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Oscar Oszlak (2004)

LA FORMACION DEL ESTADO ARGENTINO

LINEAMIENTOS CONCEPTUALES E HISTÓRICOS

El propósito del capítulo es desarrollar algunos conceptos y referencias empíricas sobre la formación del Estado.

ESTADO, NACIÓN, ESTADO NACIONAL: ALGUNAS PRECISIONES

La formación del Estado es un aspecto constitutivo del proceso de construcción social. De un proceso en el cual se van definiendo los
diferentes planos y componentes que estructuran la vida social organizada. Sin embargo, este orden social no es simplemente el reflejo
o resultado de la yuxtaposición de elementos que confluyen históricamente y se engarzan de manera unívoca. Por el contrario, el
patrón resultante depende también de los problemas y desafíos que el propio proceso de construcción social encuentra en su desarrollo
histórico, así como de las posiciones adoptadas y recursos movilizados por los diferentes actores para resolverlos.
Dentro de este proceso de construcción social, la conformación del Estado nacional supone a al vez la conformación de la instancia
política que articula la dominación en la sociedad, y la materialización de esa instancia en un conjunto interdependiente de
instituciones que permiten su ejercicio. La existencia del Estado se verificaría entonces a partir del desarrollo de un conjunto de
atributos que definen la “estatidad” –la condición de “ser Estado”–, es decir, el surgimiento de una instancia de organización del poder
y de ejercicio de la dominación política. La estatidad supone la adquisición por parte de esta entidad en formación, de un conjunto de
propiedades: 1) capacidad de externalizar su poder, obteniendo reconocimiento como unidad soberana dentro de un sistema de
relaciones interestatales; 2) capacidad de institucionalizar su autoridad, imponiendo una estructura de relaciones de poder que
garantice su monopolio sobre los medios organizados de coerción; 3) capacidad de diferenciar su control, a través de la creación de un
conjunto de instituciones públicas con reconocida legitimidad para extraer recursos de la sociedad civil, con cierto grado de
profesionalización de sus funcionarios y cierta medida de control centralizado sobre sus variadas actividades; y 4) capacidad de
internalizar una identidad colectiva, mediante la emisión de símbolos que refuerzan sentimientos de pertenencia y solidaridad social, y
permiten el control ideológico como mecanismo de dominación.
Estos atributos no definen a cualquier tipo de Estado sino a un Estado nacional. El tema de la estatidad no puede entonces
desvincularse del tema del surgimiento de la nación, como otro de los aspectos de la construcción social. En este sentido, el doble
carácter del Estado –abstracto y material a la vez– encuentra un cierto paralelismo con el concepto de nación. En efecto, en la idea de
nación también se conjugan elementos materiales e ideales. Los primeros se vinculan con el desarrollo de intereses resultantes de la
diferenciación e integración de la actividad económica dentro de un espacio territorialmente limitado. En las experiencias europeas
“clásicas” esto supuso la formación de un mercado y una clase burguesa nacionales. Los segundos implican la difusión de símbolos,
valores y sentimientos de pertenencia a una comunidad diferenciada por tradiciones, etnias, lenguaje y otros factores de integración.

El Estado no surge por generación espontanea ni tampoco es creado, en el sentido de que “alguien” formalice su existencia mediante
un acto ritual. La existencia del estado deviene de un proceso formativo a través del cual va adquiriendo un complejo de atributos que
en cada momento histórico presenta distinto nivel de desarrollo. Ahora bien, aceptando la idea de que la formación del Estado es un
gradual proceso de adquisición de los atributos de la dominación política, la pregunta que surge naturalmente es: ¿qué factores
confluyen en la creación de condiciones para que dichos atributos se adquieran? Lo cual equivale a plantear el tema de los
determinantes sociales del Estado. Distintos modelos o interpretaciones han sido propuestos para explicar este proceso. El acento ha
sido colocado alternativamente en el legado colonial, la relación dependiente establecida en la etapa de “expansión hacia afuera” y la
dinámica interna propia del Estado mismo. Sin duda estos factores explican buena parte de las características que fue asumiendo el
Estado en los países de la región. Pero es importante trascender el listado de factores puntuales y establecer en qué sentido las
variables identificadas por cada enfoque influyeron en el proceso analizado, cómo se afectaron mutuamente y de qué manera se vieron
interferidas o mediadas en cada caso por circunstancias específicas a cada sociedad.
El ámbito de competencia y acción del estado puede observarse como una arena de negociación y conflicto, donde se dirimen
cuestiones que integran la agenda de problemas socialmente vigentes. De esta forma el origen, expansión, diferenciación y
especialización de las instituciones estatales resultarían de intentos por resolver la creciente cantidad de cuestiones que va planteando
el contradictorio desarrollo de la sociedad. La ampliación del aparato estatal implica la apropiación y conversión de intereses “civiles”,
“comunes”, en objeto de su actividad, pero revestidos de la legitimidad que le otorga su contraposición a la sociedad como interés
general. Además, este proceso conlleva la apropiación de los recursos que consolidarán las bases de dominación del Estado y
exteriorizaran, en instituciones y decisiones concretas, su presencia material. El grado de consenso o coerción implícito en estos actos

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de apropiación depende de la particular combinación de fuerzas sociales que los enmarcan. Pero en todo caso, siempre se hallan
respaldados por alguna forma de legitimidad, derivada del papel que el Estado cumple como articulador de relaciones sociales, como
garante de un orden social que su actividad tiende a reproducir.

EMANCIPACIÓN, ORGANIZACIÓN Y ESTADOS NACIONALES EN AMÉRICA LATINA

El proceso de emancipación constituye un punto común de arranque en la experiencia nacional de América Latina, pero el acto de
ruptura con el poder imperial no significó la automática suplantación del Estado colonial por un Estado nacional. Los débiles aparatos
estatales del período independentista estaban constituidos por un reducido conjunto de instituciones locales. A este primitivo aparato
se fueron superponiendo órganos políticos con los que se intentó sustituir el sistema de dominación colonial y establecer un polo de
poder alrededor del cual constituir un Estado nacional. Estos intentos no siempre fueron exitosos y desembocaron en largos períodos
de enfrentamientos regionales y lucha entre fracciones políticas. No pocas veces, el fracaso se debió a la escasa integración territorial,
derivada de la precariedad de los mercados y agravada por la interrupción de los vínculos con la vieja metrópoli. Con la independencia
las tendencias hacia la autonomización regional se vieron reforzadas por el debilitamiento de los antiguos ejes dinámicos de la
economía colonial y el creciente aislamiento que dificultó el desarrollo e integración de nuevos circuitos económicos. La efectividad
del sistema poder estructurado dependió fundamentalmente del grado de articulación logrado entre los intereses rurales y urbanos, lo
cual estuvo a su vez relacionado con las condiciones existentes para la integración económica del espacio territorial. La efectiva
posibilidad de creación de una economía más integrada y compleja, sumada a la preservación de ciertas instituciones coloniales como
instrumentos de control político, suministraron el cemento que amalgamaría a la sociedad territorialmente asentada y al incipiente
sistema de dominación, en un Estado nacional. En la experiencia latinoamericana, los largos períodos de guerras civiles, que se
extendieron entre la independencia y la definitiva organización nacional, puede visualizarse así como aquella etapa en la que se fueron
superando las contradicciones subyacentes en la articulación de los tres componentes –economía, nación y sistema de dominación–
que conformarían el Estado nacional.

CUESTIONES CENTRALES EN LA ETAPA FORMATIVA DEL ESTADO

La extraordinaria expansión del comercio mundial y la disponibilidad e internacionalización del flujo de capitales financieros,
abrieron en América Latina nuevas oportunidades de inversión y diversificación de la actividad productiva e intermediadora. Es
menos conocido el papel que los nuevos estados nacionales desempeñaron frente a las transformaciones; bajo qué condiciones y
empleando qué mecanismos afrontaron e intentaron resolver sus múltiples desafíos. Para los sectores económicos dominantes que
encontraban en la apertura hacia el exterior creciente terreno de convergencia para la homogeneización de sus intereses, la superación
de las restricciones (mercados muy localizados, población escasa, anarquía monetaria, etc.) pasaba por la institución de un orden
estable y la promoción de un conjunto de actividades destinadas a favorecer el proceso de acumulación. “Orden y progreso”, esta
fórmula condensaba así las preocupaciones centrales de una época: aquella en la que comenzaban a difundirse en América Latina
relaciones de producción capitalistas. Ante los sectores dominantes, el Estado nacional aparecía como la única instancia capaz de
movilizar los recursos y crear las condiciones que permitieran superar el desorden y el atraso. ¿Qué significaba la institucionalización
del “orden”? El “orden” aparecía, paradójicamente, como una drástica modificación del marco habitual de relaciones sociales. No
implicaba el retorno a un patrón normal de convivencia sino la imposición de uno diferente, congruente con el desarrollo de una nueva
trama de relaciones de producción y de dominación social. En consecuencia, durante la primera etapa del período independentista, los
esfuerzos de los incipientes estados estuvieron dirigidos a eliminar todo resabio de poder contestatario, extendiendo su autoridad a la
totalidad de los territorios sobre los que reivindicaban soberanía. La cuestión del “orden” suscitada por sectores dominantes que al
mismo tiempo estaban definiendo el carácter de su inserción en la nueva estructura de relaciones sociales, acaparó la atención y
recursos del Estado nacional desde el momento de su constitución. “Resolverla” representaba para el Estado una condición básica de
su supervivencia y consolidación. Pero, además, constituía una premisa elemental para el establecimiento de formas estables de
relación social, compatibles con las oportunidades y expectativas que surgían con la creciente integración de las economías
latinoamericanas al mercado mundial. Por eso la cuestión del “progreso” surgió como contracara del “orden”, como su natural
corolario. Sin embargo, la coexistencia de ambas cuestiones, orden y progreso, en la agenda de las sociedades latinoamericanas de la
segunda mitad del siglo XIX planteaba no pocas contradicciones desde el punto de vista de las instituciones estatales. Un Estado capaz
de imponer el orden y promover el progreso era un Estado que había adquirido como atributos la capacidad de institucionalizar su
autoridad, diferenciar su control e internalizar una identidad colectiva. Ello suponía un grado de “presencia” en estos diversos planos
que la precariedad de los nuevos estados no estaba en condiciones de institucionalizar. A lo largo de un proceso en el que los términos
de la ecuación fueron modificando alternativamente sus valores, el Estado se convirtió en eje para la consolidación de nuevas
modalidades de dominación política y económica. De aquí que tomar parte activa en el proceso de resolución de estas cuestiones
representó para el Estado el medio de adquirir “estatidad”.
Dependiendo principalmente de la naturaleza de los bienes primarios exportables que constituyeron la base de su inserción en el
mercado internacional, se fueron conformando relaciones de producción e intercambio que condicionaron las modalidades de

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intervención del Estado. Su actividad y recursos se dirigieron hacia la creación de condiciones que favorecieran la expansión de la
economía exportadora y mercantil. A su vez, estas actividades y recursos reforzaron una dinámica de explotación económica que
otorgaba especificidad a la estructura social y a la modalidad de desarrollo capitalista que se iban configurando. A través de la
inversión, el crédito, la legislación y la creación de unidades administrativas a cargo de la producción de bienes, regulaciones y
servicios, el Estado pudo ofrecer seguridad a personas, bienes y transacciones, facilitó las condiciones para el establecimiento de un
mercado interno, extendió los beneficios de la educación y la preservación de la salud y contribuyó a poblar el territorio y a
suministrar medios de coacción extraeconómica para asegurar el empleo de una fuerza de trabajo a menudo escasa.
Sus cristalizaciones institucionales reflejaron las diversas combinaciones a través de las cuales el Estado procuró resolver los
problemas del “orden” y el “progreso”. Pero todo esto exigía recursos. Es decir, el Estado debía desarrollar paralelamente una
capacidad extractiva y un aparato de recaudación y administración financiera que aseguraran su propia reproducción, de modo de
consolidar su poder, legitimarse y continuar sosteniendo las condiciones de expansión económica.

CUESTIONES DOMINANTES EN LA ETAPA DE CONSOLIDACIÓN DEL ESTADO

En cierto modo, ni los problemas del “orden” ni los del “progreso” acabaron por resolverse nunca. La reproducción del capitalismo
como sistema implicó, recurrentemente, nuevas “intervenciones” estatales para resolver otros tantos aspectos problemáticos de las
mismas cuestiones, planteados por el contradictorio desarrollo de ese sistema. Sucesivamente rebautizadas, estas cuestiones
reemergieron en la acción e ideología de otros portadores sociales, pero en su sustrato más profundo seguían expresando la vigencia
de aquellas dos condiciones de reproducción de un mismo orden social. En este sentido, los sucesivos sinónimos del “orden y
progreso” no serían más que eufemísticas versiones del tipo de condiciones que aparecen como necesarias para la vigencia de un
orden social que ve amenazada su continuidad por las mismas tensiones y antagonismos que genera. Pero su utilización en el discurso
político está expresando el carácter recurrentemente problemático que tiene el mantenimiento de esas condiciones. Por eso, no parece
desatinado erigirlas en cuestiones sociales dominantes también durante la etapa de consolidación de los estados nacionales en América
Latina.

LA ORGANIZACIÓN NACIONAL Y LA CONSTRUCCIÓN DEL ESTADO

EMANCIPACIÓN Y ORGANIZACIÓN NACIONAL

Roto el vínculo colonial, pronto se hizo evidente que la dominación española no había creado resquicios para el desarrollo de una
clase dirigente criolla capaz de suplantar con su liderazgo y legitimidad el control político o territorial ejercido por la corona. La
secesión de las provincias del Paraguay, el Alto Perú y la Banda Oriental acentuó un tanto los débiles sentimientos nacionales y creó
conciencia en los líderes revolucionarios sobre la necesidad de defender la integridad del territorio heredado de la colonia. No
obstante, los diversos órganos políticos y proyectos constitucionales ensayados durante las dos primeras décadas de vida
independiente, fueron ineficaces para conjurar las tendencias secesionistas y la pulverización de los centros de poder, que tendieron a
localizarse en las viejas ciudades coloniales del interior. Separados por la distancia, la agreste geografía o las franjas territoriales bajo
dominio indígena, estos centros de poder se integraron en torno a la figura carismática de caudillos locales.
La expansión económica de la región pampeano-litoraleña durante la primera mitad del siglo XIX estuvo estrechamente ligada a su
inserción en el mercado internacional como exportadora de bienes pecuarios e importadora de productos industrializados.
Los intereses del sector mercantil-portuario y de los terratenientes exportadores se homogeneizaron en torno al fortalecimiento del
circuito económico y a la consolidación del sistema de instituciones de la provincia, que garantizaba la estabilidad política interna.
El desarrollo de la producción pecuaria se basó en el uso extensivo de la tierra y en la racionalización de la explotación en las
estancias, que consistió principalmente en el disciplinamiento de la fuerza de trabajo y el aprovechamiento integral del ganado. La
estancia era una unidad productiva y al mismo tiempo una unidad político-social, como núcleo organizado de la vida en la campaña.
Abarcaba desde la organización militar necesaria para defenderse de los indios y para actuar como policía rural, hasta la producción de
la mayor parte de los consumos internos. Su carácter se hallaba definido por la producción para el mercado y la difusión de relaciones
salariales.
Para los terratenientes, el fortalecimiento del circuito se centraba en garantizar las condiciones de producción de bienes pecuarios a
través del control de la frontera con los indios y desarrollar las vías de comunicación entre el puerto y las unidades productivas.
El interés del sector mercantil-portuario en el fortalecimiento del circuito económico Buenos Aires-mercado externo se combinaba con
el propósito de expandir el mercado para las importaciones hacia el interior del territorio. El predominio de Buenos Aires sobre las
demás provincias se ligaba en este caso a la integración de todas las regiones a la economía portuaria, bajo un régimen liberal. La
apertura de todo el territorio como mercado para las importaciones y el potencial incremento de las exportaciones requerían uniformar

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el sistema monetario, abolir las barreras aduaneras internas, crear vías de comunicación y garantizar el tráfico interprovincial, tareas
que solo podrían encararse a partir del desarrollo de un sistema de instituciones nacionales basado en los recursos de la provincia de
Buenos Aires.
La región del Litoral tuvo un desarrollo de la actividad ganadera anterior al de Buenos Aires. Participó de los impulsos derivados de la
exportación de productos pecuarios y del comercio de importación. Pero se vio relegada a un segundo plano por la supremacía del
puerto de Buenos Aires y el acceso directo al mismo que tenía la producción de esta provincia.
La guerra civil que sobrevino algunos años después de Caseros, debe entenderse como la manifestación político-militar de un
enfrentamiento entre proyectos alternativos de unidad nacional, congruentes con interés económicos opuestos.

LA CUESTIÓN DEL PROGRESO

La continuada expansión de la economía exportadora durante la primera mitad del siglo comenzó a acelerar su ritmo partir de la caída
de Rosas, merced a la confluencia de favorables condiciones domésticas y externas. La eliminación de las restricciones al comercio y
la exportación de oro, por una parte, y los efectos de la llamada segunda revolución industrial, por otra, produjeron un fuerte
incremento de la producción y el intercambio. Con la apertura de nuevas oportunidades generadas por la revolución tecnológica, el
constante aumento de la demanda y los cambios en las condiciones políticas internas, se inició un doble proceso alimentado por la
experiencia de otros países que servía como guía y como meta, y por la movilización de actores sociales que rápidamente adquirían
conciencia de las posibilidades de reproducirla en el contexto local.
La Constitución Nacional de 1853 representó sin duda la plasmación normativa de esta nueva concepción; y lo que se ha dado en
denominar el Proyecto de la Generación del 80 encontró en la carta constitucional su más acabado fundamento. A lo largo de todo el s
XIX se reiterarán manifestaciones de este pensamiento dominante sobre las infinitas posibilidades de progreso.
La libre navegación de los ríos y la eliminación de las aduanas interiores generaron nuevas posibilidades de intercambio comercial y
formación de mercados. Ello contribuyó a producir una paulatina transformación de la estructura social del país.

LA CUESTIÓN DEL ORDEN

La dispersión y el aislamiento de los mercados regionales, la escasez de población, la precariedad de los medios de comunicación y
transporte , la anarquía de los medios de pago y en la regulación de las transacciones, la inexistencia de un mercado financiero, las
dificultades para expandir la frontera territorial incorporando nuevas tierras de garantías sobre la propiedad, la estabilidad de la
actividad productiva y hasta la propia vida oponían escollos prácticamente insalvables a la iniciativa privada. La distancia entre
proyecto y concreción, entre la utopía del “progreso” y la realidad del atraso y el caos, era la distancia entre la constitución formal de
la nación y la efectiva existencia de un Estado nacional. Por definición, entonces, el “orden” excluía a todos aquellos elementos que
podían obstruir el progreso y el avance de la civilización, fueran éstos indios o montoneras. El “orden” también tenía proyecciones
externas. Su instauración permitiría obtener la confianza del extranjero en la estabilidad del país y sus instituciones. Con ello se
atraerían capitales e inmigrantes, dos factores de la producción sin cuyo concurso toda perspectiva de progreso resultaba virtualmente
nula.

APARATO INSTITUCIONAL Y ORGANIZACIÓN NACIONAL

La alianza de fuerzas litoraleñas que depuso a Rosas con el auxilio de efectivos extranjeros, asumió objetivos de organización nacional
cuya consecuencia no se basó en extender la guerra hacia el interior luego del triunfo de Caseros, sino de incorporar los poderes
locales a la organización del gobierno nacional mediante acuerdos interprovinciales. Dada su situación política peculiar luego de la
batalla de Caseros, Buenos Aires habría de permanecer bajo control militar.
Urquiza promovió la unidad política del territorio mediante un sistema institucional nacido de acuerdos interprovinciales. La
concurrencia de las provincias a la organización de la nación ocurrió sin dificultades, salvo en el caso de Buenos Aires, que no
reconoció los pactos preliminares conducentes a la organización nacional, ya que se negó a integrar a la Confederación Argentina.
La autoexclusión de Buenos Aires privó a las autoridades de la Confederación de la única fuente significativa de recursos fiscales que
existía en el territorio.
En mayo de 1852, mediante el Acuerdo de San Nicolás, las provincias otorgaron a Urquiza el cargo de Director Provisorio de la
Confederación Argentina. En tal carácter debía reglamentar la navegación de los ríos interiores, organizar la administración general de
los correos y todo lo atinente a transportes y comunicaciones. Se lo facultó además para intervenir en cualquier lugar del territorio
nacional, al mismo tiempo que se disponía que las fuerzas del ejército nacional quedaran bajo el mando del Director Provisorio.
Asimismo, las provincias debían contribuir a los gastos del gobierno nacional proporcionalmente a sus recursos.
No obstante el acuerdo de San Nicolás, casi todos los recursos con que contó en un comienzo el Director provisorio provinieron de la
federalizada provincia de Entre Ríos. Uno de los principales problemas que enfrentó el gobierno de la Confederación fue la

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organización de un aparato recaudador. Los experimentos de creación de un Banco Nacional y de emisión de papel moneda fueron
seguidos por la rápida depreciación de este último y el ulterior cierre del primero. El papel moneda en general no fue aceptado y su
circulación se limitó a pagos hechos por el gobierno y posteriores transacciones de los particulares con el fisco.
El intento de centralización de las aduanas, casas de moneda y correos provinciales, mediante un sistema de Administración de
Hacienda y Crédito, también resultó en un rotundo fracaso. Las provincias, por su parte, al ser abolidas las aduanas internas y
nacionalizadas las externas, se vieron privadas de los recursos necesarios para atender los gastos de las exiguas administraciones
locales.
Al finalizar la década del 50, la Confederación se hallaba estrangulada económicamente. Además de los ejércitos de línea destinados a
cuestionar las fronteras interiores, los gobiernos provinciales contaban con milicias locales denominadas “guardias nacionales”.
En 1854 se dispuso la creación de la Inspección General del Ejército y Guardias Nacionales, con el objeto de centralizar la conducción
del ejército y reglamentar el funcionamiento de las milicias de cada provincia.
A pesar de las vicisitudes de la guerra civil y del asedio que le impusieron las tropas confederadas luego de la secesión, Bs As dispuso
en todo momento del control de su Aduana y el apoyo de su Banco, pilares de la viabilidad institucional del Estado Provincial.

ALIANZAS POLÍTICAS Y ORGANIZACIÓN NACIONAL

La alianza de sectores políticos de Buenos Aires con el Litoral había agotado sus objetivos con la deposición de Rosas. Caseros y más
precisamente, el Acuerdo de San Nicolás, inauguraban un nuevo capítulo de la lucha por la organización nacional, signado por la
unión de los diversos sectores porteños para enfrentar a la Confederación Argentina liderada por Urquiza.
Las resoluciones de San Nicolás, que otorgaban a Urquiza funciones nacionales con un poder prácticamente discrecional y
adjudicaban a cada provincia el mismo número de diputados haciendo caso omiso de diferencias en la cantidad de habitantes
produjeron el primer conflicto abierto entre Buenos Aires y Urquiza, con posterioridad a Caseros. Poco más tarde, cuando ese había
perdido la posibilidad de controlar la provincia por medio de un gobierno elegido localmente, debió asumir personalmente el poder,
interviniendo en virtud de sus atribuciones como Director Provisorio de la Confederación.
Inicialmente, Urquiza se había apoyado en el sector unitario liderado por Valentín Alsina para neutralizar la oposición de los restos del
federalismo rosista porteño. Pero como no obtuvo el apoyo unitario para llevar a cabo sus planes de organización nacional, buscó más
tarde reconciliarse con los federales para ganar a través de ellos el control directo de la provincia. Sin embargo en ambas
circunstancias fue manifiesta la ausencia de un correlato de la política litoraleña en el conjunto de las fuerzas políticas de Bs As.
Lejos de servir como nexo de la política urquicista en Buenos Aires, estas fuerzas se aliaron frente a los intentos de Urquiza de
controlar la provincia, y finalmente se apoderaron del gobierno provincial en septiembre de 1852, a solo siete meses de la batalla de
Caseros.
A lo largo de la lucha por el predominio interno, que se dio en el marco del conflicto con la Confederación, se fue configurando una
nueva fuerza política. El partido unitario, que pasó a llamarse liberal, permaneció unido y en el control del gobierno provincial a lo
largo de casi todo el periodo que duró ese conflicto. Pero al mismo tiempo se fue desprendiendo la fracción liberal-nacionalista
conducida por Mitre, opuesta al sector liberal que posteriormente se denominaría autonomismo. El liberal-nacionalismo, si bien
postulaba la defensa y fortalecimiento de los intereses locales de la provincia, tenía como objetivo central crear condiciones para
iniciar un nuevo proceso de organización nacional que, en vez de ser conducido por el Litoral, fuera liderado por Buenos Aires. La
otra facción optó por seguir una política de conflicto abierto con la Confederación. Finalmente, el gobierno de Buenos Aires logró, a
mediados de julio, el levantamiento del sitio, el fortalecimiento de su soberanía y el retiro de las fuerzas de la Confederación que se
hallaban en su territorio.
En 1854 se sancionó la constitución provincial, declarando a Buenos Aires, al menos provisoriamente, Estado independiente. En
diciembre de 1854 y enero de 1855, Buenos Aires y la Confederación firmaron dos convenios que, más allá de las promesas de
reunificación nacional, reafirmaban la situación autónoma de la provincia. Entre 1856 y 1859 el gobierno de la Confederación fue
endureciendo progresivamente su política hacia Buenos Aires. Entre 1858 y 1859 el Litoral consiguió cierta unidad de los gobiernos
provinciales en contra de la política secesionista de Buenos Aires y en torno a la figura de Urquiza, cuya gravitación provenía
fundamentalmente de ser jefe del partido federal del interior. Sin embargo, los preparativos de una guerra contra Buenos Aires no
hicieron variar la política de sus autoridades. Estas seguían condicionando toda negociación con respecto de su soberanía, el retorno al
statu quo de 1855 y el retiro definitivo de Urquiza de la vida pública.
Luego de la batalla de Cepeda, Buenos Aires se comprometió a revisar la Constitución de 1853 mediante una convención provincial.
A principios de 1860, Mitre inició una ofensiva política contra el sector radicalizado de la revolución de septiembre, que ocupaba la
mayor parte de los cargos políticos y predominaba en la legislatura provincial. En las elecciones de marzo de 1860 para la renovación
de esta legislatura la fracción mitrista obtuvo mayoría en ambas cámaras, posteriormente Mitre fue elegido gobernador.
De inmediato anunció su propósito de incorporar la provincia a la Confederación. El gabinete fue duramente criticado y se acusó al
gobierno de haber traicionado la revolución de septiembre.
Por su parte, Urquiza seguía siendo la figura política clave de la Confederación como gobernador de Entre Ríos, jefe del partido
Federal y comandante en jefe del ejército. A pesar de su apoyo a Derqui para que accediera a la presidencia, Urquiza era partidario de

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una política más flexible con respecto a Buenos Aires y seguía viendo en la posibilidad de una alianza del Litoral con la provincia
disidente la base fundamental para la organización definitiva del gobierno nacional.

CONSIDERACIONES FINALES

Las condiciones en que se arribó a la instauración de un nuevo gobierno nacional en 1862 sintetizaban diez años de lucha, a través de
los cuales ni el proceso de organización nacional, iniciado en San Nicolás, pudo materializarse en un efectivo aparato institucional, ni
la provincia de Bs As pudo resolver el conflicto entre sus funciones internas en torno al problema de la organización nacional. Las
circunstancias que rodearon el enfrentamiento armado no cambian un hecho esencial: sin Buenos Aires, la Confederación habría
continuado siendo un conglomerado acéfalo; pero con Buenos Aires, el gobierno nacional difícilmente podría haberle impuesto una
política que contrariara sus poderosos intereses.

[Oscar Oszlak, La formación del Estado argentino. Orden, progreso y organización nacional, Editorial Ariel, Buenos Aires, 2004
(1982), pp. 15-94.]

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