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carretera vieja, a pocos kilómetros de la caleta. El hombre juró que estaba por
detenerse cuando se dio cuenta de que la mujer flotaba sobre la calzada. Sin dudarlo
un instante, aceleró la marcha dispuesto a alejarse lo más rápido posible del lugar,
pero, inexplicablemente, la velocidad se redujo y la puerta del copiloto se abrió al
pasar al lado de la mujer. En ese momento, un viento helado invadió la cabina.

IX

“Llora, llora, desdichada, llora, llora tu pesar...”, susurraba Magdalena mientras


amasaba, cuando Samuel regresó a la casa después de casi un año de ausencia. La
muchacha no dio muestras de notar su presencia, incluso paseó la mirada sobre él un
par de veces, pero sin verlo. Más que enojada o indiferente, parecía abstraída en
pensamientos muy lejanos.

Él se sentó junto a la mesa de trabajo, tratando de encontrar la manera de explicarle


lo que había sucedido en su vida desde el momento en que la muchacha con la que
mantenía una aventura le había confesado que estaba embarazada.

Le dijo que siempre había querido ser padre, que la idea de dar vida lo emocionaba,
y que eso lo había empujado a tomar la decisión de marcharse. Magdalena levantó
la cabeza y lo miró con expresión vacía. ¿En realidad lo veía o acaso ella estaba
perdida en sus propios pensamientos? Samuel no supo qué responderle y siguió
narrando su historia reciente.

Le comentó que ahora trabajaba en una fábrica de conservas de pescado, pero que
extrañaba mucho hacerse a la mar con sus aparejos de pesca. Admitió que vivía no
muy lejos de allí, y, con honesta tristeza en la voz, le confesó que desde hacía algunas
semanas su mundo había cambiado, una vez más, de manera repentina. La que había
sido su mujer durante el último año estaba muerta, se había suicidado sin un motivo
aparente, y su hijo recién nacido, que había estado secuestrado unos días, acababa
de aparecer ahogado.

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Al volver a la caleta, Samuel no sabía qué reacción tendría Magdalena. Esperaba que
lo recibiera con sorpresa, incredulidad, enojo, hasta reproche, pero cuando ella lo
miró, finalmente, parecía otra persona. Sus dulces Ojos negros ardían convertidos en
dos bolas de fuego, y su rostro pálido y melancólico tenía una expresión feroz. Una
sonrisa macabra se dibujó en sus labios al pronunciar las dos únicas palabras que
guardaba para él: «Fui yo».

Samuel se puso de pie de un brinco, aterrado y a la vez furioso con la muchacha.


Intentó atacarla, pero su cuerpo no respondía a las órdenes de su cerebro. Como si
una fuerza mayor que la suya lo gobernara y lo obligara a actuar de acuerdo a otros
pensamientos, se quedó inmóvil. Luego, levantó una galonera que Magdalena
empujó con la punta del pie y roció con combustible toda la casa, con cuidado de
cubrir cada rincón. Magdalena lo miraba atenta y severa. Luego, mientras ella se
marchaba cerrando la puerta tras de sí, Samuel encendió una vela y la dejó caer.

El fuego se extendió rápidamente y, a duras penas, los vecinos lograron controlarlo.

Lucharon por rescatar al hombre que estaba adentro, pero fue imposible acercarse a
él. Mientras las lenguas de fuego lo envolvían, el cuerpo aquel permanecía inmóvil
como atado a la silla con cuerdas invisibles.

Dicen que en tiempos muy antiguos, cuando los europeos y los americanos recién
comenzaban a conocerse, sucedió que la hija más joven del jefe del pueblo se
enamoró de un recién llegado y él correspondió a su amor. Pero el destino de la
muchacha era otro, su padre ya la había prometido como esposa al gobernante de las
tierras vecinas y se negó a incumplir su palabra.

Los enamorados huyeron para vivir su amor al pie de una cascada, pero al ser
descubiertos por el furioso padre de la muchacha, la dicha terminó. El padre desafió
a muerte al amante, mientras un fiel lacayo ahogaba al hijo recién nacido de la pareja.

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La muchacha enloqueció al ver desbaratada su nueva familia y, llorando


amargamente, se lanzó a la cascada para morir ahogada como su bebé.

Desde entonces, el espíritu de la muchacha vaga por el continente tomando distintas


vestiduras: una joven hermosa, una calavera huesuda, un rostro dulce o una
espantosa visión con bolas de fuego en lugar de ojos; lleva un traje blanco, a veces
negro, carga un bebé muerto o roba los niños de otras madres. Tiene miles de
nombres: llorona, puculién, patasola, tuluvieja, tarumama y muchos más. Hasta el amor
doliente que revive en otras vidas ha ido cambiando: el padre cruel, el esposo infiel,
el amante traidor. Lo que sigue constante a lo largo del tiempo es la locura causada
por el amor fallido que la empuja a matar y a cometer suicidio.

XI

Apenas habían controlado el fuego en la casa de Magdalena, cuando ya se contaba


que el esposo de la muchacha había regresado del infierno para llevarse a su mujer.
Los vecinos aseguraban que habían visto a Samuel sentado en medio del fuego como
quien espera por alguien. Quienes decían haberle visto a la cara aseguraban que tenía
una expresión triste y que en ese preciso instante se habían escuchado los gemidos
agónicos de miles de voces condenadas.

Los agentes no encontraban relación entre el incendio y los extraños casos de suicidio
y muerte de niños, y preferían una versión menos infernal que les permitiera llegar a
alguna conclusión, por lo que buscaron a la muchacha para hacerle algunas
preguntas, pero nadie parecía haberla visto.

Los hechiceros que fueron llegando, alertados por las historias infernales, se armaban
de rituales y conjuros, con los cuales aseguraban podían liberar el alma de la joven
panadera del control de la Llorona.

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