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LA MIGALA.

JUAN JOSÉ ARREOLA

La migala discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no


disminuye.

El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria


callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el
destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui
me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces
comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis
de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando
de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía
descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos
pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal
que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal
que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los
hombres.

La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr


como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida
indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido
recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto
con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el
paso cosquilleante de la araña sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de
entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se
perfecciona.

Hay días en que pienso que la migala ha desaparecido, que se ha extraviado o que
ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a
poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A
veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé
que son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando
desaparece, no sé si lo ha devorado la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He
llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo
a merced de una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar
un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la migala


con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me
pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea
embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene,
levanta su cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por el pequeño monstruo,


recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Beatriz y en su compañía imposible.
La dama de blanco
El joven dobló por la calle Juncal, como todos los últimos sábados por la noche. Desde que
Lucía lo había dejado, se había vuelto su recorrido habitual. El aire que salía de su boca se
convertía en humo al encontrarse con el frío de agosto. Al llegar a la esquina de Junín, algo lo
motivó a cambiar de rumbo y unos metros más adelante, vio a una muchacha. Llevaba un vestido
de un blanco radiante. El joven no pudo frenar el impulso de invitarla a tomar algo y darle su
abrigo para protegerla. Entraron a “La Biela”, un bar tradicional del barrio de Recoleta. Eligieron
ubicarse junto a la ventana, alejados de la gente. Él le quitó el sobretodo a la muchacha, dejando
la blancura del vestido nuevamente al descubierto, y le acercó la silla en un gesto de
caballerosidad. Se sentaron enfrentados manteniendo la distancia que exigía la mesa. Él no sabía
con qué tema empezar la conversación. Tenía miedo de quedar en ridículo o espantarla. Se le
ocurrió que la música era un buen tema. Así se enteró de que a ella le gustaba la música clásica y
sabía tocar el piano. Cuando les trajeron el café supo su nombre: Luz María. El joven notó que los
hombres que estaban en el bar los miraban y murmuraban. No le pareció extraño siendo Luz
María tan hermosa. Él se ofreció a acompañarla hasta la casa y en el puesto de flores de la calle
Posadas, le compró un ramo de rosas. En el umbral de la puerta, entre miradas y sonrisas, la besó.
Sintió un escalofrío y volvió a su casa pensando en ella. Al día siguiente, decidió sorprenderla. Tocó
el timbre de su casa y una señora mayor le abrió la puerta. Él le preguntó por Luz María y, entre
llantos y gritos, recibió una respuesta inesperada. Su dama de blanco había muerto treinta años
atrás. Corrió al cementerio sin poder creer en las palabras de aquella mujer. Los nombres escritos
en las lápidas le lastimaban los ojos. Su desesperada búsqueda llegó a su fin frente al nombre de
Luz María grabado en el mármol. Cerró los ojos porque ya no quedaba nada por ver. Cuando el
vacío del mundo se había hecho más grande, el aroma de las rosas se hizo presente y el joven
volvió a sentir el mismo escalofrío de la noche anterior. El sereno del Cementerio de La Recoleta
declaró que era habitual, desde hacía treinta años, ver pasear a Luz María vestida de blanco los
sábados por la noche.

Leyenda urbana, versión de Tatiana Lara Israeloff y Violeta Hadassi.


Miedo de noche
Leandro tenía mucho miedo de quedarse solo de noche, pero nunca lo hubiera confesado.
A los diez años, se sentía demasiado grande para pedirles a sus padres que no salieran. Lo cierto es
que cuando se iban, todo a su alrededor se volvía amenazador.

Le parecía ver Cosas por el rabillo del ojo. Si daba vuelta la cabeza para mirarlas de frente,
las Cosas desaparecían. Quedarse en su cuarto, sobre todo, le resultaba intolerable. Taparse la
cabeza con la frazada era todavía peor: los monstruos que se imaginaba podrían encontrarlo así,
sin que él pudiera verlos llegar, y entonces estaría completamente indefenso. Era mejor estar
atento.

Le daban risa los chicos que le tenían miedo a los ladrones, que al fin y al cabo son seres
humanos.

Si entraran ladrones en la casa, al menos ya no estaría solo. En realidad, solo del todo no
estaba: en la cama de al lado dormía Guillermo, su hermano menor. Pero Guille, que tenía ocho
años, no tenía ningún miedo: ¡porque se quedaba con él! Era el único momento de su vida en que
Leandro no estaba contento de ser el más grande y le hubiera gustado tener un hermano mayor.
El chiquito se dormía con un sueño profundo y tranquilo. Leandro estaba tan obsesionado que no
podía dejar de imaginar horrores. A cada rato se acercaba para asegurarse de que respiraba. ¿Y
cómo podía saber que seguía siendo realmente su hermano y no un extraterrestre que había
tomado su lugar?

Lo curioso es que, al mismo tiempo, a Leandro le encantaba leer cuentos de terror. Era lo
único que lo tranquilizaba y lo hacía olvidarse un rato de lo que tenía a su alrededor. Entonces,
cuando sus papás salían, se sentaba a leer en el living, con todas las luces prendidas hasta que
volvían, sobresaltándose con cada crujido de los muebles. Hay muchos ruidos extraños en el
silencio de la noche, ¿y cómo estar seguro de que todos son de este mundo?

Un día estaba leyendo un cuento que le gustaba y que, al mismo tiempo, le daba mucha
impresión. Se trataba de un hombre que había entrado a una cabaña perdida en medio del
bosque. Pasaba la noche allí y a la mañana descubría que había dos puertas para salir, pero no
podía acordarse por cuál de las dos había entrado. Al abrir una puerta al azar, se encontraba de
pronto en otra dimensión. Un desierto inmenso y horrible se extendía hasta el infinito. Aquí y allá
había unos cactus que se movían lentamente y parecían tener ojos. Una extraña atracción lo
impulsaba hacia la nada. Con un sobrehumano esfuerzo de la voluntad, el hombre conseguía
resistir y, casi sin darse cuenta, se encontraba de vuelta dentro de la cabaña. Pero, una vez más,
no sabía cuál de las dos puertas daba al bosque y cuál daba al horror. Tenía tanto miedo, que se
quedaba encerrado para siempre. Era una historieta. El dibujo mostraba que la cabaña tenía agua
corriente y que había, apoyadas en las paredes, pilas y pilas de latas de conserva, como para que
el lector supiera que lo que le esperaba no era una muerte rápida, sino meses y quizás años de
indecisión: el último dibujo mostraba las dos puertas, los dos picaportes. Leandro levantó la
cabeza de la revista y miró a su alrededor. Más de una vez había corrido la cortina del baño, de un
tirón, asustado, pensando que podía haber un cadáver recostado en la bañadera, listo para
levantarse en cuanto él lo mirara. Pero nunca se le había ocurrido que todas las puertas podían ser
peligrosas. Ahora lo sabía. Su casa estaba llena de puertas. La de la cocina, la del baño, la de su
cuarto, la del cuarto de sus padres... Cualquiera de ellas podía conducir a un lugar desconocido y
terrible. Por suerte, casi todas estaban abiertas. Sólo la puerta de la cocina estaba cerrada. Y ahora
tenía sed, mucha sed. ¿Se atrevería a abrirla? Dudó un momento con la mano sobre el picaporte,
avergonzado de sí mismo. Finalmente abrió de un empujón. Baldosas, azulejos, mesada,
microondas, licuadora, alacenas, cocina, heladera. Todo bien.

Entonces abrió la heladera para sacar una gaseosa y se encontró de golpe en un desierto
blanco y frío, infinito. Como en una pesadilla, todo parecía tener varios significados. Extrañas
formas de hielo se movían hacia él, primero lentamente, después cada vez más rápido. Si hubiera
tenido que describirlas, le habría costado encontrar las palabras, porque no se parecían a nada
que conociera. Lo peor era la sensación de múltiples miradas que se clavaban en él: porque esos
seres no tenían ojos. Miró hacia atrás. La puerta de la heladera había quedado a sus espaldas. Sin
darse cuenta, estaba alejándose de ella, perdiéndose fuera de su mundo. Sus piernas se movían
haciéndolo caminar hacia adelante como las de una marioneta manejada por los hilos del titiritero.
Tenía que cortar esos hilos invisibles con la fuerza de su voluntad. Se sentía cansado, muy cansado.
Con una decisión brutal, que le costó buena parte de su energía, se dio vuelta y trató de correr
para cruzar la puerta de la heladera y volver a la cocina. Pero las piernas se le hundían en la nieve
hasta los muslos. Y debajo de la nieve, el suelo, en lugar de estar rígido y congelado, parecía estar
hecho de un barro frío y poroso que se adhería a sus pantuflas. Leandro estaba vestido con un
pijama de verano y el frío era tan aterrador que ni siquiera lo hacía tiritar: empezaba a
adormecerse. Avanzó lentamente. A cada paso tenía que arrancar el pie de ese barro que no
alcanzaba a ver y que luchaba por tragárselo. Por suerte, la heladera no se había cerrado.

De algún modo llegó hasta allí, de algún modo logró aferrarse al borde de la puerta y saltar
al otro lado, mientras el barro helado devoraba sus pantuflas con un horrible sonido de absorción.

—¡Leandro! ¡Leandro! —la voz de su madre lo despertó—. ¡Te quedaste dormido leyendo
en el sillón del living! Era maravilloso, casi increíble volver a ver a sus

padres.

—¿Qué te pasó? —preguntó su papá—. ¿Otra vez tuviste un mal sueño?

—Pero mirá como tenés los pies embarrados...

¿Saliste al jardín en pantuflas? —preguntó la mamá.

Durante mucho tiempo, Leandro se negó a abrir la puerta de la heladera con la excusa de
que daba corriente. Su papá revisó con cuidado la instalación eléctrica, pero todo parecía estar en
orden. Además, ninguna otra persona de la casa sentía esas misteriosas descargas de las que
hablaba el chico, que también se mostraba muy cauteloso con todas las puertas en general. Con el
tiempo empezó a comportarse más normalmente. Había muchas explicaciones para lo que le
había pasado. Una simple pesadilla, por ejemplo, que lo había hecho caminar en sueños por el
jardín. Eso sí: las pantuflas no aparecieron nunca más. Pero hay tantas maneras de que se pierdan
unas pantuflas... ¿O no?

Ana María Shua.


El visitante nocturno

Leonor se mudaba de nuevo. A su madre le encantaba la restauración, así que su


predilección por las casas antiguas empujaba a la familia a llevar una vida más bien nómada. Era la
primera noche que dormían allí y, como siempre, su madre le había dejado una pequeña bombilla
encendida para espantar todos sus miedos. Cada vez que se cambiaban de casa le costaba
conciliar el sueño.

La primera noche apenas durmió. El crujir de las ventanas y del parqué la despertaba
continuamente. Pasaron tres días más hasta que empezó a acostumbrarse a los ruidos y descansó
del tirón. Una semana después, en una noche fría, un fuerte estruendo la sobresaltó. Había
tormenta y la ventana se había abierto de par en par por el fuerte vendaval. Presionó el
interruptor de la luz, pero no se encendió. El ruido volvió a sonar, esta vez, desde el otro extremo
de la habitación.

Se levantó corriendo y, con la palma de la mano extendida sobre la pared, empezó a


caminar en busca de su madre. Estaba completamente a oscuras. A los dos pasos, su mano chocó
contra algo. Lo palpó y se estremeció al momento: era un mechón de pelo. Atemorizada, un
relámpago iluminó la estancia y vio a un niño de su misma estatura frente a ella. Arrancó a correr
por el pasillo, gritando, hasta que se topó con su madre. “¿Tú también lo has visto?”, le preguntó.

Sin ni siquiera preparar el equipaje, salieron pitando de la casa. Volvieron al amanecer,


tiritando y con las ropas mojadas. Se encontraron todo tal y como lo habían dejado… menos el
espejo de la habitación de la niña. Un mechón de pelo colgaba de una de las esquinas y la palabra
“FUERA” estaba grabada en el vidrio.

La familia se mudó de manera definitiva para dejar atrás aquella pesadilla. Leonor había
empezado a ir a un nuevo colegio y tenía nuevos amigos. Un día, la profesora de castellano les
repartió unos periódicos antiguos para una actividad. La niña ahogó un grito cuando, en una de las
portadas, vio al mismo niño una vez más, bajo un titular: “Aparece muerto un menor en extrañas
circunstancias”.
El roble del jardín

Cuando Alejandro vino al mundo, el roble ya estaba en el jardín, a nadie le extrañó que el
chico le temiera, pues era más grande que él y sus ramas parecían brazos estirándose para
alcanzar algo. Pensaron que al crecer olvidaría el miedo, pero no fue así, el niño se negaba a salir al
jardín, decía que el árbol quería atraparlo, intentando entrar por la ventana, hasta la cubrió
completamente con un mueble, y a veces los encontraban dormido en la tina del baño.

Nadie pudo creerle su historia, así que él simplemente se dedicó a fingir que todo estaba
bien. Como el chico no se quejaba más, todos dieron por olvidado el asunto, hasta que el pequeño
desapareció. La ventana estaba rota, había algunas hojas del roble en el suelo, y señales de
arrastre por el patio, las cuales llegaban también hasta el árbol. Aun así, nadie quiso mencionar la
relación evidente.

Declararon al chico como perdido iniciando el protocolo policiaco para su búsqueda, pero
esta no obtuvo ningún resultado positivo. Con el paso de los días, solo la madre reconoció que su
hijo no estaba mintiendo, las pruebas hablaban por si solas; incluso había pasado tanto tiempo
mirando con desconfianza al roble, que vio a las ramas cambiar de posición más de una vez.

Así que tomó un hacha, y fue a darle fuerte al tronco, por su herida brotó sangre, las
ramas se extendieron asustadas y la mujer golpeó con más fuerza, pero poco podía hacer para
derribar al gran roble. Cayó de rodillas al suelo, llena de decepción, pero entonces vio frente a ella
otra oportunidad, removió la tierra con mucho ímpetu, para descubrir las raíces del árbol y
salarlas, pero jamás imagino encontrarse con tal escena, el cuerpo de su hijo yacía ahí, entre las
raíces, ya casi seco, pues estas alimentaban el roble con la sangre del chico.

Esto había sucedido por muchos años, porque aparte se encontraron 14 cuerpos más,
justo igual al número de ramas que el árbol tenía.
Mina de diamantes

La minería es una de las actividades más antiguas que ha desarrollado el hombre desde
hace siglos, ya que la extracción de piedras preciosas siempre ha interesado a miles de personas.

Hoy les voy a contar una historia de terror que sucedió en un pequeño pueblo hace no
mucho tiempo. Resulta que en aquel lugar había una gran mina de diamantes, sólo que nadie se
atrevía a acercarse siquiera un poco a ella. La razón era porque aseguraban que en su interior vivía
una bruja. Nelson creía que todo esto eran supercherías y un día se animó a llevar a cabo una
inspección por sí solo, con el fin de demostrarles a los demás que estaban completamente
equivocados.

Con sólo dar el primer paso dentro del yacimiento, pudo percatarse de que aquella
caverna estaba cubierta en su totalidad de diamantes, inclusive algunos yacían en el piso
esperando literalmente que alguien pasara y los recogiese. Precisamente eso fue lo que hizo, se
detuvo a recolectar unas cuantas piedras cuando de momento escuchó una serie de tétricas
carcajadas. Sin saber bien por qué lo hizo, aquella risa lo obligó a adentrarse más y más en la mina.

Al ver que tardaba más de lo pactado, sus amigos comenzaron a llamarlo a gritos, aunque
sin obtener ninguna respuesta. Mientras tanto el joven prolongaba su caminata tal y como si se
tratara de un zombi o más bien de un ente sin alma. En un suspiro apareció la bruja frente a él y le
dijo:

– ¿Por qué entraste a hurtar mis cosas?

– Yo no he tomado nada que no sea mío. Replicó el joven sin inmutarse.

– Por supuesto que sí, en esa mochila llevas varios de mis diamantes. Ahora pagarás por tu
osadía.

Y diciendo esto, la bruja levantó una de sus huesudas manos señaló al muchacho y lanzó
un conjuro.
La piel y la carne de Nelson se fueron carcomiendo lentamente, no sin antes dejar tras de
sí una serie de alaridos que brotaban de la boca de aquel hombre. Acto seguido, sus huesos fueron
convertidos en diamantes.

Primera visita al cementerio

Era la primera vez que Omar iba al cementerio a visitar la tumba de su hermano mayor, el
cual murió siendo aún muy pequeño. Sus padres le habían contado de él, pero nunca antes los
había acompañado. Pero, decidieron que Omar ya era mayor y podría unirse a la tradición familiar.

El chico observaba con atención todo lo que había a su alrededor, grandes estatuas de
piedra con forma de ángeles, cruces de todos tamaños y con todo tipo de garabatos, y por
supuesto muchas tumbas. Sus familiares que ya conocían bien el camino, se movían ágilmente
entre las lapidas, y a él lo dejaron un poco rezagado. Mientras se apresuraba para no quedarse
muy atrás, pasó entre dos tumbas pisando un caballito de madera.

Ya que sus padres acostumbraban llevar juguetes a su hijo difunto en sus cumpleaños,
probablemente mucha más gente lo hacía, así que lo recogió para ponerlo en su lugar. Miro la
inscripción de las dos tumbas, y en ambas había enterrado un niño, lo cual le dificultaba un poco
para devolver el juguete a su dueño. Así que lo dejó a la suerte, y lanzando una moneda, decidió
dejarlo en la tumba a su izquierda.

Se dispuso a salir corriendo para alcanzar a su familia, pero su pie se atoró con algo, y
mientras estaba agachado tratando de zafarlo, le tocaron el hombro derecho y una suave voz le
susurró al oído: -Ese juguete era mío…-, aunque el chico volteó lo más rápido que pudo, sus ojos
solo percibieron una ligera forma traslucida que se deslizaba debajo de la lápida a su derecha.

Aunque sus pies estaban listos para salir corriendo y quería con todas sus fuerzas hacerlo,
no tuvo más remedio que tomar el caballito y devolverlo a su dueño, para después de eso jamás
volver a pisar un cementerio.
La Casa de los espejos

Esta historia de terror se remonta siglos atrás, en un pequeño pero hermoso pueblo,
donde vive una familia acaudalada: el padre, la madre y su hermosa hija. Esta chica era tan
hermosa que era la envidia de todo el pueblo, todos la querían, aunque los niños la odiaban.

Ella tenía una debilidad: los espejos. Le encantaba verse y peinarse en ellos. Era tanta la
obsesión de esta chica con ellos que su padre cada vez que regresaba de viaje, le traía uno
diferente, logrando así llenar su propia habitación con ellos.

Pero no eran una familia feliz. La madre odiaba a su hija por que obtenía mucha más
atención por parte del padre, y se sentía demasiado celosa, a tal punto que un día la madre le
colocó veneno en la cena, y mientras la chica comía, ella entretuvo a su esposo en el cuarto de
arriba. Cuando regresaron a la cocina, la joven ya estaba muerta.

Su padre se sumergió mucho en la tristeza, estaba destrozado. Tanto así que todos los días
se la pasaba en el cuarto de su hija llorando y consolando su pena.

Hasta que un día vio una luz especial en uno de los espejos. Se acercó, y vio a su hija
reflejada en él. Ella le mostró a través de este como su madre la había matado. El padre,
enfurecido, pide el arresto de su esposa. Nunca paró de visitar día tras día el cuarto de su hija para
ver su fantasma reflejado en los espejos de la habitación.
La muñeca de porcelana

«¡Mamá, quiero esa muñeca!» Dijo la pequeña Isabel totalmente nerviosa por tener una
nueva muñeca. «Volveremos mañana para comprártela, ¿vale? pero recuérdamelo, Isabel» le
contestó su madre en la misma tienda de antigüedades.

Isabel tenía sólo siete años y medio, pero ella podía tener todo lo que le gustaba gracias a
su mirada de pena que les ponía a sus padres. Esa misma noche, la pequeña tuvo dificultades para
dormirse ya que sólo pensaba en su futura nueva muñeca. Incluso si tenía un brazo menos, era la
muñeca de porcelana más bonita que había visto nunca. Ella tenía muchas, pero esa iba a ser la
más bonita de su colección.

A la mañana siguiente, Isabel desayunó viendo sus dibujos favoritos, como cada mañana.
Había soñado tanto con su muñeca que tenía sueño, estaba cansada y ya no quería esa muñeca.
Ya no le gustaba. Así que pasó el día entretenida con otras cosas y no le recordó a su madre que
tenían que ir a por la muñeca, porque ya no la deseaba.

Llegó la noche e Isabel fue a acostarse al piso de arriba. Ella tenía miedo de estar arriba
sola, así que su madre subía con ella y se ponía en la habitación de al lado a coser. Una media hora
más tarde de haberse acostado, una voz aguda despertó a la niña susurrándole al oído: «Subo 1, 2,
3 escalones…» La pequeña Isabel gritó asustada llamando a su madre: «Mamá, hay alguien en la
escalera que hace ruido» Su madre la tranquilizó diciendo que no había nada en absoluto. En
cuanto la madre abandonó la habitación, Isabel volvió a oír ese susurro que le dijo «Subo 4, 5, 6
escalones…» De nuevo Isabel llamó a su madre. Su madre le volvió a contestar que se
tranquilizara, que sería el ruido del frigorífico.

Pero la pequeña voz continuó subiendo las escaleras: «Subo 7, 8, 9, 10 escalones y ya


estoy en el pasillo», repitió la pequeña voz con una risa sarcástica.

A la mañana siguiente, la madre de Isabel se sorprendió de despertarse antes de ella. Pero


pensó en las dificultades que había tenido para dormirse y pensó que estaría cansada. Pero
transcurrida una hora le pareció raro que aún no se hubiera despertado, por lo que subió a ver
cómo estaba su hija. La madre gritó con terror viendo a su hija ahogada en su propia sangre y
apuñalada más de 17 veces, con el brazo arrancado y viendo a esa pequeña y adorable muñeca de
la tienda de antigüedades con el brazo de su hija como sustituto del suyo.

El almohadón de plumas. Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su
marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un
ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a
la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente,
sin darlo a conocer.

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva
e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio
encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes,
afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban
eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por
echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar
en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró


insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada
en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le
pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello.
Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia.
Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin
moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida.
El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absoluto.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a
la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse
horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra
ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la
cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que


descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía
sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente
mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre
los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia
yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que
hacer…

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana
amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas
alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un
millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía
mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus
terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y
trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa,
no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos
pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un
rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos


lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.


Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta
dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los lados. Sobre
el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso,
una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su
boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero
desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y
no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
El huésped. Amparo Dávila.

Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un
viaje.

Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era
feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en
determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño,
incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.

No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro.
Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las
cosas y de las personas.

Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi


marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba
desconfianza y horror. “Es completamente inofensivo” —dijo mi marido mirándome con marcada
indiferencia—. “Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…” No hubo manera de
convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.

No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que
me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Solo mi marido gozaba
teniéndolo allí.

Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era esta una pieza grande,
pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo, él pareció
sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades.
Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.

Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente
normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban
despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a
comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su
alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de
las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el
jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores
estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba,
por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el
perfume de las madreselvas y de las buganvilias.

En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y


heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las
hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se
escapaban de la vieja manguera.

Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque


pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo veces que, cuando estaba preparando la
comida, veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí…
yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una
loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado.

Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No
así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.

Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se
situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más.
Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de
pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. “¡Allí está ya,
Guadalupe!”, gritaba desesperada.

Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel
ser tenebroso. Siempre decíamos: —allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él…

Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la
madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar
que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su
alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos
solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas,
Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis
hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo
que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba
siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho
trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…

Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera…
Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté de la
cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica
en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier
momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la
gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría
ardido toda la casa.

Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa.


Solo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se
habían agotado.

Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó
al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces,
dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del
pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente
al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca
que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a
causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró
desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que
sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.

Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer
noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio
que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que
podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. “Cada día estás más
histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es
un ser inofensivo.”

Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los
medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan
sola como un huérfano.

Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi


lado. Cuando Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.

—Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.

—Tendremos que hacer algo y pronto —me contestó.

—¿Pero ¿qué podemos hacer las dos solas?

—Solas, es verdad, pero con un odio…

Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.

La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a


arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.

No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de
lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por
primera vez pude cerrar la puerta.

Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían
tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba
con furia…

Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos
estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas
cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.

Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y


clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas
de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después
cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente.
Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido,
parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo
nos abrazamos llorando.

Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento…
Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni
Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que
mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue
mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…

Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más,
antes de abrir el cuarto.

Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y


desconcertante.

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