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Andamios

Mario Benedetti

“...Javier se había aprontado para almorzar a solas en una mesa del fondo. Todavía
no había asimilado del todo el relato de Nieves sobre la muerte de Ramón. Quería
evaluar con serenidad ese hecho insólito, medir su profundidad, administrar para sí
mismo la importancia de una imagen que le resultaba aterradora.

No obstante, el dieciochoañero Braulio está allí, inoportuno pero ineludible, y no se


siente con ánimo de rechazarlo. Además, su presencia inopinada le despierta
curiosidad.

- Sentate. ¿Querés comer algo?

- No. Ya almorcé. En todo caso, cuando termines de comer, a lo mejor te acepto un


helado.

Javier queda a la espera de una explicación. La presunta amistad con Diego no es


suficiente.

- Te preguntarás a qué viene este abordaje. Diego me ha hablado bien de vos. Dice
que siempre fuiste amigo de su padre y que lo has ayudado. Además estuviste
exiliado, en España creo. Conocés mundo. Conocés gente. Tenés experiencia.
Javier calla, aunque se da cuenta de que el otro aguarda un comentario.

- Aquí los muchachos de mi edad estamos desconcertados, aturdidos, confusos,


qué sé yo. Varios de nosotros (yo, por ejemplo) no tenemos padre. Mi viejo,
cuando cayó, ya estaba bastante jodido y de a poco se fue acabando en la cafúa. Lo
dejaron libre un mes antes del final. Murió a los treinta y ocho. No es demasiada
vida, ¿no te parece?. Otros tienen historias parecidas. Mi viejo es una mujer
vencida, sin ánimo para nada. Yo empecé a estudiar en el Nocturno, pero sólo
aguanté un año. Tenía que laburar, claro, y llegaba a las clases medio dormido.
Una noche el profe me mandó al patio porque mi bostezo había sonado como un
aullido. Después abandoné. Mi círculo de amigos boludos es muy mezclado. Vos
dirías heterogéneo. Bueno, eso. Cuando nos juntamos, vos dirías que oscilamos
entre la desdicha y el agobio. Ni siquiera hemos aprendido a sentir melancolía. Ni
rabia. A veces otros campeones nos arrastran a una discoteca o a una pachanga
libre. Y es peor. Yo, por ejemplo, no soporto el carnaval. Un poco las Llamadas,
pero nada más. El problema es que no aguanto ni el dolor ni las alegrías
planificadas, obligatorias por decreto, con fecha fija. Por otra parte, el hecho de que
seamos unos cuantos los que vivimos este estado de ánimo casi tribal, no sirve
para unirnos, no nos hace sentir solidarios, ni entre nosotros ni con los otros; no
nos convierte en una comunidad, ni en un foco ideológico, ni siquiera en una mafia.
Somos algo así como una federación de solitarios. Y solitarias. Porque también hay
mujercitas, con las que nos acostamos, sin pena ni gloria. Cogemos casi como
autómatas, como en una comunión de vaciamientos (¿qué te parece la figura
poética?). Nadie se enamora de nadie. Cuando nos roza un proyecto rudimentario
de eso que Hollywood llaman amor, entonces alguien menciona el futuro y se nos
cae la estantería. ¿De qué futuro me hablás?, decimos casi a coro, y a veces casi
llorando. Ustedes (vos, Fermín, Rosario y tantos otros) perdieron, de una u otra
forma los liquidaron, pero al menos se habían propuesto luchar por algo, pensaban
en términos sociales, en una dimensión nada mezquina. Los cagaron, es cierto.
Quevachachele. Los metieron en cana, o los movieron de lo lindo, o salieron con
cáncer, o tuvieron que rajar. Son precios tremendos, claro, pero ustedes sabían que
eran desenlaces posibles, vos dirías verosímiles. Es cierto que ahora están caídos,
descalabrados, se equivocaron en los pronósticos y en la medida de las propias
fuerzas. Pero están en sosiego, al menos los sobrevivientes. Nadie les puede exigir
más. Hicieron lo que pudieron ¿o no? Nosotros no estamos descalabrados, tenemos
los músculos despiertos, el rabo todavía se nos para, pero ¿qué mierda hici-mos?
¿Qué mierda proyectamos hacer? Podemos darle que darle al rock o ir a vociferar al
Estadio para después venir al Centro y reventar vidrieras. Pero al final de la jornada
estamos jodidos, nos sentimos inservibles, chambones, somos adolescentes
carcamales. Basura o muerte. Uno de nosotros, un tal Paulino, una noche en que
sus viejos se habían ido a Piriápolis, abrió el gas y emprendió la retirada, una
retirada más loca, vos dirías hipocondríaca, que la de los Asaltantes con Patente,
murga clásica si las hay. Te aseguro que el proyecto del suidcidio siempre nos
ronda. Y si no nos matamos es sobre todo por pereza, por pelotudez congénita.
Hasta para eso se necesita coraje. Y somos muy cagones.

- Vamos a ver. Dijiste que sos amigo de Diego. ¿El también anda en lo mismo?

- No. Diego no. No integra la tribu. Yo lo conozco porque fuimos compañeros en


primaria y además somos del mismo barrio. Quizá por influencia de sus viejos,
Diego es un tipo mucho más vital. También está desorientado, bueno,
moderadamente desorientado, pero es tan inocente que espera algo mejor y trata
de trabajar por ese algo. Parece que Fermín le dijo que hay un español, un tal
Vázquez Moltalbán, que anuncia que la próxima revolución tendrá lugar en octubre
del 2017, y Diego se da ánimos afirmando que para ese entonces él todavía será
joven. ¡Le tengo una envidia!

- ¿Y se puede saber por qué quisiste hablar conmigo?

- No sé. Vos venís de España. Allí viviste varios años. Quizá los jóvenes españoles
encontraron otro estilo de vida. Hace unas semanas, un amiguete que vivió dos
años en Madrid me sostuvo que la diferencia es que aquí, los de esta edad, somos
boludos y allá son gilipollas. Y en cuanto a las hembras, la diferencia es que aquí
tienen tetas y allá tienen lolas. Y también que aquí se coge y allá se folla. Pero tal
vez es una interpretación que vas llamarías baladí, ¿no?, o quizá una desviación
semántica.

- ¿Querés hablar en serio o sólo joder con las palabras? Bueno, allá hay de todo.
Para ser ocioso con todas las letras hay que pertenecer a alguna familia de buen
nivel. No es necesaria mucha guita (ellas dicen pasta) para reunirse todas las
tardes frente a un bar, en la calle, y zamparse litronas de cerveza, apoyándolas en
los coches estacionados en segunda fila, pero concurrir noche a noche a las
discotecas, sobre todo si son de la famosa “ruta del bakalao”, nada de eso sale
gratis. Algunos papás ceden a la presión de los nenes y les compran motos (son
generalmente los que se matan en las autovías); otros progenitores más
encumbrados les compran coches deportivos (suelen despanzurrarse en alguna
Curva de la Muerte, y de paso consiguen eliminar al incauto que venía en sentido
contrario).

- Después de todo no está mal crepar así, al volante de una máquina preciosa.

- No jodas. Y está la droga.

- Ah no. Eso no va conmigo. Probé varias y prefiero el chicle. O el videoclip.

- Quiero aclararte algo. Todos ésos: los motorizados, los del bakalao, los
drogadictos, son los escandalosos, los que figuran a diario en la crónica de sucesos,
pero de todos modos son una minoría. No la tan nombrada minoría silenciosa pos-
Vietnam, sino la minoría ruidosa pre-Maastricht. Pero hay muchos otros que
quieren vivir y no destruirse, que estudian o trabajan, o buscan afanosamente
trabajo (hay más de dos millones de parados, pero no es culpa de los jóvenes), que
tienen su pareja, o su parejo, y hasta conciben la tremenda osadía de tener hijos;
que gozan del amor despabilado y simple, no el de Hollywood ni el de los
culebrones venezolanos sino el posible, el de la cama monda y lironda. No creas
que el desencanto sea una contraseña o un emblema de todas las juventudes. Yo
diría que más que desencanto es apatía, flojera, dejadez, pereza de pensar. Pero
también hay jóvenes que viven y dejan vivir.

- ¡Ufa! ¡Qué reprimenda!. Te confieso que hay tópicos de tu franja o de las


precedentes o de las subsiguientes, que me tienen un poco harto. Que el
Reglamento Provisorio, que el viejo Batlle, que el Colegiado, que Maracaná, que
tiranos temblad, que el Marqués de las Cabriolas, que el Pepe Schiaffino, que Atilio
García, que el Pueblo Unido Jamás Será Vencido, que los apagones, que los
cantegriles, que Miss Punta del Este, que la Ley de Caducidad de la Pretensión
Punitiva del Estado, que la Vuelta Ciclista, que las caceroleadas, que la puta madre.
Harto, ¿sabes lo que es harto?. Con todo te creía más comprensivo.

- Pero si te comprendo. Te comprendo pero no me gusta. Ni a vos te gusta que te


comprenda. No estoy contra vos, sino a favor. Me parece que en esta ruleta rusa
del hastío, ustedes tienden de a poco a la autodestrucción.

- Quién sabe. A lo mejor tenés razón. Reconozco que para mí se acabaron la


infancia y su bobería, el día (tenía unos doce años) en que no lloré viendo por
octava vez a Blanca Nieves y los 7 enanitos. A partir de ese Rubicón, pude odiar a
Walt Disney por el resto de mis días. ¿Sabés una cosa? A veces me gustaría
meterme a misionero. Pero eso sí, un misionero sin Dios ni religión. También Dios
me tiene harto.

- ¿Y por qué no te metes?

- Me da pereza, como vos decís, pero sobre todo miedo. Miedo de ver al primer
niño hambriento de Ruanda o de Guatemala y ponerme a llorar como un babieca. Y
no son lágrimas lo que ellos precisan.

- Claro que no. Pero sería un buen cambio.

- De pronto pienso: para eso está la Madre Teresa. Claro que tiene el lastre de la
religión. Y yo, en todo caso, querría ser un misionero sin Dios. ¿Sacaste la cuenta
de cuánto se mata hoy día en nombre de Dios, cualquier dios?

- Quién te dice, a lo mejor inaugurás una nueva especie: los misioneros sin Dios.
No estaría mal. Siempre que además fuera sin diablo.

- ¿Creés que algún día podré evolucionar de boludo a gilipollas?

- Bueno, sería casi como convertir el Mercosur en Maastricht...”

El cumpleaños de Juan Ángel


Mario Benedetti

“Son exactamente las once menos cinco cuando suena el disparo y el vidrio de la
bandera se hace añicos a menos de dos metros de Marcos dormido.

Abundantes puteadas a nivel de susurro. Con el segundo tiro todas esas hasta poco
antes enhiestas jirafas se transforman en planísimos lagartos (pero hay una brutal
hermosura en esta alfombra de cuerpos tendidos a la buena de Dios).

- Te siguieron, tarado - dice Luís Ernesto brutalmente a Agustín.

- Te siguieron, botija - le dice suavemente Marcos y sonríe con resignación.

Como los albañiles se pasan los ladrillos ellos se pasan las armas (y la de Juan
Angel pesa como él jamás imaginó que pudiera pesarle) y ex Osvaldo decide que
éste es el momento de jubilar para siempre a su ex narciso, aunque no sin antes
maldecirse por haber ahorrado inútilmente el semen fructuoso y no haber besado
más muchachas en la edad en que nada hay tan importante como besar muchachas
y recordar de pronto falsas maravillas tales como malvones diávolos picaflores
mecanos ombligos pipas sanguijuelas alicates pirañas gramófonos candiles y otros
infantiles motivos de estupor que el tiempo del adulto desprecio se encargaría luego
de poner en su sitio. Acabo de descubrir que hace por lo menos tres minutos que
no tengo miedo.

Se decide que burlarán la emboscada escapándose por las cloacas y que Marcos se
quedará, voluntario, para cubrirles la retirada. Uno tras otro van bajando por el
pozo metafórico:

- Ojalá vivas, Marcos - dice Edmundo y se pierde en el pozo.

- Ojalá vivas, Marcos - dice Pedro Miguel al tiempo que lo abraza transido e
indeciso en su lupas de miope. Y se pierde en el pozo.

- Ojalá vivas, Marcos - dice Olga mientras lo besa y llora y se pierde en el pozo.

- Ojalá vivas, Marcos - dice Domingo que lo toca sin tocarlo y se pierde en el pozo.

- Ojalá vivas, Marcos - dice Agustín que no se atreve a sentirse en pecado. Y se


pierde en el pozo.

- Ojalá vivas, Marcos - dice Ernesto envolviéndolo en su afecto tentáculo. Y se


pierde en el pozo.

- Ojalá vivas, Marcos - dice Vera, muchacha pabilo con una minúscula llama en los
ojos. Y se pierde en el pozo.

- Ojalá vivas, Marcos - dice Hugo, que lo abraza casi paternalmente (pero su voz
despreocupada no le gusta a Osvaldo). Y se pierde en el pozo.

- Ojalá vivas, Marcos - dice Rosario mientras lo acaricia con su adiós apacible. Y se
pierde en el pozo.
- Ojalá vivas, Marcos - dice Estela que es la única que lo besa en la boca (con
miedo con derecho con costumbre) y se pierde en el pozo.

- ¿Sabes? - le dice Juan Ángel a Marcos por decir algo - hoy es mi cumpleaños.
Confieso treinta y cinco pero también son veinte diecisiete catorce.

Marcos lo mira sin preguntas y no le dice “que los cumplas feliz” aunque podría
decirlo. Juan Ángel lo mira por última vez y lo ve generoso como una hormiga
modesta como un búfalo fiel como un oso colmenero.

- Ojalá vivas, Marcos - piensa -. Y se pierde en el pozo.”

* De este Marcos tomó su “nombre de guerra” el Subcomandante Marcos, líder del


Ejército Zapatista
de Liberación Nacional (EZLN), según lo comunicó él mismo a Eduardo Galeano en
carta pública.
(O sea que aquellos “ojalá” de sus compañeros se cumplieron: Marcos vivió.)

El Niño Cinco Mil Millones


Mario Benedetti

En un día del año 1987 nació el niño Cinco Mil Millones. Vino sin etiqueta, así que
podía ser negro, blanco, amarillo, etc. Muchos países, en ese día eligieron al azar
un niño Cinco Mil Millones para homenajearlo y hasta para filmarlo y grabar su
primer llanto.

Sin embargo, el verdadero niño Cinco Mil Millones no fue homenajeado ni filmado ni
acaso tuvo energías para su primer llanto. Mucho antes de nacer ya tenía hambre.
Un hambre atroz. Un hambre vieja. Cuando por fin movió sus dedos, éstos tocaron
tierra seca. Cuarteada y seca. Tierra con grietas y esqueletos de perros o de
camellos o de vacas. También con el esqueleto del niño 4.999.999.999.

El verdadero niño Cinco Mil Millones tenía hambre y sed, pero su madre tenía más
hambre y más sed y sus pechos oscuros eran como tierra exhausta. Junto a ella, el
abuelo del niño tenía hambre y sed más antiguas aún y ya no encontraba en si
mismo ganas de pensar o creer.
Una semana después el niño Cinco Mil Millones era un minúsculo esqueleto y en
consecuencia disminuyó en algo el horrible riesgo de que el planeta llegara a estar
superpoblado.

El sexo de los ángeles


Mario Benedetti

Una de las más lamentables carencias de información que han padecido los
hombres y mujeres de todas las épocas, se relaciona con el sexo de los ángeles. El
dato, nunca confirmado, de que los ángeles no hacen el amor, quizá signifique que
no lo hacen de la misma manera que los mortales.

Otra versión, tampoco confirmada pero más verosímil, sugiere que si bien los
ángeles no hacen el amor con sus cuerpos (por la mera razón de que carecen de los
mismos) lo celebran en cambio con palabras, vale decir con las adecuadas.

Así, cada vez que Ángel y Ángela se encuentran en el cruce de dos transparencias,
empiezan por mirarse, seducirse y tentarse mediante el intercambio de miradas
que, por supuesto, son angelicales.

Y si Ángel, para abrir el fuego, dice: "Semilla", Ángela, para atizarlo, responde:
"Surco". El dice: "Alud" y ella, tiernamente: "Abismo".

Las palabras se cruzan, vertiginosas como meteoritos o acariciantes como copos.

Ángel dice: "Madero". Y Ángela: "Caverna".

Aletean por ahí un Ángel de la Guarda, misógino y silente, y un Ángel de la Muerte,


viudo y tenebroso. Pero el par amatorio no se interrumpe, sigue silabeando su
amor.

El dice: "Manantial". Y ella: "Cuenca".

Las sílabas se impregnan de rocío y, aquí y allá, entre cristales de nieve, circulan el
aire y su expectativa.

Ángel dice: "Estoque", y Ángela, radiante: "Herida". El dice: "Tañido", y ella:


"Rebato".

Y en el preciso instante del orgasmo ultraterreno, los cirros y los cúmulos, los
estratos y nimbos, se estremecen, tremolan, estallan, y el amor de los ángeles
llueve copiosamente sobre el mundo.

Eso
Mario Benedetti

Al preso lo interrogaban tres veces por semana para averiguar «quien le había
enseñado eso». Él siempre respondía con un digno silencio y entonces el teniente
de turno arrimaba a sus testículos la horrenda picana.

Un día el preso tuvo la súbita inspiración de contestar: «Marx. Sí, ahora lo


recuerdo, fue Marx.» El teniente asombrado pero alerta, atinó a preguntar: «Ajá. Y
a ese Marx ¿quién se lo enseñó?» El preso, ya en disposición de hacer concesiones
agregó: «No estoy seguro, pero creo que fue Hegel.»

El teniente sonrió, satisfecho, y el preso, tal vez por deformación profesional,


alcanzó a pensar: «Ojalá que el viejo no se haya movido de Alemania.»

La Tregua
Mario Benedetti

“¿Usted ve alguna salida?

Lo que es yo, por mi parte, no la veo.

Hay gente que entiende lo que está pasando, pero se limitan a lamentarlo. Falta
pasión, ese es el secreto de este gran globo democrático en que nos hemos
convertido. Durante varios lustros hemos sido serenos, objetivos, pero la
objetividad es inofensiva, no sirve para cambiar el mundo, ni siquiera para cambiar
un país de bolsillo como éste. Hace falta pasión, y pasión gritada, o pensada a los
gritos, o escrita a los gritos. Hay que gritarle en el oído a la gente, ya que su
aparente sordera es una especie de autodefensa, de cobarde y malsana
autodefensa. Hay que lograr que se despierte en los demás la vergüenza de sí
mismos, que se sustituya en ellos la autodefensa por el autoasco. El día que sientas
asco de tu propia pasividad, ese día te
convertirás en algo útil.”

“LA TREGUA”
(Montevideo - 1960)

Los Pocillos
Mario Benedetti
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados,
irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último
cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que
podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda
fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un
discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su
plato del mismo color.

"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido,
pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José
Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo."
Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no
parecían de ciego.

La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?",


preguntó ella. "El encendedor." "A tu derecha." La mano corrigió el rumbo y halló el
encendedor. Con ese temblor que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo
girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya
calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del
calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo
tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba
también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo
de Mariana."

Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un
modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando
él cumplió 35 años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José
Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones, y después se habían
ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se
había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al
apartamento y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes.
Habían inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el
encendedor ya no servía. Ella tenía poca confianza en los conglomerados
simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época?

"Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto.

"No."

"¿Querés que te sea sincero?"

"Claro."

"Me parece una idiotez de tu parte."

"¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi
hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que
mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi
notable salud sin ojos."

La época anterior a la ceguera, José Claudio nunca había sido especialista en la


exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese
rostro antes de adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había
tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el
infortunio, él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su
orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo
tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí.

"De todos modos debería ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía
Menéndez."

"Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase
famosa: La Ciencia No Cree en Milagros.

Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es


humano."

"¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo.

Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir,


simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una
mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante
margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese
ver; pero esa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese
dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El
menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido -sinceramente,
cariñosamente, piadosamente- protegerlo.

Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero
fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el
comienzo estuvieron rodeados de un halo constante de cariño, ahora se habían
vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no
disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la
posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a
herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era
increíble cómo hallaba a menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria
refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que
marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si
ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros.

Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal.

"Que otoño desgraciado", dijo, "¿Te fijaste?" La pregunta era para ella.

"No", respondió José Claudio. "Fíjate vos por mí."

Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin


embargo, a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda.
Siempre que miraba a Alberto se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la
noche del 23 de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una
noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado,
desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había
encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De
dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él,
o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro.
"Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios
directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su
amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía
con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido siempre
un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos
tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera
fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la
gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es
decir, cuando él parecía necesitarla más.

A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer


socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser
fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto
era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio,
pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella
habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con
espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones
dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un
poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una
mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana
había obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a
que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa
comparación.

"Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio, "a hacerme la clásica visita
adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me
imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme."

"También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen
recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu
salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta
parte."

"Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo." La sonrisa fue acompañada de
un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía.

Cuando Mariana había recurrido a Alberto en busca de protección, de consejo, de


cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba
protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como
ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizás de pudor, había una
razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso,
justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por
simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo
atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes
de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero
de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si
todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera
faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los
pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon.
Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era
nada más que eso: Alberto y ella.

"Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la
mesita ratona para encender el mecherito. Por un momento se distrajo
contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba
verlos así, formando un triángulo.

Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la


mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano
empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por
entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se
había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa
contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora no. Ahora estaba
tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una
especie de protección divina.

Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con
el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora
mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y
previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja
derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. Finalmente se detuvo sobre los
labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente
aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José
Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese
momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser,
ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían
llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa.

"No lo dejes hervir", dijo José Claudio.

La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el


mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente
desde la cafetera.

Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José
Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para
alcanzárselo a su marido, pero antes de dejarlo en sus manos, se encontró con la
extraña, apretada sonrisa. Se encontró además, con unas palabras que sonaban
más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo."

Montevideanos 1959

Persecuta

Mario Benedetti

Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas
de sus perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes
zancadas se acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.

Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había
consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa
estratagema y ya no se dejaban sorprender.

Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que


los sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

Despistes y Franquezas 1990

Rutinas
Mario Benedetti
A mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la noche.
De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o las tres de la
madrugada con varios estruendos en cadena, era casi una costumbre. Hasta los
niños se hacían a esa rutina.

Un amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir de una


noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de su apartamento, y su
hijo, de apenas cinco años, se despertó sobresaltado.

"¿Qué fue eso?", preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició para


tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le dijo la verdad: "Fue
una bomba". "¡Qué suerte!", dijo el niño. "Yo creí que era un trueno".

Su amor no era sencillo


Mario Benedetti

Los detuvieron por atentado al pudor. Y nadie les creyó cuando el hombre y la
mujer trataron de explicarse. En realidad, su amor no era sencillo. Él padecía
claustrofobia, y ella, agorafobia. Era sólo por eso que fornicaban en los umbrales.

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