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DEPOSITO LEGAL B 22407 - 1963

PRINTED IN SPAIN - IMPRESO EN ESPAÑA


1.ª EDICIÓN: OCTUBRE - 1963
© GLENN PARRISH - 1963
Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera, S. A.
Mora la Nueva, 2 - Barcelona - 1963
N. R. 4423/63
CAPÍTULO PRIMERO
El barco sufrió un fuerte choque. Algunos de sus tripulantes cayeron al
suelo, pero se levantaron en seguida. La mayoría, sin embargo, aunque con
algunas dificultades. consiguieron mantener el equilibrio.
Inmediatamente después del choque se oyó un ruido erizante: el del agua
al penetrar en el interior del navío. El barco se estremeció un par de veces, las
luces oscilaron ligeramente, y al fin se quedó inmóvil.
Una voz resonó poderosamente a través de los altoparlantes:
—¡La cámara de torpedos de proa, una vía de agua!
—¡Cierren compartimentos estancos ¡Máquinas, atrás toda! ¡Timón a la
vía!
Los poderosos motores eléctricos del submarino zumbaron
frenéticamente, en un tremendo esfuerzo por amanear al barco del sitio en
que se hallaba. Las dos hélices se atornillaron furiosamente en el agua, sin que
se obtuvieran resultados apreciables.
El rostro del comandante del barco, de unos veintiocho años, se cubrió de
sudor.
Sonaron tres o cuatro secos golpazos. Las puertas de los compartimientos
estancos acababan de cerrarse.
—Soplad todos los lastres — ordenó el comandante.
Las bombas trabajaban inmediatamente, expulsando el agua de los
depósitos, con el fin de aligerar de peso al submarino, mientras los motores
continuaban trabajando en sentido inverso.
Los altoparlantes bramaron de nuevo:
—¡Capitán! ¡El agua nos llega a las rodillas!
Una nota de pánico vibraba en la voz del individuo. El comandante miró a
su segundo. Este se hallaba terriblemente pálido.
—¡El agua continúa subiendo!
El suelo del submarino se inclinó. Vaciados los tres, tendía a emerger, pero
sujeto por la proa a las rocas, permanecía relativamente inmóvil en el mismo
sitio, levantándose de popa por su propio natural al quedarse los lastres sin
agua.
—¡Capitán, por el amor de Dios, sáquenos de aquí!
—Si abrimos la cámara de torpedos, el submarino se anegará y
pereceremos todos — dijo el comandante.
El segundo oficial asintió con la cabeza. La situación era terriblemente
crítica.
—Dame el micrófono, George — pidió el comandante.
—Capitán, el submarino sigue encallado — gritó el primer maquinista a
través de los megáfonos.
—Haga todo lo que pueda por. sacarlo de las rocas, señor Dayton —
contestó el joven tranquilamente. Luego llamó—: ¡Cámara de torpedos de
proa, habla el comandante!
—¡Hola, capitán! — exclamó una voz llena de ansiedad—. El agua nos liega
ya a la ingle.
—Estamos encallados — dijo el comandante con serenidad—. Procuren
no perder la calma. Hemos tropezado con un obstáculo no señalado en los
mapas. Tratamos de zafamos de las rocas y emerger. Tengan calma, por favor.
Y haga que sus hombres la tengan también, Crowbolt.
—Sí, capitán.
Pero el joven sabía que era muy difícil hacer nada por los desdichados que
habían tenido la mala suerte de quedar atrapados en la cámara de torpedos. A
menos que no desencallaran pronto, perecerían.
—¡Esas máquinas!—gritó de repente, perdiendo la serenidad por un
momento.
—Estoy haciendo todo lo que puedo, capitán —contestó el oficial de
máquinas—. Pero tengo que andarme con cuidado o, de lo contrario, quemaré
los motores.
—Bien —contestó el joven, limpiándose el sudor con la manga de la
camisa—. George, ¿qué profundidad habíamos alcanzado en el momento del
choque?
—Cincuenta y cinco metros. Demasiada para salvarse abriendo una
escotilla..., de la cual no disponen en aquel lugar — contestó el segundo.
El joven se mordió los labios. Mientras tamo, el submarino trepidaba
sordamente, sin que los esfuerzos de los maquinistas fueran suficientes para
arrancarlo de su encalladura.
El megáfono chilló de nuevo:
—¡Capitán, el agua nos llega a la cintura! ¡Abra la puerta! ¡Podemos salir
rápidamente y cerrar antes de que penetre demasiada en la otra cámara!
El joven movió la cabeza. Lo que le pedía el oficial torpedista era un
imposible. No había fuerza humana capaz de contener el avasallador empuje
de las aguas, una vez en. libertad. Si el agua entraba ahora en la cámara de
torpedos con cierta lentitud, se debía a que el aire contenido en la misma,
ejercía una cierta resistencia al avance del líquido, bien que cediendo a la
irresistible presión de éste poco a poco, inexorablemente.
El barco crujió de repente. Una cierta esperanza anidó en los pechos de los
tripulantes después de la sacudida. Pero luego, las rocas resistieron.
—¡El agua nos llega al pecho, capitán! — gritaron los altoparlantes—. Ya
tenemos dificultades para respirar.
Otra voz se unió a la anterior:
—Por el amor de Dios, sáquennos de aquí.
El joven bajó la cabeza. Humanamente, ardía en deseos de dar la orden de
abrir la compuerta, pero no podía hacerlo. Eran seis vidas contra sesenta.
Debía sacrificar a esos seis hombres para conceder una oportunidad a los
restantes.
—Abran, malditos bastardos. Hijos de perra, no nos abandonen en este
ataúd.
El joven miró a su segundo. Éste lloraba.
—¡El agua nos llega casi al cuello! ¡Empezamos a notar la falta de oxígeno!
—Condenados — gritó uno de los atrapados—, sáchenos de aquí.
La voz del oficial torpedista sonó de nuevo.
—Capitán, solicito su autoridad para lanzar a mis hombres a través de los
tubos.
—Se destrozarán contra las rocas — argumentó el comandante.
—Es la única posibilidad que nos queda, señor.
—¡Prefiero matarme estrellado que no sin oxígeno! — chilló uno de los
torpedistas.
El joven calculó sus posibilidades. Entraba dentro de sus atribuciones el
negar permiso para el lanzamiento Je los torpedistas a través de los tubos,
pero dada la situación, si se negaba a ello, el oficial lo haría igualmente.
Se volvió hacia su segundo.
—George, después de cada lanzamiento, que expulsen el agua de los tubos.
Ya tenemos bastante embarcada en la cámara y no podemos cargar con un
peso adicional.
—Bien, Murray.
—Capitán, estoy esperando su respuesta — gritó el oficial torpedista.
—Hágalo, Crawbolt.
—Gracias, señor.
El barco se estremeció ligeramente, cuando el primer torpedista fue
arrojado a través de uno de los tubos lanzatorpedos. Nadie lo vio, pero el
hombre chocó de cabeza contra una roca y se mató instantáneamente.
Su cuerpo empezó a subir poco a poco hacia la superficie.
—¡Paren toda la maquinaria auxiliar ! — ordenó el comandante.
Los ventiladores se detuvieron en el acto. La temperatura subió
rápidamente.
Otro torpedista fue lanzado a continuación y corrió la suerte del anterior.
Tres hombres más siguieron su camino. Los tres murieron.
La voz del oficial de torpedos llegó claramente hasta la cámara de mando.
—Me he quedado solo, capitán —dijo—. Procuren darse prisa, por el amor
de Dios. Ya estoy nadando, no toco fondo.
—Lo intentaremos, Crawbolt.
El oficial torpedista murió asfixiado. Cuando el submarino pudo por fin
desencallar, después de indecibles esfuerzos, seis hombres habían perecido.
Los cadáveres de cinco de ellos, horriblemente destrozados contra las rocas,
flotaban sobre la superficie del mar.
El cadáver del sexto, el hombre que se había sacrificado inútilmente por
sus subordinados, apareció más tarde en el fondo de la cámara de torpedos. Se
llamaba Harry Crawbolt y tenía veintitrés años.
El nombre del comandante del submarino era Murray Auburn.
Inmediatamente fue sometido a Consejo de Guerra.
CAPITULO II
La habitación era pequeña, húmeda y maloliente, además de sucia. Fuera,
hacía bastante calor. Dentro de la habitación, un hombre, cubierto únicamente
con unos calzoncillos, dormía pesadamente.
Su brazo colgaba fuera de la cama. Al lado de la mano, había una botella a
medio llenar. El cenicero de la mesilla de noche aparecía lleno de colillas.
Algunas estaban esparcidas por el suelo.
Los rumores de la calle llegaban atenuados a la habitación. El hombre
dormía tendido de espaldas, con los ojos profundamente cerrados y la boca
entreabierta. Su cara y su pecho estaban cubiertos de sudor. Hacía al menos
diez o doce días que no se había afeitado.
Una radio rompió a tocar bruscamente, en uno de los pisos vecinos. El
estruendo de la música irrumpió a través de la ventana abierta de la
habitación.
El durmiente se estremeció. Abrió y cerró la boca varias veces, tratando de
reunir un poco de saliva. Levantó un párpado y luego se abrazó a la almohada,
cubriéndose con la misma, en un intento de evadir el fragor de la música.
Al no conseguirlo, se puso los dedos en los oídos. Casi en el mismo
instante, alguien empezó a chillar en el piso de abajo. Sonaron un par de
bofetadas y el ruido de la radio cesó en el acto.
El durmiente se volvió boca abajo. Su mano hizo un pequeño movimiento
pendular. Dos dedos rozaron el vidrio de la botella. Deslizándose parcialmente
a un lado, la agarró por el cuello y tomó un largo trago. Luego la soltó y
aunque cayó de lado, no pareció importarle demasiado. Lentamente, el sueño
acudió de nuevo a sus párpados.
En aquel momento, cuando ya se dormía por segunda vez, alguien llamó a
la puerta de la habitación. Mentalmente, el hombre envió al infierno al
importuno que se atrevía a molestarle a horas tan tempranas.
La llamada se repitió, ahora con más energía. Una voz ronca, desagradable,
resonó al otro lado de la puerta.
—¡Abra usted, pronto! ¡Tengo una carta urgente!
El hombre renegó entre dientes. Soltó un par de tacos y luego, haciendo un
esfuerzo, se sentó en el borde de la cama. Los nudillos resonaron de nuevo con
impacientes vibraciones.
—¡Ya voy, ya voy! — rezongó el hombre, mientras se. ponía los
pantalones. Luego se incorporó y, cogiendo una camisa no demasiado limpia,
se la echó por encima .de los hombros.
Sin calzarse siquiera, caminó torpemente hacia la puerta del dormitorio,
embotados aún sus sentidos por el alcohol ingerido. Abrió la puerta y se
encontró frente - a una mujer de cincuenta y tantos años, gruesa y bigotuda,
cuyos ojos le contemplaban con malévolo brillo.
—Es hora ya de levantarse — dijo la mujer acremente.
—Deje que decida yo mismo cuándo me conviene dormir y cuándo me
conviene estar despierto — respondió el joven en tono desabrido—. Deme la
carta, ¿quiere?
La mujer se la entregó. El hombre la cogió y la tiró a un rincón con gesto
despectivo.
—Ya está, ya tengo la carta — dijo—. ¿Y ahora, qué más, señora Hodgins?
La cara hosca de la mujer no había variado un ápice.
—Me da usted vergüenza, señor Auburn. Cuando miles de nuestros
jóvenes mueren a diario en los frentes, defendiendo a la patria, usted se
emborracha también a diario de manera indecente y escandalosa. Ni
siquiera trabaja en una fábrica de material de guerra, para ayudar al esfuerzo
del país. Hace quince días que se despidió de su último empleo, o le
despidieron, vaya usted a saber...
—¿Le debo algún dinero, señora Hodgins? — cortó el joven
bruscamente—. ¿He dejado de pagarle puntualmente algún viernes el alquiler
de esta pocilga a la cual da usted el pomposo nombre de dormitorio?
—No, pero el país...
—¡Usted y el país pueden irse al infierno! — barbotó el joven, pegando un
fuerte portazo que hizo retemblar las paredes.
Al quedarse solo, miró en tomo suyo. La botella estaba caída, pero aún
tema un poco de licor. Auburn se inclinó y terminó el contenido. Luego la miró
con gesto raro. De repente, se sintió acometido por un acceso de furia y la
arrojó contra una pared. La botella se rompió en mil pedazos con tremendo
estrépito.
Acto seguido, fue hacia el viejo lavabo que había en un extremo de la
habitación. Apoyándose en los costados del mismo con las manos, se miró al
espejo. Torció el gesto; los ojos inyectados en sangre y la barba de diez días le
daban un aspecto nada agradable, además de hacerle parecer mucho más
viejo.
Agarró la jarra y llenó la palangana de agua. Mojó una sucia toalla y se la
pasó por la cara, resoplando ruidosamente. Luego se quitó la camisa y la
arrojó a un rincón.
Buscó tabaco. Se puso un cigarrillo en la boca. De repente vio el sobre
caído en el suelo y se agachó a recogerlo. El sobre tenía aspecto oficial, cosa
que pude comprobar al darle la vuelta y ver en el ángulo superior izquierdo
un ancla y la leyenda U.S. NAVY.
Rasgó el sobre y extrajo de su interior un documento, que desplegó,
leyéndolo. Medio minuto más tarde, rompía a reír convulsivamente,
apoyándose las manos en las caderas, con todo el aspecto de haber
enloquecido de repente. Estuvo riéndose hasta que se quedó sin
aliento. Luego, presa de un súbito ataque de furia, rasgó el sobre y el
documento en mil diminutos fragmentos, que arrojó luego al suelo.
—Sólo a mí me podía pasar una cosa semejante — exclamó, lívido de
cólera.
La radio sonó de nuevo. Lleno de rabia, se asomó a la ventana y barboteó
unas cuantas invectivas contra la radio y su propietario. Después, un tanto
desahogado, se retiró al interior de la habitación» Sacó de un armario una
vieja maleta y arrojó en ella unas cuantas prendas de ropa, dejando fuera lo
indispensable para vestirse.
Cuando estaba terminado, llamaron a la puerta. Auburn fue a abrir. Un
hombre fornido y robusto, de unos cuarenta años, se hallaba en el umbral, con
cara de muy pocos amigos.
—Usted es el que ha insultado a mi mujer — dijo.
—SI, ¿qué pasa? Me molesta la radio a todo volumen, eso es todo.
—¡Maldito borracho! ¡Le voy a...!
—Usted no va a hacerme nada — contestó el joven. Alargó la mano
derecha y atrapó con dos dedos la nariz del individuo, sacudiéndosela con
todas sus fuerzas. El hombre bramó, mientras sus ojos se llenaban de
lágrimas. Luego, antes de que pudiera recuperarse, Auburn le asestó un
terrible golpe en el vientre y otro en la cara, derribándole por tierra.
—¡Largo, idiota! —bramó, cerrando de golpe.
Cinco minutos más tarde, estaba listo. Agarró la maleta y abrió la puerta.
El protestante había desaparecido.
En el vestíbulo se encontró con la dueña de la casa. La señora Hodgins
aparecía muy indignada.
—El señor Allison está furiosísimo — dijo
—Que se vaya al diablo — contestó el joven abruptamente—. Usted puede
alizar la caldera, si siente deseos de ayudar a Satanás.
—¡Qué insolencia! Señor Auburn, siendo deseos de ponerle de patitas en
la calle. Su proceder es realmente inicuo...
El joven metió la mano en el bolsillo y extrajo un par de arrugados billetes,
que arrojó a la cara de la mujer.
—Tome, vieja bruja — la insultó—. Compre unos cuantos barriles de
desinfectante; eso es algo que necesita esta casa con mucha urgencia.
Y salió, pegando el enésimo portazo de aquella turbulenta mañana.

***

Un coche estuvo a punto de atropellarle al ir a cruzar la calle. Su conductor


tocó la bocina estruendosamente.
Auburn se volvió y agitó la mano con gesto despectivo. Dio dos pasos y el
conductor tocó la bocina, a la vez que le llamaba por su nombre:
—¡Murray!
El joven se volvió. Frunció el ceño al reconocer al conductor. Era una joven
encantadora, de unos veintitrés o veinticuatro años, cuyo rostro expresaba a
la vez alegría, desconcierto y horror.
—¡Murray!
Auburn vaciló. Retrocedió sobre sus pasos y se acercó al coche.
—¿Qué quieres, Nancy? — preguntó.
Ella se Inclinó y abrió la portezuela del coche. Era un «Studebaker»
convertible 1939, pintado completamente de blanco.
—Sube —dijo ella imperativamente.
Auburn arrojó la maleta al asiento posterior. Sentóse al lado de la
conductora, la cual hizo arrancar el coche inmediatamente.
—¿A dónde quieres que te lleve, Murray? — preguntó ella, esforzándose
por dar a su voz un tono natural.
—Así vas bien, por el momento — contestó él. Sacó un cigarrillo y se lo
puso en los labios.
—Me ha costado mucho trabajo reconocerte, Murray — dijo ella—. ¿Cómo
has podido cambiar tanto en menos de dos años? ¿Qué digo dos años? Menos
de uno y medio, ¿no es eso, Murray?
—Aproximadamente — contestó él en tono evasivo.
—¿Qué te ha sucedido? ¿Por qué estas así, tan... tan...?
Auburn rió agriamente.
—Dilo de una vez, Nancy; sucio, casi harapiento y sin afeitar. Parezco un
vagabundo, ¿no es eso lo que querías decir?
Ella apretó los labios.
—Tu aspecto es completamente distinto del que tenías hace pocos meses.
Eso no me gusta...
—¡No digas estupideces! —barbotó él—. ¿Qué puede importarte mi
aspecto o lo que yo haga o deje de hacer? Mi vida es ahora sólo mía y nadie
tiene derecho a intervenir en ella. Si alguna vez lo tuviste, te lo dejaste perder
cuando me abandonaste miserablemente.
—¡Murray!—protestó ella, en tono quejumbroso.
—A la derecha —dijo él. Luego continuó, sin abandonar su acento Heno de
rencor —: Me jurabas amor eterno, pero cuando sufrí un contratiempo en mi
carrera, olvidaste tus juramentos rápidamente. Nancy.
—Pero yo te quería, Murray—exclamó la joven— Fue... Papá me obligó...
—¡Tonterías! A quien tú querías era al oficial de brillante carrera, que un
día la perdió por un estúpido accidente que costó la vida a seis de sus
hombres. No era a mí a quien amabas, sino a los galones de mis bocamangas.
Cuando los perdí, cesó de interesarte. ¿Qué diablos quieres que haga ahora,
arrastrarme a tus pies, suplicándote el don de una mirada conmiserativa?
¡Vete al diablo, Nancy Dryller!
—Eres injusto conmigo, Murray—murmuró ella, a punto de echarse a
llorar.
—Decir la verdad te parece una injusticia, ¿no es así? Bien, Nancy, la cosa
hubiera podido tener un arreglo, si al cabo de unas semanas me hubieras
escrito. Comprendo que en los primeros momentos te apartases de mí, pero
después debías haber meditado con un poco más de serenidad, con algo más
de profundidad, y haberte esforzado en comprender realmente lo ocurrido. Tú
sólo querías el brillo de mi uniforme y la posición social que esto te hubiera
otorgado Tus millones, haciendo resplandecer los galones de mi rango. La
combinación ideal, ¿no es cierto?
Auburn hizo una pausa para tomar aliento. Ella tenía las manos crispadas
sobre el volante.
—En dieciocho meses, no fuiste capaz de escribirme más que una sola vez:
al día siguiente de mi degradación. «Lo siento mucho..., comprende cuál es
ahora mi situación... Temo que nos hayamos equivocado...» ¡Bah, paparruchas!
He conocido — siguió él — a algunas mujeres casadas con asesinos, a pesar de
lo cual no dejaron de amarlos. Tú no eres de esa clase de mujer, la hembra fiel
que quiere a su hombre por encima de lodo y de todo, con sus peores defectos.
Nancy, no quiero ser presumido, pero si este encuentro te hizo abrigar alguna
esperanza hacia mí, olvídalo inmediatamente así que nos hayamos detenido.
¡Ahí mismo, por ejemplo!
La mano del joven señaló una puerta, al lado de la cual se veía un centinela
armado. Sobre el dintel de la puerta se veía la leyenda de U. S. Navy.
Nancy frenó el coche maquinalmente.
—¿A dónde vas, Murray? — preguntó casi a gritos.
El joven se inclinó y agarró su maleta. Luego saltó a tierra.
—¡A la guerra, Nancy! ¡Adiós, y que encuentres pronto un almirante! —
gritó.
Ella alargó la mano, pero el joven ya no la prestaba la menor atención.
Presa de súbitos remordimientos, ocultó la cara entre las manos y rompió a
llorar. Ninguno se extrañó demasiado de su actitud; en aquellos días eran
frecuentes escenas semejantes.
CAPÍTULO III
El capitán Kimbolton era el jefe de personal de la base naval. Con gesto
reluctante, miro al hombre que tenía frente a sí.
—Sus órdenes, marinero — pidió.
—Las rompí — contestó el joven secamente.
Kimbolton levantó la vista. Aquel rostro... ¿dónde lo había visto antes?
Frunció el ceño.
—No me gusta su tono insolente, marinero — dijo en tono áspero—.
Procure no olvidar nunca el lugar en que se halla y..., en el nombre de Dios,
¿por qué no vino más aseado?,
—Ya se ocupará la Marina de convertirme en un hombre limpio.
—Escuche, marinero — dijo Kimbolton, tratando de armarse de
paciencia—; la Marina no es como una fábrica donde uno puede pegarle
cuatro voces al capataz y mudar de trabajo inmediatamente. Aquí las cosas
son muy distintas..., empezando por la palabra señor, que usted ha de emplear
indefectiblemente cada vez que se dirija a un superior con rango de oficial,
¿estamos? Y ahora, dígame su nombre; no lo entendí muy bien antes.
Era preciso tener calma con los recién incorporados, se dijo Kimbolton.
Por lo menos, hasta que les habían endosado el uniforme y leído las leyes
penales más elementales.
—Murray Auburn..., señor.
Kimbolton pegó un bote en el asiento.
—¡Murray Auburn! — Extendió un nervioso dedo índice hacia el joven—.
Usted era el comandante del submarino que...
—Exactamente — cortó el joven con sequedad—. El mismo.
Kimbolton apretó los labios.
—Le han jugado una mala pasada, Auburn.
—¿A quién se lo dice usted? — exclamó el joven amargamente—. Pero,
bueno, no he venido aquí para hablar de asuntos muertos. Algún solemne
idiota tuvo Ja idea de movilizarme y sólo deseo conocer el lugar al cual voy a
ser destinado.
—Escuche, Auburn — dijo el oficial de personal —, quiero que sepa una
cosa. Yo no tengo la culpa de lo que le sucedió. A veces, las personas tienen
mala suerte en esta vida. Usted es una de ellas, a lo que parece. Ahora bien, si
le han movilizado, procure portarse correctamente y todo marchará sobre
ruedas, ¿estamos?
—Que marche sobre ruedas o sobre zancos, me da igual, capitán. No me
importa en absoluto lo que haya de pasarme, así que... si me encierran en la
cárcel para unos cuantos años, al menos me evitaré los riesgos de la guerra.
No se moleste en echarme reprimendas, porque por un oído me entra lo que
dice usted y por el otro me sale. ¿Está clara?
Kimbolton apretó los labios. Luego, bruscamente, abrió el interfono y
llamó:
—Sargento Grays, venga inmediatamente.
La puerta se abrió en el acto. Un sargento amanuense entró en el
despacho.
—¿Señor?
—Llévese a este hombre — ordenó Kimbolton —y ocúpese de que se le
facilite el equipo necesario. Luego condúzcalo al barracón donde se alojan los
nuevos reclutas y haga que el encargado se preocupe de darle unas cuantas
lecciones de aseo.
Auburn sonrió Irónicamente. Con gesto negligente se llevó la mano a la
sien.
—Gracias, capitán — dijo. Se volvió —: ¿Vamos, sargento?
Grays abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Capitán Auburn!— exclamó, atónito—. ¿Usted...?
—Ahora soy el marinero de segunda clase Murray Auburn, sargento —
contestó el joven, haciendo una mueca—. Indíqueme mi alojamiento y la
forma de manejar la ducha, por favor.
—Sí, capit..., digo, venga conmigo. — Grays estaba terriblemente
desconcertado —. No lo entiendo, no lo entiendo— murmuró mientras salía.
Al quedarse solo, Kimbolton levantó el auricular.
—Con el almirante, pronto — pidió al telefonista de guardia.

***

Un oficial con galones de teniente de navío entró precipitadamente en el


despacho del jefe de personal.
—¡Kimbolton! — gritó excitadamente —. ¡Me han dicho que Auburn ha
sido movilizado!
—Es cierto, Crawbolt. Está aquí, en la base. Aún no hace una hora que ha.
salido de este despacho.
El recién llegado sonrió perversamente.
—Oye, Kimbolton — dijo —, tú y yo somos buenos amigos.
—Sí, claro.
—Bueno, muchas veces nos hemos hecho favores mutuos. Y seguiremos
haciéndonoslos, ¿verdad?
—Desde luego. ¿En qué puedo servirte, Crawbolt?
El teniente empezó a trazar círculos con el dedo sobre la mesa.
—Soy el oficial ejecutivo del «Hallerfish». Aún nos faltan algunos hombres
para completar la dotación del barco.
Kimbolton sonrió maliciosamente.
—Y, supongo, los preferirás entrenados, claro.
—Tú, ¿qué harías en mi caso?
—Naturalmente, lo mismo que tú. Es una murga eso de tener que ir
desasnando a la gente.
—Pensamos igual, Kimbolton.
Los dos hombres se echaron a reír. Kimbolton tomó un papel de encima de
su mesa, garrapateó unas líneas, lo firmó, puso el sello y se lo entregó al
oficial.
—Aquí lo tienes, es tuyo —dijo.
Crawbolt dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Se llevó
la mano a la frente y saludó un tanto burlonamente.
—Muchas gracias, mi capitán — dijo.
—Ten cuidado — le advirtió Kimbolton.
—Oh, déjalo de mi cuenta — contestó Crawbolt. Sus ojos relucieron de
pronto con furia demoníaca—. Me gustaría poder estrangularlo, pero no
quiero correr riesgos innecesarios. Sin embargó, te aseguro que va a padecer
un infierno mientras este a bordo del «Hallerfish».

***

Murray Auburn se contempló en el espejo con ojo crítico. Se habían


acabado tantas cosas ya, desde hacía mucho tiempo... Ahora vestía el uniforme
de un simple marinero cuando, tanto por razón de su antigüedad y méritos,
debiera ostentar los galones de capitán de fragata, por lo menos. Kimbolton
tenía razón; algunos tenían mala suerte en la vida. Él era uno de ellos,
no podía negarlo. Pero, se preguntó, ¿quien habría sido el animal que se habría
acordado de su nombre para llamarlo de nuevo a la Armada?
Se dio cuenta de que los marineros que habla en el barracón le
contemplaban con evidente curiosidad, mientras cuchicheaban entre sí. Ello le
molestó, pero antes de que pudiera hacer nada por cortar los comentarios, un
hombre irrumpió en el alojamiento.
—¿Quién es Murray Auburn? — preguntó a voz en cuello.
El joven se volvió en redondo.
—Yo. ¿Qué sucede, cabo?
—Sucede que te llama el almirante, chico. — El cabo movió la cabeza con
gesto admirativo—. Vaya, debes estar muy recomendado cuando el viejo te
hace acudir a su despacho. ¿Qué te pasa, eres hijo de papá?
—De su madre, no, cabo, desde luego — replicó el joven con agrio
sarcasmo. Tomó el gorrillo blanco y se lo echó sobre la cabeza de cualquier
manera—. ¿Vamos?
El cabo se le acercó, bramando de furor.
—Oye, Auburn, si crees que conmigo vas a hacerte el gracioso...
El joven levantó el codo derecho de repente. Alcanzado en la mandíbula, el
cabo se desplomó como fulminado por un rayo.
Murray lanzó una fría mirada en tomo suyo.
—Echadle encima un cubo de agua — dijo tranquilamente. Y salió con
paso calmoso del alojamiento.
Minutos después se hallaba en presencia del almirante. Una densa oleada
de recuerdos invadió el ánimo del joven al encontrarse en un despacho que
antaño había frecuentado tantas veces y donde tan calurosamente había sido
acogido, hasta que...
El almirante le miró de hito en hito durante unos segundos.
—Auburn, no sé qué decirle, la verdad. Estoy tan son prendido como usted
de verle vestido con esa ropa.
El joven crispó las mandíbulas, sin perder su posición rígida y erecta.
—A mí me sucede igual, señor — contestó en tono frío y distante.
—Esto es algo... — El almirante movió la cabeza—. Nunca hubiera podido
imaginarme una cosa semejante, Auburn, se lo digo con toda sinceridad. Pero,
¿a quién se le ha podido ocurrir la idea de movilizarlo?
—Bien, eso ya no es cuenta mía, señor. Lo único que sé es que me
encuentro convertido en un marinero de segunda clase.
—¡Usted, uno de los mejores comandantes de submarino que teníamos! —
El almirante empezó a pasearse nerviosamente por la habitación, con las
manos a la espalda —. Se le recomendó la dimisión, no se le degradó. Por eso
le han llamado, porque no fue expulsado de la Marina.
—Los efectos han sido los mismos, señor. Por lo menos, hasta el momento
de mi llamada a filas. Degradado o dimitido, perdí la carrera.
—Fue un accidente estúpido. Usted no tuvo la culpa. Murieron seis
hombres, es cierto, pero cualquier comandante de submarino habría obrado
de la misma manera, de hallarse en su lugar. Seis vidas contra sesenta, la cosa
no ofrecía la menor duda.
—Olvida usted, señor, que el presidente del tribunal marcial era...
—Lo sé. Harry Crawbolt era hijo de su hermana. Oficialmente, el
muchacho murió como un héroe, quedándose el último y dando la vida por sus
torpedistas, aunque éstos murieran también luego. Pero, por lo menos, trató
de concederles una oportunidad; a él no le quedaba ninguna.
—Si hubiese abierto la puerta estanca, habrían muerto los sesenta
hombres restantes, señor.
—Es cierto. Sin embargo, el tío de Crawbolt no lo quiso reconocer así. —
Los ojos del almirante llamearon—. No me gusta vanagloriarme de las cosas
que hago, pero fui yo el que consiguió la recomendación de dimisión, en lugar
de degradación.
—Gracias, señor.
—Me gustaría hacer algo por usted. Auburn — manifestó el almirante.
—Se lo agradezco de todos modos, señor, pero no necesito nada. —
Amargamente, el joven añadió — : Cuando estalló la guerra solicité reingresar
de nuevo en la Marina. Alguien me devolvió la solicitud con un «no hay lugar».
—Me imagino fácilmente quién ha sido—dijo el almirante—. Pero no
puedo hacer nada; lleva una magnífica carrera y ahora tiene un grado más que
yo. Es decir, no puedo hacer nada en ese sentido. En otro, soy el comandante
de esta base, no lo olvide.
—Le repito las gracias, señor, pero ya que me han llamado, procuraré
hacerlo lo mejor posible..., eso si no me da un día la ventolera de pegarle un
buen puñetazo en las narices a un contramaestre. Así me pasaré la guerra
descansando y sin peligros.
El almirante extendió un dedo índice.
—Auburn, comprendo que esté resentido, pero debe dejar de lado sus
sentimientos personales mientras esté con nosotros. En tanto se porte bien, le
protegeré en todo lo que feticida. Pero no intente hacer pagar a
unos inocentes culpas que son de otros, ¿estamos?
—Sí, señor.
—Todavía está y tiempo, muchacho. ¿Qué quiere de mí?
—Nada, señor.
Un oficial irrumpió en aquel momento en la estancia. Llevaba sobre el
uniforme los cordones de ayudante: Rodeó la mesa y se inclinó sobre el
almirante, hablándole breve y rápidamente al oído.
El jefe de la base respingó.
—¿Es cierto eso que me dice?
—Sí, señor—confirmó el ayudante.
—Está bien, Charles, muchas gracias.
El oficial se retiró. Entonces, al quedarse solos nuevamente, el almirante
apoyó los codos sobre la mesa.
—Auburn, me han dicho que ha sido destinado al «Hallerfish».
Normalmente, dejo a mis oficiales la responsabilidad de sus decisiones, como
la que ha tomado en este caso el oficial de personal. El «Hallerfish» está al
mando del capitán Roundelar, quien tiene como segundo al teniente Crawbolt.
Puedo llamar a Kimbolton y hacerle variar sus órdenes... si así lo desea
usted, Auburn.
El joven apretó los labios. Después de lo que ya le había pasado, nada le
podía ocurrir peor de lo que acababan de anunciarle.
—Serviré en el «Hallerfish», puesto que así lo ha decidido quien, tiene
autoridad para hacerlo — contestó con voz firme.
El almirante se puso en pie.
—Nada tengo que objetar a su decisión. Auburn, salvo prevenirle que
quizá haya de sufrir algunas molestias. Trataré de ayudarle en lo posible, pero
no olvide en ningún momento que Crawbolt es su superior.
—Sí, señor. Un millón de gracias, señor.
El joven salió del despacho, presa de los más fúnebres presentimientos, y
se dirigió a su barracón, ignorante de que en aquellos momentos el almirante
requería la inmediata presencia en su despacho del teniente Crawbolt.
Auburn penetró en el barracón, sintiendo en el acto sobre sí las miradas
de los demás ocupantes del alojamiento. Varios de ellos se pusieron a
cuchichear, en tanto que dos o tres se le acercaban en actitud burlona.
—Oye, guapo — dijo uno de ellos, un sujeto de rostro brutal y cuerpo
voluminoso—, ¿es cierto que antes eras oficial de la Armada?
El joven apretó los labios. Aquellos tipos buscaban pelea.
—Sí —contestó entre dientes—. Lo fui. Pero ahora soy un simple marinero
y partiré la cara al primero que se atreva a recordármelo. ¿Quieres empezar tú
la serie?
Uno de los sujetos tiró de la manga al gigante.
—Déjalo, Casey — murmuró, amedrentado—. Acaba de venir del
despacho del almirante. Este tipo tiene que estar muy agarrado; no te metas
con él.
—Sí —dijo el hombrón despreciativamente, tratando de salvar la faz—,
será mejor dejarlo. Aunque — añadió con acento maligno — quizás un día
pueda recordarle esas palabras que ha pronunciado.
—Te escucharé siempre que quieras —contestó el joven sin inmutarse.

***
Pocos días más tarde, atravesaba la plancha que unía al «Hallerfish» con el
muelle. Después de presentarse al oficial de guardia, bajó al interior del
submarino.
Buscó su alojamiento y colocó las cosas en su sitio. Cuando estaba
terminando la tarea, le llamó un sujeto.
—El segundo quiere verte, Murray.
—Está bien — contestó el joven.
Momentos después, penetraba en la cámara del segundo de a bordo.
Durante unos momentos, los dos hombres se contemplaron fijamente.
—Así que éste es el hombre que mató a mi hermano.
Auburn apretó los labios.
—Conteste, marinero — gritó Crawbolt.
—Sí, señor—dijo el joven, manteniéndose rígido.
Crawbolt sonrió perversamente.
—Recibí una llamada el otro día —dijo—. El almirante me habló de usted,
Auburn. Me dijo que me prohibía atarle a una tubería y azotarle con un cabo
de amarre. Parece que le apreciaba mucho.
—Todo lo que me detesta usted — contestó el joven sin inmutarse.
—Usted se equivoca; yo no le detesto, le odio — expresó Crawbolt
fríamente—. Pero, en fin, como no puedo darle de latigazos cada día, me
limitaré a hacerle cumplir los deberes propios de un marinero.
—Estoy dispuesto a ello, señor — contestó Auburn.
Crawbolt se levantó, sin dejar de sonreír. Abrió la puerta de su cámara y
llamó:
—¡Contramaestre!
El aludido se presentó momentos después.
—¿Señor?
—Éste es el marinero Auburn — dijo Crawbolt—. Independientemente de
su servicio y hasta nueva orden, queda encargado de la limpieza de los
«jardines». ¿Me ha comprendido usted, Hilsom?
El contramaestre miró a los dos hombres alternativamente. Aunque no
había servido en el mismo submarino que Auburn, lo conocía muy bien desde
hacía muchos años. La orden recibida le pareció una indignidad, pero era
hombre disciplinado y se abstuvo de formular la menor objeción.
—Sí, señor—dijo con voz neutra.
Crawbolt miró al joven.
—¿Algo que oponer a mi orden, marinero Auburn? — preguntó.
—Nada en absoluto, señor — respondió Murray son los labios muy
prietos.
CAPÍTULO IV
Cuando no tenía que limpiar las letrinas del barco, Murray Auburn
también realizaba otros trabajos. Por ejemplo, vigía en la cofa de los
periscopios, labor que se realizaba indiscriminadamente por turno entre
todos los tripulantes. Uno a babor y otro a estribor, provistos de unos buenos
prismáticos, escrutaban constantemente el espacio, mientras por encima de
sus cabezas, la antena del radar giraba monótamente, barriendo el
horizonte con sus haces de ondas.
En la torreta, el oficial de guardia controlaba la navegación del
«Hallerfish». El submarino se deslizaba perezosamente por las aguas del
Pacífico, en medio de una noche iluminada por una luna en menguante, a doce
nudos de velocidad. Salvo el monorrítmico tran-trán de la maquinaria y el
susurro del agua al resbalar por los costados del barco, el silencio era
absoluto.
Murray recorrió la línea del horizonte con los prismáticos. La separación
entre el océano y el cielo era nítida, perfecta. De pronto le pareció que algo
Interrumpía la rectitud de la línea del horizonte.
En el mismo momento llegó al puente la voz del observador de tumo en el
radar.
— ¡Contacto radar!
El oficial de guardia, teniente Easton, se inclinó sobre el tubo.
—Marcación — pidió.
Desde la cofa, Murray dijo:
—Señor, tengo el objetivo enfilado con mis prismáticos. A cuatro puntos a
babor del barco.
Easton volvió hacia allí sus prismáticos. Un momento después el claxon
llamaba a los hombres a zafarrancho de combate.
El capitán Roundelar subió a la torreta momentos más tarde, mientras el
submarino, luego de haber corregido su rumbo, se dirigía hacia el objetivo a
dieciséis nudos, cortando en una doble fila de espumas la superficie de las
aguas.
—Informe radar —pidió.
—El blanco se desplaza a nueve nudos, rumbo tres tres cero. Parece un
carguero.
—Que el hidrofonista me avise en cuanto oiga el ruido de sus hélices.
¿Cuál es la distancia actual?
—Siete millas y tres octavos, señor.
—Gracias. ¡Crawbolt
—¿Señor? — contestó el segundo.
—Parece un carguero que se dirige rumbo a Tokio. Dadas las
circunstancias en que nos hallamos combatiremos en superficie. Mande a
cubierta las escuadras de artillería.
—Sí, señor.
Desde su observatorio. Murray pudo escucharlo todo. Hubiera querido
gritar que estaban en un error; no era lógico un carguero aislado, merodeando
por las cercanías de la costa japonesa, una proximidad relativa, puesto que
aún se hallaban a unas ciento diez millas de distancia. Pero era una de las
rutas más transitadas por los convoyes de suministro del enemigo, y en ella
los combates navales entre los submarinos norteamericanos y las fuerzas
navales de superficie japonesas eran muy frecuentes. ¡Un carguero solitario!
¡Imposible!
El «Hallerfish» seguía aproximándose al blanco a dieciséis nudos de
distancia, cortando su rumbo oblicuamente. Murray se imaginaría lo que
sucedería después: un ataque rápido con la pieza de cinco pulgadas y las dos
gemelas de 40 mm., con lo cual el capitán Roundelar se ahorraría un par de
torpedos. Suponiendo que...
Estuvo a punto de lanzar un grito, pero se contuvo.
Él era un simple marinero, no tenía el menor derecho a entrometerse en
las decisiones de sus superiores. Pero aquel barco, aun a pesar de su
apariencia, no era un carguero. ¿Es que el capitán Roundelar no se
imaginaba la trampa que habían montado los japoneses? Murray sabía lo que
pasaba en el ánimo del comandante; llevaban ya tres semanas de patrulla, con
dos ataques fallidos y seis torpedos perdidos en balde. Roundelar estaba
ansioso de apuntarse un barco en aquella misión y la avidez que le poseía le
impedía examinar las circunstancias con más detenimiento.
El transporte japonés seguía su marcha sin el menor apresuramiento. La
distancia se disminuía entre los dos buques a razón de una milla cada tres
minutos y cuarenta y cinco segundos. Para situarse a distancia de tiro de la
artillería, a una milla al menos, deberían emplear veintidós minutos y
cuarenta segundos, cálculos que hizo Murray rápidamente, de memoria.
Sonó una voz por encima del murmullo de las aguas:
— Listas las escuadras de artillería.
Los oficiales que mandaban las piezas estaban junto a sus hombres.
Roundelar y Easton se hallaban en la torreta. En el puente, bajo los pies del
capitán, Crawbolt desempeñaba sus funciones de segundo de a bordo y oficial
ejecutivo.
La distancia se redujo. Ahora era ya casi posible divisar el blanco a simple
vista. El hidrofonista anunció que captaba en sus auriculares el rumor de las
hélices. La velocidad del blanco era de nueve nudos y medio por hora.
Murray estaba tremendamente nervioso. La distancia al blanco era de
cuatro millas. En diez minutos más, se situarían en posición de abrir el fuego.
Pero, ¿y qué haría el comandante japonés? Era presumible que habría también
varios serviolas a bordo del presunto carguero. Aunque la mayoría de los
barcos nipones no disponían aún de radar, el espacio que separaba a los dos
barcos disminuía por momentos y era casi seguro que la presencia del
«Hallerfish» había sido ya detectada. Un buque de transporte solía llevar
varios cañones para defenderse de los ataques enemigos. Si sus serviolas les
habían visto, ¿por qué no abrían el fuego ya?
—Capitán — exclamó de pronto, sin poder contenerse.
Roundelar levantó la cabeza.
—¿Qué hay, Auburn?
El joven se mordió los labios. «Idiota, olvidas que eres un simple marinero.
Si ocurre algo, salta al agua y que los demás se las compongan como puedan.
Lo peor que puede pasarte es ir a un campo de prisioneros.»
—No, nada. Fue... un error. Todo sigue igual por aquí arriba, señor.
Excúseme, señor.
Roundelar movió la cabeza. De repente se sintió preocupado. Había
advertido un cierto tono de tensión en la voz del serviola. ¿Quién era? Ah, sí,
Auburn, aquel muchacho con una magnífica carrera que se había
visto obligado a dimitir, por un error estúpido cometido en el curso de unas
maniobras de instrucción. Bueno, no tan estúpido cl error; habían muerto seis
hombres. Pero hasta entonces, Auburn había tenido fama de ser el mejor
submarinista de la costa del Pacífico.
El radar anunció la distancia.
—Tres millas. Los demás datos siguen sin variación.
Roundelar se dio cuenta de que en seis minutos estarían combatiendo. En
vez baja, murmuró:
—Ese chico me preocupa, Easton.
—¿A quién se refiere usted, capitán? —preguntó el tercer oficial.
—Auburn, el que está de serviola arriba, en la cofa de los periscopios.
—Sí, un buen marinero. El mejor, hablando claro. ¿Sucede algo, señor?
—Antes me llamó..., pero luego dijo que no había sido nada de particular.
Sin embargo, me pareció que estaba preocupado.
—Es natural, señor. Todos lo estamos. Vamos a entablar combate con un
barco enemigo y...
—No es eso, Easton. A fin de cuentas, qué diablos, era un oficial, y muy
competente. Quizás ha visto algo y no se atreve a intervenir por prudencia o
discreción.
—= por orgullo, vaya usted a saber—dijo el tercer Oficial—. De todas
formas, ¿por qué no se lo pregunta directamente?
—Es una buena idea, Easton — dijo Roundelar. Volvió la cabeza y levantó
ligeramente la voz—: Auburn, baje a la torreta.
El joven se sorprendió en el primer momento. Luego, disciplinado,
obedeció.
—¿Señor? — murmuró al hallarse frente al comandante del «Hallerfish».
—Usted está preocupado por algo. Auburn. Dígame con toda franqueza de
qué se trata.
Murray se limpió los labios con el dorso de la mano.
—No me gustaría ser tachado de entrometido — rezongó.
—Hable sin miedo. Es una orden —dijo Roundelar enérgicamente.
—Pues bien, yo no opino que ese barco sea un simple carguero.
Roundelar parpadeó.
—¿Por qué? ¿En qué se basa usted para opinar tal cosa?
—Está solo, no hay ningún otro barco en las inmediaciones. Esto no es
lógico ni natural.
—Pudo formar parte de un convoy y perder el contacto-alegó Easton.
—Entonces, yo, capitán de ese barco, habría virado noventa a babor,
poniendo las máquinas en avante toda, para acercarme a la protección de la
costa en el menor tiempo posible. Por lo que veo, es un «Maru» de los últimos
modelos, capaz de sacar dieciséis nudos con toda facilidad. Y aunque viajase
con menos velocidad, debiera estar buscando la protección de la costa en
lugar de navegar casi paralelamente a ella.
Roundelar consideró seriamente las palabras del joven.
—Bueno, es posible que sea verdad lo que usted dice. Entonces, me está
sugiriendo que se trata de un buque trampa.
—Muy posiblemente, señor — contestó el joven—. Y lo que hace ahora es
tratar de cazar submarinos que, creyéndole solo y poco menos que inerme,
traten de atacarle en superficie.
La voz del radarista subió a través del tubo
—Dos millas y media.
Roundelar se volvió hacia el tercer oficial.
—¿Easton?
—Señor, yo...
Antes de que el oficial pudiera terminar sus palabras, el costado entero del
barco japonés se incendió con media docena de violentísimos relámpagos.
CAPÍTULO V
Murray Auburn había tenido razón, pensó amargamente el capitón
Roundelar, mientras los proyectiles de la andanada disparada por el buque
japonés, estallaban fragorosamente en torno al submarino.
El buque trampa estaba disfrazado de viejo mercante. Pero en cada uno de
sus costados llevaba tres piezas de 155 mm., hábilmente disimuladas tras las
planchas de la amura, más otras dos en los castillos, también del mismo
calibre. Era un formidable armamento, contra el cual poco podía hacer el
submarino con su pieza de cinco pulgadas (127 mm.) y el montaje doble de 40.
El agua inundó la torreta y las cubiertas. Vociferando como un
energúmeno, Roundelar ordenó dar marcha atrás, a la vez que disponía una
virada en redondo.
Murray se dio una fuerte palmada en la frente. «Dios mío, qué maniobra
tan desatinada», pensó.
El claxon de alarma sonó con fuerza.
—¡Inmersión, inmersión!
Cinco relámpagos más brotaron del barco enemigo. Los artilleros se
apelotonaban en las escotillas, ansiosos de ganar el refugio del submarino. En
la torreta, Murray agachó la cabeza cuando oyó el rugido de las
granadas enemigas que pasaban rozando casi la antena del radar. Medio
segundo después, el submarino era agitado por las cinco explosiones con
tremenda violencia.
En pocos segundos, la torreta y las cubiertas quedaron despejadas. Los
lastres estaban ya abiertos al máximo, admitiendo el agua apresuradamente,
mientras que los timones de profundidad tenían la inclinación máxima. Una
mano manejó el control de admisión de aire de los Diésel y otra cerró las
exhaustaciones. Los motores eléctricos fueron conectados en el acto mientras
la cubierta. desaparecía ya bajo las agitas. Murray pensó que, por lo menos en
la maniobra de inmersión, la tripulación del «Hallerfish» estaba bien
entrenada.
El capitán Roundelar empezó o jurar.
—Auburn tenía razón, maldita sea. No era un cargo, sino un buque trampa.
El submarino sufrió una terrible sacudida, que se repitió cuatro veces más,
cuando las cinco granadas de la tercera salva estallaron peligrosamente cerca.
El mano-metrista anunció que el barco estaba totalmente sumergido.
Crawbolt oyó la frase de Roundelar.
—¿Cómo ha dicho usted, capitán? —inquirió, lleno de extrañeza.
—Fue Auburn. Dijo que sospechaba que ese maldito balde era un buque
trampa. Y así ha resultado ser, condenación.
El hidrofonista emitió un informe.
—Las hélices del barco enemigo se oyen con gran rapidez.
—Debe tener los motores modificados. Será capaz de alcanzar los veinte
nudos — apuntó Roundelar.
—Diablos. — Crawbolt hizo una mueca—. Eso significa que se nos está
echando encima.
—Ordene que todo el mundo se prepare para resistir un ataque con
cargas. Siendo un buque trampa, tiene que llevar de todo encima. ¡Maldición
— juró Roundelar—, me he portado como un solemne estúpido!
—¡Profundidad, veinte metros! — anunció el mano-metrista.
El suelo del submarino estaba Inclinado, a consecuencia de la acción de los
timones de profundidad, mientras el de dirección hacía describir al barco un
cerrado viraje, a fin de escapar de la persecución del buque japonés que se les
echaba encima a toda velocidad.
En la cámara de torpedos de proa, Murray miró hada arriba, mientras
escuchaba el «zum-zum» de las hélices* del buque nipón, cada vez con mayor
estruendo. Las órdenes de la cámara de mando llegaban hasta allí con toda
claridad, a través del sistema interno de altoparlantes.
El manometrista anunció una cota de cuarenta y cinco metros. El
«Hallerfish» podía resistir una profundidad doble. Pero Murray estimó que
era difícil que la alcanzara, antes de que el buque enemigo se Ies
echara encima.
De pronto sonó la voz del hidrofonista:
—¡Acaban de lanzar!
—¡Agárrense fuerte! —ordenó el oficial torpedista.
Transcurrieron unos mortales segundos. Bruscamente, el submarino fue
zarandeado salvajemente por la deflagración de la primera carga de
profundidad El suelo se inclinó hacia estribor pronunciadamente. Antes
de que hubiera podido enderezarse, el japonés lanzó media docena de cargas
más.
Los estallidos sacudieron terriblemente el submarino, haciéndolo danzar
como un simple tapón de corcho en la playa. El ruido y el estruendo eran
infernales. Las luces oscilaron. Uno o dos lámparas estallaron con gran ruido
de vidrios rotos.
El barco se alejó. Roundelar pidió evaluación de daños. Murray se
encontró de repente sudando copiosamente.
En la cámara de mando. Crawbolt dijo:
—Capitán, debiéramos emerger y darle una buena lección a ese hijo de
perra.
—Olvídelo — contestó el comandante del buque —. El japonés está
esperando eso precisamente, para barrernos con sus piezas de grueso calibre.
No, tenemos que continuar ganando profundidad.
Crawbolt arrojó una mirada hada el manómetro.
—Estamos a sesenta, capitán.
—Hemos de bajar a noventa por lo menos, para considerarnos a salvo.
—¡El buque enemigo vuelve! — anunció el observador.
Roundelar apretó los labios.
—Ellos también disponen de hidrófonos. ¡Navegación silenciosa! ¡Que
nadie haga el menor ruido!
Hasta la caída de una simple cucharilla podía ser detectada por los
sensibles amplificadores de los hidrófonos. Todos los motores auxiliares
fueron detenidos inmediatamente y el tripulante que tenía que desplazarse de
un lado para otro, se descalzó. La temperatura subió enormemente a los pocos
momentos, tomándose tropical, sofocante.
El ruido de las hélices se oía cada vez con más fuerza. De nuevo fue
lanzada otra salva de cargas de profundidad, que pareció iba a reventar los
costados de acero del «Hallerfish». Esta vez, ninguno de los
submarinistas creyó salir con vida.
A los noventa metros de profundidad, Roundelar ordenó detener el barco.
Aguardaron inmóviles, agazapados en la verde profundidad del mar, en
completo silencio, mientras el buque japonés merodeaba en tomo a ellos,
lanzando salva tras salva de cargas explosivas. Al cabo de varias horas de
astutas e incesantes maniobras por parte de uno y otro contendiente,
Roundelar logró romper por fin el contacto. Avergonzado y enojado consigo
mismo por la paliza sufrida, ordenó subir a veinte metros, con el fin de aliviar
el casco del submarino de una presión que bordeaba los nueve kilos por
centímetro cuadrado. Pero como cuando terminó el combate era ya de día,
resultó forzoso que el «Hallerfish» permaneciera en inmersión hasta la llegada
de la noche. Entonces, el submarino subió a la superficie y se procedió a la
carga de los acumuladores, a la vez que a la ventilación y aireación del interior
de la nave.

***

Tendido en su litera, Murray miraba al techo distraídamente. De pronto,


un hombre se detuvo ante él. Era Casey, el voluminoso marinero con quien ya
tuvo un encuentro el primer día de su incorporación forzosa a la Marina.
Casey, Auburn lo sabía muy bien, nunca 1c había tenido gran simpatía a
partir de aquel momento. No se había metido directamente con él, pero el
joven se daba cuenta de que Casey disfrutaba sabiendo que su vida como
simple marinero a bordo del «Hallerfish» era una constante humillación.
—El segundo te llama — dijo Casey.
—Voy —contestó Auburn, haciendo caso omiso de la perversa sonrisa que
flotaba en los labios del hombrón.
Momentos después llamaba a la puerta de la cámara de Crawbolt. Cuando
le fue concedido el permiso, abrió la puerta y penetró, quedando rígido al otro
lado.
—El contramaestre se me ha quejado de que los «jardines» no reciben la
atención que merecen —dijo Crawbolt en tono estridente.
—Es la primera vez que tengo noticia de tal cosa. Hasta ahora, el señor
Hilsom no me ha formulado la menor queja al respecto, señor —contestó el
joven, procurando contener la cólera que le heñía por dentro. Las palabras de
Crawbolt eran un absurdo, simples deseos de molestarle y fastidiarle.
—Como sea —dijo el segundo—, ahora, en cuanto termine esta entrevista,
se dedicará a limpiarlos de nuevo, Auburn. Quiero que a bordo del barco que
pienso mandar un día reine siempre la más exquisita limpieza, métase eso
bien dentro de su cabeza.
—Sí, señor.
Murray observó que Crowbolt tenía una carta y una fotografía, ésta boca
abajo, sobre la pequeña mesita que le servía de escritorio en aquellos
momentos.
—Otra cosa — añadió el segundo—. En lo sucesivo, suceda lo que suceda,
absténgase de formular ninguna crítica respecto a la forma en que el capitán
Roundelar gobierna el «Hallerfish». ¿Me ha entendido?
—No creo haber criticado hasta ahora al comandante, señor.
—Hace dos noches — dijo Crawbolt bramando de ira—, se permitió hacer
unas observaciones al comandante. No lo repita, Auburn, no lo repita.
—Fue el propio capitán quien me...
—¡Basta! — cortó el oficial, pegando un fuerte puñetazo sobre la mesa—.
Si de mí dependiera, le arrojaría ahora mismo al mar, con un peso atado a los
pies. Usted, un hombre que mató a seis marinos, mi hermano entre ellos. Seis
familias le maldicen constantemente...
—Y sesenta rezan por mí todas las noches. La proporción es de diez a uno
a mi favor — contestó el joven impávidamente—. Su hermano tuvo mala
suerte al quedarse dentro de la cámara de torpedos..., como me puede suceder
a mí también cualquier día.
—Sólo deseo que llegue ese día, Auburn, porque entonces, usted correrá la
misma suerte que el pobre Harry. Usted lo conocía, era su amigo... ¡y lo dejó
morir!
—Tenía que pensar en los sesenta hombres restantes. Fue algo
desagradable, pero lo volvería a hacer si se me presentara lo ocasión de nuevo
Usted mismo habría obrado así, de hallarse en mi sitio... Claro que todavía no
le han dado un cargo igual, a pesar del tiempo transcurrido desde que nos
graduamos en Annapolis.
Los labios de Crawbolt vibraron de furor. Claramente entendía la alusión
de su oponente. Ambos habían salido de la Escuela Naval al mismo tiempo,
pero mientras Auburn había obtenido ya en tiempos de paz el mando de un
sumergible, más de un año antes de que estallara la guerra, él, al año y medio
del conflicto no había podido pasar de ser el segundo oficial en
una embarcación de aquel tipo. Murray sabía que la envidia por sus progresos
había corroído perniciosamente siempre el ánimo de Crawbolt, y ahora aquel
sentimiento se había exacerbado al morir su hermano en tan
trágico accidente. La mención de sus aptitudes como oficial de la Armada le
puso fuera de sí.
No obstante, supo contenerse, aunque sus ojos brillaron con fulgor
demoníaco durante tutos segundos. De pronto, su expresión varió un tanto y
sonrió.
—Hay muchas y muy agradables maneras de vengarse, Auburn — dijo —.
Si le pegase un tiro, acabarla en un segundo con usted, pero, al mismo tiempo,
me vería en un brete. Prefiero enviarle a limpiar los «jardines», por ejemplo, o
a ayudar al cocinero a pelar patatas, y mientras usted realiza esas delicadas
labores, yo me entretengo contemplando el retrato de mi hermosa prometida.
¿No la conoce usted, marinero Auburn?
—No he tenido ese honor, señor — contestó el joven, sin mover un solo
músculo de su rostro.
—¿De veras? Hombre, quiero que vea que, en medio de todo, tengo cierta
confianza con usted. A fin de cuentas, no se olvidan en unos pocos meses los
largos años que pasamos juntos en Annapolis. Me gustarla conocer su opinión
acerca de la belleza de mi futura esposa; usted es hombre de buen gusto y, al
menos en esta ocasión, aceptaré su dictamen. Véala, marinero Auburn, véala.
Con gesto rápido, Crawbolt volvió la fotografía, colocándola de modo que
el joven la pudiera contemplar con facilidad. Murray hubo de apelar a toda su
fuerza de voluntad para no lanzar una exclamación.
Sobrevino un silencio. Súbitamente, Crawbolt inquirió:
—¿Le gusta? No se sentía satisfecha y se hallaba inactiva y mano sobre
mano en San Francisco, por lo que se alistó en el Servicio Naval Femenino.
Ahora está en Pearl Harbour. Me reuniré con ella a la vuelta de esta patrulla y
empezaremos a hacer planes para nuestro rosado porvenir. ¿No me dice usted
nada, Auburn? ¿No me felicita? ¡Oh!, me decepciona, marinero; creí
que tendría un espíritu más deportivo.
Murray le miró fijamente durante unos segundos.
—Usted y ella son tal para cual. Procure ganar medallas y galones,
teniente Crawbolt, porque de lo contrario... poseo una cierta experiencia sobre
el particular..., le dejará plantado por otro oficial que haya sabido llenarse la
pechera del uniforme con más cruces que usted.
Crawbolt se puso en pie, con los ojos fuera de las órbitas. Alzó el puño
furiosamente.
—Maldito bastardo—dijo, haciendo chirriar los dientes.
—Tenga cuidado con lo que dice y aún más con lo que hace — advertió el
joven fríamente—. Si usted toca a uno solo de mis cabellos, le sacaré la nariz
por el cogote. Soy un simple marinero, de modo que ya no tengo nada que
perder. Su cargo no le autoriza a insultarme ni a maltratarme, ¿estamos?
Crawbolt bajó el puño lentamente.
—Condenado — masculló a media voz—. ¡Fuera, fuera de aquí! —
exclamó súbitamente—. Lárguese a limpiar las letrinas, ¿me ha oído?
En aquel momento, antes de que el joven pudiera hacer nada, se oyó,
fuerte y vibrante, la voz del observador de turno.
—¡Contacto, radar!
Los claxons de alarma empezaron a sonar de pronto, llamando a los
submarinistas a sus puestos de combate.
CAPÍTULO VI
Murray dirigió la vista al oficial torpedista, situado a dos pasos de él, con el
cronógrafo en la mano. Los labios del oficial se movían con suave bisbiseo,
como si rezase una oración en tono imperceptible, pero, en realidad, contando
los segundos que faltaban para la explosión del torpedo.
—Cuarenta y siete..., cuarenta y ocho..., cuarenta y nueve..., cincuenta...
Transcurrieron varios segundos más. El silencio continuó.
Alguien resumió la situación con una sola palabra: -¡Falló!
El rostro de los torpedistas mostró el desencanto que les producía el fallo
de la operación. Pero, casi en el acto, sonaron los altoparlantes:
—¡Cámara de torpedos de proa, alistad los números dos, tres y cuatro!
Los torpedistas entraron en acción inmediatamente. Desnudos de medio
cuerpo para arriba o cubiertos con una simple camiseta, trabajaban activa y
rápidamente, con movimientos veloces y precisos, sin que se desperdiciase un
gesto inútil o un solo segundo de tiempo, producto todo de largas semanas de
entrenamiento. Al terminar, el oficial torpedista comunicó al puente
que estaban dispuestos de nuevo para actuar.
Los altoparlantes trajeron también las voces de mando del capitán
Roundelar y las respuestas de sus ayudantes, mientras a veinte metros de
profundidad, el submarino maniobraba para colocarse en posición de tiro.
Situado junto al puesto de lanzamiento, Auburn esperaba solamente la orden
de fuego para presionar el botón correspondiente.
Los segundos transcurrieron con sorprendente rapidez. La orden llegó
casi inesperadamente:
—¡Fuego!
Auburn presionó el botón. Una enorme mole de mil trescientos kilogramos
de peso, con quinientos kilos de alto explosivo en su interior, partió
velozmente, a sesenta kilómetros por hora, en busca de su blanco. Al liberarse
de aquella carga, la proa del submarino inició un movimiento de ascenso, 'que
fue corregido rápidamente por. el dispositivo antiburbuja, admitiendo una
cantidad de agua igual al peso perdido, tanto para recobrar el equilibrio como
para impedir que las burbujas de aire traicionasen el emplazamiento exacto
del submarino.
—¡Fuego torpedo número tres! ¡Fuego el cuatro!
Dos peces de acero fueron lanzados en busca de un blanco situado a
algunos miles de metros. La tensión de la espera se hacía insoportable.
—¡Falló el número dos! —dijo el oficial torpedista.
Murray apretó los labios. Segundos después, llegó el rumor de una gran
explosión que sacudió ligeramente el barco. La cuarta explosión no se oyó.
De pronto resonó una orden:
—¡Arría el periscopio! ¡Todo a bajar! ¡inundar todos los lastres! ¡Timón de
profundidad, al máximo!
Mientras los lastres engullían el agua rápidamente, las hélices
propulsaban al «Hallerfish» al máximo de potencia, empujándole hacia la
segura protección de las profundidades, donde podría escapar del ataque de
que iba a ser objeto momentos antes.
—¡Navegación silenciosa! ¡Paren todos los motores auxiliares!
El ruido de las hélices del destructor atacante se oyó muy pronto. El barco
japonés se les echaba encima a toda velocidad, más de treinta nudos, cargando
con furia contra el submarino que había tenido la osadía de descargar cuatro
torpedos contra les barcos que escoltaba.
—Viene como un loco — susurró uno de los torpedistas.
—Parece que lo estoy viendo: trae el cuchillo entre los dientes — dijo otro.
Los rostros de cuantos estaban allí contemplaban instintivamente el techo
de la cámara, como si quisieran atravesar ahí la mirada el espacio de metal y
de agua que los separaba de la quilla del destructor. De pronto pareció como si
el buque enemigo fuera a chocar contra ellos, tal resultó ln violencia, del
zumbido de las hélices.
—Lanzará antes de veinte segundos — aventuró el oficial torpedista.
Su predicción fue exacta. Veinte segundos más tarde, el «Hallerfish» fue
sacudido por una tremenda salva de cargas de profundidad que lo hizo bailar
como una pelota. A pesar de sus precauciones, la fuerza de los estallidos era
tal que uno de los torpedistas fue lanzado contra un mamparo, recibiendo un
golpe en la frente que lo dejó sin conocimiento.
Después de la primera salva, el destructor japonés viró en redondo.
Mientras tanto, el «Hallerfish» se hallaba a sesenta metros de profundidad y se
retorcía silenciosamente a derecha e izquierda, buscando evadirse de la
detección de su enemigo. La siguiente andanada quedó un poco corta, pese a
lo cual. Los momentos que duró la rociada de explosiones no tuvieron nada
de agradables. Al final, el destructor se marchó, abandonando la caza.
Lenta y perezosamente, el submarino se arrastró por las profundidades,
buscando aguas más tranquilas. Cerca del amanecer, emergió para la
ventilación y carga de baterías. Los serviolas corrieron inmediatamente a
sus puestos. Murray estaba de turno y trepó a la cofa de los periscopios,
provisto de sus prismáticos.
La noche era clara y fresca. Efectuó un rápido barrido de ciento ochenta
grados del horizonte, el sector que le correspondía, sin divisar nada anormal.
Lo único anormal, a su juicio, era que en toda la patrulla, sólo habían podido
encontrar un blanco para los torpedos disparados y aun ese torpedo llegado al
objetivo, no había producido daños apreciables. Cuando menos, no se
habían oído a través de las aguas el ruido de resquebrajamiento de metal,
característico de tocio hundimiento. ¿Dónde estaba el error? ¿En unos
torpedos defectuosos? ¿0 en una equivocada dirección de lanzamiento?
Personalmente, Murray se inclinaba o creer más bien en esto último,
aunque no podía asegurarlo. Uno de los grandes defectos del combate
submarino consistía en las espoletas de los torpedos, muchas de las cuales
fallaban en el momento más crítico. Pero si se conjuntaban las dos cosas,
defecto de construcción y defecto de dirección de tiro, el resultado no podía
ser más catastrófico.
Apartó aquel punto de su mente. A él no le importaba en absoluto. Tanto le
daba hundir cien barcos, como no hundir ninguno. ¿Era el comandante del
«Hallerfish»? ¿No? Pues que Roundelar se las apañase como
pudiera. Bastantes problemas tenía ya encima para preocuparse por una
patrulla que estaba resultando un verdadero fracaso. Desde luego, aquellas
semanas de navegación por el Pacífico no añadirían nuevos laureles a la
hoja de servicios del capitán Roundelar.
Luego, de modo instintivo, su mente le llevó hacia la hermosa Nancy
Dryller. Así que ahora era la prometida de Crawbolt. Debía haber supuesto
que ella no podía estar mucho tiempo sin tener junto a sus faldas un hombre
con uniforme. Nancy había sentido siempre debilidad por los marinos; puesto
que él ya no tenía galones, tenía que buscarse uno que los tuviera. Y
precisamente, para mayor sarcasmo e ironía, había ido a elegir a su más
enconado enemigo.
Bueno, la calificación no era exacta del todo. Él era enemigo de Crawbolt;
no Crawbolt enemigo suyo. Si el hermano del oficial muerto le consideraba de
esa manera, la culpa no era suya. El rencor y la envidia devoraban a Crawbolt
y cualquier esfuerzo que hiciese para relajar la tensión existente entre ambos,
estaba condenado al fracaso de antemano.
El otro serviola lanzó de pronto un grito:
—¡Barco a estribor!
El oficial de guardia asestó sus prismáticos hacia el punto señalado por el
serviola. Murray hizo lo mismo. Se trataba de un barco de transporte, bastante
rápido a juzgar por su movimiento en el horizonte.
***

Roundelar subió a la torreta.


—Atacaremos en superficie — decretó. Dirigiéndose al oficial de guardia,
ordenó—: Ponga avante toda en dirección al objetivo.
El barco enemigo les divisó cuando se hallaban a tres millas de distancia.
Esta vez, no se trataba de un buque trampa, sino de un carguero que navegaba
solitariamente, fiado acaso en su velocidad. Posiblemente, era
un transatlántico modificado para la carga, dotado de poderosas máquinas
capaces de impulsarle a dieciocho y más nudos. Apenas divisó al submarino,
abrió el fuego.
Los artilleros del submarino contestaron inmediatamente. En la cámara de
torpedos de proa quedaban dos, que fueron lanzados hacia el blanco. El
primero erró lamentablemente; el segundo alcanzó el sistema de propulsión
del barco enemigo, deteniéndolo casi en el acto.
Roundelar ordenó que continuara el fuego, mientras las granadas
enemigas llovían en tome al submarino. Pero éste se hallaba con respecto al
blanco en dirección oeste, lo cual significaba que estaba aún en la zona oscura,
mientras que la silueta del buque enemigo destacaba claramente contra la
línea grisácea del horizonte que indicaba la próxima llegada del nuevo día.
—Hay que virar en redondo — ordenó el capitán Roundelar—.
Lanzaremos todos los torpedos que nos quedan en la cámara de popa.
Dos eran los que quedaban por lanzar. Apenas los hubieran disparado,
debelan poner proa hacia el liste, dando por terminada la patrulla.
Los artilleros colocaron unos cuantos impactos en la superestructura del
barco. Una de sus piezas defensivas fue destruida por un certero disparo, y sus
sirvientes murieron en el acto. El puente sufrió grandes daños. Súbitamente, el
operador de la radio lanzó un aviso:
—El barco ha tenido tiempo de transmitir un mensaje de petición de
socorro.
Roundelar maldijo entre dientes, mientras el «Hallerfish» maniobraba
para ponerse en situación de tiro. Ahora más que nunca era preciso afinar el
tiro, con objeto de no errar el lanzamiento y aprovechar al máximo los dos
torpedos que aún quedaban.
La luz del día avanzaba rápidamente. Desde su puesto de sémola, Murray
observaba críticamente el combate, encogiéndose de cuando en cuando si una
granada enemiga estallaba demasiado cerca. A su juicio, Roundelar había
cometido otro error, al no atacar inmediatamente la cabina de la radio
enemiga. ¿Qué sucedería si venían unos aviones en defensa del barco? A
setenta millas de la costa, las patrullas aéreas que defendían el espacio
japonés, acudirían en pocos minutos, apenas recibiesen la orden de acudir en
auxilio del mercante atacado.
Los dos torpedos partieron hacia su blanco. La distancia era de tres millas
y tres octavos, pero aun así, no era posible acercarse más, a fin de conservar
una prudente distancia entre las piezas del barco y el sumergible.
Los torpedos tardaron en llegar a su blanco un tiempo que pareció
interminable. Uno estalló antes de tiempo; realmente, Roundelar no tenía el
santo de cara en aquella operación; de haber alcanzado su blanco, habría
hecho explosión justo en el centro. El otro se hundió a mil metros del barco,
sin el menor resultado práctico. Demasiada distancia, quizá$, opinó el joven.
Roundelar se enfureció por aquel nuevo fracaso.
—Virad en redondo y avante toda — ordenó —. Si no lo hundimos con los
torpedos, Jo hundiremos a cañonazos.
Murray apretó los labios. Era una insensatez. Aun con su sistema de
propulsión estropeado, el barco enemigo tenía una potencia de fuego muy
superior. Por lo menos, le quedaban útiles dos piezas de cinco pulgadas. ¿O
eran de 155 mm.?
Una granada estalló a diez metros del submarino, sacudiéndolo
terriblemente. Dos de los artilleros fueron lanzados al agua por la potencia de
la explosión. Uno consiguió sobrenadar. El otro se hundió a plomo en. el acto.
Cuando el artillero superviviente se acercaba de nuevo al barco, una segunda
granada estalló a dos pasos de distancia, destrozándolo instantáneamente.
Una furia demoníaca se apoderó del capitán Roundelar.
—¡A toda máquina!—aulló.
Los artilleros cargaban y descargaban la pieza de cinco pulgadas con
frenéticos movimientos, disparando una granada cada cuatro o cinco
segundos. Tres de ellas estallaron en el entrepuente del barco con efectos
devastadores, provocando un incendio de grandes dimensiones. Pero el buque
japonés contestó con una furiosa andanada que envolvió al submarino
durante unos momentos en un infierno de explosiones.
Murray lo vio claro. Allí ya no tenían nada que hacer. El buque enemigo
estaba gravemente averiado, pero podría sobrevivir. Y lo peor era que la luz
aumentaba por momentos. Súbitamente, entre explosión y explosión,
sus oídos captaron el inconfundible rumor de unos motores de aviación.
—¡Se acercan unos aviones enemigos!— gritó, inclinándose hacia abajo.
Enfocó los prismáticos hacia el punto donde se percibía el zumbido. No
tardó en captar tres puntitos negros, que despedían algunos vivos destellos de
cuando en cuando, al ser heridas sus hélices por los rayos del sol naciente.
—A popa, por estribor — gritó—. Acercándose.
Roundelar miró en aquella dirección y lanzó un espantoso juramento.
—¡Inmersión! — ordenó-r-. Abajo todo el mundo.
Antes de franquear la escotilla de la torreta, Murray
tuvo tiempo de lanzar una última mirada hacia el mercante enemigo,
cuyos dos cañones continuaban en plena actividad. Ardía y humeaba por su
parte central, pero era evidente que, a menos que se topase con
otro submarino, podría llegar a puerto.
Bajó la escotilla sobre su cabeza y aseguró el cierre. Rabiando como un
condenado, Roundelar ordeñó el regreso a la base.
CAPITULO VII
Con un cubo en una mano y la escoba de trapos en la otra, Murray Auburn
se acercó al contramaestre Hilsom.
—Terminada la limpieza, contramaestre — anunció.
Hilsom le miró de hito en hilo durante unos momentos. Luego meneó la
cabeza.
—Ese hijo de perra debió haber estado en lugar de su hermano cuando se
produjo aquel desgraciado accidente — masculló —. Bueno, muchacho, la
verdad es que yo no puedo hacer nada cuando hay unos galones de por medio.
Te ha dejado también sin permiso para saltar a tierra, ¿no es cierto?
—Así es — contestó Murray.
Hilsom emitió un profundo suspiro.
—Condenado bastardo — murmuró—. Bien, Auburn, no puedo hacer más
por ti. Sal a cubierta a tornar el sol, si lo deseas.
—Gracias, contramaestre.
Auburn depositó los útiles de limpieza en su sitio y luego trepó a la
cubierta. Sentóse en el suelo, apoyó la espalda en el mamparo de la torreta,
encendió un cigarrillo y. dejó vagar su imaginación.
Los turnos para el permiso en tierra se cumplían con matemática
regularidad. Sólo había uno que no disfrutaba las diversiones de Pearl
Harbour: él. Crawbolt lo había decretado así, tenía autoridad para hacerlo y
aunque todo el mundo, salvo Casey, estimaba que era una decisión injusta y
arbitraria, nadie sino el propio capitán Roundelar podía intervenir
eficazmente en favor del joven. Pero, curiosamente, Roundelar se mantenía
al margen de todo aquello. ¿Por qué?, se preguntó. ¿Acaso porque sabía que
Crawbolt tenía un tío almirante y quería congraciarse con él, buscando un
apoyo que acaso podría necesitar un día?
Vagamente oyó el ruido de un «jeep» que se detenía frente al lugar donde
estaba atracado el submarino. Sumido en sus pocos agradables pensamientos,
apenas reparó en el marinero que saltaba del «jeep» y se dirigía rectamente
hacia el oficial de guardia.
Y ahora, su enemigo estaría junto a Nancy. Se dijo que aún no había
conseguido expulsarla de su mente, pese al tiempo transcurrido. Él no la había
amado por otras cualidades que no fueran su belleza y su bondad, pero si bien
la belleza había continuado subsistiendo, la bondad había desaparecido,
apenas tuvo aquel tropiezo que había truncado su prometedora carrera de
modo tan infortunado.
La voz del oficial de guardia interrumpió de súbito sus melancólicas
reflexiones.
—¿Auburn?
Tiró el cigarrillo al agua y se puso en pie de un salto. Junto al oficial, se
hallaba el conductor del «jeep».
—¿Señor?
—El almirante le llama a su despacho. Este marinero tiene orden de
conducirle personalmente.
—¿El almirante? —preguntó, estupefacto.
—Sí, es ahora el segundo comandante de la base. Vístase pronto; ya sabe
que no le gusta hacerse esperar.
Murray asintió pesadamente.
—Sí, señor — contestó.

***

Una hora más tarde, estrechaba la mano del almirante.


—Siéntese, muchacho — indicó un sillón.
—Gracias, señor.
—¿Cigarrillos?
Murray encendió el pitillo que le había ofrecido el almirante. Luego, los
dos hombres se miraron en silencio durante unos momentos.
—Bien, muchacho, cuénteme, ¿qué tal le ha ido en el «Hallerfish»?
—No puedo quejarme, señor.
El almirante le dirigió una aguda mirada.
—¿No puede... o no quiere quejarse?
—No importa, señor. Estoy bien en el «Hallerfish», eso es todo.
—Los informes que tengo indican todo lo contrario, Murray.
—Bueno, la verdad es que Crawbolt no me da una palmadita en la espalda
cada vez qué nos cruzamos, pero de ahí no pasa la cosa.
El almirante se frotó la mandíbula.
—No me gustaría ser acusado de favoritismo, pero si usted redactase una
solicitud de traslado, la acogería con gran complacencia.
—Almirante — contestó el joven—, le doy las gracias por su oferta, pero
no puedo aceptarla. En primer lugar, usted lo ha definido bien: no desea ser
acusado de favoritismo y. menos aún, deseo yo que esa acusación sea debida
precisamente a mí. Y, en segundo lugar, me irritaría pensar que había tenido
miedo de Crawbolt. Es cierto que el trato que recibo no es el adecuado ni justo,
pero aún sale el más perjudicado, puesto que salvo uno de los tripulantes y,
quizá el capitán Roundelar, nadie le tiene la menor simpatía a bordo. No le
puedo exigir que me guarde afecto después de lo que ocurrió, pero si un poco
de raciocinio. Si se hubiese molestado en pensar un poco, se habría dado
cuenta de que tenía que pensar en sesenta vidas, no en seis solamente.
Por otra parte — siguió el joven—, seguí correctamente la maniobra
ordenada, y usted lo sabe bien, señor: evadir Ja persecución de un destructor
en determinado paraje y a ciento setenta pies de cota. No se me puede
imputar el error de la carta náutica que indicaba treinta pies más de
profundidad.
—Eso es cierto — concordó el almirante con gesto pensativo —. Lo que
más. me preocupa, sin embargo, no es que Crawbolt le odie, cosa, por otra
parte, aunque podría tener cierta justificación, sino el desentendimiento de
Roundelar acerca de esta cuestión. — Los ojos del almirante centellearon—.
Conozco un poco a Roundelar y me imagino que trata de congraciarse con el
tío de Crawbolt a través de éste.
Murray hizo un gesto ambiguo. La opinión del almirante coincidía
plenamente con la suya.
—Si es así, por el momento se va a llevar un chasco — siguió el
almirante—. El tío de Crawbolt ha sido destinado a Europa.
—Ah, esa es una noticia que ignoraba.
—Sí, la orden fue dada hace unas pocas horas. Partirá antes do una
semana. Pero ahora, hablemos de otra cosa, Murray. Quiero su opinión, franca
y sincera. ¿Comprende lo que quiero decirle?
Auburn miró al almirante sin pestañear.
—Sí, señor.
—Bien, muchacho. Ahora, dígame su parecer acerca del capitán
Roundelar. Esta patrulla suya ha sido un verdadero fracaso. Sólo ha obtenido
dos blancos de veinte torpedos que cargaba el «Hallerfish», es decir, un diez
por ciento exactamente, y ningún hundimiento registrado. Aunque es lógico
pensar en el posible fallo de alguno de los torpedos, sólo dos blancos en una
patrulla es una efectividad ínfima, sin contar con que dos de sus tripulantes
murieron en un combate de escasos resultados prácticos. Vamos, hábleme de
Roundelar.
—Me pone usted en un verdadero aprieto, señor —se quejó el joven.
—Es que quiero conocer la opinión de un verdadero experto.
—Yo lo fui en tiempos de paz. En la guerra, las cosas cambian mucho,
señor.
—Por eso mismo quiero saber cómo piensa usted de Roundelar... en su
calidad de comandante de submarino, por supuesto, haciendo abstracción de
la tolerancia que muestra hacia las acciones de Crawbolt.
Murray reflexionó cuidadosamente sobre las palabras que debía
pronunciar.
—Señor, lo cierto es que Roundelar me parece sujeto de poca firmeza y
decisión en sus resoluciones. Vacila a veces, sus ideas carecen de claridad en
muchas ocasiones y le cuesta trabajo adaptarse a cada nueva situación que
surge en el transcurso de una acción.
—¿Y como director de tiro en combate?
Murray juntó los labios.
—Me está apretando demasiado las clavijas, señor —murmuró.
—Hable claro, muchacho — ordenó el almirante en tono imperativo.
El joven lanzó un profundo suspiro.
—En fin... —dijo—. No quisiera que tomase mis palabras como expresión
de enojo o animadversión hacia él, pero lo cierto es que, en mi opinión, su
dirección en el lanzamiento no ha sido demasiado buena, esa es la verdad. La
gente lo comenta, también es cierto, y hay cierto ambiente de disgusto y.
tensión en el «Hallerfish». Hemos salido a combatir y hemos vuelto con dos
hombres de menos y sin ningún trofeo en el mástil del periscopio. A veces,
claro está influye también la mala suerte...
—Pero cuando un comandante cíe submarino es hábil, resuelto y decidido,
se necesita mucha mala suerte para condenar sus esfuerzos a la esterilidad.
Bien. Murray, muchas gracias por sus informes. Era casi lo único que me
faltaba para completar el mío.
—Señor — exclamó el joven—, ¿puedo preguntarle...?
—A su debido tiempo lo sabrá — contestó el almirante sibilinamente.
Cogió un documento de encima de la mesa y se lo entregó al joven—. Por una
vez — añadió—, la posible acusación de favoritismo va a dejar de
preocuparme. Tome y disfrute de ocho días de permiso absoluto. Se lo
concedo yo en persona, ¿está claro?
Murray sonrió nuevamente.
—Sí, muy claro — contestó—. Gracias, señor.

***

Se pascaba aburridamente por la acera cuando, de pronto, un coche se


detuvo junto al bordillo de la misma. Sonó un claxon y una voz pronunció su
nombre.
—¡Murray!
Volvió la cabeza. Inmediatamente, todos los músculos de su rostro
sufrieron una fuerte contracción
Nancy Dryller abrió la portezuela del vehículo.
—Sube, Murray; tenemos que hablar.
—Creo que te equivocas — contestó él fríamente.
¡Dios, qué hermosa estaba! El uniforme azul del Servicio Naval Femenino
la sentaba admirablemente, pese a su severidad de líneas, mucho mejor que
cualquiera de los otros lujosos vestidos con que siempre la había visto. Sintió
una punzada de dolor en el pecho, ¡Aún no había conseguido olvidarla, pese a
su traición pasada!
—No me equivoco — contestó ella—. He dicho que tenemos que hablar.
Sube.
Murray vaciló ligeramente y al fin se sentó a su lado. Ella embragó y
arrancó de nuevo.
—Sabía que estabas en Pearl — dijo al cobo de unos momentos de
silencio.
—Seguramente te lo contó tu prometido.
—Sí, el mismo.
—Bien, ¿era eso todo lo que tenías que decirme,
Nancy?
—Aguarda un poco — contestó ella—. Éste no es lugar adecuado para
charlar.
—¿Entonces...?
—Ten paciencia, te lo suplico.
Momentos después, ella detenía el coche ante la entrada de uno de los
hoteles más lujosos de la isla. Nancy saltó a tierra y cruzó ágilmente la acera,
seguida por el joven.
—En mi apartamiento estaremos más tranquilos — explicó la muchacha,
mientras penetraban en el ascensor.
Al llegar a la «suite» que ocupaba, se quitó el gorrillo y la chaqueta del
uniforme, arrojándolos despreocupadamente sobre un diván. Luego preparó
dos bebidas y le entregó una.
—Siéntate a mi lado — dijo ella, palmeando el diván con la mano.
—Si no te importa, permaneceré de pie — contestó Auburn—. Es más, me
agradaría empleases la mayor brevedad posible.
—Oh, qué enojoso te pones a veces — exclamó ella, enfurruñada—. ¿Por
qué no tratas de ser más comprensivo, Murray?
El joven despachó su bebida casi de golpe.
—Ya lo. soy — respondió con acento glacial —. Estoy junto a ti, cuando
debiera haberte enviado al infierno apenas me llamaste. Y si no tienes más que
decir...
—¡Espera! —dijo ella, poniéndose en pie de un salto —. Aunque tú no lo
sepas, me he enterado de alguna de las cosas que han sucedido en el
«Hallerfish».
—¿Te las ha contado Crawbolt? — preguntó él, con acerba ironía.
Nancy pegó una patadita en la alfombra.
—Estoy en las oficinas de la Comandancia Naval. Allí se oyen muchas
cosas y tu nombre ha sonado con alguna frecuencia en los últimos tiempos.
—¿De veras?
—Sí. Sé que salvaste al «Hallerfish» cuando adivinaste que el carguero
solitario era un buque trampa... y también sé alguna de las labores que te
encomienda Crawbolt a bordo del barco.
—Lo celebro mucho — sonrió él—. Así, cuando necesites que alguien haga
limpieza de tu cuarto de baño, avísame. En estos menesteres, soy un
verdadero especialista.
Nancy se mordió los labios.
—Murray—dijo lentamente—, comprendo que estés irritado conmigo,
pero quisiera que supieras toda la verdad...
Auburn terminó el contenido del vaso y lo depositó sobre una mesa.
—No es necesario que me des más explicaciones. Según la ley, eres libre,
blanca y mayor de edad. Por tanto, puedes obrar como mejor te venga en gana,
siempre que no cometas delito alguno. Y dejar plantado a un ex oficial de la
Armada y prometerse con otro, de buena carrera, no es delito. En fin, si sólo
tenías que decirme eso, creo que nuestra entrevista ha terminado ya. Nancy.
Ella le agarró súbitamente por el brazo, a la vez que le- miraba con ojos
suplicantes.
—Murray — exclamó—, aquello fue un terrible error por mi parte. Te
ruego trates de comprenderme. Ya sé que Crawbolt me pretendía desde
siempre... pero si lo acepté ahora fue por algo muy parecido al despecho...
No es a él a quien quiero sino a ti, Murray. Créeme, te lo suplico... Es cierto
que me porté estúpidamente, pero ahora estoy completamente arrepentida de
lo que hice. Por favor...
Murray cogió la mano y la apartó de su brazo con firme suavidad.
— Ahora es ya demasiado tarde para ello, Nancy — murmuró.
Dio media vuelta y se dirigió hacia la salida. Al abrir la puerta del
apartamiento, se tropezó con su enemigo.
CAPÍTULO VIII
Los dos hombres se contemplaron fijamente durante unos segundos. Con
el ánimo henchido de cólera, Crawbolt vio a Nancy detrás del joven, por
encima del hombro de éste.
—Era lo único que me faltaba por ver — dijo, rechinando los dientes.
Avanzó y cerró la puerta a sus espaldas.
—Creo — añadió — que es hora ya de que zanjemos una cuestión que
tenemos pendiente entre tú y yo desde hace mucho tiempo —. Empezó a
quitarse la chaqueta, pero antes de que concluyera, Murray levantó la mano.
—Harvey — dijo, llamando al oficial por su nombre, cosa que no había
hecho desde antes de dimitir su cargo—, me parece que estás -en un error.
Puedo explicarme que tenías ganas de pelea, pero quiero dejar bien sentado
que no levantaré la mano contra ti, ¿me has entendido?
—Además, cobarde — masculló Crawbolt. Tiró la chaqueta y la gorra a un
lado con gesto furioso y gritó—: ¡Maldito hijo de perra! |Acércate!
Nancy se interpuso entre los dos hombres.
—Por favor...
Crawbolt la quitó de en medio de un fuerte empujón.
—Largo, apártate a un lado y deja que discutamos como deben hacerlo los
hombres. ¿O sólo hay un hombre en la habitación? — exclamó con maligna
ironía.
Murray se, puso rígido.
—No me afectan cierta clase de insultos — contestó firmemente—.
Además, no tengo ganas de...
—Cobarde. Y, además, un rastrero soplón — exclamó Crawbolt—. ¿Es que
no sabes aún que Roundelar ha sido relevado de la comandancia del
«Hallerfish»? ¿A quién se debe esa indecorosa acción, salvo a un
sujeto despreciable, bajo y adulador llamado Murray Auburn?
El joven se quedó enormemente sorprendido al oír la noticia, ¡Roundelar
relevado! ¿Quién sería ahora el nuevo comandante del «Hallerfish»?
Sus pensamientos fueron cortados súbitamente por algo húmedo que
acababa de chocar contra su mejilla. Al mismo tiempo oyó el inconfundible
chasquido de unos labios al proyectar un chorro de saliva.
Se llevó la mano a la cara, atónito y estupefacto por el gesto de Crawbolt.
Nancy lanzó un fuerte grito.
—¡Harvey!
Pero el oficial no la contestó siquiera. Sus ojos despedían llamas de ira.
—Vamos, cobarde. ¿Es que ni aun así te vas a decidir a pelear?
Lentamente, mientras su pecho hervía en cólera, Murray sacó un pañuelo
y se limpió el rostro.
—Me está prohibido levantar la mano contra un oficial — dijo.
— ¿De veras? ¿Y ahora tampoco? —El puño de Crawbolt se estrelló contra
la mandíbula del joven, derribándolo por tierra.
Nancy exhaló un gemido y se arrodilló al lado de Auburn, tomándole la
cabeza con las manos.
—¡Murray! ¡Murray!— clamó—: ¡Contéstame, te lo ruego!
El joven sacudió la cabeza. Haciendo un esfuerzo, se sentó en el suelo.
—Suéltame, Nancy —pidió, mientras se ponía en pie.
—Por favor, Murray — suplicó ella.
—Descuida — contestó Auburn. Miró a su oponente, que permanecía en
actitud belicosa a dos pasos de distancia, con los puños preparados para
continuar el combate—. Seguiremos esta polca cuando se acabe la guerra y no
corra el riesgo de ir a parar a un presidio para veinte años por golpear a un
oficial. Sé que eso es lo que estás deseando y aunque si se hubiera tratado
de otro, no me habría importado en absoluto propinarte una buena paliza, en
lo que a ti se refiere, no quiero darte el placer de verme de nuevo ante otro
Consejo do Guerra.
Recogió su gorrillo blanco y se dirigió hacia la puerta, que atravesó en
silencio, sin despedirse de ninguno de los dos.
Al quedarse solos, Nancy miró a Harvey con expresión de ira.
—Eres un canalla y un miserable — dijo—. Sal de aquí y no vuelvas a
dirigirme la palabra en todos los días de tu vida. Vete, Harvey, vete.
El oficial apretó los labios.
—También tú — dijo despreciativamente.
—Los dos nos hemos portado como unos miserables, pero al menos, yo he
tenido el valor de reconocer mi error. En cambio, tú no quieres reconocer el
tuyo y eso es lo que te está perdiendo. Y acabará por perderte si no rectificas a
tiempo. Sal de aquí inmediatamente, Harvey.
El rostro de Crawbolt se congestionó.
—Eres igual a las demás mujeres — silabeó, lívido de furor—. Una...
Ella dio un salto y le abofeteó por dos veces.
—Jamás te hubieras atrevido a hablar de tal manera en presencia de
Murray, de no haber estado amparado por tus galones. El único ser bajo y
rastrero que hay aquí eres tú, ya de hora de que lo sepas. ¡Vete!
Abrumado, sintiéndose irremisiblemente derrotado, Crawbolt se retiró,
mientras Nancy se desplomaba sollozando amargamente sobre un diván.
Para Crawbolt. sin embargo, las amarguras no habían terminado. Apenas
se hizo cargo el capitán Trask de la comandancia de «Hallerfish», recibió la
orden de comparecer en su cámara.
El nuevo comandante del sumergible era un hombre de treinta y cuatro
años, de rostro enjuto y expresión enérgica. Desde el primer momento,
Crawbolt comprendió que sus relacionas con él iban a ser muy distintas de las
que había sostenido basta entonces con Roundelar.
—Crawbolt — empezó diciendo Trask—, antes de venir al «Hallerfish»,
me he enterado de alguna de las cosas que pasaban en este barco, toleradas,
consentidas o ignoradas por mi antecesor. A partir de este momento, quiero
que cese en absoluto todo trato discriminatorio contra el marinero Auburn.
No me opongo a que limpie las letrinas cuando le corresponda el turno, pero
tampoco consentiré que se le nombre ese servicio como algo continuo e
ininterrumpido. Para usted, Auburn debe ser un tripulante más; si se porta
indisciplinadamente, sanciónelo; pero si obra con rectitud, no lo persiga.
No discutiré jamás los servicios que le corresponden como tripulante del
«Hallerfish» y que usted le encomiende, pero tampoco toleraré que le haga
objeto de un trato injusto y vejatorio, como tampoco lo toleraría con cualquier
otro miembro de la dotación. ¿Está claro?
Crawbolt apretó los labios.
—Sí, señor.
—Eso es todo, Crawbolt — dijo Trask secamente—. Puede retirarse.
Casey se enteró de la noticia no mucho más tarde; cuando Hilsom nombró
un turno de limpieza y vio que Auburn permanecía en su litera.
—Vaya — exclamó el hombrón sarcásticamente—por fin parece que
soplan mejores tiempos para ti, ¿eh?
Auburn le dirigió una larga mirada, pero no contestó. Casey prosiguió con
sus zumbas.
—Ahora sólo faltaría que te nombrasen comandante de este cascajo. Oye,
¿qué me harías si ocurriera ese milagro?
—Te desembarcaría en Tokio. Los japoneses se rendirían inmediatamente
con tal de no tener que soportar tu cara — dijo el joven impasible.
Sonaron varias risotadas. Casey enrojeció violentamente.
—Me gustaría estar ahora en tierra — barbotó — Te iba a dar una buena.
Murray.
—En cierta ocasión — respondió el joven, saltando de su litera —dije que
no me importaba en absoluto sacarte la nariz por el cogote. ¿Quieres que lo
haga ahora? Para que dos hombres se rompan la cara, no es preciso estar aquí
o allá, sino que uno de los dos. al menos, tenga verdaderos deseos de pelea. Yo
sí los tengo. ¿Y tú?
Un gran silencio se extendió por el ambiente. El resto era claro,
inequívoco.
La nuez de Casey subió y bajó espasmódicamente. Durante unos
momentos contempló al joven. Luego, con acento desdeñoso, dijo:
—¡Bah. no merece la pena enzarzarnos ahora en una pelea! Tiempo habrá
para ello, te lo aseguro.
—Cuando quieras, siempre me encontrarás dispuesto, Casey — anunció el
joven—. Pero recuerda esto: no vuelvas a provocarme, porque la próxima vez,
estemos donde estemos, no me molestaré en hablar siquiera. ¿Me has
comprendido?
El gigante soltó un resoplido y acabó marchándose, en medio de la burla y
la rechifla generales.

***

El torpedo alcanzó su blanco y estalló, produciendo un enorme fogonazo.


A dos mil quinientos metros de distancia, los siete hombres que estaban en la
torreta presenciaron el apocalíptico espectáculo del incendio de un petrolero
cargado de combustible hasta el tope.
El petróleo se inflamó en un santiamén, envolviendo en llamas al barco de
proa a poca. Cascadas de fuego brotaban de los costados del bateo,
derramándose por el mar que lo rodeaba y disipando las tinieblas en
un extensísimo radio. Los barcos del convoy se apresuraron a apartarse de
aquel infierno de llamas, sin hacer el menor esfuerzo por salvar a los
desgraciados tripulantes del barco, cosa, por otra parte, imposible, dada
la rapidez con que se había desarrollado el siniestro.
Trask dio otra orden.
—¡A babor, dos puntos! ¡Alistad tubos tres y cuatro!
El «Hallerfish» obedeció dócilmente a la presión del timón. Cuando Trask
tuvo otro blanco en la dirección de lanzamiento, ordenó disparar los torpedos.
Easton cronometraba los tiempos. Abajo, los torpe-distas se afanaban por
disponer los dos tubos restantes.
Sonaron dos terribles explosiones. Un barco fue alcanzado en el centro de
su línea de flotación y empezó a hundirse inmediatamente.
La voz del hidrofonista sonó de repente en la torreta.
—Ruido de hélices en marcación dos nueve cinco. Velocidad, dos siete.
—Es un destructor — comentó Trask fríamente—. Radar, sitúeme ese
barco que viene sobre nosotros.
La respuesta del radarista no se dejó esperar.
—Está en tres uno cinco, señor.
—Bien — contestó el comandante —. Timón, cinco a estribor. Easton, que
alisten los tubos cinco y seis. Que pasen el mando de disparo a la torreta.
—Sí, señor.
Desde su puesto de serviola, Murray observaba detenidamente las
menores operaciones que se realizaban en la torreta. Trask era un
comandante nato de submarino: fino, audaz, inteligente y capaz de tomar una
decisión resolutiva en fracciones de segundo. Otro comandante de submarino,
sin duda, habría ordenado la inmersión en el acto, pero Trask quería seguir el
combate en superficie, sabiendo que el riesgo que corría era mucho mayor al
sumergirse, puesto que durante unos minutos quedaría completamente
indefenso a los ataques con cargas del Enemigo.
Sonó una aterradora explosión. Un volcán de llamas de todos los colores
eructó a lo alto, despidiendo rayos en todas direcciones. Seguramente, el
segundo barco alcanzado debía llevar una carga parcial de municiones y el
incendio producido por los torpedos, la había hecho estallar. Con tremendo
estrépito de hierros desencuadernados por los estallidos, el carguero se fue a
fondo con relampagueante rapidez.
La voz del hidrofonista sonó de pronto.
—El destructor ha cambiado a escala próxima. Marcación, dos siete cinco.
Velocidad de las revoluciones: ciento setenta.
El petróleo continuaba ardiendo, desparramando una enorme luz a gran
distancia. A través de los prismáticos, Murray pudo distinguir claramente la
oscura silueta de un sumergible que se les echaba encima a toda máquina.
El submarino viró lentamente, hasta enfilar la proa rectamente hacia el
barco enemigo.
—Distancia, dos mil — anunció el radarista.
El destructor debía haberles localizado por el sonar. Su imagen destacaba
claramente contra el fondo del incendio, en tanto que el submarino, aún en
superficie, permanecía en un lugar relativamente oscuro.
—Listos tubos cinco y seis —dijo Easton—. Pasado el mando eléctrico a la
torreta.
Trask se inclinó sobre el taxímetro.
—Un punto a estribor. Reducid a cuatro nudos.
Era preciso dejar un mínimo de velocidad, a fin de poder accionar los
timones en caso necesario. «Maniobra correcta», pensó Murray.
—Distancia, mil seiscientos — anunció el radar
—Velocidad, veintiocho—dijo el hidrofonista.
El destructor se les echaba encima a toda velocidad. En dos minutos lo
tendrían encima.
—Distancia, mil trescientos.
La tensión a bordo del «Hallerfish» era extrema. Tratábase de una
operación arriesgadísima, que podría entrañar un tremendo riesgo si se
fallaba. Pero Trask había dado pruebas de su habilidad y todos los tripulantes
confiaban en él.
—Distancia, mil cien.
Trask hinchó el pecho. Su dedo índice se apoyó en el botón de disparo.
Aguardó aún unos segundos más, divisando perfectamente la enorme bigotera
de espumas que provocaba la roda del destructor.
—Ahora — dijo entre dientes.
El submarino se estremeció ligeramente, cuando uno de los torpedos
abandonó su guarida a sesenta kilómetros por hora, recto como una flecha
hacia el barco enemigo. Murray contó mentalmente hasta ocho; al terminar,
percibió la sacudida producida por el torpedo número seis.
El destructor seguía avanzando a toda máquina. De pronto sonó un grito.
—¡Está virando!
A setecientos metros, el comandante del destructor inició una frenética
maniobra para esquivar los- dos mortíferos artefactos que se le abalanzaban
encima. La virada del barco fue claramente perceptible.
Pero ya no había tiempo material de eludir la andanada. Murray divisó a
través de los prismáticos unas minúsculas figurillas negras que corrían
desesperadamente por encima de la cubierta, abandonando sus puestos.
Súbitamente, un rayo de luz roja hendió verticalmente las tinieblas.
El «Hallerfish» se estremeció brutalmente al recibir la onda de la
explosión. Casi en el acto, otro enorme fogonazo subió a las alturas.
Empezaron a oírse ruidos atronadores. El destructor estallaba
sucesivamente, fragmentándose en mil pedazos que volaban por los aires a
gran distancia. Era un infierno de fuego y explosiones de proporciones
apocalípticas. Por todas partes surgían llamaradas, en medio di atronadores
estampidas que maltrataban cruelmente los oídos.
El hidrofonista anunció que otro barco enemigo se acercaba a buena
velocidad.
—Tenemos tiempo —dijo Tra.sk tranquilamente—. Vamos a sumergirnos.
Por esta noche, ya hay bastante.
Un petrolero, un mercante y un destructor en una sola acción, era una
buena marca para un sumergible que en su anterior patrulla había
desperdiciado sesenta días de tiempo y veinte torpedos, con unos
resultados completamente irrisorios. El consiguiente ataque con cargas fue
eludido por Trask con toda facilidad.

***

Dos días más tarde combatieron en superficie y en pleno día. Se trataba de


dos pesqueros, aparentemente inofensivos, que se dedicaban a sus faenas a
treinta o cuarenta millas de la costa del Japón.
Expulsando el agua de los lastres, el «Hallerfish» emergió a la superficie
como una bestia monstruosa, derramando cascadas de líquido por sus
costados. Inmediatamente, se abrieron las escotillas y los artilleros ocuparon
sus puestos.
El submarino emergió a una milla de los sampanes y se acercó a ellos a la
moderada velocidad de doce nudos. Al hallarse a la mitad de la distancia,
Trask ordenó disparar un cañonazo de aviso, a fin de dar tiempo a
la tripulación a que botaran sus lanchas.
Aparentemente, la acción era cruel, pero tenía su justificación. Muchos de
los pesqueros estaban dolados de poderosos aparatos de radio, con los cuales
transmitían datos acerca de los submarinos americanos. Al recibir la
intimación, los japoneses no se hicieron de rogar y abandonaron sus barcos
rápidamente.
—Podríamos subir a bordo y coger algo de pescado fresco — sugirió el
segundo de a bordo.
—No —dijo Trask—, no quiero correr riesgos inútiles. Esos japoneses han
podido dejar algún foco con una ametralladora, capaz de morir satisfecho si
antes se ha cargado algún americano. Señor Crawbolt. ordene abrir el fuego.
Trask tenía razón. Apenas recibido el primer impacto, un par de sujetos
saltaron al agua desde uno de los pesqueros. El comandante del submarino
sonrió complacido. Sus presentimientos habían resultado ciertos.
—Terminen con ellos — ordenó.
Las dos piezas de 40 mm. rolaron una terrible andanada contra el
pesquero más cercano. Estallando en la amura de babor, junto a la línea de
flotación, el sampán se hundió en pocos minutos. El otro fue destrozado en mil
pedazos con la tercera granada de cinco pulgadas.
Terminada la patrulla, el submarino emprendió el regreso a la base.
CAPÍTULO IX
Murray alargó la mano derecha, insertó el dedo índice en uno de los
orificios del disco telefónico... y lo retiró sin haber movido el aparato.
Se frotó las palmas de las manos, húmedas por la transpiración. Al ir-a
sacar un pañuelo del bolsillo para limpiárselas, sacó también un papel, que
cayó al suelo.
Recogió el papel como si estuviera hecho de una materia incandescente.
En realidad, le quemaba desde que lo recibiera el día anterior, cuando le
entregaron una carta con el correo de la tripulación del «Hallerfish». El joven
no acostumbraba a recibir correspondencia, y el hecho le extrañó
sobremanera.
El contenido del papel era sumamente lacónico.

Llámame en cuanto saltes a tierra.


N. D.

Estrujó el papel y lo arrojó con furia a un rincón do la cabina telefónica.


Luego, abriendo la puerta, salió al exterior. Estaba en un bar y se dirigió
rectamente al mostrador.
— Un «whisky» doble— pidió.
El camarero, un hawaiano de ojos oblicuos y pómulos salientes, se lo sirvió
junto con una amplia sonrisa.
Los marineros recién desembarcados acostumbraban a formular
peticiones como aquélla.
—¿Me invitas a un trago, almirante?
Murray se volvió. Era una mujer joven aún, de unos veintiocho o treinta
años de edad, de senos exuberantes y caderas ampulosas, en cuyos labios
densamente cargados de carmín flotaba una sonrisa incitante. En torno al
cuello llevaba un collar de gruesos abalorios y dos vueltas, con el cual jugaba
Con dos dedos de su mano izquierda, mientras que se apoyaba con el codo en
el mostrador del bar.
—Toma lo que quieras — dijo, bebiendo de un golpe la mitad del
contenido de su copa.
—Gracias, almirante — sonrió la rubia—. Me llamo Jean. ¿Y tú?
—Murray — respondió el joven lacónicamente. Todo su ser se debatía en
una feroz lucha interior. El amor que creía muerto, había revivido con terrible
fuerza súbitamente, pero su orgullo se rebelaba ante la idea de volver jumo a
Nancy, pareciéndole que hacerlo sería rebajarse ante sí mismo. Una y otra vez
se decía que cuando se amaba de veras, resultaba fácil reconocer los errores
cometidos por uno y otro lado, pero cada vez que estaba a punto de ceder, una
maligna vocecilla re-sonaba en su interior, conminándole a mantener su
firmeza de ánimo.
Una mano le tocó en el codo súbitamente.
—Te estoy hablando, Murray — dijo la rubia.
—Oh, dispensa — murmuró él. confuso —. Estaba distraído...
Jean sonrió maliciosamente.
—Pensando en la novia, con toda seguridad.
—No tengo novia — rezongó él de mal talante.
—Entiendo — dijo la rubia —. Te ha dejado plantado, ¿ch? Bueno, a
muchos marineros les sucede lo mismo. — Le tomó las manos de pronto—.
No, no eres casado. Murray. Bien, del mal el menos. Peor hubiera sido que se
hubiese tratado de tu mujer.
—Cállate, ¿quieres?—dijo él, crispando las mandíbulas—. No tengo novia
y no me ha dejado plantado, si es eso lo que te interesa saber. ¡Mozo, pon
otro doblo!
La rubia le puso una mano sobre el brazo.
—Está bien, está bien, Murray; no necesitas enfadarte por ello. Todos
tenemos nuestros problemas sentimentales, desde luego. — Suspiró
ampliamente y su caliente busto se dilató hasta límites increíbles—. Pero, ¿no
te parece que éste no es sitio adecuado para beber? Imagínale que se te va la
mano y armas un escándalo. Si viene la policía militar y te atrapa... ¿Por qué
no vienes a mi casa y tomamos allí un par de copas con toda tranquilidad?
¿Hace?
El alcohol ingerido, aunque no mucho, y la incitante proximidad de la
exuberante rubia, quebrantaron en pocos momentos el ánimo del joven. Ella
hizo una seña al barman, el cual colocó una botella en una bolsa de papel, que
Joan cogió sin hacer gran ostentación. Murray lanzó unos cuantos billetes
arrugados sobre la barra y se dejó arrastrar.
Jean charlaba sin cesar. En el momento en que salían del bar, un coche
cruzó por delante de la puerta. Absorto en sus problemas, Murray no se fijó en
la conductora.
Nancy lo vio salir, vacilando ligeramente, con una rubia ostentosa colgada
del brazo. Tuvo que hacer un esfuerzo para no romper en lágrimas allí mismo.
Con grandes dificultades, consiguió mantener correctamente la dirección del
coche, cuyo rumbo enderezó hacia el hotel, ansiando llegar cuanto antes a su
habitación, para dar rienda suelta al llanto que estaba a punto de brotar de sus
ojos.
***

La rubia se puso las manos en las caderas, adelantó el pie izquierdo


ligeramente y sacó el busto.
—¿Y bien? — dijo, decepcionada —. ¿Qué te sucede, Murray? ¿Acaso te
parece que estás en un funeral?
Murray contempló con mirada opaca las volutas de humo del cigarrillo
que estaba fumando. Cada vez que hacía una cosa semejante, se imaginaba ver
a Nancy, sonriéndole atractivamente, como en los tiempos en que se juraban
amor eterno a diario. Aún podrían repetirse aquellas escenas... sólo con
levantar un aparato telefónico y marcar determinadas cifras en el disco
correspondiente.
—Dispénsame, Jean-—dijo—. No es eso. Es..., bueno, me resulta difícil
explicártelo... y además, ¿qué pueden importarte a ti mis problemas?
—¿Cómo lo sabes si no me has dicho aun lo que te sucede, Murray? —
preguntó ella—. Estás preocupado, lo sé claramente. Se te ve fácilmente en la
cara... ¿Quieres un trago para animarte?
Murray la contempló durante unos segundos. Era una mujer opulenta, de
aspecto sensual e incitante, la clase de mujer que buscan los marineros al
desembarcar después de una larga travesía. No era fea ni mucho menos, pero
aún hubiera parecido más hermosa si hubiese hecho desaparecer la constante
expresión de cinismo que flotaba en su rostro.
Se sentó a su lado y apoyó un brazo en su hombro.
—También yo he conocido momentos de depresión como los tuyos — dijo
lentamente, mientras con la otra mano le acariciaba los emblemas de la manga
izquierda—. Sirves en submarinos, como mi esposo. Era contramaestre en el
«Fiynfish»... y un buen día no volvió. Setenta u ochenta valientes se fueron a
fondo... y entre ellos, el contramaestre O'Hauley, Dios le haya perdonado sus
borracheras...
Jean sonrió evocadoramente. Continuó:
—También yo pasé una mala temporada, Murray... pero a todo se habitúa
uno. No se puede vivir eternamente del recuerdo de un muerto..., es preciso
cerrar los ojos al pasado y enfilar la vista hacia adelante. ¿Iba a ganar yo algo
por encerrarme en un rincón a llorar las veinticuatro horas del día?
Murray la oía como quien oye llover, absorbidos sus pensamientos por la
imagen de Nancy. De pronto, Joan le agarró con ambas manos de los hombros
y le hizo volverse de frente.
—Mírame — dijo la rubia —. Olvida a esa mujer. Ahora estamos los dos...
solos. Concéntrate en este momento..., manda al diablo a la guerra... y a esa
prójima también. Tú y yo, Murray..., tú y yo...
La voz de Jean se tornó de pronto sibilante, llena de cálidas insinuaciones.
Su aliento quemaba. De pronto le echó los brazos al cuello y 1c atrajo hacia sí.
—Ven, querido — murmuró.
Por unos momentos, Murray se dejó arrastrar. De repente, cuando sus
labios iban ya a entrar en contacto con los de la joven, le pareció que el rostro
de Jean adoptaba los rasgos fisonómicos del de Nancy.
La sensación obró en él como un violento revulsivo. Librándose del abrazo
con fuerza se puso en pie de un sallo.
—Lo siento —dijo roncamente. Metió la mano en el bolsillo y extrajo un
puñado de billetes, de los cuales depositó dos sobre una mesita contigua—.
Adiós, Jean; no me mires mal, pero en estos momentos yo...
A trompicones, tropezando con los muebles, salió de ;a estancia antes de
que ella tuviera tiempo de reaccionar.
Jean le contempló con ojos llenos de extrañeza. Luego, rehaciéndose de la
sorpresa recibida, cogió los dos billetes y los examinó. Cada uno de ellos tenía
el valor de veinte dólares.
—Menos mal — dijo, encogiéndose de hombros, mientras guardaba el
dinero en el amplio escote.
Ahora, Murray sabía lo que quería. Tomó un taxi y se hizo conducir a toda
velocidad hacia el hotel donde se alojaba Nancy.

***

Nancy se incorporó al oír que alguien llamaba a la puerta de su habitación.


Buscó un pañuelo y se secó rápidamente los ojos, aunque harto comprendía
que le iba a resultar muy difícil disimular los largos minutos de llanto. Estuvo
tentada de no contestar a la llamada, pero sabiendo que si no acudía, el
conserje la llamaría por el teléfono interior, decidió acudir.
Caminó hasta la puerta y la abrió de golpe. Le pareció que su corazón se
detenía de repente.
Murray y Nancy se miraron fijamente a los ojos durante unos momentos,
en medio de un completo silencio. Ella sintió que su corazón tornaba a latir de
un modo alborotado, frenético.
Murray carraspeó:
—Nancy, yo...
De repente, se arrojaron en brazos el uno del otro, confundiéndose en un
estrecho abrazo.
—No me digas nada — susurró ella—. No quiero saber nada, excepto que
has vuelto a mí, sin merecérmelo...
—Calla, por favor — suplicó él, besándola frenéticamente en los ojos, en
las mejillas, en los labios—. No podía vivir sin ti, esta es la verdad. Te amo
locamente, Nancy, te amo...
—Me porté estúpidamente contigo. Debía haber tenido más fuerza de
voluntad y resistido a los deseos de mi padre. Pero ahora he visto claro,
Murray, ahora sé qué es lo que deseo, ¿comprendes?
Se miraron a los ojos, risueños y felices. Luego, sus labios se unieron en un
beso estallante de pasión.

***

Ella estaba sentada en un diván. Murray se hallaba tendido sobre el


mismo, con la cabeza reclinada en el regazo de la muchacha.
—Cuando se acabe la guerra —dijo Nancy al cabo de unos momentos —
tendrás que buscarte un empleo, Murray.
—Oh, no creo que me falte. Naturalmente, se incrementará el comercio
marítimo, como sucede después de todas las guerras. Las naciones derrotadas
necesitan rehacerse y esto requiere un intenso tráfico naval.
Pronto encontraré colocación como oficial en cualquier buque mercante.
—Si esa es tu voluntad, no me opondré a ella, querido —respondió
Nancy—. He resuelto obedecerte siempre..., aunque espero no me niegues el
derecho de mostrar disconformidad con las decisiones tuyas que no me
agraden, incluso cuando las acate, que será siempre.
Murray sacó un cigarrillo y lo encendió. Ella se lo quitó con gesto lleno de
coquetería.
—¿Significa eso —preguntó él —que no te va a gustar que me embarque
de nuevo?
—Lo primero y principal de todo es que vuelvas de la guerra, querido —
dijo ella. Su rostro se nubló de repente—. Estoy en las oficinas y conozco
perfectamente cuáles son los submarinos que vuelven y los que no vuelven.
Veo entrar a los comandantes de barco en el despacho del almirante y me
siento angustiada, pensando en que tal vez ya no vuelva a verlos... — Aspiró el
humo nerviosamente—. Si después de la guerra quieres embarcarle de nuevo,
hazlo, pero primero vuelve de la guerra. Eso es lo más importante para mí,
¿comprendes?
—Sí, pero algo he de hacer cuando me licencien, querida.
—Podrías — sugirió ella cautelosamente — solicitar una nueva revisión
de tu caso.
El rostro del joven se contrajo.
—No lo haré — dijo.
—El almirante te apoyaría con todas sus fuerzas. No eres el primer
comandante de sumergible a quien se le encalla el barco y sigue tan campante.
—Pero a ninguno se le. han muerto seis hombres... y ninguno tampoco ha
contado con la enemiga de los Crawbolt — dijo él con voz crispada.
—Esa enemiga podría desaparecer si tu caso fuera examinado por un
tribunal que se atuviera estrictamente a los hechos, sin influjos extraños.
Murray se incorporó de pronto, quedando casi frente a ella. Una extraña
sospecha acababa de albergarse en su mente.
—Nancy, no me irás a decir que tú..., que tú y el almirante... os habéis
puesto de acuerdo para...
—Oh, que tonterías dices — exclamó ella, un tanto nerviosamente—.
Apenas si hablo con el almirante excepto para lo más necesario.
Murray la tomó por los hombros.
—Nancy, he vuelto a ti porque te quiero; pero no podría soportar que me
engañases, ni aun en el detalle más nimio. Contéstame; ¿qué habéis hablado tú
y el almirante?
Las mejillas de la joven enrojecieron.
—No debí haber mencionado este asunto para nada — se lamentó.
—De modo que es verdad, ¿eh?
—Sí — respondió Nancy con vehemencia—. El almirante y yo lo hemos
discutido en más de una ocasión. Él te aprecia y conoce tu valía. Roundelar,
Harvey y muchos otros, no te llegan a la sucia de los zapatos. El «Hallerfish»
habría sido hundido si tú no te hubieses dado cuenta de que el en apariencia
inofensivo carguero era un buque trampa... La Armada necesita de hombres
como tú, Murray.
—No intentes dorarme la píldora, Nancy — gruñó el joven.
—Es la verdad y tú lo sabes, Murray.
—Está bien, está bien — exclamó él, exasperado—. De todas formas,
quiero recordarte una cosa.
—Si, querido.
—Antes prometiste acatar mis decisiones cualesquiera que fueran, aunque
disintieras de ellas
—Es cierto. Y mantendré mi palabra, Murray.
—Pues bien, te prohíbo en absoluto que vuelvas a hacer nada a mi favor
en este asunto, ¿me has comprendido? Si llego a enterarme de que has
intervenido para que mi caso sea reconsiderado, te...
Nancy sonrió suavemente, a la vez que movía la cabeza.
—Lo siento, querido. Llegas un poco tarde para la prohibición.
—¡Nancy!
Ella continuaba sonriendo.
—Esta vez, el tío de Harvey no podrá intervenir. Europa está demasiado
lejos. Cuando se entere, será ya demasiado tarde. De todas formas, aunque he
hablado con el almirante del asunto en más de una ocasión, quiero que sepas
que la idea no es mía, sino de él. Naturalmente. la he apoyado con todas mis
fuerzas, no por tener a un oficial a mi lado, sino porque quiero que se haga
justicia con el hombre a quien amo.
CAPITULO X
ORDEN ESPECIAL N.° 2377/WN-5/12-KM3

De: Comandante General Fuerzas Submarinas del Pacífico.

Para: Capitán de corbeta John S. Trask, comandante del submarino USS


«Hallerfish» • (SS551).

Vía: Jefe Vil Flotilla Submarinos Pacifico.

Asunto: Misión a ejecutar.

Texto:

1ª— El comandante del VSS «Hallerfish» alistará su barco, al completo de


pertrechos, en el menor tiempo posible. Una vez informada esta Comandancia
General de que el barco está listo para zarpar, se le autorizará para hacerlo,
debiendo poner rumbo a 2-60 a la mayor velocidad posible que le permitan las
máquinas y las circunstancias, guardándose de combatir en todo momento, a
menos que no fuera estrictamente necesario. Una vez alcanzado el punto situado
entre los 9o 15’ Lat. O. y 142° 30" Long. N., abrirá el sobre lacrado que se
adjunta, en el cual se incluyen las instrucciones complementarias para el
cumplimiento de la misión que se le asigna...

***

De pie en el puesto del serviola, aspirando el aire marino a pleno pulmón,


mientras la roda del «Hallerfish» cortaba las aguas a dieciocho nudos por
hora, en una noche encalmado y sin el menor indicio de turbulencias de
ningún género, Murray se sentía, invadido de una extraña euforia.
Por un lado, sentíase pesaroso y disgustado porque alguien hubiese
intercedido en su favor, pero se decía, ¿no había intentado él mismo su
reingreso en la Armada, un año después del desgraciado suceso, en
vísperas del conflicto? Si entonces había elevado aquella solicitud, deseando
con todas sus fuerzas vestir de nuevo el uniforme, ¿por qué no iba a aceptar
ahora que el propio almirante trabajase en su favor? Una intensa excitación le
poseía al pensar que tal vez, a su regreso, se encontrase ya con un informe
favorable. Volverla a ostentar las insignias de oficial...; pero una duda le
atormentaba: ¿le destinarían de nuevo a submarinos? Él era oficial de la
Marina de Guerra... ¡y había tantos destinos en una Armada tan gigantesca y
descomunal como era la norteamericana en tiempos de guerra!
Como fuera, se dijo, el caso era que le reconocieran sus derechos. Si no le
concedían el mando de un submarino, que le diesen el mando de un
remolcador de blancos de instrucción; cualquier cosa, en fin, que hiciera ver a
los ojos de la gente que su asunto sólo había sido cosa de mala suerte... y de
unas cartas náuticas equivocadas. Pero en su interior, algo le decía que
quizá en su próxima patrulla dirigiría los ataques de un submarino. ¿El propio
«Hallerfish» tal vez?
Un punto rojo apareció de pronto en el campo visual de sus prismáticos.
Era una luz que oscilaba a quince millas lo menos de distancia, precisamente
en la dirección que seguían.
Llamó la atención del oficial de guardia.
—Teniente, creo que hay fuego delante de nosotros.
Easton miró a través de sus prismáticos.
—Parece el resultado de un ataque con torpedos
—dijo. Se inclinó sobre el tubo—. Hidrófonos, ¿han escuchado algo en
rumbo dos seis cero?
—No, señor—contestó el observador—. ¡Espere! Ahora oigo algo..., parece
rumor de explosiones muy lejanas...
—Que avisen al capitán —ordenó Easton.
Trask subió un minuto después.
El fulgor del incendio había aumentado notablemente.
—Parece un ataque con torpedos, en efecto. — Apenas había pronunciado
estas palabras, un nuevo fogonazo vibró en la oscuridad de la noche con
vivísimo centelleo. Se volvió ligeramente y escorzó la cabeza—. Auburn.
—¿Señor?
—¿Divisa algo más?
—Sólo el resplandor del incendio y el fogonazo de una nueva explosión,
posiblemente el estallido de un torpedo al alcanzar su blanco.
—Su opinión concuerda con la mía. Gracias, Auburn
—Trask se volvió hacia e! oficial—. Easton, arrumbe hacia el dos cinco
cero. Probablemente, hay algún destructor enemigo por esa zona y no nos
interesa que nos detecte. Seguiremos con este rumbo hasta haber rebasado el
área de combate, luego volveremos a dos seis cero.
—Bien, señor. — Easton se inclinó sobre el tubo —: Nuevo rumbo, dos
cinco cero. Mantengan la velocidad.
Al llegar al punto designado, el capitán Trask abrió el sobre lacrado. En el
mismo instante, sintió una especia de punzada en el lado derecho del vientre,
pero fue un dolor rápido, que se le pasó casi en el acto. «Anoche, abusé de la
carne en conserva», rezongó.
Las nuevas instrucciones decían lo siguiente:

El «Hallerfish» se dirigirá a la isla de Bohol, en el archipiélago de las


Filipinas, en las proximidades de la bahía de Jefate, en donde desembarcará un
grupo de hombres al mando de un oficial, los cuales recogerán una patrulla
propia que opera en territorio enemigo y que debe regresar a su base, con el
informe del resultado de sus operaciones...

Las órdenes eran mucho más largas y detalladas y fijaban la fecha y la hora
en que habían de ser recogidos los comandos. Trask calculó el tiempo; en
cuatro días más debía situarse en las inmediaciones de la costa de Bohol.
El vientre le dio un nuevo pinchazo. «Tendré que ponerme a régimen»,
masculló.

***

Navegando a la máxima velocidad permitida por las circunstancias, el


«Hallerfish» puso proa a las Filipinas, adentrándose en aquel inextricable
dédalo de diez mil islas de todos los tamaños. Atravesó el estrecho de Surigao
y penetró en el Mar de Mindanao, dejando a babor, hacia el Sur, la isla del
mismo nombre. Entonces viró hacia el N.N.O., remontándose hacia el Mar de
Camotes, al N. de la isla de Bohol, cuya extremidad septentrional contorneó a
prudente distancia y en inmersión durante el día. Después de bordear la parte
norte, se adentró en el estrecho de Bohol, situándose frente al punto de
desembarco dos horas justo antes de que anocheciera.
Por pura precaución, Trask sacó el periscopio y efectuó un rápido barrido
visual de trescientos grados, comprobando que no había enemigos en las
proximidades. Después ordenó la inmersión hasta la cota de los
treinta metros, con ánimo de permanecer a tal profundidad a la hora de
actuar.

***

A las diez de la noche, los megáfonos del barco emitieron una orden:
—Los marineros Lang, O’Hara, Casey, Auburn, Delancey y Craxton,
preséntense inmediatamente ante el segundo.
Murray no fue de los últimos en acudir a la llamada. Junto a Crawbolt, el
Joven divisó al tercer oficial.
—El teniente Easton mandará el grupo — dijo Crawbolt—. Todos ustedes
saben cómo actuar en estas circunstancias, así que prepárense para sacar los
botes de goma en el acto.
—Lleven pistolas ametralladoras y granadas — añadió Easton—. Quizá no
tengamos que usarlas, pero conviene no estar desprevenidos en ningún
momento.
Las miradas de Murray y Crawbolt se cruzaron. Murray leyó bien claro los
deseos de su enemigo. «Te he nombrado porque puedo hacerlo, porque el
capitán no tiene base legal para oponerse y porque ojalá te mate una cochina
bala japonesa». El joven permaneció silencioso, sin embargo.
Atedia hora más tarde, las dos balsas de goma zarpaban silenciosamente
del costado del submarino, que se mecía suavemente en las aguas a menos de
media milla de la costa. Los artilleros cubrían sus puestos en los cañones, en
tanto que la antena del radar giraba incesantemente sobre los mástiles de los
periscopios.
Abajo, en el interior del submarino, el capitán Trask lanzó de súbito un
violento aullido. Agarróse con una mano a una tubería, en tanto que crispaba
la otra sobre el vientre. Pero el dolor resultó tan fuerte que le hizo buscar un
asiento.
—Llamen al sanitario, pronto — jadeó, lívido y sudoroso.
El sanitario era un muchacho que había iniciado la carrera de Medicina,
pero que, al año de comenzada, se había visto movilizado por el estallido
bélico. En la base naval de Norfolk, Virginia, había seguido un cursillo de ocho
semanas sobre curación de heridas y diagnósticos y tratamiento de las
enfermedades más comunes que podían producirse a bordo de un submarino
en acción, y esos eran todos sus conocimientos.
—Hay que llevar al capitán a su camarote —fue lo primero que dijo.
Dos robustos tripulantes se encargaron de transportar a Trask hasta su
litera, en donde fue tendido El sanitario, apellidado Clary, desnudó el vientre
del comandante, mientras Crawbolt contemplaba ávidamente sus
manipulaciones.
Clary introdujo un termómetro en la boca de Trask y luego le palpó el
vientre cuidadosamente. Los dolores de Trask eran continuos y su cara
aparecía completamente bañada en sudor.
Al terminar su examen, sacó el termómetro y lo examinó, procurando
mantener su rostro impasible. La temperatura del capitán en aquellos
momentos era de 38,2.
—Le pondré un poco de morfina para calmarle y algo de hielo sobre el
vientre —dijo Clary—. Esto no tiene importancia, señor; mañana ya estará
bien.
—Gracias, muchacho — jadeó Trask, que estaba lívido.
Clary y Crawbolt salieron de la cámara. El segundo cerró la puerta.
—Bueno, chico, aclárate de una vez — dijo el oficial en voz baja.
La cara del sanitario aparecía cubierta de sombras.
—Es apendicitis — dijo sin rodeos—. La turgencia del vientre, los dolores
abdominales y la temperatura fuera de lo corriente, no permiten establecer
otro diagnóstico.
Crawbolt se aterró.
—¿Y...? —preguntó con un hilo de voz.
—Lo peor es que, por lo visto, la cosa venia cociéndose ya desde hace
algunos días y ahora ha estallado con una virulencia extraordinaria. Debería
ser operado inmediatamente, pero yo no tengo la menor idea de cómo se
realiza una intervención quirúrgica semejante, señor. Si lo hiciera, dados los
limitados medios de que dispongo, mataría sin remisión al comandante.
—¿Y si no se le opera?
El rostro del sanitario se cubrió de una expresión de terror.
—Dentro de veinticuatro horas se le declarará la peritonitis y morirá,
señor.
—Pero, ¿no se puede hacer algo por él? —exclamó Crawbolt.
El sanitario hizo un gesto ambiguo.
—Bolsas con hielo continuamente sobre su vientre, algo de morfina para
atenuar sus dolores, sulfamidas para detener la infección en lo posible... y
rezar. Oh — clamó el muchacho de pronto—, ¿por qué no lo dijo antes?
Podríamos haberlo desembarcado en Midway, en donde hay médicos y
enfermeros y quirófanos y, en fin. todo lo necesario para curarle... Pero ahora
me temo ya que sea demasiado larde, señor.
Clary calló y se quedó mirando al oficial. Éste, después de unos momentos
de reflexión, dijo:
—Procura hacer por el capitán todo lo que puedas, muchacho. Yo voy a
ponerme en contacto con la base.
Se dirigió al cuarto de la radio y pidió una hoja de papel. Inmediatamente
se puso a escribir un despacho radiotelegráfico.
De: Segundo comandante «Hallerfish»

A: Jefe Flota Submarina Pacifico.

Texto: Comandante «Hallerfish» gravemente enfermo. Sanitario barco


informa se trata de caso grave apendicitis incubada al parecer durante travesía
con riesgo inminente de degenerar en peritonitis. Posición del barco es, en este
momento, frente a objetivo. Solicito instrucciones rápidamente.

Firmado, CRAWBOLT, segundo comandante.

Entregó el papel al radiotelegrafista.


—Ahora enviaré al alférez Hamlin para que lo cifre. Expídalo usando la
clave de prioridad absoluta.
—Sí, señor.
Con gesto lleno de preocupación, Crawbolt encendió un cigarrillo. La
situación, con el capitán gravemente enfermo, en las mismas narices del
enemigo, no tenía nada de agradable.
CAPITULO XI
Los botes se aproximaron sigilosamente a la playa de la orilla, en donde
las olas rompían mansamente en una noche llena de tranquilidad, sin apenas
ruido. Las salchichas de goma tocaron la arena y las embarcaciones
se detuvieron, en el acto.
— Lang y O'Hara, quédense con los botes — dijo Easton—. Los demás,
síganme.
Cada uno de los cinco hombres iba armado con una pistola ametralladora
Thompson y cuatro granadas de mano. Caminando sigilosamente por encima
de la arena, recorrieron el breve espacio de la playa y fueron a tenderse en
tierra, al abrigo de los próximos matorrales, con cuyas sombras oscuras se
confundieron inmediatamente.
Transcurrieron unos cuantos minutos. El silencio era absoluto, roto
únicamente por el tenue susurro de una leve brisa al pasar por entre las hojas
de los árboles o el monótono chapoteo de las olas contra la playa. Aquél era el
punto elegido por los comandos para ser recogidos, y si no hacían su aparición
en aquella noche el viaje del «Hallerfish» a través de todo el anchuroso
Océano habría sido realizado en balde.
De pronto parecieron crujir unas ramas en las inmediaciones. Estalló un
agudo grito y en el mismo instante sonó un disparo.
—¡Ahí están! — aulló una voz desconocida.
—¡Esos hijos de perra nos han cazado!
—¡Vamos, pronto, a la playa!
Sonó una descarga cerrada. Una ametralladora rugió ensordecedoramente
a menos de cien metros de distancia. Las balas silbaron agudamente, cortando
las ramitas de los matorrales.
Easton se puso en pie.
—¡Aquí, amigo...!
No pudo decir más. Su grito de advertencia fue cortado en seco por una
andanada de proyectiles que le destrozaron el pecho. Giró sobre sus talones y
se desplomó al suelo, fulminado por la descarga.
Varios fusiles tabletearon por la izquierda. Sus fogonazos semejaban rojas
puntas de lanza cg la oscuridad. Relampagueó una granada de mano al estallar
con gran estrépito.
Delancey disparó su ametralladora.
—¡Quieto, estúpido!—le increpó Auburn—. ¿No ves que puedes herir a
alguno de los nuestros?
Sonaron voces encorajinadas. Alguien corrió no lejos de allí.
Murray lanzó un fuerte grito, emitiendo la contraseña, que era
precisamente el nombre del submarino:
—¡«Hallerfish»! ¡«Hallerfish»!
Algo estalló con inenarrable violencia a pocos pasos de distancia. Murray
no tenía demasiada práctica en las armas de tierra, pero supo reconocer al
instante el característico estallido de una granada de mortero. La metralla se
expandió zumbando en todas direcciones.
Tres, cuatro, cinco sombras aparecieron de pronto, corriendo desde la
oscuridad, y se tendieron en el suelo prestamente. El mortero enemigo volvió
a disparar.
—¿«Hallerfish»?— dijo alguien.
—Sí, somos nosotros — contestó el joven.
—Soy el coronel Ryan, jefe de la patrulla. Esos malditos nos han ido a
cazar en el último momento, cuando todo parecía que iba a acabar bien.
¡Cuidado!
Estalló otra granada, esparciendo una lluvia de metralla en todas
direcciones. Junto a Murray, alguien lanzó un aullido de dolor.
—¡Mi pierna! — bramó Casey.
Craxton emitió un ronquido. Giró a un lado y se quedó inmóvil. El jefe de
los comandos lo examinó rápidamente.
—Está muerto — dijo — ¡Una bala le ha perforado la frente!
Murray torció el gesto. Easton yacía o su derecha, muerto
instantáneamente. El fuego japonés era más intenso por momentos.
—Casey—dijo.
—¿Qué... pasa? — jadeó el hombrón.
—¿Podrás andar?
—No..., no lo sé... Me han dado en el muslo y me duele bastante. Tengo la
sensación de que estoy perdiendo sangre en abundancia.
—Átate un pañuelo a la parte alta, a modo de torniquete. Esto contendrá
un tanto la hemorragia. Usted... —se volvió hacia el jefe de los comandos.
—¿Qué hay, marinero?
—El oficial que nos mandaba ha muerto. Otro marinero ha muerto y hay
un herido. ¿Cuánto tiempo tenemos que estar aquí?
—Estoy esperando... Ah, ahí están.
Tres hombres más atravesaron el infernal círculo de fuego y se tiraron al
suelo en el acto.
—¡Presentes Muskleton, Barry y Roanuck, coronel! —gritó uno de los
recién llegados.
—¿Y el teniente Hiller?
—Murió, señor.
—Bien — decretó el jefe de los comandos—, entonces, ya podemos
largamos de aquí. Marinero, recoja a su gente, pronto.
El estruendo era terrorífico. Murray se arrodilló, mientras a su lado, los
comandos retrocedían uno a uno, sin dejar de disparar sus armas hacia la
espesura.
Casey volvió a quejarse.
—No puedo andar — gimió.
Un soldado disparó su metralleta a cuatro pasos de distancia. Alguien se
desplomó en el suelo, lanzando un feroz aullido.
Murray sacó sus granadas y las arrojó cuán lejos pudo, una tras otra. Los
relámpagos de las explosiones disiparon las tinieblas momentáneamente. Una
granada de mortero siseó encima de sus cabezas y levantó en la pía ya un
chorro de arena y espumas.
Tiró la metralleta a un lado. Los demás corrían ya hacia la playa sin dejar
de disparar. Inclinándose, dijo:
—Casey, agárrate a mi cuello.
—Sí... sí... — balbució el gigante. El joven hizo un poderoso esfuerzo y se
cargó a Casey al hombro. Luego se dirigió hacia la orilla a toda la velocidad
posible que pudo imprimir a sus piernas.
Uno de los botes había desatracado ya y sus ocupantes remaban
furiosamente. En la popa, dos de los comandos disparaban sus metralletas con
toda rapidez.
—Casey está herido — gritó el joven.
Unas manos le ayudaron a pasar al marinero a la balsa. Murray empujó la
embarcación con todas sus fuerzas. mientras las balas silbaban pesadamente
en tomo suyo.
El bote se alejó lentamente de la orilla. Entonces, unos dardos rojos, azules
y amarillos, cruzaron por encima de sus cabezas, vendo a esconderse en la
selva con fuerte estampidos. Los canoncitos de 40 mm habían abierto el fuego
para proteger su retirada.
Alguien abrió los brazos de pronto y se hundió en el agua. Murray oyó un
ruido que le erizó los cabellos.
—¡Hay que darse prisa! — gritó—. Una bala ha per-forado el flotador.
Los hombres remaban frenéticamente, mientras en torno suyo todo era
ruido y confusión. Los japoneses dispararon una salva de* mortero que
levantó enormes oleadas de espuma en las proximidades de los botes.
Murray tocó el flotador, dándose cuenta de que su presión disminuía
rápidamente.
—Prepárense para nadar dentro de unos momentos.
Los estampidos del «pom-pom» doble de 40 mm. Eran incesantes.
Súbitamente, una gran llamarada brilló en el mar, al tiempo que se oía un
tremendo estampido.
El proyectil de cinco pulgadas rugió al pasar a escasos metros sobre su
cabeza, yendo a estallar en el borde de la selva con-inenarrable estrépito.
Después de un par de disparos más de tanteo, los artilleros de la pieza pesada
abrieron el luego con endemoniada rapidez.
Murray tocó una vez más la salchicha. Estaba ya fláccida y blanda y el aire
contenido en su interior se escapaba con sorprendente rapidez.
—Casey — gritó el joven—, vas a tener que nadar!
—Eso es ya más fácil que andar —comentó el gigante.
El jefe de los comandos estaba junto a Murray. Empezó a despojarse de su
equipo.
—Aligérense, muchachos — ordenó a sus hombres.
—¡Eh, los de la otra balsa!—gritó Murray—. Esperen un poco; nosotros
nos hundimos.
La balsa se sumergió de golpe, cogiéndolos por sorpresa, pese a estar ya
advertidos. Murray se sintió hundir en el agua por completo. Taloneó
vigorosamente y emergió a la superficie.
La artillería del submarino continuaba haciendo fuego incesantemente,
barriendo con sus andanadas el espacio de la playa. Los disparos japoneses se
habían atenuado hasta cesar casi por completo.
—¡Casey! — gritó el joven.
—Es...toy aquí —resopló el gigante—. Maldita pierna; parece de corcho...,
pero puedo apañarme con la otra y los brazos.
la mole del submarino apareció casi de repente ante ellos. El estruendo de
los cañones se hizo insoportable y el cese de los disparos constituyó un
notable alivio para los torturados tímpanos de los que se acercaban al barco.
La primera balsa atracó sin novedad y sus ocupantes saltaron al. submarino,
desapareciendo rápidamente por las escotillas.
—Aprisa, «prisa —gritó alguien desde arriba.
—Ya vamos — contestó Murray—. Aquí estamos todavía unos cuantos en
el agua.
Sus manos tocaron de pronto el casco del barco. Agarró un cabo que le
tendían y trepó a cubierta. Tras él subieron tres comandos, Lang y Delancey.
—Casey viene herido — dijo Murray—. Ayúdenme a izarlo a bordo.
El gigante fue subido a la cubierta Entre dos o tres lo bajaron al interior
del submarino en donde ya resonaban los claxons de Inmersión. Se oían los
chasquidos de las escotillas al cerrarse secamente, mientras los lastres,
abiertos de par en par, admitían agua a torrentes.
—Avante a media máquina — gritó una voz—. Todo a bajar.
Murray respingó al oír aquella voz. ¿Por qué emitía una orden tan
absurda? El fondo estaba muy cercano en aquel paraje y, si se sumergían con
rapidez, corrían el riesgo de encallar.
Secándose con la toalla que un marinero le había entregado al regreso,
avanzó hacia la parte de la cámara de mando. Crawbolt estaba allí, dirigiendo
la maniobra. ¿Qué pasaba con el capitán Trask? ¿Por qué se hallaba ausente en
momentos tan críticos?
El suelo del sumergible se inclinó de pronto.
—A estribor, noventa — ordenó Crawbolt.
—¿Qué pasa? —se volvió Murray hacia un marinero—. ¿Dónde está el
capitán Trask?
El rostro del hombre tenía un gesto lúgubre.
—En su camarote. Muy mal — dijo.
En aquel momento, el hidrofonista anunció:
—Señor, ruido de hélices en marcación con uno cinco. Por la velocidad de
las revoluciones parece un destructor, y se acerca a veinte nudos.
CAPITULO XII
Lentamente, con todos los motores auxiliares parados, el «Hallerfish» se
deslizaba silenciosamente por el fondo del mar r atando de eludir la
persecución de que era objeto.
Las hélices del destructor se oían a veces directamente encima del
submarino, a la vez que los pip-pips de su detector de eco podían captarse sin
ninguna dificultad.
Murray sabía que su localización era una simple cuestión de tiempo y que
entonces lo iban a pasar bastante mal.
El fondo, en aquel lugar, era de unos setenta metros. El submarino
conservaba una cota de cincuenta, dejando un margen de veinte para evitar
accidentes tan intempestivos como perjudiciales. Murray se daba cuenta
de que Crawbolt se esforzaba por buscar aguas más profundas. pero las
circunstancias le impedían hacer uso de la sonda de eco, cuyo funcionamiento
habría sido captado inmediatamente por los detectores japoneses. Era un
difícil problema el que el nuevo comandante tenía entre manos y, ciertamente,
no se le podía reprochar que apareciese lívido y sudoroso, mientras dirigía la
navegación del barco.
A pesar de todos los esfuerzos de Clary, el estado de Trask empeoraba por
momentos. Los remedios arbitrados por el sanitario se habían mostrado como
ineficaces, y en aquellos momentos la temperatura del capitán rebasaba los
40° en algunas décimas. Sólo la morfina calmaba sus dolores, los átales volvían
a surgir, apenas se pasaban los efectos de la droga.
Súbitamente, Crawbolt dio una orden:
—Descender a sesenta.
Murray se alzó para protestar indignadamente. El ruido del agua entrando
en los lastres, el característico gorgoteo de la operación, sería captado en el
acto por los hidrofonistas del destructor.
Crawbolt le miró desafiante. El joven se retiró un par de pasos. No, no
podía protestar centro la acción que Juzgaba por completo inadecuada; era un
simple marinero y debía limitarse a obedecer.
Clary apareció. Crawbolt preguntó:
—¿Cómo sigue?
—Ahora descansa un poco. Pero su temperatura me sigue inquietando
Está a 40,5°.
Crawbolt torció e1 gesto.
—¿Y el hielo?
—Apenas si surte efecto. Como las sulfamidas. Ha sido como la erupción
de un volcán. El apéndice ha tenido que reventar ya, y si no lo ha hecho, le falta
muy poco.
Murray se estremeció. Torrentes de materia infectada se lanzarían
ávidamente por el peritoneo, la delicada membrana que envuelve los
intestinos, provocando la inflamación e infección generales. El pus se
extendería luego por la sangre, lentamente al principio, con mayor rapidez
cada vez, hasta alcanzar el corazón con sus oleadas de mortíferos bacilos.
Entonces se produciría la muerte, irremediable, inexorablemente, en medio de
espantosos dolores, acaso calmados un tanto por la adormecedora acción de la
morfina.
El observador de hidrófonos lanzó un grito:
—El destructor ha cambiado a escala próxima. Viene sobre nosotros a
toda velocidad.
—Preparación para ataque con cargas de profundidad —ordenó Crawbolt.
Murray se puso en pie. nuevamente. Su mirada se cruzó con la del
comandante accidental del barco. La expresión de Crawbolt era de neto
desafío, de no querer admitir el menor consejo del joven.
—¡Acaba de lanzar la primera carga! — anunció el hidrofonista.
Murray se asió a una tubería. Dentro de unos segundos las carcas
empezarían a estallar.
—Están cayendo más —gritó el observador. De pronto se quitó los
auriculares—. Ya no puedo contarlas.
Transcurridos unos segundos, muy pocos, pero lentos e interminables. De
pronto, el «Hallerfish» quedó envuelto en una tremenda oleada de
explosiones.
Murray se agarró a la tubería con ambas manos. Parecíale inconcebible
que el sumergible, un artefacto construido por la mano del hombre, pudiera
resistir tan tremendo golpeteo.
Las tuberías y líneas de ventilación vibraban en el aire, hasta difuminarse
sus contornos, produciendo un sonido lleno de discordancias, como el
zumbido do algún maligno insecto. Un par de hombres cayeron derribados, a
pesar de que se asían con todas sus fuerzas a los salientes que encontraban
más a mano.
Una extensa zona de aislamiento de corcho saltó por los aires, sacudida
por la apocalíptica violencia de las explosiones. La atmosfera era sofocante,
casi irrespirable, en tanto que la temperatura había subido enormemente. En
el aire flotaban numerosas partículas de polvo, pintura y corcho, mientras que
los sólidos mamparos de acero se combaban hacia adentro a cada
explosión, volviendo luego de nuevo a su primitiva posición. Murray se dio
cuenta de que los efectos de las cargas se notaban de abajo arriba, dada la
proximidad del submarino al suelo, el cual devolvía las ondas de choque a la
manera de un eco líquido de inenarrable violencia Por esta razón había
juzgado inadmisible el perder diez metros más de cota, sabiendo que los
efectos de las cargas iban a ser los mismos a cincuenta metros, pero, en
cambio, sin tropezar con el inconveniente de la cercanía al fondo.
Algunas planchas y emparrillados de la cubierta saltaron disparados,
estrellándose con fuerte ruido de un sitio para otro y añadiendo nuevos
riesgos a los que ya padecían. Era un infierno de ruido, calor y polvo
que aturdía y mareaba aun a los más habituados a aquella clase de
penalidades.
La andanada de cargas pasó, con gran alivio de la tripulación. Las luces
habían dejado de funcionar, excepto las de emergencia. Después del tremendo
estrépito, la falta de ruido produjo una sensación enervante en todos cuantos
se hallaban en el interior del barco.
—¿Y esto va a durar mucho? — preguntó alguien.
Murray miró al que acababa de hablar. Era el jefe de la patrulla recogida,
un hombre de cuarenta años, recio, fuerte, de mirada resuelta y mandíbula
saliente.
—Es imposible predecirlo — contestó Crawbolt. Se volvió hacia el alférez
Hamlin —. Lance un sondeo; quiero saber la profundidad.
—Sí, señor.
Segundos más tarde, llegaba la respuesta.
—Sesenta y cinco metros.
—Gracias. Cuarenta y cinco a babor. Vamos a ver si encontramos más
profundidad.
—¡El destructor vuelve! — anunció el hidrofonista. Murray miró a
Crawbolt. Este aparecía pálido y su
rostro se hallaba cubierto de gruesas gotas de sudor. Su indecisión era
notoria.
—¡Fondo, setenta y dos! — gritó Hamlin.
—¡Abajo! — ordenó Crawbolt.
Murray se clavó las uñas en las palmas de las manos. Los momentos eran
de profunda tensión. Súbitamente, el submarino sufrió un choque, se movió
dos o tres veces y luego quedó inmóvil.
—¡Hemos encallado! — gritó alguien.
Los motores se esforzaron por sacar al barco del atasco, sin conseguirlo.
—¡Paren máquinas!—ordenó Crawbolt.
Los motores eléctricos dejaron de funcionar. Las hélices del destructor se
escuchaban ya perfectamente.
—¡Ha vuelto a lanzar!
De nuevo comenzó el infierno, una tempestad de explosiones y sacudidas
de proporciones apocalípticas, durante la cual, todos cuantos se hallaban en el
interior del «Hallerfish», creyeron morir. El destructor se alejó rápidamente
después de su devastadora pasada, pero era indudable que no tardaría en
volver a la carga.
—Que funcionen las bombas — ordenó Crawbolt—. Vamos a subir a
cincuenta.
Los compresores enviaron aire a los lastres, desalojando el agua. Tras
algunas fuertes sacudidas, el submarino volvió a subir.
—Noventa a babor — dijo Crawbolt.
—¡Volvemos a la costa! — gritó Murray sin poder contenerse—. Allí hay
menos fondo.
—¡Cállese! — rugió el segundo.
El jefe de los comandos miró asombrado a los dos hombres. ¿Quién era
aquel marinero que osaba contradecir a su comandante?
Los timoneles vacilaron. Crawbolt se dio cuenta al instante.
—¡Cumplan la orden! —bramó, lívido de cólera. Y un segundo después,
llamó—: ¡Hilsom!
El contramaestre se presentó en el acto.
—¿Señor?
El dedo de Crawbolt señaló hacia el joven.
—Encierre a ese hombre con llave en un camarote y no le permita salir
hasta, nueva orden.
Hilsom parpadeó, asombrado. El silencio en Ja cámara de mando era
absoluto, total.
—Un momento, un momento —dijo en aquel instante el jefe de los
comandos—. Ese marinero ha dicho que nos acercamos a la costa, donde hay
menos fondo. Si es así, los japoneses nos van a freír, capitán.
—Coronel Ryan — dijo Crawbolt con voz aguda —, el comandante de este
barco soy yo y no tolero que se discutan mis órdenes.
—Pero sí cuando están equivocadas y pueden llevarnos a la muerte —
protestó Ryan.
Los ojos de Crawbolt brillaron con furor demoníaco. Murray se dio cuenta
de que había perdido el control sobre sí mismo y que, falto de la dirección de
Trask, enfermo en su cámara, se hallaba en un estado tal de inseguridad, que
le hacía inapto para la comandancia del buque. Pero él no era nadie para
relevarlo y los restantes oficiales del «Hallerfish» le seguirían
incondicionalmente, aunque no fuese más que por disciplina.
—Vamos, Hilsom —dijo el joven.
El destructor volvió a la carga.

***

La persecución de los japoneses fue tenaz y constante durante toda la


noche. El «Hallerfish» se arrastró por las profundidades, soportando los
ataques milagrosamente. Cerca del amanecer, pareció que había cesado la
persecución.
—Parece que por ahora nos hemos salvado — comentó Ryan.
—Sí — dijo Crawbolt brevemente. Se volvió hacia Hamlin—. Vamos a
emerger a cota de periscopio. Si no veo nada, sacaremos la antena de radio, a
fin de intentar captar la respuesta a nuestro mensaje.
—Bien, señor — contestó el oficial.
Lentamente, el submarino fue emergiendo hasta quedar muy próximo a la
superficie. Entonces, Crawbolt sacó el periscopio y realizó un rápido barrido
circular de trescientos sesenta grados. La costa se hallaba a tres millas de
distancia, destacándose imprecisa a la creciente luz del alba.
—Parece que no hay ningún barco por las inmediaciones— dijo,
satisfecho—. Que observe el radar si se capta alguno más lejos.
Clary se acercó.
—El capitán empeora—dijo—. Para mí, la peritonitis se ha declarado ya.
—Entonces...—preguntó Crawbolt débilmente—, ¿no hay esperanzas de
salvación?
Clary meneó la cabeza con lentos gestos.
—Ninguna, señor.
El segundo agachó la cabeza. En aquel momento, el radarista lanzó una
exclamación:
—¡Contacto radar!
Crawbolt se agarró o las asas del periscopio. A cuatro millas de distancia
pudo divisar la humareda de un destructor que se dirigía rápidamente hacia
aquel lugar.
—¡Inmersión máxima! — decretó—. ¡Todo a bajar!
Las órdenes fueron ejecutadas con toda celeridad y el sumergible se
hundió a gran profundidad. Mientras el agua penetraba tumultuosamente en
los lastres, Hamlin se acercó a Crawbolt.
—Señor, acabo de recibir un mensaje de Pearl.
—Démelo — contestó el segundo —. Yo mismo lo descifraré. Continúe con
la. maniobra de inmersión hasta los ciento cinco metros.
—Sí señor.
Crawbolt buscó el libro de claves y empezó a descifrar el mensaje. Al
concluir su labor, su cara estaba tan blanca como el papel que tenía entre las
manos.
CAPÍTULO XIII
El «Hallerfish» llevaba veinticuatro horas en inmersión. La atmósfera era
sofocante, casi irrespirable.
Hamlin se acercó a Crawbolt.
—Señor, acabo de analizar la atmósfera.
—¿Y...? — preguntó el segundo distraídamente.
—La proporción de anhídrido carbónico es de un dos y medio por ciento.
Tres por ciento era el límite peligroso, que podía causar desvanecimientos.
El cuatro por ciento era mortal si se respiraba continuamente durante algún
tiempo.
—Muy bien. Esparza materia absorbente y regenere el oxígeno del
ambiente con el de las botellas de reserva.
Hamlin meneó la cabeza.
—Hace tiempo ya que lo venimos haciendo, señor —contestó—. Hemos
llegado a un punto crítico, en el que no sería conveniente agotar nuestras
reservas, sin antes haber ventilado el submarino.
Antes de que pudiera contestar, Ryan apareció en Ja cámara de mando.
Detrás de él venía Clary, el sanitario.
—Capitán —dijo Ryan—, quisiera hablar con usted.
—Un momento, por favor, coronel — rogó el oficial —. Clary, ¿cómo sigue
el comandante?
—Cada vez peor, señor. No creo que dure veinticuatro horas. Lo estoy
manteniendo casi inconsciente a base de morfina, pero cada vez que se pasan
los efectos de la droga, sus dolores son intolerables.
Crawbolt se mordió los labios.
—Y ese maldito destructor por encima de nosotros — masculló.
—De eso quería hablarle precisamente — dijo Ryan.
Crawbolt miró al comando.
—Hable, coronel; le escucho.
—Verá — dijo Ryan—, no quisiera inmiscuirme en lo que no me importa,
hasta cierto punto, claro está. Tampoco quiero que me crea instigador de un
motín; a fin de cuentas, soy militar y comprendo que la disciplina es algo que
debe mantenerse siempre por encima de todo. Pero hay circunstancias en que
las cosas deben examinarse cuidadosamente, de acuerdo con la situación
del momento, y obrar en consecuencia. Cuando las vidas de noventa hombres
en total se hallan en grave riesgo, es preciso olvidar muchas de las cosas que
nos enseñaron y actuar de forma que esa situación pueda resolverse con el
máximo de beneficios para todos.
Crawbolt enarcó las cejas con gesto orgulloso.
—¿A qué viene ese discurso, coronel?
—Verá, teniente... Llevo ya veinticuatro horas a bordo de este tubo y, lo
haya querido o no, he oído hablar a los marineros. Oh, por supuesto que ellos
callan en su presencia, pero no en la de mis hombres. Y éstos me son fieles y
leales, puedo asegurarlo.
—¿Por qué no se deja ya de rodeos de una vez, coronel? — preguntó
Crawbolt con voz hiriente.
Ryan le miró de hito en hito durante unos segundos.
—Muy bien, puesto que así lo quiere, se lo diré con toda claridad. La gente
dice que estamos atrapados, que usted no puede resolver esta situación y que
a menos que se obre un milagro, cosa que ya no se produce en estos tiempos,
moriremos atrapados en el fondo del mar. Ah, me olvidaba — añadió Ryan con
tono negligente—. Sus hombres dicen también que hay un sujeto a bordo que
puede sacarnos del atasco. Creo que antes de la guerra era un magnífico oficial
de Marina y, no sé por qué, se vio obligado a dimitir. Me refiero al marinero
a quien encerró ayer, cuando se permitió hacerle una observación.
El rostro de Crawbolt se crispó súbitamente.
—¿Intenta usted sugerirme que mi manera de gobernar el barco no es
todo lo correcta que debiera ser? — exclamó irritadamente.
—Me limito a decirle lo que pasa, teniente — contestó Ryan impasible—.
No me gustaría, ni lo haré jamás, alentar un motín, pero tampoco, ¡qué
diablos!, me gustaría irme a fondo para siempre, sabiendo que hay al menos
una posibilidad de escape y que no se empleó..., por las razones que fuera —
concluyó con acento intencionado.
—Le agradezco sus observaciones, coronel, y le prometo tenerlas en
cuenta si llega el caso. Mientras tanto, déjeme seguir al mando del
«Hallerfish», ¿estamos?
Ryan apretó los labios.
—Muy bien — dijo—. Pero busque una solución pronto. Después de haber
pasado mil riesgos, después de haber perdido casi la mitad de mis hombres en
la acción, no voy a tolerar que se pierdan los siete restantes por la inepcia o
incapacidad de uno solo. Sírvase comunicarme su decisión así que la haya
tomado, teniente.
Ryan dio media vuelta y se marchó. Hamlin miró a Crawbolt.
—Señor, yo creo que...
Los ojos de Crawbolt despidieron destellos de cólera.
—¡Usted no cree nada, Hamlin! Limítese a obedecer mis órdenes o, de lo
contrario, dispondré que lo encierren también en su alojamiento.
—Sí, señor.

***

La atmósfera era ya irrespirable. Dos de los comandos yacían


desvanecidos en las literas que les habían sido asignadas.
El capitán Trask respiraba angustiosamente. Todo su cuerpo estaba
cubierto de sudor. Literalmente, ardía.
Clary le tomó el pulso y se aterró: ciento cuarenta y cinco pulsaciones por
minuto. Clary se dijo que no podría soportar aquel esfuerzo por mucho más
tiempo. De pronto sintió un extraño vértigo. La habitación empezó a dar
vueltas en torno suyo y se desmayó.
En la cámara de mando, el hidrofonista de guardia se desmayó también. El
suelo estaba cubierto de una película de humedad, espesa y maloliente. Era
sudor desprendido de los cuerpos.
Hamlin miró a Crawbolt con expresión suplicante.
—Un poco de oxígeno, señor.
Haciendo un esfuerzo, uno de los marineros apartó a un Indo al
inconsciente hidrofonista y se caló los auriculares. Aunque a gran distancia,
las hélices del destructor seguían oyéndose con regular monotonía. Era
evidente que el comandante japonés esperaba con paciencia oriental el
momento de lanzarse de nuevo al ataque, para asestar el golpe definitivo.
Otro comando rodó por el suelo. Con los ojos Inyectados en sangre, el
coronel Ryan se puso en pie.
Caminó torpemente, como un beodo, sintiendo vértigo y dolor de cabeza.
Llegó hasta una puerta cerrada y la abrió de golpe.
Murray levantó la cabeza. Aunque con los sentidos embotados, pudo
distinguir al hombre que tenía frente a sí y que empuñaba una pistola con
gesto resuelto.
—Salga —dijo Ryan con voz ronca.
Murray se puso lentamente en pie.
—¿Qué..., qué es lo que quiere usted, coronel? — preguntó.
—Salga — repitió Ryan obstinadamente—. Se lo diré ahora mismo.
El joven obedeció, lleno de estupor. Caminó con movimientos lentos y
vacilantes, a lo largo del corredor, hasta llegar a la cámara de mando.
Sus ojos captaron el nada agradable esfuerzo de dos o tres cuerpos
yaciendo por el suelo en diversas posturas. Hamlin estaba sentado junto a uno
de los tableros de control. A su lado, el hidrofonista movía la cabeza con lentos
vaivenes.
Crawbolt se hallaba agarrado a una tubería. Murray le dirigió una larga
mirada. Los ojos de Crawbolt expresaban claramente su situación interior.
Murray supo de manera cierta de que estaba agarrotado por el miedo,
que éste había hecho presa en él y que no era hombre que pudiera tomar una
decisión en aquel momento.
Murray se puso en pie. Agarró la válvula de una de las botellas de oxígeno
y la hizo dar medio vuelta. El gas reanimó ligeramente a los que se hallaban en
aquel lugar.
—¿Quién le ha dado permiso para consumir más oxígeno? — aulló
Crawbolt.
En aquel momento, Ryan se colocó delante de él.
—Teniente —dijo—, a partir de este momento va a dejar de mandar usted
este submarino. Quiero salir de aquí, quiero respirar aire puro y no me
importa cómo conseguirlo, ¿me ha entendido?
—¡Esto es un motín! —vociferó Crawbolt, fuera de sí—. Le someterán a
consejo de guerra, le degradarán...
—Si salvo el pellejo, lo que me ocurra después me importa muy poco—
contestó Ryan—. Usted tampoco lo pasará muy bien, teniente. Pero puesto
que se niega a arbitrar una solución que nos saque de este maldito atasco, voy
a ver si yo puedo encontrar esa solución. ¡Acérquese, Murray!
El joven titubeó.
—¡Señor, yo no puedo...!
La pistola tembló violentamente en la mano del coronel.
—¡Usted puede, Auburn! — gritó. Se volvió hacia Crawbolt—. Deje que
este hombre tome el mando del «Hallerfish» o juro que le pego cuatro tiros
aquí mismo.
Crawbolt se acobardó. Los ojos de Ryan parecían los de un loco. Se dio
cuenta de que si no accedía, el coronel dispararía contra él sin la menor
vacilación.
—Esto es un motín — insistió débilmente, perdida ya la moral por
completo.
—Tómelo como quiera. Estoy dispuesto a arrostrar las consecuencias,
pero ahora, por el momento, quiero resolver esta situación. O lo hace usted o
lo hace este hombre.
Crawbolt retrocedió un par de pasos.
—No tengo nada que decir—gruñó. De pronto perdió el equilibrio y rodó
por el suelo.
Ryan se volvió hacia el joven.
—Muy bien, así es mejor. Adelante, Auburn.
El joven se frotó las palmas de las manos en las caderas.
—Soy sólo un simple marinero...
—¡No me venga con excusas! — aulló Ryan —¡Haga algo! ¡Y pronto!
Murray se volvió hacia Hamlin...
—¿Señor? — dijo, aún titubeante.
—Creo que usted puede hacerlo, Auburn — contestó el muchacho en tono
de confianza.
Murray inspiró profundamente.
—Gracias — murmuró—. Está bien, suelte todas las reservas de oxígeno y
de absorbente del anhídrido carbónico. Vamos a ver si podemos esquivar a
ese japonés.
Abarró los micrófonos y estuvo escuchando con atención durante unos
momentos.
—Está a cuatro millas en marcación dos dos cinco — decretó al cabo—. Si
actuamos con rapidez, podemos darle un buen disgusto.
—Haremos lo que usted diga, señor — exclamó Hamlin, entusiasmado,
dándole un tratamiento inadecuado en aquella ocasión.
—Bien, lo primero que vamos a hacer es alistar todos los tubos de proa.
—Sí, señor.
Murray lanzó una mirada al amperímetro., que estaba peligrosamente
bajo.
—Si escapamos de ésta, dejaremos un motor para la carga de baterías y
utilizaremos los tres para navegar a toda máquina en superficie. Ahora, lo
primero de todo es alistar los torpedos y dejarlos en posición de
disparo. Empezaremos a emerger cuando hayamos terminado esta operación.
¡Hidrófonos, tome marcación continua del destructor!
Ryan sonrió anchamente.
—Por fin veo que hay alguien capaz de usar la cabeza para algo más que
tomar aspirinas — exclamó, con visible complacencia.
CAPÍTULO XIV
El altoparlante sonó de modo brusco, casi repentino.
—¡Listos los seis tubos de proa!
Murray se volvió hacia los observadores.
—Sonar, tome una marcación del destructor, ¡Ahora!
Transcurrieron unos segundos.
—Marcación del blanco, dos cinco cinco.
Murray hizo un rápido cálculo. Hasta entonces, el destructor se había
mantenido en sus inmediaciones, aunque sin detectarles claramente a causa
de su inmovilidad. Pero a partir de aquel momento, los observadores
japoneses habrían captado los impulsos del detector de eco y la localización
del blanco sería mucho más fácil.
—Distancia por el ruido de las hélices: cuatro millas y dos octavos —
anunció el hidrofonista.
—Muy bien. Arriba, a cola periscópica.
Las poderosas bombas del submarino entraron en acción inmediatamente,
expulsando el agua de los lastres. El «Hallerfish» empezó a ganar altura eh el
acto.
Murray dirigió la vista hacia Ryan.
—Va a ser una jugada de cara o cruz, coronel — dijo.
El comando hizo una mueca.
—De esta manera tengo el cincuenta por ciento de posibilidades de
salvarme. De la otra, estábamos condenados a morir.
—No cante victoria todavía, coronel — rezongó el joven.
—Usted nos sacará de este atasco. El contramaestre Hilsom me ha contado
algunas cosas suyas. Auburn.
—Hilsom es muy aficionado a hablar—murmuró el joven.
El manometrista iba cantando las cotas. De pronto, el observador de
hidrófonos anunció:
—El destructor nos ha oído. Viene derechito hacia nosotros.
Murray tomó los auriculares y escuchó un momento el ruido de las hélices
del barco enemigo.
—Timón, cuatro a babor. Máquinas, avante poca.
Confió en que las baterías conservasen la suficiente carga para permitirles
la actuación. Si se descargaban antes de tiempo...
—El destructor aumenta la velocidad.
—Está a tres millas.
Murray movió la cabeza.
—Cuarenta metros — anunció el manometrista.
Todavía les faltaban veinticinco para llegar a cota
de lanzamiento. Pero tenían tiempo suficiente. Se imaginó que, aunque el
comandante japonés habría tomado todas sus precauciones, estaría pensando
que emergían a la superficie por falta de oxígeno, cosa que así era en realidad.
—Ahora zigzaguea — anunció el hidrofonista—. La distancia es de dos
millas y media. Velocidad, por el ruido de las hélices, veintiocho nudos.
Cuatro minutos más y lo tendrían en posición de lanzamiento.
—Ha virado a estribor.
—Tome nota de los tiempos de cada guiñada —dijo el joven. El japonés
era lisio, quería evitar las funestas consecuencias de un desesperado ataque
con torpedos.
—Cambia de rumbo a cada cuarenta segundos, señor.
—Profundidad, treinta metros.
—Distancia, dos millas.
Quince metros, quince metros tan sólo.
—Ha virado a babor.
—Mantengan el timón a la vía.
Pasó otro minuto, largo, inacabable.
—Profundidad, quince metros.
—Está bien. Que las escuadras de artillería estén listas para actuar si
tenemos que combatir en superficie.
—Distancia, milla y media.
Murray asintió; después tomó el micrófono.
—Cámara de torpedos, listos para disparar en salva continua, con ocho
segundos de intervalo. Todos los torpedos, ¿estamos?
—Enterado — contestó el oficial torpedista.
Murray consultó su reloj.
—Distancia, una milla y dos octavos.
Bajó la mano.
—Cámara de torpedos, fuego.
El barco se estremeció ligeramente al partir el primer torpedo.
—Timón, un grado a babor a cada lanzamiento.
Dio la orden, calculando los tiempos de cada virada
del destructor. En superficie, y observando a través del periscopio, con dos
torpedos habría tenido bastante. Debiendo tirar a ciegas, los lanzaba en
abanico, a fin de aumentar así las posibilidades de blanco.
A cada lanzamiento, el submarino perdía peso, no obstante compensar las
pérdidas. El manometrista indicó que estaban ascendiendo.
—Llenar los lastres hasta bajar a los veinte metros.
Transcurrieron unos segundos angustiosos. Según los
cálculos, los tres primeros torpedos se habían perdido.
Ryan le miraba como hipnotizado. Súbitamente, una tremenda sacudida
alcanzó al barco, haciéndolo bailar agitadamente.
—¡Blanco! — anunció alguien lleno de júbilo, y no había terminado de
pronunciar la palabra, cuando sonó otro tremendo estampido que hizo crujir
la estructura del «Hallerfish» de proa a popa.
Más ruidos se oyeron: explosiones, crujidos, metal desgarrado, el
inenarrable fragor de las aguas irrumpiendo en un casco destrozado por las
explosiones...
—¡Arriba, a superficie!—ordenó.
El claxon emitió las tres roncas pitadas características que indicaban la
orden de aflorar. Funcionaron las bombas a toda presión.
—Avante toda. Noventa a estribor.
El «Hallerfish» surgió rápidamente.
—Abre el valvulón.
Sonó un seco golpetazo. El aire penetró raudamente.
—Abre exhaustaciones.
Los Diésel fueron conectados. Primero se oyeron unos maullidos; luego,
los poderosos motores de aceite pesado empezaron a funcionar rítmicamente,
sustituyendo a los motores eléctricos.
—Soplar la rápida y el seguridad — ordenó Murray—. Abran todas las
escotillas. Los sémolas, a sus puestos. Artilleros, cubran sus piezas.
Todos los lastres fueron vaciados por completo, a fin de proporcionar un
aumento de flotabilidad al sumergible. Cuanta menos porción de casco tuviera
dentro del agua, su velocidad sería mayor.
Dejó la cámara de mando y se lanzó hacia la torreta. El aire era puro,
fresco, y penetró en sus pulmones con la fresca caricia de algo nuevo y no
sentido nunca. En torno suyo sonaron varias exclamaciones jubilosas.
Miró a su alrededor. A menos de una milla de distancia, los restos de un
barco ardían furiosamente. Las llamas iluminaban una multitud de puntitos
negros que subían y bajaban en las olas. Eran los náufragos del destructor,
cuya tenacidad no habla servido, finalmente, para otra cosa que conducirlo a
la ruina.
Respiró hondamente. Se habla apuntado un buen tanto, por supuesto, pero
aún tenía otro problema que resolver. Si habla tomado el mando del
«Hallerfish» habla sido como consecuencia de un motín, no inducido por él,
ciertamente, pero sí teniéndole como uno de sus protagonistas. ¿Qué
sucedería más adelante, cuando hubiesen regresado a Pearl Harbour?
Una voz sonó en sus oídos.
—Buena labor—dijo Hamlin—. Ninguno de nosotros habría sabido
llevarla a cabo tan bien como usted. Auburn.
Murray sacudió la cabeza. Era preciso volver a la realidad.
—Señor — dijo—, creo que mis servicios ya no son necesarios. El teniente
Crawbolt debe tomar el mando del barco nuevamente.
—Es cierto — concordó Hamlin—. Iré a verlo ahora mismo, pero...
mientras tanto, ¿quiere continuar en la torreta?
—Muy bien. Esperaré hasta su vuelta.
Dejó pasar un rato, mientras el «Hallerfish» se deslizaba suavemente por
encima de las olas, hendiendo las aguas a diecisiete nudos. Ryan subió a la
torrera y le palmeó la espalda.
—Ya sabía yo lo que me hacía — dijo.
—SI, pero la cosa nos va a costar muy cara cuando volvamos, coronel.
—Mire, Auburn, de momento estamos a salvo. Ahí abajo nos moríamos
todos y ese zoquete no arbitraba ningún medio para salir del atasco. Usted lo
ha conseguido y, además, se ha cargado a ese maldito japonés. Se armará una
gorda, es cierto, pero saldremos adelante, ya lo creo. No me importa jugarme
la vida donde y como sea; pero, por Dios, si el japonés que tengo enfrente
dispone de un rifle, a mí me gusta disponer de otro. ¿Que él es más listo que
yo? Mala suerte para mí. ¿Que yo resulto más listo que él? Paciencia. Pero lo
que no puedo admitir es enfrentarme con un simple garrote con un enemigo
que dispone de una ametralladora, ¿comprende? Esto es una metáfora, pero es
lo que nos estaba sucediendo ahí abajo. Lo demás... ya se arreglará, no se
preocupe.
Hamlin subió en aquel momento. El muchacho traía el rostro serio.
—¿Ocurre algo? — preguntó Ryan.
—Crawbolt— respondió el oficial de mal talante.
—¿Qué le sucede? — inquirió Auburn.
—Dice que ha sido desposeído del mando violentamente y que no quiere
saber nada de recobrarlo de nuevo. Está encerrado en su alojamiento y se
niega a salir de allí.
Ryan se pellizcó la barbilla.
—Iré a verle— dijo. Y se metió por la escotilla.
—Estoy preocupado, Auburn — se lamentó Hamlin.
—Usted no ha tenido nada que ver con la revuelta, señor — manifestó
Murray—. El coronel estaba como loco. Si Crawbolt no hubiera accedido a sus
deseos, le habría pegado dos tiros allí mismo.
—Estaba como alelado, atontado, incapaz de reaccionar. Diríase que había
perdido la confianza en sí mismo...
Murray asintió. Conocía el caso y sabía que no era nuevo. Crawbolt había
sido un buen segundo, capaz de secundar eficazmente todas las iniciativas de
su capitán; pero el haberse hecho cargo repentinamente de la comandancia
del «Hallerfish», con las responsabilidades que esto implicaba, le había
anonadado, arrebatándole por completo la facultad de raciocinar con
claridad y discernimiento. Pero, aun así, él conocía la Marina sobradamente
para saber que al regreso se armaría un buen escándalo cuando se supiese
que Crawbolt había sido desposeído del mando por la fuerza de las armas.
—¿Por qué no envía un mensaje cifrado a Pearl? — sugirió el joven—. Diga
que el capitán Trask está muy grave, que Easton murió en acción y que
Crawbolt está incapacitado para mandar el buque. ¿Es que no participaron a la
Jefatura la enfermedad de Trask?
—¡Sí, claro!; Crawbolt me dio el mensaje para que lo cifrase y lo enviara,
usando la clave de prioridad absoluta.
—¿Y qué han contestado desde Pearl Harbour?
—No lo sé. Recibí el mensaje y él se hizo cargo, diciendo que lo descifraría
personalmente. Es de suponer que le ordenaran hacerse cargo de la
comandancia del barco. Y a las veinticuatro horas, ¡bum!, el motín.
Murray meneó la cabeza. La cosa no se presentaba muy clara, ciertamente.
En cuanto a él, con sus antecedentes, si había albergado alguna idea de
recobrar su cargo, ya podía ir despidiéndose de sus sueños para siempre.
Un marinero asomó medio cuerpo por la escotilla.
—Auburn.
—¿Qué hay? — contestó el jefe.
—Clary dice que el capitán te llama. Que te des prisa.
—Voy ahora mismo. — Murray se volvió hacia el atribulado Hamlin—.
Siga manteniendo el rumbo y la velocidad. Cuando estén cargadas las baterías,
conecte el otro Diésel. Al llegar el nuevo día habrá que sumergirse.
—Lo haré así — prometió el muchacho.
Murray descendió al interior del submarino, encaminándose directamente
a la cámara del capitán. Tocó los nudillos y Clary abrió la puerta.
El joven se espantó al ver el horrible aspecto que ofrecía Trask. El rostro
del capitán aparecía brillante, por el sudor, a la vez que tenía un tinte lívido
que le confería el aspecto de un cadáver viviente.
—Auburn...
—Señor.
—Estoy... muy mal...—Una mueca de dolor crispó de pronto las facciones
de Trask—. No.…, no saldré de ésta... Clary ha... ha tratado de engañarme,
pero he podido darme cuenta de que es... una peritonitis... Cuando... un
apéndice se inflama... y no se puede operar... Bien, de alguna cosa... alguna cosa
hay que morir...
El dolor arrancó un grito a Trask. Clary empezó a preparar una inyección
de morfina.
—No.… espera... — jadeó el moribundo—. Auburn... vigile usted a
Crawbolt... Es un buen segundo... pero hará un mal comandante... Ayúdele...
échele una mano para volver a los muchachos... a la base... Clary, tú lo has oído,
¿verdad?
—Sí, capitán, pero sería mejor que descansara un poco. Voy a ponerle la
inyección.
Minutos después, Trask dormía de nuevo. Clary limpió la jeringuilla, a la
vez que meneaba la cabeza.
—No sé si despertará ya. Dios mío, lo que hubiese dado por haber podido
operarle.
—Es una lástima, verdaderamente — comentó el joven. Miró al
sanitario—. Tendré que ir a ver al segundo.
—Antes fui yo y me echó de su cámara con cajas destempladas. No
conseguirás nada, te lo aseguro.
—Bien, de todas formas, erro que es mi deber intentarlo.
Clary apoyó su mano en el hombro del joven.
—Oye, Auburn, tú fuiste antes un buen oficial de la Armada, según se
comenta por ahí. Sácanos de este maldito embrollo, te lo suplico
El joven sonrió.
—Haré lo que pueda — contestó.
Clary lanzó un profundo suspiro.
—Si no lo consigues tú, no sé quién diablos lo va a conseguir — masculló.
CAPÍTULO XV
Ryan salía de la cámara de Crawbolt cuando llegaba el joven.
—No quiere atender razones — dijo—. Intente usted convencerle, Auburn.
—Lo procuraré, coronel.
—Y, de todas formas, si él no quiere, siga usted al mando de este tubo. Lo
importante es —declaró Ryan con justificado egoísmo—, llegar a la base.
—Sí, señor. — Murray suspiró, mientras Ryan se alejaba.
Esperó casi un largo minuto antes de resolverse a entrar. Luego,
decidiéndose de pronto, abrió la puerta.
Crawbolt estaba tendido en su litera. Aunque le miró, no varió de postura
al penetrar el joven en la cámara.
—Deseo hablar contigo, Harvey — manifestó Murray, cerrando a sus
espaldas.
—No tengo deseos do escucharte. Vete.
—No me iré sin antes haberte convencido de la necesidad de que vuelvas a
tomar el mando del «Hallerfish». Vamos, todo ha pasado ya. Olvídalo. Diré a
los muchachos que sean discretos, que no mencionen lo ocurrido. No se ha
hecho aún ninguna anotación en el diario de a bordo. Puedes hacerla tú, como
si hubieses dirigido el combate. Yo te facilitaré los datos precisos...
—El submarino es tuyo—declaró Crawbolt con voz átona —. Haz lo que
quieras con él. En lo que a mí respecta, no pienso moverme de la cámara hasta
que hayamos atracado en el muelle.
Por el amor de Dios, Harvey, no seas tozudo — suplicó el joven—. Ya sé
que Ryan estaba loco y que te forzó a resignar el mando a punta de pistola. A
mí me sacó de mi encierro también con la amenaza del arma. ¿Crees que me
hubiera amotinado, sólo por el placer de gobernar el «Hallerfish» en plena
acción?
—¿Y cómo puedo saber yo si no le pusiste de acuerdo con el coronel para
desempeñar una indigna comedia? — bramó Crawbolt.
Los ojos del joven se dilataron.
—Oh, Dios mío, no es posible que creas eso, Harvey... £1 me sacó a la
fuerza... Jamás se me habría ocurrido amotinarme y menos en alta mar,
delante de todo el mundo.
—Pero lo hiciste.
—Acaté las órdenes. Además, tú mismo te desmayaste por falta de
oxígeno... Corríamos el riesgo de morir todos por asfixia, Harvey, tú lo sabes
muy bien.
— Bien, lo mismo da. Tienes tu barco, ¿no? Pues déjame en paz y vete al
infierno de una vez, maldito.
Murray se envaró.
—El rencor y el odio te han nublado el entendimiento, Harvey. No quieres
reconocer la realidad.
—|Vete! ¡Lárgate ya de aquí, antes de que te eche a patadas! ¿Me has oído?
El joven meneó la cabeza.
—Si hubieras podido dominar un poco tu desmesurado orgullo y el odio
que me tienes, me habrías pedido consejo para sacar el barco de la situación
tan apurada en que estábamos. Y yo te lo hubiese dado sin ningún
resentimiento; antes que en nuestros problemas personales debieras haber
pensado en las vidas de los ochenta o noventa hombres que hay a bordo del
«Hallerfish». Como lo hubiera hecho yo, indiscutiblemente.
Crawbolt se volvió de pronto hacia el mamparo y se encerró en un hosco
mutismo. Murray esperó unos instantes y al fin, agachando la cabeza, salió del
camarote.

***

El capitón Trask murió al mediodía siguiente.


Clary cubrió su cuerpo con una manta. Murray y Hamlin estaban
presentes.
—Lo arrojaremos al agua cuando se haya hecho de noche —dijo Hamlin.
—Que Dios tenga piedad de su alma — murmuró Clary.
—Amén—dijo Murray.
A las nueve de la noche, el submarino emergió a Ja superficie. Se abrieron
las escotillas y la admisión de aire para los Diésel. Las exhaustaciones dejaron
escapar unas densas fumaradas de los gases mal quemados en los primeros
momentos, hasta que los nitores hubieron adquirido un régimen normal.
Hamlin ordenó detener el submarino. Varios marineros subieron el
cuerpo de Trask a cubierta, envuelto en una lona y con un peso a los pies.
Ryan pidió una Biblia y rezó unas oraciones. Después, el cadáver se sumergió
en las profundidades del océano.
Luego de unos momentos de silencio, Hamlin ordenó reanudar la marcha.
El muchacho se sentía tremendamente violento, pensando en que se había
convertido en comandante de un barco §in desearlo, sabiendo que bajo sus
pies había un hombre a quien le correspondía el cargo y que no quería
desempeñarlo, sumido en una terca obstinación, de la que, en su opinión, nada
bueno podía derivarse para quienes se habían visto envueltos en la rebelión
desencadenada por Ryan.
La navegación se desarrolló sin la menor novedad durante algunas horas.
De pronto, un radiotelegrafista subió al puente.
—Señor—dijo—, un mensaje directo de Pearl. Lleva el indicativo de
urgente.
—Bien, muchas gracias — Hamlin vaciló unos segundos—. Auburn — el
joven estaba a su lado—, quédese aquí, mientras descifro el mensaje. Ya era
hora que contestasen de la base.
—Bien, señor.
Hamlin bajó al interior del submarino y buscó el libro de claves,
ensimismándose en la tarea de descifrar el mensaje recibido. Al terminar, sus
ojos se dilataron por el asombro.
—No es posible — exclamó. E inmediatamente empezó a relacionar
hechos—. Claro—chasqueó los dedos— esto explica muchas cosas. Voy a
decírselo inmediatamente a Auburn.
Salió de la cámara con el papel en la mano, en el cual estaba escrito el
mensaje en forma normal. En el momento en que lo hacía, sonaron los claxons
llamando a la inmersión.
Los hombres que estaban en el exterior del barco bajaron rápidamente.
Hamlin se informó por los observadores.
—Hemos detectado ruido de hélices a seis millas de distancia — informó
el hidrofonista.
Auburn llegó a los pocos instantes. Tomó los auriculares y escuchó
durante unos momentos.
—El ruido es muy fuerte y sostenido—dijo al cabo.
—¿Un crucero? — sugirió Hamlin.
Murray hizo un gesto ambiguo.
—Posiblemente — dijo—. Estas aguas no son para que las recorra un
mercante sin escolta.
—Está en nuestra ruta —dijo Hamlin—. Si nos ha detectado, nos
perseguirá implacablemente.
—Entonces, no nos quedará otro remedio que esquivarlo.
—¿Y por qué no tratar de hundirlo? Creo que nadie mejor que usted
podría intentarlo..., comandante — dijo Hamlin intencionadamente.
Murray le miró asombrado.
—¿Qué está diciendo? — gruñó entre dientes.
—Tome — dijo Hamlin, sonriendo de oreja a oreja —. Lea este mensaje. Es
la respuesta al que envié yo la otra noche. Esto aclara muchas cosas, ¿no cree?
Murray tomó el papel con dedos temblorosos. Su vista se le nubló
mientras leía el contenido del mismo.

DE: Jefe Flota Submarina Pacifico. PARA: Comandante accidental ÚSS


«Hallerfish». texto: Repetimos contenido mensaje anterior, enviado por vía
prioridad. Marinero Murray D. Auburn restablecido su anterior graduación.
Deberá hacerse cargo comandancia, buque y traerlo de regreso a la base…

Hamlin estrechó con fuerza la mano del joven.


—¡Felicidades, señor!—exclamó alborozadamente.
Ryan se acercó en aquel momento.
—¿Qué sucede? — preguntó casi a gritos.
—Auburn..., digo el comandante Auburn... ha recobrado su grado anterior
— exclamó Hamlin lleno de júbilo—. Ahora es el capitán efectivo del barco.
—¡Hombre! — exclamó el comando —. Esta es la mejor noticia que me
podían dar. Enhorabuena, Auburn.
—Gracias, señor.
Murray y Hamlin se miraron. El segundo dijo de pronto:
—Entonces... Crawbolt tenía ya la respuesta desde el primer momento...
Sabía que le habían rehabilitado a usted y se lo calló...
—¿Qué?— gritó Ryan—. |Eso significa que no hay motín!
Hamlin desapareció a la carrera. Estuvo ausente unos minutos, al cabo de
los cuales volvió con un papel en la mano.
—Este es el mensaje que se recibió segundos antes del regreso de Bohol
— manifestó—. El teniente Crawbolt me lo pidió, diciendo que él mismo lo
descifraría. ¿Por qué se calló, señor?
Murray reflexionó en silencio. Comprendía lo que había pasado en el
ánimo de su enemigo. Había esperado, sin duda, que le fuera concedida la
comandancia del barco, y la frustración de sus esperanzas le había hecho
actuar de una manera carente de coherencia. Su mundo interior se había
derrumbado de repente al ver que no sólo no se le concedía el mando del
«Hallerfish», sino que su odiado enemigo era rehabilitado por completo. En la
momentánea locura que se había apoderado de él, había pretendido ostentar
el mando del buque, como si con ello hubiese querido demostrar la injusticia
de su postergamiento. Pero el ánimo le había fallado en los momentos más
críticos y lo único que había conseguido era provocar 'una explosión,
contenida de milagro... y adquirir el absoluto convencimiento de que nunca
sería capaz de mandar un barco. Todo esto había hundido su moral y le había
hecho sentirse miserable y desgraciado a un tiempo.
—¿Por qué calló, señor? — insistió Hamlin.
Murray no contestó directamente.
—Sigan observando — dijo. Y se marchó en dirección a la cámara, donde
se había encerrado Crawbolt.
Abrió la puerta y se enfrentó con su enemigo. Crawbolt le dirigió una
opaca mirada.
—Levántate, Harvey — dijo.
—No me da la gana...
—No me repliques y obedece — atajó el joven en tono que no admitía
réplica—. Ahí arriba tenemos un barco que nos está aguardando con el
cuchillo entre los dientes, hemos de desembarazarnos de él... y yo necesito un
buen segundo que me ayude en la acción.
Las últimas palabras las pronunció Murray con una entonación especial.
Lentamente, Crawbolt, comprendiendo todo, sin pronunciar una sola palabra,
se puso en pie.
—Ocupa tu puesto —dijo el joven brevemente.
Crawbolt salió en silencio. Murray suspiró. No envidiaba a su enemigo,
ciertamente. Si Crawbolt no se esforzaba en deshacer el rencor y el odio que
había alimentado durante tanto tiempo, su vida sería un infierno constante.
Una voz le llamó de pronto:
—Capitán.
Casey sonreía avergonzado desde su litera.
—Felicidades, señor.
Murray asintió con breve movimiento de cabeza.
—Gracias, muchacho.
—Yo... quisiera decirle... Bueno, capitán, vea el modo de liquidar a ese
perro que tenemos ahí arriba. Péguele duro, señor.
Murray juntó en círculo el pulgar y el índice.
—Descuida. Le daremos en medio de la quilla.
Volvió a la cámara de mando. Cuando se dirigió a Crawbolt, lo hizo con
toda naturalidad, como si no hubiera sucedido nada.
—Escucha, Harvey, tú subirás a la torreta y observarás. Yo me quedaré
aquí abajo, dirigiendo el combate de acuerdo con tus indicaciones, ¿estamos?
Crawbolt asintió. Casi en el acto, empezaron a sonar las órdenes para
soplar los lastres de agua.
Mientras se realizaban las operaciones, Murray observó los detectores. El
ruido de hélices era cada vez más fuerte. Por otra parte, dado que era preciso
descartar al barco enemigo como un mercante, le resultaba extraño también
que un crucero merodease solo, sin escolta de destructores, por unas aguas
infestadas de submarinos. Un crucero no era barco que se manejase con tanta
facilidad como un destructor. ¿Por qué estaba solo en aquellos parajes?
Transcurrieron algunos minutos. De pronto, Murray observó unas
extrañas interferencias en la pantalla detectora.
—¡Retirad de servicio el radar! ¡Ellos también tienen uno y nos han
detectado!
—Sin embargo, no hay indicios de que se acerque demasiado a nosotros
— observó el hidrofonista.
Murray reflexionó. A su lado, Ryan le contemplaba con gesto lleno de
ansiedad. De pronto, Murray tomó el micrófono:
—Harvey, ¿ves el barco?
—Sí. Ahora está a cuatro millas. Es un mercante de gran tamaño.
El joven se precipitó hacia el periscopio y movió el ocular hasta captar la
imagen del buque enemigo en su campo visual. Manejó el mando de
aproximación, agrandando la figura del mercante. De pronto lanzó una
exclamación:
—¡Debí haberlo supuesto! ¡Harvey, es el mismo buque trampa que nos
jugó aquella mala pasada!
—¿Por qué no intentamos ahora devolverle la pelota?—exclamó el
segundo.
Murray sonrió levemente. Crawbolt volvía a tomarse interés por su
profesión. Bien, quizá aquella experiencia le sirviese para algo en su carrera.
—Espera un momento. Déjame pensar.
Se dio cuenta de que media docena de rostros le contemplaban
ansiosamente. Su cerebro trabajó a gran presión. ¿Cómo hacer para tender
una trampa al buque trampa?
De pronto chasqueó los dedos.
—Ya está—dijo—. Radiotelegrafista.
—¿Señor?
—Envíe un mensaje sin cifrar. Indique solamente nuestro nominativo, la
posición y el S. O. S. Repítalo muchas "veces, como si estuviéramos en grave
riesgo
—Sí, señor.
Pasaron los minutos. De pronto, el hidrofonista anunció que las hélices del
barco aumentaban su velocidad.
—Muy bien — dijo el joven Tomó el micrófono—: Hamlin, alista todos los
tubos de proa.
Dejando la cámara de mando, ascendió rápidamente o la tórrela.
—Vamos a correr un grave riesgo, pero merecerá la pena — dijo.
Observó al barco enemigo a través de los prismáticos. El supuesto
carguero se les acercaba a una velocidad moderada; doce nudos.
—El capitán japonés no se fía del todo —dijo.
—Pero está ya a menos de tres millas.
—Sí. No obstante, esperará a reducir la distancia, para abrir el fuego con
toda seguridad.
—Y para hacerlo — opinó Crawbolt—, deberá situarse de costado, con el
fin de largarnos toda una andanada de golpe.
—Exactamente. La luz es escasa para acertar con una sola pieza. Sus
probabilidades aumentarán cuando use las cinco..., es decir, si las llegara a
usar, porque no le daremos tiempo.
—Supongo que ordenarás lanzar cuando inicie la virada.
—Tú lo has dicho. A mitad de In maniobra, le dispararemos dos torpedos.
Aunque es un barco relativamente rápido, no puede maniobrar con tanta
facilidad como un destructor. Antes de que pueda salirse de la línea de tiro...
La imagen del barco trampa se mostraba cada vez más agrandada. La
distancia se había reducido a dos millas.
—Empezará a virar cuando esté a milla y media — profetizó Murray.
Sus palabras resultaron exactas. A milla y media de distancia, el supuesto
carguero empezó a virar.
Murray tenía a mano el mando de disparo eléctrico. Esperó unos segundos
interminables. Súbitamente, lanzó el primer torpedo.
Contó hasta ocho. Después disparó el segundo.
—¡Cronómetro! — ordenó.
El hidrofonista anunció que seguía perfectamente la carrera de los
torpedos.
Murray y cuantos estaban esperando en la torreta aguardaron
impacientes. De pronto, uno de los serviolas gritó:
—¡Está dando marcha atrás!
—Es tarde ya — dijo el joven. Y en el mismo momento, una larga lengua de
fuego subió a lo alto.
Sonó una aterradora explosión. Todavía estaban ascendiendo las espumas
cuando el segundo torpedo alcanzó el blanco.
Se oyó una serie de ruidos aterradores, mientras trozos enormes del barco
torpedeado volaban a gran distancia, en medio de un fragor apocalíptico. El
puente y sus inmediaciones quedaron inmediatamente envueltos en llamas.
Incluso desde aquel punto, podía oírse el espeluznante gorgoteo del agua
penetrando en el interior del barco japonés por las enormes brechas abiertas
en su flanco por las explosiones.
El fuego se corrió a las balerías. I.as granadas de artillería empezaren a
estallar, añadiendo el horror de sus explosiones a la destrucción de los
torpedos. Los japoneses supervivientes se arrojaban al agua 'enloquecidos,
tratando de huir de aquel infierno.
—Vámonos de aquí —dijo el joven, cuando comprobó que no había fuerza
humana capaz de impedir el naufragio del buque enemigo.
El mar quedaba abierto para ellos. Satisfecho, Murray se apoyó en la'
borda, mientras a sus espaldas quedaba un rojo resplandor, cuya intensidad
se atenuaba por momentos.
Suspiró. Delante de él se abrían nuevos horizontes. Nuevamente volvería a
ser el de antes. Sus galones le esperaban en Pearl Harbour. Sus galones... y
Nancy.
La voz de Crawbolt sonó neutral a su lado.
—Señor—dijo el segundo respetuosamente—, le sugiero señale el rumbo
y la velocidad.
Murray asintió. El rumbo tenía que ser el opuesto exactamente al que ellos
habían seguido en el camino de ida.
—Gobierna al cero ocho cero. Velocidad... — hizo una pausa y exclamó
rotundamente—: ¡Avante a toda máquina!

FIN

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