para decorar sus páginas y programas con las perversiones de la alta sociedad. Estaba escrita de
puño y letra por Áurea, lo cual le hizo abandonar bruscamente la cama en la que aun dormía la chica
elegida para aquella noche. En el interior, con elegantes trazos de color malva, solo aparecía una
pequeña y definida palabra, una que resumía cuanto la mujer había sido capaz de sintetizar de la corta
Ella, a pesar del paso del tiempo, que ocupó en múltiples viajes a lo largo del mundo, nunca
supo qué había ocurrido en esos dos días desde que descubrió el pasadizo, y en su casa no volvió a
recordarse el suceso nunca más. Años después se enteró por pura coincidencia que el genial pintor que
tan misteriosamente la había sacado de las garras de la muerte había sido dado por desaparecido en el
centro del Sahara mientras intentaba averiguar de las tribus tuareg el paradero de un traficante de