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indicios de violencia, lo que descartó la hipótesis de un intruso homicida. Sin


embargo, la idea del suicidio en paralelo con el secuestro del bebé no encajaba por
ningún lado, por lo que las sospechas recayeron sobre el marido.

La víctima era asistente de oficina, pero llevaba algunas semanas con descanso pos-
natal, y el esposo trabajaba en una fábrica de conservas de pescado. Según el marido,
formaban una pareja estable y muy unida que había esperado con entusiasmo la
llegada del bebé, que ahora estaba desaparecido.

Según los vecinos del edificio, la verdad era otra. Estaban convencidos de que él tenía
otra familia por alguna parte; aseguraban que la muchacha pasaba la mayor parte del
tiempo sola, que el marido se ausentaba varios días y que cuando regresaba por lo
general estaba borracho y la acusaba de ser infiel. Esa desdichada noche, los vecinos
lo habían escuchado azotar la puerta al entrar, como lo hacía habitualmente, y
aseguraron que era ya muy cerca del amanecer.

Ese último detalle favoreció al marido, pues los exámenes determinaron que la hora
de la muerte rondaba la medianoche, sin embargo, no dejaba de ser sospechoso por
la desaparición de la criatura.

La investigación dio prioridad a la búsqueda del bebé, pues, décadas atrás, el


secuestro de varios niños en diferentes puntos de la ciudad había concluido con la
captura de una red de traficantes, la cual, ahora, parecía haberse reorganizado. Sin
embargo, la aparición del bebé ahogado, aunque sin heridas que indicaran el robo de
órganos, desbarató la hipótesis del tráfico.

Que la criatura se encontrara cuidadosamente arropada y envuelta en mantas reavivó


la idea del crimen pasional: un hombre celoso, convencido de la infidelidad de su
esposa, discute con ella, la empuja y esta cae al vacío; sintiéndose culpable, sale con
el niño y deambula hasta llegar a la playa, donde abandona al bebé y regresa para
hacer la denuncia por suicidio y secuestro.

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La historia sonaba algo truculenta y macabra, pero parecía posible. Probablemente,


esa habría sido la nueva hipótesis de las investigaciones de no haber llegado una
alerta de secuestro, esta vez a la estación de policía de Barranco. La víctima, un bebé
de 6 semanas de nacido; la madre, una muchacha aparentemente saludable que se
había suicidado esa misma noche.

Cuando Fernanda llegó a visitar a su hermana, la encontró amasando pan. Los


vecinos le contaron que Magdalena permanecía casi todo el día en silencio, pero
parecía resignada y sonreía brevemente cuando alguien le hablaba. Al comienzo de
la noche, salía a repartir los panes que había horneado por la tarde y, aunque nunca
la veían regresar, sabían que estaba en casa porque la escuchaban lloriquear con voz
clara como la de un bebé.

Algunas noches, ya al amanecer, la habían visto caminar hacia el mar y meterse al


agua. Al principio, habían temido que intentara ahogarse, pero al verla regresar
habían entendido que solo buscaba refrescarse o que, tal vez, era cierto tipo de ritual
personal que le permitía tranquilizar su alma, porque al día siguiente siempre se veía
un poco más aliviada y sonriente.

Al despedirse, Fernanda insistió nuevamente para que su hermana se mudara con


ella, pero Magdalena se negó otra vez. La muchacha lucía tranquila y eso calmó
cualquier temor en la familia.

VI

Los medios de comunicación habían alertado de la misteriosa ola de suicidios


desatada entre mujeres en etapa de posparto y la aún más extraña desaparición y
posterior muerte por ahogamiento de sus bebés.

Las notas informaban que debido a la siniestra repetición de las características de los
casos, la policía habría comenzado a evaluar la posibilidad de que fuera un asesino

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en serie con desórdenes mentales. Sin embargo, hasta el momento no habían


encontrado huellas que permitieran avanzar en las investigaciones. La población
estaba desconcertada y el pánico rondaba las maternidades.

Se construyeron muchas versiones sobre la posible identidad del “monstruo de la


maternidad”, como lo apodaron inicialmente los diarios, pero no había dos
descripciones que coincidieran entre ellas. Algunos decían que era una hermosa
mujer muy joven; otros, que era una calavera aterradora que en lugar de Ojos tenía
dos bolas de fuego; aseguraban que vestía una túnica blanca; otros, que llevaba un
vestido negro y una mantilla cubriéndole el rostro. Decían que medía casi dos
metros; había quienes juraban que era muy pequeña; que flotaba; que tenía pies de
cabra. Eran tantos los retratos, como los testigos.

De pronto, uno de los vecinos de la víctima más reciente, la madre de una pareja de
mellizos, recordó que poco antes del aparente suicidio de la mujer había escuchado
un suave sollozo, como si alguien estuviera llorando a lo lejos. El instante fue
revelador, todos los demás testigos aseguraron haber oído el mismo llanto, y un
nuevo apelativo ocupó los titulares: La Llorona aterra Lima.

Quedaba por descubrir si la culpable era una asesina desquiciada que llevaba al
suicidio a las madres para poder robarles sus bebés o, como decían las pitonisas más
mediáticas, se trataba de un antiguo espíritu atormentado, el alma de una mujer que
al saberse traicionada por el esposo había matado a sus hijos y luego se había
suicidado agobiada por la culpa.

Para ese momento, el caso de la Llorona ya había dejado de ser exclusividad de la


sección de policiales. Los programas dominicales y las áreas de informes especiales
de todos los medios de comunicación tenían al menos un equipo periodístico
recorriendo las calles durante toda la noche, trasnochando por conseguir alguna
primicia.

é https://www.facebook.com/CORE-N%C3%BAcleo-338831536477995/

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