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Si ese cura no era un pedófilo, entonces yo era un extraterrestre. Y los tratos entre
un brujo abusivo y un pedófilo ya estaban bastante claros.
¡Brujo Churumpi, desgraciado! —grité. Y de un salto caí sobre él.

CINCO
Ubertino tuvo la suficiente fortaleza de ánimo para forcejear, patear hacia atrás
y liberarse de su captor. Enseguida corrió hacia su madre, protegiéndola.
—¡Profe, cuidado! —dijo el muchacho, justo cuando el brujo Churumpi me
asestaba una patada en la boca del estómago.
Caí de espaldas y me hice un ovillo. En esos momentos, cuando falta el aire
y es difícil respirar, uno queda expuesto al enemigo. El brujo aprovechó para
patearme nuevamente, esta vez en la espalda. Yo solo atiné a cubrirme la cabeza
con los brazos.
Pero no estaba todo perdido. Diana se abalanzó enfurecida contra el brujo
y lo arrastró de los pelos. El brujo cayó al suelo, pero no dejaba de mirarme. No
quería perder a su presa. Sin embargo, esos segundos de distracción fueron
suficientes para recobrar el aliento. Me puse de pie de un salto. El brujo
retrocedió. Me abalancé contra él y lo molí a puñetazos.
—¡No me pegue, por favor, no me pegue! —repetía.
Recordé al cura, y me volví. Pero no estaba.
¿Dónde está el cura? —dije.
—Desapareció —dijo Diana, mirando de un lado a otro.
—Estaba aquí hace un rato —murmuró Ubertino.
Entonces volvió nuevamente la figura que hubiera querido olvidar. Esa
especie de caballo demoníaco, negro, tan negro como aquello que nuestros ojos no
pueden ver.
El salvaje animal se lanzó contra nosotros, levantando sus patas delanteras
y relinchando, y nos echamos hacia atrás. Volvió a atacarnos. Sus Ojos parecían
pedazos de carbones encendidos al rojo vivo, y miraban con odio, con infinito odio.
Corrimos de una pared a otra. El brujo Churumpi, que se encontraba
agazapado en un rincón, se arrastró rápidamente y ganó la salida.
-¡Se escapa el brujo, profe! —gritó Ubertino.

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El animal enfurecido pareció entender esas palabras y corrió a cubrir la


salida. Desde ahí, se encabritó, nos amenazó con sus patas delanteras, bufando.
—¡Agarren piedras! ¡Todos! —grité.
Arrojamos las piedras, que cayeron contra su lomo, sus ancas y sus patas. El
animal relinchó con un sonido tan agudo, que nos paralizó. Jamás había oído
semejante ruido, mezcla de grito animal y eco de ultratumba.
Diana se abrazó a mí, llorando. En su mirada había una súplica.
Levanté una piedra y afiné la puntería. El animal parecía calentar el
hocico, pues ya salían humos y brasas cercanas. Entonces arrojé la Piedra, directo
a la cabeza. El golpe fue violento y cayó cerca del ojo. Vi que la sangre saltaba.
La bestia se encabritó de dolor, bajó la cabeza, se sacudió. Volvimos a arrojar
más piedras y el animal se batió en retirada. Salió a todo galope.
Nosotros salimos detrás de él. Era curioso oírlo galopar. No era el sonido
de los cascos sobre la tierra, sino sobre piedras o calzadas, tan nítidamente que
intimidaban. Eran sonidos para asustar El pavor nos unió en esos momentos.
Sudábamos a chorros. Diana tenía el rostro ensangrentado, y yo también. La
mirada atenta de Ubertino me espabiló un poco.
—Profe, mire —dijo Ubertino.
El brujo Churumpi arrojaba sal alrededor de la runamula, que no podía
salir del círculo trazado en tierra. Recordé haber visto a la runamula en esa misma
situación hacía varias noches. El brujo dominaba a la bestia.
Diana me tomó del brazo. Estaba llorando. —Ese cura maldito es la runamula,
profesor —me dijo, con palabras entrecortadas.
—Es lo que suponía —murmuré.
—Quería estar con mi hijo, y como yo me lo enfrenté, me mandó con ese brujo
malero para amenazarme con que nos mataría con brujerías. Y me hacía ir por las
noches a verlo. Me hicieron tomar un brebaje que me quitó la voluntad. Y hoy,
después de que se fue el médico que usted trajo y que no pudo ayudarme en
nada, hice llamar a un curandero, don Teobaldo. Él sí me curó. Y me advirtió
que no debía tomar nada, porque todo eran porquerías del brujo malvado.
La miré con compasión. Mientras el brujo seguía arrojando sal a la bestia,

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teníamos unos segundos para explicaciones.


—Ese brujo dañino a muchas mujeres ha obligado a estar con él. Y
quería que yo también fuese su mujer. Pero desde que murió mi esposo, yo no
quiero estar con nadie, profesor. Nadie me puede obligar.
Se abrazó a mí. Lloraba inconteniblemente.
—Ese cura, profe, ha estado con muchos niños —dijo Ubertino—. Lo que hace
no tiene nombre.
Lo que me contaban era lo que más o menos había intuido.
—¿Pero por qué estaban aquí? ¿Qué hacías en la iglesia —interrogué a
Diana— y tú aquí, Ubertino? ¿Por qué caminabas desnudo por la calle?
—La mujer se calmó. Arrugó las cejas. Le estaba invadiendo la furia. Nos
dieron de tomar brebajes, diciendo que era bueno. Nos estaban embrujando,
profesor.
—La gente creía que la runamula eras tú, Diana —dije—, y que estabas
engañando a tu esposo y por eso en el día tenías la cara arañada, y estabas como
ida. No sabíamos que tu esposo había muerto.
La mujer apretó los puños. La comprendí. Una viuda valiente.
—Yo solo tomé una vez, profe —dijo Ubertino—. Y no recuerdo nada. ¿Yo he
caminado calato por las calles?
No pudimos agregar nada más.
El brujo Churumpi nos había rodeado y, sin que nos diéramos cuenta,
había echado sal alrededor de nosotros para que no pudiéramos escapar. Reía
como un perro. Adiviné que su intención era liberar a la runamula y lanzarla sobre
nosotros, que esta vez no tendríamos escapatoria. Pero yo no creía en esas cosas.
Así que me encaminé para salir del círculo y sentí que no podía dar un paso más.
Ni siquiera pude saltar, porque no solo era la imposibilidad de caminar fuera
del círculo, sino además la ausencia repentina de fuerzas. Me sentía como
alguien que ha dejado de luchar y se resigna a ser aplastado por los acontecimientos.
Diana me tomó de un brazo y Ubertino abrazó a su madre. Los tres
habíamos perdido, repentinamente, la voluntad.
El brujo Churumpi barrió con el pie el círculo que aprisionaba a la runamula
y esta se lanzó contra nosotros. Apenas pudimos cubrirnos con los brazos y caer en
tierra.
La runamula comprendió que estábamos a su merced y detuvo el segundo
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