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Desde mediados de los años cincuenta se había moderado el discurso religioso aplicado al
castigo, sustituyéndose la retórica tradicionalista por un nuevo lenguaje basado en los avances
de la “ciencia penitenciaria”. El cuerpo de funcionarios de prisiones seguía aplicando una rígida
disciplina, usando para ello toda la dureza que permitía el RP y la que no (golpes, coacciones y
abusos). Los sacerdotes continuaban ocupando puestos de relevancia en las Juntas de
Régimen. También habían mejorado las condiciones materiales intramuros y la mejora general
del nivel de vida en todo el país. Aun así, la alimentación seguía siendo bastante deficiente, la
higiene muy escasa, la atención sanitaria poco menos que inexistente y las actividades
formativas ridículas. La censura de prensa continuaba en vigor y las comunicaciones con
abogados y familiares eran intervenidas.
La continuidad de los integrantes del último gobierno franquista al frente del primer gabinete
de la monarquía provocó un incremento de la presión social a favor del inicio de un auténtico
cambio político. En 1976 tuvo lugar el nombramiento de Adolfo Suárez como Presidente del
Gobierno. En este contexto tiene lugar un motín en la prisión de Carabanchel dando inicio al
que se conocerá como movimiento de presos sociales, el cual tuvo a la Coordinadora de Presos
en Lucha (COPEL).Esta sigla no representaba a una organización política o sindical, sino a una
plataforma clandestina integrada por reclusos de distintas prisiones con escasas posibilidades
de comunicación directa entre sí. La COPEL firmó decenas de manifiestos, cartas públicas e
informes donde sus simpatizantes denunciaban el deplorable estado de las cárceles
franquistas y los abusos de que eran objeto los presos sociales.
Durante los primeros meses del conflicto, la Directora General de Instituciones Penitenciarias
(DGIP) optaron por aislar y trasladar de centro a los que consideraba sus líderes. Los presos
sociales recurrieron masivamente a plantes, huelgas de hambre, motines y autolesiones
colectivas para dar a conocer su situación.
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La reforma provisional del RP quedaba muy lejos de las demandas de los presos y su
incidencia real inmediata fue muy escasa.
El sucesor de Jesús Haddad al frente de la DGI, Carlos García Valdés, emprendió una decidida
actuación encaminada a acabar con las protestas de los presos, aplicando medidas parciales y
transitorias que aminorasen la tensión, se erigió en el máximo responsable de la redacción de
la futura ley.
La suma de estas iniciativas dio como resultado un considerable descenso de las protestas
lideradas por la COPEL. La reforma española era una de las últimas en participar del
movimiento europeo de reforma penitenciaria posterior a la Segunda Guerra Mundial:
Esta tendencia humanizadora se vio confrontada a demandas de mayor dureza para luchar
contra el crimen organizado, especialmente de signo terrorista.
Se prohibían los malos tratos y se reducían los días que un interno podía estar sancionado en
aislamiento. El trabajo entre muros, derecho y deber de los presos se equiparaba al ejercido en
libertad cuando al disfrute de la protección ofrecida por la Seguridad Social. La atención
sanitaria se desarrollaría en las mejores condiciones posibles, incluyendo el tratamiento en
centros hospitalarios externos si así se requiriese. También se contemplaban los permisos de
salida y se regulaban las condiciones de las comunicaciones, dejando abierta la puerta al
ejercicio del derecho a la sexualidad de los internos (vis a vis). También creaba la figura del
Juez de Vigilancia Penitenciaria (JVP). Una de las que más debate suscitó pretendía reconocer
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En mayo de 1978 se había modificado a través de la llamada “Ley de Cuantías” que elevaba
considerablemente las cuantías económicas de los tipos penales que servían para graduar la
pena. En enero de 1980 se hacía público un Proyecto de nuevo CP. Este texto preveía una serie
de elementos que lo convertían en una sólida apuesta por la humanización del sistema penal:
despenalización de todos los delitos de opinión, reducción del tiempo máximo de
encarcelamiento a 20 años, incorporación de las medidas de seguridad y eliminación de las
medidas predelictivas, eliminación del agravante de multireincidencia, reducción de la variada
tipología de penas a solo dos: el arresto de fin de semana y la prisión. También presentaba
notables lagunas y contradicciones. Ante esta situación, el ejecutivo acabó por retirarlo sin que
llegase a ser discutido por los parlamentarios.
La LPRS fue modificada parcialmente a finales de 1978. Entre los elementos derogados se
encontraba el “internamiento en establecimiento de preservación hasta su curación o hasta
que cese el estado de peligrosidad social”, así como la penalización de actos homosexuales,
que hasta ese momento eran castigados con prisión.
Con la aprobación del RP podría considerarse que la reforma de las prisiones alcanzaba su
objetivo, pero la realidad distaba mucho de lo esperado. El plan de inversiones cuatrienal para
la construcción de nuevos centros, que el Gobierno aprobó a finales de 1976, resultó del todo
insuficiente para hacer frente a las numerosas reparaciones que las viejas cárceles... El
funcionamiento de prisiones carecía de efectivos suficientes para hacer frente a las nuevas
tareas que LOGP y RP le encomendaba. El personal médico y sanitario, los criminólogos,
psicólogos, pedagogos, maestros y asistentes sociales eran una ínfima minoría respecto al
grueso del cuerpo encargado de la vigilancia.
La disparidad entre los propósitos formulados en la ley y la cruda realidad se agrandó todavía
más a causa del incremento de la delincuencia común y el endurecimiento de su persecución.
Tuvo bastante que ver la difusión del consumo intravenoso de heroína que se produjo en
España en esas fechas. Sus consecuencias fueron el aumento de los detenidos por tráfico y
tenencia de estupefacientes, así como por delitos contra la propiedad y, una vez en risión, una
fuente constante de conflictos.
A inicios de 1979 se equiparaban en cuanto a su respuesta penal, los delitos cometidos por
organizaciones terroristas y los robos a cargo de bandas de delincuentes comunes armados. Al
año siguiente, se reformó de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) ampliando todavía
más los supuestos por los que podía decretarse prisión provisional y prolongar su duración.
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La Transición no fue en absoluto pacífica, como demuestran las más de 3200 acciones de
violencia política y las 700 víctimas mortales, 530 de ellas por terrorismo, que tuvieron lugar
entre 1975 y 1982, lo que la sitúa como la transición más sangrienta de Europa en la década de
los setenta. Durante la Transición, los gobiernos de UCD practicaron una política de agrupación
de estos reclusos (terroristas) según su adscripción ideológica. El colectivo de presos de ETA, el
más numeroso se concentró en las prisiones de Martutene (San Sebastián) y Basauri ( Bilbao),
los GRAPO en la de Soria, los militantes anarquistas, del FRAP en Segovia y diversos grupos de
extrema derecha en la prisión de Ciudad Real. A finales de 1978 el descubrimiento de un plan
de fuga de miembros de ETA provocó el traslado de un centenar de ellos desde el País Vasco y
Navarra a la cárcel de Soria, lo que provocó abundantes críticas desde diferentes estamentos
políticos y sociales en Euskadi y numerosos actos de protesta e intentos de fuga por parte de
los reclusos de la organización. Aquel traslado supuso, a su vez, que 36 militantes de los
GRAPO fuesen conducidos de Soria a Zamora, lo que daría pie a nuevas protestas tanto en el
interior de las cárceles como en el exterior a cargo de familiares y simpatizantes.
Tras la fuga de cinco de sus máximos líderes de la cárcel de Soria, en enero de 1980, el resto
fueron trasladados a las prisiones del Puerto de Santa María y Herrera de la Mancha, que se
consolidaron como prisiones especializadas en la custodia de miembros de organizaciones
terroristas.
Durante el último años y medio de gobierno de UCD, liderado por Leopoldo Calvo Sotelo tras el
intento de golpe de Estado del 23F, las prisiones españolas fueron el escenario de las últimas
movilizaciones de presos, mientras la inauguración de nuevos centros empezaba a cambiar,
lentamente, el deteriorado paisaje carcelario.
La elevada tasa de preventivos, lo dilatado de la espera para ser juzgado y las pésimas
condiciones de reclusión estuvieron en la base de la masiva movilización de septiembre de
1981. A diferencia de las protestas de los años precedentes, esta fue mayoritariamente
pacífica y sin unas siglas concretas al frente. Esta protesta llevó al Gobierno a anunciar
medidas urgentes para paliar los persistentes problemas que afectaban al sistema
penitenciario: mayor dotación de personal, construcción de nuevas risiones e incremento de
presupuesto.
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En 1982 el Congreso aprueba una reforma de la LECr con la sola oposición del Grupo Popular,
la Ley que deshacía el entuerto de la reforma efectuada tres años atrás. La nueva norma ponía
límites a la prisión preventiva que había llenado las cárceles en tan poco tiempo. A esta
reforma la complementó otra parcial del CP. Este tándem legal, bautizado como la mínima
reforma “socialista, suprimió los efectos agravatorios del multireincidencia, mantuvo la
redención de penas por el trabajo por el beneficio que representaba para los presos, eliminó la
inscripción eterna delo antecedentes penales, volvió a elevar las cuantías económicas que
afectaban a los delitos patrimoniales, despenalizó la conducción sin permiso, se regularon los
delitos relacionados con el tráfico de estupefacientes, distinguiendo entre drogas blancas y
duras, y despenalizando la tendencia para el consumo propio. Todo ello supuso la libertad para
casi 5.000 presos que permanecían a la espera de juicio y otro millar más condenados.
Durante el primer gobierno del PSOE también se reformó el RP de 1981. La reforma consistió
en dar mayor prioridad al tratamiento, reelaborar la normativa disciplinaria, revisar la
existencia de diferentes modalidades dentro del régimen cerrado y otorgar al JVP un lugar más
destacado en la defensa de las garantías de los internos.
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Las mujeres presas sufrían un encarcelamiento todavía más penoso debido a esta
infrarrepresentación.
Este duro contraste entre lo que establecían las normas y lo que sucedía cotidianamente tras
las rejas fue vuelto a poner de manifiesto en algunas de las iniciativas dedicadas a
conmemorar el décimo aniversario de la LOGP.
2.3 El efecto del consumo de drogas y la definitiva renovación del mapa penitenciario.
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La nueva orientación de la política penitenciaria hacia estos presos también convirtió a los
trabajadores de instituciones penitenciarias y su entorno en objetivos de los terroristas: once
personas perdieron la vida en atentados de ETA dirigidos contra funcionarios de prisiones
entre 1989 y 2000, además del secuestro durante 532 días de otro, mientras que los GRAPO
asesinaron a un médico del hospital de Zaragoza que había colaborado en la alimentación
forzosa.
El clima de tensión causado por las organizaciones terroristas empeoró todavía más al sumarse
las protestas de delincuentes comunes. Durante 1989,1990 y 1991, se volvieron a vivir
episodios de enorme gravedad, propios de los peores momentos de la Transición, algunos tan
dantescos como la decapitación de un preso a manos de sus compañeros en el transcurso de
un motín en El Puerto I.
A mediados de 1989, una orden de difusión interna establecía un sistema progresivo de tres
fases dentro del régimen cerrado, del que se regulaban todos los aspectos de la vida del preso
(salidas al patio, cacheos, pertenencias, comunicaciones, etc.). Meses después otra circular la
complementaba al establecer la cumplimentación de fichas de seguimiento para los internos
por delitos de terrorismo. Dos años más tarde, una nueva misiva interna hacía referencia por
primera vez a los Ficheros de Internos de Especial Seguimiento (FIES). Teóricamente se trataba
de una base de datos de carácter administrativo de control de determinados colectivos de
reclusos: vinculados a bandas armadas y organizaciones terroristas (FIES BA), internos de
especial peligrosidad sometidos al régimen especial (FIES RE) y presos relacionados con
organizaciones dedicadas al narcotráfico (FIES NA). Pero en la práctica se instauró un régimen
encubierto alegal, caracterizado por una drástica restricción de las condiciones de vida, que
para los clasificados como FIES RE suponía aislamiento en celda durante más de veinte horas al
día, salidas en pareja o en solitario a un minúsculo patio, cacheos con desnudo integral,
recuentos diarios y nocturnos, intervención de comunicaciones, prohibición de visitas vis a vis,
ausencia de actividades en común, cambios frecuentes de celda, etc. además de la práctica de
malos tratos.
En 1995 se ampliaron las categorías de estos “ficheros” en dos nuevos tipos y cambió la
denominación de todos ellos, que pasaron a ser: FIES – 1CD (Control Directo), que sustituía al
anterior FIES RE, para reclusos especialmente conflictivos y peligrosos; FIES -2
(Narcotraficantes); FIES – 3 (Bandas armadas); FIES – 4 (Fuerzas de seguridad y funcionarios de
Instituciones Penitenciarias) y FIES – 5 (Características especiales), donde se incluyen los
reclusos incluidos en “control directo” que evolucionen de modo positivo, los vinculados a la
delincuencia común, los responsables de delitos contra la libertad sexual, extraordinariamente
violentos y que hayan causado gran alarma social, y , en su día, los insumisos al servicio militar.
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Entre las medidas despenalizadoras que el nuevo texto incluía hay que destacar la supresión
de la pena de prisión inferior a seis meses. Pero si por algo destaca el nuevo CP fue por su
dureza respecto a la situación anterior: se incrementaron las penas de algunos de los delitos
más frecuentes (robo, robo con fuerza, tráfico de drogas duras, lesiones) y se suprimió la
redención de penas por el trabajo.
Junto al nuevo CP, también entró en vigor un nuevo RP con los siguientes objetivos:
El nuevo Reglamento endurecerá los requisitos para que los presos enfermos terminales
pudieran obtener la libertad condicional.
Con la aprobación del nuevo CP podemos considerar que se cierra la reforma emprendida en
los inicios de la Transición. A partir de su entrada en vigor en 1996, se abre una nueva etapa
caracterizada por la imposición de un modelo penal neoliberal que en esencia y con trazo
grueso, remiten a la expansión del Derecho Penal en un contexto de regresión del Estado
Social.