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YARA
Yo sabía que algunos pueblos indígenas no comen pescados que no tengan
escamas, como aquellas especies de bagres gigantes que son el saltón, la doncella
o el dorado. Para mí, en cambio, sería una maravilla atrapar algunos de esos peces
gigantes y llevarlos a casa.
Sin embargo, pude pescar algunos boquichicos y estuve contento. El río Napo se
me abría auspicioso para alimentar a mi familia. Cidith, mi hermosa mujer,
pequeña y reilona, y mis dos hijos varones, Jair y Darío, saltarían de alegría al
verme regresar con media docena de boquichicos. Y estarían más contentos luego
de preparar la deliciosa patarashca, que yo sabía cocinar para chuparse los dedos.
Después vería el platanal, que aún no estaba a punto para la cosecha, y tendría
tiempo para visitar la quebrada donde había descubierto, al mermar el agua,
vasijas bellamente decoradas con signos geométricos de diferentes colores, muy
antiguos.
Pero mientras enfilaba la canoa hacia un varadero un poco alejado de mi casa,
por la vaciante de los ríos, vi que entre los aguajales que rodeaban una bonita
quebrada se deslizaba el lomo brillante y oscuro de una boa. Nunca había visto
una boa tan extraña. Dejé de remar para no hacer ruido y la canoa siguió su
avance hasta hundir la proa en el barroso arenal de la playa.
Bajé lentamente, caminé sin hacer ruido y logré esconderme detrás de un renaco
solitario. La boa siguió enroscándose y luego se hundió con suavidad en el agua
oscura. Casi al instante apareció una sachavaca grande, que ingresó al agua
mansamente, como si en lugar de saciar la sed quisiera bañarse sin medir el peligro
que pudiera rodearle.
Iba a intervenir, porque lo más seguro era que la enorme boa atacara a la confiada
sachavaca para comérsela. Pero algo me lo impidió. Una fuerza, quizá, del
destino.
Y ocurrió la cosa más maravillosa que había visto en mi vida.
La sachavaca, mientras se mojaba en el agua, iba convirtiéndose en un hombre,
en un montaraz como yo, de piel oscura y pelo negro, musculoso y joven. Y la
boa se transformó en una mujer hermosísima, tan bella que mi corazón me pateó

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el pecho y me condenó en ese mismo momento. Su larga cabellera negra le cubría


parte de su desnudez, y mis ojos quedaron prendidos de su belleza sin límites.
Los vi quererse durante casi una hora. Mi canoa, que no pude subir a la orilla, fue
arrastrada por las aguas mansas del río y comenzó a alejarse a la deriva.
Finalmente, el joven volvió a convertirse en la corpulenta sachavaca y se despidió
de la bella mujer.
—Volveré en la próxima luna verde —dijo.
La mujer le hizo adiós con la mano y se hundió lentamente en el agua. Al instante
emergió el torso brillante de la escamosa boa, que nadó sobre las aguas y luego
desapareció en la oscuridad del aguajal.
Corrí hacia mi canoa, que seguía yéndose arrastrada por una suave corriente, y la
alcancé a nado. Por suerte, no había llegado hacia la parte caudalosa del río y así
pude recuperarla.
Me alejé de ahí y busqué otra playa. Por fin encontré un pequeño varadero, ese
puerto ocasional que usamos los ribereños para asegurar nuestras canoas y balsas,
y ahí la amarré. Mil cosas me ocurrían en la cabeza. Llevé los boquichicos a casa
y mis hijos saltaron de alegría.
—Algo te pasa, Ricardo —dijo mi mujer, que sabía leerme el corazón.
—Solo estoy preocupado —le dije.
Y fui al baño, me lavé las manos y la cara sobre el lavatorio de plástico, y me
arrojé pensativo en la hamaca. Cerré los ojos. Al cerrarlos, nuevamente vino a mí
la imagen de la mujer boa, hermosísima, perturbadora. La belleza a menudo solo
es un adelanto de desgracias. Y eso me dio miedo.
Tuve que abrirlos para regresar a la calma. Había empezado a tener fiebre.
DOS
Frente al maestro Cuipal, nuestro médico del pueblo que vivía en la casa más
alejada y silenciosa, sentí que ardían mis ojos. El maestro era un viejo boya, pero
tenía una pipa shipiba y fumaba animadamente.
—Muchos pueblos tienen esta pipa, y no solo los shipibos —explicó—. Además,
el comercio entre nuestros pueblos ha sido tan grande que ahora usamos prendas
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