Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
capítulo 35
Julio César
–No está tu médico. Parece que tuvo una emergencia y está fuera de Bogotá.
:
Te atenderá la doctora Rivas –explicó.
–¿Por qué? Detente. Dijo que conoce tu historia clínica y que estuvo presente
en la operación. Es solo un control. ¿Desconfías porque es mujer?
–No lo puedo creer. Es mi ex. La dejé cuando conocí a Gina, pero estuvimos
juntos casi un año.
–¡Buenísimo!
Era tarde para irse. Se observaron. Buscaban sin disimular semejanzas con el
ayer. Ignacio no perdía detalle. Era una mujer atractiva. El ambo de color
azul le quedaba holgado. No podía advertir sus formas en detalle. No estaba
maquillada y tenía ojos claros. Además, era rubia. No se parecía a Gina. Su
absoluto opuesto, al menos físicamente. Eso ya era, en sí mismo, una gran
noticia.
–Vamos –lo impulsó Ignacio ignorando la voluntad de su amigo. Para él, nada
podía haber ocurrido de mejor manera.
–Tú esperas afuera –le ordenó a Ignacio, quien se veía contento observando la
función en mi primera fila.
:
–Está bien. Eres un ingrato, pero lo acepto. Aquí te espero –respondió en voz
baja–. Puedes demorar, no estoy apresurado –agregó.
–¿Cómo supiste?
–Es cierto, pero algo me aseguró que eras tú. Como te dije, hubiera querido
irme. Pero ya sabes, no estoy en mi mejor momento para salir corriendo –
bromeó.
–Francisco, han pasado años. Aquella promesa está vencida. Tú sigues casado
con ella y yo…
–¿Volveré a caminar?
–Gracias…
–¿Por qué?
Francisco se sentía tranquilo. No podía decir que atraído. Gina latía en sus
entrañas, pero durante ese rato no la había recordado. Tenía curiosidad por
saber. Algunas veces, se había preguntado por el modo en que Amalia había
superado su abandono. Quizá la paradoja fuera que, en ese momento, él
debía aprender de ella. Le debía una indemnización emocional. Quizá no
volviera a verla.
–La verdad, no sé si sea el lugar o el momento, pero debes saber que aquello
en lo que creías, se cumplió en mi caso.
–¿Qué cosa?
–Tal vez no lo recuerdes, pero dijiste: “El que las hace las paga”. Y en eso
estoy, pagando.
–Te abandoné.
–Lo que no sabes es que hace un tiempo, Gina me abandonó a mí. No sigo
casado con ella.
:
–¿Debo decir que lo lamento?
Amalia Rivas era una suerte de destello de luz. Un trébol de cuatro hojas. No
importaba cuál fuera su vida. Quizá estuviera casada y con hijos o tal vez no.
Pero algo era seguro, traía al presente una parte de la historia de Francisco en
la que él había sido protagonista, valorado y amado. Eso era mucho durante
la difícil tarea inicial de revalorizarse y pensarse como un hombre deseable.
Alguien por el que una mujer independiente había llorado. Se imponía dejar
atrás al que derramaba lágrimas por otra que no lo elegía. El universo había
arrojado equilibro contra el desorden de sus sentimientos. Francisco hacía
malabares. Más instinto que voluntad.
Ella sonrió.
Así de inesperado podía ser el destino. Los dados rodaban al ritmo de quien
los arrojaba, pero esa no era la cuestión. Lo relevante siempre sería quién los
detenía y de qué manera. Allí, la suerte quedaba echada. Ni antes ni después.
Ir a la siguiente página
: