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Valerio Cesio

Las danzas que se aprehenden difieren de las que se aprenden no sólo por la ausencia
del cuerpo entrenado, sino también por todo lo que propone el papel protagonista del
ciudadano-bailarín, que, sin formación académica, se presta a reflejar la sensación de
danza del hombre común; una sensación que, al no pasar por filtros técnicos, documenta
el simple ser-cuerpo-en-movimiento de cada colectividad. Un buen ejemplo de la
absorción de nuevas formas de moverse lo constituyen las danzas populares en toda
América Latina.

Es difícil precisar desde cuándo y exactamente “cómo” se danzaba en cada lugar de


América Latina y del Caribe cinco siglos atrás. La colonización arrasó con una buena
parte de los hábitos corporales nativos y el tiempo continuó accionando una
transformación inevitable; el folclore es el patrimonio coreográfico de un pueblo, y los
pueblos cambian. La preservación de las danzas populares de distintos orígenes es una
empeñosa acción de un importante sector de la población. No perder los “pasos” de los
abuelos siempre fue motivo de orgullo.

A partir del siglo XVI, los cuerpos latinoamericanos cambiaron porque se modificaron su
modo de vivir, su alimentación y su “pureza” étnica. Las danzas que antaño sirvieron para
agradecer una buena cosecha, invocar a la lluvia o a un sinnúmero de instancias sociales,
se cristalizaron en pequeñas secuencias que incidieron y se insertaron en las danzas
populares del siglo XVIII y XIX. De las danzas de “ayer”, sólo quedaron algunas alegorías
que decoran las danzas del “hoy”.

Por ejemplo, entre 1609 y 1767, en las misiones jesuíticas se ejecutaban algunas danzas
de origen guaraní, de las cuales algunos elementos se conservan en las danzas
tradicionales paraguayas. Por otra parte, fueron muchos los casos en que las danzas
cortesanas españolas, francesas y portuguesas llegaron a ejercer cierta influencia en sus
formatos y desarrollos formales. A fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX,
en Paraguay se realizaban danzas seguidas de entremeses o pantomimas, interpretadas
por nativos, con influencia de antiguos bailes españoles. Danzas populares locales del
siglo XIX como El cielito, El Pericón y La Media Caña tuvieron influencia de la
contradanza, que llegaba por el Río de la Plata y aparecía casi simultáneamente
en Uruguay, la Argentina y Paraguay. Otras danzas, como el vals, el galope, la polca, la
mazurca, el chotis y la habanera pasaron velozmente de los salones a los ambientes
rurales. Ese proceso ocurrió, simultáneamente y de modo similar, en casi toda América
del Sur y México.

Las danzas de origen africano fueron las más impermeabilizadas a la influencia europea
tanto en Brasil (con la mayor riqueza y variedad de danzas de tal proveniencia), como en
el Caribe e incluso en Uruguay, con su tradicional candombe.

Muchas de esas danzas populares tienen curiosos mapas de influencia: se puede ver la
presencia caribeña “continentalizándose” a partir de su danza. Así, el joropo, 
el tamunangue, el san Juan, el san Bento, el diablo de Yare y el calipso pertenecen tanto
a Venezuela como a algunas regiones de América Central, Colombia y Ecuador.

El término “folclore” (enunciado por primera vez por el anticuario inglés William John
Thoms, en 1846) agrupó diversas manifestaciones coreográficas tradicionales en la
primera mitad del siglo XX, y en la segunda mitad fue la etiqueta adecuada para todas las
danzas de tradición de un grupo étnico determinado, independientemente del grado de
pureza que ostentase. El concepto de autenticidad en la reproducción de esas danzas
tradicionales entró en jaque a mediados del siglo XX. Así, los folclores nacionales se
ramificaron y apareció el folclore estilizado, el folclore de proyección, que toma la base de
una danza tradicional y la transforma en producto escénico.
El relieve alcanzado por las danzas folclóricas en la segunda mitad del siglo XX no es
comparable a ningún otro tipo de danza en las regiones de América Latina y del Caribe.
La mayor parte de los países dispone de varias compañías oficiales de danzas folclóricas,
es decir, compañías financiadas total o parcialmente por gobiernos federales, estaduales,
provinciales, municipales o departamentales. A eso se suman innumerables
agrupamientos particulares, de asociaciones o instituciones diversas, y grupos que
abastecen las necesidades del mercado turístico.

Existen, actualmente, más de mil compañías profesionales y semiprofesionales de danzas


folclóricas y populares en América Latina y en el Caribe. Cientos de ellas con trayectoria
internacional y una, particularmente famosa: el Ballet Folclórico de México de Amalia
Hernández, un ejemplo de profesionalismo y proyección internacional.

Brasil tiene las danzas populares más variadas de América Latina. En su folclore existe
una fuerte marca de las diferentes etnias, que le atribuyen dimensión continental.

En la región Norte, carimbó, retumbão, maracaibo y batuque; en el Nordeste,


frevo, xaxado, maracatu, ciranda y capoeira; en el Centro-Oeste, catira, chupim, cururu y
siriri; en el Sudeste, samba, ticumbí, congos (o congadas) y moçambique y catopês; y en
el Sur, chimarrita, pezinho, rancheira y chula; sólo por citar algunas.

Esas danzas encuentran escenarios en las grandes fiestas populares como el Boi-Bumbá,
de Parintins, y el Círio de Nazaré, de Belém, en el Norte; el Bumba-meu-boi, de
Maranhão, y la Lavagem da Igreja do Bonfim, de Bahía, en el Nordeste; y el
monumental carnaval carioca, en el Sudeste. En esas fiestas, circulan millones de
ciudadanos-bailarines, adornando las danzas que su tradición y su contexto les
enseñaron.

Nuevos cuerpos para viejos ballets

Aunque pueda registrarse el comienzo de una cierta danza teatral en América Latina en el
siglo XVI, en festividades públicas como el Corpus Christi y en las primeras “casas de
comedias”, fue en el siglo XVII cuando comenzaron a ser mencionados, en el teatro,
bailarines profesionales, como los españoles Melchor de los Reyes Palacios y su hijo, que
trabajaron en México y en Perú. En el siglo XVIII, la presencia de bailarines se hizo más
notoria e, incluso, sin una gran formación académica, ellos comenzaron a mostrar más
habilidades físicas. La primera danza de escenario que se desarrolló y ganó credibilidad
en el nuevo continente fue el ballet. En 1796, llegó a México el coreógrafo y primer
bailarín Juan Medina –hermano de la famosa bailarina austríaca María Medina Vigano,
retratada en grabados de la época como la musa de la danza, y cuñado del coreógrafo
italiano Salvatore Viganò– para dirigir la Compañía del Coliseo de México, donde
permaneció hasta 1816. Fue responsable de la reposición coreográfica de los primeros
ballets de Noverre, Angioloni y Jean Dauberval, vistos en América Latina y el Caribe.

Quienes hicieron el ballet latinoamericano sabían que sería artísticamente ingenuo


pretender absorber, a corto plazo, lo que los europeos venían elaborando hacía ya más
de tres siglos. El ballet clásico y romántico pertenece a los cimientos mismos de la cultura
coreográfica europea, y es también el inductor de las características esenciales de la
producción coreográfica de gran parte del siglo XX de aquel continente. El desafío del
ballet en el nuevo mundo era conseguir decir lo que Europa decía, aunque los biotipos y
la falta de tradición hubiesen sido obstáculos conscientemente insorteables. El ballet en
las Américas, como la ópera, fue consecuencia de una mímesis más que de una
necesidad de expresión de valores propios, y esa mímesis tuvo su precio: la evolución
natural del cuerpo danzante académico regional pasó a segundo plano, los cuerpos
latinoamericanos forzaron su propia naturaleza para parecerse a los europeos. En
síntesis, forjaron un nuevo cuerpo para danzar antiguos ballets. El modelo en que se
calcaban quienes releían el ballet a partir de una formación que no contenía el cuerpo
implicaba que cada significante de ese difícil código académico fuese velozmente
asimilado o readaptado para cumplir su función.

Las décadas de colonización coreográfica 

Las primeras visitas de la “gran danza escénica” a América Latina fueron determinantes
para la asimilación de esos códigos y para la construcción de los paradigmas que
sustentaron los pioneros.

Esas danzas, provenientes de otros contextos, tuvieron una presencia a cuentagotas


durante tres siglos y, en el siglo XX, alcanzaron una inserción profunda en el imaginario y
en los lenguajes técnicos de los creadores de cada polo generador de América Latina y el
Caribe. Las danzas étnicas, el ballet y la danza moderna desembarcaron con una galería
de intereses estéticos que germinarían velozmente en el nuevo suelo, en una fusión entre
las formas eruditas del Viejo Mundo y los cuerpos y las sensibilidades latinoamericanos.

De la larga lista de visitas en la primera mitad del siglo XX, algunas fueron verdaderos
hitos, como la de Anna Pavlova, que mostró su repertorio en extensas giras por América
Latina en 1917, 1919, 1924-1925 y 1928, y que fue la musa inspiradora de cientos de
artistas latentes en el área de la danza; entre ellos un adolescente ecuatoriano, que, al
verla danzar, decidió su carrera y más tarde se convirtió en uno de los coreógrafos más
importantes de la historia del ballet académico británico: Sir Frederick Ashton.

El contrapunto de Pavlova fue Isadora Duncan, cuyo paso por Buenos Aires, Montevideo
y Río de Janeiro, en 1916, no fue tan significativo como se esperaba. Isadora terminó
haciendo sus espectáculos en un circuito periférico de espacios que no estaban a la altura
de su merecida divulgación.

La visita más trascendente para la evolución estilística del ballet latinoamericano fue la de
Les Ballets Russes de Diaghilev, en 1913, repetida en 1916. La compañía realizó
funciones conjuntas con el Ballet Estable del Teatro Colón, de Buenos Aires, e impuso
una estética que se mantendría vigente por más de medio siglo.

Otras compañías y artistas ejercieron una notable influencia en creadores y directores


latinoamericanos, como los Ballets Russes de Montecarlo (encabezados por Leonide
Massine), en 1940; el American Ballet (ex Ballet Caravan), de George Balanchine, en
1941; el Ballet Russe du Colonel de Basil (encabezado por Tamara Grigorieva, Tatiana
Leskova y Yurek Shaboevsky, quienes serían parte importante del desarrollo del ballet en
América Latina), en 1942 y 1944; y el Ballet de Alicia Alonso (después Ballet de Cuba), en
1949, 1954 y 1959.
Las visitas de Serge Lifar y de George Balanchine contribuyeron también a la formación
de un determinado gusto por la técnica del ballet, aplicado a un universo mayor de temas
que el que proponía el repertorio clásico y romántico conocido hasta ese momento.

su Tanztheater de Wuppertal, quien imprimió una fuerte influencia en dos generaciones


de coreógrafos con su célebre Café Müller.

La permeabilidad de gran parte de los creadores locales hizo que esas visitas se tornaran
parte viva de la evolución de la danza en esas latitudes.

El ballet latinoamericanizado 

El desarrollo del llamado ballet clásico quedó en manos de los grandes teatros oficiales
que implantaron cuerpos estables, funcionando paralelamente con las orquestas
sinfónicas y filarmónicas, pero con un estatus menor. El primer ballet estable en esos
moldes en América Latina fue el del Teatro Colón, de Buenos Aires (1925), seguido del
Teatro Municipal de Río de Janeiro (1936). En la segunda mitad del siglo XX, tuvieron sus
compañías: La Habana (Ballet Nacional de Cuba), Ciudad de México (Compañía Nacional
de Danza), Montevideo (Servicio Oficial de Difusión, Radiotelevisión y Espectáculos,
inicialmente Servicio Oficial de Difusión Radioeléctrica, SODRE), Santiago (Teatro
Municipal), La Plata (Teatro Argentino) y, finalmente, otras capitales latinoamericanas y
algunas ciudades del interior de la Argentina, Brasil y México. Esas instituciones, de
desempeños muy irregulares, se encargaron de llevar el arte del ballet a sus comunidades
y encontraron en la burguesía urbana un importante consumidor.

Paralelamente a las actividades de reposición de diversas versiones de los títulos más


tradicionales del ballet romántico del siglo XIX, como La
Silphide, Giselle, Cascanueces, El lago de los cisnes y La bella durmiente, esas
compañías promovieron el montaje de creaciones de numerosos coreógrafos
latinoamericanos, interesados en el lenguaje académico de ese género, ya sea para
contar la misma historia de los antiguos ballets con otros pasos, ya sea para contar
nuevas historias en el antiguo idioma. En el universo de ese artesanato escénico brilla el
nombre del coreógrafo venezolano Vicente Nebreda, que elaboró un discurso
coreográfico personal y formalmente rico, sin extrapolar en demasía los límites del ballet
académico.
En el último cuarto del siglo XX, América Latina, ya con cuatro generaciones de bailarines
expertos, comenzó a presentar sus primeros productos de exportación.

Representantes de ballets de la Argentina, Venezuela, Brasil y Cuba ocuparon


importantes lugares en el escenario internacional, comenzando por la célebre
cubana Alicia Alonso, la brasileña Márcia Haydée (como estrella de Cranko, en el Ballet
de Stuttgart), el argentino Jorge Donn (como estrella de Béjart, en el Ballet del Siglo XX) y
la venezolana Zhandra Rodriguez (American Ballet Theatre – Hamburg Ballet). Más tarde
seguirían los argentinos Julio Bocca (American Ballet Theatre), Maximiliano Guerra
(Balleto del Teatro alla Scala di Milano), Paloma Herrera (American Ballet Theatre), Iñaki
Urlezaga (Royal Ballet), Marianela Núñez (Royal Ballet) y Herman Cornejo (American
Ballet Theatre). También se destacaron los brasileños Cecilia Kerche (Teatro Municipal de
Río de Janeiro), Marcelo Gomes (American Ballet Theatre), Thiago Soares (Royal Ballet)
y Roberta Marques (Royal Ballet). En Cuba, que exportó gran cantidad de bailarines, el
nombre de Carlos Acosta (Royal Ballet) sobresalió entre todos sus coterráneos.

Las estructuras que contienen y mantienen compañías de danza capaces de tener un


activo repertorio de ballet sufrieron, además de los habituales desprecios a la cultura
característicos del Tercer Mundo, el gradual envejecimiento de sus dinámicas
operacionales; se trata de órganos e instituciones con pesada burocracia y el nivel de sus
producciones dejó de crecer hace ya más de una década. Incluso así, el ballet ocupa un
lugar importante en el ideario de la danza latinoamericana. Existen miles de instituciones
públicas y privadas que la enseñan y un numeroso público que la aprecia. El ballet
mestizo consolidó, no con poco esfuerzo, su propio circuito de funcionamiento y
legitimación.

Los constructores 

La década de 1940 fue la del descubrimiento. Aunque se presentasen espectáculos de


ballet y de variedades con producción local desde los años 20, fue en la década de 1940
cuando se comenzó a hacer danza latinoamericana, con certeza de origen y perspectivas
diversas.

Tanto los pioneros del ballet como los de la danza moderna estaban iniciando su carrera
profesional, casi siempre monitoreados por profesionales europeos experimentados,
inmigrantes que la guerra se encargaría de desparramar por todos lados y que fueron
decisivos para la condensación de las danzas eruditas regionales. Había una danza por
ser construida. Era el período de siembra, de una generación que iniciaría la construcción
de las danzas nacionales desde México hasta la Argentina.

En México, fuertemente marcado por las inmigrantes americanas de la danza moderna


Anna Sokolow y Waldeen desde la década de 1930, Nellie y Gloria Campobello
adecuaron al ballet las imágenes y los temas mexicanos, tanto en sus aspectos folclóricos
como en la adaptación de obras literarias. Pero el gran acontecimiento artístico fue la
fundación, en 1948, del Ballet Nacional de México, entidad independiente impulsada
por Guillermina Bravo, la coreógrafa más relevante de la danza mexicana del siglo XX, de
postura ideológica definida y activa presencia artística, por más de cincuenta años al
frente de una compañía que llegó hasta el siglo XXI.
Modernidad en efervescencia 

Los creadores, ejecutantes y promotores de la danza latinoamericana vivieron, en los


años 60 y 70, el período más fértil del siglo XX, que los prepararía para el gran salto de la
década de 1980. No sólo se multiplicaron los grupos, las compañías y las escuelas, sino
que también crecieron el número de espacios y los encuentros para la danza.

Ya en la década de 1960 aparecieron los primeros grandes instructores de la danza


latinoamericana totalmente formados en sus países, con investigaciones metodológicas
propias y experiencia plural. Esos primeros “maestros” regionales impulsarían a las
generaciones más exitosas de bailarines de cada país.

El perfil del “maestro” acumulaba generalmente los cargos de profesor, coreógrafo y


director, y funcionaba como un formador de gusto. Ellos fueron también los labradores de
una disciplina, esculpieron el modo por el cual se bailaría en América Latina, propagaron
ideas y dirigieron proyectos.

En México, todavía perduraba la influencia de Ana Sokolow; Guillermina Bravo llegaba a


la cumbre de su carrera como coreógrafa y surgían nuevas compañías como el Ballet
Independiente, de Raúl Flores Canelo, en 1966, y el Ballet Teatro del Espacio, de Michel
Descombey y Gladiola Orozco, en 1979, que terminarían siendo subsidiadas por el
Estado.

El Ballet Folclórico de Amalia Hernández alcanzó su punto máximo de proyección, y


Gloria Contreras se destacó entre las coreógrafas dedicadas al ballet académico como la
más productiva. En 1971 fundó su compañía, el Taller Coreográfico (Oficina Coreográfica)
de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

En la Argentina, el Ballet Contemporáneo del Teatro General San Martín (1968) inició sus
actividades destacando el trabajo coreográfico de Oscar Araiz. Por su parte, Iris Scaccheri
fue la primera solista latinoamericana de danza moderna en ganar el mundo con sus
espectáculos unipersonales de singular estética y fuerte exigencia técnica. Tanto
Scaccheri como Araiz pertenecieron al conjunto de danza moderna que Dore Hoyer había
fundado en La Plata, en 1960.

También abrieron en Buenos Aires dos espacios de producción inéditos: Amigos de la


Danza (en los años 60), que congregaba coreógrafos y bailarines de prestigio para
montajes determinados, y Expo Danza (también Danza Confrontación), en la década
siguiente, un ciclo de funciones semanales que reunía gran parte de la actividad
emergente de la danza independiente local.

En Costa Rica, la universidad dio cabida al proyecto de danza de Rogelio López, discípulo
de la pionera Mireya Barboza, mientras que Jorge Ramírez y Nandayure Harly estuvieron
al frente de una segunda compañía universitaria: un hecho inédito en América Central.

Cuba, a pesar también de haber recibido la visita del hada de la luz, Loie Füller, en 1897,
y de Isadora Duncan, en 1916, demoró en tener contacto con las nuevas formas de danza
que se estaban propagando por el mundo. En los años 30, las funciones de Alexander y
Clotilde Sakharoff (1935), Ted Shawn y su conjunto de bailarines (1937) y Harald
Kreutzberg (1938) habían tenido buena repercusión en la isla; lo mismo ocurrió, en la
década siguiente, con el Ballet Jooss (1940), Martha Graham (1941) y Miriam Winslow
(1943). Pero fue en la década de 1950 cuando la danza moderna se introdujo
tímidamente en el país, de la mano de Ramiro Guerra, que fundó el primer grupo de
danza moderna cubana en 1959.

En ese período proliferaron los encuentros, ciclos y diversas temporadas mixtas,


simientes de lo que serían los festivales en los años 80. Ése fue también el momento de
creación y fundación de innumerables colectividades en forma de asociaciones, consejos,
comisiones, etcétera.

La danza asumía un espacio civil más visible en la sociedad, y la consigna era apostar en
el futuro.

Las danzas abiertas en América Latina 

La efervescencia y la inquietud estética de los años 60 y 70 quedaron vibrando en la


danza de los años 80 e iniciaron su sedimentación a mediados de la década.

Lo que había sido búsqueda comenzó a transformarse en resultados escénicos


cohesivos, con formato de espectáculo y un público en gestación. Era el comienzo
del boom de la danza latinoamericana, y no se trataba exclusivamente de
un boom coreográfico: también los intérpretes formados o iniciados en América Latina
comenzaban a ganar notoriedad en el mercado. Ese fenómeno, aliado a las producciones
locales de porte medio que entonces conquistaban visibilidad en Europa, constituían el
resorte propulsor de esa nueva danza, de perfil definido y multiplicidad de biografías
breves.

Los colectivos partieron en busca del desarrollo de líneas propias, de marcas de


personalidad, que durante los años 90 iniciarían su categorización de estilos y se
transformarían en danzas de autor.

Contra los códigos cerrados que las antecedían, las nuevas danzas latinoamericanas
buscaron nuevos grados de apertura, de interdisciplinariedad e interacción. Nacía una
danza renovada a partir de su contacto con otros modos del movimiento y con otras
disciplinas da creación artística.
Brasil fue uno de los laboratorios más activos de la posmodernidad coreográfica y la
Argentina, uno de los polos exportadores de bailarines más reconocidos, en un período en
que México y Venezuela también tuvieron marcadas expansiones de su nueva danza.

En Brasil, el Grupo Corpo pasó a ser, en los años 80, lo que fue el Ballet Stagium en los
años 70: un fuerte referente en el cual se reflejaba gran parte de la danza. Con sede en
Belo Horizonte, capital del Estado de Minas Gerais, el grupo fue también el primer gran
ejemplo de la descentralización de la danza brasileña, que comenzó a tener importantes
polos de creación y producción fuera del tradicional eje Río de Janeiro-São Paulo. De esa
manera, conviven nacionalmente estéticas diversas con creadores de obras de cámara,
como Lía Rodriguez, o de grandes espectáculos como Déborah Colker; coreógrafos que
llegaron a la danza contemporánea por el camino del jazz, como Roselí Rodriguez con su
grupo Raça, coreógrafos de poéticas más radicales como Alejandro Ahmed con su grupo
Cena 11, de Florianópolis, y de lenguajes más personales como Henrique Rodovalho con
su grupo Quasar, de Goiânia.

DANZA EN EL MUNDO

La danza es el único arte dónde nosotros mismos somos el material del que está hecho.
La expresión más auténtica de un pueblo está en su danza y en su música.

Así que aquí está la lista de algunos de los estilos de baile más famosos bailados por todo
el mundo.

Hip Hop baile

El hip hop es un estilo de baile, que por lo general se baila con música hip hop que se
desarrolló de la cultura hip hop. Esta danza danza consiste principalmente de
movimientos ejecutados cerca de la tierra.

Danza del vientre

El término “danza del vientre” es un nombre inapropiado ya que cada parte del cuerpo
está implicado en la danza. La parte del cuerpo más destacada es la cadera. Básicamente
se originó en el Oriente Medio.

Salsa

La salsa es un género de danza sincrética de Cuba. La salsa es un baile de pareja


normal, aunque se reconocen las formas en solitario, para mí paraser es un baila que
representa muy bien la calidez y la sensualidad de latinoamerica..

Baile de salón
Baile de salón se refiere a un conjunto de danzas asociadas, que son disfrutados tanto en
lo social y competitiva en el mundo. Sus aspectos de rendimiento y el entretenimiento
también son ampliamente disfrutados en teatro, cine y televisión.

Tap

El Tap es una forma de danza que se caracteriza por un sonido a que se ha creado a
partir de placas de metal que se unen tanto a la bola y el talón del zapato de la bailarina.
Estas placas de metal, cuando se golpea contra una superficie dura, crea un sonido de
percusión y como tal, los bailarines se consideran músicos.

Bhangra

La danza Bhangra es una danza originaria del norte de la India y del sur de Pakistán; de
una región llamada Punjab, que comparte su cultura entre ambas naciones. Es una
alternativa, no sólo cultural, si no también para poder controlar el estrés generado por las
diversas activiades diarias.

Break Dance

El Break-dance incorpora muchos tipos de movimientos que pueden variar tanto como la
imaginación de un interruptor y el atletismo se lo permita. El inventario de los movimientos
de baile break-es muy amplia, y hay competenciass en todo el mundo.

Danza irlandésa

Originario de Irlanda esta interesante danza por lo general se hace en grupos, pero
cuando se realiza como un solo de danza, en general se caracteriza por un cuerpo
superior tieso y los movimientos rápidos y precisos de los pies.

Baile Robot

El robot es un estilo de baile ilusión, son pasos de intentos de imitar a un robot bailando o
un maniquí. Se originó por Charles Washington.

Líne Dance (Country)

Un baile en línea es la coreografía de baile con una secuencia repetida de pasos en los
que un grupo de personas bailan en una o más líneas o filas sin tener en cuenta el sexo
de los individuos, todos en la misma dirección y ejecución de las medidas al mismo
tiempo.

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