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El último y provocador libro de Marcelino Cereijido | 16 ABR 12

La raíces sociales y biológicas de la hijoputez


Esta provocadora y lúcida investigación de Marcelino Cereijido replantea una de las
dudas existenciales más antiguas de la humanidad: ¿por qué existe el mal?
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“Hacia Una Teoría General Sobre Los Hijos de Puta” (Tusquets editores)

SINOPSIS

Mediante una perspectiva genética –que no deja de lado la historia, la literatura e


incluso la filosofía–, este fisiólogo celular y molecular examina la «hijoputez»
como «infamia universal». Según su análisis, el afán por causar daño al prójimo es
mucho más que un comportamiento cultural o psicológico, responde a pautas y
patrones que permiten un estudio de la maldad desde un punto de vista biológico.
Con un lenguaje ameno, siempre apegado a la ciencia, Cereijido busca una
explicación al comportamiento de los soldados en Guantánamo y Abu Ghraib, los
distintos tipos de castigos y tormentos infligidos a través de la historia, así
como el maltrato cotidiano al que están expuestos millones de personas condenadas a
la pobreza por una serie de decisiones tomadas por «hijos de puta».

IntraMed dialoga con Marcelino Cereijido


Un científico provocador, un libro apasionante

Como investigador profesional (fisiología celular y molecular) Marcelino Cereijido


está sometido y acostumbrado a un implacable “publish or perish”. Pero dedica sus
horas libres a escribir ensayos sobre temas que todavía no son territorios
exclusivos de la ciencia: “La Nuca de Houssay”, “La Muerte y sus Ventajas”, “La
Ciencia Como Calamidad”. Ahora publica en Argentina “Hacia Una Teoría General
Sobre Los Hijos de Puta” (Tusquets), libro que desde la misma portada nos causa dos
respingos: por lo insólito del tema y por la grosería del título.

“¿Insólito el tema? se sorprende el autor. ¡Para nada!” Es tan antiguo que ya se


lo debatía un milenio antes de que se desarrollara la ciencia moderna, y ha
mandado a la hoguera a quien lo enfocó incorrectamente. En el Siglo V Agustín de
Hipona (“San Agustín”) afirmaba que al Universo lo había creado un arquitecto
perfecto: Dios. ¿Perfecto? ¿Entonces –dudaban algunos teólogos- por qué hay
terremotos, sequías, hambrunas, guerras, piojos, enfermedades, crímenes. Quien,
para poder responder, admitiera cierta chapucería divina podía morir quemado en
una pira. Si en cambio argumentaban que Dios había creado un universo perfecto,
pero el Diablo metía su cola, dicha respuesta inauguraba por lo menos otras
dos escuelas teológicas, ambas peligrosas: (1) que Dios no debía ser tan
todopoderoso como se creía, pues era incapaz de mantener a raya al Diablo. (2) si
en cambio opinaba que Dios permite que el Satanás cometa diabluras para
ponernos a prueba, le retrucaban ¿A prueba? ¿Acaso no es omnisciente? ¿Necesita
matar de fiebre puerperal una de cada cinco mujeres durante el parto, o hacer
morir media Europa en una epidemia de Peste Negra para averiguarlo?

Con el colapso de los modelos teológicos, el tema del Mal fue desvaneciéndose, y
lo acabaron de matar los humanistas, para quienes ese tipo de fenómenos ocurre en
el plano de la ética. Sin embargo basta abrir cualquier periódico, en cualquier
país, cualquier día, para constatar que la perversidad del ser humano supera
ampliamente al cáncer, la lepra, el Alzheimer, y las enfermedades cardíacas puestos
juntos en eso de arruinar la vida. Por eso Cereijido se pregunta: en un Siglo XXI
que dedica institutos descomunales regados por todo el mundo al son de millones y
millones de dólares para estudiar esos flagelos ¿cómo es que el análisis de la
maldad humana recibe tan poca atención de los científicos? La respuesta está
contenida en la opinión de Karl Popper, para quien una pregunta sólo se puede
considerar científica cuando podemos hacer algo por responderla. Podría ser que el
tema de la perversidad esté aun demasiado verde para un tratamiento verdaderamente
científico; por eso Cereijido recurre al género ensayo.

En cuanto a la grosería del título, el autor es el primero en reconocerla y


lamentarla, pero es la humanidad entera que coincide en llamar “hijo de puta” al
perverso, y semejante coincidencia no le pasa desapercibida a Cereijido que quiere
revisar si la sabiduría popular tiene algo que decir al respecto. ¡Y lo tiene!
Justamente el Capítulo 8 se llama: “¿Las prostitutas tienen algo que ver con todo
esto?” y la respuesta es enfáticamente positiva; ya veremos. Cereijido llega a
lamentar que el mero llamarla “hijoputez” surge de una actitud imperdonablemente
machista, pero es que este machismo está en la raíz del problema. Sólo espera que
la lectura de su libro lo aclare y llegue a disculparlo.

Cereijido aclara que, así como en pleno Siglo V Agustín de Hipona no hubiera podido
dejar de darnos una explicación “a la teológica”, en pleno Siglo XXI él solo
puede intentar una interpretación “a la científica”. Pero ¿en qué consiste una
explicación científica? Justamente el Capítulo 2 (“Maneras de Interpretar la
Realidad”) nos entera de cómo sería una interpretación “a la científica”. Y en el
Capítulo 3 (¿Raíces biológicas de la hijoputez?) ya empieza a mostrarnos de lleno
los frutos de su enfoque, porque si realmente la hijoputez tuviera una raíz
biológica, significaría que ya la traemos codificada en nuestros genes, en cuyo
caso todos somos hijos de puta en potencia. Pero aquí el autor comienza a
enseñarnos cosas útiles, que nos enriquecerán aun en el caso de que al final de su
ensayo pudiéramos llegar a discrepar con él. Por ejemplo Pep Guardiola ha dicho
recientemente “Messi tiene el gen del gol”. Por supuesto lo ha dicho
metafóricamente, pues quien conozca el ABC de la evolución molecular, sabe muy bien
que un gen no puede ser seleccionando a lo largo de cientos de millones de años
para que un futbolista haga goles en el Siglo XXI. Pero entonces ¿cómo podría la
hijoputez tener raíces biológicas? Sobre todo teniendo en cuenta que hace, digamos,
cuarenta millones de años ni siquiera existían los Homo sapiens (nuestra especie).
¿Acaso la prostitución es más antigua que la humanidad? Y aquí viene una de las
tantas sorpresas del ensayo “Hacia Una Teoría General Sobre La Hijoputez”: sí
llamamos “prostituta” a la hembra que permita que el macho la copule para obtener
alguna ventaja, en momentos en que no podría procrear pues ni siquiera está en
celo, démonos por informados que hay peces hembras y aves hembras que ejercen la
prostitución cada vez que les conviene.

Luego, si hacemos sinónimos “hijoputez” y “perversidad”, arriesgamos caer en


antropocentrismos ¿Hay animales perversos? Cereijido advierte claramente el
peligro de adjudicar valores humanos a un bicho de hace cincuenta millones de años.
Pero su argumento va más o menos así: desde que la Evolución aprendió a hacer
animales de cuatro patas lo encontró tan ventajoso que le pasó la receta a nuestra
madre para que nos pusiera cuatro miembros a nosotros también. Hay arañas que en
plena cópula le devoran la cabeza al macho, lo que indica que la Evolución se
tomó largo tiempo en forjar dicha conducta. ¿Estamos seguro de que las recetas
genéticas para darles esos atributos a las arañas no han llegado hasta nosotros? Y
si no llegó ¿de qué manera las ha frenado, o las mantiene inhibidas?
Científicamente el asunto es muy complejo, pues es necesario buscar no solo si
hemos heredado un atributo que nos haga hijos de puta, sino también qué formación
tiene entre sus funciones la de mantenerlo a raya.

En el Capítulo 4 Cereijido nos recuerda el chasco que se llevó Hannah Arendt,


cuando fue a Jerusalem a presenciar el juicio de Adolf Eichmann, pensando tal vez
que vería un diablo con efluvios azufrados y cola en punta de flecha. Pero luego
tuvo que publicar “Banality of Evil” (la Banalidad del Mal), pues se convenció de
que Eichmann era un burócrata anodino que podía haber ido sentado a nuestro lado
en un colectivo porteño sin que nadie advirtiera que era (o había sido) un
terrible asesino. De hecho así fue: por años Eichmann por viajó entre nosotros
pasando por un porteño más. ¿Cuál es el mecanismo que transforma a un burócrata
cualunque en un mayúsculo criminal? De pronto estalla una guerra entre serbios y
croatas, y se matan, incendian, torturan, castran, violan, arrojan bebés a las
calderas. ¿Dónde habían estado esa bestias antes de la guerra? ¿En jaulas? No,
para nada. Eran sastres, vendedores de calzado, peluqueros, mozos de restaurante.
Lo que les encendió la hijoputez fueron las circunstancias. Por eso en el Capítulo
4 Cereijido se dedica a analizar ¿Qué son las circunstancias? Por eso nos entera
de qué son las restricciones, cómo operan, y para ilustrarlo con sencillez nos
cuenta que nuestros propios genes están restringidos, no se pueden leer, cual
libros que vinieran con las páginas sin cortar. Sólo un tipo de células muy
especiales (las de los islotes de Langerhans del páncreas) son capaces de des-
restringir el gen de insulina, leerlo y expresarlo. Si lo des-restringiera una
célula de su codo derecho y se pusiera a segregar insulina, usted lector padecería
una patología tremenda y hasta saldría publicado en alguna revista médica.

El Capítulo 4 es entonces otra instancia de que, en el remotísimo caso de que haya


un lector a quien no le interese la hijoputez, se entretendrá así y todo observando
cómo la enfoca Cereijido, y a los extremos que puede llegar un científico en
busca de explicaciones.

Por un momento creí haber leído mal el título del Capítulo 5 “Un Cambio de la Gran
Pauta” Pero no, el libro nos recuerda que hay envolventes (pautas), como cuando
decimos “El arte medieval” o “El amor en los tiempos del cólera”, o “El tango en
los 40’. En ese sentido Cereijido opina que la perversidad social tuvo un cambio de
la gran pauta hace unos diez mil años, provocado por la famosa Revolución Agraria.
Lo feo del asunto es que la nueva “gran pauta”, la que se comenzó a forjar hace
diez milenios, es la que hoy tenemos andando a toda orquesta, nos concierne y fue
un cambio para peor.

En ningún momento podemos leer relajadamente “Hacia Una Teoría General Sobre Los
Hijos de Puta”, pues contiene grandes sorpresas. Por ejemplo el Capítulo 6 se
titula “¿Y si el problema fuese que no hemos logrado ser suficientemente hijos de
puta?” A ver ¿hemos leído bien? ¿El autor está dejando entender que por ahí, si
aumentara el grado de hijoputez viviríamos más felices? No lo asegura, pero
tampoco se anima a descartar la posibilidad. Después de todo, en un nicho
ecológico no impera la bondad. Un conejo sabe que cualquier zorro lo va a devorar,
y una gacela que cualquier león la va a matar. “Parecería –comenta- que en la
naturaleza la hijoputez está maximizada”. No descarta que uno de los problemas
humanos, es que todavía nos perjudican los perversos porque no nos convencemos que
todos los humanos somos potencialmente (biológicamente) hijos de puta.” Y así
llegamos a uno de esos tópicos que no esperábamos, pero que Cereijido se vio
obligado a incluir para explicarnos sus puntos de vista. Uno de ellos se llama
“Biología del engaño y la mentira”. Pero no lo comentaré en esta nota, lean el
libro.

Quizás el Capítulo 7 “Los usos de la hijoputez” sea el único capítulo “lineal”, no


sorpresivo, tal vez porque a esta altura de nuestras vidas ya hemos aprendido cómo
operan los aparatos bélicos, las instituciones financieras, los carteles de la
droga. Pero si nos ponemos en el lugar del autor, nos queda claro de que en un
libro así no podría haber faltado un capítulo mostrando que un ser humano que ha
aprendido a usar la energía del viento, del carbón, del petróleo, del Sol y del
átomo no podría haber dejado de ponerle un arnés a la hijoputez y obligarla a
trabajar en su provecho. Veamos un ejemplo: toda especie ha “exagerado” algún
atributo y ha hecho de él una herramienta y un arma para la lucha por la vida. La
del Homo sapiens es la capacidad de conocer, y una forma de la maldad consiste en
arruinársela, ya sea desde afuera (la practica el Primer Mundo contra el Tercero )
y desde adentro (lo ejercen las jerarquías religiosas para que no accedamos a un
nivel capaz de poner en duda sus antiguallas e inmoralidades ).
El uso más obvio, ancestral y bochornoso surge de lo que los biólogos llaman
“dimorfismo sexual”, para referirse a que en algunas especies el macho y la hembra
se distinguen a simple vista a una cuadra de distancia. Pensemos en una yunta de
pavos reales, o en una morsa macho que es tres veces más grande que una hembra.
Pero es muy difícil para un no-especialista distinguir un alacrán macho de uno
hembra, una paloma macho de una hembra. El autor nos recuerda que nosotros, los
Homo sapiens, tenemos un gran dimorfismo sexual: el varón es en promedio más
poderoso muscularmente que la mujer, y las circunstancias siempre le han permitido
usar su fuerza para arruinarle la vida a la mujer en mil y una formas de
despiadado machismo.

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