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Pá gin a |9
el cuello de una taruka que pasteaba por ahí, y se fue corriendo como
un alma en pena.
Yo la vi perderse en la lejanía y ahí nomás sentí que mi alma
abandonaba mi cuerpo y comenzaba a recorrer ese feo camino de
cenizas y espinas.
TRES
Mi nombre es Jacinto Mercado, pero en mi pueblo de
Chupuro, Junín, todos me conocen como Don Jacinto. Les voy a
contar cómo es que la muerte de este viejo se anticipó un poco al
tiempo previsto. Un día de este mes de agosto, cuando la helada azota
el clima serrano en las noches y el calorcito seco de los Andes calienta
en las mañanas, tendí mi cosecha de ocas en el patio de mi casa para
endulzarlas con el sol. Todos los años hacía eso, porque yo soy un
hombre que sabe comer bien. Tengo (bueno, tenía) mis chacras de
choclos hermosos y alcachofas floridas. Así, también, tenía mis
animalitos para mi beneficio cuando se me antojaba comer alguna
carne en especial.
En fin, les decía que había puesto mis ocas a que tomen sabor con
el sol. Pero sucedió que me ocurrió algo muy feo, pues a la mañana
siguiente encontré mis ocas pisoteadas, llenas de barro, partidas y
masticadas a medias, como si un chancho o una plaga les hubiera
hecho daño.
Yo pensé que era el enorme chancho capón que tengo amarrado
en el traspatio, porque de tan voraz que es se comía hasta a los pollitos
y los cuyes, y deduje que el maldito se había escapado de noche para
comerse mis ocas. Por eso, ese mismo día amarré al chancho con una
soga gruesa y puse una doble tranca en su chiquero.
Pero, a la mañana siguiente, las ocas aparecieron otra vez
dañadas. Y así ocurrió las cinco noches siguientes. Entonces decidí no
dormir y hacer guardia para descubrir quién estaba arruinando mis
é