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Mario Benedetti
“...Javier se había aprontado para almorzar a solas en una mesa del fondo. Todavía
no había asimilado del todo el relato de Nieves sobre la muerte de Ramón. Quería
evaluar con serenidad ese hecho insólito, medir su profundidad, administrar para sí
mismo la importancia de una imagen que le resultaba aterradora.
- Te preguntarás a qué viene este abordaje. Diego me ha hablado bien de vos. Dice
que siempre fuiste amigo de su padre y que lo has ayudado. Además estuviste
exiliado, en España creo. Conocés mundo. Conocés gente. Tenés experiencia.
Javier calla, aunque se da cuenta de que el otro aguarda un comentario.
- Vamos a ver. Dijiste que sos amigo de Diego. ¿El también anda en lo mismo?
- No sé. Vos venís de España. Allí viviste varios años. Quizá los jóvenes españoles
encontraron otro estilo de vida. Hace unas semanas, un amiguete que vivió dos
años en Madrid me sostuvo que la diferencia es que aquí, los de esta edad, somos
boludos y allá son gilipollas. Y en cuanto a las hembras, la diferencia es que aquí
tienen tetas y allá tienen lolas. Y también que aquí se coge y allá se folla. Pero tal
vez es una interpretación que vas llamarías baladí, ¿no?, o quizá una desviación
semántica.
- ¿Querés hablar en serio o sólo joder con las palabras? Bueno, allá hay de todo.
Para ser ocioso con todas las letras hay que pertenecer a alguna familia de buen
nivel. No es necesaria mucha guita (ellas dicen pasta) para reunirse todas las
tardes frente a un bar, en la calle, y zamparse litronas de cerveza, apoyándolas en
los coches estacionados en segunda fila, pero concurrir noche a noche a las
discotecas, sobre todo si son de la famosa “ruta del bakalao”, nada de eso sale
gratis. Algunos papás ceden a la presión de los nenes y les compran motos (son
generalmente los que se matan en las autovías); otros progenitores más
encumbrados les compran coches deportivos (suelen despanzurrarse en alguna
Curva de la Muerte, y de paso consiguen eliminar al incauto que venía en sentido
contrario).
- Después de todo no está mal crepar así, al volante de una máquina preciosa.
- Quiero aclararte algo. Todos ésos: los motorizados, los del bakalao, los
drogadictos, son los escandalosos, los que figuran a diario en la crónica de sucesos,
pero de todos modos son una minoría. No la tan nombrada minoría silenciosa pos-
Vietnam, sino la minoría ruidosa pre-Maastricht. Pero hay muchos otros que
quieren vivir y no destruirse, que estudian o trabajan, o buscan afanosamente
trabajo (hay más de dos millones de parados, pero no es culpa de los jóvenes), que
tienen su pareja, o su parejo, y hasta conciben la tremenda osadía de tener hijos;
que gozan del amor despabilado y simple, no el de Hollywood ni el de los
culebrones venezolanos sino el posible, el de la cama monda y lironda. No creas
que el desencanto sea una contraseña o un emblema de todas las juventudes. Yo
diría que más que desencanto es apatía, flojera, dejadez, pereza de pensar. Pero
también hay jóvenes que viven y dejan vivir.
- Me da pereza, como vos decís, pero sobre todo miedo. Miedo de ver al primer
niño hambriento de Ruanda o de Guatemala y ponerme a llorar como un babieca. Y
no son lágrimas lo que ellos precisan.
- De pronto pienso: para eso está la Madre Teresa. Claro que tiene el lastre de la
religión. Y yo, en todo caso, querría ser un misionero sin Dios. ¿Sacaste la cuenta
de cuánto se mata hoy día en nombre de Dios, cualquier dios?
- Quién te dice, a lo mejor inaugurás una nueva especie: los misioneros sin Dios.
No estaría mal. Siempre que además fuera sin diablo.
“Son exactamente las once menos cinco cuando suena el disparo y el vidrio de la
bandera se hace añicos a menos de dos metros de Marcos dormido.
Abundantes puteadas a nivel de susurro. Con el segundo tiro todas esas hasta poco
antes enhiestas jirafas se transforman en planísimos lagartos (pero hay una brutal
hermosura en esta alfombra de cuerpos tendidos a la buena de Dios).
Como los albañiles se pasan los ladrillos ellos se pasan las armas (y la de Juan
Angel pesa como él jamás imaginó que pudiera pesarle) y ex Osvaldo decide que
éste es el momento de jubilar para siempre a su ex narciso, aunque no sin antes
maldecirse por haber ahorrado inútilmente el semen fructuoso y no haber besado
más muchachas en la edad en que nada hay tan importante como besar muchachas
y recordar de pronto falsas maravillas tales como malvones diávolos picaflores
mecanos ombligos pipas sanguijuelas alicates pirañas gramófonos candiles y otros
infantiles motivos de estupor que el tiempo del adulto desprecio se encargaría luego
de poner en su sitio. Acabo de descubrir que hace por lo menos tres minutos que
no tengo miedo.
Se decide que burlarán la emboscada escapándose por las cloacas y que Marcos se
quedará, voluntario, para cubrirles la retirada. Uno tras otro van bajando por el
pozo metafórico:
- Ojalá vivas, Marcos - dice Pedro Miguel al tiempo que lo abraza transido e
indeciso en su lupas de miope. Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Olga mientras lo besa y llora y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Domingo que lo toca sin tocarlo y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Vera, muchacha pabilo con una minúscula llama en los
ojos. Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Hugo, que lo abraza casi paternalmente (pero su voz
despreocupada no le gusta a Osvaldo). Y se pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Rosario mientras lo acaricia con su adiós apacible. Y se
pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Estela que es la única que lo besa en la boca (con
miedo con derecho con costumbre) y se pierde en el pozo.
- ¿Sabes? - le dice Juan Ángel a Marcos por decir algo - hoy es mi cumpleaños.
Confieso treinta y cinco pero también son veinte diecisiete catorce.
Marcos lo mira sin preguntas y no le dice “que los cumplas feliz” aunque podría
decirlo. Juan Ángel lo mira por última vez y lo ve generoso como una hormiga
modesta como un búfalo fiel como un oso colmenero.
En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil Millones. Vino sin etiqueta, así que
podía ser negro, blanco, amarillo, etc. Muchos países, en ese día eligieron al azar
un niño Cinco Mil Millones para homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su
primer llanto.
Sin embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones no fue homenajeado ni filmado ni
acaso tuvo energías para su primer llanto. Mucho antes de nacer ya tenía hambre.
Un hambre atroz. Un hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos, éstos tocaron
tierra seca. Cuarteada y seca. Tierra con grietas y esqueletos de perros o de
camellos o de vacas. También con el esqueleto del niño 4.999.999.999.
El verdadero niño Cinco Mil Millones tenía hambre y sed, pero su madre tenía más
hambre y más sed y sus pechos oscuros eran como tierra exhausta. Junto a ella, el
abuelo del niño tenía hambre y sed más antiguas aún y ya no encontraba en si
mismo ganas de pensar o creer.
Una semana después el niño Cinco Mil Millones era un minúsculo esqueleto y en
consecuencia disminuyó en algo el horrible riesgo de que el planeta llegara a estar
superpoblado.
Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los
hombres y mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El
dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor, quizá signifique que
no lo hacen de la misma manera que los mortales.
Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los
ángeles no hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los
mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.
Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias,
empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas
que, por supuesto, son angelicales.
Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: "Semilla", Ángela, para atizarlo, responde:
"Surco". El dice: "Alud" y ella, tiernamente: "Abismo".
Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el
aire y su expectativa.
Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los
estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles
llueve copiosamente sobre el mundo.
Eso
Mario Benedetti
Al preso lo interrogaban tres veces por semana para averiguar «quien le había
enseñado eso». Él siempre respondía con un digno silencio y entonces el teniente
de turno arrimaba a sus testículos la horrenda picana.
La Tregua
Mario Benedetti
Hay gente que entiende lo que está pasando, pero se limitan a lamentarlo. Falta
pasión, ese es el secreto de este gran globo democrático en que nos hemos
convertido. Durante varios lustros hemos sido serenos, objetivos, pero la
objetividad es inofensiva, no sirve para cambiar el mundo, ni siquiera para cambiar
un país de bolsillo como éste. Hace falta pasión, y pasión gritada, o pensada a los
gritos, o escrita a los gritos. Hay que gritarle en el oído a la gente, ya que su
aparente sordera es una especie de autodefensa, de cobarde y malsana
autodefensa. Hay que lograr que se despierte en los demás la vergüenza de sí
mismos, que se sustituya en ellos la autodefensa por el autoasco. El día que sientas
asco de tu propia pasividad, ese día te
convertirás en algo útil.”
“LA TREGUA”
(Montevideo - 1960)
Los Pocillos
Mario Benedetti
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados,
irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último
cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que
podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda
fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un
discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su
plato del mismo color.
"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido,
pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José
Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo."
Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no
parecían de ciego.
Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un
modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando
él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José
Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían
ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se
había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al
apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes.
Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el
encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados
simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?
"No."
"Claro."
"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi
hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que
mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi
notable salud sin ojos."
"De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía
Menéndez."
"Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase
famosa: La Ciencia No Cree en Milagros.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero
fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el
comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían
vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no
disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la
posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a
herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era
increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria
refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que
marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si
ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
"Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella.
"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita
adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me
imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme."
"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen
recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu
salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta
parte."
"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de
un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.
"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la
mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo
contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba
verlos así, formando un triángulo.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con
el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora
mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y
previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja
derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los
labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente
aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José
Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese
momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser,
ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían
llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.
Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José
Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para
alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la
extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban
más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."
Montevideanos 1959
Persecuta
Mario Benedetti
Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas
de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes
zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.
Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había
consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa
estratagema y ya no se dejaban sorprender.
Rutinas
Mario Benedetti
A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche.
De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la
madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los
niños se hacían a esa rutina.
Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la
mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía
claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.