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“La pieza ausente” PABLO DE SANTIS

Comencé a coleccionar rompecabezas cuando tenía quince años. Hoy no hay nadie en esta ciudad
–dicen– más hábil que yo para armar esos juegos que exigen paciencia y obsesión.
Cuando leí en el diario que habían asesinado a Nicolás Fabbri, adiviné que pronto sería llamado a
declarar. Fabbri era Director del Museo del Rompecabezas. Tuve razón: a las doce de la noche la
llamada de un policía me citó al amanecer en las puertas del museo.
Me recibió un detective alto, que me tendió la mano distraídamente mientras decía su nombre en voz
baja –Lainez– como si pronunciara una mala palabra. Le pregunté por la causa de la muerte:
“Veneno” dijo entre dientes.
Me llevó hasta la sala central del Museo, donde está el rompecabezas que representa el plano de la
ciudad, con dibujos de edificios y monumentos. Mil veces había visto ese rompecabezas: nunca
dejaba de maravillarme. Era tan complicado que parecía siempre nuevo, como si, a medida que la
ciudad cambiaba, manos secretas alteraran sus innumerables fragmentos. Noté que faltaba una
pieza.
Lainez buscó en su bolsillo. Sacó un pañuelo, un cortaplumas, un dado, y al final apareció la pieza.
“Aquí la tiene. Encontramos a Fabbri muerto sobre el rompecabezas. Antes de morir arrancó esta
pieza. Pensamos que quiso dejarnos una señal”.
Miré la pieza. En ella se dibujaba el edificio de una biblioteca, sobre una calle angosta. Se leía, en
letras diminutas, Pasaje La Piedad.
–Sabemos que Fabbri tenía enemigos –dijo Lainez–. Coleccionistas resentidos, como Santandrea,
varios contrabandistas de rompecabezas, hasta un ingeniero loco, constructor de juguetes, con el
que se peleó una vez.
–Troyes –dije–. Lo recuerdo bien.
–También está Montaldo, el vicedirector del Museo, que quería ascender a toda costa. ¿Relaciona a
alguno de ellos con esa pieza? –Dije que no.
–¿Ve la B mayúscula, de Biblioteca? Detuvimos a Benveniste, el anticuario, pero tenía una buena
coartada. También combinamos las letras de La Piedad buscando anagramas. Fue inútil. Por eso
pensé en usted.
Miré el tablero: muchas veces había sentido vértigo ante lo minucioso de esa pasión, pero por
primera vez sentí el peso de todas las horas inútiles. El gigantesco rompecabezas era un
monstruoso espejo en el que ahora me obligaban a reflejarme. Solo los hombres incompletos
podíamos entregarnos a aquella locura. Encontré (sin buscarla, sin interesarme) la solución.
–Llega un momento en el que los coleccionistas ya no vemos las piezas. Jugamos en realidad con
huecos, con espacios vacíos. No se preocupe por las inscripciones en la pieza que Fabbri arrancó:
mire mejor la forma del hueco.
Lainez miró el punto vacío en la ciudad parcelada: leyó entonces la forma de una M.
Montaldo fue arrestado de inmediato. Desde entonces, cada mes me envía por correo un pequeño
rompecabezas que fabrica en la prisión con madera y cartones. Siempre descubro, al terminar de
armarlos, la forma de una pieza ausente, y leo en el hueco la inicial de mi nombre.
La Galera
Manuel Mujica Láinez

¿Cuántos crueles días viajan desde Córdoba, así, golpeados sin piedad contra la caja de la galera,
aprisionados en los asientos duros, arrastrados por ocho mulas dementes? Catalina ha perdido la cuenta.
Los otros viajeros vienen amodorrados pero Catalina no logra dormir. ¡Ah, pero esto no quedará así! En
cuanto lleguen a Buenos Aires la vieja señorita se quejará a don Antonio Romero de Tejada, Administrados
principal de Correos, y si es menester irá hasta el propio Virreina del Pino ¡Ya verán quién es Catalina Vargas!
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa de una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió
en el interior de su ropa y que contienen su tesoro. Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que
sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella.
Afuera el sol enloquece al paisaje. Una nube de polvo envuelve a la galera y a cuatro soldados que la
escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que
defender las vidas.
Catalina tantea bajo su capa los bolsos grávidos de monedas de oro. Vale la pena el despiadado ajetreo,
porque lo que aguarda después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a
Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán!
¡Su fortuna! Y no son solo esas monedas que se esconden bajo su falta con delicioso balanceo. Su hermana
viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó
cuidadosamente, nunca sabrán los otro… lo otro… aquellas medinas que ocultó… a aquello que mezclo con
la medicinas… Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿No procedió bien al protegerse, al proteger
sus últimos años? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admiten cura…
Catalina Vargas va semidesvanecida. El galope… el polvo… el correo real fuma una pipa. La señorita se
incorpora furiosa ¡Es el colmo ¡ Pero cuando se apresta a increpar al funcionario , advierte dentro del coche la
presencia de una nueva pasajera. La ve detrás de la cortina de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa
gris semejante a la suya y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? ¿Cómo es
posible?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas y Catalina reconoce, entre la neblina que todo lo invade, la
fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Catalina se encoge, transpirada de miedo.
Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. La vieja señorita quisiera gritar pero ha perdido la
voz. En ese instante, la galera se tuerce y se tumba con gran estrépito. Uno de los ejes se ha roto.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces de un ombú. El resto de los pasajeros
rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal. Suena el cuerno y uno de los soldados controla
junto a la portezuela del carruaje que no falte ninguno de los pasajeros. La señorita se alza, más un peso
terrible le impide levantarse ¿Tendrá quebrados los huesos o serán las monedas de oro que pesan como si
fueran de mármol?
A pocas pasas, la galera vibra y empieza a galopar como un ciego animal desbocado.
Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda en la soledad de la pampa y de la noche.
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

SU LUNA DE miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló
sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento
cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán,
mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella
deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso
—frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro,
el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de
desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo
abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un
velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que
llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y
días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba
indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y
Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto
callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y
aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico
de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad
que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el
día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor
ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin
cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pesos. A ratos entraba
en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que
caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron
luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra
a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato
abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta
confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos,
que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía
en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo
rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en
las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en
síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre
al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer
día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la
cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de
monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se
oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada
el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del
hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando.
Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán
cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror
con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: —sobre el fondo, entre las plumas,
moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa.
Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su
trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible.
La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no
pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones
proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos
en los almohadones de pluma.

El ratón de SAKI

Teodoro Voler había sido criado, desde la infancia hasta los confines de la madurez, por una madre afectuosa cuya mayor
preocupación era mantenerlo a raya de lo que solía llamar “realidades ordinarias de la vida”. Cuando la dama pasó a
mejor vida, Teodoro quedó solo en un mundo mucho más real, y en buena medida más ordinario que lo necesario.

Para un hombre de su temperamento y educación, hasta un simple viaje en tren estaba lleno de pequeñas molestias y
discordias, y cuando subió a un compartimento de segunda clase una mañana de septiembre, experimentó sentimientos
perturbadores y una descompostura mental general. Se había hospedado en un iglesia de campo, cuyos habitantes no
habían sido, por cierto, brutales ni bacanales, pero la supervisión que ejercían sobre el personal doméstico era de una
laxitud que llama al desastre. El carruaje que debía llevarlo a la estación jamás fue aprontado, y cuando el momento de
partir se acercó, el paje que debía aparecer con dicho artículo no estaba en ninguna parte. Ante tal emergencia, y para su
mudo disgusto, Teodoro se vio forzado a colaborar con la hija del cura en la tarea de enjaezar un poni, para lo que fue
necesario andar a tientas en un cobertizo mal iluminado al que llamaban establo, y que realmente olía a tal (excepto en
algunos sectores, donde tenía aroma a ratones).
Sin llegar a temerles, Teodoro clasificaba a los ratones dentro de los incidentes más ordinarios de la vida, y creía que la
Providencia, con un pequeño ejercicio de coraje moral, debería haber reconocido que no eran indispensables y retirarlos
de circulación hace mucho tiempo ya. Al echar a andar el tren, la imaginación de Teodoro lo acusaba de despedir un
ligero aroma a establo, y posiblemente mostrar una o dos horrendas pajillas en su atuendo siempre cepillado.
Afortunadamente, su única compañera de compartimento, una dama de aproximadamente su misma edad, parecía más
bien inclinada al descanso que al escrutinio. El tren no se detendría hasta alcanzar la terminal, casi una hora más tarde, y
el vagón era de aquellos antiguos, sin comunicación por medio de corredores, por lo que ningún otro compañero de viaje
iba a entrometerse en la semiprivacidad de Teodoro.
Sin embargo, cuando el tren no había alcanzado aún su velocidad normal, Teodoro se percató de pronto de que no estaba
solo con la soñolienta mujer: ¡Ni siquiera estaba solo en la comodidad de sus propios atuendos! Un movimiento tibio de
algo que se arrastraba sobre su piel delató la molesta presencia, invisible pero conmovedora, de un ratón que
evidentemente había ganado su actual refugio durante el episodio de preparación del poni. Furtivos pataleos y
movimientos violentos con su pierna, sumados a numerosos pellizcos y golpes con la mano, no lograron desalojar al
intruso, cuyo lema, para colmo, parecía ser “¡hasta la cima, siempre!”. El legítimo dueño de los pantalones se reclinó
contra los cojines y se empeñó en desarrollar algún medio de poner fin a la posesión compartida. Era imposible continuar
por espacio de una hora en el papel de casa de juguetes para ratones errantes (ya su imaginación había, por lo menos,
duplicado el número de los invasores). Por otra parte, nada menos drástico que un desnudo parcial ayudaría a deshacerse
de su atormentador, y desvestirse en presencia de una dama, aunque fuera por un propósito tan loable, era una idea que le
hacía poner las orejas coloradas de vergüenza. Nunca había sido capaz siquiera de exponerse sin zapatos en presencia del
sexo débil.
Sin embargo, la dama en este caso estaba, sin lugar a dudas, profundamente dormida.
El ratón, por su parte, parecía tratar de alcanzar la cima de su montaña en pocos minutos. Si hay algo de cierto en la teoría
de la transmigración, este ratón en particular había sido miembro del club de alpinistas en otra vida. Por momentos, ante
su ansiedad, perdía pie y se despeñaba algunos centímetros y entonces, presa del miedo, o probablemente del mal humor,
lo mordía. Teodoro se encontraba ante la más audaz empresa de su vida. Adquiriendo el matiz de una remolacha, y
manteniendo una desesperada vigilia a su soñolienta compañera, fijó silenciosamente los extremos de su manta de viaje a
las rejillas a ambos lados del vagón, para que una sustancial cortina colgara a través del compartimento, dividiéndolo en
dos. En el angosto vestidor improvisado, procedió con prisa a quitar (parcialmente para él, y totalmente para el ratón) el
revestimiento de tweed y semilana. Cuando el desenmarañado animal brincó hacia el piso, la manta zafó de sus ataduras y
también se precipitó con un pequeño estruendo, y casi simultáneamente la desvelada mujer abrió los ojos. Con un
movimiento casi tan rápido como el del ratón, Teodoro se arrojó sobre la manta, y estiró su superficie a la altura del
mentón, cubriéndose todo el cuerpo, mientras se desplomaba en la esquina más lejana del vagón. La sangre fluyó y latió
en las venas de su cuello y su frente, mientras esperaba paralizado que la dama hiciera sonar la campana de alarma. Ella,
sin embargo, se contentó con una silenciosa mirada en dirección a su compañero. Teodoro se preguntaba cuánto habría
visto la mujer, y en todo caso qué diablos pensaría de su actual postura.
-Creo que he cogido un resfriado -arriesgó, desesperado.
-Es una pena -replicó ella-. Justo iba a pedirle que abriera esta ventana.
-Creo que es la malaria -añadió, con los dientes castañeteando, tanto por miedo como por deseo de apoyar su teoría.
-Tengo un poco de brandi en mi bolso. Si usted amablemente me lo puede alcanzar -propuso la compañera.
-¡¡¡Ni soñ… Es decir: nunca tomo nada para el resfrío -aseguró él, honestamente.
-Supongo que se lo pescó en el trópico…
Teodoro, cuyo conocimiento del trópico se limitaba al regalo anual de una caja de té por parte de un tío que vivía en
Ceilán, sintió que hasta la excusa de la malaria se le escurría. ¿Sería posible revelarle la verdad en pequeñas instancias?
-¿Le teme usted a los ratones? -se aventuró, con el rostro que adquiría, si acaso fuera posible, un semblante de color aún
más escarlata.
-No. A menos que sean grandes cantidades, como los que devoraron al obispo Hatto. ¿Por qué pregunta?
-Hace un instante había uno que intentaba trepar dentro de mis pantalones -susurró Teodoro, con una voz que no parecía
suya-. Fue una situación por demás incómoda.
-Debió serlo, si es que usted usa pantalones ajustados -observó ella-. Pero los ratones tienen ideas extrañas sobre la
comodidad.
-Tuve que librarme de él mientras usted dormía -continuó Teodoro, tragando saliva-. Fue justamente intentando
quitármelo de encima que quedé… en este estado…
-No sabía que quitarse un pequeño ratón de encima causara un resfriado -exclamó ella, con una frialdad que Teodoro
juzgó abominable.
Evidentemente, la mujer había detectado su situación y disfrutaba con su confusión. Toda la sangre de su cuerpo parecía
haberse concentrado en el rostro, y una agonía de humillación, peor que una miríada de ratones, subía y bajaba sobre su
alma. Luego, al comenzar a reflexionar, el pánico reemplazó a la humillación. Con cada minuto que pasaba, el tren se
acercaba a la atestada y bulliciosa terminal, donde docenas de ojos curiosos reemplazarían al único par paralizante que lo
contemplaba desde el otro rincón del vagón. Había una remota y desesperada oportunidad, que los siguientes minutos
decidirían. Su compañera de viaje podía reasumir su bendito sueño. Pero al extinguirse los minutos, esa oportunidad se
evaporó. La furtiva mirada que Teodoro le prodigaba de cuando en cuando, revelaba solo un desvelo continuo.
-Creo que nos acercamos a la estación -observó ella.
Teodoro ya había notado, con terror in crescendo, los recurrentes grupejos de casuchas que proclamaban el final del viaje.
Las palabras de la dama actuaron como señal. Cual animal acechado que escapa desesperado en busca de un refugio
momentáneo, Teodoro se envolvió con la manta y luchó frenéticamente contra sus arrugados atavíos. Era consciente de
las numerosas estaciones suburbanas que pasaban raudamente por la ventanilla, de una sensación de asfixia en su garganta
y su corazón, y de un silencio sepulcral en aquel rincón al que no se atrevía a dirigir la mirada. Después, al hundirse
nuevamente en su asiento, vestido ya, y a punto de enloquecer, el tren comenzó a detenerse lentamente.
Al fin, la mujer habló:
-¿Sería usted tan amable -dijo-, de buscar un paje que me ayude a subir a un taxi? Siento mucho molestarlo si no se siente
bien, pero las estaciones de trenes son realmente un dolor de cabeza para una mujer ciega como yo.

“CUÁNTO SE DIVERTÍAN” POR ISAAC ASIMOV

Margie lo anotó esa noche en el diario. En la página del 17 de mayo de 2157 escribió: “¡Hoy Tommy ha
encontrado un libro de verdad!”.Era un libro muy viejo. El abuelo de Margie contó una vez que cuando él era
pequeño, su abuelo le había contado que hubo una época en que los cuentos siempre estaban impresos en
papel. Uno pasaba las páginas, que eran amarillas y se arrugaban, y era divertidísimo ver que las palabras se
quedaban quietas en vez de desplazarse por la pantalla. Y, cuando volvías a la página anterior, contenía las
mismas palabras que cuando la leías por primera vez.

–Caray, dijo Tommy–, qué desperdicio. Supongo que cuando terminas el libro lo tiras. Nuestra pantalla de
televisión habrá mostrado un millón de libros y sirve para muchos más. Yo nunca la tiraría.

–Lo mismo digo –contestó Margie. Tenía once años y no había visto tantos telelibros como Tommy. Él tenía
trece–. ¿En dónde lo encontraste?

–En mi casa –Tommy señaló sin mirar, porque estaba ocupado leyendo–. En el ático.

–¿De qué trata?

–De la escuela.

–¿De la escuela? ¿Qué se puede escribir sobre la escuela? Odio la escuela.

Margie siempre había odiado la escuela, pero ahora más que nunca. El maestro automático le había hecho un
examen de geografía tras otro y los resultados eran cada vez peores. La madre de Margie había sacudido
tristemente la cabeza y había llamado al inspector del condado. Era un hombrecillo regordete y de rostro
rubicundo que llevaba una caja de herramientas con perillas y cables. Le sonrió a Margie y le dio una
manzana; luego, desmanteló al maestro. Margie esperaba que no supiera ensamblarlo de nuevo, pero sí
sabía y, al cabo de una hora, allí estaba de nuevo, grande, negro y feo, con una enorme pantalla en donde se
mostraban las lecciones y aparecían las preguntas. Eso no era tan malo. Lo que más odiaba Margie era la
ranura por donde debía insertar las tareas y las pruebas. Siempre tenía que redactarlas en un código que le
hicieron aprender a los seis años, y el maestro automático calculaba la calificación en un santiamén. El
inspector sonrió al terminar y acarició la cabeza de Margie.
–No es culpa de la niña, señora Jones –le dijo a la madre–. Creo que el sector de geografía estaba
demasiado acelerado. A veces ocurre. Lo he sintonizado en un nivel adecuado para los diez años de edad.
Pero el patrón general de progresos es muy satisfactorio -y acarició de nuevo la cabeza de Margie.

Margie estaba desilusionada. Había abrigado la esperanza de que se llevaran al maestro. Una vez, se
llevaron el maestro de Tommy durante todo un mes porque el sector de historia se había borrado por
completo. Así que le dijo a Tommy:

–¿Quién querría escribir sobre la escuela? Tommy la miró con aire de superioridad.

–Porque no es una escuela como la nuestra, tontuela. Es una escuela como la de hace cientos de años -y
añadió altivo, pronunciando la palabra muy lentamente–: siglos. Margie se sintió dolida.

–Bueno, yo no sé qué escuela tenían hace tanto tiempo -leyó el libro por encima del hombro de Tommy y
añadió– De cualquier modo, tenían maestro.

–Claro que tenían maestro, pero no era un maestro normal. Era un hombre.

–¿Un hombre? ¿Cómo puede un hombre ser maestro?

–Él les explicaba las cosas a los chicos, les daba tareas y les hacía preguntas.

–Un hombre no es lo bastante listo.

–Claro que sí. Mi padre sabe tanto como mi maestro.

–No es posible. Un hombre no puede saber tanto como un maestro.

–Te apuesto a que sabe casi lo mismo.

Margie no estaba dispuesta a discutir sobre eso.

–Yo no querría que un hombre extraño viniera a casa a enseñarme. Tommy soltó una carcajada.

–Qué ignorante eres, Margie. Los maestros no vivían en la casa. Tenían un edificio especial y todos los chicos
iban allí.

–¿Y todos aprendían lo mismo?

–Claro, siempre que tuvieran la misma edad.

–Pero mi madre dice que a un maestro hay que sintonizarlo para adaptarlo a la edad de cada niño al que
enseña y que cada chico debe recibir una enseñanza distinta.

–Pues antes no era así. Si no te gusta, no tienes por qué leer el libro.

–No he dicho que no me gustara -se apresuró a decir Margie.

Quería leer todo eso de las extrañas escuelas. Aún no habían terminado cuando la madre de Margie llamó:

–¡Margie! ¡Escuela! Margie alzó la vista.

–Todavía no, mamá.


–¡Ahora! -chilló la señora Jones–. Y también debe de ser la hora de Tommy.

–¿Puedo seguir leyendo el libro contigo después de la escuela? –le preguntó Margie a Tommy.

–Tal vez –dijo él con petulancia, y se alejó silbando, con el libro viejo y polvoriento debajo del brazo.

Margie entró en el aula. Estaba al lado del dormitorio, y el maestro automático se hallaba encendido ya y
esperando. Siempre se encendía a la misma hora todos los días, excepto sábados y domingos, porque su
madre decía que las niñas aprendían mejor si estudiaban con un horario regular. La pantalla estaba
iluminada.

–La lección de aritmética de hoy –habló el maestro– se refiere a la suma de quebrados propios. Por favor,
inserta la tarea de ayer en la ranura adecuada.

Margie obedeció, con un suspiro. Estaba pensando en las viejas escuelas que había cuando el abuelo del
abuelo era un chiquillo. Asistían todos los chicos del vecindario, se reían y gritaban en el patio, se sentaban
juntos en el aula, regresaban a casa juntos al final del día. Aprendían las mismas cosas, así que podían
ayudarse a hacer los deberes y hablar de ellos. Y los maestros eran personas…

La pantalla del maestro automático centelleó.

–Cuando sumamos las fracciones ½ y ¼…Margie pensaba que los niños debían de adorar la escuela en los
viejos tiempos. Pensaba e n cuánto se divertían.

Algo muy grave va a suceder en este pueblo - Gabriel García Marquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una
hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le
pasa y ella les responde:

—No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar
al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

—Te apuesto un peso a que no la haces.


Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era
una carambola sencilla. Contesta:

—Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo
grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mamá o una nieta o
en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

—Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.

—¿Y por qué es un tonto?

—Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá
amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Entonces le dice su madre:

—No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.


La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

—Véndame una libra de carne —y en el momento que se la están cortando, agrega—: Mejor véndame dos,
porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:

—Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando
y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

—Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne,
mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el
pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace
calor como siempre. Alguien dice:

—¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

—¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a
la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

—Sin embargo —dice uno—, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

—Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

—Sí, pero no tanto calor como ahora.


Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

—Hay un pajarito en la plaza.


Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

—Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

—Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y no
tienen el valor de hacerlo.

—Yo sí soy muy macho —grita uno—. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el
pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:

—Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

—Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa

—y entonces la incendia y otros incendian también sus casas.


Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora
que tuvo el presagio, clamando:

—Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.

HISTORIA DE LOS DOS QUE SOÑARON ( Jorge Luis Borges)

Cuentan los hombres dignos de fe (pero sólo Alá es omnisciente y poderoso y misericordioso y no duerme) que
hubo en El Cairo un hombre poseedor de riquezas, pero tan magnánimo y liberal que todas las perdió, menos
la casa de su padre, y que se vio forzado a trabajar para ganarse el pan. Trabajó tanto que el sueño lo rindió
debajo de una higuera de su jardín y vio en el sueño a un desconocido que le dijo:

-Tu fortuna está en Persia, en Isfaján; vete a buscarla.

A la madrugada siguiente se despertó y emprendió el largo viaje y afrontó los peligros de los desiertos, de los
idólatras, de los ríos, de las fieras y de los hombres. Llegó al fin a Isfaján, pero en el recinto de esa ciudad lo
sorprendió la noche y se tendió a dormir en el patio de una mezquita. Había, junto a la mezquita, una casa y
por el decreto de Dios Todopoderoso una pandilla de ladrones atravesó la mezquita y se metió en la casa, y las
personas que dormían se despertaron y pidieron socorro. Los vecinos también gritaron, hasta que el capitán de
los serenos de aquel distrito acudió con sus hombres y los bandoleros huyeron por la azotea. El capitán hizo
registrar la mezquita y en ella dieron con el hombre de El Cairo y lo llevaron a la cárcel. El juez lo hizo
comparecer y le dijo:

-¿Quién eres y cuál es tu patria?

El hombre declaró:

-Soy de la ciudad famosa de El Cairo y mi nombre es Yacub El Magrebí.

El juez le preguntó:

-¿Qué te trajo a Persia?

El hombre optó por la verdad y le dijo:

-Un hombre me ordenó en un sueño que viniera a Isfaján, porque ahí estaba mi fortuna. Ya estoy en Isfaján y
veo que la fortuna que me prometió ha de ser esta cárcel.

El juez se echó a reír.


-Hombre desatinado -le dijo-, tres veces he soñado con una casa en la ciudad de El Cairo, en cuyo fondo hay
un jardín. Y en el jardín un reloj de sol y después del reloj de sol, una higuera y bajo la higuera un tesoro. No
he dado el menor crédito a esa mentira. Tú, sin embargo, has errado de ciudad en ciudad, bajo la sola fe de tu
sueño. Que no vuelva a verte en Isfaján. Toma estas monedas y vete.

El hombre las tomó y regresó a la patria. Debajo de la higuera de su casa (que era la del sueño del juez)
desenterró el tesoro. Así Dios le dio bendición y lo recompensó y exaltó. Dios es el Generoso, el Oculto.

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