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Pocos días más tarde, atravesaba la plancha que unía al «Hallerfish» con el
muelle. Después de presentarse al oficial de guardia, bajó al interior del
submarino.
Buscó su alojamiento y colocó las cosas en su sitio. Cuando estaba
terminando la tarea, le llamó un sujeto.
—El segundo quiere verte, Murray.
—Está bien — contestó el joven.
Momentos después, penetraba en la cámara del segundo de a bordo.
Durante unos momentos, los dos hombres se contemplaron fijamente.
—Así que éste es el hombre que mató a mi hermano.
Auburn apretó los labios.
—Conteste, marinero — gritó Crawbolt.
—Sí, señor—dijo el joven, manteniéndose rígido.
Crawbolt sonrió perversamente.
—Recibí una llamada el otro día —dijo—. El almirante me habló de usted,
Auburn. Me dijo que me prohibía atarle a una tubería y azotarle con un cabo
de amarre. Parece que le apreciaba mucho.
—Todo lo que me detesta usted — contestó el joven sin inmutarse.
—Usted se equivoca; yo no le detesto, le odio — expresó Crawbolt
fríamente—. Pero, en fin, como no puedo darle de latigazos cada día, me
limitaré a hacerle cumplir los deberes propios de un marinero.
—Estoy dispuesto a ello, señor — contestó Auburn.
Crawbolt se levantó, sin dejar de sonreír. Abrió la puerta de su cámara y
llamó:
—¡Contramaestre!
El aludido se presentó momentos después.
—¿Señor?
—Éste es el marinero Auburn — dijo Crawbolt—. Independientemente de
su servicio y hasta nueva orden, queda encargado de la limpieza de los
«jardines». ¿Me ha comprendido usted, Hilsom?
El contramaestre miró a los dos hombres alternativamente. Aunque no
había servido en el mismo submarino que Auburn, lo conocía muy bien desde
hacía muchos años. La orden recibida le pareció una indignidad, pero era
hombre disciplinado y se abstuvo de formular la menor objeción.
—Sí, señor—dijo con voz neutra.
Crawbolt miró al joven.
—¿Algo que oponer a mi orden, marinero Auburn? — preguntó.
—Nada en absoluto, señor — respondió Murray son los labios muy
prietos.
CAPÍTULO IV
Cuando no tenía que limpiar las letrinas del barco, Murray Auburn
también realizaba otros trabajos. Por ejemplo, vigía en la cofa de los
periscopios, labor que se realizaba indiscriminadamente por turno entre
todos los tripulantes. Uno a babor y otro a estribor, provistos de unos buenos
prismáticos, escrutaban constantemente el espacio, mientras por encima de
sus cabezas, la antena del radar giraba monótamente, barriendo el
horizonte con sus haces de ondas.
En la torreta, el oficial de guardia controlaba la navegación del
«Hallerfish». El submarino se deslizaba perezosamente por las aguas del
Pacífico, en medio de una noche iluminada por una luna en menguante, a doce
nudos de velocidad. Salvo el monorrítmico tran-trán de la maquinaria y el
susurro del agua al resbalar por los costados del barco, el silencio era
absoluto.
Murray recorrió la línea del horizonte con los prismáticos. La separación
entre el océano y el cielo era nítida, perfecta. De pronto le pareció que algo
Interrumpía la rectitud de la línea del horizonte.
En el mismo momento llegó al puente la voz del observador de tumo en el
radar.
— ¡Contacto radar!
El oficial de guardia, teniente Easton, se inclinó sobre el tubo.
—Marcación — pidió.
Desde la cofa, Murray dijo:
—Señor, tengo el objetivo enfilado con mis prismáticos. A cuatro puntos a
babor del barco.
Easton volvió hacia allí sus prismáticos. Un momento después el claxon
llamaba a los hombres a zafarrancho de combate.
El capitán Roundelar subió a la torreta momentos más tarde, mientras el
submarino, luego de haber corregido su rumbo, se dirigía hacia el objetivo a
dieciséis nudos, cortando en una doble fila de espumas la superficie de las
aguas.
—Informe radar —pidió.
—El blanco se desplaza a nueve nudos, rumbo tres tres cero. Parece un
carguero.
—Que el hidrofonista me avise en cuanto oiga el ruido de sus hélices.
¿Cuál es la distancia actual?
—Siete millas y tres octavos, señor.
—Gracias. ¡Crawbolt
—¿Señor? — contestó el segundo.
—Parece un carguero que se dirige rumbo a Tokio. Dadas las
circunstancias en que nos hallamos combatiremos en superficie. Mande a
cubierta las escuadras de artillería.
—Sí, señor.
Desde su observatorio. Murray pudo escucharlo todo. Hubiera querido
gritar que estaban en un error; no era lógico un carguero aislado, merodeando
por las cercanías de la costa japonesa, una proximidad relativa, puesto que
aún se hallaban a unas ciento diez millas de distancia. Pero era una de las
rutas más transitadas por los convoyes de suministro del enemigo, y en ella
los combates navales entre los submarinos norteamericanos y las fuerzas
navales de superficie japonesas eran muy frecuentes. ¡Un carguero solitario!
¡Imposible!
El «Hallerfish» seguía aproximándose al blanco a dieciséis nudos de
distancia, cortando su rumbo oblicuamente. Murray se imaginaría lo que
sucedería después: un ataque rápido con la pieza de cinco pulgadas y las dos
gemelas de 40 mm., con lo cual el capitán Roundelar se ahorraría un par de
torpedos. Suponiendo que...
Estuvo a punto de lanzar un grito, pero se contuvo.
Él era un simple marinero, no tenía el menor derecho a entrometerse en
las decisiones de sus superiores. Pero aquel barco, aun a pesar de su
apariencia, no era un carguero. ¿Es que el capitán Roundelar no se
imaginaba la trampa que habían montado los japoneses? Murray sabía lo que
pasaba en el ánimo del comandante; llevaban ya tres semanas de patrulla, con
dos ataques fallidos y seis torpedos perdidos en balde. Roundelar estaba
ansioso de apuntarse un barco en aquella misión y la avidez que le poseía le
impedía examinar las circunstancias con más detenimiento.
El transporte japonés seguía su marcha sin el menor apresuramiento. La
distancia se disminuía entre los dos buques a razón de una milla cada tres
minutos y cuarenta y cinco segundos. Para situarse a distancia de tiro de la
artillería, a una milla al menos, deberían emplear veintidós minutos y
cuarenta segundos, cálculos que hizo Murray rápidamente, de memoria.
Sonó una voz por encima del murmullo de las aguas:
— Listas las escuadras de artillería.
Los oficiales que mandaban las piezas estaban junto a sus hombres.
Roundelar y Easton se hallaban en la torreta. En el puente, bajo los pies del
capitán, Crawbolt desempeñaba sus funciones de segundo de a bordo y oficial
ejecutivo.
La distancia se redujo. Ahora era ya casi posible divisar el blanco a simple
vista. El hidrofonista anunció que captaba en sus auriculares el rumor de las
hélices. La velocidad del blanco era de nueve nudos y medio por hora.
Murray estaba tremendamente nervioso. La distancia al blanco era de
cuatro millas. En diez minutos más, se situarían en posición de abrir el fuego.
Pero, ¿y qué haría el comandante japonés? Era presumible que habría también
varios serviolas a bordo del presunto carguero. Aunque la mayoría de los
barcos nipones no disponían aún de radar, el espacio que separaba a los dos
barcos disminuía por momentos y era casi seguro que la presencia del
«Hallerfish» había sido ya detectada. Un buque de transporte solía llevar
varios cañones para defenderse de los ataques enemigos. Si sus serviolas les
habían visto, ¿por qué no abrían el fuego ya?
—Capitán — exclamó de pronto, sin poder contenerse.
Roundelar levantó la cabeza.
—¿Qué hay, Auburn?
El joven se mordió los labios. «Idiota, olvidas que eres un simple marinero.
Si ocurre algo, salta al agua y que los demás se las compongan como puedan.
Lo peor que puede pasarte es ir a un campo de prisioneros.»
—No, nada. Fue... un error. Todo sigue igual por aquí arriba, señor.
Excúseme, señor.
Roundelar movió la cabeza. De repente se sintió preocupado. Había
advertido un cierto tono de tensión en la voz del serviola. ¿Quién era? Ah, sí,
Auburn, aquel muchacho con una magnífica carrera que se había
visto obligado a dimitir, por un error estúpido cometido en el curso de unas
maniobras de instrucción. Bueno, no tan estúpido cl error; habían muerto seis
hombres. Pero hasta entonces, Auburn había tenido fama de ser el mejor
submarinista de la costa del Pacífico.
El radar anunció la distancia.
—Tres millas. Los demás datos siguen sin variación.
Roundelar se dio cuenta de que en seis minutos estarían combatiendo. En
vez baja, murmuró:
—Ese chico me preocupa, Easton.
—¿A quién se refiere usted, capitán? —preguntó el tercer oficial.
—Auburn, el que está de serviola arriba, en la cofa de los periscopios.
—Sí, un buen marinero. El mejor, hablando claro. ¿Sucede algo, señor?
—Antes me llamó..., pero luego dijo que no había sido nada de particular.
Sin embargo, me pareció que estaba preocupado.
—Es natural, señor. Todos lo estamos. Vamos a entablar combate con un
barco enemigo y...
—No es eso, Easton. A fin de cuentas, qué diablos, era un oficial, y muy
competente. Quizás ha visto algo y no se atreve a intervenir por prudencia o
discreción.
—= por orgullo, vaya usted a saber—dijo el tercer Oficial—. De todas
formas, ¿por qué no se lo pregunta directamente?
—Es una buena idea, Easton — dijo Roundelar. Volvió la cabeza y levantó
ligeramente la voz—: Auburn, baje a la torreta.
El joven se sorprendió en el primer momento. Luego, disciplinado,
obedeció.
—¿Señor? — murmuró al hallarse frente al comandante del «Hallerfish».
—Usted está preocupado por algo. Auburn. Dígame con toda franqueza de
qué se trata.
Murray se limpió los labios con el dorso de la mano.
—No me gustaría ser tachado de entrometido — rezongó.
—Hable sin miedo. Es una orden —dijo Roundelar enérgicamente.
—Pues bien, yo no opino que ese barco sea un simple carguero.
Roundelar parpadeó.
—¿Por qué? ¿En qué se basa usted para opinar tal cosa?
—Está solo, no hay ningún otro barco en las inmediaciones. Esto no es
lógico ni natural.
—Pudo formar parte de un convoy y perder el contacto-alegó Easton.
—Entonces, yo, capitán de ese barco, habría virado noventa a babor,
poniendo las máquinas en avante toda, para acercarme a la protección de la
costa en el menor tiempo posible. Por lo que veo, es un «Maru» de los últimos
modelos, capaz de sacar dieciséis nudos con toda facilidad. Y aunque viajase
con menos velocidad, debiera estar buscando la protección de la costa en
lugar de navegar casi paralelamente a ella.
Roundelar consideró seriamente las palabras del joven.
—Bueno, es posible que sea verdad lo que usted dice. Entonces, me está
sugiriendo que se trata de un buque trampa.
—Muy posiblemente, señor — contestó el joven—. Y lo que hace ahora es
tratar de cazar submarinos que, creyéndole solo y poco menos que inerme,
traten de atacarle en superficie.
La voz del radarista subió a través del tubo
—Dos millas y media.
Roundelar se volvió hacia el tercer oficial.
—¿Easton?
—Señor, yo...
Antes de que el oficial pudiera terminar sus palabras, el costado entero del
barco japonés se incendió con media docena de violentísimos relámpagos.
CAPÍTULO V
Murray Auburn había tenido razón, pensó amargamente el capitón
Roundelar, mientras los proyectiles de la andanada disparada por el buque
japonés, estallaban fragorosamente en torno al submarino.
El buque trampa estaba disfrazado de viejo mercante. Pero en cada uno de
sus costados llevaba tres piezas de 155 mm., hábilmente disimuladas tras las
planchas de la amura, más otras dos en los castillos, también del mismo
calibre. Era un formidable armamento, contra el cual poco podía hacer el
submarino con su pieza de cinco pulgadas (127 mm.) y el montaje doble de 40.
El agua inundó la torreta y las cubiertas. Vociferando como un
energúmeno, Roundelar ordenó dar marcha atrás, a la vez que disponía una
virada en redondo.
Murray se dio una fuerte palmada en la frente. «Dios mío, qué maniobra
tan desatinada», pensó.
El claxon de alarma sonó con fuerza.
—¡Inmersión, inmersión!
Cinco relámpagos más brotaron del barco enemigo. Los artilleros se
apelotonaban en las escotillas, ansiosos de ganar el refugio del submarino. En
la torreta, Murray agachó la cabeza cuando oyó el rugido de las
granadas enemigas que pasaban rozando casi la antena del radar. Medio
segundo después, el submarino era agitado por las cinco explosiones con
tremenda violencia.
En pocos segundos, la torreta y las cubiertas quedaron despejadas. Los
lastres estaban ya abiertos al máximo, admitiendo el agua apresuradamente,
mientras que los timones de profundidad tenían la inclinación máxima. Una
mano manejó el control de admisión de aire de los Diésel y otra cerró las
exhaustaciones. Los motores eléctricos fueron conectados en el acto mientras
la cubierta. desaparecía ya bajo las agitas. Murray pensó que, por lo menos en
la maniobra de inmersión, la tripulación del «Hallerfish» estaba bien
entrenada.
El capitán Roundelar empezó o jurar.
—Auburn tenía razón, maldita sea. No era un cargo, sino un buque trampa.
El submarino sufrió una terrible sacudida, que se repitió cuatro veces más,
cuando las cinco granadas de la tercera salva estallaron peligrosamente cerca.
El mano-metrista anunció que el barco estaba totalmente sumergido.
Crawbolt oyó la frase de Roundelar.
—¿Cómo ha dicho usted, capitán? —inquirió, lleno de extrañeza.
—Fue Auburn. Dijo que sospechaba que ese maldito balde era un buque
trampa. Y así ha resultado ser, condenación.
El hidrofonista emitió un informe.
—Las hélices del barco enemigo se oyen con gran rapidez.
—Debe tener los motores modificados. Será capaz de alcanzar los veinte
nudos — apuntó Roundelar.
—Diablos. — Crawbolt hizo una mueca—. Eso significa que se nos está
echando encima.
—Ordene que todo el mundo se prepare para resistir un ataque con
cargas. Siendo un buque trampa, tiene que llevar de todo encima. ¡Maldición
— juró Roundelar—, me he portado como un solemne estúpido!
—¡Profundidad, veinte metros! — anunció el mano-metrista.
El suelo del submarino estaba Inclinado, a consecuencia de la acción de los
timones de profundidad, mientras el de dirección hacía describir al barco un
cerrado viraje, a fin de escapar de la persecución del buque japonés que se les
echaba encima a toda velocidad.
En la cámara de torpedos de proa, Murray miró hada arriba, mientras
escuchaba el «zum-zum» de las hélices* del buque nipón, cada vez con mayor
estruendo. Las órdenes de la cámara de mando llegaban hasta allí con toda
claridad, a través del sistema interno de altoparlantes.
El manometrista anunció una cota de cuarenta y cinco metros. El
«Hallerfish» podía resistir una profundidad doble. Pero Murray estimó que
era difícil que la alcanzara, antes de que el buque enemigo se Ies
echara encima.
De pronto sonó la voz del hidrofonista:
—¡Acaban de lanzar!
—¡Agárrense fuerte! —ordenó el oficial torpedista.
Transcurrieron unos mortales segundos. Bruscamente, el submarino fue
zarandeado salvajemente por la deflagración de la primera carga de
profundidad El suelo se inclinó hacia estribor pronunciadamente. Antes
de que hubiera podido enderezarse, el japonés lanzó media docena de cargas
más.
Los estallidos sacudieron terriblemente el submarino, haciéndolo danzar
como un simple tapón de corcho en la playa. El ruido y el estruendo eran
infernales. Las luces oscilaron. Uno o dos lámparas estallaron con gran ruido
de vidrios rotos.
El barco se alejó. Roundelar pidió evaluación de daños. Murray se
encontró de repente sudando copiosamente.
En la cámara de mando. Crawbolt dijo:
—Capitán, debiéramos emerger y darle una buena lección a ese hijo de
perra.
—Olvídelo — contestó el comandante del buque —. El japonés está
esperando eso precisamente, para barrernos con sus piezas de grueso calibre.
No, tenemos que continuar ganando profundidad.
Crawbolt arrojó una mirada hada el manómetro.
—Estamos a sesenta, capitán.
—Hemos de bajar a noventa por lo menos, para considerarnos a salvo.
—¡El buque enemigo vuelve! — anunció el observador.
Roundelar apretó los labios.
—Ellos también disponen de hidrófonos. ¡Navegación silenciosa! ¡Que
nadie haga el menor ruido!
Hasta la caída de una simple cucharilla podía ser detectada por los
sensibles amplificadores de los hidrófonos. Todos los motores auxiliares
fueron detenidos inmediatamente y el tripulante que tenía que desplazarse de
un lado para otro, se descalzó. La temperatura subió enormemente a los pocos
momentos, tomándose tropical, sofocante.
El ruido de las hélices se oía cada vez con más fuerza. De nuevo fue
lanzada otra salva de cargas de profundidad, que pareció iba a reventar los
costados de acero del «Hallerfish». Esta vez, ninguno de los
submarinistas creyó salir con vida.
A los noventa metros de profundidad, Roundelar ordenó detener el barco.
Aguardaron inmóviles, agazapados en la verde profundidad del mar, en
completo silencio, mientras el buque japonés merodeaba en tomo a ellos,
lanzando salva tras salva de cargas explosivas. Al cabo de varias horas de
astutas e incesantes maniobras por parte de uno y otro contendiente,
Roundelar logró romper por fin el contacto. Avergonzado y enojado consigo
mismo por la paliza sufrida, ordenó subir a veinte metros, con el fin de aliviar
el casco del submarino de una presión que bordeaba los nueve kilos por
centímetro cuadrado. Pero como cuando terminó el combate era ya de día,
resultó forzoso que el «Hallerfish» permaneciera en inmersión hasta la llegada
de la noche. Entonces, el submarino subió a la superficie y se procedió a la
carga de los acumuladores, a la vez que a la ventilación y aireación del interior
de la nave.
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Texto:
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Las órdenes eran mucho más largas y detalladas y fijaban la fecha y la hora
en que habían de ser recogidos los comandos. Trask calculó el tiempo; en
cuatro días más debía situarse en las inmediaciones de la costa de Bohol.
El vientre le dio un nuevo pinchazo. «Tendré que ponerme a régimen»,
masculló.
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A las diez de la noche, los megáfonos del barco emitieron una orden:
—Los marineros Lang, O’Hara, Casey, Auburn, Delancey y Craxton,
preséntense inmediatamente ante el segundo.
Murray no fue de los últimos en acudir a la llamada. Junto a Crawbolt, el
Joven divisó al tercer oficial.
—El teniente Easton mandará el grupo — dijo Crawbolt—. Todos ustedes
saben cómo actuar en estas circunstancias, así que prepárense para sacar los
botes de goma en el acto.
—Lleven pistolas ametralladoras y granadas — añadió Easton—. Quizá no
tengamos que usarlas, pero conviene no estar desprevenidos en ningún
momento.
Las miradas de Murray y Crawbolt se cruzaron. Murray leyó bien claro los
deseos de su enemigo. «Te he nombrado porque puedo hacerlo, porque el
capitán no tiene base legal para oponerse y porque ojalá te mate una cochina
bala japonesa». El joven permaneció silencioso, sin embargo.
Atedia hora más tarde, las dos balsas de goma zarpaban silenciosamente
del costado del submarino, que se mecía suavemente en las aguas a menos de
media milla de la costa. Los artilleros cubrían sus puestos en los cañones, en
tanto que la antena del radar giraba incesantemente sobre los mástiles de los
periscopios.
Abajo, en el interior del submarino, el capitán Trask lanzó de súbito un
violento aullido. Agarróse con una mano a una tubería, en tanto que crispaba
la otra sobre el vientre. Pero el dolor resultó tan fuerte que le hizo buscar un
asiento.
—Llamen al sanitario, pronto — jadeó, lívido y sudoroso.
El sanitario era un muchacho que había iniciado la carrera de Medicina,
pero que, al año de comenzada, se había visto movilizado por el estallido
bélico. En la base naval de Norfolk, Virginia, había seguido un cursillo de ocho
semanas sobre curación de heridas y diagnósticos y tratamiento de las
enfermedades más comunes que podían producirse a bordo de un submarino
en acción, y esos eran todos sus conocimientos.
—Hay que llevar al capitán a su camarote —fue lo primero que dijo.
Dos robustos tripulantes se encargaron de transportar a Trask hasta su
litera, en donde fue tendido El sanitario, apellidado Clary, desnudó el vientre
del comandante, mientras Crawbolt contemplaba ávidamente sus
manipulaciones.
Clary introdujo un termómetro en la boca de Trask y luego le palpó el
vientre cuidadosamente. Los dolores de Trask eran continuos y su cara
aparecía completamente bañada en sudor.
Al terminar su examen, sacó el termómetro y lo examinó, procurando
mantener su rostro impasible. La temperatura del capitán en aquellos
momentos era de 38,2.
—Le pondré un poco de morfina para calmarle y algo de hielo sobre el
vientre —dijo Clary—. Esto no tiene importancia, señor; mañana ya estará
bien.
—Gracias, muchacho — jadeó Trask, que estaba lívido.
Clary y Crawbolt salieron de la cámara. El segundo cerró la puerta.
—Bueno, chico, aclárate de una vez — dijo el oficial en voz baja.
La cara del sanitario aparecía cubierta de sombras.
—Es apendicitis — dijo sin rodeos—. La turgencia del vientre, los dolores
abdominales y la temperatura fuera de lo corriente, no permiten establecer
otro diagnóstico.
Crawbolt se aterró.
—¿Y...? —preguntó con un hilo de voz.
—Lo peor es que, por lo visto, la cosa venia cociéndose ya desde hace
algunos días y ahora ha estallado con una virulencia extraordinaria. Debería
ser operado inmediatamente, pero yo no tengo la menor idea de cómo se
realiza una intervención quirúrgica semejante, señor. Si lo hiciera, dados los
limitados medios de que dispongo, mataría sin remisión al comandante.
—¿Y si no se le opera?
El rostro del sanitario se cubrió de una expresión de terror.
—Dentro de veinticuatro horas se le declarará la peritonitis y morirá,
señor.
—Pero, ¿no se puede hacer algo por él? —exclamó Crawbolt.
El sanitario hizo un gesto ambiguo.
—Bolsas con hielo continuamente sobre su vientre, algo de morfina para
atenuar sus dolores, sulfamidas para detener la infección en lo posible... y
rezar. Oh — clamó el muchacho de pronto—, ¿por qué no lo dijo antes?
Podríamos haberlo desembarcado en Midway, en donde hay médicos y
enfermeros y quirófanos y, en fin. todo lo necesario para curarle... Pero ahora
me temo ya que sea demasiado larde, señor.
Clary calló y se quedó mirando al oficial. Éste, después de unos momentos
de reflexión, dijo:
—Procura hacer por el capitán todo lo que puedas, muchacho. Yo voy a
ponerme en contacto con la base.
Se dirigió al cuarto de la radio y pidió una hoja de papel. Inmediatamente
se puso a escribir un despacho radiotelegráfico.
De: Segundo comandante «Hallerfish»
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FIN