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DERECHO DE LIBERTAD DE CREENCIAS

BEATRIZ SOUTO G ALVÁN

TEMA I. LA LIBERTAD DE CREENCIAS: MARCO GENERAL Y


DELIMITACIÓN CONCEPTUAL

I. LA LIBERTAD DE CREENCIAS: CONCEPTO

Históricamente el reconocimiento de la libertad de pensamiento o de creencias


es posterior a la proclamación de la libertad religiosa –restringida inicialmente en
Europa y América a un pluralismo muy limitado, que incluye únicamente diversas
interpretaciones del cristianismo, el judaísmo y el deísmo- (Ruiz Miguel). De hecho, el
ejemplo más claro de la fórmula adoptada por el primer liberalismo lo encontramos en
la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia (12 de junio de 1776), que
proclamaba: “Que la religión, o las obligaciones que tenemos con nuestro Creador, y la
manera de cumplirlas, sólo pueden estar dirigidas por la razón y la convicción, no por la
fuerza o la violencia; y, por tanto, todos los hombres tienen idéntico derecho al libre
ejercicio de la religión, según los dictados de la conciencia; y que es deber mutuo de
todos el practicar la indulgencia, el amor y la caridad cristianas”.

La homogeneidad cultural y religiosa propia del primer constitucionalismo de


corte occidental ha desaparecido y con ella, desde mi punto de vista, la necesidad de
dotar de autonomía a la libertad religiosa. La libertad de creencias, en su sentido actual,
debe ser entendida como la libertad de cosmovisión individual –ejercida tanto
individual como en comunidad con otros-, es decir, la libertad del individuo de elegir y
desarrollar su propio concepto de la vida o su propia cosmovisión –ideas, creencias o
convicciones- cuyo origen puede ser filosófico, ideológico, religioso, cultural, etc.
(Souto).

La cosmovisión puede ser comprendida como una representación integral de la


realidad, o como apunta Torralba “un cuadro de referencia que permite ordenar la
existencia individual a la luz de unos ideales comunes”, o, dicho de otro modo, una
representación integral de la realidad basada en un conjunto de creencias que cada
individuo asume como propias. A este concepto se refería Ortega y Gasset al realizar su
clásica distinción entre ideas y creencias:

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“Las creencias constituyen la base de nuestra vida, el terreno sobre que


acontece. Porque ellas nos ponen delante lo que para nosotros es la realidad misma.
Toda nuestra conducta, incluso la intelectual, depende de cuál sea el sistema de nuestras
creencias auténticas. En ellas "vivimos, nos movemos y somos". Por lo mismo, no
solemos tener conciencia expresa de ellas, no las pensamos, sino que actúan latentes,
como implicaciones de cuanto expresamente hacemos o pensamos. Cuando creemos de
verdad en una cosa no tenemos la "idea" de esa cosa, sino que simplemente "contamos
con ella". En cambio, las ideas, es decir, los pensamientos que tenemos sobre las cosas,
sean originales o recibidos, no poseen en nuestra vida valor de realidad. Actúan en ella
precisamente como pensamientos nuestros y sólo como tales. Esto significa que toda
nuestra "vida intelectual" es secundaria a nuestra vida real o auténtica y representa a
ésta sólo una dimensión virtual o imaginaria”. Es decir, lo que nos plantea Ortega es que
las concepciones del mundo, las creencias, no son producto del pensamiento, no nacen
exclusivamente de la voluntad de conocer si no de las actitudes vitales, de la experiencia
de la vida, de la estructura de nuestra totalidad psíquica (Torralba).

Lógicamente, las concepciones sobre el mundo y nuestro lugar en él son


diversas, aunque, como indica Dilthey, contienen una estructura similar que consiste en
una conexión en la cual se decide acerca del significado y sentido del mundo sobre la
base de una imagen de él y se deduce así el ideal, es decir, los principios supremos de la
conducta.

II. BREVE APUNTE HISTÓRICO SOBRE LA POSICIÓN DEL INDIVIDUO EN EL

CONTEXTO CULTURAL Y POLÍTICO

Tanto la sociedad pre-industrial como el primer periodo de desarrollo del


capitalismo se articularon en torno a valores y creencias de carácter religioso. Hasta el
siglo XVIII la religión se constituye en fundamento ideológico de la comunidad y se
protege con todos los instrumentos del derecho, incluyendo la coacción. Su tratamiento
de “bien público” conlleva que se difunda, por parte de los poderes públicos, como
creencia a modo de dogma y como enseñanza oficial a través de la educación.

Un ejemplo paradigmático de esta situación es el de la Grecia clásica; en ella


existió una plena identificación entre ciudad y religión. La religión es considerada como

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una institución política, es decir, un asunto de todos. Las cuestiones religiosas son
discutidas en asamblea popular o por el consejo de la ciudad, los sacerdotes son
elegidos por la comunidad, el culto público es una obligación ciudadana, y el templo es
construido y mantenido con el erario público. En este, como en otros ámbitos, prevalece
la concepción comunitaria frente al individualismo, es decir, el ciudadano está obligado
a asumir las creencias y el culto propio de la ciudad; su incumplimiento da lugar a la
imposición de las penas más graves: la muerte y el destierro (Souto).

Esta configuración permite que prevalezca, por tanto, la concepción comunitaria


frente al individualismo. Se entiende que el ser humano está destinado a participar, de
forma racional, en la vida de la comunidad, quedando la libertad individual relegada
frente a la dimensión comunitaria.

Las revoluciones occidentales del siglo XVIII modificaron el panorama anterior


al romper con la concepción político-cultural previa. Se reconoce la autonomía
individual (se inicia el proceso de positivación de los derechos humanos) y la religión
deja de ser considerada como una institución política para convertirse en una cuestión
personal.

El liberalismo, -cuyo epicentro precisamente se sitúa en la defensa de la


autonomía del ser humano-, se decanta por el individualismo frente a la concepción
comunitaria al entender que ésta es la única forma de preservar los derechos y libertades
fundamentales. El respeto de los grupos se explica ahora sólo como medio de respetar
los derechos individuales, es decir, mediante la garantía del derecho individual de la
pertenencia a un grupo (López Calera). Como veremos, aunque existen tendencias
doctrinales -especialmente en relación con las minorías étnicas- que reclaman el
reconocimiento de derechos colectivos a grupos identitarios, la hegemonía ideológica en
Occidente sigue ostentándola el individualismo. La cultura occidental se basa en una
concepción individualista que significa que primero está el individuo, que tiene valor
por sí mismo, y después el Estado –o cualquier otro tipo de entidad colectiva- y no
viceversa.

Mientras los países de corte occidental han ido progresivamente dejando atrás la
concepción comunitarista, todavía hoy, existen sociedades o culturas en el mundo que
continúan basando el eje básico de su organización social en la primacía de la
comunidad sobre el individuo, y en muchos casos, en la identificación entre comunidad

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religiosa y comunidad política. Esta concepción, en países confesionales o teocráticos,


llega a su versión más extrema mediante la puesta en práctica de una concepción
comunitarista excluyente, con la pretensión de concebir o preservar una sociedad
culturalmente uniforme, claramente incompatible con el reconocimiento y garantía de
los derechos y libertades fundamentales. La fusión entre religión y política puede
derivar de tres procesos distintos. Puede surgir motivada por las instituciones religiosas
en un intento de proteger la religión frente a fuerzas secularizadores o cualquier otro
movimiento ideológico que ponga en peligro dicha religión o, por el contrario, que sean
los gobernantes políticos, las instituciones estatales, quienes instrumentalicen la religión
para garantizar la legitimidad del régimen político. El último, en realidad el más común,
es la convergencia entre ambos objetivos, es decir, el supuesto en que ambas
instituciones (la religiosa y la política) consideren que están sirviendo a sus propios
intereses a través de la cooperación mutua (Linz).

III. EL TRATAMIENTO JURÍDICO-POLÍTICO DE LA DIVERSIDAD CULTURAL

1. INTRODUCCIÓN

La diversidad cultural presente en la sociedad occidental actual se manifiesta en


múltiples aspectos de índole social, económica, cultural, etc. La inclusión de culturas,
etnias y religiones distintas de aquellas que tradicionalmente se han establecido en
Europa ha desvelado un debate todavía no clausurado que plantea cuestiones como las
siguientes: ¿es posible la coexistencia de culturas distintas? ¿La diversidad cultural
enriquece o destruye la identidad cultural propia o la identidad nacional? (Souto).

La respuesta a estas preguntas es tan plural como la propia diversidad que


analiza. El liberalismo clásico, esencialmente individualista, choca con concepciones
como el muticulturalismo o el comunitarismo que abogan por un mayor reconocimiento
y garantía de los derechos de las comunidades culturales, dando lugar, en todos los
casos, a diversos modos de gestión de la diversidad cultural.

En Europa, el proceso de construcción de los Estados nacionales no tuvo en


cuenta la posibilidad de coexistencia dentro de un mismo territorio de tradiciones y
prácticas culturales diferentes, por eso los flujos migratorios que recibió tras la Segunda
Guerra Mundial se afrontaron desde una tradición política que presentaba serias
dificultades para la efectiva integración de la inmigración y el reconocimiento de

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derechos a las minorías culturales. Durante el período comprendido entre la Segunda


Guerra Mundial y 1973, los Estados del Norte de Europa necesitaron abundante mano
de obra para reconstruir sus países. Se promovió, en consecuencia, la entrada de
trabajadores extranjeros del Sur de Europa (España, Italia, Portugal y Turquía), así
como los procedentes de sus colonias o excolonias. Tras la crisis del petróleo de 1973 y
sus consecuentes efectos económicos los mismos Estados que habían fomentado el
proceso migratorio iniciaron una política de inmigración restrictiva que, por supuesto
reforzada, se mantiene hoy en día. A partir del reconocimiento del derecho a la libre
circulación de los trabajadores en la Unión Europea (2002) se centralizó la gestión de la
inmigración, incluyendo los modelos de integración, en los inmigrantes
extracomunitarios (actualmente representan aproximadamente un 8% de la población
total de la Unión Europea y el 10% de los jóvenes (de entre 15 y 34 años) nacidos en un
país de la UE tienen al menos un progenitor de origen extranjero (Comisión Europea,
2020).

Sin embargo, la UE tan sólo dispone en estos momentos de competencias para


la adopción de medidas para fomentar y apoyar la acción de los Estados miembros
destinadas a propiciar la integración de los nacionales de terceros países que residan
legalmente en su territorio, pero excluyendo toda armonización de las disposiciones
legales y reglamentarias de los Estados miembros. En el ámbito de sus competencias, es
decir, con el objetivo de fomentar la acción de los Estados miembros en materia de
integración, la UE elaboró, en 2020, el Plan de Acción de Integración e Inclusión (2021-
2027). El punto de partida del actual Plan de Acción es la reafirmación de que «el modo
de vida europeo es inclusivo» y de que «la integración y la inclusión son fundamentales
para las personas que llegan a Europa y para las comunidades locales, así como para el
bienestar a largo plazo de nuestras sociedades y la estabilidad de nuestras economías»
(Comisión Europea).

Las principales acciones a implementar a lo largo de los siete años que


conforman el período de aplicación previsto en dicho Plan se distribuyen en cuatro
bloques fundamentales: A) La adopción de medidas tendentes a garantizar una
educación y formación inclusivas, que abarcarían desde la primera infancia hasta la
educación superior. Entre otras cosas, se hace hincapié en la necesidad de promover un
reconocimiento más ágil de las cualificaciones, así como el aprendizaje continuo de
idiomas, con el apoyo de diversos fondos europeos. B) La mejora de las oportunidades

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de empleo para la comunidad migrante y para las personas de origen migrante. Se


fomentará en ese sentido una mejor integración de los mismos en el mercado de trabajo,
el apoyo al espíritu empresarial y el reconocimiento y la evaluación de las competencias
por los empleadores de una manera más sencilla. C) La promoción del acceso a los
servicios de salud, con objeto de garantizar que las personas migrantes estén informadas
sobre sus derechos y propiciando además el intercambio de buenas prácticas entre los
Estados miembros. D) El acceso a viviendas adecuadas y asequibles, así como el
intercambio de experiencias a nivel local y regional sobre la lucha contra la
discriminación en el mercado de la vivienda y la segregación.

Aunque no es la primera vez que se introduce en un Plan sobre integración de


UE es relevante subrayar la importancia que le otorga a la participación activa de la
comunidad migrante en el diseño y aplicación de las políticas de integración, que va
más allá de aprender la lengua del país de acogida y del acceso a la vivienda o a un
empleo, para desempeñar un papel más activo en todos los aspectos de la convivencia
en sociedad. Destaca en ese sentido que su participación activa «en los procesos
consultivos y decisorios puede contribuir a su empoderamiento y garantizar que las
políticas de integración e inclusión sean más efectivas y reflejen las necesidades reales»
(Comisión Europea, 2020).

En la medida en que la UE carece de competencias para legislar en materia de


integración, los diferentes países miembros han optado a lo largo de estos años por
diversos modelos, siendo los más habituales el multiculturalismo, el asimilacionismo
(en su versión más actual, denominado “integración activa”) y, de implantación más
reciente pero minoritaria, el interculturalismo (España).

El modelo de asimilación es propio de una concepción liberal que enfatiza la


importancia de los derechos individuales y de una determinada organización política
caracterizada esencialmente por la homogeneización desde una cultura dominante
(Castro). Desde la perspectiva liberal más tradicional, se propugna que el liberalismo, al
reconocer y proteger los mismos derechos fundamentales a todos los hombres frente a
las intromisiones por parte del Estado o de los demás individuos, garantiza una libertad
de elección muy amplia, permitiendo adoptar a cada uno su propia concepción de la
vida buena (Ruiz Ruiz).

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Siguiendo esta línea discursiva, entra en juego un principio más que permite
articular las relaciones entre el Estado y el individuo en relación con la propia elección
de planes de vida por parte del individuo: ¿La esfera de la política debe ser neutra en
relación con la cultura? (Villacañas). Sí –se afirma- el Estado debe respetar la pluralidad
de formas de vida y no debe promover en ningún caso ninguna concepción particular
del bien (Ruiz Ruiz). El Estado sólo podría intervenir para solucionar conflictos entre
las diversas interpretaciones de la vida buena o para impedir que una tiranice a las
demás (Cristo). En definitiva, desde esta perspectiva se sostiene que sólo un Estado
ideológicamente neutral puede asegurar la autonomía del sujeto, rechazándose, en
consecuencia, la adopción por parte de los poderes públicos de medidas que promuevan
las diversas culturas o formas de vida mediante el reconocimiento de derechos
específicos a determinados ciudadanos (Ruiz Ruiz).

Este modelo se desarrolló en Estados Unidos a partir de la época colonial, pero


Francia es considerada como el país europeo baluarte del asimilacionismo. La forma
más extrema de asimilacionismo es aquella en la que la integración consiste en un
proceso unidireccional en el cual las minorías inmigradas se deben desprender de su
cultura de origen y adoptar el contexto cultural del país de acogida. Este modelo no sólo
no aprecia las diferencias culturales, sino que atribuye a la cultura autóctona una
superioridad sobre las demás que conlleva el fomento de las desigualdades y aumenta el
riesgo de fractura social.

En los últimos años se observa, especialmente, en norte y centro de Europa la


extensión de una política migratoria denominada “integración activa”, que se rige por
las siguientes pautas de actuación:

“1. El énfasis debe ponerse en el individuo y no en las comunidades. Es


necesario hablar menos de políticas multiculturalistas centradas en las comunidades y
hablar más de políticas de integración, de cohesión social y de ciudadanía compartida
centradas en el individuo.

2. Para que haya una verdadera integración es preciso que lleguen menos
inmigrantes y que estén más controlados. Una adecuada integración de los inmigrantes
dependerá en buena medida de la selección de los individuos que se realice en los
consulados, o, dicho de otro modo: la igualdad de oportunidades de los inmigrantes con

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los miembros de la sociedad receptora dentro de las fronteras se hará depender de la


desigualdad en el puesto fronterizo. Una desigualdad que se basará tanto en las
necesidades estratégicas de los mercados laborales de los países receptores como en la
presunta integrabilidad de los que lleguen.

3. Hay que ser especialmente riguroso con las políticas de reagrupación


familiar. Es necesario evitar que como consecuencia de permitir que entren en el país
personas que no tienen un dominio suficiente de la lengua del país de destino o que
ignoran su cultura o modo de vida, tanto el reagrupante como los reagrupados acaben
encerrándose en sus comunidades promoviendo grupos étnica o culturalmente
diferenciados, perdiendo así oportunidades para la integración y para la inserción en el
mercado laboral.

4. Finalmente, será preciso que el inmigrante que quiera permanecer en el país,


ya de manera temporal ya de forma permanente, demuestre su voluntad de integrarse a
través del aprendizaje de la lengua del país receptor y la aceptación de sus valores y
cultura y de los valores y cultura europeos” (Gómez Ciriano).

Este modelo se inicia en la década de los 90 en Holanda y Dinamarca y se ha


ido extendiendo a otros países como Austria, Bélgica, Francia, Alemania o Suecia. Pese
a la denominación que ostenta –integración activa- parte de la doctrina sostiene que se
trata de una derivación del asimilacionismo tradicional y duda de sus posibilidades
reales de integrar en cuanto los esfuerzos hacia la integración se centran en exclusiva en
el inmigrante, arrinconando su propia identidad cultural en aras de lograr evitar los
supuestos conflictos de convivencia que se achacan a la presencia de diversidad cultural
en el seno de la sociedad de acogida.

La respuesta del liberalismo individualista ha sido ampliamente criticada por


aquéllos que reclaman un mayor reconocimiento de la diversidad cultural, desde el
momento en que –como afirma Barranco Avilés- “la pertenencia –la identidad cultural-
condiciona el ejercicio de los derechos y el disfrute de la libertad y de la igualdad, por lo
que algunas características culturales deben tenerse en cuenta, precisamente, en la
configuración jurídica de la libertad y de la igualdad, del mismo modo que se tiene en
cuenta la condición de mujer o de niño a partir del proceso de especificación de los
derechos fundamentales”.

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Niegan, en primer lugar, la neutralidad cultural del liberalismo, occidental y


cristiano en última instancia, cuyos valores se imponen a grupos que no comparten estas
características, y, en segundo lugar, aspiran a establecer una mayor igualdad entre los
distintos grupos culturales mediante el establecimiento de una mejor protección de las
minorías (Durán).

Esta posición –denominada multiculturalismo-, reclama el reconocimiento de


la ciudadanía multicultural, aunque limitada por la garantía de los derechos
fundamentales, impidiendo, en consecuencia, que conduzcan al dominio de un grupo
sobre otros o la opresión del grupo sobre sus miembros (Villar). Esta opción realza el
valor de la diferencia como elemento enriquecedor de la sociedad.

Las reivindicaciones de esta segunda opción se sitúan, generalmente, en el


principio de igualdad de oportunidades, exigiendo el reconocimiento de excepciones a
la norma por razones culturales, por ejemplo, el uso del casco para los seguidores de la
religión sikh o la no escolarización de los hijos de comunidades religiosas como los
amish, o incluso la asunción de prestaciones económicas específicas por parte de los
poderes públicos que permitan desarrollar las opciones de vida elegidas, sufragando, por
ejemplo, el tratamiento alternativo a la transfusión de sangre requerido por los testigos
de Jehová (Puyol).

Por último, el interculturalismo tiende a crear un diálogo intercultural,


incrementando el respeto, la participación y la convivencia pacífica en el espacio
público, sin renunciar a la protección de los derechos individuales (Durán).

El Consejo de Europa, buscando una vía para la gestión democrática de la


creciente diversidad cultural, ha elaborado un marco de referencia para el desarrollo de
una política de promoción de la diversidad y el diálogo intercultural. La
interculturalidad integraría los mejores principios de los otros modelos: de la
asimilación, la prioridad que se concede a la persona, del multiculturalismo, el
reconocimiento a la diversidad (Castro). El principio de interculturalidad se basa en un
diálogo entre culturas, de convivencia en paz y en libertad, de comparación y contraste
crítico entre culturas.

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La inexistencia de diálogo –adviertió el Consejo en 2008- contribuye al


desarrollo de una imagen estereotipada del otro; un clima de desconfianza mutua,
tensión, percepción de las minorías como chivos expiatorios. En este contexto se
propicia la intolerancia y la discriminación y podría generarse un clima que favoreciese
el surgimiento de extremismos, terrorismo y otras catástrofes humanas 1. Las previsiones
del Consejo de Europa son ya una realidad en nuestro entorno cultural.

En las democracias occidentales el sistema representativo articulado a través de


los partidos políticos se constituye, generalmente, como vehículo para desarrollar el
propio sistema democrático. Sin embargo, la tendencia valorativa en la ciudadanía en
estas mismas democracias indica un desapego e incluso un incremento constante en el
sentimiento de rechazo hacia la política tradicional (Sánchez Muñoz).

La crisis de representatividad ha tenido mucho que ver con el auge del


nacionalismo y el extremismo de todo signo en Europa. En relación con la temática que
analizamos, son los nuevos partidos de extrema derecha los que han retomado la
retórica del otro, el enemigo; criminalizan y excluyen a los colectivos migrantes con la
finalidad de recuperar los valores nacionales previos al proceso globalizador (Rodríguez
Martínez). Los presupuestos ideológicos en los que se asientan los actuales partidos de
extrema derecha de corte europeo se basan en la ideología propia de los partidos del
período de entreguerras, es decir, nacionalismo y autoritarismo; difieren de sus
predecesores, sin embargo, en el uso de un formato contemporáneo que pretende evitar
rechazo en la sociedad actual. El término nueva extrema derecha hace referencia, por
tanto, a partidos de nueva creación, con una base ideológica antisistema que retoma
valores clásicos como el ultranacionalismo, el antipluralismo y una concepción
autoritaria del orden social, pero absteniéndose de realizar una crítica directa a la
democracia (Rodríguez Jiménez).

Una característica en la que la extrema derecha tradicional coincide con la actual


es en la visión conspirativa de la historia, que, en palabras de Rodríguez Jiménez,
implica que “cuanto de malo hay en el mundo es responsabilidad de un tipo de personas,
un grupo étnico o una organización, siempre con múltiples ramificaciones, y a la que
por supuesto es preciso combatir para neutralizar el supuesto mal que se denuncia”.
1
Libro Blanco sobre Diálogo Intercultural, Consejo de Europa, 118ª Sesión Ministerial (Estrasburgo, 7
de mayo de 2008).

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2. LAS POLÍTICAS PÚBLICAS DE GESTIÓN DE LA DIVERSIDAD CULTURAL EN

ESPAÑA

Los últimos datos publicados por el Observatorio Permanente de la Inmigración,


a 31 de diciembre de 2022, muestran un total de extranjeros con certificado de registro o
tarjeta de residencia en vigor de 6.493.147, el 58% de ellos sujetos al régimen de libre
circulación UE. Hay quince nacionalidades que concentran casi el 75% del total de
residentes extranjeros en España. Seis de ellas corresponden a países de la Unión
Europea, entre los que destacan Rumanía (17%) e Italia (6%). Entre los colectivos más
numerosos de países de fuera de la UE se encuentran los nacionales de Marruecos,
Reino Unido, Ucrania, China y Colombia, todos ellos por encima de los 185.000
residentes cada uno. Entre los ciudadanos de la UE, los mayores crecimientos se
observan entre los nacionales de Italia (9%) y Francia (5%). Los datos sobre
inmigrantes en situación administrativa irregular son difíciles de estimar, aunque se ha
calculado una cifra de entre 475.000 y 514.000 en 2020 (organización “Por Causa”). Por
último, hay que destacar también que durante el período de 2010-2021, 1.444.354
personas adquirieron la nacionalidad española.

España inició su andadura en el ámbito de las políticas de integración con una


evidente falta de planificación institucional debida, principalmente, a que la llegada
masiva de inmigrantes a nuestro país se produjo de forma imprevista (Arango) -mientras
que en el año 2000 la población extranjera representaba un 2,56%, en 2010 constituía el
13,46% (6,3 millones de personas)-. De hecho, durante años el principal motor de
integración fue el mercado laboral (Izquierdo y León-Alfonso), desatendiendo muchas
otras facetas sociales y culturales necesarias para un proceso de integración global.

El progresivo aumento de la diversidad cultural –especialmente a partir del año


2005- determinó que el Estado y algunas Comunidades Autónomas elaboraran planes de
integración, especialmente orientados a la inmigración. A nivel estatal, el I Plan
estratégico de Ciudadanía e Inmigración (2007-2010) contó con un presupuesto de más
de 2000 millones de euros y contemplaba doce áreas de actuación: acogida, educación,
empleo, vivienda, servicios sociales, salud, infancia y juventud, igualdad de trato,
mujer, participación, sensibilización y co-desarrollo.

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Después de más una década desde la aprobación del II Plan (2011-2014), en


julio de 2023 el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones ha aprobado el
Marco Estratégico de Ciudadanía e Inclusión, contra el Racismo y la Xenofobia (2023-
20272). Los principios en los que se basa este marco de actuación son prácticamente
idénticos a los desarrollados en los dos Plantes anteriores:

- Igualdad de trato y no discriminación: implica la equiparación de derechos y


obligaciones de la población, dentro del marco de los valores constitucionales.

- Ciudadanía: reconocimiento de la plena participación cívica, social,


económica, cultural y política de todos los ciudadanos y ciudadanas.

- Interculturalidad: mecanismo de interacción positiva entre las personas de


distintos orígenes y culturas, dentro de la valoración y el respeto de la diversidad
cultural.

- Inclusión social: plantea la creación de procesos que lleven a superar las


desventajas sociales, económicas, personales y culturales y que permitan estar en
condiciones de gozar de los derechos sociales y ejercer la participación ciudadana
superando la estigmatización que conlleva la pobreza, la marginación y la exclusión.

- Integración: proceso bidireccional y dinámico de ajuste mutuo por parte de


todos los residentes de los Estados miembros con independencia de sus orígenes.

El marco estratégico se estructura en seis ejes de políticas:

1) Marco Jurídico Administrativo: iniciativas, información y normativas


relacionadas con los procesos administrativos de extranjería y nacionalización y la
reducción de las personas en irregularidad administrativa.

2) Atención Humanitaria, Protección Internacional, Protección Temporal,


Apatridia y Reintegración: mejoras en los sistemas de protección internacional y
acogida de atención humanitaria, con especial atención a vulnerabilidad e integración.

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https://inclusion.segsocial.es/oberaxe/ficheros/documentos/
MARCO_ESTRATEGICO_VERSION_04_07_2023.pdf).

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3) Inclusión Activa: medidas para favorecer la inclusión y evitar discriminación


en empleo, educación, sanidad, servicios sociales, vivienda, deporte y cultura, ocio y
tiempo libre.

4) Participación y convivencia: propuestas relativas espacios públicos,


asociaciones, colaboración con autoridades locales y policía de proximidades, servicios
de información y orientación.

5) Prevención, sensibilización e intervención contra la xenofobia, el racismo y la


intolerancia: mecanismos de vigilancia, prevención, detención y eliminación del
racismo, xenofobia e intolerancia, acciones formativas y de sensibilización, trabajo con
medios de comunicación.

6) Atención y reparación a víctimas de xenofobia, racismo e intolerancia


asociada y a víctimas de trata y explotación sexual.

Más allá de la actuación del Estado en la gestión de la integración, es necesario


llamar la atención, en el caso español, sobre el importante grado de descentralización
política que lo caracteriza. Las Comunidades Autónomas han ido adquiriendo
importantes competencias sectoriales en materias como educación, sanidad, cultura y
políticas sociales. La consecuencia inmediata de esta atribución competencial es que las
Comunidades Autónomas se han tenido que implicar en el proceso de integración,
elaborando para ello planes regionales -ocho CCAA tienen vigentes planes u estrategias
en materia de inmigración, integración y convivencia (Andalucía, Aragón, Cataluña,
Valencia, Navarra, Castilla-León, Canaria y País Vasco). Además, dos de ellas (Navarra
y Valencia) han puesto en marcha estrategias específicas en materia de lucha contra el
racismo y la xenofobia-. No obstante, las diferencias entre las CCAA en cuanto a
estructura de oportunidades, peso demográfico y perfiles sociodemográficos de las
personas inmigradas hace que los resultados en relación con la integración sean muy
heterogéneos (La integración de los inmigrantes en España: una propuesta de medición
a escala regional).

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