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June 20, 2022

Capítulo 44. Compartir


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capítulo 44

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Al final solo se tiene lo que se ha dado.

Isabel Allende

Gina llegó al Aeropuerto Internacional Jorge Chávez de Lima, donde debió


aguardar tres horas para abordar el siguiente vuelo a Cuzco. Se sentó en una
confitería. Sacó el modo avión de su celular y pensó en enviarles un mensaje
a cada uno de sus hijos para decirles donde estaba y que era probable que de
allí regresara a casa. A su lado, un matrimonio con tres niños merendaban.
La escena familiar le provocó nostalgia. Se vio a sí misma joven, en un
aeropuerto parecido a ese, junto a Francisco, lidiando con maletas, bolsos,
dulces y juguetes. Habían ido a Disney cuando Isabella tenía diez, Andrés
nueve y Diego, siete años. Habían pasado catorce largos años desde aquel
recuerdo. ¿En qué momento había dejado de disfrutar el hecho de ser quien
:
era? ¿Cuándo sus roles se habían tragado sus sueños? Se sentía tranquila.
Más segura pero incompleta, seguía faltando parte de ese algo que
conformaba su ser. Regresó a su celular. Meditó sobre la información que
deseaba compartir, podía incluir a Francisco. Buscó el grupo de WhatsApp de
la familia y envió una nota voz:

“Hola… estoy bien. En el aeropuerto de Lima, volaré a Cuzco por unos días.
Espero que estén bien. Todos bien… Los quiero”.

Luego, reprodujo el audio en su oído, como hacen quienes dudan del tono
con el que envolvieron sus palabras. Se escuchó. ¿Sería escucharse a sí misma
parte del mensaje de Brujas?

Entonces se dio cuenta de que había logrado mucho desde su partida. La


Gina de antes habría dicho “Hola. ¿Cómo están?”. La que había comenzado a
reencontrarse se puso en primer lugar. Era ella quien avisaba que estaba bien.
Dudó acerca de la procedencia de ese último “Los quiero”, no quería
confundir a Francisco. En verdad lo quería, pero cada vez era más la certeza
respecto de la decisión de separarse. De inmediato pensó que todavía no lo
habían dividido todo. Los bienes materiales no eran la cuestión. Ellos no
discutirían por dinero ni tampoco les afectaría una disolución de la sociedad
conyugal, cualquiera fuera el resultado. Pero… ¿y lo demás? ¿Qué pasaría
por ejemplo con ese grupo de WhatsApp? ¿Con los amigos en común? ¿Con
los sitios que frecuentaban? ¿Y si un día Francisco pretendía sus mascotas?
¿Todo eso se compartía luego de un divorcio o al contrario, había que decidir
quién se lo quedaba? ¿Podía realmente compartirse? Mientras esas dudas se
enquistaban en sus preocupaciones las respuestas llegaron.

“¿En Perú?... ¿Cuándo regresas?”, respondió Isabella.

“Estamos bien, mamá. Un beso de Josefina”, fue el mensaje de Andrés.

“Me alegra escuchar que estás bien. Yo aquí, mejorando”, escribió Francisco
en último término. “También te queremos”, agregó supliendo la omisión de
sus hijos. Era inherente a él cuidarla. Gina lo advirtió de inmediato. Lamentó
:
realmente que se hubiera terminado el amor. Era un gran hombre. Bueno al
derecho y al revés.

Entonces, un texto de cuatro palabras le sacudió el alma. “Diego salió del


grupo”.

Ya ninguno continuó escribiendo.

¿Qué sucedía con su hijo? ¿Por qué estaba tan enojado con ella? ¿Debía
llamarlo? No tuvo deseos de una discusión. Leyó un rato, caminó por el free
shop y casi sin darse cuenta, estaba ubicada en el asiento del avión.

Una hora después arribó al aeropuerto Alejandro Velasco Astete. Hizo los
trámites en migraciones, y salió con su equipaje. Entre la gente que buscaba
pasajeros, alcanzó a leer un cartel con su nombre mal escrito de puño y letra
“Gina Ribera”.

Un hombre de nacionalidad peruana, con una gran sonrisa, la esperaba. Le


gustó la sensación de que la recibiera alguien. Pensó en Paul. Estaba en todos
los detalles. No conocía Perú, de manera que intentaría llevarse de allí algo
más que turismo. Decían que la energía era diferente. La mística era un
atractivo más. No tan sofisticada como en Brujas, pero allí estaría porque Paul
lo había asegurado.

–Hola, soy Gina Rivera.

–Bienvenida a Cuzco. Mi nombre es Carlos. La llevaré a su hostel –dijo con


gran amabilidad.

Caminaron hasta un pequeño auto que nada tenía de suntuoso. No era el


estilo que elegía Paul. Le llamó la atención. Sin embargo, al mirar a su
alrededor, vio que los vehículos públicos, en general, eran modelos viejos.
Pensó que en Perú un hostel debía ser el equivalente a un hotel. No veía la
hora de llegar y poder ducharse. Le dolía la cabeza y lo atribuyó a su
cansancio. Tenía calor. Había pasado más de un día sin dormir en una cama.
El chofer le hablaba y ella no quería ser descortés, pero no tenía deseos de
hablar. Su malestar iba en aumento. Los latidos de su corazón estaban
:
acelerados. Se asustó. ¿Acaso tendría un ataque como el de María Dolores,
ahí sola en ese lugar?

Empezaba a parecerle que todos los demonios la estaban apresando para


llevarla al infierno. Mareos, náuseas, sudores fríos le recorrían la espalda y el
alma. Todo le daba vueltas como si estuviera dentro de un lavarropas gigante
y la cabeza le fuera a estallar de un momento a otro.

–Disculpe, pero me siento mal. ¿Podría detener el automóvil? Me falta el aire


–dijo. Intentaba sujetarse a la vida con todas tus fuerzas, pero estas la habían
abandonado hace rato.

–No se preocupe, mi señora. Es el soroche.

–¿Qué es eso? –preguntó imaginando un virus. Escuchaba las trompetas del


juicio final. La situación la tenía muy confundida. No era la mejor forma de
empezar su estadía en Perú.

–Es el mal de altura. ¿No va a decirme que no sabía eso cuando decidió
venir? –seguía sonriendo–. Es hasta que se acostumbre.

Gina no estaba en condiciones de explicarle que no había sido ella quien


había decidido ir allí. ¿Qué cuestión era eso de la altura? Estaba fastidiosa y
se sentía terrible. Tenía deseos de vomitar.

Carlos detuvo el automóvil. Gina apenas pudo bajar. De inmediato dobló a la


mitad su cuerpo, sin darse cuenta, con una arcada feroz. Le dio la sensación
de que estaba vomitando su historia y que nunca terminaría. El hombre se
acercó a ella.

–Permiso –dijo. Con cuidado le sostuvo la frente con su mano mientras con la
otra apoyada en su espalda la equilibraba.

–Gracias –alcanzó a decir. Estaba aturdida. Se sentía enferma–. ¿Puede


explicarme mejor qué me está sucediendo?

–Claro, mi señora. No importa de dónde venga usted. El mal de altura afecta


generalmente a las personas a partir 2.438 metros sobre el nivel del mar, o
:
más. Cuzco se encuentra a 3.400. Puede usted tener diferentes síntomas
como mareos, dolor de cabeza, náuseas, taquicardia.

Gina los tenía todos.

–¿Cuándo se me pasará este malestar?

–En realidad no hay una “cura”. Podría descender de nuevo a una elevación
normal. Pero la mayoría de los turistas llegan a su hostal, descansan, beben
un mate de coca, y progresivamente se van adaptando. No hay modo de
llegar a Machu Picchu sino a través de Cuzco. Los vuelos aterrizan aquí y los
autobuses de Lima se detienen aquí también. Yo no soy un médico, pero
créame, se sentirá mejor y deseará regresar después de que conozca mi bella
tierra.

–Lo dudo –dijo en voz muy baja. Recordó a Paul y a todos sus ancestros en
diferentes idiomas. ¿Por qué la hacía pasar por esa experiencia? Si hubiera
estado en condiciones de tomar su celular, le hubiera enviado un audio, pero
no podía mover la cabeza.

–¡Hemos llegado! ¿Ha visto que está mejor? –dijo contento–. Ya no vomita
usted –Gina estaba completamente mareada–. La ayudaré con el equipaje.

Como pudo miró hacia la entrada del hospedaje. No había hotel. Era una
suerte de casa colonial. “Casa de la Gringa Hostel, calle Tandapata N°148”
creyó leer. No le produjo gran entusiasmo, pero pensó que solo quería darse
un baño y recostarse un rato.

Se despidió del chofer quien la acompañó a la recepción, y esperaba su


propina. Se la dio.

–Le dejo mi número. Si desea algún traslado, puede llamarme.

Gina sonrió y guardó la tarjeta.

–Disculpe, tengo una reserva a nombre de Gina Rivera –dijo al conserje. El


hombre leyó una pantalla. Estaba pálida.
:
–Bienvenida. Es la habitación número seis. El baño se encuentra al final del
pasillo.

–No deseo ir al baño, gracias.

–Tal vez no ahora, pero es para que sepa dónde está ubicado.

–Perdón, no le comprendo.

–Usted reservó una habitación compartida. El baño es compartido también,


pero está fuera de la habitación –comentó.

Gina creyó que iba a desmayarse. ¿Qué había hecho Paul?

–Ahorita, sus compañeras de habitación han salido. Son dos muchachas de


Bogotá.

–¿Dos? –solo eso atinó a decir.

–Sí. Su amigo dijo que una habitación triple estaba bien. Hay una cuarta
cama. Tenemos de seis si desea –ofreció–. Es más económico.

–¿Tiene una individual con baño privado? –estaba decidida a hacer el


cambio. Quería matar a Paul. No deseaba compartir el dormitorio, menos el
baño.

–Déjeme ver… No. Lamentablemente, están ocupadas.

Gina evaluó sus posibilidades. Salir a buscar alojamiento con su equipaje a


cuestas y el mal de altura sobre ella no era una opción.

–Está bien. Me quedaré –decidió el soroche por ella.

–La acompaño.

Para su sorpresa la habitación era muy bonita. Una pared rosa con una
ventana colonial a la calle, les daba un aspecto juvenil a las tres camas que se
apoyaban sobre ella. Había una cuarta ubicada perpendicularmente. Los
edredones eran lisos color marfil con un detalle de flores del mismo color
rosa fuerte de la pared y verde a la altura de los pies y en la almohada. Sobre
:
cada una había un juego de toallas de color turquesa. Un cuadro de una
mujer peruana con ropa típica adornaba la pared. Un mueble de madera. Una
cortina color lila y un único armario. Lo abrió. Había ropa y diferentes
objetos como secador de cabello, perfumes, bolsos y pequeños paquetes con
artesanías del lugar.

Dejó su equipaje en el piso y se desplomó en una de las camas. De pronto


sonó un mensaje de su celular. Lo leyó:

“¡Hello, my darling! Solo a título informativo debo comentarte algo. En las


altitudes por encima de los 2.400 metros, el aire es más delgado, es decir, hay
menos presión, por lo que cada vez que respiras, inhalas menos oxígeno del
que estás acostumbrada. Podría explicártelo científicamente pero la síntesis es
que resulta muy probable que te sientas horrible y experimentes síntomas
variados ¡que no te gustarán! Espero que no te haya sucedido. Pero… si sirve
de algo, casi muero cuando fui. Jajaja”.

Gina no pudo evitar sonreír. Era terrible. Lo llamó.

–Te mataría si no te quisiera tanto. ¿Te has vuelto loco? ¿Una habitación
compartida sin baño privado? ¿Mal de altura? ¿Por qué no me has avisado?
Me siento fatal. Tengo cada síntoma y vomité en el camino, mientras el chofer
me sostenía la cabeza.

–Bueno –rio imaginando la foto–. No es lo que esperabas.

–¡No! Claro que no.

–De eso se trata. De que aprendas que la vida no es siempre lo que


esperamos. Y que con lo que nos da, debemos aprender a ser felices. Siempre
hay algo bueno en lo que no nos gusta.

–Supongo que es así. Dime, ¿me sentiré mejor pronto?

–Por supuesto. Bebe mucha agua y mate de coca. Descansa y luego sal a
caminar, pero sin hacer esfuerzos.

–¿Mate de coca?
:
– Sí. Es una tradición milenaria de los incas que está relacionada con la hoja
de coca. En Cuzco te lo ofrecen para aclimatarte y evitar el soroche. No es
otra cosa más que una infusión de hojas de coca.

–Bien –Paul la había tranquilizado–. Es linda la habitación, aunque será raro


compartir mi estadía con dos extrañas –dijo cambiando de tema.

–Tú lo dijiste. Compartir. Esa es la clave.

–No te hagas el misterioso. ¿La clave para qué?

–Para avanzar en tu búsqueda.

Gina se sorprendió recordando los pensamientos en el aeropuerto sobre las


valiosas cosas que aún no eran de ella ni de Francisco en exclusiva. ¿Qué
sucedería?

–Quizá tengas razón una vez más –respondió y le contó.

–Deja al tiempo hacer su trabajo. Disfruta. Siente. Percibe la energía. La vida


de todas las personas cambia radicalmente luego de visitar Perú. Pararse
frente a Machu Picchu es observar uno de los lugares históricos más
asombrosos del mundo, construido hace más de quinientos años. Te dejará
sin aliento, no solo por el asombroso entorno natural donde fue construida,
sus increíbles estructuras, su complejidad, su belleza o su historia, sino
también por la altitud. ¡Ya lo has notado! Además, el turismo de aventura.

–¿Aventura?

–¡Sí! Harás rafting y bicicleta de montaña.

–¡Juro que te mataré cuando vuelva a verte!

–Lo sé.

–¿Era lindo el chofer?

–¡Basta! Ni lo vi. ¿Te dije que casi vomité en sus pies? ¡Pobre hombre!

Ambos rieron con ganas. La felicidad a veces tomaba formas desopilantes.


:
Cortó y dos chicas de la edad de su hija entraron riendo a la habitación.

–¡Hola!

–¡Hola!

Compartir es el acto de participación recíproca en algo, ya sea material o


inmaterial. Lleva implícito el valor de la generosidad. Saber vivir significa que
en la medida que se da, se recibe. Al compartir se produce una ruptura con el
egoísmo. ¿Podría su familia compartir sus decisiones? ¿Era ella capaz de
compartir las que ellos tomaran?

Gina pensó que en ese país aprendería a dar de otro modo y a saber recibir, a
ofrecer y a aceptar a las personas. Sin prejuicios. Siempre que su cuerpo
resistiera la altura.

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