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su casa llevándole ya una cosita, ya otra. En su casa ella solo vivía


con su madre y su abuela, dos viejas que me miraban torcido, me
servían el café tibio y de mal gusto, pero que me permitían salir a
pasear con mi chiquilla.
Ella estaba feliz conmigo, solo me decía que no la visite los
días martes, jueves y viernes porque tenía compromisos familiares.
Y esto fue por varios meses, y yo a veces tenía deseos de verla esos días,
sobre todos los viernes de feria. Entonces me pregunté: « ¿Por qué no
querrá que la visite esos días? ¿Acaso tendrá un mozalbete por ahí?
Y eso me ponía cada vez más impaciente, hasta que decidí ir a
visitarla un martes. Llegó el día fijado y me dirigí hasta su casa,
disfrazado con un gorro y una barba para poder aguaitarla.
La noche estaba negra, y vi que adentro encendían velas y
quemaban maderas aromáticas. Me acerqué a la ventana y lo que vi
me hizo doblar las rodillas de purito miedo. Mi chica, mi doncella,
era una bruja igual que su madre y su abuela. Las vi a las tres tiradas
en el suelo, haciendo movimientos en círculo, y luego se sacaban la
cabeza como si fuera un sombrero, mientras sus cuerpos se quedaban
postrados en la cama dando unos chillidos horribles. Después, sus
cabezas salían a volar, a hacer todas esas maldades que las umas hacen
en mi tierra: les gusta buscar y atacar a hombres jóvenes, pasar
volando en medio de sus piernas y, si apenas los tocan, dejarlos
malditos de por vida pues ya no podrán reproducirse o simplemente
morirán. También les gusta ir a fastidiar a las personas con las que no
se llevan bien cuando son mujeres normales. Buscan a las señoras del
mercado que no les quisieron fiar, que les cobraron de más, al
estibador que no les quiso llevar su costal de papas porque pagaban
poco, a la mujer del restaurante que no les dio su yapa, en fin, se
ponen a hacer todas su maldades aprovechándose de sus poderes
sobrenaturales.

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Indignado por semejante engaño, me metí al cuarto de las brujas


para, poniéndome fuerte, hacer lo que se tiene que hacer cuando
alguien descubre a una uma: ponerle espinas o ceniza en el cuello del
cuerpo para que la cabeza no se vuelva a pegar.
Eso hice pero, cuando iba a escapar, sentí las risas de las mujeres
que estaban llegando, así que solo me quedó meterme debajo de la
cama, sudando frío y rezando a todos los patronos. Las umas entraron
volando al cuarto queriendo pegarse a sus cuerpos para regresar a su
estado normal, pero por más que lo intentaban no podían porque sus
cuellos estaban con ceniza.
Entonces no sé qué me pasó y comencé a reírme a carcajadas al
ver que las brujas no podían regresar a su cuerpo y que morirían al
llegar la mañana. Esa fue mi perdición. La bruja más vieja me vio y
se lanzó sobre mí, buscando mi cuello para pegarse ahí. Pero yo, astuto,
también me había puesto ceniza en todo mi cuerpo y comencé a
correr y correr. Todavía estaba oscuro y me dirigí a un campo de tunas.
Yo sabía muy bien que las umas tenían miedo de ir por las
espinas porque sus cabellos podían enredarse. Cuando estaba por
llegar a los tunales, volteé y vi que las dos cabezas viejas estaban muy
cerca de mí, abriendo sus bocas para morderme. Entonces me lancé
debajo de un tunal grande y las cabezas, tratando de agarrarme, se
lanzaron también y se quedaron atrapadas entre las pencas llenas de
espinas. Ahí se quedarían hasta secarse.
Hasta que escuché la voz dulce de mi chiquilla: —Cariño, pélame
una tunita, tengo hambre, ahora vamos a ser felices solos tú y yo...
Y c o m o e l a m o r e s l a p e r d i c i ó n d e l o s h o m bres, me dejé
llevar, cogí la tuna más roja y grande y salí de mi escondite para
ofrecerle el jugoso fruto a mi amada.
Ni bien estaba alargando mi mano para hacerle comer, la uma se
lanzó a mi entrepierna y me asestó su fatal mordisco. En mi agonía,
solo vi que trató de ayudar a las otras dos cabezas, pero al parecer
ya se habían muerto, así que, llorando, la joven uma se lanzó sobre
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el cuello de una taruka que pasteaba por ahí, y se fue corriendo como
un alma en pena.
Yo la vi perderse en la lejanía y ahí nomás sentí que mi alma
abandonaba mi cuerpo y comenzaba a recorrer ese feo camino de
cenizas y espinas.

TRES
Mi nombre es Jacinto Mercado, pero en mi pueblo de
Chupuro, Junín, todos me conocen como Don Jacinto. Les voy a
contar cómo es que la muerte de este viejo se anticipó un poco al
tiempo previsto. Un día de este mes de agosto, cuando la helada azota
el clima serrano en las noches y el calorcito seco de los Andes calienta
en las mañanas, tendí mi cosecha de ocas en el patio de mi casa para
endulzarlas con el sol. Todos los años hacía eso, porque yo soy un
hombre que sabe comer bien. Tengo (bueno, tenía) mis chacras de
choclos hermosos y alcachofas floridas. Así, también, tenía mis
animalitos para mi beneficio cuando se me antojaba comer alguna
carne en especial.
En fin, les decía que había puesto mis ocas a que tomen sabor con
el sol. Pero sucedió que me ocurrió algo muy feo, pues a la mañana
siguiente encontré mis ocas pisoteadas, llenas de barro, partidas y
masticadas a medias, como si un chancho o una plaga les hubiera
hecho daño.
Yo pensé que era el enorme chancho capón que tengo amarrado
en el traspatio, porque de tan voraz que es se comía hasta a los pollitos
y los cuyes, y deduje que el maldito se había escapado de noche para
comerse mis ocas. Por eso, ese mismo día amarré al chancho con una
soga gruesa y puse una doble tranca en su chiquero.
Pero, a la mañana siguiente, las ocas aparecieron otra vez
dañadas. Y así ocurrió las cinco noches siguientes. Entonces decidí no
dormir y hacer guardia para descubrir quién estaba arruinando mis
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