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June 20, 2022

Capítulo 35. Alea iacta est


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capítulo 35

Alea iacta est


Nadie es tan valiente que no sea perturbado por algo inesperado.

Nada es tan difícil que no pueda conseguir la fortaleza.

Julio César

Ignacio llevó a Francisco al hospital a una consulta con el traumatólogo que


lo había operado. Su amigo se manejaba con muletas, por supuesto sin
apoyar el pie. Al llegar allí, les informaron que el médico había tenido una
emergencia familiar y que no se encontraba en la ciudad. En su lugar, los
atendería la doctora Rivas, que conocía la historia clínica y había estado
presente en la cirugía.

Ignacio abonó la consulta y regresó a la sala de espera.

–No está tu médico. Parece que tuvo una emergencia y está fuera de Bogotá.
:
Te atenderá la doctora Rivas –explicó.

–Ayúdame, nos vamos –respondió incorporándose lo más rápido que pudo.

–¿Por qué? Detente. Dijo que conoce tu historia clínica y que estuvo presente
en la operación. Es solo un control. ¿Desconfías porque es mujer?

–Conoce algo más que mi historia clínica. ¿Estuvo en mi operación? –repitió.

–Eso dijo la secretaria. No entiendo. ¿Podrías explicarme qué sucede?

–No lo puedo creer. Es mi ex. La dejé cuando conocí a Gina, pero estuvimos
juntos casi un año.

–¡Buenísimo!

–¿Eres imbécil? –atacó con cierto nerviosismo.

–No –respondió riendo–. No veo el problema. Eres separado ahora.

–Las cosas no terminaron de la mejor manera. No deseo verla.

En ese momento, la doctora salió del consultorio.

–Señor López –llamó de manera profesional.

Era tarde para irse. Se observaron. Buscaban sin disimular semejanzas con el
ayer. Ignacio no perdía detalle. Era una mujer atractiva. El ambo de color
azul le quedaba holgado. No podía advertir sus formas en detalle. No estaba
maquillada y tenía ojos claros. Además, era rubia. No se parecía a Gina. Su
absoluto opuesto, al menos físicamente. Eso ya era, en sí mismo, una gran
noticia.

–Vamos –lo impulsó Ignacio ignorando la voluntad de su amigo. Para él, nada
podía haber ocurrido de mejor manera.

Vencido por la situación, Francisco, tomó sus muletas y se dirigió al


consultorio.

–Tú esperas afuera –le ordenó a Ignacio, quien se veía contento observando la
función en mi primera fila.
:
–Está bien. Eres un ingrato, pero lo acepto. Aquí te espero –respondió en voz
baja–. Puedes demorar, no estoy apresurado –agregó.

Francisco lo fulminó con la mirada antes de ingresar en el consultorio. La


doctora cerró la puerta detrás de él.

–Parece que volviste a mi vida después de todo –dijo–. Confieso que no


esperaba que fuera en un quirófano y anestesiado, pero así fue. Casi veintiséis
años después –omitió las formalidades de un saludo típico en esas
circunstancias.

–Amalia… Lo siento. Sé que no fue fácil –respondió sin rodeos.

–No. No lo fue. Pero ha pasado mucho tiempo. No tengo reproches.

–Te lo agradezco, quise desaparecer cuando supe que eras tú quien


reemplazaba a mi médico.

–¿Cómo supiste?

–Porque estudiabas medicina entonces y me enteré de que te habías


graduado.

–Pudo ser otra Rivas –agregó.

–Es cierto, pero algo me aseguró que eras tú. Como te dije, hubiera querido
irme. Pero ya sabes, no estoy en mi mejor momento para salir corriendo –
bromeó.

–Ven a la camilla. Debo examinarte.

Francisco reconocía en ella la misma dulzura de su juventud. Había sido


buena con él. Quizá, de no haber conocido a Gina, se hubieran casado. Solían
hacer planes cuando estaban juntos. Pensó entonces que probablemente él
había nacido para estar en pareja. No recordaba etapas importantes de su
vida sin una mujer a su lado.

–No sé qué decir. Confieso que me siento incómodo.


:
–¿Por qué? –Porque no esperaba encontrarte. Además, prometí que jamás
volverías a saber de mí. Quería ayudarte a que me olvidaras.

–Francisco, han pasado años. Aquella promesa está vencida. Tú sigues casado
con ella y yo…

–¿Tú qué? –preguntó con un interés que a él mismo lo sorprendió al


escucharse. No aclaró que no continuaba casado. En su lugar, la última
conversación con Amalia sonó en el interior de sus recuerdos.

–No importa. Examinemos tu pierna. Nuestra relación es profesional ahora.

Enseguida y sin seguir hablando quitó la férula y luego el vendaje. Higienizó


la herida y constató que no hubiera infección. Era una suerte. Las fracturas
expuestas pocas veces no se infectaban. Luego realizó el proceso inverso.

–Evoluciona bien. No debes preocuparte.

Francisco no podía dejar de observarla. El sabor inesperado que provoca el


pasado cuando regresa sin avisar lo había atravesado sin que pudiera
reaccionar. ¿Acaso los finales de las historias inconclusas regresaban por su
definición? ¿O era un viaje a la nostalgia, en medio de su crisis matrimonial,
el que lo sorprendía pensando cómo habría sido su vida si la hubiera elegido
a Amalia, en lugar de dar espacio a la atracción que Gina había despertado?
La observaba en su rol de médica y le gustaba. No la miraba como mujer,
pero había cierto orgullo íntimo en ese reencuentro.

–¿Volveré a caminar?

–Por supuesto que lo harás –aseguró con una sonrisa.

Se miraron. Era una de esas conversaciones en las que se reviven momentos


que nada tienen que ver con las circunstancias que se comparten. Era muy
inoportuno recordar que se conocían desnudos como la memoria de
Francisco recreaba. También resultaba inevitable para Amalia rememorar que
había llorado más por ese hombre, que durante los casi veintiséis años
siguientes a su partida. El amor jugaba con esos reveses inexplicables. ¿Era
:
necesario que él apareciera? ¿Cuál era la señal que Dios pretendía enviarle?
No la captaba con claridad.

–Gracias…

–¿Por qué?

–Por tu profesionalismo y tu generosidad. Después de lo que hice, ya sé que


ha pasado tiempo suficiente –aclaró–, pudiste negarte a participar en mi
cirugía cuando supiste quién era. Yo lo hubiese hecho en tu lugar –agregó.

–No tienes que agradecerme. En verdad, no voy a negarte que al principio


sentí cierta sensación de revancha al reconocerte vulnerable, pero luego pudo
más lo que alguna vez me unió a ti. Solo quería que tu pierna sanara.

Francisco se sentía tranquilo. No podía decir que atraído. Gina latía en sus
entrañas, pero durante ese rato no la había recordado. Tenía curiosidad por
saber. Algunas veces, se había preguntado por el modo en que Amalia había
superado su abandono. Quizá la paradoja fuera que, en ese momento, él
debía aprender de ella. Le debía una indemnización emocional. Quizá no
volviera a verla.

–La verdad, no sé si sea el lugar o el momento, pero debes saber que aquello
en lo que creías, se cumplió en mi caso.

–¿Qué cosa?

–Tal vez no lo recuerdes, pero dijiste: “El que las hace las paga”. Y en eso
estoy, pagando.

–Estaba enojada… no comprendo de todas formas lo que intentas decir. ¿Qué


estás pagando?

–Te abandoné.

–Eso ya lo sé –dijo con sarcasmo.

–Lo que no sabes es que hace un tiempo, Gina me abandonó a mí. No sigo
casado con ella.
:
–¿Debo decir que lo lamento?

–Supongo que no.

Silencio. Miradas cruzadas. Una parte de la aniquilada autoestima de


Francisco empezaba a latir pausadamente.

Afuera, Ignacio sonreía y observaba la puerta del consultorio con gran


expectativa por el hecho de que no se hubiera abierto enseguida. ¿De qué
hablarían? No creía que la pierna fuera el único objeto de conversación en
ese escenario. Agradecía que hubiera sucedido un encuentro así. Su amigo
tenía que recuperar las ganas de vivir del modo que fuera. Gina no iba a
regresar. En lo más profundo de su ser, los dos lo sabían. Aunque él no lo
dijera directamente y su amigo tuviera la esperanza.

Amalia Rivas era una suerte de destello de luz. Un trébol de cuatro hojas. No
importaba cuál fuera su vida. Quizá estuviera casada y con hijos o tal vez no.
Pero algo era seguro, traía al presente una parte de la historia de Francisco en
la que él había sido protagonista, valorado y amado. Eso era mucho durante
la difícil tarea inicial de revalorizarse y pensarse como un hombre deseable.
Alguien por el que una mujer independiente había llorado. Se imponía dejar
atrás al que derramaba lágrimas por otra que no lo elegía. El universo había
arrojado equilibro contra el desorden de sus sentimientos. Francisco hacía
malabares. Más instinto que voluntad.

Al mismo tiempo, Amalia trataba de que sus pensamientos se organizaran y,


sobre todo, que coincidieran con sus deseos y sus palabras. Todo era un caos.
Mientras pensaba que debía actuar como médica, enviaba señales de mujer
que no olvida. Al tiempo que su voluntad era decir lo correcto, su boca
lanzaba palabras iguales a lo que sentía. Y por si hiciera falta, deseaba
concentrarse en la pierna de Francisco y, sin embargo, debía luchar contra su
mirada para que sus ojos no se detuvieran en su boca.

–Perdón, lo siento. No debí decir eso –dijo Amalia. Lo racional de su ser


habló.
:
–¿Sabes? Creo que a esta altura no importa lo que debemos o no hacer, sino
solo estar conformes con lo hecho. Así que está bien. No lo lamentes.

Ella sonrió.

–Nunca… –dijo sin pensar. Tenía urgencia por hacerle saber.

–¿Nunca qué? –preguntó–. Ah… nunca me perdonaste –adivinó–. No te


culpo.

–No. Nunca me casé.

Francisco sintió un vacío en el estómago. Amalia tiraba al mar una pesada


mochila de dolor. Sintió que quería intuir algo más. ¿Por qué le sucedía eso?
Había llegado a ese control roto de amor por Gina y un rato después se
descubría disfrutando que su ex nunca se hubiera casado. ¿Era su ego?
¿Cómo acomodar las sensaciones en esa transición? ¿Acaso algo en él sabía
que no vivía una crisis matrimonial sino un final definitivo?

Así de inesperado podía ser el destino. Los dados rodaban al ritmo de quien
los arrojaba, pero esa no era la cuestión. Lo relevante siempre sería quién los
detenía y de qué manera. Allí, la suerte quedaba echada. Ni antes ni después.

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