Una introducción y base para nuestro estudio… En el capítulo uno, hace mención de porque, a pesar del comportamiento que tenían los corintios, Pablo los pudo llamar “santos.” (1 Co. 1:2, 2 Co. 1:1). “En la actualidad, la palabra santo se usa muy poco fuera de la iglesia católica romana u ortodoxa.” Cuando referimos a una persona llamándole “santo” usualmente pensamos en una persona “amable y llena de gracia que lee su Biblia a diario, ora, y es conocida por sus buenas obras para los demás.” Esto nos lleva a preguntar, “¿cómo es que el apóstol Pablo pudo referirse a los caóticos creyentes de Corinto como santos?” “La respuesta radica en el significado que tiene esa palabra en la Biblia.” La frase de Pablo “a los santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos,” provienen de la misma familia de términos griegos y significa literalmente “el que ha sido separado para Dios.” En español se diría algo así “a los separados en Cristo Jesús, llamados a ser separados.” Cada creyente verdadero ha sido separado o apartado por Dios, para él” (Tito 2:14; 1 Co. 6:19-20). Entonces, ¿cómo llegamos a ser santos, si no es por medio de nuestra conducta? “Si juntamos estos dos pasajes podemos entender el significado de un santo. Es alguien a quien Cristo compró con su propia sangre derramada en la cruz y lo ha separado para sí mismo para que sea de su propiedad.” “¿Qué significa, entonces, estar separados o apartados?” “Cada nuevo creyente ha sido apartado por Dios, separado para él para ser transformado a la semejanza de su Hijo Jesucristo.” Así llegamos a entender como la Biblia puede referirse a cada creyente como un santo posicionalmente delante de Dios por los cambios realizados en su vida después de la salvación (2 Co. 5:17). Este cambio se describe de manera profética en Ezequiel 36:26. No pasan muchos momentos cuando no pecamos en pensamiento, actitud, palabra o hecho. Es una tendencia de la carne, seguir los deseos engañosos de nuestro corazón (Gá. 5:17; 1 Pe. 2:11), estamos en un cambio progresivo que nunca termina en esta vida. Esto podemos usarlo como una excusa para seguir pecando, una tendencia de seguir haciendo lo malo, un pretexto para vivir en conformidad con nuestro pecado y así generar los pecados respetables. “La guerra constante entre la carne y el Espíritu que se describe en [estos pasajes] se libra todos los días en el corazón de todo creyente.” De alguna manera todos somos parte de los corintios, santos llamados a ser santos, pues nuestro carácter, obras, pensamientos, motivaciones, actitudes demuestran la presencia de pecado. “Podríamos resumir la carta de Pablo con la siguiente declaración: ‘Ustedes son santos. Por favor, ¡Actuen como tales!” Todo pecado en nuestra vida, toda conformidad con el, toda pequeña acción, actitud, pensamiento que vaya acompañado de pecado, “es una conducta indigna de un santo, de un cristiano”, por lo tanto no hay pecado aceptable para los santos, no hay pecado que no ofenda a Dios. “Uno de nuestros problemas es que no estamos conscientes de que somos santos y mucho menos de la responsabilidad que conlleva esa nueva posición que exige que vivamos como tales.”Todo pecado va en contra de la santidad de Dios, va en contra de lo que es y se espera de nuestra santidad. “Así que sigamos adelante con nuestro estudio y hablamos del pecado y la forma en que negamos que existe en nuestra vida.” La desaparición del Pecado En un libro escrito en el año 1973 llamado Whatever Became of Sin?(¿Qué Sucedió con el Pecado?), el autor Karl Menninger escribió: “La palabra ‘pecado’, que parece haber desaparecido de nuestro vocabulario, fue un término orgullosos, muy fuerte, siniestro y grave… Pero la palabra se ha ido. Casi ha desaparecido por completo; tanto ella como lo que evoca. ¿Por qué? ¿Será que nadie peca? ¿O será que ya nadie cree en el pecado?” El autor Peter Barnes escribió lo siguiente en un artículo titulado, “What! Me? A Sinner?” (“¡Cómo! ¿Yo? ¿Un Pecador?”): En la Inglaterra del siglo veinte, C. S. Lewis escribió: ‘El obstáculo que más encuentro es el total desconocimiento que tienen acerca del pecado quienes me escuchan; no tienen la más mínima noción de lo que este significa.’ Y en el año 2001, el erudito en el Nuevo Testamento D. A. Carson comentó que el aspecto más frustrante de evangelizar dentro de las universidades es que los alumnos no tienen idea de lo que es el pecado, ‘Saben muy bien cómo cometerlo, pero no entienden lo que significa.’” Estas citas sólo confirman lo que es muy claro a la vista de los observadores: El pecado y todo lo que representa, literalmente ha desaparecido de nuestra cultura. Lamentablemente, la idea del pecado también ha desaparecido de muchas iglesias. De hecho, hemos dejado de usar en nuestro vocabulario las palabras bíblicas fuertes acerca del pecado. La gente ya no comete adulterio, ahora tiene una aventura. Los ejecutivos de las compañías no roban, sólo cometen fraudes. En nuestras iglesias conservadoras, en muchos casos la idea del pecado se aplica sólo a aquellos que cometen pecados tan flagrantes como el aborto, la homosexualidad y el homicidio, o los crímenes escandalosos de los ejecutivos de empresas. Es muy fácil condenar a quienes cometen esos pecados tan obvios y al mismo tiempo ignorar nuestros propios pecados de chisme, orgullo, envidia, amargura y lujuria. Es común observar que estamos más preocupados por el pecado de la sociedad que por el que cometemos los santos. De hecho, con frecuencia nos permitimos cometer lo que llamo pecados “respetables” o “aceptables sin ningún remordimiento. Es muy fácil salirnos por la tangente diciendo que estos últimos pecados no son tan malos como los más vergonzosos de nuestra sociedad. Pero Dios no nos ha dado autoridad para establecer distinciones entre los pecados (Santiago 2:10). Acepto que algunos pecados son más graves que otros. Según nosotros, es preferible que nos culpen de haber mirado a una mujer con lujuria, a que nos acusen de adulterio (Mateo 5:27-28). Creemos que es preferible enojarnos con alguien que matarlo. Pero el Señor dijo que el que asesina o se enoja con su hermano es igualmente culpable de juicio (Mateo 5:21-22). Según nuestros valores humanos con sus leyes civiles, consideramos que hay una gran diferencia entre un “ciudadano que cumple la ley” y que ocasionalmente recibe una multa de tránsito, con alguien que vive una vida “sin ley”, en desacato y abierta rebeldía a todas las leyes. Pero la Biblia no hace tal diferencia entre personas. Más bien, simplemente dice que el pecado, sin excepción, es infracción de la ley (1 Juan 3:4). En la cultura griega, la palabra pecado significaba originalmente “errar al blanco”, es decir no atinarle al centro del blanco. Hay algo de verdad en esa idea en la actualidad. Sin embargo, en muchas ocasiones nuestros pecados no se deben a nuestro fracaso por lograr algo [el blanco], sino a la ambición interna de satisfacer nuestros deseos (Santiago 1:14). Decimos un chisme o codiciamos porque el placer momentáneo es mayor que nuestro deseo de agradar a Dios. El pecado es pecado. Aun los que toleramos en nuestra vida. Todos son graves delante de los ojos de Dios. Nuestro orgullo religioso, la crítica, el vocabulario agresivo contra los demás, la impaciencia y el enojo; aún nuestra ansiedad (Filipenses 4:6). Todos estos son pecados graves delante del Señor. Solo la obediencia perfecta cumple el elevado estándar de la ley (Gálatas 3:10). Cristo fue hecho maldición por nosotros para redimirnos de la maldición de la ley (Gálatas 3:13). Aún así, el hecho persiste: consentimos pecados en nuestra vida que parecen insignificantes pero que merecen la maldición de Dios. Si esta observación parece muy ruda y punzante para aplicarla a todos los creyentes, permítame responder con rapidez diciendo que hay muchas personas piadosas y humildes que son las honrosas excepciones a esta regla. De hecho, la paradoja es que esas personas cuyas vidas reflejan mejor el fruto del Espíritu son las más sensibles y gimen internamente por los pecados “aceptables” que cometen. Pero también hay una gran multitud que está pronto para juzgar el pecado flagrante de la sociedad y que, sin embargo, permanece orgullosamente insensible a sus propios pecados. Y muchos de nosotros vivimos entre los unos y los otros. El punto principal es que todos nuestros pecados, son reprensibles a la vista de Dios y merecen castigo. La malignidad del Pecado ¡Cáncer! Es una palabra aterradora que provoca una sensación de desmayo y, en muchas ocasiones, desesperanza. Otro término para describir el cáncer es malignidad. En el ámbito médico esa palabra describe un tumor que tiene un extraordinario potencial para crecer y se expande invadiendo los tejidos contiguos. Sistemáticamente provoca metástasis en otros lados del cuerpo. Si se le deja sin atender, la malignidad tiende a infiltrarse y extenderse por todo el cuerpo. Finalmente, provoca la muerte. No nos sorprende entonces que el cáncer y la malignidad sean palabras tan temibles. El pecado es una malignidad espiritual y moral. Si se la deja sin control, puede diseminarse por todo nuestro interior y contaminar todas las áreas de nuestra vida. Y lo que es peor, con toda seguridad provocará una “metástasis” a partir de nosotros y se extenderá hacia los creyentes que nos rodean. Nadie vive en una isla espiritual o social. Nuestras actitudes, palabras, acciones y hasta nuestros pensamientos más íntimos, afectan a nuestro prójimo. Nuestra manera de hablar, sea acerca de otros o con ellos, destruye o edifica a los demás (Efesios 4:29). Nuestras palabras pueden corromper la mente de los oyentes o pueden impartirles gracia. Ese es el poder de nuestro hablar. Sin embargo, el pecado es mucho más que un hecho… es un principio o fuerza moral que se anida en nuestro corazón y ser interior. El Apóstol Pablo llama a este principio la carne (o naturaleza pecaminosa). Pablo habla de ella como si se tratara de una persona (Romanos 7:8-11;Gálatas 5:17). La siguiente es una verdad que necesitamos entender muy bien: Aunque nuestros corazones han sido renovados y hemos sido liberados del dominio absoluto del pecado, y aunque el Espíritu de Dios mora dentro de nuestro cuerpo, el principio del pecado todavía nos acecha por dentro y libra una guerra contra nuestra alma. Si no reconocemos esa realidad desastrosa, estamos abonando una tierra fértil donde crecerán y florecerán nuestros pecados “respetables” o “aceptables.” Los que somos creyentes tendemos a evaluar nuestro carácter y conducta con base en el comportamiento moral de la cultura en que vivimos. Puesto que por lo general vivimos bajo una norma moral más alta que la de la sociedad, es muy fácil sentirnos bien con nosotros mismos y asumir que Dios siente exactamente lo mismo. Nos resistimos a reconocer la realidad de que el pecado todavía mora en nosotros. El cáncer es una buena analogía para entender la manera en que opera el pecado en nuestra vida, especialmente cuando nos referimos al que aceptamos y consentimos. El pecado aceptable es sutil en el sentido de que nos engaña al pensar que no es tan malo o haciéndonos creer que no es pecado. Piense en los pecados que consentimos como impaciencia, orgullo, resentimiento, frustración y auto-conmiseración. ¿Le parecen odiosos y perniciosos? Tan peligroso es tolerar esos pecados en nuestra vida espiritual como ignorar el cáncer que ha invadido nuestro cuerpo. Hasta ahora hemos visto al pecado desde el punto de vista de cómo nos afecta. Vimos su tendencia maligna en nuestra vida y en la de nuestro prójimo. Sin embargo, el tema más importante es cómo nuestro pecado afecta a Dios. Alguien ha descrito al pecado como una traición cósmica. Si esto parece una exageración, considere un momento lo que significa la palabra transgresión en la Biblia, en especial en Levítico 16:21. Su significado es rebelión contra la autoridad, en este caso, la del Señor. Así que cuando digo un chisme, me estoy rebelando contra Dios. Cuando albergo resentimiento contra alguien en vez de perdonar en mi corazón, estoy en franca rebelión contra él. En Isaías 6:1-8 el profeta tuvo una visión acerca de Dios en su grandiosa majestad. La triple repetición de la palabra santo (v. 3) se dice que Dios es infinitamente santo. Cuando se usa para describir a Dios, el término santo habla de su majestad infinita y transcendente. Describe su soberanía para reinar sobre toda la creación. Por lo tanto, cuando pecamos, es decir, cuando violamos la ley divina en cualquier forma, ya sea que la consideremos leve o no, nos rebelamos contra su soberana autoridad y su transcendente majestad. Para decirlo en pocas palabras, nuestro pecado es un atentado contra el reino majestuoso y soberano de Dios. Observe el uso de la palabra menospreciar en los versículos 2 de Samuel 12:9-10. Podemos ver entonces que el pecado es menosprecio de la ley divina. Pero también entendemos que menospreciar la ley del Señor significa despreciarlo a Él. Por tanto, cuando nos permitimos cometer cualquiera de los así llamados pecados aceptables, no solamente damos evidencia de rechazar la ley divina, sino que al mismo tiempo menospreciamos al Señor. Dios conoce nuestros pensamientos (Salmo 139:1-4). Esto significa que toda nuestra rebelión, el menosprecio de Dios y su ley, la tristeza que provocamos al Espíritu Santo, la presunción de su gracia y todos nuestros pecados, se llevan a cabo ante la presencia de Dios. El Señor perdona nuestro pecado porque Cristo derramó su sangre por él, pero no lo tolera. Más bien, cada transgresión que cometemos, aun el pecado sutil en el que ni pensamos, fue puesto sobre Cristo al llevar en sí la maldición de Dios en nuestro lugar. Por sobre todas las cosas, en esto es en lo que radica la malignidad del pecado. Cristo tuvo que sufrir por causa de él. El remedio para el pecado John Newton escribió un hermoso himno llamado, “Sublime Gracia.” No obstante, en su juventud fue un comerciante de esclavos y capitán de una nave que los transportaba desde África hacia los Estados Unidos de América. Por cuestiones de salud, renunció a la vida en alta mar y se hizo oficial de aduanas. Estudió teología y después se convirtió en ministro. Pero aún siendo pastor, Newton nunca pudo olvidar la terrible naturaleza de su maldad cuando comerciaba con esclavos. Al final de su vida compartió con un amigo: “Estoy perdiendo la memoria, pero sí recuerdo dos cosas: soy un gran pecador y Cristo es un gran Salvador.” Siglos antes, Saulo de Tarso se convirtió en el gran Apóstol Pablo pero también sentía culpable por haber cometido graves pecados. Hechos 7:54-8:1 describe su complicidad en la lapidación de Esteban. Hacia el final de su vida, Pablo escribió que en su vida había sido “blasfemo, perseguidor e insolente” (I Tim. 1:13). Pero en este mismo contexto dijo I Timoteo 1:15. John Newton y el Apóstol Pablo se percibían como grandes pecadores, pero con un grandioso Salvador. La mayoría de los creyentes no podemos identificarnos con ninguno de ellos en cuanto a la gravedad de nuestros pecados pasados porque tal vez nunca hemos cometido adulterio, asesinado, traficado de drogas o estafado a la empresa donde trabajamos. Sin embargo, aunque no he cometido pecados grandes y escandalosos, sí he participado de chismes, he criticado a los demás, he albergado resentimientos, he sido impaciente y egoísta, he desconfiado en Dios en situaciones difíciles, he sucumbido al materialismo y aun he permitido que mi equipo favorito de fútbol se convierta en un ídolo para mí. Tengo que estar de acuerdo con Pablo en que soy el primero de los pecadores. O para parafrasear las palabras de John Newton: “Soy un gran pecador, pero tengo un gran Salvador”. Tanto Pablo como Newton se describieron a sí mismos como pecadores, en el tiempo verbal presente. Ninguno de ellos dijo fui; más bien dijeron que soy. Podemos estar seguros de que desde que se convirtieron hasta que murieron, el carácter de Newton y Pablo se fue haciendo semejante al de Cristo. Pero el proceso de crecimiento involucraba ser cada vez más conscientes y sensibles a las expresiones pecaminosas de la carne que todavía influían en ellos. Por eso John Newton pudo decir: “Fui y todavía sigo siendo un gran pecador, pero tengo un grandioso Salvador”. Y cuando empecemos a confrontar nuestros pecados aceptables, podremos decir lo mismo. El remedio de nuestro pecado, ya sea éste escandaloso o aceptable, es el evangelio en su aspecto más amplio. El evangelio es un mensaje; estoy usando la palabra evangelio para definir la obra completa de Cristo durante su vida, muerte y resurrección a favor nuestro y su obra actual en nosotros a través de su Espíritu Santo. Cuando hablo del evangelio en su aspecto más amplio, me refiero al hecho de que el Señor, en su obra a favor nuestro y en nosotros, nos salva del castigo del pecado, pero también de su dominio y poder reinante en nuestra vida. A partir del capítulo 7 trataremos específicamente los pecados respetables en nuestra vida. Pero antes de hacerlo, tenemos que examinar bien e evangelio. Esto es necesario porque: En primer lugar, el evangelio solo es para pecadores (I Tim. 1:15). Pero la mayoría de los creyentes tienden a pensar que el evangelio es para los incrédulos, para los que necesitan ser “salvos”. Sin embargo, aunque somos verdaderos santos en el sentido de haber sido separados para Dios, todavía somos practicantes del pecado. Así que el primer uso del evangelio como remedio para nuestros pecados es labrar el terreno de nuestros corazones para que podamos ver nuestra iniquidad. Si estamos dispuestos a aceptar cada día nuestra condición de pecadores necesitados del evangelio, nuestro corazón que consideramos muy justo queda desprotegido y nos preparamos para enfrentar y aceptar la realidad de la impiedad que todavía reside en nosotros. En segundo lugar, el evangelio so sólo nos prepara para enfrentar nuestro pecado; también nos libera para hacerlo. Generalmente, el hecho de reconocer nuestras iniquidades nos hace sentir culpables. Por supuesto, nos sentimos culpables porque losomos. Nuestro instinto es tratamos de minimizarlo. Pero no es posible pretender resolver alguna manifestación particular de maldad, como la ira, hasta que reconozcamos abiertamente su presencia e influencia en nuestra vida. Así que necesitamos tener la seguridad de que nuestro pecado ha sido perdonado para comenzar a enfrentarlo y, claro, corregirlo después. Necesitamos tener la seguridad de que ese [pecado] ha sido perdonado; es decir, que Dios ya no lo toma en cuenta. El evangelio nos provea esa seguridad (Romanos 4:7-8). ¿Por qué Dios no nos inculpa de nuestro pecado? Porque es una deuda que Él ya puso sobre Cristo (Isaías 53:6). En la medida en que entendamos en lo profundo de nuestro ser esta gloriosa verdad del perdón divino de nuestros pecados a través de Cristo, quedaremos libres para enfrentar honesta y humildemente las manifestaciones particulares del pecado en nuestra vida. Por eso es útil afirmar cada día lo que Newton decía: “Soy un gran pecador, pero tengo un gran Salvador”. En tercer lugar el evangelio nos motiva y da energía para enfrentar nuestro pecado. No es suficiente aceptarlo con honestidad. Para usar una frase de las Escrituras, significa que debemos hacerlo morir (Rom. 8:13; Col. 3:5). No podemos comenzar a enfrentar laactividad del pecado en nuestra vida hasta que hayamos lidiado con la culpabilidad que resulta de este. La seguridad de que Dios ya no nos inculpa de nuestros pecados produce dos cosas. Primero, nos asegura que Él está por nosotros y no contra nosotros (Rom. 8:31). Dios no nos está mirando desde su trono celestial diciendo “¿Cuándo vas a cambiar? ¿Cuándo comenzarás a erradicar ese pecado?” Más bien, Él viene a nuestro lado diciendo: Vamos a enfrentar este pecado, pero mientras tanto quiero que sepas que no te inculpo por él.” Dios ya no es nuestro Juez; ahora es nuestro Padre celestial, quien nos ama con un amor infinito. Y aún más, la seguridad de que Dios ya no nos inculpa de pecado y que Él está con nosotros en nuestra lucha contra este, nos produce una mayor gratitud por lo que ya ha hecho y está haciendo a favor nuestro a través de Jesucristo. El Poder del Espíritu Santo En [la lección] anterior vimos que Dios eliminó la culpa de nuestros pecados por medio de la muerte de su Hijo. Él no nos perdonó porque sea blando con nosotros, sino porque su justicia ha sido satisfecha. El perdón absoluto de nuestros pecados es tan real y firme como la realidad histórica de la muerte de Cristo. Es importante entender esta maravillosa verdad del evangelio porque sólo podemos enfrentar nuestros pecados “respetables” cuando sabemos que ya han sido perdonados. En ocasiones nos encontramos luchando con alguna expresión particular de iniquidad y entonces nos preguntamos si el evangelio puede ayudarnos a contrarrestar el poder que esta ejerce en nuestras vidas. Para responder a esta [duda] debemos entender que la limpieza del poder del pecado se realiza en dos etapas. La primera es cuando quedamos libres del dominio del pecado. Esto sucede de una vez y para siempre y es completa para todos los creyentes. La segunda es la libertad de la presencia y actividad del pecado, la cual es progresiva, continua y dura el resto de nuestra vida en esta tierra. Pablo nos ayuda a ver esa doble libertad en Romanos 6. En Romanos 6:2 Pablo dijo que estamos muertos al pecado y en el verso 8, que estamos muertos con Cristo. Es decir, a través de nuestra unión con Jesucristo en su muerte morimos a la culpabilidad del pecado, y no solo a eso sino también morimos al poder que reinaba en nuestra vida. Sin embargo, Pablo también nos insta en Romanos 6:12. ¿Cómo podría reinar el pecado si hemos muerto a él? Por decirlo de alguna manera, seguimos librando una guerra de guerrillas en nuestro corazón. Pablo describió esa lucha en Gálatas 5:17. Todos los días libramos esa batalla entre los deseos de la carne y los del Espíritu. En ese punto de nuestra lucha podemos llegar a pensar: Está muy bien decir que el pecado ya no tiene dominio sobre mí, pero ¿qué de mi experiencia diaria con lo que aún queda en mí de la presencia y la actividad del pecado? ¿Será posible que el evangelio también me limpie de eso? ¿Puedo esperar algún progreso en mi vida al hacer morir los pecados sutiles con los que lucho? La respuesta de Pablo a esta cuestión tan vital se encuentra en Gálatas 5:16. Andar en el Espíritu significa vivir bajo la influencia y el control del Espíritu, en dependencia estrecha de Él. Pablo dice que si hacemos esto no satisfaremos los deseos de la carne. Hablando en términos prácticos, vivimos bajo la influencia y el control del Espíritu cuando continuamente exponemos nuestra mente a su voluntad moral y buscamos obedecerla tal como está revelada en las Escrituras. Y ¿qué otra actividad? ____________________ Hay un principio fundamental de la vida cristiana que yo he denominado el principio de laresponsabilidad dependiente. Es decir, somos responsables ante Dios de obedecer su Palabra y de hacer morir los pecados de nuestra vida. Al mismo tiempo, nosotros no tenemos la capacidad de llevar a cabo esa responsabilidad. Cuando andamos en el Espíritu, vemos que Él obra en y a través de nosotros para limpiarnos de los vestigios del poder del pecado que tenemos. Nunca lograremos la perfección en esta vida, pero sí podemos ver algún progreso. Si con toda sinceridad queremos enfrentar y corregir los pecados sutiles de nuestra vida, podemos estar seguros de que el Espíritu Santo está actuando en y a través de nosotros para lograrlo Filipenses 1:6. La verdad es que los tres miembros de la divina Trinidad están involucrados en nuestra transformación espiritual, pero son el Padre y el Hijo quienes obran a través del Espíritu Santo que mora en nosotros I Corintios 6:19. No es necesario creer de manera activa en esa gran verdad acerca del Espíritu Santo. Lo que sí necesitamos creer es que cuando estamos procurando resolver nuestros pecados sutiles, no estamos solos. Una de las formas en que esa divina persona obra en nosotros es produciendo convicción del pecado. Es decir, Él hace que comencemos a aceptar que nuestro egoísmo, impaciencia o actitud de crítica en realidad son pecados II Timoteo 3:16. Otra manera en que el Espíritu Santo trabaja en nosotros es capacitándonos y dándonos la fuerza para confrontar nuestro pecado Romanos 8:13; Filipenses 2:12-13. Es decir, Él nos invita a trabajar confiando en que está obrando en nosotros. En Filipenses 4:13 leemos la declaración de Pablo. Por tanto, nunca debemos darnos por vencidos. Aunque parezca que no estamos mejorando, Él sigue actuando en nosotros. Una manera más en la que el Espíritu Santo produce nuestra transformación es permitiendo circunstancias en nuestra vida para hacernos crecer espiritualmente. Si somos propensos a estallar en ira pecaminosa, se nos presentarán circunstancias que nos harán enojar. Si nos sentimos ansiosos con facilidad, tendremos muchas oportunidades para enfrentar el pecado de la ansiedad. Dios no nos tienta para que pequemos (Sant. 1:13-14), sino que permite circunstancias en nuestra vida que nos dan la oportunidad de hacer morir algún pecado sutil en particular que se ha convertido en una característica de nuestra vida. Romanos 8:28 es un versículo que muchos usamos para animarnos en tiempos difíciles. El “bien” del v. 28 se refiere al v. 29 donde habla de que seamos conformados a la imagen del Hijo de Dios. Esto significa que el Espíritu Santo está obrando en nuestra vida a través de las circunstancias que nos rodean para hacernos más semejantes a Cristo. Entonces, al estudiar la siguiente sección de este libro donde veremos con detalle los pecados aceptables, consuélese. Recuerde que Cristo ya pagó por la penalidad de nuestros pecados y ganó el perdón de ellos. Después, envió a su Espíritu Santo a residir en nosotros para capacitarnos y enfrentarlos. Asimismo, esté preparado para humillarse. Instrucciones para confrontar Hemos visto cuál es el remedio para el pecado así como el poder del Espíritu Santo que actúa a nuestro favor. También vimos que debemos participar activamente para enfrentar nuestra iniquidad. El Apóstol Pablo escribió que debemos “hacer morir” las diferentes expresiones del pecado en nuestra vida: “Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom. 8:13). “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría” (Col. 3:5). Esto abarca tanto los pecados evidentes que tratamos de evitar, así como los que son más sutiles y tendemos a ignorar. No es suficiente con aceptar que en efecto toleramos algunos de ellos. Tal vez nuestra actitud es como la de otros que dicen: “después de todo, nadie es perfecto”. Pero enfrentar honestamente esos pecados es muy diferente. No podemos continuar ignorándolos como en el pasado. Antes de estudiar algunas áreas específicas de los pecados aceptables de los creyentes, quisiera presentar algunas instrucciones en cuanto a cómo confrontarlos. 1. Siempre debemos poner cualquier pecado bajo la luz del evangelio. Nuestra tendencia es que tan pronto como comenzamos a trabajar en un área de pecado en nuestra vida, olvidamos el evangelio. Olvidamos que Dios ya ha perdonado ese pecado gracias a la muerte de Cristo. “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz” (Col. 2:13-14). El Señor ha perdonado nuestros pecados, pero no solo eso sino que ha acreditado a nuestra cuenta espiritual la justicia perfecta de Cristo. En todas las áreas de la vida en las que hemos desobedecido Jesús fue perfectamente obediente. Él fue crucificado por nuestros pecados. Tanto en su vida sin pecado como en su muerte expiatoria, Jesús fue perfectamente obediente y justo, y esa es la que nos ha sido acreditado a todos los que creemos en Él. “Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia” (Rom. 3:21-22) “ y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil. 3:9). No hay motivación más grande para confrontar el pecado de nuestra vida que saber estas dos gloriosas verdades del evangelio. 2. Debemos aprender a depender del poder habilitador del Espíritu Santo. Recuerde: es por medio de esa divina persona que podemos hacer morir el pecado. “porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Rom. 8:13). No importa cuánto hayamos crecido en lo espiritual, jamás lograremos superar nuestra necesidad constante del poder del Espíritu Santo. Nuestra vida espiritual puede compararse con el motor de un aparato eléctrico. El motor hace el trabajo, pero para funcionar depende del la fuente de poder externa que es la electricidad. Por tanto, debemos cultivar una actitud de dependencia continua del Espíritu Santo. 3. Aunque dependemos totalmente del Espíritu Santo, al mismo tiempo debemos reconocer que tenemos la gran responsabilidad de dar pasos prácticos para enfrenta nuestro pecado. La sabiduría de un escritor antiguo nos puede ayudar: “Trabaja como si todo dependiera de ti, y al mismo tiempo confía como si no trabajaras.” 4. Debemos identificar áreas específicas de pecados aceptables. Al ir leyendo cada capítulo, pida al Espíritu Santo que le ayude a ver si existe algún patrón de pecado en su vida. Algo que puede ayudarle a hacer morir el pecado es precisamente anticiparse a las circunstancias o acontecimientos que lo provo...
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