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Los estatutos privados eran habituales en aquellos siglos pues les estaban reconocidos a varios
grupos sociales y profesionales, tales como: la nobleza, el clero, los caballeros de las Órdenes
Militares, o el personal al servicio de la Inquisición o de la Hacienda Real.
Pese a ello, la propia Constitución de 1812 reconoció como excepción la necesidad de que
existiera una jurisdicción militar: "Los militares gozarán también de fuero particular. De esta
forma, la jurisdicción militar comenzó a estar sujeta a los principios legales y constitucionales
del Estado.
Posteriormente, la ley orgánica del Poder judicial de 1870, dispuso que la jurisdicción ordinaria
conocería de todas las causas civiles y criminales, a excepción de las que expresamente se
atribuyeran a la jurisdicción militar, como eran las instruidas por delitos y faltas cometidos por
militares.
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La “Ley de jurisdicciones” de 1906 sometió con amplitud a los tribunales militares los delitos
de ofensas, orales o escritas, contra la unidad de la patria, la bandera y el honor del ejército.
También privó de sus competencias jurisdiccionales a los capitanes generales y demás mandos
militares. Competencias que se encomendaron a los oficiales letrados de los Cuerpos Jurídicos
del Ejército y la Armada.
No obstante, el deterioro del orden público durante el periodo republicano, limitó el alcance
efectivo de esta reforma, y la Guerra civil hizo que dejaran de aplicarse, regresando al final de
la misma al modelo pre-republicano, con el ejercicio por la jurisdicción militar de amplias
competencias, incluidos los delitos de terrorismo.
La jurisdicción militar recibió reconocimiento legal durante la Edad Media. Durante el Siglo XVI,
las Ordenanzas de las Guardas de Castilla de 1551, confirmaron la competencia de la
jurisdicción militar en todos los pleitos civiles y criminales de sus miembros, estableciendo que
fuesen juzgadas por el “alcalde” (juez) de tales Guardas. Posteriormente, Felipe II extendió
esta amplia jurisdicción militar a toda la “gente de guerra”.
Muchos oficiales consideraron que los cuerpos normativos constituidos por las Reales
Ordenanzas del siglo pasado, eran aún a mediados del siglo XIX suficientemente sólidos, por lo
que la reforma de sus apartados debía abordarse no como la elaboración de un texto legal ex
novo, sino como una reforma de las mismas Ordenanzas. En este sentido, hay que tener en
cuenta el profundo arraigo entre la oficialidad de las viejas Ordenanzas. Se entendía que no
era posible “tocar una parte de las Ordenanzas sin llegar al todo”.
Tampoco faltaron quienes consideraban útil aquella anticuada pero sencilla justicia penal
militar para controlar el orden público.
También pensaban unos y otros, los partidarios de las viejas Ordenanzas y los de la nueva
codificación, que semejante proceso provocaría el descontento de la clase militar.
En definitiva, la gran reforma codificadora del Derecho penal militar se hizo esperar por dos
causas fundamentales: la inestabilidad política propia de aquellas décadas decimonónicas así
como el apego a las viejas Ordenanzas de la mayor parte de la oficialidad.
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Pese a tales resistencias, en 1865 se creó una junta encargada de reformar las leyes penales
militares y las reguladoras de los correspondientes procedimientos judiciales. Sin embargo,
tales proyectos quedaron aplazados con motivo de la Revolución Gloriosa de 1868.
Entretanto, se dictaron normas legales para suavizar la penalidad de ciertos delitos militares y
equipararla a la de delitos similares tipificados por el Derecho penal común.
Sólo la estabilidad política que proporcionó la restauración de la monarquía con Alfonso XII en
1875, favoreció el logro de que se consiguiera codificar el Derecho penal del Ejército y la
Armada.
Así, en 1880 se creaba una nueva comisión, y en 1882 se aprobaba una “ley de bases”, a las
que debían atenerse las futuras “leyes de organización”, atribuciones y procedimientos de los
Tribunales militares y los Códigos penales para el ejército y la Armada.
Además, los futuros Códigos militares tenían que adaptarse a las prescripciones de la ley penal
común. En virtud de dicha “ley de bases” se aprobaron al poco tiempo tres disposiciones para
el ejército:
Después de la Guerra Civil se aprobó finalmente el Código de Justicia Militar, en 1945, que vino
a modificar las disposiciones de los anteriores Códigos del Ejército y de la Marina de la Guerra.
Una de las competencias sería el contrabando, cuando esta actividad ilegal se vincula a
partidas numerosas y armadas: naufragios, abordajes, arribadas, puertos y zonas marítimas
etc.
Los bandos militares eran órdenes, con fuerza de ley penal, dictadas por las autoridades
militares en campaña o en “estado de guerra” o “de sitio”, en los que dicha autoridad asumía
todos los poderes. Los bandos ampliaban el ámbito de la jurisdicción militar, e incluso podían
crear nuevos delitos, establecer sus penas, o modificar las que correspondieran a los ya
tipificados.
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Las principales características del Derecho penal militar han sido el rigor y su práctica sumaria,
con la finalidad de que los castigos fueran ejemplares y rápidos.
Hay que considerar que las penas más graves solían aplicarse únicamente en tiempos de
guerra y, sobre todo, estando frente al enemigo. En cambio, en tiempos de paz y en
guarnición, lo habitual era corregir las mismas conductas con otras medidas disciplinarias, sin
recurrir al proceso penal.
Ciertamente, cualquier negligencia profesional en la vida militar podía adquirir una gravedad
inusitada, pues una disciplina férrea siempre es necesaria para garantizar el resultado de las
operaciones, la seguridad de los demás soldados y la de la población civil.
Otro aspecto del Derecho penal militar es que la voluntariedad podía no ser una condición
exigible para la comisión de un delito. Es más, en ciertas situaciones excepcionales, ni siquiera
se requería haber participado directamente en los hechos delictivos para ser condenado.
Ejemplares también eran las condenas a muerte entre grupos de soldados desertores.
También ha existido siempre en los ejércitos la concepción de que cualquier acto delictivo o
meramente antisocial, no sólo deshonraba a su autor, sino además, al cuerpo al que
pertenecía, a su unidad militar, a su ejército y, en definitiva, a u rey y a su nación. De ahí que
los castigos por tales infracciones tuvieran un marcado carácter de infamia pública.
Los delitos castigados con mayor dureza por las Ordenanzas militares y de la Armada en el
siglo XVIII fueron: robos de vasos sagrados (ahorcamiento y descuartizamiento), ultrajes a
imágenes divinas y sacerdotes (ahorcamiento o amputación de mano), o insulto a lugares
sagrados cuya pena podía llegar a ser la de ahorcamiento.
Otra cuestión era la de aplicación de “tormento” que fue excepcional en la jurisdicción militar,
do forma que sólo se podía aplicar en caso de duda para conocer quienes habían participado o
colaborado en el crimen y tras la oportuna petición del consejo de guerra, que debía autorizar
el capitán general tras oír a su auditor.
El rigor de las penas aplicadas por la jurisdicción militar se suavizó durante el siglo XIX. En la
España liberal se abolió la ejecución en la horca, en la jurisdicción militar se sustituyó por la de
“garrote”. Quedó prohibido en el ejército el castigo disciplinario de “palos”, exigiendo que para
aplicarse precediera sentencia judicial. La de azotes se suprimió igualmente y ese abolió la
pena de baquetas. También se suprimió el tormento y los apremios sobre los reos.
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Con un criterio subjetivo estaban sujetos a la jurisdicción militar todos los oficiales, cadetes,
guardiamarinas, suboficiales, soldados y marineros, que sirvieran en los distintos cuerpos y
unidades de los ejércitos, milicias y armadas navales, así como los que al retirarse del servicio
activo mantuvieran esta consideración, al recibir la correspondiente “cédula de preeminencia”,
incluidos los soldados que hubieran servido más de quince años.
En número de personas sometidas al fuero militar aumentó notablemente a lo largo del siglo
XVIII. No sólo quedaban sujetos a esta jurisdicción quienes tuvieran la consideración de
militares, sino también los servidores de la Administración Militar y Naval, a los que en
ocasiones se denomina “políticos”, tales como: oficiales del Consejo Supremo de Guerra y del
Consejo del Almirantazgo, los de las Secretarías de Guerra y Marina, los intendentes,
comisarios, contadores, tesoreros y otros “oficios de sueldo”, miembros del Cuerpo
Administrativo de la Armada, Auditores y asesores de guerra y marina, conocidos como
“togados”, así como sus dependientes.
También estaban sujetos a la jurisdicción militar los cirujanos y el personal sanitario estable de
las unidades y Hospitales militares, quienes prestaran servicio en las fábricas, fundiciones,
maestranzas, almacenes y arsenales militares y navales, y en general todos los operarios al
servicio de las fuerzas armadas, los músicos, los miembros de la Guardia Civil y del Cuerpo de
Carabineros.
También se concedió el fuero militar, en ciertas condiciones, a las esposas, viudas, hijos y
criados de los militares.
No obstante, los paisanos, cuando cometían diversos delitos tipificados por el Derecho Penal
militar, también quedaban sujetos a esta jurisdicción. Delitos como espionaje, atentados
contra la persona del rey, conspiración, resistencia a fuerza armada, encendidos y robos en
cuartes, agresiones a centinelas, etc. Podían ser sometidos a la jurisdicción militar como
cooperadores, inductores, cómplices o encubridores.
Durante el Antiguo Régimen, el más grave de los delitos, la herejía, también estaba
exceptuado de la jurisdicción militar, por corresponder su conocimiento con carácter exclusivo
al Santo Oficio de la Inquisición.
- Los cometidos por militares y marinos de todas clases en servicio activo, que no
tuvieran la consideración de delitos comunes.
- Traición
- Deserción o de seducción y auxilio a la deserción.
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También estaban sometidos a la jurisdicción militar con criterio territorial, los presidios o
plazas fuertes del norte de África, el Protectorado de Marruecos, las fábricas y otros lugares
donde se fabricaran armas, buques y pertrechos, así como los armadiós.
Por lo que se refiere al Código de Justicia Militar de 1945, los principales delitos militares que
contemplaba fueron los siguientes:
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Las Siete Partidas de Alfonso XX el Sabio establecieron ya una diferencia entre sanciones
penales y disciplinarias, al considerar las primeras como “castigos” y a las segundas como
“escarmientos”: “castigo es ligero amonestamiento de palabra, o de ferida, o de palo, que face
el cabdillo”; “escarmiento es pena que manda dar el cabdillo contra los que errasen en manera
de justicia”.
Las competencias para imposición de este tipo de sanciones estaban atribuidas, a los mandos
más inmediatos del infractor.
El código de justicia Militar de 1945 sistematizó las faltas cometidas por militares en graves y
leves. En cuanto a las faltas leves (militares y comunes), se sancionaban por el jefe militar más
inmediato del infractor, sin apenas trámites, con castigos de hasta quince días de arresto en
casa o cuarto de banderas y hasta dos meses en castillo, si se era oficial y hasta dos meses en
castillo si se era oficial; y para la tropa, hasta dos meses de arresto, recargos en oficios
mecánicos y pérdida del empleo de cabo.
En el Antiguo Régimen, la suprema autoridad de la jurisdicción militar era el rey, que decidía
sobre estas materias a propuesta del Consejo Supremo de Guerra.
En el siglo XVIII, dicho Consejo contaba además con ministros togados, que eran asesores en
materias jurisdiccionales. Por delegación del rey ejercían la jurisdicción militar los generales al
mando de los ejércitos, armadas y distritos territoriales y, particularmente, los capitanes
generales.
Sin embargo, en el siglo XVIII aparecerá en España una institución de origen francés, como
eran los consejos de guerra, compuestos exclusivamente por oficiales no letrados, con lo que
la jurisdicción penal se militarizó aún más.
Estos consejos de guerra eran órganos judiciales accidentales, pues se constituían por orden
de la autoridad judicial militar, de acuerdo con las necesidades de cada momento.
En definitiva, la jurisdicción militar se ejercía en nombre del rey en nombre del rey por los
siguientes tribunales y autoridades militares:
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El procedimiento penal militar se iniciaba con las diligencias sumariales para el esclarecimiento
de los hechos y descubrimiento de culpables. No debían durar más de tres días en guarnición y
uno en campaña, de lo que se ocupaba el instructor así como practicar averiguaciones,
informaba a la autoridad judicial que lo había designado sobre la existencia o no del delito. En
caso de considerar que tal delito no se había cometido, proponía la conclusión del proceso por
sobreseimiento, y en caso contrario, la continuidad del proceso.
El consejo de guerra ordinario se componía de, al menos, siete oficiales de la misma unidad, si
se trataba de juzgar a alguien con el empleo de sargento o inferior, los consejos de guerra
ordinarios debían ser presididos por un coronel o teniente coronel, tres capitanes vocales, más
un vocal ponente, capitán o comandante del Cuerpo Jurídico.
Los consejos de guerra de oficiales se constituían para juzgar a jefes y oficiales, a militares de
cualquier graduación con la Cruz Laureada de San Fernando, máxima condecoración militar al
valor heroico, funcionarios del orden judicial y fiscal, así como a funcionarios de rango
superior.
Además, cuando la sentencia pronunciada por el Consejo de Guerra era de condena a muerte
o prisión perpetua, o era su oficial el acusado, se necesitaba la Conformidad del Consejo
Supremo de Guerra y Marina.
Los jueces instructores al igual que los secretarios instructores, debían ser militares
profesionales pertenecientes a las armas.
Si la pena impuesta era de muerte, debían notificarse por medio del ministro respectivo al
Gobierno, en cuyo caso se procedía a su ejecución, o también podía conmutarla por la pena
inferior.
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Conforme a las Ordenanzas del siglo XVIII, las penas podían ser.
En comparación con los códigos penales comunes, la mayor amplitud de los periodos de
duración de las penas, su mayor indeterminación, así como el mayor número de casos en que
se contemplaba la pena de muerte, frecuentemente como pena única a aplicar a determinados
delitos.
En cuanto a las penas militares eran las siguientes: muerte, reclusión militar perpetua,
reclusión militar temporal, prisión militar mayor, prisión militar correccional, arresto militar,
pérdida de empleo, separación del servicio, suspensión de empleo, destino a un cuerpo de
disciplina, recargo en el servicio.
Por otra parte, los militares debían sufrir la detención y la prisión preventiva en
establecimientos penitenciarios militares y quedar separados así del resto de presos. También
debían estar separados los oficiales de la tropa.
Conforma a las ordenanzas del siglo XVIII, quienes se negaran a aplicar la pena, la recibirán
ellos mismos.