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Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui
me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces
comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis
de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando
de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía
descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos
pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal
que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal
que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los
hombres.
Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto
con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el
paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de
entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se
perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que
ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a
poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A
veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé
que son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando
desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He
llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo
a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar
un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Le parecía ver Cosas por el rabillo del ojo. Si daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente,
las Cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la
cabeza con la frazada era todavía peor: los monstruos que se imaginaba podrían encontrarlo así,
sin que él pudiera verlos llegar, y entonces estaría completamente indefenso. Era mejor estar
atento.
Le daban risa los chicos que le tenían miedo a los ladrones, que al fin y al cabo son seres
humanos.
Si entraran ladrones en la casa, al menos ya no estaría solo. En realidad, solo del todo no
estaba: en la cama de al lado dormía Guillermo, su hermano menor. Pero Guille, que tenía ocho
años, no tenía ningún miedo: ¡porque se quedaba con él! Era el único momento de su vida en que
Leandro no estaba contento de ser el más grande y le hubiera gustado tener un hermano mayor.
El chiquito se dormía con un sueño profundo y tranquilo. Leandro estaba tan obsesionado que no
podía dejar de imaginar horrores. A cada rato se acercaba para asegurarse de que respiraba. ¿Y
cómo podía saber que seguía siendo realmente su hermano y no un extraterrestre que había
tomado su lugar?
Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de terror. Era lo
único que lo tranquilizaba y lo hacía olvidarse un rato de lo que tenía a su alrededor. Entonces,
cuando sus papás salían, se sentaba a leer en el living, con todas las luces prendidas hasta que
volvían, sobresaltándose con cada crujido de los muebles. Hay muchos ruidos extraños en el
silencio de la noche, ¿y cómo estar seguro de que todos son de este mundo?
Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y que, al mismo tiempo, le daba mucha
impresión. Se trataba de un hombre que había entrado a una cabaña perdida en medio del
bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que había dos puertas para salir, pero no
podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Al abrir una puerta al azar, se encontraba de
pronto en otra dimensión. Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito. Aquí y allá
había unos cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos. Una extraña atracción lo
impulsaba hacia la nada. Con un sobrehumano esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía
resistir y, casi sin darse cuenta, se encontraba de vuelta dentro de la cabaña. Pero, una vez más,
no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Tenía tanto miedo, que se
quedaba encerrado para siempre. Era una historieta. El dibujo mostraba que la cabaña tenía agua
corriente y que había, apoyadas en las paredes, pilas y pilas de latas de conserva, como para que
el lector supiera que lo que le esperaba no era una muerte rápida, sino meses y quizás años de
indecisión: el último dibujo mostraba las dos puertas, los dos picaportes. Leandro levantó la
cabeza de la revista y miró a su alrededor. Más de una vez había corrido la cortina del baño, de un
tirón, asustado, pensando que podía haber un cadáver recostado en la bañadera, listo para
levantarse en cuanto él lo mirara. Pero nunca se le había ocurrido que todas las puertas podían ser
peligrosas. Ahora lo sabía. Su casa estaba llena de puertas. La de la cocina, la del baño, la de su
cuarto, la del cuarto de sus padres... Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y
terrible. Por suerte, casi todas estaban abiertas. Sólo la puerta de la cocina estaba cerrada. Y ahora
tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrirla? Dudó un momento con la mano sobre el picaporte,
avergonzado de sí mismo. Finalmente abrió de un empujón. Baldosas, azulejos, mesada,
microondas, licuadora, alacenas, cocina, heladera. Todo bien.
Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se encontró de golpe en un desierto
blanco y frío, infinito. Como en una pesadilla, todo parecía tener varios significados. Extrañas
formas de hielo se movían hacia él, primero lentamente, después cada vez más rápido. Si hubiera
tenido que describirlas, le habría costado encontrar las palabras, porque no se parecían a nada
que conociera. Lo peor era la sensación de múltiples miradas que se clavaban en él: porque esos
seres no tenían ojos. Miró hacia atrás. La puerta de la heladera había quedado a sus espaldas. Sin
darse cuenta, estaba alejándose de ella, perdiéndose fuera de su mundo. Sus piernas se movían
haciéndolo caminar hacia adelante como las de una marioneta manejada por los hilos del titiritero.
Tenía que cortar esos hilos invisibles con la fuerza de su voluntad. Se sentía cansado, muy cansado.
Con una decisión brutal, que le costó buena parte de su energía, se dio vuelta y trató de correr
para cruzar la puerta de la heladera y volver a la cocina. Pero las piernas se le hundían en la nieve
hasta los muslos. Y debajo de la nieve, el suelo, en lugar de estar rígido y congelado, parecía estar
hecho de un barro frío y poroso que se adhería a sus pantuflas. Leandro estaba vestido con un
pijama de verano y el frío era tan aterrador que ni siquiera lo hacía tiritar: empezaba a
adormecerse. Avanzó lentamente. A cada paso tenía que arrancar el pie de ese barro que no
alcanzaba a ver y que luchaba por tragárselo. Por suerte, la heladera no se había cerrado.
De algún modo llegó hasta allí, de algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar
al otro lado, mientras el barro helado devoraba sus pantuflas con un horrible sonido de absorción.
—¡Leandro! ¡Leandro! —la voz de su madre lo despertó—. ¡Te quedaste dormido leyendo
en el sillón del living! Era maravilloso, casi increíble volver a ver a sus
padres.
Durante mucho tiempo, Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera con la excusa de
que daba corriente. Su papá revisó con cuidado la instalación eléctrica, pero todo parecía estar en
orden. Además, ninguna otra persona de la casa sentía esas misteriosas descargas de las que
hablaba el chico, que también se mostraba muy cauteloso con todas las puertas en general. Con el
tiempo empezó a comportarse más normalmente. Había muchas explicaciones para lo que le
había pasado. Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el
jardín. Eso sí: las pantuflas no aparecieron nunca más. Pero hay tantas maneras de que se pierdan
unas pantuflas... ¿O no?
La primera noche apenas durmió. El crujir de las ventanas y del parqué la despertaba
continuamente. Pasaron tres días más hasta que empezó a acostumbrarse a los ruidos y descansó
del tirón. Una semana después, en una noche fría, un fuerte estruendo la sobresaltó. Había
tormenta y la ventana se había abierto de par en par por el fuerte vendaval. Presionó el
interruptor de la luz, pero no se encendió. El ruido volvió a sonar, esta vez, desde el otro extremo
de la habitación.
La familia se mudó de manera definitiva para dejar atrás aquella pesadilla. Leonor había
empezado a ir a un nuevo colegio y tenía nuevos amigos. Un día, la profesora de castellano les
repartió unos periódicos antiguos para una actividad. La niña ahogó un grito cuando, en una de las
portadas, vio al mismo niño una vez más, bajo un titular: “Aparece muerto un menor en extrañas
circunstancias”.
El roble del jardín
Cuando Alejandro vino al mundo, el roble ya estaba en el jardín, a nadie le extrañó que el
chico le temiera, pues era más grande que él y sus ramas parecían brazos estirándose para
alcanzar algo. Pensaron que al crecer olvidaría el miedo, pero no fue así, el niño se negaba a salir al
jardín, decía que el árbol quería atraparlo, intentando entrar por la ventana, hasta la cubrió
completamente con un mueble, y a veces los encontraban dormido en la tina del baño.
Nadie pudo creerle su historia, así que él simplemente se dedicó a fingir que todo estaba
bien. Como el chico no se quejaba más, todos dieron por olvidado el asunto, hasta que el pequeño
desapareció. La ventana estaba rota, había algunas hojas del roble en el suelo, y señales de
arrastre por el patio, las cuales llegaban también hasta el árbol. Aun así, nadie quiso mencionar la
relación evidente.
Declararon al chico como perdido iniciando el protocolo policiaco para su búsqueda, pero
esta no obtuvo ningún resultado positivo. Con el paso de los días, solo la madre reconoció que su
hijo no estaba mintiendo, las pruebas hablaban por si solas; incluso había pasado tanto tiempo
mirando con desconfianza al roble, que vio a las ramas cambiar de posición más de una vez.
Así que tomó un hacha, y fue a darle fuerte al tronco, por su herida brotó sangre, las
ramas se extendieron asustadas y la mujer golpeó con más fuerza, pero poco podía hacer para
derribar al gran roble. Cayó de rodillas al suelo, llena de decepción, pero entonces vio frente a ella
otra oportunidad, removió la tierra con mucho ímpetu, para descubrir las raíces del árbol y
salarlas, pero jamás imagino encontrarse con tal escena, el cuerpo de su hijo yacía ahí, entre las
raíces, ya casi seco, pues estas alimentaban el roble con la sangre del chico.
Esto había sucedido por muchos años, porque aparte se encontraron 14 cuerpos más,
justo igual al número de ramas que el árbol tenía.
Mina de diamantes
La minería es una de las actividades más antiguas que ha desarrollado el hombre desde
hace siglos, ya que la extracción de piedras preciosas siempre ha interesado a miles de personas.
Hoy les voy a contar una historia de terror que sucedió en un pequeño pueblo hace no
mucho tiempo. Resulta que en aquel lugar había una gran mina de diamantes, sólo que nadie se
atrevía a acercarse siquiera un poco a ella. La razón era porque aseguraban que en su interior vivía
una bruja. Nelson creía que todo esto eran supercherías y un día se animó a llevar a cabo una
inspección por sí solo, con el fin de demostrarles a los demás que estaban completamente
equivocados.
Con sólo dar el primer paso dentro del yacimiento, pudo percatarse de que aquella
caverna estaba cubierta en su totalidad de diamantes, inclusive algunos yacían en el piso
esperando literalmente que alguien pasara y los recogiese. Precisamente eso fue lo que hizo, se
detuvo a recolectar unas cuantas piedras cuando de momento escuchó una serie de tétricas
carcajadas. Sin saber bien por qué lo hizo, aquella risa lo obligó a adentrarse más y más en la mina.
Al ver que tardaba más de lo pactado, sus amigos comenzaron a llamarlo a gritos, aunque
sin obtener ninguna respuesta. Mientras tanto el joven prolongaba su caminata tal y como si se
tratara de un zombi o más bien de un ente sin alma. En un suspiro apareció la bruja frente a él y le
dijo:
– Por supuesto que sí, en esa mochila llevas varios de mis diamantes. Ahora pagarás por tu
osadía.
Y diciendo esto, la bruja levantó una de sus huesudas manos señaló al muchacho y lanzó
un conjuro.
La piel y la carne de Nelson se fueron carcomiendo lentamente, no sin antes dejar tras de
sí una serie de alaridos que brotaban de la boca de aquel hombre. Acto seguido, sus huesos fueron
convertidos en diamantes.
Era la primera vez que Omar iba al cementerio a visitar la tumba de su hermano mayor, el
cual murió siendo aún muy pequeño. Sus padres le habían contado de él, pero nunca antes los
había acompañado. Pero, decidieron que Omar ya era mayor y podría unirse a la tradición familiar.
El chico observaba con atención todo lo que había a su alrededor, grandes estatuas de
piedra con forma de ángeles, cruces de todos tamaños y con todo tipo de garabatos, y por
supuesto muchas tumbas. Sus familiares que ya conocían bien el camino, se movían ágilmente
entre las lapidas, y a él lo dejaron un poco rezagado. Mientras se apresuraba para no quedarse
muy atrás, pasó entre dos tumbas pisando un caballito de madera.
Ya que sus padres acostumbraban llevar juguetes a su hijo difunto en sus cumpleaños,
probablemente mucha más gente lo hacía, así que lo recogió para ponerlo en su lugar. Miro la
inscripción de las dos tumbas, y en ambas había enterrado un niño, lo cual le dificultaba un poco
para devolver el juguete a su dueño. Así que lo dejó a la suerte, y lanzando una moneda, decidió
dejarlo en la tumba a su izquierda.
Se dispuso a salir corriendo para alcanzar a su familia, pero su pie se atoró con algo, y
mientras estaba agachado tratando de zafarlo, le tocaron el hombro derecho y una suave voz le
susurró al oído: -Ese juguete era mío…-, aunque el chico volteó lo más rápido que pudo, sus ojos
solo percibieron una ligera forma traslucida que se deslizaba debajo de la lápida a su derecha.
Aunque sus pies estaban listos para salir corriendo y quería con todas sus fuerzas hacerlo,
no tuvo más remedio que tomar el caballito y devolverlo a su dueño, para después de eso jamás
volver a pisar un cementerio.
La Casa de los espejos
Esta historia de terror se remonta siglos atrás, en un pequeño pero hermoso pueblo,
donde vive una familia acaudalada: el padre, la madre y su hermosa hija. Esta chica era tan
hermosa que era la envidia de todo el pueblo, todos la querían, aunque los niños la odiaban.
Ella tenía una debilidad: los espejos. Le encantaba verse y peinarse en ellos. Era tanta la
obsesión de esta chica con ellos que su padre cada vez que regresaba de viaje, le traía uno
diferente, logrando así llenar su propia habitación con ellos.
Pero no eran una familia feliz. La madre odiaba a su hija por que obtenía mucha más
atención por parte del padre, y se sentía demasiado celosa, a tal punto que un día la madre le
colocó veneno en la cena, y mientras la chica comía, ella entretuvo a su esposo en el cuarto de
arriba. Cuando regresaron a la cocina, la joven ya estaba muerta.
Su padre se sumergió mucho en la tristeza, estaba destrozado. Tanto así que todos los días
se la pasaba en el cuarto de su hija llorando y consolando su pena.
Hasta que un día vio una luz especial en uno de los espejos. Se acercó, y vio a su hija
reflejada en él. Ella le mostró a través de este como su madre la había matado. El padre,
enfurecido, pide el arresto de su esposa. Nunca paró de visitar día tras día el cuarto de su hija para
ver su fantasma reflejado en los espejos de la habitación.
La muñeca de porcelana
«¡Mamá, quiero esa muñeca!» Dijo la pequeña Isabel totalmente nerviosa por tener una
nueva muñeca. «Volveremos mañana para comprártela, ¿vale? pero recuérdamelo, Isabel» le
contestó su madre en la misma tienda de antigüedades.
Isabel tenía sólo siete años y medio, pero ella podía tener todo lo que le gustaba gracias a
su mirada de pena que les ponía a sus padres. Esa misma noche, la pequeña tuvo dificultades para
dormirse ya que sólo pensaba en su futura nueva muñeca. Incluso si tenía un brazo menos, era la
muñeca de porcelana más bonita que había visto nunca. Ella tenía muchas, pero esa iba a ser la
más bonita de su colección.
A la mañana siguiente, Isabel desayunó viendo sus dibujos favoritos, como cada mañana.
Había soñado tanto con su muñeca que tenía sueño, estaba cansada y ya no quería esa muñeca.
Ya no le gustaba. Así que pasó el día entretenida con otras cosas y no le recordó a su madre que
tenían que ir a por la muñeca, porque ya no la deseaba.
Llegó la noche e Isabel fue a acostarse al piso de arriba. Ella tenía miedo de estar arriba
sola, así que su madre subía con ella y se ponía en la habitación de al lado a coser. Una media hora
más tarde de haberse acostado, una voz aguda despertó a la niña susurrándole al oído: «Subo 1, 2,
3 escalones…» La pequeña Isabel gritó asustada llamando a su madre: «Mamá, hay alguien en la
escalera que hace ruido» Su madre la tranquilizó diciendo que no había nada en absoluto. En
cuanto la madre abandonó la habitación, Isabel volvió a oír ese susurro que le dijo «Subo 4, 5, 6
escalones…» De nuevo Isabel llamó a su madre. Su madre le volvió a contestar que se
tranquilizara, que sería el ruido del frigorífico.
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un
ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a
la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente,
sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva
e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio
encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban
eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por
echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar
en nada hasta que llegaba su marido.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a
la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse
horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la
cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre
los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia
yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que
hacer…
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana
amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas
alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un
millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía
mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus
terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y
trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa,
no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos
pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un
rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero
desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y
no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
El huésped. Amparo Dávila.
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un
viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era
feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en
determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño,
incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro.
Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las
cosas y de las personas.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que
me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Solo mi marido gozaba
teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una pieza grande,
pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo, él pareció
sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades.
Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente
normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban
despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a
comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su
alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de
las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el
jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores
estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba,
por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el
perfume de las madreselvas y de las buganvilias.
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No
así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se
situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más.
Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de
pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya,
Guadalupe!”, gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel
ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él…
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la
madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar
que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su
alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos
solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas,
Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis
hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo
que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba
siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho
trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera…
Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté de la
cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica
en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier
momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la
gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría
ardido toda la casa.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó
al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces,
dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del
pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente
al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca
que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a
causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró
desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que
sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer
noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio
que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que
podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más
histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es
un ser inofensivo.”
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los
medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan
sola como un huérfano.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de
lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por
primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían
tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba
con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos
estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas
cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento…
Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni
Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que
mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue
mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más,
antes de abrir el cuarto.