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EL CHULLACHAQUI
UNO
Desde que era niño he oído hablar del chullachaqui: un espíritu del bosque
que puede ser juguetón cada vez que intenta extraviarte en la selva, o puede
ser maléfico como el mismo demonio cuando tiene malas intenciones. Eso lo
he oído de mis padres, hermanos y vecinos. Y eso me han enseñado también
en la escuela pública de Yurimaguas, donde estudié la primaria y secundaria.
Yo jamás he creído en esas tonterías. Siempre he pensado que detrás de
las leyendas de los ribereños y de los ingenuos citadinos descansaba el
pensamiento más primitivo del hombre, aquel que había surgido hace miles
de años para explicar el mundo que, al parecer, no tenía explicación.
Por eso, cuando en el periódico La Isula, en el que trabajaba como redactor
de sociales y regionales, me encargaron escribir sobre los seres mágicos de la
Amazonía, no tuve ningún reparo en aceptar la comisión.
- Pero nada de copiar de los libritos de leyendas amazónicas —dijo mi
jefe, el Chelo Panduro—. Queremos testimonios. Historias de gente que ha
visto tunches y yacurunas.
- Pero, jefe, todo el mundo dice que los ha visto.
Ya sé, ya sé. Todos creen que nos chupamos el dedo. Por eso ahora vas a
visitar a alguien que sí lo ha visto: el brujo Ahuanari. Mi mujer y su comadre
me han estado fregando todos los días para escribir sobre él, y ahora que se
acercan las fiestas de Yurimaguas vamos a hablar sobre la Amazonía y sus
costumbres. La Diomith Vásquez, esa chica que te gusta, va a escribir sobre
comida de la selva. A ti te tocan las leyendas. Dicen que el brujo Ahuanari
habla con los tunches, que se convierte en bufeo y que es infalible en sus
curaciones. Es más, la mayoría dice que es un chullachaqui, el diablo mismo.
—¿Y es un brujo?
—Debe ser un curandero. Ya sabes que la gente llama brujo a
cualquiera que fume un mapacho o pueda curar un resfrío.
Antes de ir a visitar al brujo Ahuanari, me metí a la biblioteca municipal
para averiguar todo sobre el chullachaqui. Según la creencia popular, se trataba
de un demonio juguetón, que solía convertirse en el ser amado de la persona
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que pasaba por el bosque, la llamaba y luego la extraviaba hasta el nunca


jamás.
También decían de él que tenía una pata chueca, y otros, que la manera de
reconocerlo era mirándole la pata, pues era de venado o de cabra.
Algunos lo pintaban con cuernos, otros simplemente decían que carecía
de cuerpo y que adoptaba el de una persona que uno conocía para engañar y
hacer que su víctima se extraviara para siempre. Muy pocos habían tenido la
suerte de escapar de sus garras, gracias a que se habían cruzado con algún
cazador en el bosque justo a tiempo. La mayoría simplemente había
desaparecido.
Con una idea clara del chullachaqui, tomé un motocarro a la casa del
brujo Ahuanari que se levantaba en las afueras de Yurimaguas, sobre un
monte que miraba desde lo alto las aguas calmadas del río Paranapura.
Al bajar del motocarro, que me dejó al final de la pista, el motocarrista
me preguntó si iba a ver al brujo. Le dije que sí.
- Tenga cuidado, señor. Ese brujo es malero.
- Solo estoy yendo a hablar con él —expliqué, sorprendido por la
advertencia—. No voy a curarme.
—Mi cuñado fue a curarse con ese brujo —dijo el motocarrista, pateando,
arrancando—. Y nunca más lo volvimos a ver. Vaya con cuidado, no se desvíe.
El motocarro se fue y me dejó solo ante el largo camino de tierra, árboles
y arbustos que enfilaban hacia la casa del brujo Ahuanari. Miré la
irregularidad de la trocha y me invadió un breve desaliento. Bueno, trabajo
es trabajo. Aunque la advertencia del motocarrista no me había dejado
indiferente, no era suficiente para asustarme
Palpé el bolsillo de mi pantalón, en el que guardaba mi pequeña grabadora
digital, y me sentí suficientemente armado. Las llaves de mi casa y mi
billetera eran mi único equipaje.
Caminé mirando alternadamente la orilla de árboles viejos y el otro
lado, donde se abría el Paranapura como una mansa laguna. Luego de unos
minutos, vi acercarse la figura de una viejita que caminaba con una

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