Está en la página 1de 3

P á g i n a | 13

Antes de que el gallo cantara, en el momento más oscuro de la noche, los


hechiceros moribundos lanzaron un último encantamiento y, transformándose
en raíces de huarango, se hundieron en la tierra para renacer como árboles
mágicos.
Las brujas no tenían por costumbre morir: ellas vivían hasta envejecer tanto
que se convertían en un montoncito arena y se perdían en el desierto. Por eso,
para asegurar el regreso de las que habían muerto en batalla, las sobrevivientes
lanzaron una maldición: «El día en que la séptima cabeza de la palmera
reverdezca, Ica se hundirá en las aguas y el combate entre brujas y hechiceros
volverá a comenzar».
La duna que había servido de refugio y observatorio a Vincho, Anita
y el Gordo quedó envuelta en una suave penumbra y, aunque el bullicio
del enfrentamiento aún resonaba en sus oídos, el cansancio los fue
adormilando.
No sabrían decir cuánto tiempo durmieron, pero al despertar las horas
parecían haberse detenido. La luna se veía todavía muy cerca, y el trajinar
de gente por las polvorientas calles de Cachiche les decía que no era muy
tarde. Algo aletargados, levantaron sus bicicletas y volvieron al camino con
la intención de regresar a sus casas, pero el sueño o el ejercicio anterior
los había dejado sedientos y decidieron ir en busca de refrescos.

En la bodega, Vincho comentó el extraño sueño que acababa de tener.


Anita y el Gordo se atragantaron con la chicha al darse cuenta de que no era
posible que los tres hubieran soñado lo mismo. Recién entonces recordaron
a la estatua viviente y sus advertencias. El Gordo pensó en las historias que
le contaba su abuela. ¿Serían, en verdad, algo más que cuentos para asustarlo?
Bebieron sus refrescos a grandes sorbos y ya estaban por irse cuando
escucharon la conversación de dos chicos del pueblo.
—Mi hermano venía a eso de las dos de la madrugada por el camino de la
é
P á g i n a | 14

palmera...
—Bien sonso. ¿No sabe que no se puede pasar por allí de noche?
- Sí, pues, pero dijo que quería llegar rápido. —Ai-tá, pé. ¿Lo asustaron?
- Sí. Dice que una persona con capucha lo jaló de la casaca y aunque quería
correr no podía. —Claro, pé, es la bruja de la palmera. «La palmera de las siete
cabezas», susurró Vincho, hincando con el codo las costillas del Gordo.
Cuando dieron vuelta para salir,
Anita ya estaba al lado de la mesa de los muchachos y escuchaba atenta la
conversación. — ¿Y las piedras no la golpearon? —preguntó, inquieta.
—No, las piedras atraviesan los espíritus, no les hacen nada —comentó uno
de ellos.
—¿Y qué le pasó a tu hermano?
Estuvo como dos semanas enfermo. Vomitaba la comida y andaba como
borracho todo el tiempo. Tuvimos que traer a tres llamadores para que le hicieran
una limpia.

- Buen susto se pegó por sonso —apuntó el otro muchacho—. ¿Y ustedes


qué hacen en la calle, también quieren encontrarse con la bruja? «¡Si supieran!»,
pensó el Gordo, agarrando del brazo Anita para obligarla a salir.
—No. Ya nos vamos —respondió Vincho mientras agarraban las bicicletas.
- Cuidado con el jarjacha— comentó el muchacho, cuando los chicos ya se
alejaban.
Un vientecillo frío sopló muy cerca de las orejas de los ciclistas al cruzar
delante de la palmera. Su caprichoso entrar y salir de la tierra les hizo
pensar en el gigantesco pulpo convocado por los hechiceros. Los chicos
hundieron la cabeza sobre el pecho y pedalearon un poquitín más de prisa.
Solo se detuvieron al llegar al pie de la estatua de la bruja que daba la
bienvenida al pueblo. Ahora les parecía algo tonto que formara la V de la

é
P á g i n a | 15

victoria con los brazos. «Si no ganaron», murmuró Vincho. «Veneración», se


oyó decir, y los chicos hubieran jurado que era la estatua la que hablaba
nuevamente.
- Es l a V que no s r ec uerd a l a v e ner ación que debemos al conocimiento
ancestral —repitió una anciana con rostro sonriente que llegaba desde la
oscuridad del camino—. ¿Sabían que una vez casi se cumple la maldición de
la palmera?
- La que dice que si reverdece la séptima cabeza ¿Ica se hundirá? —preguntó
el Gordo.

Allá por 1998, la gente se había olvidado de vigilar la palmera. De


pronto, comenzó a llover y parecía que nunca iba a parar. Los ríos se
desbordaron, las calles se inundaron y recién, en ese momento, la gente se acordó
de la palmera. Al revisarla, vieron que la séptima cabeza tenía varias hojitas
verdes. Sin perder tiempo, la mocharon y la lluvia paró. Desde entonces, nunca
más volvieron a dejar de revisarla.

Los chicos quisieron saber si hubo algo de magia aquella vez, pero, al voltear
para hablarle, descubrieron que la viejita se había desvanecido. Después de eso,
no les quedó duda de que la magia liberada aquella noche de cacería, cuando
se enfrentaron brujas y hechiceros, seguía suelta en Cachiche, así que
reemprendieron el pedaleo a toda prisa y no se detuvieron hasta estar muy
cerca de sus casas.
—Después de todo fue divertido, ¿no? La próxima eliges tú, Gordito —dijo
Anita levantando el brazo en señal de despedida.
—Me llamo Enrique —murmuró entre dientes el Gordo, mientras
empujaba su bicicleta dentro de su casa.

También podría gustarte